De repente Ezequiel guardó silencio y a Marian le molestó aquello. Le había escuchado con avidez. La historia de aquel Isaac, de aquel Samuel, de Konstantin, de Irina, le había sabido a poco. Quería más. Saber qué había sentido Samuel al pisar la Tierra Prometida. Ella desconocía ese pasado, de cómo sus vidas se habían entrelazado con las de otros hombres y mujeres. Pero Ezequiel, el hijo de Samuel, había enmudecido de repente devolviéndoles a la realidad, que no era otra que aquella mañana en la que se encontraban en un apartamento de un edificio de piedra en las afueras de Jerusalén. Recordó para qué estaba allí y volvió a sentirse dueña de sí misma.
—Y ésa es la historia de mi abuelo Isaac y de mi padre Samuel —concluyó el hombre—, pero veo que no se ha tomado el té y se le ha quedado frío.
—Lo siento, le estaba escuchando con mucho interés. —Marian decía la verdad.
—Si quiere puedo hacer más té o un poco de café —dijo el hombre con amabilidad.
—Si no es mucha molestia… —respondió ella. Necesitaba tiempo. Tiempo para saber, lo necesitaba. Quería saber más, ya no podía conformarse con la imagen de Samuel a punto de desembarcar en Jaffa.
Cuando el sonido del teléfono volvió a romper el silencio Marian se sobresaltó. Ezequiel se levantó. Sus huesos gastados por la edad crujieron.
—Discúlpeme —dijo saliendo de la sala.
Cuando regresó la encontró sentada muy quieta revisando un cuaderno que llevaba en el bolso donde, con su letra apiñada, había ido tomando notas de la historia de algunos de aquellos hombres de los que Ezequiel Zucker le había hablado.
—¿La interrumpo? —preguntó con un deje de ironía.
—No, claro que no. Es que… bueno, estaba comprobando mis notas. Ya le dije que me había entrevistado con muchas personas, algunas de ellas palestinos que vivieron aquí, justo donde hoy está su casa. Y… en fin, ellos tienen su propia versión de la historia.
—Desde luego. No puede ser de otra manera. ¿Usted quiere poner en concordancia lo que le contaron con lo que yo le he contado?
—No exactamente, aunque… verá, se trata de tener las dos versiones.
—Hagamos una cosa. Cuénteme qué fue lo que le explicaron y veremos si los hechos encajan. Puede resultar interesante.
—¿De verdad le interesa la versión de los palestinos?
—Tiene usted demasiados prejuicios. ¿Me lo va a contar o no?
Marian comenzó a relatar la historia que había escuchado de labios de Wädi Ziad.
«El niño sintió la mirada fija de aquel hombre situado cerca de la proa del barco. También él sintió curiosidad por aquel hombre vestido de negro, pero enseguida dejó de prestarle atención para fijarse en el vuelo de las gaviotas que revoloteaban muy cerca de ellos.
—Algún día tú también viajarás en un barco como éste —le dijo Ahmed Ziad a su hijo.
—¿Y adónde iré? Yo prefiero estar contigo, no quiero ir a ninguna parte —respondió el niño apretando la mano de su padre.
—¿No quieres ser médico? A tu madre y a mí nos gustaría que estudiaras. Médico estaría bien.
—¿Para curarte si te pones enfermo?
—Sí, claro, para curarme a mí, a tu madre, a tus hermanos y a más gente, a todo el que lo necesite.
—Pero a mí me gusta estar con las cabras y ayudarte en el huerto con las naranjas.
—Bueno, eso es lo que crees ahora, pero cuando seas mayor estarás contento de ser médico. Ya verás…
—Pero si para ser médico tengo que marcharme, entonces no seré médico —repuso el niño con un deje de angustia ante la posibilidad de tener que alejarse de sus padres.
El hombre continuó andando por el puerto acompañado de su familia, respirando el aire cada vez más cálido de aquel mes de septiembre a punto de expirar.
Se habían levantado al amanecer para ser de los primeros en llegar al puerto. Ahmed había cargado el carro con los frutos de su huerto, aquellas naranjas redondas y sabrosas que cultivaba y a las que debía parte de su sustento. También llevaba un saco de aceitunas y otras hortalizas, que con la ayuda de su esposa, Dina, cultivaban con mimo.
Ahmed se sentía orgulloso de que sus hortalizas se vendieran tan bien. Su padre le había enseñado a trabajar la tierra y había crecido admirando la sabiduría paterna, cuándo plantar la semilla, cómo combatir las plagas o qué tiempo era el más idóneo para recoger los frutos.
Ahmed amaba la tierra que cultivaba casi tanto como a Dina y a sus hijos, y se decía que muy pronto ellos le ayudarían, no le vendrían mal otras manos más. Miró satisfecho el vientre grueso de su esposa que le daría otro hijo, y quizá muchos más. Dina y él soñaban con que uno de sus hijos fuera médico, y creían que ese honor debía recaer en Mohamed, su primogénito. Pero mientras tanto, se conformaba con que Alá le bendijera con buenas cosechas que le permitieran pagar la renta al dueño de las tierras que cultivaba. No, aquel pedazo de tierra que le daba de vivir y amaba como a su propia vida, no era suya. Tampoco la cantera donde trabajaba como capataz y, junto a otros hombres, se encargaba de extraer aquellos bloques de piedra que luego manos expertas darían vida. Tanto la huerta como la cantera pertenecían a una familia que provenía de Belén pero que décadas atrás se había instalado parte en El Cairo, parte en Constantinopla, la gran capital, donde servían al sultán.
La familia Aban era rica, se dedicaba al comercio y poseía un par de barcos que surcaban el Mediterráneo transportando mercancías. Ahmed sólo había visto en una ocasión a un miembro de la familia Aban y de eso hacía mucho tiempo, cuando era un adolescente y un día su padre anunció durante la cena que había recibido recado de que el señor de aquellas tierras iba a visitarlas.
Cuando llegó el gran día, Ahmed acompañó a su padre a rendir cuentas ante el poderoso Aban, que se mostró quejoso por el escaso rendimiento que obtenía de aquellos huertos cercanos a la Ciudad Santa.
A Ahmed le impresionó la vestimenta del said Aban. El turbante azul con hilos dorados, el caftán bordado, las babuchas de cuero fino. Y, sobre todo, le llamaron la atención sus manos blancas de dedos largos con las uñas limpias, tanto que parecían dibujadas.
El said Aban era un hombre rico que no sabía del sufrimiento del campesino para arrancar los mejores frutos a la tierra. Ahmed miró las manos de su padre, manos callosas, fuertes, de dedos grandes y torcidos, y en las uñas restos de la tierra que cultivaban y del polvo blanquecino de la cantera. Sus manos no eran muy diferentes y pronto tendrían las mismas callosidades que las de su padre.
No recordaba toda la conversación, pero sí que el said había conminado a su padre a ser más diligente porque iba a subirle la renta por aquellas tierras, y si no podía pagar entonces tendría que buscarse otro campesino. Los precios obtenidos por la piedra de la cantera tampoco satisfacían al said, que había comentado que estaba pensando venderla.
Regresaron a casa en silencio. Su padre preocupado por la amenaza, y Ahmed odiando a aquel hombre que se atrevía a reclamar los frutos de una tierra que no trabajaba. Qué sabía el said de las plagas, o de las tormentas y de los estragos de los años de sequía.
Pero su padre no se quejó delante de él ni de sus hermanos, aunque aquella noche le escuchó hablar con su madre entre murmullos.
Ahora aquellas tierras las trabajaba Ahmed junto a su cuñado Hassan, el hermano de Dina. Las cuatro hermanas de Ahmed se habían casado. Las dos mayores vivían con sus esposos en Hebrón, mientras que las dos pequeñas se habían casado con dos lugareños que además eran unos canteros expertos. Y él pensaba que era una bendición no tener que compartir aquellas huertas con más familias porque de lo contrario no habrían podido satisfacer las exigencias del said Aban.
