Marian suspiró. Se sentía extenuada. Ezequiel la observaba con interés. Habían terminado de almorzar aunque ella apenas había probado la ensalada y la rebanada de pan con hummus. Se daba cuenta de que entre el anciano y ella estaban encajando las piezas de unas vidas que se habían entremezclado sin proponérselo. ¿Eran tan diferentes los unos de los otros?, se preguntó en silencio, reprochándose el tono de su propio relato. No podía dejar ningún resquicio a la duda, ni mucho menos sentir simpatía por aquellos judíos que se habían instalado en Palestina reclamando una tierra que sentían como suya.
—Es un ejercicio interesante el que estamos haciendo. Aunque la noto a disgusto —dijo Ezequiel al tiempo que sacaba tabaco de una petaca que cuidadosamente se puso a liar.
Marian se sentía fuera de la realidad hablando con Ezequiel, con el hijo de Samuel Zucker, el hombre que había entrelazado su vida con la de Ahmed Ziad.
—No, no estoy a disgusto, es que no es fácil recordar, me han contado tantas historias…
—Pero ésta es especial, ¿me equivoco?
—En realidad no esperaba que la conversación fuera por estos derroteros, no esperaba que usted me contara la vida de sus antepasados.
—Y usted a mí sobre los Ziad. Información por información.
—Es algo más que información.
—Sí, se trata de vidas…, de lo que fueron, de lo que pudieron ser. ¿Quiere una taza de café? ¿Un té?
—No, aunque si no le importa yo también fumaré un pitillo.
—¡Vaya!, no me la imaginaba fumando. Hoy en día está mal visto… pero a mi edad…
—Yo apenas fumo, sólo de vez en cuando.
—No sé si quiere que hablemos de algo más…
—Bueno, me gustaría saber más de su padre. ¿Por qué regresó a Palestina? ¿Por qué no se quedó en París con Irina?
—De manera que quiere que continuemos hablando…
—Ya que hemos llegado hasta aquí…
—De acuerdo, escuche, pues.
«Samuel llegó al puerto de Jaffa en mayo de 1914. Llevaba unas cuantas horas en cubierta aguardando el momento en que la costa palestina se hiciera visible. Mijaíl, a su lado, no paraba de hacerle preguntas. A Samuel le hubiera gustado disfrutar de aquel momento en soledad pero no podía pedirle al joven que guardara silencio. No había sido fácil lograr que confiara en él; además, el chico era extremadamente susceptible, más bien sensible.
—Mira, mira hacia el muelle… En mi primer viaje, desde la cubierta vi a Ahmed y a su familia. No sabía quiénes eran, claro, ni mucho menos que iba a conocerles.
—¿Crees que me entenderán? Apenas me has enseñado unas frases en árabe.
—Claro que te entenderán. Ahmed es un hombre inteligente y harás buenas migas con Mohamed, que tiene más o menos tu edad, aunque ahora está en Estambul estudiando leyes. Tengo ganas de verles. Te caerán bien, ya verás.
Uno de los oficiales del mercante pasó cerca de ellos y Mijaíl no pudo evitar preguntarle cuánto tardarían en atracar.
—Por lo menos una hora —respondió el oficial.
—Pero si estamos muy cerca —protestó Mijaíl.
El oficial no se molestó en responder ni pareció inmutarse por la impaciencia del joven.
—Espero que no te arrepientas de haber venido —le dijo Samuel.
—¿Te arrepientes tú de haberme traído?
—No, claro que no, pero éste no es el mejor lugar para un músico de tu talento. Jerusalén no es más que un gran pueblo.
—¡Cómo puedes decir eso! Es nuestra capital, la capital de nuestro reino.
—Ya te he dicho que te olvides de lo que has leído en la Biblia. Jerusalén es sólo una ciudad polvorienta que pertenece al imperio otomano y donde gentes de toda condición y de todos los lugares acuden buscando la huella de Dios. Te decepcionarás al verla, no encontrarás la belleza de París.
Mijaíl no respondió. No podía creer que Jerusalén no fuera la ciudad más hermosa del mundo. Desde que decidió acompañar a Samuel no había dejado de leer la Biblia y se había sentido fascinado por la descripción de la Ciudad Santa. Para Samuel fue un alivio que el chico se encerrara en sus propios pensamientos porque eso le permitía a él disfrutar del momento.
No le había resultado fácil dejar París. Ni decir adiós a Irina sabiendo que sería la separación definitiva.
Irina ya había dejado atrás la juventud pero continuaba siendo extraordinariamente bella, o al menos eso le parecía a él. Con el paso del tiempo se había vuelto más etérea. Estaba cerca de los cincuenta, pero seguía despertando admiración allá donde iba.
Al principio la convivencia no había sido sencilla. Mijaíl le rechazaba sin disimulo e Irina se mostraba amable pero interponiendo entre ambos una distancia infranqueable. Muchas noches se preguntaba qué hacía en aquel piso parisino viviendo con dos personas que nada tenían que ver con él. Poco a poco fueron acomodándose. Fue una suerte empezar a trabajar con monsieur Chevalier, el boticario amigo de Benedict Péretz. Había aprendido mucho de él, y sobre todo le había dado un sentido a su vida. Se obsesionó con el trabajo y el poco tiempo libre del que disponía lo dedicó a seguir estudiando. Había aprendido a hablar inglés con cierta fluidez y mejorado sus conocimientos del alemán, idioma que no le resultaba extraño gracias al yiddish.
Vecinos y amigos pensaban que Irina y él eran amantes y en ocasiones algún imprudente le felicitó por su suerte.
Se había incorporado a la rutina de Irina y Mijaíl. Desayunaban juntos apenas amanecía y después cada cual se dedicaba a sus quehaceres. Mijaíl pasaba horas ensayando, e Irina había conseguido que el antiguo taller de su abuelo, y luego de Marie, fuera una floristería de gran éxito. Ella vivía dedicada a sus flores, Mijaíl ensimismado en su música y él había encontrado refugio entre los libros y las fórmulas para elaborar remedios. No volvían a verse hasta la hora de la cena y la conversación era inocua. No tenían demasiado que decirse. Mijaíl solía ayudar a Irina a recoger los platos y él, desde el salón, les escuchaba reírse y compartir confidencias. Estaba en su casa, sí, pero él era el extraño. Le había prometido a Marie que hablaría con Irina pero no encontraba el momento, o acaso no quería engañarse dada la indiferencia con que le trataba.
Conoció a algunas mujeres, e incluso una le llegó a interesar, pero no lo suficiente como para pedirle matrimonio. Se decía a sí mismo que debía hablar con Irina o tomar la decisión de regresar a Palestina. Pero inmediatamente despachaba esa intención disfrutando del colchón mullido de su cama, de la sobria elegancia de la casa y, sobre todo, del bullicio y la vida de París.
La Huerta de la Esperanza era un lugar inhóspito donde cada cosecha de olivas era fruto de un trabajo que no terminaba nunca. Aún recordaba el dolor de brazos de tanto varear las ramas de los olivos, o los pinchazos en los riñones tras las interminables jornadas en el campo, o el miedo a que el granizo arruinara la cosecha. No, no echaba de menos aquella falta de intimidad en La Huerta de la Esperanza, donde su catre estaba entre el de Louis y el de Ariel. Si acaso extrañaba algo eran las largas conversaciones con Ahmed Ziad. Apreciaba sinceramente a aquel hombre honrado y sencillo cuya palabra era ley. Muchas noches se dormía pensando en que junto a los habitantes de La Huerta de la Esperanza había construido una familia y que a su manera le habían manifestado más aprecio del que recibía de Irina y Mijaíl.
¿Cómo había dejado pasar los años sin atreverse a hablar con Irina? Ni él mismo podía responder a esa pregunta. Y si al final tuvo valor para hacerlo fue porque la sorprendió sonriendo a otro hombre.
