LLEGO A MI calle cinco minutos antes de lo normal, según mi reloj, que es el único adorno permitido por Abnegación y solo porque resulta práctico. La correa es gris y la esfera, de cristal. Si lo pongo en el ángulo correcto, casi veo mi reflejo sobre las manecillas.
Las casas de mi calle son todas del mismo tamaño y de la misma forma. Están construidas en cemento gris, con pocas ventanas, formando rectángulos funcionales y económicos. En vez de césped tenemos malas hierbas, y los buzones son de metal mate. Puede que haya quien lo considere lúgubre, pero a mí me reconforta su simplicidad.
La simplicidad no se debe a que despreciemos la singularidad, como a veces interpretan las otras facciones. Todo (nuestras casas, nuestra ropa, nuestro corte de pelo) está pensado para que nos olvidemos de nosotros y nos protejamos de la vanidad, la codicia y la envidia, que no son más que distintas formas de egoísmo. Si tenemos poco, deseamos poco y todos somos iguales, no envidiaremos a nadie.
Intento que me guste.
Me siento en el escalón de la entrada y espero a que llegue Caleb. No tarda mucho, al cabo de un minuto veo unas figuras con túnicas grises caminando por la calle. Oigo risas. En el instituto intentamos no llamar la atención, pero los juegos y las bromas empiezan cuando llegamos a casa. Aun así, nadie aprecia mucho mi tendencia natural al sarcasmo, ya que el sarcasmo siempre es a costa de otra persona. Quizá sea mejor que Abnegación quiera que lo reprima; quizá no tenga que dejar a mi familia; quizá si lucho por pertenecer a los abnegados mi actuación se convierta en realidad.
—¡Beatrice! —exclama Caleb—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
—Estoy bien.
Está con Susan y su hermano, Robert, y Susan me mira con cara rara, como si yo fuera una persona distinta a la de esta mañana. Me encojo de hombros.
—Cuando terminó la prueba, me mareé. Será por el líquido que nos dieron. Ya me siento mejor.
Intento sonreír de manera convincente, y parece que he convencido a Susan y a Robert, que ya no se preocupan por mi estabilidad mental. Sin embargo, Caleb me mira con los ojos entrecerrados, como hace siempre que sospecha de un engaño.
—¿Habéis venido en autobús? —pregunto a los vecinos; me da igual cómo hayan llegado Susan y Robert a casa, pero necesito cambiar de tema.
—Nuestro padre trabaja hasta tarde —responde Susan— y nos dijo que debíamos dedicar un tiempo a pensar antes de la ceremonia de mañana.
Se me acelera el corazón al recordar la ceremonia.
—Podéis venir después a casa, si os apetece —les ofrece Caleb en tono cortés.
—Gracias —responde Susan, y le sonríe.
Robert arquea una ceja y me mira. Los dos llevamos un año intercambiando miradas cómplices, ya que ese es el tiempo que llevan Susan y Caleb flirteando con indecisión, como solo saben hacer los abnegados. La mirada de Caleb sigue a Susan por la acera. Tengo que agarrarlo del brazo para sacarlo de su ensoñación. Lo conduzco a casa y cierro la puerta.
Se vuelve hacia mí. Sus cejas, oscuras y rectas, se juntan tanto que entre ellas aparece una profunda arruga. Cuando frunce el ceño se parece más a mi madre que a mi padre. En un instante lo veo viviendo la misma vida que mi padre: quedándose en Abnegación, aprendiendo un oficio, casándose con Susan y teniendo una familia. Será maravilloso.
Y puede que yo no lo vea.
—¿Me vas a contar ya la verdad? —pregunta en voz baja.
—La verdad es que se supone que no puedo decirlo y se supone que tú no puedes preguntarlo.
—¿Te saltas todas las reglas, pero esta no? ¿Ni siquiera por una razón tan importante?
Vuelve a apretar las cejas y se muerde la comisura del labio. Aunque me acusa con sus palabras, suena como si me intentara sonsacar información, como si de verdad quisiera oír mi respuesta.
—¿Y tú? —pregunto, entrecerrando los ojos—. ¿Qué ha pasado en tu prueba, Caleb?
Nos miramos a los ojos. Oigo la bocina de un tren, aunque es tan débil que bien podría ser el viento al pasar silbando por un callejón. Pero sé reconocerlo: suena como si los osados me llamaran para ir con ellos.
—Tú… no les digas a papá y a mamá lo que ha pasado, ¿vale? —añado.
Se me queda mirando a los ojos unos segundos antes de asentir con la cabeza.