Él amaba aquellas tierras a medio camino entre Jerusalén y el desierto de Judea. Todas las tardes, cuando el sol estaba a punto de desaparecer le gustaba salir al umbral de su casa desde donde podía contemplar a lo lejos el perfil de la Ciudad Santa.
Ahmed amaba la tierra de la que extraía su sustento pero, sobre todas las cosas, amaba Jerusalén. No creía que hubiera mejor ciudad en el mundo, ni siquiera Damasco o El Cairo. Al fin y al cabo Jerusalén había sido elegida por Mahoma para elevarse desde allí a los cielos. Y él se sentía orgulloso de poder rezar en la Mezquita de la Roca, pisando el mismo suelo bendecido por el Profeta.
Aquella mañana Ahmed miraba al barco francés que atracaba pero en realidad esperaba que en el horizonte se dibujara la silueta del barco de su said, una hermosa goleta que recorría las orillas de aquel mar recogiendo las mercancías que después se venderían en El Cairo, Damasco y en tantas ciudades de las que Ahmed ni siquiera había oído el nombre.
Ahora Ahmed tenía que rendir cuentas ante Alí, el hombre que año tras año enviaba Ibrahim, el hijo de aquel said Aban que él conociera de niño. Alí, su servidor, era un egipcio ya entrado en años que compraba y vendía mercancías en nombre de su señor y que también se encargaba de cobrar las rentas de aquel pedazo de tierra palestina.
—¡Allí, padre, mira a la izquierda! ¡Allí está el barco del said Aban! —gritó Mohamed señalando la sombra que se insinuaba en el horizonte.
—No veo nada… ¿dónde? —preguntó Ahmed intentando alcanzar con la mirada la silueta del barco.
Tuvo que pasar un buen rato hasta que la goleta se hizo realidad acercándose a la costa y balanceándose entre las olas hasta atracar en el puerto de Jaffa.
Mientras tanto, Ahmed había tenido tiempo para atender las preguntas de un joven que había desembarcado del mercante francés. Era de mediana estatura, delgado, con el cabello trigueño y la mirada gris azulada, pero un azul apagado. Vestía modestamente y sonreía.
El joven preguntó a Ahmed cómo podía llegar a Jerusalén.
Ahmed se extendió explicando la mejor manera de viajar hasta la ciudad sagrada. No les fue difícil entenderse ya que el extranjero hablaba en una lengua que no le era del todo desconocida porque a las costas palestinas empezaban a llegar algunos grupos de judíos hablando aquella extraña lengua, que creía que ellos llamaban «yiddish». Además, el extranjero balbuceaba frases que intentaban sonar a árabe. Le recomendó un hotel en el que se alojaban los extranjeros que ponían pie en Jaffa, sobre todo los ingleses.
Parecía entenderlo porque de nuevo preguntó dónde podía buscarle en caso de no encontrar el modo de viajar a Jerusalén.
Ahmed tenía un largo día por delante. Debía esperar a que la goleta llegara a puerto, luego buscaría a Alí para dirigirse a un lugar cercano donde, junto a otros arrendatarios, rendiría cuentas al enviado del said Ibrahim Aban.
Aquella noche se alojarían en casa de una prima de Dina y al amanecer regresarían con el carro vacío y algo del dinero obtenido por la venta de hortalizas que vendían en el mercado de Jaffa.
—¿Es judío? —preguntó Mohamed mientras veía alejarse al hombre que había estado conversando con su padre.
—Parece que sí. Pobrecillo, anda un poco perdido, esperemos que no le asalten por el camino.
Ahmed dejó a sus hijos y a Dina en casa de su prima. Allí les sabía seguros, y mientras él rendía cuentas a Alí, ellas irían al mercado, intercambiarían confidencias y risas y, como en otras ocasiones, prepararían algo especial para cenar. La prima de Dina era una cocinera estupenda.
Alí recibió a los arrendatarios con un saludo frío que pretendía recordarles su condición de representante del said Ibrahim Aban.
Los hombres estaban nerviosos, temerosos de meter la pata. Unos se estiraban la túnica, otros se retorcían las manos, aquél se balanceaba, el de más allá parecía murmurar entre dientes. Todos estaban impacientes por escuchar de labios de Alí que el said Aban estaba dispuesto a seguir arrendando sus tierras, y que por lo tanto podían conservar sus hogares.
Sabían que la familia Aban tenía una gran casa en El Cairo, no lejos de las orillas del Nilo, y que también poseían otra en Estambul. De allí procedía su buena suerte y su fortuna desde que sus antepasados se dedicaran en cuerpo y alma a servir al sultán.
El hermano del said Ibrahim se llamaba Abdul Aban y estaba muy cerca de la Sublime Puerta. Se decía que era un alto funcionario que administraba la hacienda del propio sultán, mientras que el said Ibrahim Aban vivía en El Cairo dedicado al negocio de la construcción.
Ambos hermanos compartían las rentas de las tierras heredadas en Palestina; además, Ibrahim siempre había mostrado un especial empeño en aquella pequeña cantera cercana a Jerusalén de la que se obtenía una piedra que cuando recibía el reflejo de la luz del día parecía de color dorado.
A Mohamed le fastidiaba no poder acompañar a su padre al almacén donde era recibido por Alí, y no sólo porque le vencía la curiosidad, sino también porque le molestaba que le trataran como a un niño al enviarle con las mujeres. Le aburrían las conversaciones de su madre con su prima porque siempre hablaban de lo mismo, de cuál era la mejor manera de preparar un plato o una cataplasma para la tos. En ocasiones le mandaban jugar en el patio y ellas bajaban la voz y cuchicheaban entre risas, pero Mohamed no alcanzaba a escucharlas.
Los hijos de la prima de Dina eran más pequeños que él y no tenía con quien jugar.
—Aún no tienes edad, dentro de unos años podrás acompañarme, aunque… quién sabe, puede que entonces estés en El Cairo estudiando para médico —le dijo su padre soltándole de la mano para que fuera a reunirse con su madre.
Ahmed y el resto de los arrendatarios rindieron cuentas a Alí de lo sucedido en el año. Unos explicaron que los frutos de la cosecha no habían sido los deseados y tenían poco que enviar al señor, otros lloraban por las pérdidas ya fuera porque la cosecha había sucumbido a las heladas o a las plagas. Sólo Ahmed y otros dos arrendatarios cumplieron con las expectativas de su señor, pero cuando les tocó hablar el humor de Alí ya se había trastocado.
—¿Creéis que puedo presentarme ante el said Ibrahim con la bolsa vacía? Si no sois capaces de sacar frutos de sus tierras, el said las venderá. De hecho, dedicaré estos días a buscar a alguien que quiera comprar alguno de los huertos cercanos de los que tú —y apuntó con su dedo a uno de los arrendatarios— no eres capaz de obtener ni una naranja. ¿Qué pretendes que le diga al said? ¿Crees que le importa que la edad te esté venciendo y ya no seas capaz de distinguir los efectos de las plagas? El said Ibrahim, que Alá proteja al igual que a su hermano el said Abdul, no tiene por qué tolerar tu ineptitud. Si ya no puedes trabajar tendrás que dejar la tierra.
El anciano se arrodilló ante Alí suplicándole que le permitiera seguir trabajando aquel huerto de naranjos que en el último año había sido devastado por una plaga.
—Alá no me bendijo con hijos, sólo con hijas que ahora pertenecen a sus esposos. No tengo quien me ayude, pero sacaré fuerzas para cumplir con lo que de mí espera el said Ibrahim.
—La benevolencia del said no es infinita y debe pensar en su propia familia. He venido con órdenes expresas de poner en venta alguna de sus tierras y en otras encontrar nuevos arrendatarios. Seguramente alguna de tus hijas te acogerá a ti y a tu esposa. Alá no permite que los hijos dejen desvalidos a sus padres.
Como si de un juicio se tratara, los hombres fueron escuchando las instrucciones del said para con ellos y las tierras que trabajaban. Alí se mantuvo indiferente a las súplicas y cada una de sus palabras fue recibida como la sentencia que condenaba a unos y absolvía a otros.
