Samuel sabía por el bibliotecario Sokolov de la existencia de Fiódor Vólkov, y estaba al tanto de que Yuri Vasiliev, el patrón de Irina, simpatizaba con el socialismo.

Irina era consciente de que los dos jóvenes se disputaban el honor de acompañarla, de sentirla cerca, pero prefería no dejarse tentar por los halagos del uno y del otro. A ella sólo le importaba una cosa en la vida: sacar adelante a su familia. En sus planes no había lugar para el amor. Ni siquiera se lo confesaba a sí misma, pero le asqueaba pensar en volver a tener una relación íntima con algún hombre. Su primer amo, el conde Nóvikov, la había traumatizado para siempre.

Isaac sufría al ver a los dos jóvenes disputarse la atención de Irina.

—No me gustaría que Konstantin y tú os pelearais por ninguna mujer —casi le rogó a su hijo.

—Pero padre, Irina es la profesora de piano de Katia, simpatizamos con ella, y se ha convertido en una buena amiga, no veas fantasmas donde no los hay.

—Lo que veo es que ella no os quiere a ninguno de los dos, no sé por qué andáis con ella, qué os traéis entre manos, pero esa mujer no es para vosotros. Además, es mayor.

—Padre, tengo veintitrés años, no soy un niño.

—Y ella está cerca de los treinta.

—¡Por Dios, padre! Irina sólo tiene veintiocho.

—Es lo que te he dicho, está cerca de los treinta, y eso en una mujer es mucho. ¿Por qué no se ha casado? Es muy bella, debería tener marido e hijos.

—Trabaja, padre, trabaja y mantiene a su familia. ¿Crees que el único destino de las mujeres es casarse?

—¡Pues claro que sí! ¿Qué otra cosa mejor puede ser una mujer que esposa y madre? ¿Es que no te acuerdas de tu madre? ¿Has conocido a alguien mejor que ella? ¡Ojalá encuentres una mujer que se parezca a tu madre!

Samuel solía rendirse ante las quejas de su padre. Sabía que Isaac quería lo mejor para él y que sufría pensando en su porvenir, por eso no le confiaba sus andanzas con Andréi, y su deseo de que Rusia se convirtiera en un país parecido a Alemania o Gran Bretaña.

—Si el profesor Goldanski viviera, le pediría que hablara contigo para hacerte entrar en razón.

—Padre, nadie más que tú tiene influencia en mi ánimo, y te aseguro que no debes preocuparte. Irina no significa nada para mí, tampoco para Konstantin.

Pero Isaac sabía que su hijo mentía para no disgustarle.

Raisa Korlov, que no podía dejar de escuchar las conversaciones entre padre e hijo, intentaba consolarle.

—Déjele, no le agobie. Ya se le pasará. Samuel es aún muy joven y ¿qué joven se resiste al amor? Pero es sensato, y estudia. Es una bendición que cuente con la ayuda de Andréi.

»Ya ve cuántas horas pasan encerrados hablando de plantas. Andréi es una buena persona y está ayudando cuanto puede a Samuel.

—Sí, tiene razón, al menos Andréi es una buena influencia. Espero que él no se deje atrapar por la belleza de Irina.

En realidad, Andréi no se interesaba por nada que no fuera estar lo más cerca posible del bibliotecario Sokolov, quien le ponía de ejemplo como el ruso capaz de encarnar al nuevo hombre que, alzándose por encima de los prejuicios, era capaz de compartir ideales con otros hombres como él cuya única diferencia era haber nacido judíos.

—No hay que correr riesgos inútiles —insistía Sokolov en todas las reuniones clandestinas—, de nada serviría acabar en una prisión de la Ojrana.

No habían sido pocos los estudiantes detenidos, torturados o desaparecidos a manos de la temible policía secreta. Algunos de los amigos de Samuel y Konstantin habían sido víctimas de los agentes del zar y los que habían sobrevivido nunca se habían recuperado de las torturas. Algunos se habían salvado por pertenecer a familias influyentes, y habían pagado su osadía conspiratoria con el exilio. Pero el zar no estaba dispuesto a permitir que ciertos jóvenes afortunados de su reino se dedicaran a conspirar para cambiar el régimen, y había ordenado que no se hicieran excepciones y que ningún conspirador recibiera un trato de favor. Quería que los padres fueran conscientes del precio que pagarían sus hijos y ellos mismos ante cualquier atisbo de traición.

Una noche, Irina se presentó de improviso en casa de las viudas Korlov. Llevaba a Mijaíl cogido de la mano y aunque se mostró cortés y educada, Raisa Korlov pudo leer en sus ojos algo parecido al miedo.

—Samuel está estudiando, no sé si podrá recibirla. Usted es…

—Irina Kuznetsova. Estoy segura de que me recibirá, es urgente.

—Debe de serlo cuando ha salido usted a la calle con este frío y llevando a un niño tan pequeño. Pase a la cocina, le serviré una taza de té.

—¡Por favor, necesito ver a Samuel!

A regañadientes, Raisa permitió que los dos jóvenes se reunieran a solas en el salón. Le hubiera gustado escuchar la conversación, pero sólo oía murmullos a través de la puerta.

—No deberías escuchar —la recriminó su hermana Alina—. Los jóvenes tendrán que hablar de sus asuntos…

—¿A estas horas? Son más de las ocho… Las mujeres decentes están en casa a estas horas.

—¿Y qué tiene de indecente venir a nuestra casa a ver a Samuel? ¿Qué crees que pueden hacer en el salón y con un niño de por medio? Vamos, hermana, no seas tú también tan desconfiada como el bueno del señor Isaac. Ni siquiera él, que es su padre, ha salido del cuarto para averiguar qué pasa.

—El señor Isaac tiene fiebre y mañana ha de salir temprano hacia el norte a comprar nuevas pieles. Puede que esté dormido y no sepa que esa muchacha está aquí.

—Solías defenderla ante el señor Isaac —le recordó Alina.

—Sí, pero nunca imaginé que iba a presentarse de improviso en nuestra casa. No, no me parece bien que una joven siga a un hombre hasta su hogar.

—Pero si sólo quiere hablar con él…

—¿Cuando ya ha anochecido? ¿Qué puede ser tan urgente?

Mientras tanto, en el salón Irina expresaba su preocupación a Samuel.

—Hace dos días que Yuri no viene a casa. No me ha mandado ninguna nota. Me temo lo peor…

—¿Has ido a ver a su maestro, Fiódor Vólkov?

—No, sólo conseguiría preocuparle… —se excusó Irina.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Quizá puedas hablar con Konstantin, él es un aristócrata, está muy bien relacionado, podría enterarse de si han detenido a Yuri. Yo no puedo presentarme en su casa, a la condesa no le gustaría y podría despedirme, pero tú eres el mejor amigo de Konstantin, no le extrañará que vayas a verle.

—¿A estas horas?

—¡Por favor, Samuel, ayúdame!

—Claro, claro que lo haré —respondió Samuel, que no se atrevía a negar nada a la mujer de la que estaba enamorado—. Te acompañaré a casa, quédate allí con Mijaíl. Luego iré a ver a Konstantin. Estoy seguro de que nos ayudará.

Samuel no sabía hasta qué punto Irina era conocedora de las actividades de Yuri Vasiliev. Él sabía de las ideas del músico a través de Andréi y del bibliotecario Sokolov, quien reprochaba a Yuri que no fuera capaz de aunar la defensa de los desfavorecidos con la de los judíos. Tampoco sabía si más allá de la relación de empleada y patrón había algo entre Yuri e Irina. En ocasiones los celos le cegaban e imaginaba que un hombre joven como Yuri no podía permanecer indiferente ante la belleza de Irina, y además ella parecía sentir un gran apego por el músico. Pero luego se reprochaba estos pensamientos sabiendo que Irina trabajaba por necesidad.

Samuel cogió su abrigo y le pidió a Raisa que cuidara de su padre.

—Tiene algo de fiebre, aunque ahora duerme. Si se despierta dele una cucharada de este jarabe, le aliviará la tos.

—Pero ¿adónde vas a estas horas? —preguntó Raisa, alarmada.

—Acompañaré a Irina, me preocupa que regrese sola a su casa. Pero no tardaré, tengo que preparar un examen y necesito el consejo de Andréi.

—Andréi se está retrasando… —respondió impaciente Raisa Korlov.

—Estará en alguna clase, es época de exámenes.

Samuel acompañó a Irina a su casa y luego se dirigió con paso vivo a la mansión de Konstantin. Su amigo estaba en casa, esa noche no había salido a una de las fiestas a las que de tanto en tanto acudía. Un criado lo condujo al gabinete de Konstantin y enseguida le explicó a su amigo los temores de Irina.

—Si hace dos días que Yuri no da señales de vida es que le han detenido.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Samuel con preocupación.

—Esta noche, nada. Debemos esperar a mañana. Veré quién puede preguntar a la policía por la desaparición de Yuri sin despertar demasiadas sospechas.

—¿No puedes hacerlo tú?

