Ezequiel se quedó en silencio. Marian le notó cansado. Recordar puede resultar agotador y aquel hombre estaba haciendo un esfuerzo considerable para contarle la historia de su abuelo y su padre. Estuvo tentada de compadecerse y decirle que regresaría otro día, que esperaría a que llegara su hijo para tratar de los asentamientos, pero Ezequiel no se lo permitió.
—Es la hora de comer, ¿quiere almorzar conmigo? Luego podemos seguir hablando.
—¿Almorzar? Bueno… no sé si es correcto… —respondió Marian.
—Supongo que en su ONG no consideran alta traición que almuerce con un viejo como yo. —La voz de Ezequiel estaba cargada de ironía.
—No se burle, pero no nos está permitido…
—¿Confraternizar? —le interrumpió él—. ¿Sabe una cosa? Me parece una solemne tontería tanta rigidez. ¿Dejará usted de ser objetiva en su trabajo por compartir un poco de hummus conmigo?
»¡Ah!, permítame preguntarle: ¿rechazaría la invitación de una familia palestina negándose a aceptar la comida que puedan ofrecerle cuando vaya a preguntarles sobre lo que sucede aquí? No, no lo creo, de manera que hágame un favor y hágaselo a usted misma, comparta el almuerzo conmigo. No espere una gran comida, ya se lo he dicho, un poco de hummus, una ensalada de tomate y pepinos que prepararé en un instante, y creo que en la nevera me queda algo de rosbif. ¿Quiere una cerveza o quizá vino?
—No, no… yo… sólo agua, pero no se moleste por mí… yo no quiero comer nada.
—Entonces nos veremos en otra ocasión, quizá pueda volver cuando regrese mi hijo. Yo necesito comer, soy viejo, y aunque no como mucho, es bueno que reponga fuerzas y, como comprenderá, no voy a almorzar mientras usted me mira.
Ezequiel se levantó y le tendió la mano para despedirla. A Marian no le dio tiempo a dudar más.
—De acuerdo, acepto su invitación, pero permítame ayudarle.
—Venga conmigo a la cocina, comeremos allí, puede ayudarme a cortar los tomates mientras pongo la mesa. ¡Ah!, y ahora le toca hablar a usted. Así descansaré un rato. Cuénteme sobre Ahmed.
—¿De verdad le interesa lo que pudieron pensar o sentir la familia de Ahmed y otras familias palestinas?
Marian vio aflorar el cansancio en los ojos gris acero de Ezequiel.
—Sí, me interesa saber qué le han contado, cómo se lo han contado; al fin y al cabo, cuando usted redacte su informe, la versión que prevalecerá será la de ellos.
—Da usted por sentado…
—Tenga cuidado al cortar los tomates, ese cuchillo está muy afilado.
«Ahmed estaba preocupado. Le hubiera gustado compartir con Samuel la causa de su aflicción, pero su amigo continuaba en París, y por lo que le contaba en las cartas allí se quedaría. Hacía cuatro años que se había ido pero seguía teniéndole presente.
No es que no pudiera confiar en Jacob o en Louis, incluso en Ariel, a pesar de la sequedad de su carácter, pero había asuntos de familia que ni siquiera debían comentarse con los amigos, aunque pensaba que en el caso de Samuel era distinto.
Una tarde de verano, como tantas otras, al regresar a casa vio sentados en la cerca de la huerta a Mohamed y a Marinna.
Los dos jóvenes reían y mantenían las manos entrelazadas sin importarles quién pudiera verles. No comprendía cómo Kassia no estaba más atenta a lo que hacía su hija. Sólo de pensarlo le produjo un sentimiento de irritación hacia la esposa de Jacob; sabía que era una buena mujer, pero sus costumbres siempre le habían incomodado. Jacob era un marido demasiado complaciente que permitía que su esposa se pavoneara como si fuera un hombre.
Había hablado con Dina del problema, pero su mujer se negaba a hacerlo con Kassia.
—Ellos también se han tenido que dar cuenta, ni nuestro hijo Mohamed ni Marinna disimulan lo que sienten. Están enamorados y actúan como si fuera lo más normal del mundo —se quejó Ahmed.
—¿Y qué quieres que hagamos? Tendrás que buscarle una buena esposa a Mohamed y así dejará de hacerse ilusiones con Marinna.
—Deberías hablar con Kassia…
—¿Y qué puedo decirle que ella no sepa? No, no quiero que piense que tengo algo contra Marinna. Es una buena chica, siempre cariñosa, y siempre ayuda en sus tareas a Aya. Nuestra hija pequeña la quiere como a una hermana.
—Entonces ¿qué crees que debemos hacer? —insistió Ahmed.
—Casar a Mohamed, ya te lo he dicho. Con una buena esposa se olvidará de Marinna.
—Pero si se casa ahora no podrá estudiar. Todos estos años nos hemos sacrificado para que Mohamed pueda convertirse en médico, y si se casa no tendrá más remedio que trabajar conmigo en la cantera para mantener a su familia.
—De todos modos no será médico, a nuestro hijo le gustaría estudiar leyes —respondió Dina.
Ahmed suspiró resignado.
—Bueno, debemos respetar su elección, ser médico requiere vocación y él no la tiene. Ha sido una suerte que haya podido estudiar en la escuela británica de St. George, sólo los hijos de los afortunados pueden hacerlo. Loado sea Alá que permitió que a ese diplomático inglés que cayó enfermo de malaria sólo el viejo Abraham supiera aliviarle de su mal, y que luego, en agradecimiento, abriera la puerta de St. George a nuestro hijo.
—El médico judío siempre ha mostrado una buena disposición hacia nosotros a pesar de que no pudo salvar a nuestro hijo. —Dina no olvidaba la muerte prematura de Ismail.
—Si Abraham no hubiera hablado favorablemente de Mohamed, nuestro hijo no habría podido estudiar en la escuela inglesa. De manera que no haré nada para casar todavía a mi hijo —argumentó Ahmed.
—Entonces habla con él. Eres su padre y te debe obediencia. Recuérdale que en su momento tendrá que casarse con la mujer que elijas para él.
—Eso ya lo sabe.
—Lo sabe pero no lo tiene en cuenta.
La conversación se repetía en cada ocasión que Mohamed y Marinna estaban juntos. Habían procurado separarles enviando a Mohamed a estudiar a Estambul a casa de un socio de Hassan. El hermano de Dina había conservado buenos amigos en aquella ciudad con la que seguía comerciando y que ahora acogían generosamente a su sobrino. El propio Hassan contribuía a la manutención de su sobrino por más que al principio Ahmed se había negado, pero la insistencia de su esposa y su suegra, además de la del propio Hassan, terminaron por hacer que cediera. Aunque aquella separación no había servido de nada. Cuando su hijo regresaba a casa apenas les saludaba, impaciente para ir en busca de Marinna.
Ahmed apreciaba a Marinna tanto como Dina, pero por más que ambos reconocieran las virtudes de la joven, no podía casarse con Mohamed. Si Marinna se convirtiera al islam… Pero sabía que no lo haría, de manera que nunca podría convertirse en su nuera.
Se acercó andando muy despacio hasta donde estaban los dos jóvenes ajenos a su llegada.
—¡Ah, padre, ya estás aquí! —exclamó Mohamed sonriente.
—Son más de las seis —respondió Ahmed con sequedad.
—Tienes razón, se nos ha pasado el tiempo sin darnos cuenta. Marinna dice que hablo mejor inglés, aunque no sé si hacerle caso, al fin y al cabo ella lo ha aprendido por su cuenta.
—Con ayuda de mi padre —terció ella.
—Jacob tiene don de lenguas. Es una suerte… —respondió Ahmed.
—Y gracias a su talento Marinna ha aprendido inglés, y algo de francés, además de árabe.
