—COMO SOIS impares, uno de vosotros no peleará hoy —dice Cuatro, y da un paso atrás para apartarse de la pizarra de la sala de entrenamiento; me mira: el espacio junto a mi nombre está en blanco.
Se me deshace el nudo del estómago; un respiro.
—Esto no es bueno —dice Christina, y me da un codazo.
Su codo me da en uno de mis músculos doloridos (esta mañana tengo más músculos doloridos que no doloridos) y pongo una mueca.
—Ay.
—Perdona. Pero mira, me toca contra el Tanque.
Christina y yo nos sentamos juntas en el desayuno, y antes de eso me sirvió de pantalla del resto de dormitorio para que me cambiara. Nunca había tenido una amiga como ella. Susan era más amiga de Caleb que mía, y Robert solo iba donde iba Susan.
Supongo que, en realidad, nunca he tenido un amigo, punto. Es imposible mantener una amistad real cuando nadie cree poder aceptar ayuda y ni siquiera habla de sus cosas. Eso no me pasará aquí. Ya sé más de Christina de lo que sabía de Susan, y la conozco desde hace dos días.
—¿El Tanque? —pregunto; busco el nombre de Christina en la pizarra y veo que al lado está el de Molly.
—Sí, de los seguidores de Peter, la que es ligeramente más femenina —responde, señalando con la cabeza el grupo de gente del otro lado de la sala.
Molly es igual de alta que Christina, pero ahí acaba el parecido. La otra chica tiene hombros anchos, piel bronceada y nariz protuberante.
—Esos tres —dice Christina, señalando a Peter, Drew y Molly— son inseparables desde que salieron del vientre materno, prácticamente. Los odio.
Will y Al están frente a frente en la arena. Suben las manos a la altura de la cara para protegerse, como nos enseñó Cuatro, y van moviéndose en círculo. Al es unos quince centímetros más alto que Will y dos veces más ancho. Al mirarlo me doy cuenta de que incluso sus rasgos faciales son grandes: nariz grande, labios grandes, ojos grandes. La pelea no durará mucho.
Miro a Peter y sus amigos. Drew es más bajo que Peter y que Molly, aunque su complexión es la de una roca y va siempre encorvado. Tiene el pelo rojo anaranjado, como una zanahoria pasada.
—¿Qué tienen de malo? —pregunto.
—Peter es pura maldad. Cuando éramos pequeños, buscaba pelea con los chicos de otras facciones y después, cuando aparecía un adulto para separarlos, lloraba y se inventaba una historia para echarle la culpa a otro chico. Y, por supuesto, se lo creían porque era un veraz y no podía mentir. Ja, ja —explica Christina, arrugando la nariz—. Drew no es más que su compinche. Seguro que no tiene ni un pensamiento independiente en el cerebro. Y Molly… es la clase de personas que fríe hormigas con una lupa para ver cómo mueren.
En la arena, Al le da un buen puñetazo a Will en la mandíbula. Hago una mueca. Al otro lado de la sala, Eric sonríe con satisfacción y mira a Al, para después darle una vuelta a uno de los anillos de su ceja.
Will se tambalea hacia un lado con una mano apretándole la cara y bloquea el siguiente puñetazo con la mano libre. A juzgar por su mueca, bloquear el golpe le ha resultado tan doloroso como el golpe en sí. Al es lento, pero muy fuerte.
Peter, Drew y Molly nos lanzan miradas furtivas, y se ponen a susurrar juntando sus cabezas.
—Creo que saben que estamos hablando de ellos —digo.
—¿Y? Ya saben que los odio.
—¿Lo saben? ¿Cómo?
Christina finge sonreírles y los saluda con la mano. Yo bajo la mirada, tengo las mejillas ardiendo. De todos modos, no debería cotillear, cotillear es una falta de moderación.
Will engancha con un pie la pierna de Al y tira de ella, tirándolo al suelo. Al se pone de pie como puede.
—Porque se lo he dicho —responde Christina apretando los dientes, aunque sin dejar de sonreír; sus dientes son rectos arriba y torcidos abajo—. En Verdad intentamos ser muy sinceros con nuestros sentimientos —explica, mirándome—. Muchas personas me han dicho que no les caigo bien, y otras muchas no lo han hecho. ¿A quién le importa?
—Es que nosotros… Se supone que nosotros no debemos hacer daño a los demás.
—Me gusta pensar que odiándolos les ayudo. Les recuerdo que no son un regalo de Dios a la humanidad.