—¡Estás loco! Sólo lo haría por ti. Si me presento en la Ojrana y les pregunto por Yuri pasaré a convertirme en sospechoso. No te preocupes, buscaré la manera de enterarme si está detenido. ¿Crees que Irina sabe algo de las actividades de Yuri?

—No lo sé… ¿Tú qué crees?

—Tampoco lo sé, aunque es una muchacha inteligente y puede que se haya dado cuenta de algo.

—Quizá deberíamos ir a ver a su maestro, a Fiódor Vólkov…

—Mejor esperemos a mañana, Samuel, te aseguro que es lo más sensato.

No hizo falta. Yuri apareció a primera hora de la mañana. Dos noches atrás se encontraba tocando el violín en una velada musical en la casa de un comerciante cuando la policía irrumpió buscando al socio del dueño de la casa. Le acusaban de actividades subversivas, de proveer de pólvora a los enemigos del zar y de conspirar para derrocar la monarquía. La Ojrana no se conformó con llevarse al hombre sino que detuvo a cuantos se encontraban participando de aquella velada. Al principio Yuri se asustó al pensar que la policía también tendría información sobre él, pero fue tranquilizándose al darse cuenta de que la brutalidad que desplegaban trataba sobre todo de asustarlos. Buscaban a un hombre, y a los demás aquello debía de servirles como aviso de qué les sucedía a los opositores del zar.

Durante dos días y dos noches estuvo confinado en un calabozo y se comportó como supuso que esperaban que se comportara: como un pobre músico asustado que no sabía nada, que no tenía por qué saber de las actividades del socio del dueño de la casa. A Yuri y a los otros músicos los dejaron en libertad con unas cuantas magulladuras. Los hombres de la Ojrana no se habían ensañado en exceso convencidos de que aquellos músicos nada tenían que ver con la venta de pólvora ni con la revolución. Aunque pensaron que no estaba de más asustarlos un poco, que sintieran la dureza de sus puños y el dolor que la sal provoca en las heridas descarnadas, llevándose como recuerdo algún que otro hueso roto. Yuri rezaba para que no le partieran la mano como habían hecho con el violonchelista.

Los interrogatorios se sucedían a cualquier hora del día y de la noche. La primera pregunta siempre era la misma: ¿por qué estaban en casa del comerciante? Y luego: ¿conocían a su socio?, ¿qué sabían de sus actividades políticas?

A Yuri no le hacía falta mentir. Le habían contratado lo mismo que al resto de los músicos, no había visto en su vida ni al señor de la casa ni a su socio ni a ninguno de los invitados. Nada sabía de sus actividades y poco le importaban. Lo repitió hasta la saciedad, y con cada respuesta recibía un golpe.

Había salvado las manos pero no la nariz, rota de un puñetazo. También sentía un dolor profundo en los ojos, nublados por la sangre.

Cuando le dijeron que podía marcharse rezó dando gracias a Dios. Él que había desterrado a Dios de su vida en nombre de la razón, se encontró musitando una de sus viejas oraciones infantiles.

Con paso vacilante, magullado y hambriento, se dirigió a su casa. La portera le informó de que Irina estaba en casa con el pequeño Mijaíl. Apenas escuchó girar la llave, Irina se precipitó hacia la puerta. Se quedó petrificada intentando reconocer a Yuri en aquel rostro deformado por los golpes.

—Estoy vivo, estoy vivo… —alcanzó a decir él con lágrimas en los ojos. Lágrimas de alegría por volver a ver a su hijo y a aquella mujer que ya era parte de su vida.

Irina calentó agua y le limpió las heridas. También le preparó ropa limpia en un intento casi desesperado de volver a reconocer al hombre que había sido antes de la detención.

Él le contó lo sucedido sin ahorrar detalles. Los golpes, las humillaciones, el miedo a ser cobarde. A ella se le fue dibujando una mueca de horror en la cara.

—Fui a ver a Samuel para pedirle ayuda. Esta mañana Konstantin iba a interesarse por ti…

—¡Que no lo haga! Debes avisarles de que ya estoy en casa. Vete, yo me quedo con Mijaíl, necesito tener en los brazos a mi hijo.

Irina corrió hasta la mansión de Konstantin, temerosa de encontrarse a la condesa Yekaterina, pero tenía que correr el riesgo. Tuvo la suerte de que la condesa aún no se había levantado.

—Hoy no es jueves, ¿viene a dar la clase a la condesita Katia? —preguntó, curiosa, una criada.

—No, no… En realidad vengo con un recado de un amigo del conde Konstantin.

—¡Ah! Bueno, avisaré al conde… —La criada parecía reticente.

Konstantin se presentó de inmediato acompañado de Samuel y Josué, al que también habían mandado recado. Los tres amigos se preocuparon aún más al ver a Irina aparecer de improviso.

—Yuri ha regresado.

Escucharon el relato de Irina y se estremecieron al saber de las torturas que había sufrido el violinista.

—Esta mañana, a primera hora, envié recado a un amigo de mi padre que goza de la confianza del zar. Iba a reunirme con él para pedirle que encontrara a Yuri. Iré de todos modos, buscaré una excusa plausible por haber solicitado la entrevista. No sé, quizá le pida consejo sobre algún negocio… Tú, Irina, regresa a casa de Yuri, y tú, Samuel, informa a vuestros amigos de su aparición, no vayan a cometer alguna imprudencia. Josué, debes volver a casa, tu abuelo estará con los preparativos del sabbat.

—Creo que en esta ocasión participaré de corazón en los rezos de mi abuelo. ¡Menudo susto nos hemos llevado! Que Yuri haya salido bien librado ha sido un milagro —afirmó Josué.

La detención de Yuri marcó a Samuel. De repente fue consciente de que las reuniones clandestinas, los panfletos, las octavillas, las largas conversaciones sobre cómo construir otro futuro, encerraban peligros que no había alcanzado a calibrar. Y no porque no supiera de las detenciones continuas llevadas a cabo por la Ojrana o de la represión feroz que se ejercía contra todo aquel que osara siquiera cuestionar al zar.

Isaac continuaba con sus viajes anuales a París donde cada vez permanecía más tiempo. Sentía que Samuel no le necesitaba, que su hijo le quería, sí, pero que se estaba construyendo su propia vida, una vida donde apenas había lugar para él.

Samuel pasaba más tiempo en la habitación de Andréi que con su padre. Parecía siempre ansioso de hablar con él con la excusa de que le ayudaba en sus estudios. Nunca le decía con quién salía o adónde iba, aunque mencionaba de pasada a Konstantin y a Josué. Para Isaac era un consuelo que Samuel continuara la amistad con los dos jóvenes, pensaba que su hijo al menos tendría amigos de verdad.

No se atrevía a decirlo, ni siquiera a sí mismo, pero le incomodaba Andréi. Cuando Samuel y él llegaron a la casa de Raisa Korlov, Andréi apenas era una sombra con la que se cruzaban. No alcanzaba a recordar el momento en que Andréi se hizo presente en sus vidas, mejor dicho, en la vida de Samuel, pero desde entonces había ido perdiendo a su hijo.

—¿Por qué no le gusta Andréi? —le preguntó un día la vieja Alina.

Isaac no supo qué responder. La mujer había notado cómo se le crispaban los labios cuando el joven entraba en el comedor para compartir la cena. O cómo le dolía ver a Samuel pendiente de cada palabra del estudiante de botánica.

De las dos viudas Korlov, Alina era la más inteligente e intuitiva, mientras que Raisa era sobre todo una mujer práctica incapaz de leer en el alma de sus semejantes.

Ambas mujeres habían sido buenas y generosas con Samuel y con él, pero Isaac sentía una secreta afinidad con Alina, con la que había llegado a tener cierta confianza. Poco después, Alina murió.

Su muerte le golpeó más fuerte de lo que hubiera creído. Los dos últimos meses de vida en los que la anciana no se había movido de la cama, Isaac pasaba todas las horas que podía junto a ella. Alina apenas tenía fuerzas para hablar, pero de cuando en cuando abría los ojos y le sonreía, y si alcanzaba a sentirse mejor, le animaba a ser feliz y a emprender una nueva vida.

—Cuando Samuel sea químico, usted debería empezar a pensar en sí mismo. ¿Qué hay de la tal Marie, la que cose esos fantásticos vestidos que usted trae de París?

—Es sólo una buena amiga —respondía él.

—Una buena amiga… ¿Y qué más se puede pedir que compartir la vida con una buena amiga?

Él asentía. Alina tenía razón, le hubiera gustado compartir el resto de su vida con Marie, pero ¿Samuel lo entendería o lo consideraría una traición al recuerdo de su madre?

Marie y Samuel congeniaban, lo habían hecho desde el primer día. Pero Samuel no veía en ella más que a una buena mujer, era como una tía lejana a la que siempre le gustaba volver a ver.

Isaac tampoco se imaginaba pidiéndole matrimonio a Marie, aunque intuía que ella le diría que sí. No se había casado y parecía dedicar lo mejor de su vida a esos vestidos que confeccionaba para él. Pensaba que incluso el abuelo Elías le daría su bendición.

—Cuando yo muera —le dijo monsieur Elías en una ocasión—, podrás heredar mi clientela y, además de vestidos, también podrás confeccionar abrigos de piel.