Ocurrió una tarde de finales de octubre de 1913. Samuel volvió más pronto que de costumbre a casa y en vez de dirigirse directamente al piso entró por la tienda. Irina reía como nunca la había visto reír y a su lado estaba monsieur Beauvoir, un caballero alto y distinguido al que tenían como vecino. Aquel hombre vivía con sus padres ya ancianos a los que, según comentaban los vecinos, cuidaba con gran devoción. Le sorprendió que tanto Irina como monsieur Beauvoir parecieran incómodos con su inopinada presencia.
—Ya estás aquí, ¿te sientes mejor? —le dijo ella.
—Sí… bueno, en realidad no estoy mejor, creo que tengo fiebre.
—Mejor será que subas y descanses un rato, y si quieres te preparo unas hierbas.
—No, no es necesario. Voy a descansar, nos veremos en la cena.
Irina guardó silencio y luego le clavó el azul de su mirada.
—Si no me necesitas, esta noche voy a cenar fuera. Monsieur Beauvoir ha tenido la amabilidad de invitarme…
Monsieur Beauvoir inclinó la cabeza en un gesto de cortesía e intercambiaron un par de comentarios intrascendentes sobre la gripe antes de que Samuel encontrara refugio en su habitación. Si a él le había sorprendido que Irina saliera a cenar con un hombre, a Mijaíl le provocó una gran desazón verla vestida con elegancia dispuesta a salir.
—Pero ¡cómo que vas a salir a cenar! Y con monsieur Beauvoir. ¡Por Dios, si todo el mundo habla de él!
—¿Qué hablan? ¿Qué tiene nadie que hablar de monsieur Beauvoir? Es todo un caballero que nunca ha dado ningún motivo para que se hable mal de él.
—Bien sabes lo que se dice de él. ¡Vamos, no te hagas la tonta! Sabes que le han visto con un chico joven en una actitud demasiado amigable.
—¡Cómo te atreves a repetir esos comentarios calumniosos! Monsieur Beauvoir es un caballero intachable.
—Que está soltero.
—¿Y qué? Yo también estoy soltera, y Samuel también lo está.
—Ya, pero Samuel… bueno, es diferente, él no… Además, a Samuel le han visto con mujeres, nunca paseando tiernamente en compañía de chicos jóvenes.
Samuel asistió a la pelea asombrado de lo que estaba escuchando. En realidad nunca había prestado atención a monsieur Beauvoir, con el que se cruzaba en el portal y al que en alguna ocasión había visto comprar flores en la tienda. Le parecía educado, acaso demasiado remilgado y un punto amanerado, pero había hombres que eran así a fuerza de ser presumidos.
—Mijaíl, no debes entrometerte en las decisiones de Irina —dijo Samuel, intentando mediar.
Mijaíl se volvió hacia él furioso.
—¡Y a ti qué te importa lo que yo haga! Irina es… es como si fuera mi madre, y no quiero verla con cualquiera.
—Monsieur Beauvoir no es un cualquiera, Mijaíl. Es un abogado, un caballero recibido por lo mejor de la sociedad. Y ahora me voy, ya hablaremos mañana —respondió Irina, y salió sin mirar a ninguno de los dos.
Mijaíl se encerró en su cuarto y cuando Samuel le llamó para cenar, entreabrió la puerta para decir que no tenía hambre y que prefería estar solo.
—Vamos, Mijaíl, no seas niño. ¿Qué tiene de malo que Irina vaya a cenar con monsieur Beauvoir? Es nuestro vecino y es un caballero, le conoces desde que llegamos a París.
—Tú también le conoces. ¿Te parece normal?
—¿Normal? No sé a qué te refieres. Yo no le he tratado mucho, pero mi abuelo tenía buena relación con sus padres y con él mismo, son personas de bien. El padre de monsieur Beauvoir también ejerció como abogado y su madre siempre me pareció una mujer muy atenta. En cuanto a él, no tengo ninguna queja.
—¡Pero no te das cuenta de lo afeminado que es!
—No, no me doy cuenta, y en todo caso eso no es algo que deba importarnos a los demás. No deberías juzgar a las personas por las apariencias, lo más seguro es que estés cometiendo un error.
—No puedo hablar contigo, no me entiendes. —Mijaíl cerró la puerta.
Samuel casi agradeció no tener que cenar en su compañía. Le dolía la cabeza, tenía fiebre y lo único que deseaba era estar en la cama. Además, aunque no lo había querido reconocer ante Mijaíl, él también se sentía inquieto por la cita de Irina. Se preguntaba cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que Irina y monsieur Beauvoir eran tan buenos amigos como para cenar juntos. No se durmió hasta pasadas las diez, cuando escuchó los pasos de Irina.
Los días siguientes volvió a encontrarse con monsieur Beauvoir en la floristería. E Irina salió a pasear con él un par de veces. Cuando llegó el fin de semana les dijo que la habían invitado a almorzar en casa de los Beauvoir, y aunque Samuel no dijo nada, le sorprendió verla nerviosa por la cita. Le preguntó varias veces su opinión sobre cómo debía vestirse y si era adecuado lucir alguna de las joyas heredadas de Marie.
«Parece una novia», pensó Samuel, y ese pensamiento le sobrecogió. De repente le pareció entender lo que estaba pasando.
Poco a poco monsieur Beauvoir ganó mayor presencia en sus vidas, aunque Irina nunca le invitó a traspasar el umbral de la vivienda y la mayoría de los encuentros tenían lugar en la floristería. En el barrio comenzaron a murmurar. Irina paseaba del brazo de su caballero y a ambos se les veía contentos.
Mijaíl se mostraba cada vez más desagradable con monsieur Beauvoir, al que apenas saludaba. Una tarde regresó despeinado, con la chaqueta desgarrada y un moratón en un ojo.
—Dios mío, pero ¡qué te ha pasado! —gritó Irina al verle.
Mijaíl la miró con rabia antes de responder:
—Esto es por tu culpa.
Ella no contestó y salió del salón en busca del botiquín.
—No tienes derecho a hablarle así —le dijo Samuel, enfadado por la actitud del joven.
—Cuando pasaba delante de la panadería he escuchado al panadero comentar con otro hombre que Irina es de armas tomar: «Esa mujer no tiene decoro, vive con un hombre y se pasea con otro ante sus narices. Pobre monsieur Zucker, tener que soportar esa humillación».
Samuel se sintió incómodo por lo que le acababa de contar Mijaíl. Sí, él sabía que todos murmuraban que Irina y él eran amantes, porque no podían entender que el destino les hubiera unido sin ellos pretenderlo, como tampoco entendían que se relacionaran como si fueran hermanos. De manera que quienes les creían amantes ahora se compadecían de él; sólo de pensarlo le provocó un sentimiento de humillación y de rabia. Hablaría con Irina, esta vez sería él quien le exigiría que se comportase.
Pero pasaron varios días sin que le dijera nada viendo que Mijaíl apenas le hablaba. No encontró el valor suficiente hasta una tarde en que Mijaíl había avisado de que se retrasaría porque tenía que ensayar en casa de su maestro, monsieur Bonnet.
Irina estaba ensimismada con el libro de cuentas de la floristería, y Samuel parecía enfrascado en la lectura, pero en realidad no dejaba de decirse que había llegado el momento de que ambos hablaran con sinceridad.
—Irina…
—¿Sí? —respondió ella sin prestarle mucha atención.
—Tenemos que hablar.
—Sí, bueno… dime, ¿qué quieres? —Había levantado la cabeza y ahora sí le miraba con atención.
—Hace mucho tiempo que debíamos haber hablado. Marie me insistió en que tenía que ser sincero contigo, pero nunca me he atrevido.
Ella se quedó en silencio, a la espera de que él continuara.
—Quiero casarme contigo —dijo él de repente, y vio cómo la incomodidad afloraba en el rostro de Irina.
—Pero, Samuel, nosotros somos amigos, en realidad eres mi amigo más querido, el hermano que no he tenido. Yo te quiero, sí, te quiero de verdad, pero no estoy enamorada de ti. No hace falta que te lo diga, siempre lo has sabido.