Me río un poco antes de volver a concentrarme en la arena. Will y Al se quedan mirándose unos segundos, más vacilantes que antes. Will se aparta de los ojos un pálido mechón de pelo. Miran a Cuatro como si esperaran que detuviera ya la pelea, pero el instructor está de brazos cruzados y no dice nada. A unos cuantos metros de él, Eric mira la hora en su reloj.
Al cabo de unos segundos dando vueltas, Eric grita:
—¿Creéis que esto es para divertirnos un rato? ¿Os toca ya el descanso de la siesta, niñitos? ¡Luchad de una vez!
—Pero… —responde Al, enderezándose y bajando las manos—. ¿Vamos por puntos o algo? ¿Cuándo acaba la pelea?
—Acaba cuando uno de los dos no puede seguir —contesta Eric.
—De acuerdo con las reglas de Osadía —añade Cuatro—, también es posible que uno de los dos se rinda.
—Eso es de acuerdo con las antiguas reglas —lo corrige Eric, entrecerrando los ojos—. De acuerdo con las nuevas reglas, nadie se rinde.
—Los valientes saben reconocer la fuerza de los demás —contesta Cuatro.
—Los valientes nunca se rinden.
Cuatro y Eric se quedan mirando unos segundos. Me siento como si estuviera viendo dos tipos distintos de osados: el honorable y el despiadado. Sin embargo, incluso yo sé que en esta sala es Eric, el líder más joven de Osadía, el que ostenta la autoridad.
La frente de Al está perlada de sudor; se lo limpia con el dorso de la mano.
—Esto es ridículo —protesta, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué sentido tiene darle una paliza? ¡Estamos en la misma facción!
—Ah, ¿tan fácil crees que va a ser? —pregunta Will, sonriendo—. Venga, intenta pegarme, tortuga.
Will levanta de nuevo las manos; veo en su cara una resolución que no estaba ahí antes. ¿De verdad cree que puede ganar? Un solo golpe a la cabeza y Al lo dejará K.O.
Claro que para eso tiene que conseguir darle. Al intenta hacerlo, pero Will se agacha; tiene la nuca reluciente de sudor. Esquiva otro puñetazo, rodea a Al y le da una fuerte patada en la espalda. Al se inclina un poco y se da la vuelta.
Cuando era más pequeña leí un libro sobre osos pardos. Había una imagen de uno de pie sobre las patas traseras, con las zarpas extendidas, rugiendo. Es el aspecto que tiene Al en estos momentos. Carga contra Will agarrándolo del brazo para que no se escape y le da un puñetazo en la mandíbula.
La luz desaparece de los ojos de Will, que son verde pálido, como el apio. Se le ponen en blanco y su cuerpo se relaja, cayendo al suelo como un peso muerto. Noto una corriente fría en la espalda que me llega hasta el pecho.
Al abre mucho los ojos, se agacha junto a Will y le da en la mejilla con la mano. La sala guarda silencio, esperando la reacción de Will. Durante unos segundos no responde, se queda tirado en el suelo con el brazo tirado bajo él. Entonces parpadea, claramente aturdido.
—Levántalo —dice Eric.
El líder mira con avidez el cuerpo caído de Will, como si la imagen fuese una comida y él llevara varias semanas en ayunas. Tuerce los labios en una mueca cruel.
Cuatro se vuelve hacia la pizarra y rodea con un círculo el nombre de Al. Victoria.
—Los siguientes: ¡Molly y Christina! —grita Eric.
Al se echa el brazo de Will al hombro y lo saca de la arena.
Christina hace crujir sus nudillos. Le deseo buena suerte, aunque no sé si eso servirá de algo. Christina no es débil, pero es mucho menos robusta que Molly. Con suerte, la altura la ayudará.
Al otro lado de la sala, Cuatro sujeta a Will por la cintura y lo saca fuera. Al se queda un momento junto a la puerta, observándolos.
Que Cuatro se marche me pone nerviosa, porque dejarnos con Eric es como contratar a una niñera que se entretiene afilando cuchillos.
Christina se mete el pelo detrás de las orejas. Lo lleva a la altura de la barbilla, sujeto con horquillas plateadas. Hace crujir otro nudillo, parece nerviosa, y con razón: ¿quién no lo estaría después de ver a Will desmayarse como si fuera un muñeco de trapo?
Si los conflictos en Osadía acaban cuando solo uno queda en pie, no estoy muy segura de lo que supondrá para mí esta parte de la iniciación. ¿Seré como Al, de pie sobre el cuerpo de alguien, sabiendo que soy la que lo ha derribado? ¿O como Will, tirado en el suelo sin poder moverse? ¿Y es egoísta por mi parte desear la victoria? ¿O es valiente? Me limpio el sudor de las manos en los pantalones.