Ahmed sentía que el sudor que le nacía en la nuca le bajaba por la espalda. A pesar del calor que hacía, él sentía frío.
Y aunque Alí no parecía interesado en él, sabía que le llegaría el turno de recibir su propio veredicto. Mientras tanto, repasaba mentalmente las cuentas que había presentado. Las ganancias habían sido magras pero al menos no traía las manos vacías. En cuanto a la cantera, puede que la venta de la piedra no hubiera sido como en años anteriores, pero el saldo también era positivo aunque quizá no suficiente para el said.
Una vez Alí despachó con todos ellos, Ahmed se dispuso a marcharse aliviado por no haber recibido un rapapolvo mayor que el de sus compañeros. Pero sintió que se le helaba el corazón cuando Alí le hizo una seña para que aguardara hasta que se fueran los demás.
—Nuestros señores siempre han mostrado un especial afecto por tu familia —dijo Alí mientras fijaba la mirada en el rostro asustado de Ahmed.
—Somos sus servidores, lo fue mi padre, y antes de él su padre; ahora lo soy yo, como lo serán más adelante mis hijos.
—Sí, tu padre les sirvió bien y tú también, en cuanto a tus hijos… sólo Alá lo sabe.
—Les enseñaré cuanto sé para que en su día sirvan a los señores con la misma devoción.
—El said Ibrahim tiene ya muchos años. Ya no dispone de la energía de antaño y busca vivir en paz los últimos años de su vida. El negocio de la piedra le exige un esfuerzo para el que ya no está dispuesto. Trasladar los bloques desde aquí resulta muy caro. Dice que las piedras de Jerusalén son especiales porque el sol les arranca reflejos dorados. Una visión hermosa pero que no justifica el coste de la explotación de la cantera. No has logrado que las ventas en la región superaran las de los años anteriores, y con lo que obtienes apenas da para cubrir gastos.
Ahmed temblaba. No quería humillarse ante aquel hombre, ni que notara su angustia. Le mortificaba que Alí pudiera oler el sudor que le envolvía o se fijara en el movimiento incontrolado de sus pies. Sentía un dolor intenso en la boca del estómago y un deseo irrefrenable de salir corriendo para no escuchar lo que temía pudiera decir Alí.
—El said Ibrahim me ha encargado que busque un comprador para la cantera. Alguien habrá a quien le pueda interesar. Quizá el nuevo dueño quiera que trabajes para él. El said me ha pedido que te recomiende al comprador como gesto de buena voluntad hacia ti y tu familia que también ha servido a la suya. Bien… puedes marcharte. Me quedaré unos días en Palestina. Iré a la cantera, te veré allí; quiero resolver este asunto antes de marcharme, de lo contrario tendré que volver, y no me gusta viajar más de lo debido por esta tierra malsana y polvorienta.
Ahmed quería hablar pero las palabras se le atascaban en la boca. Permanecía inmóvil anonadado por la noticia. Alí pareció impacientarse.
—Vete ya —le conminó.
—No puedo —acertó a murmurar Ahmed ante la mirada indiferente del otro.
—¿Que no puedes? ¿Qué es lo que no puedes?
—No puedo dejar que me quiten la cantera, es… es todo lo que tenemos. Trabajaremos más, arrancaremos más piedra, ayudaremos a venderla… pero el said no puede arrebatarnos la cantera.
—¿Arrebataros? ¿A quién se la va a arrebatar? Es suya y de su hermano, y antes lo fue de su padre y del padre de su padre. Como lo es la tierra que pisas cada mañana cuando amanece. Agradece que el said no te haya echado hasta ahora de la huerta habida cuenta de que tampoco es mucho lo que obtienes de ella. Vete, Ahmed, tengo trabajo, ya sabrás de mí.
Al salir del cobertizo Ahmed cerró los ojos durante un instante para acomodarlos al sol intenso que abrasaba y al viento que en ese momento barría las piedras del puerto. No sabía adónde ir. Se sentía demasiado humillado como para presentarse ante Dina. Cómo iba a explicarle que aquella mañana su suerte se había torcido, quizá para siempre.
Caminó un buen rato sin rumbo dejando vagar la mirada por entre el gentío que se arracimaba en el muelle. Se preguntaba cómo iba a mantener a su familia. Por lo pronto no podrían contar con los frutos del huerto ya que necesitarían vender la cosecha para pagar al said. Podría buscar otro trabajo pero apenas sabía otro oficio que el de arrancar las piedras de la cantera. Acaso marcharse a Hebrón, donde residía la mayor de sus hermanas, pero ¿de qué vivirían?
Siguió deambulando y hasta que cayó la tarde no volvió junto a su esposa y sus hijos.
La prima de Dina había dispuesto la cena en el pequeño patio encalado de la vivienda. Mohamed acudió presuroso a recibirle.
—¡Padre, cuánto has tardado! —le reprochó el niño.
Dina se acercó alegre con el pequeño Ismail en los brazos.
—Se ha quedado dormido.
—¿Y Aya? —dijo Ahmed preguntando por su hija.
—Está en la cocina ayudando a mi prima… bueno, eso cree ella, porque ya ha roto un plato y a punto ha estado de tirar otro plato lleno de hummus. —Dina sonreía feliz—. Ve a sentarte con el marido de mi prima, ahora mismo serviremos la cena.
Ahmed apenas habló durante la velada. Sus respuestas eran esquivas y en cuanto pudo se retiró al rincón donde dormirían esa noche.
—Mañana saldremos temprano, antes de que amanezca —se excusó.
—Pero ¿por qué tanta prisa? —le preguntaron los hombres de la familia.
Cuando más tarde Dina se reunió con él, Ahmed se hizo el dormido. Tenía que hablar con su esposa pero quería hacerlo en la intimidad de su casa donde a Dina no la vieran llorar, porque sabía que lloraría.
Ahmed no podía dormir y no hacía más que dar vueltas hasta que decidió levantarse, procurando no despertar a Dina. Salió al patio y la negrura de la noche le envolvió. No había estrellas y el cielo le pareció tan sombrío como el porvenir.
Impaciente por la lentitud del paso de las horas, decidió enganchar la mula al carro y acomodar lo que Dina había comprado. No había terminado cuando su esposa salió a buscarle.
—¿Qué haces aquí? Mi prima me ha despertado, su hijo dice que Ismail no le deja dormir porque sólo hace que llorar. Nuestro hijo tiene fiebre y cuando tose… mira, otra vez escupe sangre.
Las palabras de Dina le sobresaltaron. Ismail aún no había cumplido el año y era propenso a la fiebre.
El niño ardía y aunque Dina lo mecía en sus brazos no paraba de llorar.
Le prepararon unas hierbas que a duras penas lograron que el pequeño se las bebiera.
Dina intentaba bajarle la fiebre con pedazos de paño empapados en el agua fría del pozo.
—No os podéis ir con Ismail en este estado —les dijo la prima de Dina—. Quedaos, mandaré a buscar un médico.
—Es mejor que regresemos a nuestra casa —respondió Ahmed.
—Pero el niño… —Dina bajó la mirada y calló. Los ojos de su marido no dejaban lugar a dudas. Había decidido partir y es lo que harían.
Mohamed ayudó a su padre a acomodar en el carro a su madre y a su hermano Ismail. Luego ayudó a su hermana Aya a subir y le conminó a que estuviera callada.
Las despedidas fueron breves porque Ahmed se mostraba impaciente por ponerse en camino y la fiebre de Ismail les había entretenido. Hacía un buen rato que había amanecido.
Mohamed iba sentado junto a Ahmed en el pescante, angustiado por el silencio de su padre, quien apenas respondía con monosílabos a sus preguntas.
Estaban a punto de dejar atrás la casa de la prima de Dina cuando vieron a un hombre correr hacia ellos. Ahmed reconoció al joven que el día anterior le había preguntado cómo podía llegar a Jerusalén. Paró el carro por simple cortesía; en aquel momento no tenía ganas de hablar con desconocidos y mucho menos de llevarle tal y como se había ofrecido.