—¡Vamos, Mohamed!, árabe me lo has enseñado tú, mi padre me enseñó unas nociones básicas, pero poco más, y lo poco que sé de francés lo he aprendido con Samuel y con Louis. Mi lengua es el yiddish, aunque ahora me siento cómoda hablando hebreo y árabe. En casa mezclamos las lenguas, Louis suele hablarme en francés, Ariel en yiddish o en ruso…, pero a mí me gusta hablar en árabe. ¡Es una lengua tan hermosa!
Ahmed bajó la cabeza incómodo y Mohamed fue consciente de esa incomodidad.
—Te acompañaré a casa, padre. Luego saldremos a pasear, ¿te parece bien? —dijo dirigiéndose a Marinna.
Fueron en silencio hasta la casa mientras buscaban las palabras para abordar lo que ambos sabían que les separaba.
—Mohamed, hijo, sabes bien que no puedes compartir el futuro con Marinna. —La voz de Ahmed estaba cargada de pesar.
—Pero, padre, ¿por qué dices eso? Marinna es… es… yo la quiero sí, y creo que ella…
—Sí, ella también te quiere, no lo sabe ocultar. Pero tú tienes que estudiar. ¿De qué habría servido el esfuerzo que hemos hecho? ¿Vas a desperdiciar la suerte de haber podido estudiar en St. George?
—Algún día tendré que casarme y…
—¡No digas nada! Aún falta mucho para ese momento y, cuando llegue, te buscaré una esposa adecuada, no te preocupes por eso.
—Padre, perdóname, no quiero ofenderte, pero me gustaría elegir a mí.
Se miraron a los ojos y Mohamed se preocupó al ver la contrariedad dibujarse en el rostro de su padre.
—Harás lo que debas, no lo que quieras. Yo sé lo que es bueno para ti.
—Quieres decir que no me permitirás casarme con Marinna.
—No puedes hacerlo, y lo siento por ti. Marinna es judía y nosotros musulmanes. ¿Acaso vas a pedirle que renuncie a su religión? ¿Crees que ella aceptaría? No, no lo haría, tampoco sus padres lo permitirán.
—A Jacob y a Kassia no les importa demasiado la religión.
—Claro que les importa. Son judíos; si no lo fueran, ¿crees que habrían venido aquí?
—Han huido de los pogromos…
—¿Y crees que no hay mejores lugares en el mundo donde ir? No, ellos no permitirían que Marinna renegara de su religión.
—Uno de mis amigos del St. George es un cristiano que dice que los sefardíes son Yahud awlad Araba, judíos hijos de árabes.
—¡Qué tontería! Además, Marinna no es sefardí.
—Padre, a veces hemos compartido sus celebraciones, tú mismo has ido como invitado al Purim judío y me has llevado a la fiesta que celebran junto a la tumba de Simón el Justo. También ellos han celebrado con nosotros el final del ayuno del Ramadán. Vivimos juntos, compartimos la misma tierra, no somos tan diferentes, salvo en la manera de rezar y de dirigirnos al Todopoderoso.
—¡Calla! ¿Cómo puedes hablar así? —exclamó Ahmed escandalizado.
—¡Tiene que haber una solución! Quiero a Marinna, no podría ser un buen esposo con ninguna que no fuera ella.
—Obedecerás, Mohamed, lo harás como yo lo hice, y como lo hizo mi padre y su padre.
Ahmed dio la vuelta y salió de la casa. Necesitaba respirar. No quería que la conversación derivara en un enfrentamiento con su hijo. Tendría que obedecer. Lo mejor sería que regresara cuanto antes a Estambul para continuar con sus estudios de leyes. Cuanto más tiempo pasara separado de Marinna, antes se olvidaría de ella. Aun así, buscaría el momento de hablar con Jacob. Le daba vergüenza hacerlo, pero no podía llevar esa carga él solo.
A la mañana siguiente, antes de dirigirse a la cantera pasó por La Huerta de la Esperanza. Encontró a Kassia llorando y a Ariel con el gesto compungido. No estaban ni Jacob ni Louis.
Ariel le comunicó la mala noticia. Abraham Yonah había muerto la noche anterior. El viejo médico llevaba meses enfermo sin apenas levantarse de la cama y la muerte le había venido a buscar durante el sueño.
—Era un buen hombre —musitó Ahmed, quien realmente apreciaba al viejo médico judío.
—Él nos unió a ti —respondió Kassia sin poder contener las lágrimas.
—Jacob y Louis se han ido a la ciudad. Marinna les ha acompañado. Nosotros iremos más tarde, queda trabajo por terminar —explicó Ariel.
Durante el resto del día Ahmed hizo esfuerzos por no romper a llorar. Apenas lograba concentrarse en su trabajo, pero Jeremías, siempre exigente, no dijo nada, él también sentía la misma pena por la desaparición de Abraham.
Ahmed y Dina se sumaron al cortejo fúnebre para acompañar a Abraham hasta la tumba en la que dormiría la Eternidad. Dina lloró abrazada a Kassia, y Mohamed hizo lo imposible por consolar a Marinna.
En el duelo participaron musulmanes y cristianos por igual. Abraham Yonah tenía una gran reputación como médico, pero sobre todo se había ganado el afecto sincero de cuantos le trataron. Nunca cobró un bishlik a nadie que no pudiera pagarlo y entre sus pacientes se encontraban lo mismo personajes jerosolimitanos musulmanes que cristianos, amén de diplomáticos y viajeros que recalaban en Jerusalén.
Yossi, el hijo de Abraham y Raquel, estaba desolado. Su esposa Judith intentaba consolar a su suegra pero ésta se había sumido en un silencio de lágrimas. Ni siquiera la pequeña Yasmin era capaz de consolar a su abuela.
A Yossi le hubiera gustado tener más hijos, pero Judith no había vuelto a quedarse embarazada, de manera que Yasmin era su única alegría, como lo había sido para Abraham y lo sería para Raquel. A Yasmin le gustaba estar con su abuelo y le instaba a que le enseñara a ser médico; él sonreía y a pesar de las protestas de Raquel, enseñaba a su nieta cuanto podía lamentándose de que aquella niña no pudiera convertirse en médico como él. Yasmin tenía más o menos la edad de Marinna y a menudo se las veía juntas.
Ahmed apreciaba sinceramente a aquella familia, como también apreciaba a todos los habitantes de La Huerta de la Esperanza, pero aun así los judíos le inquietaban. Cada vez llegaban más a Palestina comprando tierras a todo el que se las quería vender. Al principio ninguna de las principales familias árabes parecía demasiado preocupada por esa emigración constante, y se decía que algunos de ellos, los Husseini, los Jalidi, los Dajani, y otros, tenían negocios con judíos. Había oído que incluso algunos estaban asociados con los Valero, judíos sefardíes, dedicados a la banca.
No hacía mucho que Ahmed había empezado a frecuentar a un grupo de hombres que como él sentían inquietud por el futuro de aquella tierra árida en la que habían nacido. A la primera reunión le había llevado su cuñado Hassan.
Años atrás, Hassan había hecho su fortuna primero en Beirut y más tarde en Estambul como encargado de los negocios del que era su patrón, un próspero comerciante jerosolimitano.
Jaled y Salah, los hijos de Hassan, habían estudiado en un colegio cristiano de Beirut donde, entre otras cosas, aprendieron a recelar de los judíos. Algunos de los sacerdotes que habían tenido como maestros se lamentaban de que los judíos, decían, habían matado a su Dios, un Dios que, como explicaba Jaled a su tío, no era otro que el profeta judío de nombre Jesús. Pero si los sacerdotes no ocultaban sus prejuicios contra los judíos, tampoco ocultaban sus simpatías con los árabes, entre los que de cuando en cuando lograban alguna conversión.
Cuando Hassan decidió dejar Estambul para regresar a Jerusalén con su familia, se permitió peregrinar a La Meca. Allí entró en contacto con un grupo de hombres partidarios de Husayn ibn Alí, gobernador del Hiyaz, provincia del imperio otomano en Arabia.