Sí, Alina estaba en lo cierto, pero él no tenía valor para afrontar una nueva vida lejos de Samuel a pesar de que su hijo apenas tenía tiempo para él.

El día antes de morir, Alina despertó con un raro optimismo. Parecía más recuperada que en los días pasados y pidió hablar en privado con todos los miembros de la casa.

Samuel no comentó a su padre lo que le había dicho Alina, pero salió profundamente conmovido del cuarto de la enferma y a partir de ese día intentó acercarse a su padre, aunque pronto la rutina cotidiana hizo que padre e hijo volvieran a distanciarse.

¿Por qué no le gustaba Andréi? Isaac no había sabido qué responder a Alina, pero cada día que pasaba sentía más aversión por el botánico por más que intentaba disimularlo ante Raisa y ante su propio hijo.

1897 fue un año clave en sus vidas. Isaac había regresado de París con un folleto bajo el brazo que de inmediato le dio a leer a su hijo.

—Léelo con atención, se publicó el pasado año. Lo ha escrito un periodista húngaro, se llama Theodor Herzl.

—«El Estado Judío». Pero ¿qué es esto, padre? ¿Tú con un panfleto? —Samuel sonrió divertido al ver la cara que ponía su padre.

—No es un panfleto, léelo. Herzl dice que los judíos necesitamos un hogar, un lugar nuestro. Va a celebrarse un congreso en Basilea para hablar del asunto y para dar a conocer a la opinión pública el proyecto.

—Ya, ¿y se ha preguntado ese Herzl qué piensan los turcos al respecto? Te recuerdo, padre, que la que fue tierra de los judíos ahora pertenece al imperio turco. Vamos, padre, espero que no te dejes llevar por lo que diga un iluminado en un folleto.

—Theodor Herzl no es un iluminado. Es un hombre cabal que se ha dado cuenta de que ha llegado la hora de que los judíos tengamos nuestro propio hogar. El caso Dreyfus le ha impresionado.

—¿Ah, sí? ¿Hasta ahora no se había dado cuenta de que ser judío es una condena? ¿Es que no sabe lo que pasa en Rusia? ¿No ha oído hablar de la matanza de judíos aquí, en nuestro país? Sí, a Dreyfus le acusaron de traición y le condenaron por ser judío, ¿y eso es algo extraño? Aquí sucede todos los días.

—Herzl es judío, y sabe bien lo que es el antisemitismo. En Europa se ha desatado una nueva ola de odio a los judíos. Le preocupa las dimensiones que está alcanzando; si el caso Deyfrus ha sido posible en Francia, significa que ya puede pasar cualquier cosa…

—¿Cualquier cosa? ¿Qué más puede pasar? Desde hace siglos a los judíos nos persiguen, nos marcan como a ganado para no confundirnos con ellos, nos obligan a vivir fuera de sus pueblos, de sus ciudades… Eso sí, de vez en cuando permiten a algunos, como a nosotros, que vivamos como personas…, claro que antes, para que no se nos olvide quiénes somos realmente, pagamos un tributo en sangre. ¿Tengo que recordarte lo que le sucedió a mi madre, a mis hermanos y a mi abuela?

—Por eso, hijo, por eso ha llegado la hora de que tengamos un verdadero hogar, y para mí no hay otro posible que el de nuestros ancestros. No hay otro lugar mejor: Palestina. Durante siglos los judíos repetimos: «El año próximo en Jerusalén». Pues bien, ha llegado la hora de volver.

—¿Volver? ¿Quieres ir a Palestina? ¡Por Dios, padre! ¿Qué harías allí? ¿De qué vivirías? No hablas turco, tampoco árabe.

—Debimos irnos cuando asesinaron a tu madre. Algunos lo hicieron…

—Sí, ya sé, he oído hablar de los Jovevei Sion, los Amantes de Sión, y del otro grupo, los Bilu.

—Los Bilu fueron valientes y marcharon decididos a trabajar la tierra. Subsisten como agricultores. No les ha resultado fácil, pero no se han encontrado solos, en Palestina siempre ha habido judíos, en Jerusalén, en Hebrón, en otras ciudades…

—Ya, pero nosotros nos quedamos y no es poco lo que hemos conseguido y lo que podremos conseguir…

—¿Y qué vamos a conseguir? —preguntó Isaac a su hijo.

—Somos rusos, éste es nuestro país, mal que les pese a muchos. Es aquí donde debemos luchar por tener un hogar, no en ningún otro lugar. Cambiemos Rusia. Desde niño os he oído hablar al abuelo y a ti de un mundo sin clases, en el que todos seamos iguales, en el que no cuente dónde se ha nacido ni en qué cree cada uno. Vosotros me inculcasteis que lo único que merece la pena es la igualdad, que ningún hombre sea más que otro hombre.

—Marx tenía razón, pero esto es Rusia. ¿Sabes qué pasaría si alguien te escuchara hablar así? Te detendrían, te acusarían de ser un revolucionario, y te matarían.

—Hay mucha gente en Rusia que piensa como yo, como pensabas tú. Somos muchos los que queremos cambiar este país, porque es el nuestro, el que queremos. Si estás pensando en ir a Palestina… lo siento, no puedo acompañarte.

—Allí podríamos ser judíos sin avergonzarnos, sin tener que pedir perdón por serlo. Los turcos son tolerantes con los judíos.

—En el futuro que quiero ayudar a construir no habrá judíos, ni cristianos, habrá hombres libres.

—¡Eres judío y siempre lo serás! Es algo a lo que no puedes renunciar.

—¿Sabes, padre?, creo que no lo has entendido, yo sólo soy un ser humano, y abomino de todo lo que nos separa a los hombres.

—Espero que seas prudente, las ideas de Marx están prohibidas.

—En Rusia todo está prohibido, pero no te preocupes, soy prudente.

—Samuel…

—No digas nada, padre, no lo digas, déjalo estar. Y no me preguntes, sé que mis respuestas te harían sufrir.

Aquel invierno de 1897 fue extremadamente frío. Samuel supo por el bibliotecario Sokolov que había otros grupos de judíos que habían fundado el Bund, la Unión General de Obreros Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, y que al igual que ellos, tenían un objetivo: formar parte de la gran masa de trabajadores y luchar para cambiar el país desde su condición de judíos sin tener por qué asimilarse.

—Se trata de que cada cual sea lo que quiera ser, pero sin olvidar lo que tenemos en común, que somos hombres, seres humanos únicos, con derechos, y que debemos trabajar junto a otros socialistas para lograr que Rusia cambie —explicaba Solokov a sus seguidores.

Samuel había terminado sus estudios lo mismo que Konstantin y Josué, y había comenzado a trabajar.

Los tres habían obtenido excelentes calificaciones. Konstantin había encontrado acomodo en la Cancillería, soñaba con que pronto se convertiría en un diplomático como lo había sido su padre. Josué se iba a dedicar a la botánica, mientras que Samuel, gracias a los buenos oficios de la condesa Yekaterina, había conseguido trabajo como ayudante de Oleg Bogdánov, un eminente boticario y químico.

Una noche Andréi le pidió a Samuel que acudiera al día siguiente a una reunión en la que iban a participar el bibliotecario Sokolov y el maestro Fiódor Vólkov.

—¿Te imaginas a los dos grandes hombres juntos? Nuestro Sokolov es más práctico, Vólkov más teórico, pero ambos quieren lo mismo: acabar de una vez por todas con este régimen opresor.

—Mañana no podré asistir, y bien que lo siento, debo acompañar a Bogdánov a visitar un hospital. Van a probar una medicina en la que lleva tiempo trabajando para conseguir mejorar la asepsia en las intervenciones quirúrgicas. La probarán en un funcionario del gobierno al que van a operar de una dolencia grave en el estómago.

—Vamos, Samuel, la reunión es muy importante y durará hasta bien entrada la noche. Podrás salir en algún momento del hospital aunque sea por un par de horas. Ese funcionario vivirá o morirá estés o no estés. No te creas imprescindible.

—Tengo que estar, el profesor Bogdánov me ha ordenado que lo acompañe. No puedo negarme ni marcharme antes de que él lo haga.

La ira asomó en los ojos de Andréi, aunque no en sus palabras.

—Sin duda la vida de ese hombre es importante, pero mucho más lo es que salvemos miles, millones de vidas del oprobio de vivir bajo la bota del zar. Ése es nuestro principal compromiso, nuestra misión. A esos millones de hombres no les podemos fallar. Una vida frente a millones de vidas.

—Pero ¡qué dices! —exclamó Samuel asombrado.

—¡Vamos, no seas pusilánime! La vida de ese funcionario es ciertamente importante, la de millones de desgraciados que este invierno, como tantos otros inviernos, mueren de frío y de hambre, ¿te parecen vidas menos importantes? Seguramente ese líquido que quiere probar Bogdánov sea un éxito, no tendrás nada que reprocharte.

—No te comprendo, Andréi. Sabes lo mucho que he estudiado para obtener un título y la suerte que tengo de haber encontrado un trabajo. No puedo permitirme no cumplir con lo que se espera de mí.

