CAPÍTULO
SEIS

CLAVO LOS OJOS en el suelo y me pongo detrás de los iniciados nacidos en Osadía que han decidido regresar a su facción. Son todos más altos que yo, así que, cuando levanto la cabeza, solo veo hombros cubiertos de negro. Entonces, la última chica hace su elección (Cordialidad), y llega la hora de marcharse. Los de Osadía salen primero. Paso junto a los hombres y mujeres vestidos de gris que antes componían mi facción, pero mantengo la vista fija en la nuca de alguien.

Sin embargo, tengo que ver a mis padres una última vez. Vuelvo la vista atrás en el último segundo antes de marcharme y, de inmediato, desearía no haberlo hecho: los ojos de mi padre abrasan los míos, acusadores. Al principio, cuando noto el calor detrás de los míos, pienso que ha encontrado la forma de prenderme fuego, de castigarme por lo que he hecho, pero no…, es que estoy a punto de llorar.

A su lado, mi madre sonríe.

La gente que tengo detrás me empuja para que avance y me aleja de mi familia, que será de las últimas en salir. Puede que incluso se queden a apilar las sillas y limpiar los cuencos. Giro la cabeza para buscar a Caleb entre la multitud de Erudición que sale detrás de mí. Está entre los otros iniciados, estrechándole la mano a un trasladado, un chico que estaba en Verdad. La facilidad con la que sonríe es una traición. Se me revuelve el estómago y miro al frente. Si a él le resulta tan fácil, quizá también a mí debería resultármelo.

Miro al chico que tengo a la izquierda, que antes era de Erudición, y ahora está tan pálido y nervioso como yo debería sentirme. Me pasé todo el rato preocupada por la facción que escogería y nunca me paré a pensar en qué ocurriría si eligiera Osadía. ¿Qué me espera en su sede?

La multitud de Osadía que nos dirige va hacia las escaleras en vez de hacía los ascensores. Creía que solo los de Abnegación usaban las escaleras.

Entonces, todos se ponen a correr. Oigo chillidos, gritos y risas a mi alrededor, y docenas de pisadas ensordecedoras, cada una a un ritmo distinto. Que los de Osadía usen las escaleras no es un acto de altruismo; es un momento de desenfreno.

―¿Qué está pasando? ―grita el chico que tengo al lado.

Sacudo la cabeza y sigo corriendo. Al llegar a la planta baja estoy sin aliento, pero los osados corren a la salida. En el exterior, el aire es frío y el cielo se ha teñido de naranja con la puesta de sol; se refleja en el cristal negro del Centro.

Los de Osadía se reparten por la calle e impiden el paso de un autobús, y yo salgo disparada para no quedarme atrás. Mi confusión desaparece mientras corro. No he corrido a ninguna parte desde hace mucho tiempo porque Abnegación no fomenta hacer cosas por disfrute personal, y eso estamos haciendo ahora: me arden los pulmones, me duelen los músculos, disfruto del feroz placer de una carrera a toda velocidad. Sigo a los de Osadía por la calle, doblamos la esquina y oigo un sonido familiar: la bocina del tren.

―Oh, no ―murmura el chico Erudición―. ¿Se supone que debemos saltar a esa cosa?

―Sí ―respondo sin aliento.

Es bueno haber pasado tanto tiempo observando la llegada al instituto de los de Osadía. La multitud forma una larga fila. El tren avanza hacia nosotros sobre sus raíles de acero con las luces encendidas y tocando la bocina. Todas las puertas de los vagones están abiertas, esperando a que los osados entren, cosa que hacen, grupo por grupo, hasta que solo quedan los últimos iniciados. Los nacidos en la facción están ya acostumbrados a hacerlo, así que, en pocos segundos, solo quedamos los trasladados de las otras facciones.

Doy un paso adelante con algunos otros y empiezo a correr. Corremos a la altura del vagón un momento y después nos lanzamos de lado al interior. No soy tan alta ni tan fuerte como muchos de ellos, así que no logro meterme en el vagón; me agarro a un asidero cercano a la puerta y me doy con el hombro en el tren. Me tiemblan los brazos y, por fin, una chica de Verdad me agarra y me mete dentro. Le doy las gracias entre jadeos.

Se oye un grito y miro atrás; un chico bajito y pelirrojo de Erudición alza los brazos intentando llegar al tren. Una chica de su facción que está junto a la puerta intenta agarrarle la mano, pero el muchacho está demasiado atrás. Se cae de rodillas junto a las vías y, mientras nos alejamos, veo que esconde la cabeza entre las manos.