Hassan quedó impresionado cuando conoció a Husayn, su barba blanca, tan blanca como la túnica con que se cubría, le confería una dignidad especial. Husayn era el sharif, el jerife de La Meca, ya que descendía del Profeta.
Los amigos del sharif se interesaron por saber si Hassan colaboraría con ellos en un sueño, construir una nación árabe, librándose del yugo de los turcos. Husayn sería naturalmente el nuevo califa, el hombre que gobernaría a los pueblos del islam.
Tanto Ahmed como su cuñado Hassan y los hijos de éste estaban decepcionados por los resultados de la revolución protagonizada por un grupo de oficiales turcos, que en Occidente les llamaban los Jóvenes Turcos pero que ellos se denominaban Comité para la Unidad y el Progreso, que había despertado grandes esperanzas pero al final no había dado lugar a ninguna mejora, por lo menos en aquel rincón del imperio del sultán.
Además, Hassan consideraba que los nuevos amos del imperio no se comportaban como piadosos musulmanes.
Todos los viernes el grupo se encontraba en la mezquita y después de las oraciones compartían un buen rato de charla.
—Los judíos están armándose —se quejó Hassan—. Un amigo de Galilea me cuenta que esos grupos se denominan «Hashomer», el Vigilante, y que cada vez actúan con más impunidad con la excusa de defender las colonias agrícolas de los ataques de los bandidos. Se cubren con kufiyas, como los beduinos, y buscan a los bandidos más allá del río Jordán. Si se hacen fuertes, algún día querrán más de lo que ya tienen.
—Mis vecinos están divididos respecto a los turcos —explicó Ahmed—. Uno de ellos, Jacob, cree que los judíos deben apoyar al sultán. Le he oído decir que los judíos tienen que organizarse y tener representantes en Estambul que defiendan sus intereses. Creo que al propio Jacob le gustaría representar a los judíos ante el sultán. También creo que mis amigos de La Huerta de la Esperanza no tienen otro sueño que seguir viviendo, como hasta ahora, bajo la protección del sultán.
—Me inquieta que cada vez lleguen más. De seguir así se convertirán en los amos de Palestina —se quejó su sobrino Jaled.
Ahmed se sentía dividido entre los lazos de amistad e incluso de afecto que habían ido tejiéndose entre su familia y los habitantes de La Huerta de la Esperanza, pero su cuñado Hassan no tenía dudas de que había llegado el momento de que los árabes palestinos pudieran independizarse del imperio otomano. Estaba convencido de que si lo conseguían, la nueva situación provocaría muchos roces con aquellos judíos que, poco a poco, se estaban haciendo con las tierras palestinas.
—No creo que ésa sea su intención, lo único que desean es trabajar y vivir en paz con nosotros —replicó Ahmed sin demasiada convicción.
—Pero, tío, tú mismo eres un ejemplo de cómo van ocupándolo todo. Has tenido que compartir con esa gente la tierra donde vivías —respondió Jaled.
—Una tierra que no era mía, sino del said Aban, y fue él quien decidió vendérsela. No puedo reprochar nada a estos judíos porque nada me han hecho. Me tratan como a un igual y se muestran respetuosos y amables con mi familia. Nada me han quitado porque nada tenía.
—¿Crees que tienen derecho a comprar nuestras tierras? —insistió Jaled.
—¿Derecho? La cuestión es que compran lo que otros les quieren vender.
—¡No te das cuenta de lo que eso supone! —gritó Jaled.
—Vamos, vamos, no discutamos entre nosotros. Estamos de acuerdo en lo principal. Lo que todos ansiamos es dejar de formar parte del imperio otomano y construir una nación para nosotros, los árabes —terció Hassan entre su cuñado y su hijo.
—Eres demasiado conformista, Ahmed. Jaled es más realista —sentenció otro de los hombres, Omar Salem, al que todos tenían como guía.
Ahmed no se atrevió a replicar las palabras de Omar. El hombre le imponía. No sólo por pertenecer a una familia acomodada, sino también porque conocía a muchas personas relevantes de la corte del sultán en Estambul, también de El Cairo y Damasco, y del entorno más íntimo del sharif Husayn. Aunque nunca se jactaba de su posición, todos le reconocían su liderazgo.
Aquella tarde Omar los había invitado a su mansión situada fuera de las viejas murallas. Sheikh Jarrah se había convertido en el lugar escogido por las grandes familias para situar sus nuevas casas, y la de Omar era una de las mejores. Ahmed se sentía empequeñecido en aquella sala lujosamente decorada.
Omar se comportaba como el mejor anfitrión procurando complacer a sus invitados. Un criado se presentaba de vez en cuando llevando más té y dulces además de unas jarras con agua fresca en las que flotaban pétalos de rosa.
—El sultán también desconfía de la llegada masiva de judíos y cada vez pone más restricciones a su presencia aquí. Pero yo estoy de acuerdo con mi tío Ahmed, nuestro problema no son los judíos sino los turcos. Los judíos pueden seguir viviendo con nosotros el día en que dejemos de ser súbditos del sultán —terció Salah.
—Pero continúan llegando y comprando voluntades. En Jerusalén ya son más que nosotros —le respondió su hermano Jaled.
—Amigos míos, debemos trabajar para que algún día nuestros hijos vivan en una gran nación gobernada por hombres de nuestra sangre, que se muestren piadosos y cumplidores de los preceptos del Profeta. Sí, soñemos con una gran nación árabe —dijo Omar y los hombres asintieron entusiasmados.
—Jerusalén es la ciudad menos santa de cuantas conozco, cada día hay más prostitutas por las calles. Y algunos de los nuestros mantienen concubinas judías sin ningún pudor. Los rusos y los armenios se están haciendo con la ciudad —se lamentó Hassan.
—Si sólo fueran ellos… Cada día llegan más extranjeros, británicos, americanos, búlgaros… La mayoría impíos. Los peores son los judíos rusos que traen unas ideas endemoniadas. No quieren ni servir ni tener señores, no van a la sinagoga y permiten a sus mujeres comportarse como hombres. Las colonias agrícolas donde viven no tienen jefe, presumen de valer todos lo mismo —insistió Jaled.
—Bueno, ellos defienden que todos somos iguales y que nadie debe tener un amo. —Ahmed lo explicaba con admiración.
—Tú lo sabes bien, ¿verdad, tío? Tú eres el que más cerca está de ellos, porque son judíos rusos los de La Huerta de la Esperanza —comentó Salah— y nunca van a la sinagoga ni respetan el sabbat.
Cuando Ahmed regresó a su casa, Dina le aguardaba impaciente, quería saber cómo era la casa de Omar. Para complacerla tuvo que recordar todos los detalles. Su esposa le escuchaba maravillada.
Aquellas reuniones dejaban en Ahmed un poso de inquietud. Se preguntaba qué pasaría el día en que Omar o Hassan consideraran que era hora de hacer algo más que hablar. ¿Qué harían entonces? ¿Qué haría él?, se preguntaba.
Después de escuchar su relato, Dina le contó cómo había pasado ella la tarde.
—Layla, la mujer de mi hermano, ha venido a vernos sin avisar. Ha visto a Mohamed de la mano de Marinna y se ha mostrado escandalizada.
—¡Otra vez! Nuestro hijo no nos respeta. Le he pedido que no se acerque a esa chica. Terminará provocando un problema… ¿Dónde está?
—Aún no ha regresado. Creo que se ha quedado a cenar en La Huerta de la Esperanza. Les vi entrar en la casa hace un buen rato. Allí siempre es bien recibido. Kassia le trata como a un hijo y a Jacob le gusta hablar de Estambul con nuestro Mohamed. Tienes que hablar de nuevo con él y buscarle una esposa. Es lo que necesita, una buena mujer, joven como él.
