ME DESPIERTO CON las manos sudorosas y una punzada de culpabilidad en el pecho. Estoy tumbada en el sillón de la habitación de los espejos. Echo la cabeza atrás y veo a Tori detrás de mí; tiene los labios apretados y está quitándonos a las dos los electrodos de la cabeza. Espero a que diga algo sobre la prueba, que ha terminado o que lo he hecho bien, aunque ¿cómo iba a hacerlo mal en una prueba de este tipo? Sin embargo, no me dice nada, se limita a quitarme los cables de la frente.
Me echo hacia delante y me seco las manos en los pantalones. Debo de haber hecho algo mal, aunque solo haya ocurrido en mi cabeza. ¿Tiene Tori esa expresión tan extraña porque no sabe cómo decirme lo mala persona que soy? Ojalá lo soltara de una vez.
—Esto ha sido desconcertante —dice al fin—. Perdona, ahora mismo vuelvo.
¿Desconcertante?
Me llevo las rodillas al pecho y escondo la cara en ellas. Tengo ganas de llorar, porque las lágrimas me ayudarían a descargarme un poco, pero no lo hago. ¿Cómo se puede suspender una prueba para la que no te dejan prepararte?
Me pongo más nerviosa conforme pasan los segundos. Tengo que limpiarme las manos constantemente porque no dejan de sudar… ¿o es porque hacerlo me calma? ¿Y si me dicen que no encajo en ninguna facción? Tendría que vivir en la calle, con los abandonados. No puedo hacerlo. Vivir sin una facción no es solo vivir en la pobreza y la incomodidad, es vivir al margen de la sociedad, separado de lo más importante que hay en la vida: la comunidad.
Mi madre me dijo una vez que no podemos sobrevivir solos, pero que, aunque pudiéramos, no querríamos hacerlo. Sin facción, no tenemos ni objetivo ni razón para vivir.
Sacudo la cabeza, no debo pensar así, tengo que mantener la calma.
Por fin se abre la puerta y entra Tori. Me agarro a los brazos del sillón.
—Siento haberte preocupado —me dice; se queda de pie, con las manos en los bolsillos, y parece tensa y pálida—. Beatrice, los resultados de tu prueba no han sido concluyentes. Normalmente, cada etapa de la simulación elimina una o más facciones, pero, en tu caso, solo se han descartado dos.
—¿Dos? —pregunto, mirándola; tengo la garganta tan cerrada que apenas puedo hablar.
—Si hubieras demostrado un desprecio automático por el cuchillo y elegido el queso, la simulación te habría llevado a otro escenario para confirmar tu aptitud por Cordialidad. Como eso no pasó, Cordialidad queda descartada —explica Tori, rascándose la nuca—. La simulación suele progresar de manera lineal, aislando una facción y descartando el resto. Las elecciones que has hecho ni siquiera permitían descartar Verdad, que era la siguiente posibilidad, así que tuve que alterar la simulación para ponerte en el autobús. Y, ahí, tu insistencia en mentir descartó Verdad. No te preocupes —añadió, sonriendo a medias—. Solo los veraces son sinceros en esa situación.
Uno de los nudos de mi pecho se suelta; quizá no sea tan mala persona.
—Bueno, supongo que eso no es del todo cierto: son sinceros los de Verdad… y los de Abnegación —se corrige—. Y eso nos supone un problema.
Se me abre la boca.
—Por un lado, te lanzaste sobre el perro en vez de dejar que atacara a la niña, lo que es una respuesta típica de Abnegación. Sin embargo, por el otro, cuando el hombre dijo que la verdad lo salvaría, seguiste negándote a contarla. No es una respuesta de Abnegación —explica, suspirando—. No huir del perro sugiere Osadía, pero también elegir el cuchillo, cosa que no hiciste. —Se aclara la garganta antes de seguir hablando—. Tu inteligente respuesta al perro indica una fuerte afinidad con Erudición. No tengo ni idea de cómo interpretar tu indecisión en la primera etapa, pero…
—Espera —la interrumpo—, entonces, ¿no tienes ni idea de cuál es mi aptitud?
—Sí y no. Mi conclusión es que demuestras tener igual aptitud para Abnegación, Osadía y Erudición. Las personas con este clase de resultados son… —empieza a decir, pero vuelve la vista atrás antes de hacerlo, como si esperara que apareciese alguien—. Se les llama… divergentes.
Dice la última palabra tan bajo que casi no la oigo, y Tori vuelve a ponerse tensa y a mirar detrás de ella. Rodea el sillón y se acerca más a mí.
—Beatrice, no debes compartir esta información con nadie, bajo ninguna circunstancia. Es muy importante.
—Se supone que no debemos revelar nuestros resultados —respondo, asintiendo con la cabeza—. Ya lo sé.
—No —insiste ella, arrodillándose al lado del sillón para apoyarse en el reposabrazos; nuestras caras están a pocos centímetros de distancia—. Esto es distinto, no me refiero a ahora; quiero decir que no debes contárselo a nadie nunca, pase lo que pase. La divergencia es extremadamente peligrosa. ¿Lo entiendes?