El joven, que dijo llamarse Samuel, preguntó si podía acompañarles. Ahmed no supo qué responder y por señas intentó explicarle que el más pequeño de sus hijos estaba enfermo. El muchacho parecía decirle que le dejara ver al niño. Dina se resistía a mostrarle a su hijo, que volvía a arder por la fiebre y de nuevo escupía sangre. Pero Samuel persistió y Ahmed pidió a Dina que le permitiera examinar a Ismail.
Durante un buen rato estuvo observando al pequeño, luego sacó un frasco de su bolsa e insistió a Dina para que le diera de inmediato una cucharada a Ismail. Ella no quería hacerlo, desconfiaba de aquel desconocido. Ahmed a duras penas lograba entender lo que le decía, aunque por sus gestos llegó a la conclusión de que su hijo estaba muy enfermo y que aquello le aliviaría. Temió por la vida de Ismail y dudó entre regresar a Jaffa o continuar hacia Jerusalén. En la Ciudad Vieja había un buen médico, un judío ya entrado en años que tiempo atrás había asistido a su padre cuando éste enfermó perdiendo la movilidad de la parte izquierda del cuerpo. Aquel judío les había dicho la verdad, que él no tenía remedio para curar aquel mal, pero procuró aliviar su sufrimiento con las medicinas que él mismo elaboraba. Solía ir a visitarles a menudo y su padre llegó a tenerle en gran estima.
Este hombre parecía también judío, al menos se expresaba en el mismo idioma que hablaban otros llegados de países que ni siquiera Ahmed sabía dónde estaban y que se empeñaban en convertirse en agricultores aunque se notaba que jamás habían sufrido intentando arrancar de la tierra sus frutos. Tampoco aquél tenía aspecto de campesino, y por lo que le pareció entender era boticario, de manera que ordenó a Dina que diera el jarabe a Ismail.
La tos del pequeño se calmó con aquel líquido amarillento que a duras penas el niño había consentido en tragar.
—¿Cómo puedes fiarte de este hombre? No sabemos quién es. ¿Y si está envenenando a nuestro hijo? —protestó Dina.
—Es boticario o quizá médico —respondió Ahmed.
—¡Pero eso no lo sabemos! Es lo que has creído entender. ¿Y si sólo es un charlatán? Deberíamos regresar a Jaffa…
—¡Calla, mujer! Iremos a Jerusalén y llevaremos a Ismail al médico judío. Él nos dirá lo que debemos hacer. Mira, la medicina que este hombre le ha dado a nuestro hijo parece hacerle efecto, al menos no llora.
—Pero vuelve a toser y en su saliva hay sangre.
Aunque estaba agotado, Ahmed no consintió en parar más que lo imprescindible, de manera que no hicieron noche para descansar, y a pesar de los peligros que acechaban entre las sombras continuaron viaje hasta Jerusalén. El desconocido se ofreció a llevar las riendas del carro, de manera que Ahmed pudo echar una cabezada.
Ya había entrado la tarde del día siguiente cuando llegaron a la Ciudad Santa. Ismail parecía respirar más tranquilo. Samuel había insistido en que bebiera más jarabe.
Ahmed decidió que a pesar de la hora llevarían a Ismail al médico judío. Mohamed y Aya parecían agotados, al igual que Dina, pero lo importante era curar al pequeño.
—Iremos a ver al judío —le dijo Ahmed a Dina mientras se dirigían hacia la Puerta de Damasco, que era una de las entradas a la Ciudad Vieja.
—¿Y éste? —preguntó ella refiriéndose a Samuel.
—Que nos acompañe, si es judío el médico le ayudará o al menos sabrá aconsejarle.
Llegaron a la casa del médico situada a pocos pasos del Muro de las Lamentaciones. Ahmed llamó con fuerza a la puerta y abrió una mujer entrada en años que les hizo pasar de inmediato. La mujer les hizo una seña para que esperaran mientras ella avisaba al médico. Al poco regresó y les pidió que la siguieran.
El anciano Abraham Yonah abrazó a Ahmed recordando que era hijo de un buen amigo desgraciadamente ya fallecido. Pero no perdió demasiado tiempo en cortesías y de inmediato comenzó a examinar a Ismail. Mientras tanto, Ahmed le contaba que no estaba seguro de que aquel joven fuera boticario, pero le había dado un jarabe y unas gotas a su hijo con las que el pequeño se había calmado durante un buen rato, aunque ahora el niño volvía a toser con fuerza y seguía escupiendo hilos de sangre.
El médico se dirigió a Samuel hablándole en yiddish.
—¿Sois médico? Si es así ya sabéis lo que tiene: tuberculosis. No es mucho lo que se puede hacer.
—Soy químico, estudié en San Petersburgo. Mi maestro, además de químico, era boticario y en ocasiones le acompañé al hospital, allí vi a algunos enfermos con los mismos síntomas que este niño —respondió Samuel.
—¡Ruso!
—Sí, del zarato de Polonia. Mi nombre es Samuel Zucker.
—Y judío.
—Sí —confirmó Samuel—. Y vos, ¿de dónde vinisteis?
—De ninguna parte. Yo nací aquí, lo mismo que mi padre, y el padre de mi padre, y el padre de su padre. Nosotros nunca nos fuimos. Mis antepasados nacieron y vivieron en esta tierra. Se plegaron a los invasores, sufrieron pérdidas, pero nunca tuvieron que rezar para pedir al Todopoderoso que al año próximo pudieran volver a Jerusalén. ¿Os extraña?
—En realidad no sé mucho sobre Palestina.
—Decidme, ¿qué le habéis dado a Ismail?
—Un jarabe hecho con plantas que calman la tos y unas gotas para bajar la fiebre, aunque apenas ha dado resultado. ¿Podéis ayudarle?
—No, no puedo curarle; como bien sabéis, la tuberculosis no tiene cura. Lo único que puedo hacer es lo mismo que vos, darle alguna botica que le ayude con la tos. La vuestra parece haber servido.
Abraham explicó a Ahmed que el joven que le acompañaba era químico y que el jarabe que le había dado a Ismail serviría para calmar la tos. Pero no le engañó, le dijo que no había nada que pudiera hacer para salvar a su hijo.
Luego le dio varios frascos con otras medicinas y le explicó cómo debía administrarlas al pequeño.
—¿Vivirá? —insistió Dina mientras apretaba a su hijo entre los brazos.
—Sólo Dios lo sabe —respondió Abraham.
Durante unos segundos se quedaron en silencio. Ahmed y Dina con la angustia de no saber si su hijo sobreviviría. Samuel, consciente de la situación, no se atrevía a preguntar dónde podría ir que le dieran cobijo. Fue Abraham quien rasgó el silencio.
—¿Dónde vais a dormir?
—No lo sé, no conozco la ciudad, quizá podáis aconsejarme —respondió Samuel.
—A estas horas… puede que Ahmed os deje dormir bajo su techo. Le preguntaré.
Ahmed no supo negarse a cobijar al hombre que, según había confirmado el médico, había ayudado a Ismail con su jarabe y que ni él mismo podía hacer mucho más. Quizá no le vendría mal tenerle cerca al menos aquella noche en que Ismail podía volver a empeorar. Le invitó a acompañarles aunque advirtió a Samuel que su casa era modesta y que tendría que dormir en una pequeña habitación donde guardaba los aperos y las semillas del huerto.
Samuel aceptó de inmediato.
—Venid mañana, me contaréis a qué habéis venido y quizá pueda ayudaros. ¡Ah!, y vigilad al niño, no tardará en subirle la fiebre; no hace falta que os diga lo que debéis hacer —le dijo el médico reflejando mucha tristeza en la mirada.
Aún tardaron un buen rato en llegar a la casa de Ahmed. El silencio envolvía la noche cuando distinguieron entre unos árboles una casa de piedra que no parecía demasiado grande y a la que se accedía por un patio que olía a flores.
Ahmed le indicó el lugar donde podía dormir y Dina le dio un poco de queso y un puñado de higos que Samuel aceptó agradecido porque llevaba horas sin comer.
Estaba dormido cuando Mohamed le despertó.
