ESA NOCHE sueño que Christina está colgada de nuevo de la barandilla, esta vez por los pies, y que alguien grita que solo un divergente puede ayudarla. Así que corro para tirar de ella, pero alguien me empuja por el borde y me despierto antes de darme contra las rocas.
Empapada en sudor y temblorosa por culpa del sueño, me acerco al baño de las chicas para ducharme y cambiarme. Cuando vuelvo, alguien ha pintado con espray rojo la palabra «Estirada» en mi colchón. También lo han escrito con letras más pequeñas en el cabecero y en la almohada. Miro a mi alrededor; el corazón me late con fuerza de la rabia.
Peter está detrás de mí, silbando mientras ahueca su almohada. Cuesta creer lo mucho que se puede odiar a alguien que parece tan amable; las cejas se le arquean de manera natural, y tiene una sonrisa amplia y blanca.
—Bonita decoración —comenta.
—¿Te he hecho algo de lo que no sea consciente? —pregunto; agarro la esquina de una sábana y la arranco del colchón—. No sé si te habrás dado cuenta, pero ahora estamos en la misma facción.
—No sé de qué me hablas —responde en tono alegre antes de mirarme—. Y tú y yo nunca estaremos en la misma facción.
Sacudo la cabeza mientras le quito la funda a la almohada. «No te enfades», me digo. Él quiere que me altere; no lo conseguirá. A pesar de todo, cada vez que ahueca la almohada pienso en darle un puñetazo en la barriga.
Al entra y ni siquiera tengo que pedirle que me ayude; se limita a acercarse y ponerse a quitar las sábanas conmigo. Después habrá que restregar el cabecero. Al se lleva la pila de sábanas a la basura y después vamos juntos a la sala de entrenamiento.
—No le hagas caso —comenta—. Es un idiota y, si no te enfadas, al final parará.
—Sí —respondo, tocándome las mejillas, que siguen calientes después de haberse puesto rojas de rabia; intento distraerme—. ¿Has hablado con Will? —pregunto en voz baja—. Después de…, ya sabes.
—Sí, está bien, no está enfadado —responde él, suspirando—. Ahora siempre me recordarán como el primer tío que dejó K.O. a alguien.
—Hay peores formas de ser recordado. Al menos, no te fastidiarán.
—También hay mejores formas —dice; sonríe y me da un codazo—. Primera saltadora.
Aunque puede que fuera la primera saltadora, sospecho que ahí es donde empieza y acaba mi fama en Osadía.
Me aclaro la garganta.
—Uno de los dos tenía que acabar en el suelo, ya lo sabes. Si no hubiera sido él, habrías sido tú.
—De todos modos, no quiero volver a hacerlo —afirma, sacudiendo la cabeza demasiadas veces, demasiado deprisa; se sorbe los mocos—. De verdad que no.
—Pero tienes que hacerlo —respondo cuando llegamos a la puerta de la sala de entrenamiento.
Tiene una cara amable; quizá sea demasiado amable para Osadía.
Cuando entro, miro la pizarra. Ayer no tuve que luchar, pero hoy seguro que sí. Al ver mi nombre, me paro a media zancada.
Lucho contra Peter.
—Oh, no —dice Christina, que entra detrás de nosotros, arrastrando los pies.
Tiene la cara amoratada y parece que intenta no cojear; cuando ve la pizarra, hace una bola con el envoltorio de magdalena que lleva en la mano.
—¿Van en serio? —pregunta—. ¿De verdad esperan que luches contra él?
Peter es casi treinta centímetros más alto que yo, y, ayer, venció a Drew en menos de cinco minutos. Hoy, la cara de Drew es más negra y azulada que color carne.
—Quizá puedas dejar que te dé unas cuantas veces y fingir desmayarte —sugiere Al—. Nadie te culparía.
—Sí, puede —respondo.
Me quedo mirando mi nombre en la pizarra y vuelvo a notar calor en las mejillas. Al y Christina solo intentan ayudar, pero me preocupa el hecho de que no crean ni por una milésima de segundo que tengo posibilidades contra Peter.
Me quedo a un lado de la sala, medio escuchando su cháchara y observando a Molly luchar contra Edward. Él es mucho más rápido que ella, así que seguro que Molly no ganará esta vez.