Pero Andréi no dio su brazo a torcer.

—Nos veremos en casa de Fiódor Vólkov. Ya sabes que a su edad se une una mala salud y en consideración a ello Dimitri Sokolov no ha tenido inconveniente en que vayamos al terreno de Fiódor Vólkov. Es importante que los judíos dejéis claro que queréis comprometeros con la revolución.

—Creía que nuestro grupo era algo más que unos cuantos judíos, tú mismo eres un ejemplo de que queremos lo mismo que el resto de los socialistas. Te pido que me disculpes, ya me contarás más tarde lo que se haya decidido.

—Tienes responsabilidades, Samuel, no puedes dejarnos en la estacada.

—No voy a dejar a nadie en la estacada, sólo voy a cumplir con mi deber, y mañana mi deber es acompañar a Oleg Bogdánov.

Era la primera vez que discutían. Samuel nunca había manifestado la menor discrepancia con Andréi desde que le conoció siendo un niño. Hasta aquel momento el botánico había tenido más predicamento en Samuel que su propio padre. Y no le gustó ver que quien había sido poco más que un alumno, ahora le tratara de igual a igual.

En casa de Fiódor Vólkov hacía frío pese al calor que desprendían los leños que crepitaban en la chimenea a la que todos acercaban las manos.

Allí estaban reunidas algunas de las personas que con más ahínco defendían la necesidad de hacer una revolución. Diez hombres y tres mujeres discutían con pasión sobre el futuro de Rusia.

Tanto el bibliotecario Sokolov como el propio profesor Vólkov preguntaron reiteradamente por Samuel preocupados de que Andréi no terminara de confirmar su presencia.

—Es importante que esté aquí, ha llegado la hora de actuar.

Pero no se pusieron de acuerdo en qué consistía pasar a la acción. Algunos de los partidarios del profesor Vólkov parecían sentir admiración por otros grupos que propugnaban la violencia, pero el bibliotecario Sokolov se manifestó en contra.

—No cometeremos el error de hacer correr la sangre, el pueblo no nos lo perdonaría. Incluso nos temerían. No, ése no es el camino.

El profesor Vólkov parecía dudar; quizá, decía, había llegado la hora de hacer algo más.

Decidieron reunirse la última noche del año. Cada grupo presentaría un plan de acción, lo discutirían y decidirían, aunque el bibliotecario Sokolov dejó claro que en ningún caso participaría en un acto de violencia.

—Los judíos hemos sufrido demasiada violencia como para hacernos partícipes de la misma. Los campesinos y los trabajadores no seguirán a quienes no sean capaces de vencer con la palabra. Se trata de convencer, no de aniquilar al adversario, en ese caso nos convertiríamos en lo mismo que ellos. Sólo quienes no tienen fe en sus creencias recurren a la violencia.

Más tarde Yuri Vasiliev le contó a Irina detalles de la reunión, comentando que Sokolov no dejaba de pensar como un judío.

—¡Pero tú no querrás hacer daño a nadie! —exclamó ella, preocupada por que Yuri pudiera decantarse por quienes defendían la acción violenta.

—No creo que sea necesario, al menos por ahora, aunque tampoco creo que haya que descartarla. Sin embargo, al bibliotecario Sokolov le resultaría insoportable verse implicado en una acción en la que pudiera derramarse sangre. Él cree que lo que le une a otros hombres es el socialismo, pero en realidad piensa y habla como un judío. ¡Ah!, mi querida Irina, no sabes de lo que te hablo porque tú no eres judía.

—Pero tú…

—Yo renuncié hace mucho tiempo a ser nada más que lo que soy, un hombre que trabaja con sus manos arrancando notas a un violín. Un hombre que sólo quiere vivir en paz con los otros hombres y que lo único que desea es borrar las diferencias. Ser judíos nos hace diferentes, y mientras que el bibliotecario Sokolov cree que es posible construir una sociedad sin diferencias pero en la que cada cual rece a quien quiera siempre y cuando lo haga en la intimidad de su hogar, yo prefiero abolir para siempre cualquier atisbo de diferencia. Quiero acabar con la idea de ese Dios que lleva a los hombres a pelear entre sí por la manera en que se dirigen a él, por los ritos con los que se le acercan. Sokolov quiere un país sin religión oficial, yo quiero un país donde cualquier religión esté proscrita.

—Entonces fracasarás. Los campesinos no renunciarán a Dios, es lo único que tienen, lo que les mantiene de pie.

—Precisamente, Irina, precisamente contra eso también hay que luchar. La religión no es más que superstición. Los hombres libres serán hombres cultos, no importa que sean campesinos o artesanos, y desterrarán de sus vidas los viejos ritos y las leyendas de la Biblia. Aprenderán a pensar y a honrar a la razón.

—Pero… yo… lo siento, no creo que se pueda prohibir a los hombres creer en Dios. Además… bueno, me parece terrible eso que has dicho de proscribir a Dios.

—No he dicho a Dios, sino a la religión, pero tanto da. ¿Sabes, Irina?, creo que nunca serás una buena revolucionaria. Tienes demasiado corazón y lo antepones a la razón.

Se quedaron en silencio durante unos segundos. Irina temía haberle contrariado y perder la confianza que él había depositado en ella. En ocasiones se preguntaba por qué no la había vuelto a invitar a ninguna reunión como aquella a la que asistieron en casa del profesor Vólkov, pero no se atrevía a decírselo. Fue Yuri el primero en romper el silencio que empezaba a pesarles a los dos.

—Si yo te pidiera matrimonio, ¿por qué rito nos casaríamos? Yo soy judío y tendríamos que casarnos de acuerdo con mi religión. Pero para eso el rabino te exigiría que renunciaras a la tuya. Aun así, tardaría meses, quizá años, en aceptarte entre los judíos. Tú eres ortodoxa, ¿crees que el Pope nos daría su bendición? Montaría en cólera ante la sola idea de que pudieras casarte con un judío. Me pediría que me convirtiera. De manera que no podemos casarnos y la única salida que nos dejan es que te convierta en mi amante. Pero yo creo que la decisión de pasar juntos el resto de nuestra vida no les corresponde ni al rabino ni al Pope, sólo a ti y a mí, y sin embargo no nos dejan decidir. Algún día, la voluntad de un hombre y una mujer será suficiente para poder casarse.

Irina había enrojecido. Sentía que le latían las sienes y le sudaban las manos. Instintivamente había retrocedido distanciándose de Yuri. Él se dio cuenta y no pudo evitar una sonrisa.

—No te preocupes, no voy a proponerte que te conviertas en mi amante, era sólo un ejemplo.

—Y como tal lo he tomado —respondió ella intentando que Yuri no se diera cuenta de su malestar.

—Aunque si yo no fuera judío y tú no fueras ortodoxa, quizá te pediría que te casaras conmigo. Mijaíl te quiere como a una madre, en realidad eres la única madre que ha conocido y temo que un día decidas dejarnos.

Ella no respondió. Le incomodaba la conversación y de haber tenido fuerzas se habría ido en aquel mismo instante.

—Voy a atreverme a pedirte un gran favor: si alguna vez me pasa algo, ¿me prometes que te harás cargo de Mijaíl? No tengo mucho, pero lo que tengo está aquí, en este pequeño arcón. Te daré una llave para que puedas abrirlo en caso de…

Irina no le dejó proseguir. Se sentía aturdida por todo cuanto Yuri estaba diciéndole.

—Entiendo que es un gran sacrificio el que te pido, pero eres la única amiga que de verdad tengo, la única persona en quien confío. Sé cómo eres y sólo estaría tranquilo sabiendo que Mijaíl está contigo. Sé que no tengo derecho a pedirte que hagas ningún sacrificio por nosotros, pero…

—¡Basta, Yuri! ¡Basta ya!

—Dime que te harás cargo de Mijaíl… —El tono de Yuri era de súplica.

—No va a pasarte nada, eres su padre y es a ti a quien necesita.

—Pero si algún día me sucediera algo…

—Te doy mi palabra de que cuidaré de Mijaíl, yo también le quiero.

Yuri pareció sentirse satisfecho de la promesa arrancada a Irina.

Mientras transcurrían los días, los discípulos del bibliotecario Sokolov y los del profesor de música Vólkov dedicaron su tiempo libre a escribir lo que a su juicio deberían ser las acciones del futuro. Andréi se encargó de ir recogiendo las propuestas de sus camaradas, incluso invitó a Samuel a que escribiera la suya.

—No tengo tiempo y tampoco estoy seguro de lo que debe hacerse —le respondió Samuel.

—Pero al menos vendrás a la reunión del último día del año. Beberemos un buen vodka y hablaremos. Tendremos que votar lo que ha de hacerse.

—No creo que pueda ir, me he comprometido a asistir a la fiesta de fin de año que ofrecen la condesa Yekaterina y mi amigo Konstantin.

—De manera que prefieres estar con tus amigos ricos que con nosotros. Me decepcionas, Samuel, ¿qué te pasa? Estás cambiando.

Al final Samuel se comprometió a acudir en algún momento a la reunión en casa del profesor Vólkov.