Quiero subir a mi cuarto y tumbarme. La prueba, el camino de vuelta y mi encuentro con el hombre abandonado me han dejado agotada. Pero mi hermano preparó el desayuno esta mañana y mi madre preparó la comida, y mi padre hizo la cena anoche, así que me toca cocinar. Respiro hondo y entro en la cocina para ponerme con ello.
Un minuto después, Caleb se me une. Aprieto los dientes. Me ayuda con todo. Lo que más me fastidia de él es su bondad natural, su altruismo innato.
Caleb y yo trabajamos sin hablar. Yo cuezo guisantes y él descongela cuatro trozos de pollo. Casi todo lo que comemos está congelado o en lata, ya que estos días las granjas están muy lejos. Mi madre me contó una vez que, hace mucho tiempo, había gente que no compraba productos modificados genéticamente porque les parecía antinatural. Ahora no tenemos otra alternativa.
Cuando llegan mis padres, la cena está preparada y la mesa puesta. Mi padre suelta la cartera junto a la puerta y me da un beso en la cabeza. Otras personas lo consideran un hombre obstinado, quizá en exceso, pero también es cariñoso. Intento ver solo su parte buena; lo intento.
—¿Cómo ha ido la prueba? —me pregunta mientras pongo los guisantes en un cuenco para servirlos.
—Bien —respondo; no podría ser una veraz, me resulta demasiado fácil mentir.
—He oído que hubo un problema con una de las pruebas —dice mi madre.
Como mi padre, trabaja para el gobierno, aunque ella se encarga de los proyectos de mejora de la ciudad. Reclutó a los voluntarios que se encargaban de las pruebas de aptitud. La mayor parte del tiempo se dedica a organizar a los obreros que ayudan a los abandonados con la comida, la vivienda y el trabajo.
—¿De verdad? —comenta mi padre; es raro que haya algún problema en las pruebas.
—No sé mucho, pero mi amiga Erin me contó que algo salió mal en una de las pruebas, así que tuvieron que dar los resultados de palabra —explica mi madre mientras coloca una servilleta al lado de cada plato—. Al parecer, el alumno se puso enfermo y lo enviaron antes a casa —añade, y se encoge de hombros—. Espero que esté bien. ¿Vosotros habéis oído algo?
—No —responde Caleb, sonriendo.
Mi hermano tampoco sería un buen veraz.
Nos sentamos a la mesa. Siempre pasamos la comida hacia la derecha, y nadie come hasta que todos están servidos. Mi padre da una mano a mi madre y otra a mi hermano, y ellos a él y a mí, y mi padre da gracias a Dios por la comida, el trabajo, los amigos y la familia. No todas las familias de Abnegación son religiosas, pero mi padre dice que deberíamos intentar obviar esas diferencias porque solo sirven para dividirnos. No estoy segura de cómo interpretarlo.
—Bueno, cuéntame —pide mi madre a mi padre.
Lo toma de la mano y le acaricia los nudillos con el pulgar. Me quedo mirando sus manos unidas. Mis padres se quieren, aunque rara vez demuestran así su afecto delante de nosotros. Nos han enseñado que el contacto físico es poderoso, así que me produce desconfianza desde que era pequeña.
—Dime qué te preocupa —añade.
Me quedo mirando mi plato; a veces, los agudos sentidos de mi madre me sorprenden, pero ahora sirven para reprenderme. Estaba tan concentrada en mí misma que no me di cuenta de que mi padre tenía la frente arrugada y los hombros caídos.
—He tenido un día difícil en el trabajo —responde—. Bueno, en realidad, Marcus ha tenido un día difícil. No debería apropiarme de ello.
Marcus es un compañero de mi padre; los dos son líderes políticos. La ciudad la gobierna un consejo de cincuenta personas, todas representantes de Abnegación, ya que se considera que nuestra facción es incorruptible gracias a nuestro compromiso con el altruismo. Los líderes son elegidos por sus iguales atendiendo a lo intachable de su reputación, a su fortaleza moral y a sus dotes para el liderazgo. Los representantes de las demás facciones pueden hablar en las reuniones sobre un asunto concreto, pero, al final, la decisión es del consejo. Aunque, técnicamente, el consejo toma las decisiones en grupo, Marcus tiene mucha influencia.
Ha sido así desde el inicio de la gran paz, cuando se crearon las facciones. Creo que el sistema continúa porque nos da miedo lo que pueda pasar si no lo hace: la guerra.
—¿Es por ese informe que ha publicado Jeanine Matthews? —pregunta mi madre.
Jeanine Matthews es la única representante de Erudición, seleccionada por su coeficiente intelectual. Mi padre se queja a menudo de ella.
—¿Un informe? —pregunto, levantando la cabeza.