Conforme avanza la pelea y se me pasa el enfado, empiezo a ponerme nerviosa. Cuatro nos dijo ayer que aprovecháramos las debilidades de nuestros adversarios, y, aparte de su absoluta falta de características agradables, Peter no tiene ninguna. Es lo bastante alto como para ser fuerte, pero no tanto como para resultar lento; se le da bien localizar los puntos débiles de los demás; es cruel y no mostrará piedad alguna. Aunque me gustaría decir que me subestima, lo cierto es que mentiría: soy tan poco hábil como sospecha.
Quizá Al tenga razón, quizá deba dejar que me golpee unas cuantas veces y fingir desmayarme.
Sin embargo, no me puedo permitir no intentarlo, acabaría la última.
Cuando Molly consigue levantarse del suelo, medio consciente gracias a Edward, me late tan deprisa el corazón que lo noto bajo la punta de los dedos. No recuerdo cómo levantarme. No recuerdo cómo golpear. Me acerco al centro de la arena y se me encoge el estómago cuando veo a Peter caminar hacia mí, más alto de lo que recordaba y con los músculos en posición de firmes. Me sonríe. Me pregunto si me servirá de algo vomitarle encima.
Lo dudo.
—¿Estás bien, estirada? Pareces a punto de llorar. A lo mejor no te doy fuerte si lloras.
Veo a Cuatro por encima del hombro de Peter, de pie junto a la puerta, con los brazos cruzados. Tiene los labios fruncidos, como si acabara de tragar algo ácido. A su lado está Eric, que da golpecitos con el pie en el suelo a una velocidad mayor que la de mi corazón.
Primero estamos los dos de pie, mirándonos y, un segundo después, Peter se lleva las manos a la altura de la cara, dobla los codos y hace lo mismo con las rodillas, como si estuviera listo para saltar.
—Venga, estirada —dice; le brillan los ojos—. Solo una lagrimita. O suplicar un poco.
La idea de suplicar a Peter hace que me suba la bilis y, siguiendo un impulso, le doy una patada en el costado… o se la habría dado si no me hubiera agarrado el pie para tirar de él y derribarme. Me doy de espaldas contra el suelo, libero el pie y me levanto como puedo.
Tengo que permanecer de pie para que no pueda darme una patada en la cabeza; es en lo único que puedo pensar.
—Deja de jugar con ella —suelta Eric—. No tengo todo el día.
La mirada traviesa de Peter desaparece. Mueve el brazo, y el dolor me apuñala la mandíbula y se me extiende por la cara, haciendo que lo vea todo negro por los bordes y que me piten los oídos. Parpadeo y me tambaleo con el movimiento de la habitación. No recuerdo haber visto venir su puño.
Estoy demasiado desequilibrada para hacer otra cosa que no sea apartarme de él todo lo que me permite la arena. Él corre hasta ponerse delante de mí y me da una fuerte patada en el estómago. Su pie me deja sin aliento y duele, duele tanto que no puedo respirar, o quizá eso sea por la patada, no lo sé. El caso es que me caigo.
Lo único que me pasa por la cabeza es: «Levántate». Lo hago, pero Peter ya está allí. Me agarra por el pelo con una mano y me da un puñetazo en la nariz con la otra. Este dolor es distinto, menos como una puñalada y más como un crujido, un crujido en el cerebro que me hace ver muchos colores: azul, verde, rojo… Intento apartarlo, le doy con las manos en los brazos y él vuelve a pegarme, esta vez en las costillas. Tengo la cara mojada. Me sangra la nariz. Más rojo, supongo, aunque estoy demasiado mareada para bajar la vista.
Me empuja, caigo otra vez y me araño las manos en el suelo. Parpadeo, me cuesta moverme, soy lenta y noto calor. Toso y me arrastro hasta ponerme en pie. La verdad es que debería quedarme tumbada, teniendo en cuenta las vueltas que me da la sala. Y Peter también da vueltas a mi alrededor; soy el centro de un planeta que gira en torno a sí mismo, lo único que no se mueve. Algo me da en el costado y estoy a punto de caer de nuevo.
«Levántate, levántate».
Veo una masa sólida delante de mí, un cuerpo. Golpeo lo más fuerte que puedo y mi puño da contra algo blando. Peter apenas gruñe y me pega en la oreja con la palma de la mano mientras se ríe entre dientes. Oigo un pitido e intento parpadear para librarme de los puntos negros de los ojos; ¿cómo se me ha metido algo dentro?