Aquel 31 de diciembre en San Petersburgo no quedaba un centímetro sin nieve. Había nevado desde primera hora de la mañana y continuaba nevando a esas horas en que la ciudad estaba envuelta en sombras.

Samuel estaba nervioso. No había dormido bien y le dolía la cabeza. A mediodía, Josué había acudido a visitarle para regocijo de la viuda Korlov.

Raisa le había ofrecido una taza de caldo caliente y un trozo de tarta de almendras que Josué había aceptado de inmediato.

—¿Qué es eso de que esta noche no vendrás a casa de Konstantin? Nuestro amigo ha preparado una fiesta de disfraces para despedir el año. Mi madre lleva varios días cosiéndome un traje de Arlequín, aunque con el frío que hace más me valdría pedir a tu padre una de sus pieles e ir disfrazado de oso.

—Iré, pero no me quedaré mucho tiempo.

—¿Y qué es eso tan importante que tienes que hacer? ¿Nos ocultas una cita amorosa?

—No, te aseguro que no es algo tan grato como una fiesta o una cita amorosa. No me lo preguntes, Josué, es mejor que no lo sepas.

—¡No puedo creer que tus amigos socialistas hayan convocado una reunión para esta noche!

En su respuesta Samuel dio rienda suelta al malestar que le embargaba y que estaba oprimiéndole el estómago.

—Mis amigos, como tú dices, se toman en serio el futuro de Rusia. Konstantin y tú habláis mucho, pero ¿qué hacéis para cambiar las cosas? Nada, no hacéis nada. Habláis, habláis… Konstantin es un aristócrata y tú el nieto de un rabino, y eso os sirve de excusa para quedaros de brazos cruzados. ¿Cómo os vais a manchar las manos? No, claro, mientras la gente muere de hambre y la miseria recorre Rusia, vosotros cenaréis opíparamente y beberéis champán, servidos por criados que se inclinarán a vuestro paso.

A Josué le dolieron las palabras de Samuel, jamás habría imaginado que en su amigo hubiera algún atisbo de resentimiento.

—¿Qué tienes que reprochar a Konstantin? ¿Que es un aristócrata? ¿Que es rico? Él no ha elegido su lugar de nacimiento. ¿Qué pretendes que haga? ¿Que ponga una bomba en su propio jardín? Tiene obligaciones que son sagradas, como proteger a su abuela y a su hermana. ¿Y yo qué debo hacer? ¿Quieres que entre en la sinagoga y grite que no creo en ningún Dios? Mentiría si lo hiciera. Sí, es verdad que a veces me ahoga el peso de la religión, pero no estoy seguro de que un mundo sin Dios sea mejor que éste.

—¿Qué clase de hombres sois? —preguntó Samuel con rabia.

—Y tú ¿qué clase de socialista eres?

—No vivo en ningún palacio ni organizo una fiesta de disfraces mientras con una mano sostengo una copa de champán y, entre sorbo y sorbo, teorizo sobre las bondades de una Rusia nueva.

—¿Cómo puedes ridiculizar a nuestro amigo? Le describes como un personaje frívolo carente de moral. Konstantin es el mejor de nosotros, generoso, solidario, siempre acude en ayuda de los más débiles y aprovecha su circunstancia familiar para socorrer a cuantos lo necesitan; ya sabes que ha salvado a más de uno de las garras de la Ojrana. ¿Cómo te atreves a juzgarle? —Josué estaba enfadado y sobre todo decepcionado por las palabras de Samuel.

—Pero ¿qué sucede? —La viuda Korlov entró en el salón preocupada por el tono de voz de los jóvenes.

—Nada… nada… perdone, señora Korlov… Josué ya se iba, ¿verdad?

—Sí, así es. Creo que no ha sido buena idea visitarte, estás de mal humor; algo te inquieta y estás desahogándote arremetiendo contra tus amigos. No le diré nada a Konstantin, no comprendería unos reproches que rozan la deslealtad. Creo que has olvidado lo que la familia Goldanski ha hecho por tu padre y por ti. Sólo por eso jamás debería haber salido de tu boca la más mínima crítica hacia él. Pero para no dañarle, no se lo diré.

Samuel se sintió un miserable pero no supo dar marcha atrás y retener a su amigo, pedirle perdón. Estaba enfadado consigo mismo y había sentido la necesidad de pagarlo con los demás. Por la mañana había discutido con su padre, que se había disgustado al saber que no iría a la fiesta de los Goldanski. Ahora había ofendido a Josué y a Konstantin, y estaba a punto de hacer lo mismo con Raisa Korlov, que lo miraba con los ojos entreabiertos dispuesta a explayarse con una buena regañina.

—No es de mi incumbencia, pero me sorprende lo que acabo de oír. ¿Qué es lo que has dicho que tanto ha ofendido a tu amigo para marcharse así? ¿Y qué es lo que recriminas a la familia Goldanski a la que tanto tú como tu padre, y desde luego yo, debemos tanto? Los desagradecidos no entrarán en el reino de Dios.

Samuel no respondió. Dio media vuelta y buscó refugio en la habitación que continuaba compartiendo con su padre.

Isaac había salido a buscar leña porque a la viuda Korlov le preocupaba no tener suficiente para hacer frente al frío que, decía, parecía colarse por los poros de la piel hasta llegar a los huesos.

La noche anterior Andréi había entregado a Samuel unos cuantos papeles con algunas de las propuestas de sus camaradas.

—Léelas, debes saber lo que proponen nuestros amigos.

Samuel buscó los papeles que había ocultado entre las hojas de un viejo libro de botánica, regalo de la condesa Yekaterina. Recordaba el día en que había recibido con emoción aquel libro de manos de la condesa bajo la mirada alegre de Konstantin. El tomo había pertenecido al profesor Goldanski. ¿Cómo podía haber hecho el más mínimo reproche a Konstantin? Era su mejor amigo, tan generoso como lo había sido su abuelo, siempre dispuesto a dar, sin esperar nada a cambio, y él acababa de tacharlo de aristócrata despreocupado y frívolo. Se avergonzó de sí mismo. Esperaba que Josué no le dijera nada a Konstantin.

Tal era su malestar, que por más que su padre y la propia Raisa insistieron no quiso comer el guiso de carne y patatas y la tarta de manzana que había preparado la viuda Korlov.

—¿Vas a despedir el año con el estómago vacío? Eso no te hará bien. Yo sé lo que te pasa, te preocupa la discusión con tu amigo Josué. Sois jóvenes y no hay nada que no pueda arreglarse, aunque no me ha gustado oír decir a Josué que has tenido palabras de reproche para con la familia Goldanski.

—¡Hijo!, ¿qué has dicho? —preguntó su padre.

—No te preocupes, padre, he discutido con Josué por una tontería.

—Pero ¿qué has dicho de los Goldanski? A ellos les debemos nuestra suerte, no se merecen más que nuestra gratitud.

—Lo sé, padre, lo sé… No te preocupes.

Para alivio de Samuel la conversación fue interrumpida por la llegada de Andréi. Entró en el comedor temblando de frío.

—Siento no haber podido llegar antes, pero la nieve impide dar más de dos pasos seguidos.

—¿Tienes hambre? Espero que tú al menos comas algo de mi guiso. Samuel no ha probado bocado —se quejó la viuda.

—Estoy hambriento y no podría resistirme al olor del guiso. No se me ocurre mejor forma de despedirme del año después de un día de trabajo. Tú has tenido suerte —dijo dirigiéndose a Samuel—, hoy te han dado el día libre.

—Llevo toda la semana trabajando —se justificó Samuel.

Cuando Andréi terminó de dar cuenta del guiso de Raisa, le hizo una seña a Samuel para que lo acompañara a su habitación. Una vez allí y después de cerrar la puerta, le miró con preocupación.

—¿Qué te sucede? Estás nervioso y no comer es una estupidez. Le he dicho al bibliotecario Sokolov que acudirás esta noche, que contamos contigo.

—Ya te he dicho que iré. Ahora, perdóname, pero debo ir con mi padre, quiere que juguemos una partida de ajedrez —dijo como excusa para salir de la habitación de Andréi.

Eran más de las diez cuando Samuel se despidió de su padre. Andréi se había marchado poco antes sin decir ni adiós, lo que había provocado un comentario amargo de Raisa.

—Lo menos que podía hacer es desearnos las buenas noches, ni siquiera me ha agradecido el plato caliente —se quejó la mujer.

—Hijo, deberías ir a casa de los Goldanski, al menos el tiempo suficiente para cumplir.

—Ya te he dicho que tengo otro compromiso, pero pasaré a desearles un buen año.

—No quisiera desairar a la condesa… Yo no me encuentro bien de salud, pero tú debes ir, es mucho lo que les debemos.

—¡Por favor, padre, no insistas, ya te he dicho que iré! No podré quedarme mucho tiempo, pero iré.

—Hijo, me preocupa la amargura que destilas esta noche… Yo… no sé… quizá si quisieras contarme lo que te sucede…

—Nada, padre, no me sucede nada extraordinario. No me esperes, llegaré tarde.