Me siento mal, el chico acaba de fallar la iniciación de los osados. Ahora no tiene facción. Podría pasarnos en cualquier momento.

—¿Estás bien? —me pregunta la chica veraz que me ha ayudado a subir; es alta, tiene la piel marrón oscuro y el pelo corto. Es guapa.

Asiento con la cabeza.

—Me llamo Christina —dice, y me ofrece la mano.

También hace mucho tiempo que no estrecho la mano de nadie. Los de Abnegación se saludan con una inclinación de cabeza, una señal de respeto. Acepto su mano, vacilante, y la sacudo dos veces con la esperanza de no apretar demasiado fuerte ni quedarme corta.

—Beatrice.

—¿Sabes adónde vamos? —pregunta a gritos para que pueda oírla por encima del ruido del viento, que sopla cada vez con más fuerza a través de las puertas abiertas. El tren acelera. Me siento para estar más cerca del suelo y mantener mejor el equilibrio. Ella arquea una ceja.

—Si el tren va rápido, habrá viento —explico—. Si hay viento, te caes. Baja.

Christina se sienta a mi lado y se echa un poco atrás para apoyar la espalda en la pared.

—Supongo que vamos a la sede de Osadía —explico—, pero no sé dónde está.

—¿Acaso lo sabe alguien? —dice, y sacude la cabeza, sonriendo—. Es como si salieran de un agujero del suelo o algo así.

Entonces, el viento sopla por el vagón y los otros trasladados, golpeados por la ráfaga de aire, caen al suelo unos encima de otros. Veo que Christina se ríe, aunque no la oigo, y consigo sonreír.

La luz naranja de la puesta de sol refleja en los edificios de cristal y, al mirar atrás, apenas puedo ver las filas de casas grises en las que antes vivía.

Le toca a Caleb preparar la cena esta noche. ¿Quién ocupará su lugar, mi madre o mi padre? Y cuando vacíen su habitación, ¿qué encontrarán? Me imagino que libros escondidos entre la cómoda y la pared y más libros bajo el colchón. La sed de conocimiento de los eruditos llenando todos los rincones ocultos de su dormitorio. ¿Habrá sabido siempre que elegiría Erudición? Y, de ser así, ¿cómo no me di cuenta?

Qué buen actor era. La idea me pone mala porque, aunque yo también los he dejado, al menos a mí no se me daba bien fingir. Al menos sabían que yo no era una persona sacrificada.

Cierro los ojos y me imagino a mis padres sentados a la mesa en silencio. Se me cierra la garganta al pensar en ellos; ¿es porque tengo una pizca de altruismo o es por egoísmo, porque sé que no volveré a ser su hija?

—¡Están saltando!

Levanto la cabeza. Me duele el cuello, llevo como mínimo media hora acurrucada, con la espalda contra la pared, escuchando el rugido del viento y contemplando la ciudad pasar a toda velocidad. Me echo adelante. El tren ha frenado en los últimos minutos y veo que el chico que ha gritado tenía razón: los osados de los vagones delanteros están saltando del tren cuando este pasa al lado de un tejado. Las vías están a siete plantas de altura.

La idea de saltar de un tren en marcha a un tejado y el borde de la vía, me da ganas de vomitar. Me levanto como puedo y voy dando traspiés hasta el lado opuesto del vagón, donde los otros trasladados se han puesto en fila.

—Pues tenemos que saltar —dice una chica de Verdad; tiene la nariz alargada y los dientes torcidos.

—Genial —replica un chico de su facción—, porque eso tiene mucho sentido, Molly. Saltar de un tren a un tejado.

—Se supone que eso es por lo que estamos aquí, Peter —señala la chica.

—Bueno, pues no pienso hacerlo —dice un chico de Cordialidad detrás de mí.

Tiene la piel aceitunada y lleva una camiseta marrón. Es el único trasladado de Cordialidad y veía el brillo de las lágrimas en sus mejillas.

—Tienes que hacerlo —responde Christina—, si no, fallarás. Venga, no pasa nada.

—¡Que no! ¡Prefiero quedarme sin facción antes que matarme!

El chico cordial sacude la cabeza, parece aterrado. No deja de sacudir la cabeza y de mirar al tejado, que se acerca por segundos.