Cuando Mohamed regresó, Zaida dormía al lado de Aya, y Dina se había quedado dormitando junto al fuego del hogar.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Ahmed sin responder al saludo de su hijo.
—Kassia me ha invitado a cenar, luego he jugado al ajedrez con Jacob. Le he ganado dos partidas. Dice que soy un buen estratega, y debe de ser verdad, él me enseñó a jugar cuando era un chiquillo, pero ahora soy yo quien le da jaque mate.
—Tu tía Layla ha estado en casa —respondió Ahmed.
—Lo sé, la vi llegar, y me hice el distraído. Layla siempre está fisgoneando en la vida de los demás y suele mostrarse desagradable con Kassia y con Marinna. Las mira como si ella fuera superior. No oculta que desaprueba todo lo que hacen.
—¿Y lo que haces tú? ¿Crees que tu tía puede aprobar tu comportamiento? —replicó Ahmed.
—¿Mi comportamiento? ¿De qué debo avergonzarme? —Mohamed sostuvo la mirada de su padre dispuesto al desafío.
—Paseabas de la mano con Marinna. Esa chica no está comprometida contigo. ¿Quieres que todos murmuren sobre ella?
—¿Murmurar? ¿Qué pueden murmurar sobre Marinna? Me enfrentaré a cualquiera que se atreva a murmurar sobre ella, aunque sea la tía Layla.
—Ya hemos hablado de Marinna y no discutiremos más sobre ella. Se han acabado tus vacaciones, mañana mismo regresarás a Estambul.
—Aún faltan días para que comiencen las clases.
—Tanto da. Te irás mañana. Prepara tu equipaje.
—Padre, ¿me echas de casa?
—No, sólo quiero evitarte y evitarnos un mal mayor. Tienes que aceptar que Marinna no es para ti. Si es necesario dejaremos esta casa y nuestra huerta y buscaremos otro lugar donde vivir. No puedo enfrentarme a Jacob ni a los otros, ellos son los dueños de esta tierra. No me dejas otra opción que la de perderlo todo, ¿es eso lo que quieres?
Dina les observaba preocupada. Sentía una opresión profunda en el pecho al ver a su marido y a su hijo discutir. Sí, le conmovía el dolor de Mohamed, le hubiera gustado poder complacer a su hijo y hacer planes junto a Kassia para la boda de sus hijos, pero no podía ser.
A ella también le hubiera gustado casarse enamorada, pero el amor llegó después de la boda. Apenas conocía a Ahmed cuando su padre le anunció que había llegado a un acuerdo con los padres de él. Sus familias organizaron los esponsales sin consultarles y ambos aceptaron la decisión de sus padres que al final resultó ser acertada. Ahmed era un buen hombre, un esposo cariñoso y atento que tenía en cuenta su opinión. Jamás había mirado a otra mujer. Ella también había sido una buena esposa y una buena madre. Le había dado cuatro hijos, aunque sólo dos, Mohamed y Aya, habían sobrevivido. Aún lloraba al pequeño Ismail. Al otro, al que había parido muerto, no le añoraba de la misma manera. No le habían permitido siquiera ver su rostro.
—Tu padre tiene razón —se atrevió a decir aun sabiendo que no debía mediar en la conversación de los dos hombres.
—Llegará un día en que la religión no separe a los hombres. Compartimos esta tierra, madre, la compartimos con los turcos, con los judíos, con los armenios, con los rusos, con todo aquel que llega a Jerusalén teniéndola por la ciudad más santa de cuantas existen. ¿Sabes que hay muchos de los nuestros que tienen una mujer judía? Algunos ni se esconden. No se casan, claro, no lo permite la ley, pero ¿sabes cuántos aristócratas tienen un odah donde comparten su tiempo con mujeres de otras creencias y nacionalidades? El hijo del alcalde Hussein vive con una de las mujeres más bellas de Jerusalén, Perséfone. ¿No has oído hablar de ella, madre? Seguro que sí. Es griega, y vende aceite además de compartir el lecho con el hijo del alcalde. ¿Quieres saber más?
—¡Basta! ¡Cómo te atreves a contar esas historias a tu madre! A nosotros nada nos importa el comportamiento de los demás. Prepara tu equipaje, te irás en cuanto salga el sol.
Apenas amaneció, Mohamed se presentó en La Huerta de la Esperanza tropezándose con Kassia y con Ariel, que a esa hora estaban ordeñando las cabras. Kassia despertó a Marinna y ella salió con el cabello revuelto y los ojos cargados con el sueño de la noche. Se despidieron sin poder evitar las lágrimas.
Después de aquel día, en cada ocasión en que se encontraba con sus arrendadores Ahmed notaba su incomodidad. Se saludaban con cortesía, pero Kassia no había vuelto a su casa a charlar con Zaida y Dina, y Jacob apenas le saludaba con una inclinación de cabeza cuando le veía enfilar el camino entre los naranjos que llevaban a su casa. Ariel se mostraba igual de taciturno que siempre; en cuanto a Louis, era incapaz de disimular su disgusto. Temía encontrarse con Marinna, pese a que ella parecía haber decidido hacer lo posible por no tropezar con él ni su familia. Aya, a la que Marinna trataba como a una hermana pequeña, le preguntó a su madre qué pasaba.
—He ido a ver a Marinna. No me ha prestado mucha atención, me ha despachado diciendo que estaba muy ocupada. No sé qué le pasa. Siempre había sido tan cariñosa conmigo…
Dina bajó la cabeza sin responder y fue Zaida la que intentó quitar importancia a lo que estaba sucediendo.
—No te preocupes, pequeña, todos tenemos días malos y preocupaciones que no compartimos con los demás. Durante algún tiempo procura no molestar a Marinna y ya verás que volverá a ser la misma.
—Pero, abuela, ¿acaso le sucede algo que no me habéis contado?
—No, hija, no es eso, pero en ocasiones es buena la distancia entre las personas por mucho que se quieran. Déjalo estar, ya te buscará ella en su momento.
—O sea que pasa algo que todos sabéis menos yo —insistió Aya.
Zaida miró a Dina esperando que fuera ella quien diera una explicación a Aya. Ella sólo era la abuela y no debía entrometerse en los asuntos más íntimos de la familia. No le correspondía contar a su nieta la causa del conflicto con los habitantes de La Huerta de la Esperanza. No podía decirlo, pero sentía como una pérdida que Kassia ya no las visitara y echaba de menos aquellas tardes de charla compartidas frente a una taza de té.
La brecha se ensanchaba por días y Dina le pidió a su marido que hiciera algo.
—Son nuestros arrendatarios y vecinos; si quisieran podrían expulsarnos de nuestra casa sólo con imponernos una renta que no pudiéramos pagar. Deberías hablar con Jacob, él entenderá por qué has decidido separar a Mohamed de Marinna.
—¿Y tú has hablado con Kassia? —preguntó Ahmed.
—No, no me he atrevido. Sé que está enfadada, lo pasa mal viendo sufrir a su hija, pero estoy segura de que comprende nuestros motivos. Mi madre dice que Kassia es una mujer muy práctica y que será ella la que se dé cuenta de que lo mejor para Marinna es que no vuelva a ver a Mohamed, al menos durante un tiempo.
—Sí, puede que Zaida tenga razón, y… bueno, intentaré hablar con Jacob. Espero que quiera escucharme.
Pero Ahmed no terminaba de encontrar el momento de enfrentarse a Jacob y dejó pasar un par de semanas, hasta que una tarde decidió que tenía que hacer frente a la situación. Al regresar de la cantera se dirigió a La Huerta de la Esperanza. Suspiró al ver aquella casa que Samuel y sus amigos, con su ayuda, habían levantado años atrás en medio de los olivos. Extendió la mirada y le regocijó ver los viejos olivos podados y preñados de aceitunas. Aquellos judíos habían hecho de las aceitunas un buen negocio llevándolas a la almazara donde obtenían aquel aceite espeso de color verdoso y un punto de acidez que tanto gustaba a los jerosolimitanos.