Vuelvo a prestar atención a la pelea cuando Christina le da una patada en el costado a Molly, que ahoga un grito y aprieta los dientes como si estuviera a punto de gruñir entre ellos. Un rizo de grasiento pelo negro le cae en la cara, pero no se lo aparta.
Al está a mi lado, pero estoy demasiado concentrada en la pelea como para mirarle o para felicitarlo por ganar, suponiendo que sea eso lo que quiera. No estoy segura.
Molly dirige a Christina una sonrisa de suficiencia y, sin previo aviso, se lanza con las manos extendidas hacia su abdomen. Le da con fuerza, la derriba y la sujeta en el suelo. Christina se revuelve, pero Molly pesa mucho y no se mueve.
Molly le da un puñetazo y Christina aparta la cabeza, pero la otra chica sigue pegando una y otra vez hasta que su puño conecta con la mandíbula de Christina, con su nariz, con su boca. Sin pensar, agarro el brazo de Al y lo aprieto con todas mis fuerzas porque necesito sujetarme. La sangre corre por la cara de Christina y salpica el suelo, al lado de su mejilla. Es la primera vez que rezo para que alguien se desmaye.
Sin embargo, no lo hace. Christina grita, se suelta de un brazo y le da un puñetazo a Molly que la desequilibra. Consigue liberarse y se pone de rodillas, sujetándose la cara con una mano. La sangre que le cae de la nariz es espesa y oscura, y le cubre los dedos en segundos. Grita otra vez y se aleja a rastras de Molly. Por cómo mueve los hombros, sé que está llorando, aunque apenas le oigo por culpa del latido de la sangre en mis oídos.
«Por favor, desmáyate».
Molly da una patada a Christina en el costado, tirándola de espaldas. Al saca la mano del brazo que tengo agarrada y me acerca más a él. Aprieto los dientes para no gritar. La primera noche no sentí ninguna pena por Al, pero todavía no soy tan cruel; ver a Christina agarrándose las costillas hace que desee ponerme entre las dos.
—¡Para! —gime Christina cuando Molly levanta el pie para darle otra patada; levanta una mano—. ¡Para! No puedo… —se interrumpe para toser—. No puedo más.
Molly sonríe y yo suspiro, aliviada. Al suspira también, noto sus costillas subiendo y bajando contra mi hombro.
Eric se acerca al centro de la arena muy despacio y se queda al lado de Christina, cruzando los brazos.
—Perdona, ¿qué has dicho? ¿Que no puedes más?
Christina consigue ponerse de rodillas. Cuando levanta la mano del suelo deja una huella roja. Se pellizca la nariz para parar la sangre y asiente con la cabeza.
—Levántate —dice Eric.
Si hubiera gritado, quizá no me sentiría como si fuera a echar todo el contenido de mi estómago. Si hubiera gritado, habría sabido que gritar era lo peor que pensaba hacer. Pero habla en voz baja y con palabras precisas; después agarra por el brazo a Christina, la pone de pie y la arrastra al exterior de la sala.
—Seguidme —nos dice a los demás.
Y lo hacemos.
Noto el rugido del río en el pecho.
Nos ponemos cerca de la barandilla. El Pozo está casi vacío; es por la tarde, aunque tengo la sensación de llevar varios días en una noche continua.
Si hubiera personas alrededor, dudo que alguna ayudara a Christina. En primer lugar, estamos con Eric; en segundo, en Osadía se rigen por unas normas distintas, y la brutalidad no infringe esas normas.
Eric empuja a Christina contra la barandilla.
—Trépala —le ordena.
—¿Qué? —responde ella, como si esperase que Eric cediera, aunque sus ojos abiertos como platos y su rostro ceniciento indiquen lo contrario: sabe que Eric no cederá.
La barandilla es estrecha y metálica, y está cubierta por el agua del río, lo que hace que resulte resbaladiza y fría. Aunque Christina sea lo bastante valiente como para quedarse cinco minutos colgada de ella, puede que no consiga sujetarse. O decide quedarse sin facción o se arriesga a morir.
Cuando cierro los ojos, me la imagino cayendo sobre las rocas puntiagudas del fondo y me estremezco.
—Vale —dice ella con voz temblorosa.
Su altura le permite pasar la pierna por encima de la barandilla, aunque le tiembla el pie. Apoya el dedo gordo en el saliente para pasar la otra pierna por encima. De cara a nosotros, se limpia el sudor de las manos en los pantalones y se sujeta con tanta fuerza a la barandilla que se le ponen blancos los nudillos. Después baja un pie del saliente; y el otro. Le veo la cara entre los barrotes de la barrera; está decidida, tiene los labios bien apretados.