—Sí, siempre lo he sabido pero le prometí a Marie que lo intentaría —musitó sintiéndose avergonzado y humillado.
Irina se acercó a él y le cogió la mano.
—Lo siento, Samuel, me hubiera gustado poder quererte como mereces, pero…
—Pero no puedes y te has enamorado de monsieur Beauvoir.
—¿De monsieur Beauvoir? ¡Qué tontería!
—¿Tontería? Salís juntos, y pareces muy feliz a su lado. Nunca te he visto reír salvo cuando estás con él. No intentes negar lo que los demás vemos.
—No, no te engaño, Samuel, y… tienes razón, hace tiempo que debíamos haber hablado, yo… no he sido justa contigo, me he portado de una manera egoísta. Lo siento.
—Te escucho —y sintió un temblor cuando ella se sentó a su lado, tan cerca que podía escuchar su respiración.
—Nunca seré de ningún hombre, de ninguno, Samuel. No puedo querer a ninguno salvo con un afecto fraternal. Tengo mis razones, pero no me preguntes, son cosas que sólo me pertenecen a mí. Si me hubiese podido enamorar de algún hombre quizá lo habría hecho de Yuri, el padre de Mijaíl, pero ni aun así habría tenido ninguna relación con él. Por ti nunca he sentido nada que no fuera un afecto fraternal. Sé que te hago daño al decírtelo, y si tú no te hubieras empeñado en tener esta conversación jamás te lo habría confesado. Has sido un amigo generoso y leal y yo me he aprovechado de tu generosidad, lo sé. Siempre he sabido que estabas enamorado de mí, nunca te di esperanzas, pero aun así me he beneficiado de tu amor. Me trajiste a París, con Marie me diste una nueva familia, me has permitido disfrutar de esta casa, tener mi propia tienda, y nunca, nunca me has pedido nada. ¿Sabes?, siempre he sabido que este momento llegaría y que las cosas cambiarían entre los dos, que no habría vuelta atrás.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Tú no puedes aguardar eternamente a que yo te dé una respuesta que siempre has sabido cuál sería. Y yo sabía que el día en que me preguntaras si quería casarme contigo, como lo has hecho hoy, acabaría diciéndote que no y tendríamos que separarnos para siempre. Por eso he querido estar preparada. ¿Crees que no sé que Marie quería que nos casáramos? Y… es mejor que te lo diga, Samuel: voy a casarme, sí, voy a casarme con monsieur Beauvoir. Estaba esperando a que poco a poco Mijaíl le aceptara, pero le acepte o no, me casaré con él.
Samuel se sintió mareado. Cada palabra de Irina le hería más que la anterior. Pero ella hablaba y hablaba ignorando el dolor que provocaba.
—No te comprendo —acertó a decir Samuel.
—Ya te lo he dicho: nunca perteneceré a ningún hombre, nunca tendré una relación íntima con ningún hombre. Por eso me casaré con monsieur Beauvoir. Es un matrimonio que nos conviene a los dos. Ambos necesitamos la respetabilidad que proporciona el matrimonio pero no viviremos como marido y mujer. Yo le acompañaré a donde sea necesario, me comportaré como una buena esposa. Él me proporcionará seguridad y se comportará como lo que es, un caballero respetable.
—Yo podría darte esa respetabilidad que buscas…
—Mi egoísmo no llega a tanto, Samuel. Seguramente podría haber jugado con tus sentimientos casándome contigo y luego negándome a cualquier relación matrimonial, pero no me lo habría perdonado. Te tengo un afecto sincero y sé que puedes ser feliz con otra mujer. Mereces casarte y tener hijos. Aún no es demasiado tarde. De mí nadie espera que pueda tener hijos dada mi edad, pero tú eres un hombre, Samuel, y los hombres podéis ser padres a cualquier edad.
—No entiendo nada… no puedo entenderte… no sé lo que me estás diciendo… —Samuel se sentía al borde de la náusea.
—Claro que lo entiendes. Hemos llegado juntos hasta aquí, yo debería haber sido sincera contigo hace mucho tiempo pero ya te lo he dicho, soy egoísta. Era muy joven cuando me robaron mi vida, y te seré sincera, no creía que la recuperaría, pero tú me la devolviste. Te debo que me salvaras de la Ojrana, que me trajeras a París, que le pidieras a Marie que nos cuidara. Te debo mi tranquilidad y… sí, creo que lo que he sentido estos años ha sido lo más parecido a la felicidad.
—¿Y Rusia? ¿Nunca has añorado nuestra patria?
—Al principio sí… Si no hubiera sido por Marie no me habría sido posible vivir aquí. Pero ahora no viviría en ningún otro lugar que no fuera París. Ahora ésta es mi patria, no quiero ni añoro otra.
—¿Y Mijaíl?
—Ya no es un niño y pronto emprenderá su propia vida. Le quiero como a un hijo, pero no cederé en lo que se refiere a monsieur Beauvoir. Me casaré con él.
—¿Y si no le acepta?
Irina se encogió de hombros. El amor a los demás limitaba con ella misma, nunca podría dar nada de lo que ella carecía. Samuel no lo había comprendido hasta aquel momento.
—¿Cuándo será la boda?
—Dentro de tres semanas. Monsieur Beauvoir me apremia, sus padres son muy ancianos y desean verle casado.
—Ya está todo dicho, de manera que… me iré.
—¿Adónde? —Por su tono de voz notó que en realidad no sentía verdadero interés por lo que fuera a ser de él.
—Puede que a Palestina.
—Entonces… quizá quieras venderme esta casa…
—No, no te la venderé —respondió con rabia.
—Pero si regresas a Palestina…
—En esta casa nació mi madre, y yo mismo pasé buenos momentos en mi infancia. Ni siquiera se la vendí a Marie. Es lo único que me queda de mi familia. No, ni ahora ni nunca estará en venta.
—Monsieur Beauvoir estará dispuesto a pagar lo que le pidas.
—Cerraré la casa, salvo que Mijaíl quiera quedarse a vivir en ella. Naturalmente, tú vivirás en casa de tu marido.
—Sí, es lo que hemos hablado. Tiene espacio de sobra. Tendré mi propio dormitorio con un pequeño salón. Aunque me hubiera gustado tener un lugar para mí sola… ¿Y la floristería? ¿Podrías venderme la tienda?
—Me pagarás un alquiler por la tienda, pero tampoco te la venderé.
Irina no insistió. Durante aquella hora Samuel había dejado de ser el hombre que la amaba; ahora sólo quería alejarse de ella, olvidarla para siempre. Continuaron hablando de algunos detalles y sobre todo del futuro de Mijaíl. Llegaron a un acuerdo respecto al alquiler de la tienda, y Samuel le avisó que buscaría a unos obreros para que tapiaran la puerta que comunicaba la floristería con la vivienda. Rubricarían el acuerdo ante un notario.
—No hace falta ir al notario, yo cumpliré con mi parte del compromiso —dijo Irina, molesta.
—Lo siento, pero lo haremos a mi manera o no te alquilaré la tienda.
Sólo quedaba hablar con Mijaíl. Irina le pidió que le ayudara a hacer entrar en razón al joven, pero Samuel se negó.
—Es un asunto vuestro. Yo ayudaré al chico si me lo pide, pero no intervendré ni le diré lo que debe hacer.
Y así fue. Al día siguiente, aprovechando que Samuel no estaba en casa, Irina habló con Mijaíl. La conversación resultó más áspera de lo que imaginaba. El joven la escuchaba en silencio pero sin poder reprimir el dolor que iba aflorando en su rostro, hasta que rompió a llorar.
—¡Por qué me haces esto! ¡Por qué!