La puerta estaba entreabierta, de manera que la empujó suavemente mientras carraspeaba para anunciar su llegada.
Dio un paso atrás al ver a una mujer y a un joven a los que no conocía mientras los demás parloteaban animadamente. Fue Kassia quien le vio y pudo comprobar que su mirada se ensombrecía.
—Buenas noches, Ahmed —dijo Kassia en un tono de voz que no reflejaba el afecto de siempre.
—No quiero molestar… Vendré en otro momento, ya veo que tenéis invitados.
Para su sorpresa, Ariel se dirigió a él sonriente. Ahmed pensó que era la primera vez que le veía sonreír.
—Eres bienvenido, así conocerás a mi esposa, Ruth, y a mi hijo, Igor.
Ariel colocó su brazo sobre el de Ahmed y le empujó para que entrara en la casa. Ya no podía dar marcha atrás por más que lo deseara. La mujer a la que llamaban Ruth se acercó a él tendiéndole la mano.
—Así que eres Ahmed, sé de ti y de tu familia por las cartas de mi esposo. Espero conocer pronto a Dina, tu esposa, y a tu suegra, Zaida, también a tus hijos. Creo que mi Igor es de la edad del tuyo.
Ahmed se sintió torpe, sin saber qué hacer con la mano que le había tendido Ruth. No le gustaba la costumbre de aquellos europeos que trataban con tanta familiaridad a las mujeres, incluso a las desconocidas.
—Volveré en otro momento —insistió.
—Ruth e Igor han llegado apenas hace unas horas desde el puerto de Jaffa. Me parece mentira que estén aquí. Ha sido muy duro estar sin ellos, tú puedes comprenderlo puesto que tienes familia —dijo Ariel.
Luego le ofreció un vaso.
—Bebe —le instó Ariel—, brindemos por mi familia.
Ahmed no sabía qué hacer. No pretendía desairarle pero tampoco conculcar el precepto del Corán que prohíbe la bebida.
—Vamos, Ahmed, tu gente bebe licores de hierbas con la excusa de que son medicinales y digestivos. Este vodka que hacemos Louis y yo es medicinal, puedes beberlo sin temor a pecar —insistió Ariel con un gesto de complicidad.
Ahmed apenas mojó los labios en aquel líquido transparente como el agua pero cuyo olor y sabor eran intensos. Cada minuto que pasaba se sentía peor. Ariel, el tosco Ariel, se mostraba amistoso, al igual que su esposa Ruth, una mujer de pequeña estatura, entrada en carnes, sin nada que la destacara a excepción de una sonrisa abierta y franca. Cabello castaño, ojos castaños, manos pequeñas y la piel curtida. En cuanto al hijo, Igor, se parecía a su padre, alto, fuerte, con la misma mirada intensa, acaso más amable. Pero no eran ellos los que provocaban su desazón sino el silencio de Jacob y de Kassia, la indiferencia de Louis y, sobre todo, haber visto a Marinna salir de la estancia.
Pero Ariel se sentía demasiado feliz para reparar en la incomodidad de sus amigos. Hacía cuatro años que no veía a su familia. Le explicó que habían decidido que fuera el primero en viajar a Palestina, no sólo para huir de la policía del zar, también para intentar abrirse camino. Ruth e Igor hubieran querido seguirle, pero no habían podido porque el padre de Ruth estaba muy enfermo. Ella le había cuidado hasta su último minuto de vida. Ahora, felizmente, la familia volvía a estar reunida.
Ahmed escuchó atentamente lo que Ariel le contaba y en cuanto pudo se despidió.
—Volveré en otro momento —dijo haciendo ademán de marcharse.
—Pero ¿qué querías? ¿Necesitas algo? —preguntó Ariel.
Venciendo su timidez miró a Jacob.
—En realidad quería hablar con Jacob, pero no es nada urgente.
Jacob le miró y luego miró a Kassia, pero ella apartó la mirada como si no le interesara nada de lo que pudiera decir Ahmed. Fue Louis el que de repente desconcertó a Ahmed y a Jacob.
—Pues yo creo que harías bien en hablar. Es mejor que seguir así, todos estamos incómodos. Cuanto antes nos enfrentemos al problema antes lo resolveremos, y sólo puede empezarse a resolver con una conversación.
—¡Por favor, Louis, no nos digas lo que debemos hacer! —protestó Kassia.
—¿Y vamos a pasar el resto de nuestras vidas sin hablar con Ahmed y su familia? Todos estamos molestos con él, mejor decírselo y que él explique el porqué de su actitud con nosotros y, sobre todo, con nuestra querida Marinna.
Ni Ahmed ni Jacob eran hombres a los que les gustaran los conflictos y ambos lamentaban verse en aquella situación. Ahmed decidió hacer caso de la recomendación de Louis.
—Sí, he venido a hablar, pero hoy estáis de celebración y no quiero empañar vuestra alegría. Si Jacob quiere, vendré mañana.
—Sí, será mejor —respondió Jacob, aliviado por no tener que afrontar una conversación con Ahmed delante de todos sus amigos.
Al día siguiente, mientras trabajaba en la cantera, no podía dejar de pensar en cómo abordar la conversación con Jacob. No quería ofenderle pero tampoco mentirle. Se mantendría firme en su decisión de impedir cualquier relación entre su hijo Mohamed y Marinna, tanto le daba si Jacob lo comprendía como si no.
Quizá porque tenía que pasar, o porque no tenía puesta toda su atención en lo que estaba haciendo, lo cierto es que colocó más carga de dinamita en una roca que pretendían romper en varios pedazos, y ésta explotó con tanta fuerza que un trozo de piedra le alcanzó, aplastándole una pierna y provocándole tal dolor que a punto estuvo de desmayarse.
Jeremías corrió hacia donde estaba y con ayuda de otros dos hombres lograron sacarle de entre las piedras.
—¡Preparad el carro! ¡Vamos, no perdáis tiempo! Hay que llevarle a Jerusalén —ordenó Jeremías a los hombres que se encontraban más cerca.
Al principio Ahmed creía que no soportaría el dolor que le recorría la pierna, luego se estremeció al ver cómo ésta no sólo se hinchaba sino que además adquiría un oscuro tono morado. Tampoco podía mover los brazos, y sentía la sangre que le chorreaba desde la cabeza. Le costaba respirar pero no gritó, ni se quejó. Contuvo el llanto consciente de que los hombres le miraban. Era el capataz y debía dar ejemplo; en otras ocasiones otros hombres habían sufrido accidentes, aunque él se jactaba de tener bien organizado el trabajo y el cuidado suficiente para evitar situaciones como la que había provocado la desgracia.
Le llevaron a un médico sirio que años atrás se había establecido fuera de los muros de la ciudad, cerca de la Puerta de Damasco.
El rostro del médico permaneció inmutable mientras le examinaba. Ahmed se temía lo peor.
—Tiene fracturadas la rodilla, la tibia y el tobillo. Veré lo que puedo hacer.
El médico le dio a beber un líquido que le supo amargo pero que al cabo de unos minutos le sumió en un duermevela desde el que vagamente podía entender las instrucciones que el galeno daba a su ayudante. Sintió cómo le inmovilizaban la pierna, y si hubiera podido se habría quejado de aquellos vaivenes a los que le sometían intentando colocarle los huesos que estaban rotos. Creyó escuchar entre las brumas del sueño que ya nunca volvería a andar bien y que acaso podía perder la pierna si ésta continuaba amoratándose.
Se despertó horas después con los labios resecos y una sensación de vértigo. Las sienes le latían enloquecidamente y el dolor de la pierna le resultaba insoportable. Intentó sin éxito moverse. La pierna no le respondía y el resto de su cuerpo parecía haberse acartonado. Tampoco conseguía que la voz saliera de su garganta. Se angustió preguntándose si ya estaba muerto. Pero no, no podía estar muerto si sentía tanto dolor. Buscó con la mirada y se tranquilizó al ver a Dina sentada a su lado, y junto a ella su querida Aya. Luchó por incorporarse pero las fuerzas no le acompañaban. Dina pareció darse cuenta de su esfuerzo y cogió su mano entre las suyas.