—Mi padre quiere que entres en casa, mi hermano está peor.
Venciendo las brumas del sueño, Samuel siguió a Mohamed al interior de la casa donde Dina lloraba con Ismail en los brazos.
Samuel le pidió que dejara al niño sobre la cama y que le colocara un cojín bajo la cabeza para ayudarle a respirar mejor. Luego le preguntó con su árabe rudimentario si le había dado las medicinas. Ella asintió mientras señalaba los frascos que le había suministrado Abraham. Samuel le pidió que pusiera agua a calentar y que trajera un poco de harina para amasarla con otras hierbas y hacer una cataplasma que después colocaron sobre el pecho del niño.
Ahmed permanecía en silencio y junto a él su hijo mayor Mohamed, que notaba la preocupación que se reflejaba en el rostro de su padre.
Pasaron el resto de la noche velando al pequeño Ismail, que a ratos seguía tosiendo, cada esfuerzo iba acompañado de sangre. El niño no se quedó dormido hasta la llegada de las primeras luces del día.
—Le ha bajado la fiebre, aunque no demasiado —intentó explicarle Samuel a Ahmed—, pero ahora dormirá tranquilo. Tu esposa y tú deberíais descansar al menos un rato. Yo me quedaré para vigilarle.
Dina no quiso separarse de su hijo pero insistió a Ahmed para que durmiera algo antes de ir al trabajo. Aya y Mohamed ya se habían rendido al sueño.
Ahmed se tumbó en el suelo, cerca del lecho de Ismail, y apenas cerró los ojos cayó profundamente dormido.
Samuel se quedó con Dina observando al pequeño. Ella parecía agradecida de tenerle a su lado. El viejo médico judío les había asegurado que aquel hombre era químico, algo parecido a un boticario, y a ella le tranquilizaba pensar que sabría cómo aliviar la tos de Ismail. Alá se había mostrado misericordioso por haber colocado a aquel joven en su camino.
Dina se reprochaba no haber advertido que Ismail había recaído de la fiebre que de tanto en tanto le mortificaba. La tos del niño no le había parecido diferente a la de otras ocasiones y por eso había decidido acompañar a su esposo a Jaffa. Además, no quería desilusionar a Mohamed, el mayor de sus hijos. Para Mohamed el viaje a Jaffa acompañando a su padre era una fiesta y habría tenido un gran disgusto de no haberlo podido hacer. A Aya le daba lo mismo, la niña no tenía más que cinco años y poco le importaba lo demás con tal de estar cerca de su madre.
También le preocupaba Ahmed. Intuía algún contratiempo. Su esposo había regresado sin alegría del encuentro con Alí, el enviado del said Ibrahim. La noche anterior apenas había participado en la conversación con los invitados del esposo de su prima. Incluso se había retirado antes de lo que establecían las normas de cortesía. Ella sabía que estaba despierto cuando fue a acostarse a su lado, pero no quiso importunarle con preguntas. Ahmed era un esposo bueno y atento pero no le gustaba que Dina le presionara con preguntas que en ocasiones no quería responder. Ella había aprendido a esperar, sabía que su esposo maduraba los problemas antes de hablar sobre ellos, y cuando lo hacía era porque ya tenía la solución. Tendría que esperar a que él decidiera el momento de confiarse a ella como siempre hacía.
Samuel bebía lentamente el té que le había preparado. Le notaba cansado y le sonrió para agradecerle que estuviera allí en la cabecera del pequeño Ismail pendiente de su respiración. De cuando en cuando le colocaba sobre la frente un paño humedecido que parecía aliviar la fiebre del niño.
Al cabo de un rato, Dina despertó a Ahmed. Era la hora de ir a la cantera. Se sentía orgullosa de que los said Aban le hubieran confiado el cargo de capataz. Su esposo era un hombre justo, siempre dispuesto a trabajar más que ninguno para dar ejemplo. Era el primero en llegar a la cantera y el último en marcharse. Los hombres le apreciaban y valoraban también que no hiciera distinciones en favor de sus cuñados.
Dina le llevó una jofaina llena de agua. Ahmed se lavó la cara y las manos antes de beber una taza de té y después se acercó a Samuel y le hizo un gesto de agradecimiento. Luego se retiró a un rincón de la estancia con Dina.
—Este hombre debe irse, no puedes quedarte sola con un desconocido.
Dina le suplicó que permitiera a Samuel quedarse junto a Ismail.
—No debes de temer por mí, Mohamed no se separará de mi lado. Además, puedo enviar a buscar a mi madre para que me acompañe. Desde que ha enviudado no tiene nada que hacer, y ya sabes que no se lleva bien con la mujer de mi hermano. Le gusta visitarme a diario, si mandamos a Mohamed a avisarla estará aquí antes de que te vayas.
Zaida, la madre de Dina, vivía con su hijo mayor, Hassan, y la esposa de éste no lejos de allí. Las dos casas apenas estaban separadas por unos cientos de metros, aunque la de Hassan era de su propiedad. Su hijo había progresado trabajando de sol a sol, primero como ayudante de un viejo comerciante jerosolimitano que le enseñó cuanto sabía y que tanto confiaba en él que le dejó al cargo de sus negocios en Beirut y más tarde en Estambul. Las ganancias obtenidas le permitieron casarse con Layla, hija de otro comerciante, además de comprar una casa y una buena huerta en Jerusalén.
Ahmed dudaba, sabía que no estaba bien dejar a su esposa con un desconocido.
Dina aguardaba en silencio la decisión de su marido. Si Ahmed se negaba a dejar que Samuel se quedara no podría reprochárselo. Sabía que era una osadía plantearlo. Pero no pensaba en ella, ni en lo que pudieran decir los vecinos, sino en Ismail. Aquel hombre parecía saber qué hacer con la fiebre del niño. Le aterraba lo que le pudiera suceder, sobre todo en ausencia de Ahmed.
El marido leyó la angustia en su mirada, así que despertó a Mohamed y le envió a casa de su abuela con el recado de que acudiera de inmediato. No marcharía a trabajar hasta que Zaida llegara, aunque eso supusiera llegar tarde a la cantera precisamente aquel día en que en cualquier momento podía presentarse Alí, el enviado de los said. Pero el honor de su casa estaba por encima de cualquier otra consideración, así que esperó hasta ver acercarse a Mohamed seguido de su abuela.
Después de intercambiar un saludo cortés, Ahmed conminó a su suegra a que no se apartara de Dina. Zaida se comprometió a no moverse de la casa de su hija, incluso se comprometió a quedarse el tiempo que fuera preciso para ayudar a Dina a cuidar de Ismail. Para ella sería un alivio alejarse de su nuera, una mujer que había resultado ser perezosa. Pero era la esposa de su hijo mayor y debía aceptarla, aunque le hubiera gustado irse a vivir con Dina. A veces estaba tentada de pedir a su hija y a su yerno que le permitieran vivir con ellos, pero temía ofender a su primogénito, de manera que callaba; ahora la fiebre de Ismail le proporcionaba la excusa de salir del ambiente opresivo en que vivía. Su hijo Hassan la quería y la respetaba, pero estaba enamorado de Layla, una mujer muy hermosa, y no veía más que por sus ojos, de manera que Zaida callaba, cuidando de la casa y de sus nietos Salah y Jaled, que eran ya dos espléndidos muchachos. Zaida se preguntaba si podría seguir aguantando a su nuera el día en que sus nietos se hicieran hombres y formaran sus propios hogares.
Ahmed se marchó a la cantera intranquilo por tener que dejar en su casa a aquel desconocido pero sabiendo que, con la presencia de Zaida, al menos respetaba las reglas del decoro.
No regresó Ahmed a su hogar hasta bien entrada la tarde, preocupado por lo que hubiera podido suceder. A pocos metros de la casa se encontró a la pequeña Aya jugando con otras niñas de su edad.
Mohamed le esperaba en el umbral de la casa y se le iluminó la cara ante la llegada de su padre.
—No me he separado de madre —le dijo a modo de saludo.