No lo entiendo, ¿por qué iban a ser peligrosos unos resultados no concluyentes? Sin embargo, asentí. De todos modos, no quería contarle lo de mis resultados a nadie.
—Vale.
Levanto las manos de los brazos del sillón y me levanto, algo inestable.
—Te aconsejo que vuelvas a casa —dice Tori—. Tienes mucho en qué pensar y quizá no te beneficie esperar con los demás.
—Tengo que decirle a mi hermano que me voy.
—Yo se lo diré.
Me toco la frente y me quedo contemplando el suelo al salir del cuarto. No puedo mirarla a los ojos, no puedo pensar en la Ceremonia de la Elección, que se celebra mañana.
Ahora sí que es mi elección, diga lo que diga la prueba.
Abnegación. Osadía. Erudición.
Divergente.
Decido no ir en autobús. Si llego a casa temprano, mi padre se dará cuenta cuando compruebe el registro al final del día, y tendré que explicarle lo sucedido. Así que voy andando. Tendré que interceptar a Caleb antes de que mencione algo a nuestros padres, pero Caleb sabe guardar un secreto.
Camino por el centro de la calzada. Los autobuses suelen pegarse a la acera, así que es más seguro ir por aquí. A veces, en las calles cercanas a mi casa, veo los sitios donde antes estaban las líneas amarillas. Ya no nos sirven para nada porque hay muy pocos coches. Tampoco necesitamos semáforos, aunque en algunos lugares todavía cuelgan en precario equilibrio sobre la calzada, como si fueran a caerse en cualquier momento.
Las obras de rehabilitación van muy lentas en la ciudad, que es un mosaico de edificios nuevos y limpios, y edificios viejos y en ruinas. Casi todos los nuevos están cerca del pantano, que hace mucho tiempo era un lago. La agencia de voluntarios de Abnegación en la que trabaja mi madre es responsable de casi todas las obras de rehabilitación.
Cuando examino el estilo de vida de mi facción desde fuera, me parece precioso. Me enamoro de nuevo de esta vida cuando observo a mi familia funcionar en armonía, cuando vamos a alguna comida de celebración y todos limpian juntos después sin que nadie se lo pida o cuando veo a Caleb ayudar a desconocidos a llevar la compra. Sin embargo, cuando intento vivirla yo misma, tengo problemas, como si no lo hiciera con sinceridad.
Por otro lado, elegir otra facción significa renunciar a mi familia. Para siempre.
Justo después del sector de Abnegación está la zona de estructuras de edificios y aceras rotas por la que paso ahora. Hay puntos en los que la calle se ha hundido del todo y deja al descubierto sistemas de alcantarillado y metros vacíos que debo esquivar con precaución, además de lugares que huelen tanto a aguas residuales y basura que tengo que taparme la nariz.
Aquí es donde viven los que no tienen facción. Como no lograron completar la iniciación de la facción que habían elegido, viven en la pobreza y hacen el trabajo que nadie quiere hacer: son porteros, obreros de la construcción y basureros; fabrican telas, manejan los trenes y conducen los autobuses. A cambio de su trabajo obtienen comida y ropa, pero, como dice mi madre, menos de la que necesitan.
Veo a uno de esos abandonados de pie en la esquina por la que voy a pasar. Lleva ropa marrón harapienta y la piel le cuelga de la mandíbula. Se me queda mirando y le devuelvo la mirada, incapaz de apartarla.
—Perdone —dice con voz ronca—, ¿tiene algo de comer?
Noto un nudo en la garganta. En mi cabeza, una voz muy severa me dice: «Agacha la cabeza y sigue andando».
No, sacudo la cabeza. No debo tener miedo de este hombre; necesita ayuda y se supone que tengo que ayudarlo.
—Eh…, sí —respondo.
Meto la mano en mi cartera. Mi padre me dice que lleve siempre comida en la cartera por esta precisa razón. Le ofrezco al hombre una bolsita con trozos de manzana seca.
Él acerca la mano, pero, en vez de aceptar la bolsa, me agarra la muñeca y sonríe; tiene un hueco entre los dientes delanteros.
—Vaya, qué ojos tan bonitos que tienes —dice—. Qué pena que lo demás sea tan soso.
Se me acelera el corazón y, cuando intento tirar de la mano, él me aprieta con más fuerza. Huelo algo acre y desagradable en su aliento.
—Pareces un poquito joven para ir andando por ahí tú sola, cariño.
Dejo de tirar y me enderezo. Sé que parezco menor, no hace falta que me lo recuerden.
—Soy mayor de lo que aparento —respondo—. Tengo dieciséis años.
Estira bien los labios y deja al descubierto una muela gris con un punto negro en el lateral. No sé si está sonriendo o si es otro tipo de mueca.
—Entonces, ¿no es hoy tu día especial? ¿El día antes de elegir?
—Suélteme —respondo.
Me pitan los oídos, mi voz suena clara y seria, cosa que no me esperaba. Es como si no fuera mi voz.
Estoy lista, sé lo que tengo que hacer. Me imagino dándole un codazo, veo la bolsa de manzanas volando por los aires y oigo mis pasos al correr. Estoy preparada para actuar.
Sin embargo, me suelta la muñeca, se lleva las manzanas y dice:
—Elige bien, niñita.