—¡Aya, avisa al doctor!, tu padre se está despertando.
Dina se acercó más a él y le pasó un paño húmedo por la cara.
—Estás bien, estás bien… no te preocupes… estás bien. Tienes que descansar. El doctor te dará algo para que no sientas el dolor y puedas dormir.
Ahmed no quería seguir durmiendo. Quería abrir del todo los ojos y contemplar la vida. Prefería el dolor a no sentir nada. No sabía si Dina escuchaba las palabras que se le acumulaban en los labios.
—Yo… yo… estás aquí… ¿qué me han hecho?
Y Dina con un hilo de voz fue explicándole que el doctor le había abierto la pierna para colocarle los huesos, que había sangrado mucho, que había estado a punto de morir pero que se había salvado, aunque nunca volvería a andar como antes. Arrastraría la pierna, pero conservaba la vida. Y no debía preocuparse, Jeremías era un buen patrón y había prometido que si salía con vida seguiría contando con él en la cantera.
Aya regresó acompañada del doctor, que le preguntó cómo se sentía y luego le examinó.
—Tardará en ponerse bien, en cuanto a andar… tendrá que acostumbrarse a arrastrar la pierna, pero al menos la hemos salvado de la gangrena. Alá se ha mostrado misericordioso.
El médico le explicó que aún no podía moverse y tardaría un tiempo en poder regresar a su casa. También elogió a Jeremías.
—Ese hombre me amenazó con lo más horrible si me atrevía a cortar la pierna herida. Me ha ordenado que le dé las mejores atenciones. Él pagará todos los gastos y no ha dejado de venir ni un solo día.
Por el médico supo Ahmed que, además de la pierna, tenía varias costillas rotas, amén de un fuerte golpe en la cabeza y un brazo contusionado. No se explicaban cómo había sobrevivido a la explosión.
Tal y como le había dicho el doctor, Jeremías acudió a verle. En su rostro se leía la preocupación por el estado de su capataz.
—Aún no me explico cómo pudiste poner tanta cantidad de dinamita, podías haber volado la cantera entera y con ella a todos nosotros.
Ahmed intentó disculparse pero apenas tenía fuerzas para hablar.
—No hables, cuando mejores ya me explicarás qué sucedió. Aunque ese día parecías distraído, como si tuvieras la cabeza en otro sitio. Tu esposa no ha sabido decirme qué te ocurría.
Su mayor sorpresa fue la visita de Ariel, Jacob y Louis. Los tres hombres se mostraron conmovidos por su estado.
—No te preocupes por la huerta, tus sobrinos Jaled y Salah están ayudando a Dina. Nosotros también echamos una mano —le dijo Louis.
Ahmed no sabía qué decir para mostrar su agradecimiento. Dina ya le había hablado de la ayuda dispensada por sus vecinos, incluso Kassia y Marinna se habían ofrecido para lo que necesitara. Aunque, según le había explicado Dina, Kassia se había mostrado muy seria cuando acudió a su casa para interesarse por lo sucedido. Marinna no había dicho ni una palabra y sólo respondió a las preguntas de Zaida.
No, no podía permitir por más tiempo que el silencio pudriera la relación entre su familia y aquellos extraños amigos de La Huerta de la Esperanza, y aunque le faltaban las fuerzas decidió que había llegado la hora de abordar el problema.
—Quisiera explicaros mis temores por la amistad especial entre Mohamed y Marinna… —comenzó a decir con apenas un hilo de voz.
—¡Vamos, Ahmed, no es el momento! Primero debes curarte, tiempo habrá para tratar ese asunto —le interrumpió Jacob.
—Te agradezco tu preocupación pero no podemos arrastrar esto por más tiempo. Debemos hablar y por mal que me encuentre, peor estaré si no lo hacemos.
Jacob se movió, incómodo, mientras que Ariel y Louis permanecieron muy quietos.
—Sé que mi hijo quiere a Marinna, debería quererla como a una hermana puesto que han crecido juntos, pero la quiere como se quiere a una mujer. Creo que… bueno, creo que Marinna le corresponde y yo no podría sentirme más feliz de que mi hijo se casara con una chica como Marinna, virtuosa, modesta, trabajadora, pero… no puede ser, amigos míos, no puede ser, salvo que Marinna profesara nuestra fe, y sé bien que eso es imposible. Le he pedido a mi hijo que no sea egoísta alimentando una relación que no puede cuajar en boda. Ni Marinna será musulmana ni Ahmed se convertirá al judaísmo. Los dos son jóvenes y podrán superar la amargura de la decepción que provoca una situación como ésta. Pero es lo mejor para ellos, y para todos nosotros. En ningún momento quiero que mi negativa a esa relación pueda ser interpretada como algo en contra de Marinna, yo la aprecio sinceramente y nada me gustaría más que poder llamarla hija…
Ahmed no sabía qué más podía decir. Sentía que el rubor se adueñaba de sus mejillas ante la mirada inquisitiva de los tres hombres que le escuchaban en silencio y tan quietos que parecía que no respiraban.
Cerró los ojos. Estaba cansado y le ardía la frente pero las manos las sentía húmedas por el sudor.
—De manera que crees que la religión es un impedimento insalvable —musitó Jacob.
—¿Y tú no? ¿Qué alternativa tienen si quieren vivir decentemente?
—Deberíamos ser capaces de que la religión no fuera un muro infranqueable, la causa de la amargura de dos jóvenes que se quieren. ¿En qué clase de Dios creemos que no permite que dos jóvenes buenos y honrados se amen? —preguntó Jacob ante el escándalo de Ahmed.
—¿Vas a cuestionar a tu Dios? Es una blasfemia… yo… vuestra fuerza es la Biblia, la nuestra el Corán.
—¿De verdad crees que Yahvé o Alá están preocupados por que dos jóvenes se enamoren? ¿No será al contrario? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que la religión nos separe y provoque una mirada diferente de los unos hacia los otros? Huimos de Rusia porque nos perseguían no sólo porque somos judíos, también porque queremos un mundo diferente, donde todos los hombres seamos iguales, tengamos los mismos derechos y los mismos deberes, donde no se persiga a nadie rece a quien rece, piense lo que piense. Un mundo sin Dios, sin ningún Dios en cuyo nombre los hombres luchen entre sí. Y en ese mundo nuevo Mohamed y Marinna podrían amarse —afirmó Jacob.
—Pero ese mundo no existe. Yo no podría ser feliz en un mundo sin Dios; lo siento, Jacob, yo… yo no os entiendo. Sois judíos y por eso habéis venido a Palestina alegando que fue la patria de vuestros antepasados, y al mismo tiempo renegáis de vuestro Dios. No alcanzo a entenderlo y…
—Y te sientes mal entre blasfemos —sentenció Louis.
—Alá es todo misericordioso y conoce hasta el rincón más oscuro del corazón de los hombres. Yo sólo intento cumplir con los preceptos que inspiró a nuestro Profeta y ser un buen musulmán. Ese mundo del que habláis…, lo siento, no creo que se haga nunca realidad. Va contra la naturaleza de los hombres.
—Somos socialistas, y como tales nos comportamos. ¿Acaso no te hemos tratado siempre como a un igual? —Louis hablaba y su tono de voz estaba revestido de seriedad.
—No tengo queja de vosotros. La suerte de mi familia cambió en el día en que conocimos a vuestro amigo Samuel Zucker. Siempre habéis sido justos con nosotros, jamás habéis exigido nada que no os exigierais a vosotros mismos. Y habéis compartido cuanto tenéis. Es ley de Dios que ayudemos a los que menos tienen y tendamos la mano a los débiles. Y nosotros hemos correspondido a cuanto hemos recibido —remachó Ahmed.