—Mijaíl, querido, ya te lo he dicho, nada va a cambiar. Monsieur Beauvoir sabe lo importante que eres para mí y está dispuesto a tratarte como a un hijo. En su casa hay espacio de sobra para que te sientas cómodo, ya conoces a sus padres, son amables y discretos, no se meterán en nada. Pero si no quieres vivir con nosotros, Samuel no tiene inconveniente en que continúes viviendo en esta casa. En realidad seguiríamos juntos, sólo nos separaría un tabique, y yo continuaría ocupándome de ti. Aunque lo mejor sería que te trasladaras a nuestra casa.
—¡Cállate! —Mijaíl gritaba con el rostro arrasado por las lágrimas.
Irina intentó abrazarle pero él no se lo permitió. Era la única madre que había conocido, su único lazo con los recuerdos de su padre, de su Rusia natal. Porque él no había olvidado. Algunas noches las pesadillas le despertaban. Soñaba que intentaba acercarse a su padre pero que él caminaba y nunca le alcanzaba, y entonces empezaba a sentir un frío que se le pegaba a los huesos. Cuando era pequeño y se despertaba gritando, Irina acudía de inmediato y le apretaba entre sus brazos. Lo mismo hacía Marie. Las dos mujeres se turnaban noche tras noche, atentas a sus gritos.
—Mijaíl, eres la persona a la que más quiero en el mundo y necesito que comprendas por qué voy a casarme —le dijo rindiéndose ante las lágrimas del chico.
—Dices que te casas para estar más segura y no tener preocupaciones nunca más. De repente te importa la respetabilidad, lo que puedan pensar de ti los demás. ¡No me lo creo!
—Pues debes creerme. Tengo una edad en la que es mejor no estar sola, necesito un respaldo…
—¿Es que no confías en mí? ¿Crees que yo te abandonaría? Dices que soy como tu hijo, entonces ¿qué clase de hijo crees que soy cuando necesitas buscar seguridad en otra parte?
—Tienes que vivir, no sería justo que tuvieras que ocuparte de mí. Te estás convirtiendo en un músico talentoso, con una gran carrera por delante. No, no es en mí en quien debes pensar y mucho menos ocuparte. Algún día te casarás… Hemos hecho un largo camino juntos, Mijaíl, pero ya tienes edad de emprender un camino propio, sin ataduras, sin responsabilidades.
—De acuerdo, entonces me iré… sí, no me quedaré aquí…
—Pero ¡qué tontería es ésa! —protestó Irina, asustada por el estado emocional del chico.
—No, no voy a vivir de la caridad de Samuel ni de monsieur Beauvoir. Tú lo has dicho: tengo la música, podré vivir.
—Eso no es necesario, no tenemos por qué separarnos…
—Lo has decidido tú, Irina —y levantándose, salió del salón.
Aquella noche cenaron en silencio. Cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Al final de la cena, Samuel les comunicó sus planes inmediatos.
—Esta tarde he anunciado en el laboratorio que voy a emprender un largo viaje y que no sé cuándo regresaré. Me han pedido que les dé un tiempo para sustituirme. No creo que tarden mucho en hacerlo. Mientras tanto, iré poniendo en orden mis asuntos de aquí. Mañana me pasaré por el notario para arreglar lo del alquiler de la floristería.
—¿Y yo? ¿Qué ocurre conmigo? ¿Te importa acaso lo que va a ser de mí? —La voz de Mijaíl era un reproche.
—De ti será lo que tú quieras que sea. Sabes que cuentas conmigo lo mismo que con Irina, y que los dos estamos dispuestos a hacer lo mejor para ti.
—¿De verdad? Yo no lo veo así… Irina ha decidido casarse pensando en su propio interés, y tú te vas otra vez a Palestina. Dime, ¿cuál de los dos ha pensado en mí?
—¿Qué quieres hacer, Mijaíl? —preguntó Samuel muy serio.
—Quiere irse, pero es una locura… Quiere ponerse a trabajar… y no tiene por qué… —dijo Irina.
—¿Irte? ¿Por qué? Aún tienes que terminar tus estudios, ya eres un buen músico, pero lo serás mucho más. No tienes ninguna necesidad de trabajar.
—Ya lo hago, ¿no? Te recuerdo que ya he actuado en algunos conciertos y que las críticas siempre me han sido favorables.
—Sí, un niño prodigio, un adolescente prodigio, un joven prodigio, sólo te falta convertirte en un músico prodigio —respondió Samuel.
Irina se disculpó y se fue a su cuarto. La actitud de Mijaíl la estaba afectando de tal manera que dudaba incluso de si tenía derecho a hacer sufrir al chico.
Samuel y Mijaíl se quedaron solos y durante unos minutos volvieron a guardar silencio. Luego Samuel se levantó y cuando iba a salir del comedor escuchó a Mijaíl decirle muy bajo:
—¿Puedo ir contigo a Palestina?
Samuel le miró fijamente y sin pensarlo le respondió:
—Sí, ¿por qué no?
Y allí estaban, en la cubierta del barco observando las maniobras de atraque. Mijaíl ansioso por dejar el barco y descubrir aquella tierra de la que tenía conocimiento por la Biblia; Samuel preguntándose si sería capaz de volver a incorporarse a la vida sencilla de La Huerta de la Esperanza.
Bajaron del barco cerca del mediodía cuando el sol había caldeado el aire y apenas quedaban restos de brisa.
Fueron abriéndose paso entre la gente y por un momento Samuel se sintió confundido, tal era el cambio que se había producido. Encontró a un campesino árabe que accedió a acercarles a Tel Aviv en su carro, aquella ciudad nueva que se dibujaba junto a Jaffa y en la que vivían sólo emigrantes judíos.
—Nos quedaremos una noche, tengo curiosidad por conocerla.
Buscaron acomodo en un modesto hotel desde el que se divisaba el mar, y sin darse tregua para el descanso salieron a descubrir la ciudad. Anduvieron sin rumbo fijo mirándolo todo con curiosidad. A Samuel le emocionó ver algunas hileras de casas, sencillas y pequeñas con minúsculos jardines muy cuidados.
—Mira, mira… —le decía con admiración a Mijaíl, que miraba hacia aquellas casas sin encontrar nada extraordinario.
La ciudad tenía escuelas, comercios, cafés y muchas calles sin empedrar.
—¿Qué te parece? —le preguntó Samuel.
—Pues que es como un pueblo destartalado; si no fuera por lo cerca que está el mar, sería un pueblo feo —respondió el muchacho con toda sinceridad.
—Pero ¡qué dices! Cuando yo me fui de aquí no había nada y ahora me encuentro con una ciudad. Mira… mira hacia allí… ¿Es que no te das cuenta?
Pero Mijaíl no lograba entusiasmarse y no dejaba de preocuparle que donde él sólo veía un pueblo grande, Samuel viera una ciudad. No se lo dijo, pero Tel Aviv no le gustaba, no encontraba ningún atractivo en aquellas casas modestas, tan modestas como parecían las gentes que andaban de un lado para otro.
—¿Aquí todos son obreros? —preguntó a Samuel.
—¿Obreros? No, claro que no, hay de todo: profesores, músicos, médicos, abogados… ¡Qué pregunta más extraña!
—Lo digo por cómo van vestidos… No sé… parecen todos obreros.
Samuel le explicó una vez más que los judíos de Palestina estaban construyendo una sociedad sin clases, que allí no se desdeñaba ningún trabajo por humilde que fuera, y que daba lo mismo que uno fuera abogado o agricultor porque todos vivían volcados en la tierra y no tenían tiempo para convencionalismos sociales.
Después de una larga caminata se sentaron en un café que parecía muy animado. Samuel se entretuvo escuchando los retazos de conversaciones de quienes se sentaban a su alrededor, y aunque Mijaíl le dijo que estaba cansado aún tardaron un buen rato en regresar al hotel.
—Aquí todos hablan hebreo —comentó sorprendido Mijaíl.
—Bueno, ése ha sido un empeño de todos los que hemos emigrado, que la lengua de nuestros antepasados vuelva a ser la lengua común.
—Menos mal que Marie se empeñó en que estudiara hebreo con el rabino, porque si no no podría entenderme con nadie.