Ahmed le revolvió el pelo sonriendo. Mohamed estaba convirtiéndose en un muchacho espléndido y eso despertaba su orgullo de padre. Haría lo imposible por enviarle a Estambul o a El Cairo para que se convirtiera en médico.
Samuel estaba sentado junto al lecho de Ismail mientras Dina, con la ayuda de Zaida, preparaba la cena.
Las dos mujeres le explicaron que Samuel no se había despegado del lado del niño, quien no había mejorado pero tampoco empeorado.
Ahmed le dio las gracias y le invitó a compartir la cena con ellos. Samuel aceptó. En realidad no sabía qué hacer ni adónde ir.
Dina pidió permiso a su marido para que Zaida se quedara unos días con ellos hasta que Ismail estuviera mejor.
—Podrías hablar con Hassan… Para mí es un alivio contar con la ayuda de mi madre. Se encarga de la casa y de Aya y sabe cómo calmar a Ismail. Si mi hermano accede, y si tú no estás en contra…
¿Cómo podría estarlo? Apreciaba a Zaida y sabía que para su esposa sería una bendición la presencia de su madre.
—Mañana iré a ver a tu hermano, intentaré convencerle de que permita a tu madre quedarse para siempre con nosotros.
—¡No me atrevía a pedirte tanto! Pero Hassan no querrá, su esposa es indolente y le viene bien tener a mi madre para hacer las labores que ella rechaza.
—Hablaré con él —dijo Ahmed zanjando la cuestión.
Mientras los dos hombres cenaban, Zaida se hizo cargo de los niños.
—Dina necesita dormir, si el niño empeora os despertaré.
Aunque Dina se resistía a separarse de su hijo, Ahmed la convenció para que descansara.
—Tu madre tiene razón. Debes estar fuerte, Abraham nos ha dicho que el niño sufrirá, no sabemos cuánto tiempo permitirá Alá que siga entre nosotros, pero sea el que sea necesitará tus cuidados. Descansa esta noche y deja que tu madre se ocupe de él. También yo me quedaré un rato a su lado.
El judío observaba en silencio. Parecía preocupado por la suerte de Ismail.
—Tú has trabajado toda la jornada, creo que también necesitas descanso, y tu suegra se ha multiplicado para ayudar a tu esposa. Si me permites pasar la noche aquí, yo cuidaré de tu hijo —propuso Samuel.
Ahmed sopesó las palabras del judío. No sabía si podía fiarse de él, aunque hasta el momento se había comportado con discreción y decoro, de manera que aceptó la propuesta.
—De acuerdo, puedes quedarte una noche más, y puesto que eres químico sabrás aliviar el dolor de mi hijo, pero yo dormiré aquí en el suelo junto a su lecho y tú me despertarás si ves que empeora.
Así lo hicieron. Ahmed se quedó dormido de inmediato aunque se despertó al cabo de dos horas vencido por el frío de la noche. Observó que el judío le estaba dando una cuchara de jarabe a Ismail y se sobresaltó al ver la palidez de su hijo. ¿Cómo habían sido tan ciegos como para no ver lo enfermo que estaba? No debería haberle llevado a Jaffa y se reprochó que por su culpa su hijo hubiese empeorado. Samuel pareció leerle el pensamiento.
—No te culpes. La tuberculosis es engañosa. Hay días que quienes la sufren parecen estar mejor, luego recaen. No se la puede vencer, sólo luchar contra ella. Lo importante es que Ismail no sufra; estos remedios le ayudarán.
Ahmed no pudo seguir conciliando el sueño y le hizo una seña al joven para ocupar su lugar al lado de su hijo. Samuel se estiró en el suelo y se quedó dormido en el acto.
Dina se había acercado despacio hasta la cabecera de Ismail, era incapaz de descansar. Ahmed sabía que no podría convencerla para que regresara a la cama.
Por la mañana el niño apenas podía abrir los ojos a causa de la fiebre. Ahmed mandó a Mohamed a la cantera para que avisara de que iba a llegar con retraso. Tenía que llevar a Ismail al médico judío. Le insistiría para que hiciera algo por su hijo. No podía aceptar que Ismail tuviera que morir y menos ahogándose en su propia tos.
Por fortuna, Zaida estaba con ellos y podía encargarse de la casa y de la pequeña Aya. Mohamed también tendría que pasarse por la casa de su tío para avisar de que la abuela se quedaba al menos un día más con ellos. Ya encontraría Ahmed el momento de ir a hablar con su cuñado. Por ahora lo más urgente era Ismail, por más que le recorría un escalofrío cada vez que pensaba que en cualquier momento Alí le mandaría llamar para anunciarle que había vendido la cantera y su huerto, y entonces ¿qué sería de ellos? Aún no le había contado a Dina su conversación con Alí, debía hacerlo, pero no justo cuando su hijo estaba tan enfermo.
Samuel insistía en acompañarles. Ahmed no se opuso y por el camino decidió que hablaría con Abraham Yonah para que se hiciera cargo de aquel joven al que no quería seguir alojando en su casa. No tenía por qué. Él había cumplido de sobra con las reglas de la hospitalidad acogiendo en su hogar durante dos noches al forastero, pero ya era hora de que siguiera su camino.
Cuando llegaron a casa de Abraham, Raquel, su esposa, les abrió la puerta y les hizo entrar.
—Mi esposo se encuentra visitando a un enfermo, pero volverá enseguida.
Así fue. El viejo médico judío llegó al cabo de unos minutos y enseguida se hizo cargo de Ismail, examinándole con delicadeza y pidiendo a Samuel su opinión sobre el estado del niño. Cuando terminó de examinarle, su gesto era grave.
—Lo siento, Ahmed, no es mucho lo que puedo hacer. La vida de tu hijo está en manos de Dios; aquí en la Tierra los hombres no tenemos conocimientos ni sabiduría suficiente para salvarle. Sólo puedo seguir intentando aliviar su dolor.
Dina rompió a llorar. Hubiese querido escuchar otras palabras de Abraham, incluso que les engañara, cualquier cosa menos arrebatarle la esperanza. ¿Cómo podían decirle que su hijo iba a morir? ¿Por qué había de ser así? ¿Qué había hecho Ismail para recibir el castigo de la muerte? Iría al Paraíso, sí, pero ¿tenía que ser a tan corta edad? No alcanzaba a comprender los designios de Alá, y si se hubiera atrevido, habría clamado contra Él porque sin motivo le iba a arrebatar a su querido hijo.
El médico judío proporcionó a los padres más boticas para Ismail pero se despidió de ellos sin una palabra de esperanza; a continuación, pidió a Samuel que le esperara en aquella sala.
Cuando estaban a punto de dejar la casa de Abraham, Ahmed creyó escuchar una voz que le era familiar. En otra estancia varios hombres parecían discutir y aquella voz… ¿era la de Alí? Ahmed se dijo que no era posible, ¿qué podría hacer Alí en casa del médico judío salvo que hubiera ido a buscar consejo por alguna enfermedad? Pero Alí no parecía tener mala salud, de manera que debía de estar equivocado.
Se despidió de Abraham. El médico le pidió permiso para visitar a Ismail.
—Venid cuando deseéis, seréis bien recibido —respondió Ahmed sin demasiado entusiasmo.
Tras dejar a Dina y a Ismail en casa se dirigió a toda prisa hacia la cantera. Allí pasó el resto del día temiendo que en cualquier momento le avisaran de que Ismail había vuelto a empeorar. También le extrañaba que Alí no se hubiese presentado en la cantera, pero sus cuñados le aseguraron que nadie había preguntado por él.
El sol se estaba difuminando en el horizonte cuando Ahmed regresó a su casa preocupado por Ismail. Varias personas estaban frente a su casa. Apresuró el paso y nada más cruzar el huerto que desembocaba en el jardín de su hogar, Ahmed pudo distinguir a Dina y a Mohamed hablando con Samuel y unos desconocidos. Tres hombres de aspecto rudo, vestidos con unos blusones llenos de remiendos, estaban allí junto a una mujer de cabello rubio y una niña de la edad de Mohamed.
Ahmed apretó el paso hasta situarse junto a Dina.