—Sí, y gracias a ti nos convertimos en agricultores. Yo, fuera del plato, jamás había visto una aceituna y jamás pensé que fuese tan difícil y doloroso tener que doblar el espinazo para recoger las cosechas. Es mucho lo que nos has dado y lo que nos has enseñado. La Huerta de la Esperanza ha sido posible gracias a ti —reconoció Louis. Ariel asentía a sus palabras.
—De manera que todos hemos cumplido con nuestros principios y nuestras creencias comportándonos como hombres de bien —insistió Ahmed.
—¿Por qué no permitimos que Mohamed y Marinna decidan? ¿Por qué debemos condenarles? —preguntó Jacob en voz alta sin dirigirse a nadie en particular.
—Porque hay cosas que están bien y otras que no lo están. Si Mohamed y Marinna decidieran… decidieran no cumplir con los preceptos de nuestras religiones, podría llegar un día en que ambos se lo reprocharían. Me pregunto si mi hijo respetaría siempre a Marinna si no se desposara con ella. Podría tenerla como una concubina, pero ¿Marinna sería feliz? ¿Se respetaría a sí misma?
—¡Una concubina! Pero ¿qué estás diciendo? ¡Eso jamás!
—Por favor, Jacob, no permitamos que la ofuscación de nuestros hijos haga imposible el entendimiento de nuestras familias. Son jóvenes, se les pasará. Marinna encontrará a un buen chico judío y Dina buscará una esposa apropiada para Mohamed. Mi hijo sabe cuál es su deber y lo aceptará por más que le duela separarse de Marinna. Dentro de unos años los dos se reirán de este amor juvenil.
Ahmed se entristeció al verles marchar. Aquellos hombres que se decían socialistas habían arrancado a Dios de sus vidas y lo habían sustituido por otra divinidad que ellos llamaban «Razón». Sintió pena, ¿cómo no eran capaces de darse cuenta de que ninguna existencia se puede entender sin el aliento de Dios?
Pasaron muchos días antes de que Ahmed pudiera regresar a su casa. Se emocionó al volver a cruzar el umbral arrastrando aquella pierna inservible. Dina había preparado una fiesta para recibirle. Allí estaban sus hermanas mayores, llegadas desde el norte, y sus cuñados y sobrinos. También había venido Hassan acompañado de su esposa, la indolente de Layla, y de sus hijos, Jaled y Salah; incluso Omar Salem, aquel amigo tan distinguido, se había presentado seguido de un criado que portaba una cesta inmensa repleta de manjares.
Dina también había invitado a los miembros de La Huerta de la Esperanza; sin embargo habría preferido que no se presentaran, permitiéndoles que la celebración fuera estrictamente familiar, pero allí estaban los tres hombres seguidos por Kassia, Marinna y Ruth, la esposa de Ariel. Igor, el hijo, aún no había regresado de la cantera donde trabajaba para Jeremías.
Ahmed también se sintió incómodo por la presencia de sus vecinos aunque al mismo tiempo les agradecía el gesto de haber acudido. Si no lo hubieran hecho le habrían ofendido. No estuvieron demasiado tiempo, el suficiente para que no se considerase una descortesía.
Ahmed sufría al observar cómo Mohamed evitaba cruzar la mirada con Marinna. Su hijo había regresado de Estambul nada más saber del accidente de su padre, y hasta entonces no habían estado a solas.
No fue hasta el día siguiente cuando Ahmed y Mohamed pudieron hablar mirándose a la cara, de hombre a hombre.
Encontraba a su hijo cambiado. Parecía haber madurado en los últimos meses y no tardó en descubrir que la causa del aplomo y la seriedad de los que Mohamed hacía gala tenía que ver con su despertar a la política.
Mohamed había entrado a formar parte de un grupo de musulmanes palestinos, estudiantes como él, partidario de hacer realidad los sueños de Husayn ibn Alí de fundar una nación árabe sin ninguna dependencia del sultán. Mohamed no sólo se interesaba por los planes del jerife de La Meca, sino que comenzaba a tener un sentimiento de pertenencia a Palestina a la que ya no veía sólo como una parte del imperio, sino como su casa, su tierra. Algunos de sus nuevos amigos parecían preocupados por el goteo interminable de judíos que llegaban a Palestina y, sobre todo, por cómo se hacían sin ningún disimulo con más y más tierras.
Ahmed y su hijo coincidieron en que era providencial que las más importantes familias de Jerusalén participaran de estos sentimientos y los lideraran, aunque al mismo tiempo ambos se preguntaban por qué continuaban vendiéndoles tierras a los judíos. Los Husseini u otras familias afincadas en el Líbano o Egipto no tenían el más mínimo empacho en vender y vender terrenos, aunque procuraban hacerlo en secreto.
Antes de que Mohamed regresara de nuevo a Estambul, Ahmed le pidió que le acompañara a casa de Omar. Quería que conociera a su hijo, que contara con él en el futuro.
Mohamed se sintió impresionado por la mansión de Omar. El hombre les recibió como si fueran sus mejores amigos y se deshizo en amabilidades para con Ahmed al sentarle en el lugar principal y al ordenar a uno de sus criados que estuviera pendiente de sus movimientos para ayudarle a levantarse cuando fuera necesario.
Omar se interesó por el grupo de jóvenes palestinos amigos de Mohamed que a su manera conspiraban en Estambul, y le conminó a estar atento a los rumores que circularan en la ciudad. Cualquier cosa que le llamara la atención podría ser de utilidad, y le dio la dirección de un amigo que, según le dijo, era sus ojos y oídos en aquella ciudad.
Salieron de casa de Omar reconfortados y satisfechos, seguros de estar participando en la puesta en marcha de un futuro diferente al que habían imaginado. Cuando pasaron ante La Huerta de la Esperanza, Mohamed se paró en seco y, mirando a su padre a los ojos, le dijo que iba a hablar y a despedirse de Marinna. «Ella no se merece mi silencio.» Ahmed asintió y después de llegar al umbral de su casa miró a Mohamed desandar el camino para ir al encuentro de Marinna. Ahora confiaba en el buen juicio de su hijo.
Mohamed tardó un par de horas en regresar y cuando lo hizo se mostró esquivo con sus padres. Cenó en silencio y buscó refugio en su cuarto con la excusa de que debía emprender a primera hora el regreso a Estambul. Ni Dina ni Ahmed se atrevieron a preguntar, pero ambos estaban seguros de que Mohamed habría obrado como esperaban de él. Se marchó antes del amanecer sin despedirse de nadie.
Llegó a Estambul el 23 de febrero de aquel año de 1913, que pasaría a la historia por ser el día en que un oficial turco de treinta y dos años, con un buen historial militar a pesar de su juventud, se presentó en la corte y descerrajó un tiro al primer ministro. Ismail Enver ocupó el lugar del hombre que había asesinado, asumiendo el poder junto a dos compañeros de armas, Mehmet Talat y Ahmet Cemal.
Ahmed siguió con inquietud las noticias que llegaban de Estambul. No se tranquilizó hasta recibir una larga carta en la que su hijo le aseguraba que se encontraba bien.
Mientras tanto, Ahmed había ido recuperando el pulso de su antigua vida. Jeremías le demostró una vez más que pese a su apariencia huraña era un buen hombre.
—No podrás trabajar como hasta ahora, pero nada te impide seguir como capataz. Te encargarás de controlar a los hombres, de repartirles las tareas, de que se cumplan mis órdenes. ¿Crees que podrás hacerlo?
Ahmed respondió que estaba dispuesto a intentarlo, y no dejó de cumplir con su trabajo ni un solo día. Iba de un lado a otro ayudándose de una muleta, sumergiéndose de nuevo en la rutina de la cotidianidad sólo alterada por aquellas reuniones clandestinas donde los hombres como él creían estar poniendo los cimientos para construir su propia patria, una patria sin la tutela del sultán ni de ningún extranjero.