Por el rabillo del ojo veo que Cuatro abre la puerta y sale. Al parecer, esta pelea no le interesa lo suficiente, o puede que vaya a averiguar por qué todo da vueltas como una peonza, y no lo culpo: a mí también me gustaría saberlo.
Me ceden las rodillas y noto el suelo frío bajo la mejilla. Algo me golpea el costado y grito por primera vez, un chillido agudo que pertenece a otra persona, no a mí, y algo vuelve a golpearme en el costado y ya no puedo ver nada, ni siquiera lo que tengo delante de la cara, la oscuridad.
—¡Suficiente! —grita alguien, y yo pienso: «Demasiado y nada en absoluto».
Cuando me despierto no siento mucho, aunque noto dormido el interior de la cabeza, como si estuviera lleno de bolitas de algodón.
Sé que perdí, y lo único que mantiene el dolor a raya es lo que hace que me cueste pensar con claridad.
—¿Todavía tiene el ojo negro? —pregunta alguien.
Abro un ojo; el otro permanece cerrado, como si me hubieran echado pegamento. Will y Al están sentados a mi derecha; Christina está sentada en la cama, a mi izquierda, con una bolsa de hielo sobre la mandíbula.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —pregunto; noto los labios torpes y demasiado grandes.
—Mira quién habla —responde ella, entre risas—. ¿Te buscamos un parche?
—Bueno, ya sé qué le pasó a mi cara. Estaba allí. Más o menos.
—¿Acabas de hacer un chiste, Tris? —dice Will, sonriendo—. Deberíamos ponerte hasta arriba de analgésicos más a menudo, si así vas a ponerte a hacer bromas. Ah, y, en respuesta a tu pregunta: le di una paliza.
—No puedo creerme que no pudieras con Will —comenta Al, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué? Es bueno —responde ella, encogiéndose de hombros—. Además, creo que por fin he aprendido a dejar de perder. Solo necesito evitar que la gente me dé puñetazos en la mandíbula.
—Bueno, lo suyo sería que te hubieras dado cuenta desde el principio —le dice Will, guiñándole un ojo—. Ahora sé por qué no estás en Erudición. No eres muy lista, ¿eh?
—¿Te sientes bien, Tris? —pregunta Al.
Tiene los ojos castaño oscuro, casi del mismo color que la piel de Christina, y las mejillas se le ven ásperas. Da la sensación de que tendría una barba espesa si no se afeitara. Cuesta creer que solo tenga dieciséis años.
—Sí —respondo—. Solo desearía poder quedarme aquí para siempre. Así no tendría que volver a ver a Peter.
Pero no sé dónde es «aquí». Estoy en una habitación grande y estrecha en la que hay una hilera de camas a cada lado. Algunas tienen cortinas. A la derecha del cuarto hay un puesto de enfermería. Debe de ser el sitio al que van los de Osadía cuando están enfermos o heridos. La mujer del puesto nos mira por encima de una tablilla con hojas. Nunca había visto a una enfermera con tantos piercings en la oreja. Algunos osados deben de presentarse voluntarios para hacer trabajos que, por tradición, realizan otras facciones. Al fin y al cabo, no tendría mucho sentido que alguien de aquí fuese hasta el hospital de la ciudad cada vez que se hace daño.
La primera vez que fui al hospital tenía seis años. Mi madre se había caído en la acera, delante de casa, y se había roto un brazo. Oír sus gritos me hizo romper a llorar, pero Caleb corrió a por mi padre sin decir palabra. En el hospital, una mujer de Cordialidad que tenía las uñas muy limpias y vestía una camiseta amarilla tomó la presión a mi madre y le colocó el hueso sin dejar de sonreír.
Recuerdo que Caleb le contó que solo tardaría un mes en curarse porque era una fractura fina. Creía que lo decía para tranquilizarla, porque eso hacen las personas altruistas, pero ahora me pregunto si no estaría repitiendo algo que había estudiado; si todas sus tendencias abnegadas no serían más que rasgos de Erudición disfrazados.
—No te preocupes por Peter —dice Will—. Al menos Edward le dio una paliza. Ese chico lleva practicando combate cuerpo a cuerpo desde que tenía diez años. Por diversión.
—Bien —dice Christina, mirando la hora—. Nos vamos a perder la cena. ¿Quieres que nos quedemos, Tris?
—Estoy bien —respondo, sacudiendo la cabeza.
Christina y Will se levantan, pero Al les hace un gesto para que vayan por delante. Tiene un olor muy característico, dulce y fresco, como a salvia y hierba limón. Cuando se mueve por la noche, me llega su aroma y sé que tiene una pesadilla.