—Charlaré con Raisa hasta que se apaguen los troncos que ha puesto en la chimenea.

Samuel estaba a punto de salir de la habitación cuando se dio la vuelta y abrazó a su padre. Isaac respondió al abrazo mientras asomaba en su mirada una sombra de perplejidad.

—Padre, sabes lo mucho que te quiero, ¿verdad?

—¡Cómo no voy a saberlo! Sólo nos tenemos el uno al otro, así ha sido desde que…

—Desde que asesinaron a mi madre, a mis hermanos… Sí, desde entonces no nos hemos separado. Has sido el mejor padre.

Las palabras de Samuel hicieron que Isaac estrechara con más fuerza a su hijo. Intuía que algo le sucedía y aquel abrazo más que de alegría le llenó de aprensión.

Samuel salió de la casa después de haber depositado un beso en la mejilla de Raisa. Para ella, Samuel seguía siendo el niño que tantos años atrás había llegado a su casa.

Hacía frío. Demasiado, pensó. No quería ir a ninguna parte. De buena gana se habría quedado a compartir la velada con Isaac y con Raisa. Su padre tenía razón, estaba irritado, a disgusto consigo mismo sin saber por qué. No le gustaba el tono imperioso que Andréi utilizaba con él. Y aunque no quisiera admitirlo, estaba cansado de aquellas largas reuniones con el bibliotecario Sokolov en las que hablaban y hablaban de un futuro que se le antojaba utópico.

Quizá era egoísta y por eso en aquellos momentos su principal preocupación era hacer bien el trabajo que le encomendaba su maestro, Oleg Bogdánov. Había sido una suerte que le aceptara entre sus ayudantes y no quería desaprovechar la oportunidad de aprender y ser alguien. Porque Samuel se decía que si llegaba a ser un buen químico entonces San Petersburgo le aceptaría. La ciudad se mostraba arisca con quien no era nadie, y ser alguien significaba ser reconocido por lo que uno hacía, a no ser, claro, que uno fuera un aristócrata o un miembro de alguna de las familias más ricas.

Estaba llegando a casa de los Goldanski cuando Irina surgió de entre las sombras. Aunque llevaba un gorro cubriéndole el cabello y una bufanda sobre el rostro, pudo ver el miedo en su mirada.

—Samuel… —murmuró ella.

—Pero ¿qué haces aquí? ¿Cómo es que no estás en tu casa con tu familia?

—Yuri me pidió que me hiciera cargo de Mijaíl porque él… bueno, él tenía algo importante que hacer esta noche. Acordamos que llevaría al niño a mi casa y que mañana él lo iría a recoger, pero ha sucedido algo…

A Irina le temblaba la voz. Samuel se alarmó.

—¿Qué ha sucedido? Dime…

—Fui a por Mijaíl a la hora que habíamos acordado. Yuri quería cenar con su hijo, de manera que quedamos que no iría antes de las ocho. No sé, pero creo que algo le preocupaba… Mijaíl y yo nos fuimos y ya estábamos camino de mi casa cuando me di cuenta de que no había cogido ropa para el niño, ni siquiera un pijama. Dimos la vuelta y cuando llegamos vimos un gran revuelo en el portal. Yo…, bueno, por prudencia decidí pararme antes de acercarnos y… fue horrible… Unos hombres se llevaban a Yuri, lo empujaban y le gritaban… Mijaíl se puso a llorar y a llamar a su padre… Tuve que taparle la boca… Yuri nos vio pero no hizo ni un solo gesto, como si no nos conociera… Esperé a que se marcharan… No sabía qué hacer, no me atrevía a subir a la casa… Ahora Mijaíl está con mi madre, le he contado lo sucedido y ella está asustada… Creo que a Yuri se lo ha llevado la Ojrana.

—¡Dios mío! —exclamó Samuel, asustado.

—No me he atrevido a molestar a Konstantin, pero como sabía que estabas invitado a la fiesta de esta noche he estado esperando hasta verte llegar.

Samuel se quedó en silencio. No sabía qué decirle. Sentía más miedo que Irina puesto que si la policía había ido a por Yuri eso significaba que estaba tras la pista del grupo del profesor Fiódor Vólkov, y precisamente aquella noche era la reunión con el grupo de Sokolov al que él pertenecía. Pensó en Andréi que guardaba parte de las propuestas de acción de los miembros del grupo Sokolov. Tembló al pensar que la Ojrana podía detenerlo. Miró a Irina, ella esperaba que él dijera algo, pero sólo sentía miedo, no sabía ni qué decir ni qué hacer.

—Debes regresar a casa para cuidar de Mijaíl.

—¡No! ¡No! ¡Hay que avisar a los amigos de Yuri!

—¿Y Mijaíl? ¿Vas a dejarle con tu madre? No puedes obligarla a que asuma esa responsabilidad.

—No… claro que no, pero… ¡Dios mío, no sé qué hacer!

—Yo tampoco, no sé cómo ayudarte, además… lo siento, Irina, pero puede que la Ojrana…

—¡Por Dios, Samuel, confía en mí! Sé que, como Yuri, formas parte de un grupo que quiere cambios para Rusia y que esta noche había una reunión.

—¿Él te contó todo eso?

—Sí, Yuri confía en mí, sabe lo que pienso, incluso en una ocasión lo acompañé a casa del maestro Vólkov… ¡Debemos hacer algo!

—Tú no debes arriesgarte, bastante es que tengas en tu casa al hijo de Yuri.

—¡No quiero ir a casa! —La voz de Irina sonaba histérica.

—Necesito pensar… Tengo que volver a casa.

—No, no debes ir a tu casa; si os han descubierto, la Ojrana también irá a por ti.

—¡Pero si yo no he hecho nada! —protestó Samuel.

—¿Y crees que Yuri sí?

No habían dado unos pasos cuando escucharon el ruido frenético de los cascos de los caballos y gritos rompiendo el silencio de la noche.

Intentaron ocultarse entre las sombras, temerosos de que la policía pudiera detenerlos. San Petersburgo parecía estar en vigilia a pesar de la hora.

—Entremos en casa de Konstantin, es el único lugar donde estaremos seguros. —Samuel pareció aliviado al tomar aquella decisión.

Ella apenas dudó. Samuel tenía razón, el único lugar seguro para refugiarse era la mansión de los Goldanski, aunque temía lo que pudiera decir la condesa.

No intentaron pasar por la puerta principal. Fueron directamente al portón de la parte de atrás, por el que entraban y salían los criados y que comunicaba con las cocinas y las dependencias del servicio. El portón estaba entreabierto y aprovecharon para entrar buscando a oscuras la manera de llegar al vestíbulo principal. De la cocina salía un agradable olor a asado, a dulces y a pan, y se escuchaba el ir y venir de los criados.

Caminando despacio se acercaron al salón.

Konstantin se encontraba cortejando a una bellísima mujer a la que Samuel recordaba haber visto en otras fiestas. Josué no le andaba a la zaga y bebía de la copa de champán de una atractiva morena.

No les había dado tiempo de llegar hasta sus amigos cuando escucharon unos golpes insolentes en la puerta principal y las exclamaciones sobresaltadas de los criados.

Uno de ellos entró asustado en el salón gritando: «¡La Ojrana! ¡La Ojrana!».

Samuel llegó hasta donde estaba Konstantin y le miró angustiado.

—Puede que nos busquen a nosotros —susurró mientras señalaba a Irina, que estaba a su lado.

Durante unos segundos su amigo pareció desconcertado, luego mandó a la orquesta que ejecutara un vals y ordenó al criado que retuviera a los agentes de la temible policía en el vestíbulo.

—Tenéis que esconderos… Samuel, ¿recuerdas dónde nos ocultábamos para jugar cuando éramos críos?

Samuel asintió y tiró de Irina obligándole a correr. Bajaron al sótano y abrió una pequeña puerta que daba a un cuarto donde se almacenaba el carbón. Cuando eran pequeños se escondían allí para escapar de Katia, que siempre les importunaba para que jugaran con ella o simplemente por el placer de desesperar a los mayores que los buscaban por toda la casa.

Samuel hizo saltar a Irina por encima de un montón de carbón y luego se quedaron quietos y en silencio el uno junto al otro.

El tiempo parecía haberse enquistado en el reloj. Samuel imaginaba a los policías identificando a los invitados de Konstantin, luego seguiría el registro de la casa hasta dar con ellos.

La puerta se abrió de golpe y pudieron entrever la figura de Konstantin seguido por un par de hombres mal encarados.

—¡Ya les he dicho que este lugar es donde almacenamos el carbón! Pero busquen, busquen…, será divertido ver cómo se tiznan… Busquen…

Escucharon las voces amenazantes de los hombres y la risa de Konstantin y no respiraron hasta que la puerta se volvió a cerrar.

Konstantin regresó con los policías hasta el salón de baile y en su voz se traslucía auténtico enfado.

—Les aseguro que presentaré una protesta ante el primer ministro por el trato que nos están dispensando.

—Usted será el conde Goldanski, pero algunos de sus amigos participan en actividades peligrosas, y puede que esta noche estén entre sus invitados. Además, no sería el primer noble que juega a ser un revolucionario —dijo con voz desafiante el que parecía mandar el destacamento de policías.