No estoy de acuerdo con él, yo preferiría estar muerta antes que vacía, como los abandonados.

—No puedes obligarlo —digo, mirando a Christina.

Los enormes ojos castaños de la chica están muy abiertos, y aprieta tanto los labios que le cambian de color. Me ofrece una mano.

—Así —dice; arqueo una ceja y estoy a punto de afirmar que no necesito ayuda, pero añade—: Es que no…, no puedo hacerlo a no ser que alguien me arrastre.

Le doy la mano y nos ponemos en el borde del vagón. Cuando llega el tejado, cuento:

—Uno…, dos…, ¡tres!

A la de tres, saltamos del tren. Tras un instante de ingravidez, mis pies se estrellan contra el suelo y el dolor me recorre las espinillas. Acabo tirada por el suelo con grava bajo la mejilla y suelto la mano de Christina, que se está riendo.

—¡Qué divertido! —exclama.

Christina encajará con los osados que buscan emociones fuertes. Me quito trocitos de piedra de la mejilla. Todos los iniciados, salvo el chico de Cordialidad, han llegado al tejado, aunque con distintos grados de éxito. La chica de Verdad, la de dientes torcidos, Molly, se sostiene el tobillo y pone una mueca; y Peter, el chico de Verdad de pelo reluciente, sonríe orgulloso. Debe de haber aterrizado de pie.

Entonces oigo un gemido. Vuelvo la cabeza en busca del origen del sonido y veo a una chica osada al borde del tejado, mirando al suelo y gritando. Detrás de ella, otro chico de Osadía la agarra por la cintura para que no se caiga.

—Rita —le dice el chico—. Rita, cálmate. Rita…

Me levanto y me asomo por el borde: hay un cuerpo en el pavimento; una chica con los brazos y las piernas torcidos en ángulos extraños y el cabello extendido como un abanico alrededor de la cabeza. Me da un vuelco el estómago y me quedo mirando las vías del tren. No todos lo han conseguido, y ni siquiera los osados están a salvo.

Rita cae de rodillas, entre sollozos. Me doy la vuelta. Cuanto más la observe, más posibilidades hay de que llore yo también, y no puedo llorar delante de esta gente.

Me digo con toda la severidad posible que así es como funcionan aquí las cosas, que jugamos con el peligro y la gente muere; la gente muere y pasamos al siguiente peligro. Cuanto antes lo aprenda, más posibilidades tengo de sobrevivir a la iniciación.

Ya no estoy segura de que vaya a sobrevivir a la iniciación.

Me digo que debo contar hasta tres y que, cuando acabe, seguiré adelante. Uno. Recuerdo el cadáver de la chica sobre el pavimento y me estremezco. Dos. Oigo los sollozos de Rita y los murmullos del chico que intenta tranquilizarla. Tres.

Aprieto los labios, me alejo de Rita y del borde del tejado.

Me pica el codo, así que me levanto la manga con una mano temblorosa para examinarlo: se me ha levantado parte de la piel, pero no sangra.

—¡Oooh! ¡Qué escándalo! ¡Una estirada enseñando carnes!

Levanto la cabeza. «Estirado» es como llaman a los de Abnegación, y yo soy la única de la facción que hay por aquí. Peter me señala, sonriendo. Alguien se ríe. Noto calor en las mejillas y dejo caer la manga.

—¡Escuchad! ¡Me llamo Max! ¡Soy uno de los líderes de vuestra nueva facción! —grita un hombre desde el otro extremo del tejado.

Es mayor que los demás, se le ven unas profundas arrugas en la oscura piel y pelo gris en las sienes, y está de pie en la cornisa como si fuera una acera, como si alguien no acabase de caerse de allí.

—Varias plantas por debajo de nosotros está la entrada de los miembros a nuestro complejo. Si no lográis reunir el valor suficiente para saltar, no estáis hechos para este lugar. Nuestros iniciados tienen el privilegio de saltar primero.

—¿Quiere que saltemos de una cornisa? —pregunta una chica de Erudición.

Es unos cuantos centímetros más alta que yo, su pelo es castaño desvaído y tiene labios grandes, está boquiabierta.

No sé de qué se sorprende.

—Sí —responde Max, que parece divertirse.

—¿Hay agua al fondo o algo así?

—¿Quién sabe? —dice él, arqueando las cejas.