—Solo quería decirte que te has perdido el anuncio de Eric: mañana vamos de excursión a la valla, a aprender cosas sobre los distintos trabajos de Osadía. Tenemos que estar en el tren a las ocho y cuarto.
—Bien, gracias.
—Y no hagas caso a Christina. Tu cara no está tan mal —afirma, sonriendo un poco—. Bueno, quiero decir que está bien, que siempre está bien. Quiero decir… Pareces valiente. Osada.
Sus ojos pasan rozando los míos, y se rasca la parte de atrás de la cabeza. El silencio crece entre nosotros. A pesar de haber dicho una cosa bonita, actúa como si significara algo más de lo que expresaban sus palabras, aunque espero equivocarme. Nunca me atraerá Al, no podría atraerme una persona tan frágil. Sonrío todo lo que me permite mi mejilla amoratada, con la esperanza de disipar la tensión.
—Debería dejarte descansar —dice, y se levanta para marcharse, pero, antes de que lo haga, lo agarro por la muñeca.
—Al, ¿estás bien? —pregunto; se me queda mirando, inexpresivo, y añado—: Es decir, ¿te resulta ya más fácil?
—Bueno…, un poco —responde, encogiéndose de hombros.
Se suelta y mete la mano en el bolsillo. La pregunta debe de haberlo avergonzado, porque nunca lo había visto tan rojo. Si yo me pasara las noches sollozando en la almohada, también me avergonzaría un poco. Al menos yo sé cómo disimular cuando lloro.
—Perdí con Drew después de que tú perdieras con Peter —comenta, mirándome—. Recibí unos cuantos golpes, caí y me quedé en el suelo, aunque no tenía por qué hacerlo. Supongo… Supongo que, como derribé a Will, si pierdo con todos los demás no acabaré el último, y así no tendré que volver a hacer daño a nadie.
—¿Es eso lo que quieres?
—Es que no puedo hacerlo —responde, bajando la mirada—. Quizá signifique que soy un cobarde.
—No eres un cobarde simplemente por no querer hacer daño a los demás —respondo, porque sé que es lo correcto, aunque no estoy segura de pensarlo realmente.
Los dos guardamos silencio un momento, mirándonos. Quizá sí que lo piense. Si es un cobarde, no es porque no disfrute causando dolor, sino porque se niega a actuar.
—¿Crees que nos visitarán nuestras familias? —pregunta con cara de pena—. Dicen que las familias de los trasladados nunca aparecen el Día de Visita.
—No lo sé —respondo—. No sé si sería bueno o malo que vinieran.
—Creo que malo —dice, asintiendo con la cabeza—. Sí, ya es difícil de por sí.
Vuelve a asentir, como si confirmara lo que ha dicho, y se aleja.
En menos de una semana, los iniciados de Abnegación podrán visitar a sus familias por primera vez desde la Ceremonia de la Elección. Se irán a casa, se sentarán en sus salas de estar e interactuarán con sus padres como adultos por primera vez.
Antes esperaba con ansia ese día; pensaba en qué les diría cuando me permitieran hacerles preguntas en la mesa.
En menos de una semana, los iniciados nacidos en Osadía se encontrarán con sus familias en el Pozo o en el edificio de cristal sobre el complejo y harán lo que hagan los de Osadía cuando se reúnen. Quizá se turnen para lanzarse cuchillos a la cabeza, no me sorprendería.
Y los iniciados trasladados con padres comprensivos también podrán volver a verlos. Sospecho que los míos no estarán entre ellos, no después del grito de rabia de mi padre en la ceremonia. No después de que sus dos hijos los abandonaran.
A lo mejor me habrían comprendido de haber podido contarles que era una divergente y que no sabía bien qué elegir. A lo mejor me habrían ayudado a averiguar qué es un divergente y qué significa, y por qué es peligroso. Pero no les confié mi secreto, así que nunca lo sabré.
Aprieto los dientes cuando noto llegar las lágrimas. Estoy harta, estoy harta de lágrimas y debilidad, aunque no hay mucho que pueda hacer para evitarlas.
Quizá durmiera o quizá no. Sin embargo, aquella misma noche, más tarde, salí del cuarto y volví al dormitorio. Lo único peor que permitir que Peter me metiera en el hospital era permitir que me dejara allí dentro una noche entera.