—¡Cómo se atreve! No toleraré esta falta de respeto hacia mí ni hacia mi familia cuya lealtad al zar hemos probado en el campo de batalla.

La condesa Yekaterina se había retirado a sus aposentos después de la cena, pero tan pronto supo de la presencia de los agentes de la Ojrana acudió al salón de baile. Todos los invitados estaban en silencio. Los policías les habían ordenado colocarse de espalda contra la pared. Los miembros de la orquesta permanecían inmóviles, temerosos de lo que pudiese suceder.

La condesa apartó con delicadeza a su nieto para encarar la situación.

—Caballeros, aún no nos han informado de lo que sucede ni tampoco por qué han irrumpido en nuestra casa a estas horas de la noche.

El oficial de policía que mandaba el grupo hizo ademán de encararse con ella, pero ya fuera por la frialdad de la mirada de la condesa o por su aplomo, el hombre respondió con menos furia de la que realmente sentía.

—Esta noche un grupo de revolucionarios habían planeado reunirse para dar rienda suelta a sus instintos criminales. Ese grupo conspira para derrocar al zar.

—¿Revolucionarios? Caballeros, ni yo ni mi familia tenemos nada que ver con revolucionarios —dijo la condesa.

—Tenemos ojos y oídos en todas partes y sabíamos que esta noche habían previsto reunirse para aprobar un plan de acción —respondió el hombre que estaba al mando.

—¿Y los buscan ustedes aquí, en mi casa?

—Creemos que algunos de ellos podrían estar entre sus invitados.

—¡Cómo se atreve a acusar a mis invitados! Todas las personas que se encuentran entre nosotros son ciudadanos honorables y, como ha podido comprobar por sus nombres, todos somos leales súbditos del zar.

—Sí, éstos sí, pero ¿no espera a nadie más?

—Presentaré una queja ante el ministerio. Y haré que informen al zar de esta afrenta.

—Puede presentar cuantas protestas quiera. Nuestra obligación es garantizar la paz y el orden en el imperio. —En los ojos del oficial de policía se reflejaba el odio que sentía.

—¿Es necesario hablar aquí delante de todo el mundo? —preguntó Konstantin.

—¿Tiene algo que decir que no pueda ser escuchado por sus invitados? —respondió con sorna el policía.

—Supongo que para usted sería difícil comprenderlo.

El oficial soltó una carcajada profunda que asustó a los presentes aún más de lo que estaban.

—Ya se lo he dicho: tenemos ojos y oídos en todas partes. Esta noche los conspiradores serán míos; de hecho ya lo son, pues hemos detenido a casi todos… y pagarán su traición, ninguno se librará. ¡Ah!, y sea precavido. Tener amigos que simpatizan con causas poco aristocráticas puede llevarle al mismo lugar que a ellos. No es usted más que un medio aristócrata medio judío.

—¡Salgan de mi casa inmediatamente! El zar será informado de su comportamiento. —La condesa estaba pálida pero el tono de su voz continuaba teniendo un tinte de autoridad.

—Sí, al zar le gustará saber que una familia medio judía tiene amigos que conspiran contra él. Rusia es demasiado generosa con sus enemigos. Hay que aplastarlos a todos. Los judíos son el germen de todos los problemas. Hay que arrancarlos de nuestra tierra como se arranca la mala hierba.

—¡Les he pedido que se vayan! Ya han escuchado a mi nieto.

Se fueron. A Konstantin y a Josué les sorprendió que lo hicieran.

—Y ahora continúen bailando. Beberemos una copa de champán… —dijo la condesa Yekaterina a los invitados.

Nadie tenía ánimos de seguir la fiesta pero tampoco se hubiesen sentido seguros abandonando la mansión, de manera que la mayoría optó por quedarse.

La condesa hizo una seña a Konstantin y a Josué para que se reunieran con ella a salvo de las miradas de los invitados.

—Ahora vais a decirme la verdad —exigió la condesa.

—Abuela, te aseguro que ignoro lo que sucede, aunque… Samuel llegó acompañado de Irina poco antes de que lo hiciera la Ojrana. Parecían asustados. Siento haberos comprometido a todos, pero les mandé esconderse en la carbonera.

La condesa se quedó callada intentando encajar las palabras de su nieto.

—Tráeles aquí, pero procura que no les vea nadie, si es que eso es posible.

Samuel e Irina se presentaron ante la condesa con las ropas manchadas de carbón.

—¿Y bien? Exijo una explicación. —Los ojos de la condesa destellaban ira.

—Lo siento, no debimos venir aquí, no tengo derecho a comprometerles.

—Quiero la verdad, Samuel: ¿eres un revolucionario?

—No… en realidad no lo soy… Bueno, creo que Rusia debe cambiar pero nunca por la fuerza.

—¡Déjate de sutilezas y dime la verdad! —gritó la condesa.

—La verdad, señora, es que esta noche pensaba atender a la invitación de Konstantin y pasar un buen rato en vuestros salones. Pero la verdad también es que un grupo de amigos me esperaban para participar en una reunión en la que hablaríamos de cómo lograr que Rusia se parezca a otros países como Alemania o Gran Bretaña y cómo ayudar al pueblo a salir de su miseria. Ésa es la verdad. Aunque os juro que nunca jamás movería un dedo contra el zar.

—¿Y tú, Irina?

—¿Yo? Yo no he hecho nada, aunque estoy de acuerdo con que las cosas deben cambiar, el pueblo sufre, condesa…

—Ya. De manera que tú también ibas a participar en esa reunión a la que estaba invitado Samuel cuando se fuera de mi casa.

—No, yo no estaba invitada. Sólo tenía que hacerme cargo de Mijaíl, el hijo de Yuri Vasiliev, pero a Yuri lo ha detenido la Ojrana y no sabía qué hacer, por eso busqué a Samuel…

La condesa cerró los ojos durante un segundo como si quisiera encontrar respuestas a lo que debía hacer.

—Mi esposo se habría sentido muy decepcionado por tu comportamiento —dijo clavando su mirada en Samuel.

—Lo siento, me avergüenzo de haberos puesto en esta situación. Nos iremos ahora mismo y espero que algún día podáis perdonarme por lo que he hecho.

—¿Sabes?, no sé si podré hacerlo. Te hemos tratado como si fueras de nuestra familia y tú… tú te has atrevido a colocarnos en esta situación, a traicionar nuestra confianza, a ponernos en peligro. No te mereces nuestro aprecio. Lo siento por tu padre, es un buen hombre como lo era tu abuelo.

Samuel bajó la cabeza. Se sentía avergonzado y a duras penas contenía las lágrimas.

—Abuela, Samuel no ha hecho nada malo, ¿acaso es malo desear un futuro mejor para Rusia?

—Lo que ha hecho es traición. Nos ha traicionado a nosotros y pretendía traicionar al zar. Pero, ¿sabes, Samuel?, yo no traicionaré a tu padre, y por afecto hacia él no te entregaré a la Ojrana. Te irás de mi casa, no quiero volver a verte. Y a ti, Konstantin, te prohíbo que tengas relación con Samuel o con cualquiera que ose poner en peligro la tranquilidad y el prestigio de nuestra casa. Y tú, Irina, no vuelvas. No necesitamos una profesora de piano como tú. En realidad hace tiempo que Katia insiste en que la liberemos de unas clases que no le interesan.

—Abuela… permíteme ayudarle. Es mi mejor amigo, no podría soportar que lo detuviera la Ojrana —dijo Konstantin con voz de súplica.

—No, Konstantin, no te permito tener amistad con ningún revolucionario. Despedíos para siempre y creedme si os digo que jamás imaginé este final.

Salieron de la estancia sin que Konstantin ni Samuel encontraran las palabras para la despedida.

—Corres peligro, Samuel, debes huir —dijo Josué, devolviéndoles a la realidad.

—¿Huir? No… no puedo huir, no puedo dejar a mi padre y tampoco sabría dónde ir —respondió Samuel sintiendo que un frío intenso le recorría la espalda.

—Si no huyes te detendrán, no tienes opción. Y tú, Irina, también corres peligro. Los porteros le habrán dicho a la policía que trabajas para Yuri y que te haces cargo de su hijo. Irán a buscar a Mijaíl para llevarle a algún orfanato —sentenció Josué.

—¡Pero yo no puedo irme! ¡No he hecho nada! ¡No pueden detenerme por cuidar a un niño!

—No sé cuánto sabes sobre las actividades de Yuri, pero la Ojrana te obligará a que les cuentes hasta la última palabra. No tardarán en encontrarte —le aseguró Josué.