A mi lado, Al pone el cronómetro de su reloj en marcha.
Christina resiste bien el primer minuto y medio. Agarra con manos firmes la baranda y no le tiemblan los brazos. Empiezo a pensar que quizá no le tiemblan los brazos. Empiezo a pensar que quizá lo consiga y logre demostrar a Eric lo tonto que ha sido por dudar de ella.
Pero, entonces, el río da contra la pared y el agua salpica la espalda de Christina, que se da de cara contra la barrera y grita. Se le resbalan las manos hasta que solo se sujeta con las puntas de los dedos. Intenta agarrarse mejor, pero ahora tiene las manos húmedas.
Si la ayudo, Eric me condenaría al mismo destino. ¿La dejaré matarse o me resignaré a quedarme sin facción? Peor aún: ¿es mejor no hacer nada mientras alguien muere o ir al exilio con las manos vacías?
A mis padres no les costaría responder.
Sin embargo, no soy como mis padres.
Por lo que sé, Christina no ha llorado desde que estamos aquí, pero ahora se le descompone el rostro y deja escapar un sollozo más fuerte que el rugido del río. Otra ola golpea la pared, y el agua le salpica el cuerpo. Una de las gotitas me da en la mejilla. Se le vuelven a resbalar las manos y, esta vez, una de ellas cae del pasamanos; Christina se queda colgando de cuatro dedos.
—Vamos, Christina —la anima Al con su voz grave, en un tono sorprendentemente alto; ella lo mira y él aplaude—. Venga, agárrate otra vez. Puedes hacerlo, agárrate.
¿Sería yo lo bastante fuerte como para sujetarla? ¿Merecería la pena el esfuerzo de intentar ayudarla si, de todos modos, soy demasiado débil para que sirva de algo?
Sé lo que son esas preguntas: excusas. «La razón humana es capaz de disculpar cualquier maldad; por eso es tan importante que no confiemos en ella». Son las palabras de mi padre.
Christina sube el brazo e intenta aferrarse al pasamanos. Aunque nadie más la anima, Al junta sus enormes manos y grita sin dejar de mirarla a los ojos. Ojalá fuese capaz de imitarlo: ojalá pudiera moverme. Sin embargo, me quedo mirándola y me pregunto desde hace cuánto soy tan egoísta que doy asco.
Miro el reloj de Al: han pasado cuatro minutos. Me da un codazo en el hombro.
—Vamos —digo, susurrando; me aclaro la garganta—. Queda un minuto —añado, esta vez más alto.
La otra mano de Christina logra agarrarse de nuevo a la barandilla. Le tiemblan tanto los brazos que me pregunto si es que se está produciendo un terremoto que me altera la visión y yo no me he dado cuenta.
La ayudaré. Si se resbala de nuevo, la ayudaré.
Otra ola de agua se estrella contra la espalda de Christina, que grita cuando las dos manos se le resbalan de la barandilla. Grito, aunque suena como si fuera otra persona.
Sin embargo, no se cae, se agarra a los barrotes. Se le resbalan los dedos por el metal hasta que ya no puedo verle la cabeza; solo los dedos.
El reloj de Al marca cinco minutos.
—Ya han pasado los cinco minutos —dice, casi escupiendo las palabras a Eric.
Eric mira su propio reloj, se toma un tiempo, gira la muñeca y, mientras tanto, noto retortijones en el estómago y soy incapaz de respirar. Cuando parpadeo miro a la hermana de Rita en el pavimento, bajo las vías del tren, con las extremidades torcidas; ver a Rita gritando y llorando; me veo a mí misma dando media vuelta.
—Vale —dice Eric—. Puedes subir, Christina.
Al se acerca a la barandilla.
—No —le detiene Eric—. Puede subir, Christina.
—No, no tiene que hacerlo sola —gruñe Al—. Ha hecho lo que le has pedido. No es una cobarde, ha hecho lo que le has pedido.
Eric no responde. Al baja un brazo por la barrera y es tan alto que logra llegar a la muñeca de Christina. Ella se agarra a su antebrazo y Al tira de ella, rojo de frustración. Corro a ayudarle. Aunque soy demasiado baja para servir de algo, como sospechaba, sujeto a mi amiga por el hombro cuando llega a la altura adecuada, y Al y yo la pasamos por encima de la barandilla. Christina cae al suelo con la cara todavía ensangrentada por la pelea, la espalda empapada y el cuerpo temblando.
Me arrodillo a su lado. Me mira a los ojos, mira a Al, y los tres recuperamos el aliento.