—Más urgente es que domines el árabe, de lo contrario no podrás hablar con nuestros vecinos.
Desde el día en que Mijaíl le pidió a Samuel que le permitiera acompañarle a Palestina, éste se había ocupado de que el chico recibiera lecciones de árabe. El aprendizaje había sido intensivo pero insuficiente para desesperación de Mijaíl, que se empeñó en que durante la travesía a Jerusalén Samuel continuara enseñándole.
Al día siguiente, y con la ayuda del dueño del hotel, encontraron quien les trasladara a Jerusalén. Mijaíl, impaciente por saber, no dejó de hablar durante todo el viaje. Cuando llegaron a Jerusalén, Samuel se sorprendió por la emoción que sentía. Pasaron ante la Puerta de Damasco y tuvo que retener a Mijaíl, ansioso como estaba por sumergirse en la Ciudad Vieja.
—Aguarda hasta mañana, antes tenemos que llegar a casa.
Estaba a punto de caer la tarde cuando Samuel empezó a agitar los brazos señalando hacia el frente para indicarle a Mijaíl La Huerta de la Esperanza.
—¡Mira, mira, es allí!
Mijaíl no vio nada más que un terreno preñado de olivos y más allá de los olivos algunas higueras y naranjos. La cerca era una hilera de bloques de piedra de poco más de un metro de altura y a lo lejos lo que parecían dos construcciones sencillas, apenas unas cabañas. No entendía el entusiasmo de Samuel, él había esperado que La Huerta de la Esperanza fuera algo más.
Samuel se bajó del carro, quería llegar andando hasta la puerta del que había sido su improvisado hogar. Necesitaba unos minutos de soledad para reconocer el paisaje, los olores, la luz del ocaso, pero Mijaíl se plantó a su lado sin decir nada, respetando el silencio que Samuel anhelaba.
—¡Samuel! —El grito de Kassia alertó a todos los habitantes de La Huerta de la Esperanza.
La mujer corrió hacia ellos, y sin darles tiempo a decir nada, le abrazó.
—¡Has vuelto! ¡Has vuelto!
Kassia y Samuel lloraban y reían a la vez hablando atropelladamente. Samuel le preguntaba por Jacob, por Marinna, por Ahmed y Dina, por todos los amigos a los que de repente se daba cuenta de que había echado de menos, más de lo que suponía. Ninguno de los dos prestaba atención a Mijaíl, que, atónito, observaba la escena.
Una muchacha más o menos de su edad corría hacia ellos. Le pareció bellísima. Gritaba el nombre de Samuel y pudo ver que lloraba.
Marinna se unió al abrazo de su madre y de Samuel y tampoco pudo contener las lágrimas. Detrás de ella, Jacob y Ariel seguidos por Ruth y su hijo Igor.
Hablaban todos a la vez, queriendo llenar con las palabras los años de ausencia. Ruth e Igor observaban sonrientes la escena a la espera de que en algún momento Ariel les presentara. Mientras tanto, Igor se acercó a Mijaíl y le tendió la mano.
—Soy Igor, el hijo de Ariel.
—Yo soy Mijaíl.
Le presentó a su madre. Ruth se dio cuenta de que aquel joven se sentía confundido, ajeno a aquella alegría, de manera que les interrumpió.
—Bueno, ¿no deberíais presentarnos? Yo soy Ruth, la esposa de Ariel, y éste es nuestro hijo Igor. Este joven ya nos ha dicho que se llama Mijaíl…
Se dirigieron a la casa entre risas y abrazos. Jacob no dejaba de preguntar y Ariel le interrumpía intentando poner a Samuel al corriente de todo lo sucedido desde su marcha; mientras tanto, Kassia les conminaba a sentarse para cenar.
—Si hubiéramos sabido que llegabais hoy habríamos preparado algo especial. No sabes la suerte que tenemos de contar con Ruth, es una gran cocinera, desde que está aquí todos hemos engordado.
—Samuel creerá que los demás no cocinamos. Ya sabes que en La Huerta de la Esperanza todos hacemos de todo. Kassia no nos permitiría lo contrario —dijo Ariel riendo.
—Si yo puedo varear un olivo, no sé por qué tú no vas a poder hacer sopa —respondió Kassia con una enorme sonrisa.
—¿Y Louis? ¿Dónde está Louis? —quiso saber Samuel.
—¡Ah, Louis! Nuestro amigo está dedicado en cuerpo y alma a la política. Va de un lado a otro intentando organizar el Poalei-Sion, escribe artículos en un periódico en hebreo, el Ahdout —respondió Jacob.
—¿En hebreo?
—Sí, no es que el periódico tenga una gran tirada, apenas unos cientos de ejemplares.
—Pero ¿no sería mejor que se publicara en yiddish? —preguntó Samuel.
—Eso pensamos todos, pero no Ben Gurion, ya sabrás de él. Es todo un personaje, Louis siente por él una gran admiración —afirmó Kassia.
—Sí, creo que antes de irme ya había oído algo sobre él. De manera que Louis ya no está en La Huerta de la Esperanza… Me gustaría tanto verle…
—Y le verás, va y viene, éste continúa siendo su hogar. Sólo que de vez en cuando se marcha y tarda meses en regresar. Además tiene obligaciones con el Hashomer —apuntó Kassia.
Sus amigos le explicaron que el Hashomer, el Vigilante, era un grupo judío de autodefensa.
—Sí, antes de irme a París ya se hablaba de que en el norte los colonos se organizaban para defender sus granjas…
Pero el Hashomer, para sorpresa de Samuel, era algo más. Jacob se puso serio para contárselo.
—Los «vigilantes» se han hecho con fusiles, visten como los beduinos y protegen las aldeas del norte. Louis dice que es la mejor solución; hasta ahora las colonias tenían que contratar a guardias que les defendieran de los ladrones, pero es mejor que lo hagamos nosotros mismos.
—¿Y qué hacen las autoridades? —quiso saber Samuel.
—Lo consienten. Hashomer tiene sus propios jefes, sus propias reglas… Se han ganado el respeto de los beduinos. No imaginaban que los judíos fuéramos capaces de defendernos —continuó explicando Jacob.
—Deberíamos avisar a Ahmed y a Dina. También a ellos les he echado de menos. Voy a acercarme a su casa y vuelvo con ellos.
Se hizo el silencio y Samuel se sobresaltó. Vio a Kassia bajar la cabeza incómoda y en el rostro de Marinna una mueca de dolor. El gesto de Jacob se le antojó sombrío, y Ariel y Ruth se miraron preocupados.
—¿Qué sucede? ¿No estará Ahmed enfermo?
—No, no es eso… Últimamente no nos vemos tanto —acertó a decir Jacob.
—¿Cómo es posible? Su casa está a menos de doscientos metros y tiene que pasar junto a nuestra cerca cuando llega del trabajo… ¿Qué ha ocurrido? —preguntó alarmado.
Todos hablaron a la vez pero ninguno fue capaz de explicar lo sucedido. Marinna les pidió que la dejaran hablar.
—Ahmed no permite que Mohamed y yo… Sabes que siempre fuimos amigos y que… bueno, estábamos enamorados y Ahmed exigió a Mohamed que cortara la relación. O yo me convierto a su religión o no hay nada que hacer.
—¿Y Mohamed? —El tono de voz de Samuel era de tristeza.
—No ha sido capaz de negarse a los deseos de su padre. Ya sabes que entre los árabes es impensable que un hijo no acate las decisiones de su padre. Ahmed le ha mandado a Estambul; antes de irse vino a verme, hablamos, lloramos, pero todo ha terminado entre nosotros. Desde entonces nos sentimos incómodos con él y él con nosotros.
Marinna había descrito la situación con sinceridad y sin adornos. Mijaíl la examinó de reojo. Aunque Samuel le había hablado de ella asegurándole que era una joven muy bella, no hubiera imaginado que lo fuera tanto. Pero era verdad. Marinna tenía una belleza difícil de ignorar, así que pensó que el tal Mohamed era un estúpido por abandonarla.