Gracias a los tejemanejes de Dina, Alá quiso bendecirle con un buen pretendiente para Aya.
Desde que Ahmed formaba parte del grupo de Omar junto a su cuñado Hassan y los hijos de éste, Salah y Jaled, las dos familias parecían sentirse más a gusto la una con la otra. Hassan se había conformado con que su madre, la buena de Zaida, se quedara definitivamente en la casa de Dina y Ahmed, e incluso su esposa Layla ya no protestaba tanto como antes.
Omar le había pedido a Hassan que enviara a uno de sus hijos al otro lado del Jordán para convertirse en uno de los mensajeros entre los hombres del jerife y los de Jerusalén. Al principio Hassan dudó, no podía prescindir de la ayuda de ninguno de sus hijos, pero Omar le aseguró que se encargaría de que, fuera quien fuera, obtuviera un empleo, e incluso le regaló el oído comprometiéndose a buscar una esposa entre las hijas de alguna de las familias preeminentes que apoyaban al jerife Husayn.
Hassan habló con Jaled y Salah para explicarles la petición de Omar y les invitó a decidir cuál de los dos iría a unirse a los hombres del «guardián» de La Meca. Para sorpresa de Hassan, Jaled declinó el honor en su hermano Salah.
En una de sus idas y venidas, Salah llegó acompañado de un joven llamado Yusuf. Layla recibió al amigo de su hijo con una curiosidad que se transformó en amabilidad cuando supo que formaba parte de un grupo de jóvenes cercanos a los hijos del jerife. Ella pensaba como madre y, por tanto, le satisfacía conocer las importantes amistades de su hijo.
Venciendo su habitual desidia, Layla organizó una comida de bienvenida a la que invitó a Ahmed y a Dina. Quería presumir ante su cuñada de la relevancia que parecía haber adquirido su hijo.
Bastó una mirada entre Yusuf y Aya para que Dina pensara que aquel joven, moreno, de estatura mediana y fuerte como un roble, podría ser un buen marido para su hija. Aya tenía ya edad para casarse. Se sentía especialmente apegada a su hija, pero sabía que debía anteponer su obligación a sus sentimientos y ahora se presentaba una oportunidad para casarla bien.
Supieron por Salah que Yusuf era un hombre leal a la familia de Husayn ibn Alí y se rumoreaba que incluso en alguna ocasión había sido distinguido como portador de mensajes secretos del jerife al delegado británico en Egipto, sir Henry McMahon. Yusuf nunca se lo había confirmado a Salah, pero ¿qué otra cosa podía ir a hacer a El Cairo? Dina pensaba que, por lo que contaba su sobrino, un hombre con esa responsabilidad tenía sin duda un gran porvenir y ella soñaba con lo mejor para su hija.
Cuando en la penumbra de la noche le confió a Ahmed sus planes de matrimonio para Aya, su marido se sobresaltó. Aya, su querida Aya, era sólo una niña, pero Dina se mostró firme: ¿con quién mejor podían aspirar a casarla? Si emparentaban con alguna de las familias leales al jerife quién sabe qué buen rumbo podrían tomar sus vidas.
Dina aseguró a Ahmed que Yusuf no dejaba de mirar a Aya aunque lo hacía con respeto y discreción. Estaba segura de que si maniobraba con inteligencia, aquel joven terminaría pidiendo en matrimonio a su hija. Claro que necesitaría contar con la complicidad de Layla.
Ahmed sabía que Dina tenía razón pero no imaginaba la vida sin Aya, la pequeña Aya, que le regalaba una sonrisa todas las mañanas, que siempre se mostraba bien dispuesta para las tareas que le encomendaba su madre, y que tan cariñosa era con su abuela Zaida. ¿Por qué habría de casarse con un desconocido que se la llevaría lejos de Jerusalén? ¿Por qué no buscar un marido en la Ciudad Santa? Dina no respondía a sus preguntas y se dedicaba a comentar a Zaida sus planes para la siguiente visita de Yusuf.
Fue la abuela quien preguntó a su nieta qué opinaba de Yusuf y no pudo dejar de sonreír al ver que Aya se ponía colorada.
—Pero, abuela, ¡qué voy a opinar yo!
—Puedes decirme lo que piensas, no se lo diré a nadie.
—¡Uf, no me lo creo!, seguro que se lo dirás a mi madre. ¿Te ha pedido ella que me preguntes por él?
—Niña, sólo quiero saber qué piensas de ese joven y si tienes algún interés por él, si es así…
Aya salió corriendo sin responder a su abuela. No habría sabido qué decir. Yusuf le había impresionado, sí, parecía tan seguro de sí mismo…, pero vivía tan lejos…, aunque no había podido evitar observarle de reojo prefería no pensar en él.
«¡Cuánto han cambiado nuestras vidas!», pensaba Ahmed. Aya en edad de casarse y en cuanto a Mohamed, Alá había querido que su sueño de ver convertido a su hijo en un hombre culto estuviera haciéndose realidad. Todos los sacrificios y sinsabores habían sido pocos para que Mohamed pudiera estudiar. Incluso había tenido que vencer las resistencias de su hijo, que al principio decía querer ser sólo un campesino como era él. Afortunadamente no se había dejado convencer y le había obligado a estudiar en la escuela de los ingleses para después enviarle a Estambul. Era una suerte que Hassan tuviera tantos amigos en aquella ciudad y que generosamente hubiesen acogido a su hijo. Ahora sabía que Mohamed regresaría convertido en abogado y él podría dar por cumplidos sus deseos.
Lo único que enturbiaba su vida era el distanciamiento con los habitantes de La Huerta de la Esperanza. Kassia y Marinna le evitaban, Jacob se mostraba distante y en cuanto a Louis, apenas le veía. Ariel, por su parte, se mostraba seco y cortés como siempre. Sólo Ruth, la esposa de Ariel, era amable con él, y sonriente. Con respecto a Igor, el hijo de ambos, parecía un muchacho sencillo y era un buen trabajador. Jeremías no hacía distingos y le trataba como a uno más en el trabajo. El joven no se quejaba y hacía como el que más.
La vida parecía haber vuelto a pararse sin que sucediera nada especial, salvo que en otra ocasión Yusuf había acompañado de nuevo a Salah, y Dina continuaba con sus planes casamenteros. No fue hasta finales de 1913 cuando Ariel le anunció que Samuel regresaba a La Huerta de la Esperanza.
—Llegará de un momento a otro. En su última carta nos avisaba que se ponía en camino desde París para embarcar en Marsella.
—Pero ¿cuándo?, ¿en qué barco vendrá? —preguntó Ahmed, contento por el regreso de su amigo.
—No lo sabemos, de manera que no podremos ir a Jaffa a buscarle.
La bella Tel Aviv, que estaba cerca de Jaffa, era una ciudad judía, nacida en 1909. Los emigrantes judíos habían comprado los terrenos y la habían levantado con sus propias manos. Sesenta familias se habían empeñado en hacer de aquellos terrenos una ciudad, habían puesto en marcha escuelas y comercios y ellos solos gobernaban la ciudad.
Omar lo decía apesadumbrado: «Es una ciudad judía sólo para judíos». Era verdad. Aquellos hombres y mujeres laboriosos hablaban sin cesar del «retorno», lo que provocaba una inquietud creciente en los amigos de Ahmed.
Pero esa inquietud no enturbió en ningún momento el afecto sincero que Ahmed sentía por Samuel, al que había llegado a considerar un amigo, de manera que se sorprendía expectante pensando en su regreso para reanudar aquellas charlas sin prisas que solían mantener al caer la tarde.
La primavera de 1914 ya se había instalado en sus vidas y Ahmed aguardaba impaciente el momento en que se reencontraría con Samuel. ¿Entendería su amigo su decisión de separar a Mohamed de Marinna?»