—Padre… —La voz de Mohamed tenía un tinte de rabia contenida.
—¿Qué sucede? —preguntó sin dirigirse a nadie.
—El said Alí vino a primera hora de la tarde con estos hombres, ha vendido nuestro huerto, nuestra casa, nuestro pedazo de tierra —explicó Dina al borde del llanto.
—Deja que te explique… —Samuel había dado un paso al frente colocándose delante de Ahmed, que ahora le miraba con ira.
—De manera que te has apropiado de mi casa…
—No, no es así. Verás, esta mañana cuando os marchasteis el médico me hizo pasar a otra estancia donde estaban estos hombres junto a un comerciante egipcio de nombre Alí. Al parecer, el tal Alí estaba enterado de que algunos viajeros judíos están interesados en comprar tierras para instalarse aquí. No sé cómo llegó a casa de Abraham Yonah, el caso es que el médico le presentó a estos hombres que han llegado de Vilna. El tal Alí explicaba que su amo quería desprenderse de algunas tierras que ya no le eran útiles, y citó tu huerta y los terrenos circundantes. Abraham Yonah se mostró contrariado, dijo que eras un buen hombre, con una familia a la que sacar adelante y que el said Aban no debía dejaros en la calle. Alí dijo que su amo le había encargado vender las tierras y que si no era a estos hombres se la vendería a otros. Te aseguro que Abraham hizo lo imposible para convencerle de que vendiera otros terrenos, pero Alí no quiso escuchar. Entonces yo… bueno, no tengo mucho dinero pero intenté comprarle la tierra para impedir que os echen de vuestro hogar pero no podía pagar la cantidad exigida. Al final llegamos a un acuerdo, uniría mis recursos a los de estos hombres para comprar las fincas. He puesto una condición: que os permitan seguir trabajando vuestro huerto y vivir en vuestra casa. Nosotros viviremos y trabajaremos en los terrenos de al lado que están sin cultivar.
—El said Alí dijo que ya te había informado de las intenciones del said Aban y que mañana irá a la cantera… —añadió Dina sin poder ocultar el reproche hacia su marido.
Ahmed tendió la mano y Samuel le entregó el título de propiedad. Apenas le echó un vistazo y se lo devolvió.
—De manera que ahora mi casa es vuestra y mi huerto también. ¿Qué queréis de nosotros?
—Nada, Ahmed, te aseguro que ni yo ni estos hombres haremos nada que te perjudique. Bien sabes que en Palestina algunos judíos están levantando pequeñas granjas. Es lo que haremos aquí, pero respetando tu huerto.
—¿Cuánto debo pagar por seguir en mi casa?
—No nos veas como enemigos, por favor, Ahmed…
—No tengo sitio donde alojaros, tendréis que dormir al raso, salvo que nos echéis de nuestro hogar.
—Sabes que no es ésa mi intención. ¡Por favor, confía en mí! No me conoces, no sabes nada de mí, pero te aseguro que no voy a perjudicarte.
Ahmed no respondió. Entró en su casa seguido por Dina y Mohamed. No cerraron la puerta pero tampoco les invitaron a entrar. Ismail lloraba en brazos de su abuela Zaida mientras que Aya estaba muy quieta al lado del hogar.
—El niño está muy caliente, le ha subido la fiebre —dijo Zaida con preocupación.
Ahmed se acercó a su hijo y le colocó la palma de la mano sobre la frente enrojecida por la fiebre.
—Ismail, hijo… —susurró mientras cogía al niño y lo mecía en sus brazos.
—Está agotado por la fiebre —dijo Zaida mientras colocaba un paño de agua fría sobre la frente del niño.
—Cuida de mi hijo, he de hablar con mi esposa —y condujo a Dina hasta el cuarto que compartían.
—Tú sabías que esto iba a pasar y no me lo dijiste…
—No quise contártelo en casa de tu prima, esperaba llegar a nuestra casa, pero al empeorar Ismail…
—¿Qué va a ocurrir? ¿Crees que ese judío, Samuel, dice la verdad?
—No lo sé, pero ahora él y sus amigos son los dueños de todo esto. Si Ismail estuviera bien te diría que nos fuéramos a otra parte, pero ¿crees que podemos hacerlo? Debemos quedarnos hasta que… ¡en fin!, confiemos en que nuestro hijo se recupere.
—Nos ha asegurado a Mohamed y a mí que ni tenía intención de comprar las tierras ni dedicarse a la agricultura, que lo ha hecho por ayudarnos. A los otros hombres no les entiendo, no sé en qué idioma hablan.
—¿Y las mujeres?
—Samuel ha dicho que la mayor es la esposa de uno de los hombres y la niña es su hija. Me han agarrado las manos como si quisieran tranquilizarme y me han sonreído, la mujer se llama Kassia y la niña Marinna. ¿Tenemos que dejarles dormir aquí?
—Ésta es su casa, pero espero que no me obliguen a ello —respondió Ahmed, y en su tono de voz Dina pudo leer que se sentía humillado.
—No te preocupes, a lo mejor son mejores amos de lo que lo han sido los said Aban. Pero dime, ¿qué va a pasar con la cantera? Alí dijo que mañana iría a visitarte…
—El said Aban también quiere desprenderse de ella, puede que Alí ya la haya vendido…
—¡Alá no lo quiera! ¡Te despedirán!
—Alí dijo que me recomendaría a los nuevos amos.
—¿Y le crees? ¿Por qué nos hacen esto? ¿Qué hemos hecho mal? Nunca hemos dejado de pagarles, nos hemos sacrificado por cumplir con lo que nos pedían. ¿Por qué les vende nuestra tierra a estos judíos?
—Calla, Dina, no hagas preguntas para las que no tengo más respuesta que la que me dio Alí. Los señores Aban quieren negocios prósperos y están hartos de los que a duras penas sacan rendimiento. Esta tierra apenas nos da para comer a nosotros.
La abrazó antes de regresar a la sala donde habían colocado la cama de Ismail junto a la chimenea para mantenerle caliente. Zaida continuaba cerca del pequeño mientras Mohamed y Aya aguardaban en silencio a sus padres.
Ahmed salió de la casa para hablar con Samuel y el resto de las personas que componían aquel extraño grupo.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó con gesto hosco.
—Quiero que permitas a las mujeres dormir dentro de la casa. Nosotros dormiremos allí, junto a la cerca. Quizá puedas vendernos algo para comer…
Dina acomodó a Kassia y a Marinna en el cuarto que Aya compartía con su abuela Zaida; había poco sitio, pero al menos no dormirían al raso.
Por gestos, Kassia se ofreció para ayudar en lo que pudiera pero Dina la rechazó. Dio a la mujer y a la niña una hogaza de pan con un trozo de queso de cabra y una jarra de agua. No estaba dispuesta a gastar sus pobres existencias con aquellas desconocidas.
Por la mañana, Ahmed encontró a los hombres examinando aquel pedazo de tierra que ahora era suyo. Salvo la casa y el pequeño huerto de naranjos, el resto lo ocuparían Samuel y aquellos forasteros. Se acercó a ellos con desgana y malhumor. Estaba cansado. No había dormido velando a Ismail. Zaida y Dina necesitaban descansar pero su esposa había insistido en quedarse a cuidar de su hijo. Antes del amanecer, Zaida ya estaba en pie y le insistía para que durmiera un rato. Apenas había cerrado los ojos un par de horas.
—Vamos a construir una casa donde podamos vivir. Tendrá que haber sitio para instalar a Jacob con su esposa Kassia y su hija Marinna. Yo compartiré una habitación con Ariel y Louis. También levantaremos un cobertizo para los animales y para guardar las herramientas.
—De ahora en adelante ¿cuánto debo pagar?
—Me conformo con que nos ayudes y nos prestes material y algunas herramientas que necesitamos para empezar. No tenemos intención de quitarte nada. Puedes compartir con nosotros algunos de los frutos que obtengas de tu huerta. No hemos venido a explotar a nadie, somos enemigos de quienes explotan a los campesinos como tú. Te aseguro que no somos como esos señores que subyugan a los campesinos.