—No hemos dejado de tratar con Ahmed, incluso mi hijo Igor va con él todos los días a la cantera. Seguimos comportándonos como buenos vecinos —intentó tranquilizarle Ariel viendo cómo la preocupación se reflejaba en el rostro de Samuel.
—Lo siento, Marinna, lo siento de verdad, sé lo importante que Mohamed ha sido para ti. Pero aun así, debo ir a verle. Lo contrario sería una descortesía que él tomaría como ofensa. Ya sabéis lo que opino, debemos entendernos con nuestros vecinos, compartimos la misma tierra, los mismos problemas.
—Tienes que ir a verle e invitarle a compartir esta fiesta de bienvenida. No te preocupes por mí, ya estoy mejor. Al principio… bueno, pensé que no soportaría tanto dolor, incluso pedí a mis padres que me enviaran de vuelta a Rusia. Prefería vivir en la miseria de allí, sin futuro, sin esperanza, que continuar aquí. Pero ya me he resignado. Samuel, debes ir.
Samuel la abrazó agradecido. Quería a Marinna, la había conocido siendo una niña, cuando se fue era una adolescente alegre y ahora toda una mujer. Y en ese momento la quería aún mucho más por su sinceridad y generosidad.
—Pero no volveré con él salvo que tú me asegures que estarás con nosotros. Por nada del mundo quiero que sufras —afirmó Samuel.
—No querrá venir, tampoco Dina, pero si vienen te aseguro que me quedaré. No voy a perderme tu fiesta de bienvenida —respondió haciendo un esfuerzo por sonreír.
Samuel salió apesadumbrado. Sentía el dolor de Marinna. Caminó deprisa y mientras se acercaba vio a Ahmed fumando en el umbral de su casa. Parecía abstraído disfrutando del olor de la flor de los naranjos y de la suave brisa del ocaso. Cuando le vio gritó su nombre con alegría dirigiéndose hacia él para abrazarle.
—¡Samuel! Que Alá te bendiga y bendiga este día en el que te ha devuelto a nosotros.
Los dos hombres se fundieron en un abrazo sincero.
—Has envejecido, amigo mío —afirmó Ahmed mientras le palmoteaba la espalda.
—Y tú también. ¿Crees que no me doy cuenta de que ahora tienes el cabello gris? Me alegro tanto de verte. ¿Y Dina y vuestros hijos? ¿Y Zaida? Tengo ganas de verlos a todos…
Ahmed le invitó a entrar en su casa y allí fue recibido con gritos de alegría de su suegra y su esposa. Zaida insistió en que tomara un zumo de granada y Dina reía complacida por el reencuentro, mientras que Aya, ya convertida en una jovencita, miraba la escena con timidez.
—¡Ya eres una mujer! ¿Cuántos años tienes? ¿Veinte? Eres un poco más pequeña que Marinna, ¿no? Y continúas tan preciosa como siempre —le dijo Samuel a pesar del sonrojo de Aya.
Dina se empeñó en que probara un pastel de pistachos que acababa de hacer.
—Se me ocurre algo mejor, vendréis conmigo a La Huerta de la Esperanza. Nada me gustaría más que celebrar todos juntos este momento. Además, quiero que conozcáis a Mijaíl. Está deseando veros. Sabe lo importante que sois para mí.
Se pusieron tensos. Dina se mordió el labio inferior, Zaida hizo que iba a buscar algo, Ahmed clavó la mirada en Samuel.
—Ya sabes que…
Pero Samuel no le dejó continuar.
—Sí, Marinna me lo ha explicado todo y ha sido ella quien me ha animado a no retrasar ni un minuto mi visita aquí. No podría celebrar mi retorno sin todos mis amigos, de manera que espero que me acompañéis; eso sí, por nada me perdería el pastel de pistachos de Dina, de manera que quizá puede llevarlo para compartirlo entre todos.
Aunque era lo último que deseaban no supieron negarse y acompañaron a Samuel hasta La Huerta de la Esperanza.
Si a Mijaíl le había parecido que Marinna era una belleza, no pudo dejar de asombrarse al conocer a Aya. Con el cabello negro y la piel del color de la canela, aunque no era demasiado alta se adivinaba un cuerpo exuberante escondido en aquel vestido largo de colores.
Todos apreciaban demasiado a Samuel como para no esforzarse en que disfrutara de la velada, por ello no pasó mucho tiempo sin que compartieran risas y anécdotas mientras daban cuenta de la cena improvisada por Kassia y del pastel aportado por Dina.
Fue una noche alegre en la que Samuel incluso se olvidó de Irina.
Se durmió deseando que Mijaíl se adaptara a La Huerta de la Esperanza. No era fácil pasar de vivir en un piso burgués de París a una casa comunal donde apenas había intimidad y en la que el reparto del trabajo era la base de la convivencia.
—Tres días, ni uno más, luego tendréis que arrimar el hombro —les dijo Kassia cuando Samuel expresó su deseo de visitar a los viejos amigos y que Mijaíl conociera la Ciudad Vieja.
Su primera visita sería a la familia de Abraham Yonah. Congeniaba con Yossi, el hijo de Abraham que se había hecho cargo de los pacientes de su padre.
Entraron en la ciudad por la Puerta de Herodes que desembocaba en el barrio árabe. Mijaíl abría los ojos asombrado y, como era habitual en él, no dejaba de preguntar. Samuel le condujo por la Vía Dolorosa hasta el barrio cristiano, donde se acercaron al Santo Sepulcro. Unos minutos más tarde llegaron a la casa de Abraham en el barrio judío, cerca del Muro de las Lamentaciones.
—Por favor, déjame ver el Muro antes de visitar a tus amigos —le pidió Mijaíl.
Durante más de media hora ambos permanecieron de pie frente al Muro. Samuel se sorprendió al ver que Mijaíl parecía estar al borde de las lágrimas. No le dijo nada.
Raquel Yonah, la esposa de Abraham, abrazó a Samuel con afecto y les invitó a pasar. Era muy anciana, le costaba caminar y su mirada había perdido el brillo de antaño.
—Mi esposo siempre te tuvo en gran estima, yo pensaba que no volverías pero él decía que lo harías. Ven, llamaré a mi hijo y a su esposa. Judith le ayuda con los enfermos.
—¿Y tu nieta?
—Yasmin es nuestra alegría. Los últimos días de la vida de mi esposo la niña no se separó de su lado. Pasaba las horas leyéndole a su abuelo. Ha crecido y dice que quiere ser médico como su abuelo y como su padre. ¡Imagínate!
Yossi y Judith se alegraron de volver a verle y se mostraron amables con Mijaíl.
—De manera que eres un virtuoso del violín, espero que nos invites a escucharte. Alguno de los nuevos emigrantes son músicos como tú y hablan de formar una orquesta. Claro que eso será más adelante, ahora los que llegan no tienen más opción que trabajar la tierra. Pero te presentaré a un pianista que a mí me parece extraordinario, se llama Benjamin y no hace mucho que ha llegado desde Salónica. Es sefardí como mi madre y mi esposa.
Pasaron un buen rato comentando las novedades de la ciudad.
—Las grandes familias de Jerusalén se están uniendo a los nacionalistas árabes. Cada vez hay más clubes secretos, bueno, en realidad aquí los secretos duran poco. En cuanto a la política del sultán para con nosotros… ya sabes cómo funcionan las cosas aquí. Un poco de opresión, un poco de corrupción… Pero en Estambul son cada vez más numerosas las voces en contra de que los judíos puedan instalarse en Palestina y sobre todo hacerse con tierras en propiedad. ¿Sabes quién es Ruhi Khalidi? Fue el vicepresidente del Parlamento de Estambul. Los Khalidi no han sido nunca nacionalistas, pero… Parece que en su día propuso en el Parlamento que no se permitiera a los judíos comprar ni una fanega más de tierra.