La gente que está delante de los iniciados se divide en dos para dejarnos pasar. Miro a mi alrededor y veo que nadie parece muy ansioso por saltar del edificio, todos evitan mirar a Max. Algunos se tocan las heriditas que se han hecho o se sacuden la gravilla de la ropa. Miro a Peter, que está tirándose de una cutícula, intentando hacer como si no pasara nada.

Soy una persona orgullosa. Seguro que eso acabará causándome problemas, pero hoy me da valor. Camino hasta la cornisa y oigo risitas detrás de mí.

Max se aparta para dejarme espacio, y yo me acerco al borde y miro abajo. El edificio en el que estoy forma un cuadrado con otros tres edificios. En el centro del cuadrado hay un gran agujero en el hormigón, no veo qué hay en el fondo.

Es una táctica para asustar, seguro que aterrizo sana y salva abajo. Saberlo es lo único que me ayuda a ponerme en la cornisa. Me castañetean los dientes, ya no puedo echarme atrás, no con todas las personas esperando a que falle. Me llevo las manos al cuello de la camisa y encuentro el botón que la cierra. Después de unos cuantos intentos, me la desabrocho hasta el final y me la quito.

Debajo llevo una camisa gris. Es más ajustada que el resto de mi ropa y nadie me ha visto nunca con ella. Hago una bola con la camisa exterior y miro atrás, hacia Peter, antes de tirarle la pelota de tela con todas mis fuerzas, apretando la mandíbula. Le da en el pecho y se me queda mirando. Oigo silbidos y gritos detrás de mí.

Vuelvo a mirar el agujero. El vello de mis pálidos brazos se pone de punta y me da un vuelco el estómago. Si no lo hago ya, no podré hacerlo nunca. Trago saliva.

No pienso, me limito a doblar las rodillas y saltar.

El viento me aúlla en los oídos conforme el suelo se acerca, creciendo y expandiéndose, o conforme yo me acerco al suelo, con el corazón tan acelerado que me duele, con todos los músculos del cuerpo tensos mientras la sensación de caer me tira del estómago. El agujero me rodea y caigo en la oscuridad.

Me golpeo contra algo duro que cede debajo de mí y me recoge. El impacto me deja sin aliento, así que resuello intentando volver a respirar. Me pican las piernas y los brazos.

Una red. Hay una red en el fondo del agujero. Miro arriba, hacia el edificio y me río, en parte aliviada y en parte histérica. Me tiembla el cuerpo y me cubro la cara con las manos. Acabo de saltar del tejado de un edificio.

Tengo que volver a pisar tierra firme. Veo unas manos que se acercan al borde de la red, así que me agarro a la primera que llega para salir de allí. Ruedo y me habría caído de boca al suelo si él no me hubiera sujetado.

«Él» es el joven que está unido a la mano a la que me he agarrado. Tiene un labio superior fino y un labio inferior carnoso. Sus ojos están tan hundidos que las pestañas rozan la piel bajo las cejas, y son azules, de un color etéreo, durmiente, expectante.

Sus manos se aferran a las mías, pero me sueltan en cuanto vuelvo a ponerme derecha de nuevo.

—Gracias —digo.

Estamos a una plataforma a tres metros del suelo. Nos rodea una gran caverna.

—No me lo puedo creer —dice una voz detrás de él; pertenece a una chica de pelo oscuro que lleva tres anillos de plata en la ceja derecha y que sonríe con suficiencia—. ¿La primera en saltar ha sido una estirada? Increíble.

—Por algo los habrá dejado, Lauren —responde él con una voz profunda y sonora—. ¿Cómo te llamas?

—Um… —No sé por qué vacilo, pero «Beatrice» ya no me suena bien.

—Piénsatelo —dice él, esbozando poco a poco una vaga sonrisa—. No te dejarán escoger dos veces.

Un nuevo lugar, un nuevo nombre. Aquí puedo rehacerme.

—Tris —respondo en tono firme.

—Tris —repite Lauren, sonriendo—. Haz el anuncio, Cuatro.

El chico, Cuatro, vuelve la vista atrás y grita:

—¡Primera saltadora: Tris!

Mis ojos se acostumbran a la oscuridad y veo a una multitud surgir de ella, vitorean y alzan los puños, y entonces otra persona cae en la red, gritando hasta el final. Christina. Todos se ríen, pero acompañan las risas con vítores.

Cuatro me pone una mano en la espalda y dice:

—Bienvenida a Osadía.