—Mi casa sólo será mi casa si pago una renta —respondió Ahmed con orgullo.
—No quería ofenderte, pero no sé cuánto puedes pagar.
Acordaron que le daría la misma cantidad que al said Aban.
—¿Y esos hombres?
—Parecen buena gente. Les conocí ayer lo mismo que tú. Ya ves que sin la más mínima prudencia he unido mi suerte a la de ellos. No quieren otra cosa que trabajar la tierra de nuestros antepasados y vivir de lo que obtengan de ella. Jacob era maestro en un pueblo cercano a Vilna. Ariel y Louis vivían en Moscú, trabajaban en una fábrica.
—¿Seguro que no les conocías?
—Créeme, ayer les vi por primera vez.
—Y sin conocerles haces negocios con ellos…
—No creo que esta tierra sea un buen negocio. Tardaremos meses en arrancar estas piedras y poder tener nuestra propia huerta. Tú nos ayudarás y nos enseñarás… Ése será el precio.
Ahmed no vio a Alí hasta dos días después cuando se presentó en la cantera acompañado de un hombre alto de manos grandes y fuertes.
—Os presento a Jeremías, vuestro nuevo amo. Le he dicho que sois buenos trabajadores, pero es a él a quien corresponde decidir.
Alí parecía satisfecho por haber vendido bien las tierras del said Aban.
Jeremías se quejó de las escasas ganancias que hasta el momento producía la cantera que acababa de adquirir y cómo había empeñado cuanto tenía en aquellas piedras.
—No despediré a nadie, al menos por ahora, pero seré exigente con el trabajo. Vendré todos los días y no pediré a nadie que haga lo que yo no sea capaz de hacer. En cuanto a ti, Ahmed, Alí dice que eres un buen capataz; si es así, continuarás en el puesto; de lo contrario, te sustituirá otro.
Ahmed regresó a su casa preocupado. Jeremías parecía un hombre impaciente. Había pasado el resto del día trabajando como un obrero más y había compartido la comida que llevaba en el zurrón, pero carecía de alegría, ni un solo instante había sonreído.
Samuel estaba junto a Kassia sacando agua del pozo que había en el huerto. A Ahmed le molestó verles dentro de lo que consideraba que eran los límites de su hogar.
—Tenemos que hacer nuestro propio pozo, o al menos llevar agua desde aquí hasta nuestras cabañas, así no tendremos que importunaros —le dijo a modo de saludo.
—Y no tendremos que cargar con los cántaros —apostilló Kassia en aquel extraño idioma que hablaban los judíos.
Asintió sin responder. Eran demasiados cambios los que se habían producido en un solo día. Tenía que acostumbrarse a que su nuevo said ya no era el said Aban.
—¿Cómo han ido las cosas en la cantera? —preguntó Samuel.
—El said Aban ha vendido la cantera, tenemos un nuevo amo, es judío como vosotros, se llama Jeremías.
—Lo sé. Le conocí en casa de Abraham. Parece un buen hombre. Perdió a toda su familia en un pogromo, y eso le ha agriado el carácter, pero ¿qué hombre puede ser el mismo si asesinan a los suyos?
—¿Quién les ha asesinado? —quiso saber Ahmed.
—Los judíos no somos muy queridos ni en Rusia ni en las tierras del zar, ni tampoco en otros lugares.
—¿Qué habéis hecho?
—¿Hacer? Nada, no hemos hecho nada, salvo que rezamos a Yahvé y nuestros ritos son diferentes a los de los cristianos, y a los vuestros, los musulmanes.
Ismail murió una mañana de diciembre. Dina había mantenido el fuego encendido durante toda la noche pero aun así el niño no había dejado de tiritar. La tarde anterior el viejo Abraham se había acercado hasta la casa para examinar al niño y le había susurrado a Ahmed en un aparte que el pequeño ya estaba a punto de morir.
Zaida y Dina cubrieron el rostro del niño mientras Ahmed resguardaba la cara entre las manos para evitar que Mohamed y Aya le vieran llorar.
Dina estaba a punto de dar a luz y la pérdida de Ismail la postró en la cama. Su madre la obligaba a comer recordándole que iba a tener otro hijo, pero ella sólo quería dormir y dejar que su espíritu volara hasta reunirse con Ismail.
Kassia intentó consolarla, pero Dina apenas entendía aquellas palabras dichas en un lenguaje que pretendía ser árabe. Marinna también procuró ayudar ocupándose de Aya.
Enterraron a Ismail en un rincón del jardín junto a las azaleas. Tres días después Dina se puso de parto y Zaida mandó llamar a la partera. Durante dos días y dos noches todos permanecieron en vela. El niño venía mal.
Samuel se ofreció para ir a buscar a Abraham con la esperanza de que el médico pudiera ayudar a Dina a traer a su hijo al mundo. Pero Ahmed dudaba. Las mujeres daban a luz con ayuda de otras mujeres y sabía que a Dina le costaba parir. Había traído al mundo a sus otros hijos y aunque pensó que aquel parto no era diferente, hizo caso a Samuel y mandó avisar al médico. Pero cuando Abraham llegó ya había sucedido la tragedia, y nada pudo hacer. El niño nació muerto. Dina también estuvo a punto de morir, y todos se estremecieron al escuchar un grito desgarrador cuando supo que este hijo también había fallecido.
Ahmed pensaba que la suerte le daba la espalda. Quizá la culpa era de aquel extranjero. Desde que había conocido a aquel judío sólo le habían ocurrido desgracias y sin embargo no podía dejar de reconocer que era un buen patrón, mucho mejor de lo que nunca lo fuera el said Aban. Samuel le trataba como a un igual, escuchaba sus consejos sobre cómo arar la tierra, cómo construir un cercado o cómo apacentar las cabras.
La casa que habían levantado era tan modesta como la suya. Aquellos hombres trabajaban de sol a sol y repartían cuanto tenían. Samuel parecía ser el jefe pero sólo en apariencia, no tomaban ninguna decisión sin estar de acuerdo todos, incluso Kassia. La mujer parecía tener una gran influencia en todos ellos.
«Somos socialistas», le explicó un día Jacob. Ahmed se encogió de hombros. No terminaba de entender lo que encerraba aquella palabra, aunque parecía ser definitiva no sólo para los hombres que habitaban a pocos pasos de su huerto, sino también para todos aquellos judíos que seguían llegando a Palestina empeñados en levantar lo que ellos llamaban «colonias agrícolas» en las que compartían todo renunciando a cualquier propiedad individual.
Ahmed tenía un sentimiento contradictorio respecto a Samuel. No podía reprocharle nada, antes al contrario, le trataba como si fueran amigos, pero ¿por qué habría de fiarse de él? Al fin y al cabo era un desconocido, alguien que pensaba, hablaba y actuaba diferente a él. También le sorprendía que ni Samuel ni sus amigos fueran a la sinagoga. Decían ser judíos pero no cumplían con las leyes de Dios.
En cuanto a Kassia, no guardaba el debido respeto a su esposo Jacob, defendiendo su criterio en presencia de todos. No era mala mujer, al contrario, se desvivía por Dina e incluso había simpatizado con Zaida. Pero a él le inquietaba verla en su hogar. Kassia parecía no tener cortapisas y temía que fuera una mala influencia para las mujeres de su casa. Él jamás toleraría que Dina le llevara la contraria en público. Siempre escuchaba las opiniones de su esposa, incluso seguía sus consejos, pero esa influencia jamás se hacía patente fuera de la intimidad del cuarto donde dormían.
La presencia de aquellos judíos constituía una carga para él. Desconocían todos los rudimentos de la agricultura, no distinguían una semilla de otra, les costaba manejar el arado, y tampoco demostraron ser demasiado diestros a la hora de levantar sus cabañas. Pero tenía que reconocer que nunca desfallecían y que no estaban dispuestos a fracasar en ninguno de sus empeños.
Con el paso del tiempo fue acostumbrándose a aquellos extraños vecinos y llegó a sentir un afecto sincero por Samuel.»