—Pero los emigrantes continúan comprando tierras, ¿no? —quiso saber Samuel.
—Claro, y quienes se las venden son precisamente estas grandes familias, como siempre. El corazón casa mal con los negocios. Bien lo sabes tú, al fin y al cabo La Huerta de la Esperanza se la comprasteis a la familia Aban.
Samuel prometió volver a visitarles para poder ver a Yasmin.
—Dios no nos ha bendecido con más hijos, de manera que la mimamos en exceso —explicó Judith mientras Yossi se encogía de hombros.
—Es una muchacha excepcional —insistió la abuela Raquel.
Una vez en la calle, Mijaíl le dijo a Samuel:
—Raquel parece más árabe que judía.
—Eso sucede con muchos sefardíes, visten de la misma manera y tienen un físico parecido con el pelo y los ojos oscuros.
Pasaron el resto de la mañana callejeando por la ciudad. A Mijaíl le asombraba cuanto veía, y se lamentaba del mal aspecto que tenían algunos judíos con los que se encontraban.
—¡Nunca imaginé que serían tan pobres!
Samuel le llevó a visitar a otros amigos. Ya estaba cayendo la tarde cuando se dirigieron a la casa de Jeremías. No había querido ir antes. Sabía que se encontraría con Anastasia, que se había convertido en la esposa del cantero. A veces se reprochaba haber mantenido relaciones con ella, sentía que la había utilizado en su propio provecho sin tener en cuenta los sentimientos de la muchacha. Pero de su boca nunca había salido una palabra de reproche y había aceptado la separación sin derramar una lágrima.
Jeremías estaba lavándose cuando llegaron a su casa. Anastasia les recibió con amabilidad pero sin alegría. No se mostró sorprendida al verle ni pareció sentir mayor curiosidad por Mijaíl. Les hizo entrar en la casa y les ofreció una taza de té mientras su marido terminaba de asearse.
Samuel miraba de reojo a Anastasia y se sorprendió de su delgadez a pesar de haber parido tres hijos. La mayor tenía cuatro o cinco años y los dos pequeños, que apenas tenían dos, eran gemelos.
Los niños corrían y jugaban sin prestarles atención mientras que la hija mayor les miraba con curiosidad aunque era muy tímida y se refugiaba tras la silla en que se sentaba su madre. Cuando Jeremías hizo acto de presencia pareció alegrarse de verle.
—Así que te has decidido a regresar. Has hecho bien, es aquí donde los judíos debemos estar y volver a hacer de esta tierra nuestra patria.
Le contó que había sido miembro activo del Hapoel-Hatzair pero ahora militaba en el Poalei-Sion. «Están mejor organizados», le aseguró. Samuel se interesó por el trabajo de Ahmed y sus cuñados y por el joven Igor, el hijo de Ruth y Ariel.
—Igor es fuerte y cumplidor. En cuanto a Ahmed, continúa siendo el capataz, no tengo queja de él. Siempre está dispuesto a hacer más y no escatima ni un minuto al trabajo. Hice bien en seguir tu consejo y mantenerle en su puesto cuando compré la cantera. Conoce bien a los hombres y sabe sacar lo mejor de ellos.
Jeremías se interesó por Mijaíl y le ofreció trabajo. Samuel se lo agradeció pero no permitió que Mijaíl aceptara la oferta. Aún no sabía a qué podría dedicarse el muchacho, pero en cualquier caso estaba decidido a que no abandonara la música. Aunque bien sabía que no eran músicos lo que en aquellos momentos se necesitaba en Palestina.
Al tercer día de su llegada, Samuel se levantó al alba dispuesto a comenzar a trabajar como el resto de los habitantes de La Huerta de la Esperanza. Kassia le contó que Mijaíl se había levantado antes que él y que estaba con Ariel ordeñando las cabras.
—Pues sí que le has puesto pronto a trabajar —le reprochó Samuel.
—Ha sido él quien ha insistido. Quiere ser uno más. Permíteselo. Entiendo tu preocupación, tiene un don para la música que no debe desperdiciar, pero también tiene que decidir si éste es el lugar donde quiere vivir.
—Mijaíl nunca ha hecho otra cosa que estudiar —protestó Samuel.
—¿Y tú? ¿Y Jacob? No podemos vivir si no es trabajando la tierra. La música vendrá después.
—¿Sabes lo que le ha costado ser un buen violinista? Ni siquiera cuando era niño tenía tiempo para jugar, ensayaba durante horas y horas sin quejarse. Es un prodigio.
—Entonces ¿por qué le has traído?
—A veces las circunstancias no te dejan elegir. Mijaíl necesitaba alejarse de París y también entender qué significa ser judío. En realidad no siente el judaísmo como parte de su identidad, sino como una carga con la que no contaba, pero de la que no puede desprenderse.
—O sea, lo mismo que te sucede a ti.
—Sí, supongo que sí.
—Bien, pero deberás dejarle que sea él quien decida, ya no es un niño.
—Se quedó huérfano cuando apenas había aprendido a andar…
—¿Y quién de nosotros no ha sufrido? Por eso hemos venido a Palestina, para intentar volver a ser nosotros mismos. Además, ¿quién te ha dicho que no necesitamos músicos? ¿Crees que no necesitamos alimentar el alma?
Para Samuel fue una sorpresa encontrar que la pequeña cabaña que él había convertido en un improvisado laboratorio continuaba tal y como la había dejado cuando se marchó. Kassia la había mantenido intacta y no había querido que Ariel la empleara como almacén.
Samuel se instaló en las viejas rutinas preocupado por ayudar a Mijaíl a encontrar su lugar en Palestina.
—En la cabaña hay espacio de sobra, podrás ensayar cuanto quieras sin molestar a nadie.
Mijaíl procuraba adaptarse a los quehaceres de la granja con aquella gente singular, pero no le resultaba fácil. Añoraba París. En la casa se hablaba de cosechas, de socialismo y poco más. La música no era para ellos una prioridad aunque se mostraban amables pidiéndole de cuando en cuando que tocara el violín. Sólo Jacob y Marinna parecían disfrutar de aquellos minutos de música. Ariel se movía impaciente en la silla, mientras que Ruth y Kassia parecían ensimismadas con la costura.
Pero allí estaba y no iba a rendirse tan pronto. Volvería a París, pero no antes de que hubiera pasado el tiempo suficiente para que Irina no tomara su vuelta como un fracaso.
Marinna le propuso dar clases de música a los hijos de los potentados de la ciudad.
—Jerusalén es engañosa. Hay muchos representantes de países extranjeros y las grandes familias tienen muchos hijos, también encontrarás judíos adinerados.
Marinna ayudaba en una escuela de niñas y convenció a algunas madres para que sus hijas recibieran clases de música. Al poco tiempo Mijaíl tenía una docena de alumnas.
—Todos tenemos que trabajar la tierra pero, además, podemos hacer otras cosas. En mi caso ha sido mi padre quien se ha empeñado en que salga de La Huerta de la Esperanza, a través de la familia de Abraham he tenido la oportunidad de encontrar este trabajo en la escuela femenina.
—Le dais mucha importancia a trabajar la tierra.
—Sí, es la mejor manera de reencontrarnos con nuestro pasado. Y… bueno, quería pedirte un favor, ¿crees que también yo podría aprender música? Me emociona verte arrancar las notas de las cuerdas del violín. Si yo pudiera…
—¡Claro que puedes! Te enseñaré.
El 28 de junio de 1914, Samuel había ido a casa de Yossi Yonah a llevarle unos cuantos jarabes que le había encargado. Yossi, al igual que hiciera Abraham, su padre, confiaba en la buena mano de Samuel para elaborar aquellos remedios.
Nada más ajeno a la conversación entre los dos amigos que lo que estaba sucediendo en Europa, donde el archiduque Francisco Fernando acababa de ser asesinado por un terrorista croata.