Caleb me lanza una mirada de advertencia. Se supone que no debemos hablar en la mesa, a no ser que nuestros padres nos hagan una pregunta directa, cosa que no suelen hacer. Que escuchemos es un regalo para ellos, según dice mi padre. A ellos les toca escucharnos después de la cena, en la sala de estar.
—Sí —dice mi padre, entrecerrando los ojos—. Esos arrogantes mojigatos… —empieza, pero se detiene y se aclara la garganta—. Lo siento, es que ha publicado un informe atacando la reputación de Marcus.
—¿Y qué decía? —pregunto de nuevo, arqueando las cejas.
—Beatrice —dice Caleb en voz baja.
Agacho la cabeza y le doy vueltas al tenedor hasta que dejo de notar calor en las mejillas. No me gusta que me regañen, y menos mi hermano.
—Decía que el hijo de Marcus había elegido Osadía en vez de Abnegación por culpa de la crueldad y la violencia con la que lo trataba su padre.
Pocas personas nacidas en Abnegación deciden abandonarla. Cuando se van, lo recordamos. Hace dos años, el hijo de Marcus, Tobias, nos dejó para irse a Osadía, y Marcus se quedó deshecho. Tobias era su único hijo… y su única familia, ya que su mujer murió al dar a luz a su segundo hijo, que también murió minutos después.
No conocí a Tobias. Casi nunca asistía a los acontecimientos de la comunidad y nunca acompañó a su padre a nuestra casa para cenar. Mi padre a menudo comentaba que era extraño, aunque ahora ya no importa.
—¿Cruel? ¿Marcus? —repuso mi madre, sacudiendo la cabeza—. Pobre hombre, como si necesitara que le recordaran su pérdida.
—¿La traición de su hijo, quieres decir? —dice mi padre en tono frío—. A estas alturas no debería sorprenderme. Los de Erudición llevan meses atacándonos con estos informes. Y no han acabado, habrá más, te lo garantizo.
No debería volver a hablar, pero no puedo contenerme, así que suelto:
—¿Por qué nos hacen esto?
—¿Por qué no aprovechas esta oportunidad para escuchar a tu padre, Beatrice? —pregunta mi madre con cariño.
Lo dice como una sugerencia, no como una orden. Miro a Caleb, que está frente a mí, mirándome con su cara de desaprobación.
Me dedico a examinar los guisantes. No estoy segura de ser capaz de seguir con esta vida de obligaciones. No soy lo bastante buena.
—Ya sabes por qué —responde mi padre—: porque tenemos algo que ellos quieren. Valorar el conocimiento por encima de todo lleva a ansiar el poder, y eso, a su vez, conduce a las personas a unos lugares oscuros y vacíos. Deberíamos dar gracias por ser más listos.
Asiento con la cabeza. Sé que no decidiré ser erudita, aunque los resultados de mi prueba indiquen que podría. Soy hija de mi padre.
Mis padres limpian después de cenar. Ni siquiera dejan que Caleb los ayude, ya que se supone que esta noche debemos quedarnos solos en vez de reunirnos en la sala de estar, para que así podamos pensar en los resultados de la prueba.
Quizá mi familia me ayudara a elegir si pudiera hablar de mis resultados, pero no puedo. Oigo los susurros de advertencia de Tori cada vez que flaquea mi determinación de cerrar la boca.
Caleb y yo subimos las escaleras y, arriba, cuando nos separamos para ir cada uno a nuestro dormitorio, me detiene poniéndome una mano en el hombro.
—Beatrice —me dice, mirándome con aire serio a los ojos—. Debemos pensar en nuestra familia, pero… —añade con un tono distinto—. Pero también debemos pensar en nosotros.
Me quedo mirándolo un momento. Nunca lo había visto pensar en él, nunca lo había oído insistir en nada que no fuera el altruismo.
Su comentario me sorprende tanto que solo digo lo que se supone que tengo que decir:
—Las pruebas no tienen por qué cambiar nuestras decisiones.
—Pero lo hacen, ¿no? —responde, sonriendo un poco.
Me da un apretón en el hombro y entra en su cuarto. Me asomo y veo una cama sin hacer y una pila de libros sobre el escritorio. Cierra la puerta. Ojalá pudiera decirle que los dos estamos pasando por lo mismo, ojalá pudiera hablar con él como quiero, en vez de como se supone que debo. Sin embargo, no puedo soportar la idea de reconocer que necesito ayuda, así que doy media vuelta.
Entro en mi dormitorio y, al cerrar la puerta, me doy cuenta de que quizá la decisión sea simple. Elegir Abnegación me exigirá un gran acto de altruismo y elegir Osadía, un gran acto de valor, y puede que el mero hecho de escoger una cosa o la otra ya demuestre que pertenezco a esa facción. Mañana, las dos cualidades lucharán dentro de mí y solo ganará una.