—Mi padre decía que eras un buen boticario, que no te conformabas con lo que te habían enseñado y que te gustaba experimentar.
—Así es, pero ha sido en estos últimos años en París cuando realmente he aprendido el oficio. Los médicos diagnosticáis la enfermedad y nosotros os proveemos del remedio para curar. Sin los boticarios, poco podrías hacer.
—Así es, amigo mío, nos necesitamos los unos a los otros y debemos trabajar codo con codo. Tú necesitas conocer la enfermedad, yo saber por qué determinadas plantas son las apropiadas para curar.
Después la conversación adquirió tintes más personales. Yossi estaba preocupado por la salud de su madre, la anciana Raquel.
—Desde que murió mi padre apenas sale de casa. Dice que nada le queda por hacer; si no fuera por mi hija Yasmin, creo que se dejaría morir.
Samuel se había percatado del interés de Mijaíl por la hija de Yossi. Siempre estaba dispuesto a acompañarle cuando visitaba a la familia de Abraham. A Mijaíl le perturbaba la belleza de aquella joven. Morena, alta y de formas redondas y contundentes, dondequiera que fuera no pasaba inadvertida.
—Tu hija es casi una mujer.
—Aún es muy joven, pero parece mayor y eso me preocupa, amigo mío. Jerusalén no es precisamente una ciudad santa.
—¡Qué cosas dices!
—Ni mi madre ni mi esposa Judith le permiten salir a ninguna parte sola. Estoy deseando que se case —afirmó Yossi.
—Y tú, Samuel, ¿no piensas encontrar una esposa? —le preguntó Judith.
Samuel sonrió sin responder. Si no fuera por su edad, cuarenta y tres años que había cumplido en aquel año de 1914, podría pensar en casarse. Pero la misma idea le resultaba ridícula. Había estado enamorado de Irina hasta casi llegar a obsesionarse, y ahora que se había liberado de aquella atadura sabía que era demasiado mayor para formar una familia. Además, ¿qué podría ofrecer a una mujer? ¿Compartir los trabajos del campo junto a otras familias que ni siquiera eran la suya? Nunca había sentido el deseo de tener hijos, pero en ocasiones se preguntaba qué se siente al tener uno.
Aquella tarde ni Samuel ni Yossi podían imaginar que la guerra iba a estallar en Europa, ni mucho menos saber de qué manera afectaría a sus vidas. En realidad no fueron conscientes de lo que iba a suceder hasta unos meses después, cuando ya había entrado el otoño y Turquía, que se había alineado con Alemania, también entró en guerra.
Fue Louis quien llevó la noticia a La Huerta de la Esperanza. Louis se presentó de improviso y a Samuel le costó reconocerle con sus vestimentas de beduino.
—Me dijeron que habías vuelto. Me hubiera gustado venir antes pero no me ha sido posible —le dijo mientras se fundían en un abrazo.
Kassia regañó a Louis por sus prolongadas ausencias.
—¿Se puede saber por qué no has venido antes? Sabes que estamos preocupados por ti.
—Mi querida Kassia, vas a tener que preocuparte por algo más importante, nuestro querido sultán Mehmet V Rashid ha declarado la guerra a Gran Bretaña, Francia y Rusia. Sé que en la mezquita de Al-Aqsa se va a llamar a la yihad…
Durante unos segundos no supieron qué decir. Cada uno pensaba en cómo iba a afectarles aquella temible palabra: guerra.
—Y a nosotros ¿qué nos pasará? —preguntó Marinna rompiendo el silencio.
—¿A nosotros? No nos va tan mal con los turcos, de manera que, amigos míos, nosotros también estamos en guerra —afirmó Louis.
—O sea que continúas apoyando al imperio turco —dijo Jacob sin ocultar su contrariedad.
—No lo comprendes, no se trata de apoyar al imperio, se trata de que estamos aquí, en la tierra de nuestros antepasados, construyendo el futuro y ese futuro no lo podemos construir al margen de los turcos. Seamos realistas. —Louis no estaba dispuesto a ceder.
—Yo soy ruso y casi medio francés, no sé por qué tengo que apoyar a los alemanes y a los turcos —protestó Mijaíl.
—Sí, lo mismo que Samuel. Pero eres judío y ahora estás aquí; en Palestina no nos va mal del todo, de manera que ésta también será nuestra guerra —respondió Louis.
—No estoy de acuerdo —terció Jacob sorprendiendo a todos.
—¿No estás de acuerdo? ¿Y qué pretendes hacer? —preguntó Louis en tono burlón—. Te recuerdo que hay judíos en el ejército del sultán.
—Esta guerra no nos va a traer nada bueno —sentenció Ariel.
Ya era tarde cuando se fueron a dormir, salvo Samuel y Louis, que se quedaron fumando un cigarro.
—De manera que te has convertido en miembro del Hashomer.
—En efecto. Es mejor que seamos nosotros quienes defendamos a los nuestros.
—No te presentes como un judío altruista; que yo sepa, Hashomer cobra a los colonos por esa protección —replicó Samuel con una sonrisa.
—Antes pagaban a vigilantes árabes. Además, hay que pensar en el futuro —dijo Louis muy serio.
—Claro que hay que pensar en el futuro, pero no veo por qué los judíos han de tener el monopolio de la defensa de las colonias judías. Al fin y al cabo se trata de defender a los colonos de los ladrones. Nada más.
—Y nada menos. Para tu tranquilidad debes saber que hay grupos de vigilancia formados por árabes y judíos. Pero yo voy mucho más allá. Algún día deberemos contar con una fuerza capaz de defendernos de quien sea.
—¿Quiénes son nuestros enemigos? Tú mismo aseguras que debemos conformarnos con ser súbditos del sultán. Así pues, de lo único que tenemos que defendernos es de los bandidos.
—Amigo mío, no perdamos de vista lo que sucede a nuestro alrededor. Creo que estamos bien dentro del imperio otomano. En él no se nos ha perseguido por nuestra religión, los turcos se han mostrado siempre tolerantes y nos han permitido levantar nuestras sinagogas y vivir como unos súbditos más; como sabes, muchos judíos han ocupado puestos relevantes con distintos sultanes. Mientras que en los siglos pasados los europeos nos perseguían y expulsaban de sus países, los sultanes nos acogieron permitiéndonos vivir como quisiéramos.
—Pagando, claro —puntualizó Samuel.
—¿Pagando? ¡Ah, ya!, bueno, pagábamos un tributo, lo mismo que otros infieles, pero por lo demás nadie nos molestaba. Ojalá los reyes europeos hubieran sido como los sultanes otomanos.
—¿De verdad lo piensas? —quiso saber Samuel.
—Sí, desde luego que sí. Por eso creo que debemos ser prudentes antes de romper el statu quo.
—En los últimos tiempos no parece que la Sublime Puerta nos muestre tanto aprecio —replicó Samuel.
No llegaron a ningún acuerdo, pero comprobaron que a pesar de los años transcurridos su amistad seguía intacta y podían seguir hablando con sinceridad, aunque Samuel percibía el cambio de Louis. No sólo en cuanto a su aspecto, pues ahora lucía un enorme mostacho, sino también en su carácter, parecía más reflexivo y, sobre todo, empecinado en hacer de Palestina el hogar de los judíos con el consentimiento del imperio otomano. Tanto les daba, decía, que hubiera un sultán en Estambul.
—Mira a tu alrededor. ¿No ves cuánto ha cambiado Palestina?
Samuel le dio la razón. Ahora contaban con escuelas propias y muchos de aquellos primeros emigrantes se habían convertido en una nueva clase, una clase campesina, y no sólo eso, el hebreo había florecido hasta convertirse en lengua de referencia por más que el yiddish seguía siendo una lengua común. También el paisaje se había ido transformando, cada vez había más barrios extramuros de la Ciudad Vieja y también estaba Tel Aviv, una ciudad judía, sólo judía. Sí, Louis tenía razón: Palestina había cambiado de piel en aquellos años en que él había estado en París.»