—¡Basta, Josué, no los asustes! —intervino Konstantin—. Amigos míos, creo que debéis seguir las recomendaciones de Josué. Yo os ayudaré a escapar, pero debéis hacerlo. No os engañéis, si la policía ha ido a por Yuri y luego ha venido a buscarte a mi casa es porque saben los nombres de todos los que formáis parte de ese grupo. Os detendrán. La decisión es sencilla: os quedáis en Rusia en una prisión de la Ojrana, o bien os escapáis para ser libres y eso implica que tú, Samuel, tienes que dejar a tu padre, y tú, Irina, a tu madre. En cuanto a Mijaíl, el pobre niño terminará en un orfanato, aunque puede que aún haya tiempo de ir a por él, estoy seguro de que por ahora la Ojrana estará poniendo todo su empeño en detener a todos los miembros del grupo, y tú, Irina, sólo eras la criada de Yuri. Sí, puede que aún haya tiempo de que vayas a buscar a Mijaíl.

Establecieron un plan. Josué se empeñó en acompañar a Irina hasta su casa para recoger a Mijaíl y Samuel insistió en que no se iría sin despedirse de su padre, luego se reunirían en las cocheras de la casa de Konstantin donde él les procuraría un carruaje para que salieran aquella misma noche de San Petersburgo.

—Es una temeridad que vayas a tu casa, no lograrás nada si te detienen —le dijo Josué a Samuel.

—No puedo irme sin decírselo a mi padre.

Samuel no vio a nadie sospechoso merodear por las proximidades de la casa. Subió deprisa las escaleras hasta el piso. Samuel se acordó de Andréi. ¿Lo habrían detenido?

La casa estaba en silencio y a oscuras, pero de inmediato se dio cuenta de que algo había pasado. El velador del vestíbulo estaba tirado, un jarrón yacía a su lado hecho añicos, y las acuarelas de la pared habían sido arrancadas y pisoteadas.

Encontró a Raisa Korlov sentada en el salón con la mirada perdida y los ojos enrojecidos por las lágrimas. La mujer temblaba y no pareció darse cuenta de su llegada.

Todos los muebles habían sido derribados, las cortinas arrancadas, los delicados marcos con los retratos de familia habían sido destrozados por una mano perversa.

Samuel cerró los ojos y durante unos segundos recordó vívidamente aquel día tantos años atrás en que encontraron su casa quemada, con todos los enseres hechos añicos. Entonces él era sólo un niño y había hecho lo imposible por olvidar. Aquel día había perdido la inocencia y sobre todo la fe. ¿Qué clase de Dios era el que no había detenido la mano asesina que arrebató la vida de su madre y sus hermanos? Y ahora volvía a encontrarse con la larga mano de la destrucción.

—¿Y mi padre? ¿Dónde está mi padre? —preguntó a la viuda zarandeándola para sacarla de su ensimismamiento.

Pero Raisa parecía no escucharle. Ni siquiera le miraba.

La habitación que ocupaba con su padre también había sido arrasada. La ropa estaba esparcida por el suelo, así como los libros que su padre y él guardaban como joyas, cientos de hojas aparecían pisoteadas y, de repente, Samuel sintió que se le aceleraban los latidos del corazón. Buscó dentro del escritorio que su padre había comprado para que pudiera estudiar. Estaba vacío, se habían llevado hasta la pluma que el profesor Goldanski le regaló cuando ingresó en la universidad.

«Estoy perdido», pensó. En uno de los cajones de aquel escritorio guardaba celosamente todos los papeles que tenían que ver con sus actividades clandestinas, aunque se había asegurado de cerrar el cajón con llave.

¿Cómo podía ser tan estúpido de haber escondido en su casa las pruebas que le incriminaban como enemigo del zar?

Y aquellos papeles le comprometían aunque sólo fuesen reflexiones sobre la miseria que padecían los campesinos y la necesidad de un gobierno más atento a las necesidades del pueblo. Regresó al salón y estrechó la mano de la viuda Korlov entre las suyas.

—Lo siento… lo siento mucho. Necesito saber qué ha pasado… ¡Por favor! —le rogó esperando que la mujer reaccionara.

Pero Raisa Korlov parecía haber dejado a su mente vagar por otro mundo que no era el de su propia casa. Samuel se dio cuenta de que aquella mujer amable y vivaracha, que le había despedido hacía unas horas llena de vida, se había transformado en una anciana.

Fue a buscar un vaso de agua y un calmante, y la obligó a tomarlo mientras le acariciaba el cabello intentando tranquilizarla. Luego la llevó hasta su cuarto y la ayudó a estirarse en la cama sobre la colcha desgarrada.

—Por favor, Raisa, necesito saber dónde está mi padre.

Sentado junto a ella y meciéndola en sus brazos esperó paciente a que la mujer reaccionara.

—Se lo llevaron —musitó al cabo de un buen rato.

—¿Dónde?

—No lo sé… era la Ojrana…

—¿Qué buscaban? ¿Por qué se llevaron a mi padre?

—Te buscaban a ti. Andréi les dijo que habías ido a casa de los Goldanski, que seguramente te habías escondido allí.

—¿Andréi? ¿Él estaba aquí cuando llegó la Ojrana?

Ella volvió a sumirse en el silencio y Samuel le apretó la mano suplicándole que hiciera un esfuerzo para recordar lo sucedido.

—Andréi había regresado a casa. Preguntó por ti. Tu padre ya se había retirado y yo estaba tejiendo, no tenía sueño y no me había acostado. Le pregunté cómo era que regresaba tan temprano, le creía en alguna celebración con sus amigos. Me respondió que estaba cansado. Yo le noté raro… nervioso, sólo hacía que dar vueltas de un lado a otro, mirando de cuando en cuando a través de los visillos. Era medianoche y yo estaba a punto de acostarme cuando oímos unos golpes en la puerta gritando que abriéramos de inmediato. Fue lo que hice, abrir y… entraron unos hombres, me empujaron… dijeron que eran de la policía y que te buscaban a ti… Tu padre se había despertado con los gritos y los golpes y salió de vuestro cuarto. Preguntó qué sucedía y ellos… le empujaron y… uno le golpeó mientras le exigía que se identificara. Tu padre les entregó su documentación preguntándoles qué buscaban, que debían de estar aquí por error. Ni le escucharon, comenzaron a destrozar la casa… Ya ves, han acuchillado hasta los colchones…

—¿Y Andréi? ¿Qué hacía Andréi?

—Estaba quieto, asustado, aunque esos hombres le ignoraban. Yo empecé a gritar suplicándoles que no destrozaran mi hogar, pero ellos… me empujaron, me tiraron al suelo diciendo que si continuaba gritando me llevarían detenida y no volvería a ver la luz del día. Tu padre intentó ayudarme pero a él también le golpearon… Los agentes entraron en vuestro cuarto y al cabo de un rato uno de ellos salió con unas cuantas carpetas y papeles en la mano. «¿De quién son estos papeles?», preguntó. «Aquí están las pruebas de la conspiración.» «¿Dónde está Samuel Zucker? Es un terrorista… y nosotros sabemos cómo tratar a los terroristas, a los que conspiran contra el zar.» Tu padre se levantó como pudo del suelo y… bueno, dijo algo para mí inesperado: «Esos papeles son míos, nada tienen que ver con mi hijo. A Samuel no le interesa la política, es químico. Esos papeles son míos. Díselo tú, Andréi». Andréi estaba pálido, sin saber qué hacer, pero de repente asintió: «Sí, esos papeles son de él». El policía soltó una risa que nos estremeció y dijo que ya cogerían al hijo pero que mientras tanto se quedaban con el padre. Isaac no dejaba de jurar que todas aquellas carpetas y papeles eran suyos. «Andréi, tú me conoces, sabes cómo pienso, díselo a estos hombres, diles que mi hijo es inocente, que los papeles son míos, soy yo el único culpable, díselo…» Uno de los hombres volvió a golpearle y lo tiró al suelo, luego otro le dio una patada en la cabeza y yo pensé que le habían matado. Andréi… Andréi no hacía nada, miraba en silencio… Los hombres terminaron de buscar por todos los rincones de la casa, vaciaron hasta el aparador tirando al suelo la vajilla… Cuando ya lo habían destrozado todo se marcharon llevándose a tu padre.

—¿Y Andréi?

—Le dijeron que los acompañara. Antes de irse, uno de los policías me amenazó: «Así que ésta es una casa de terroristas. Ya vendremos a por ti, vieja», y me tiró al suelo dándome una patada.

Raisa Korlov parecía más tranquila, el calmante empezaba a hacerle efecto y los ojos se le cerraban. Samuel calculó que la mujer dormiría unas horas antes de volver a enfrentarse con la desolación. La veló hasta que se durmió mientras se decía que tal y como había relatado los hechos la viuda Korlov, el comportamiento de Andréi había sido muy extraño.

Salió del cuarto de Raisa sin saber qué pasos dar, consciente de que su padre se había sacrificado por él, y que sin la protección que Konstantin le había brindado, en esos momentos estaría detenido en un calabozo de la Ojrana. Sólo la condesa y Konstantin podrían ayudarle a averiguar qué había sido de su padre, pero la condesa Yekaterina había dejado bien claro que ella debía pensar en su familia.

Buscó ropa limpia y se aseó con los restos de un trozo de jabón. Estaba decidido a presentarse en el cuartel de la Ojrana. Se entregaría y salvaría a su padre. Él había querido sacrificarse, entregar su vida a cambio de la suya, pero Samuel no lo iba a permitir. Tenía que pagar su culpa, no podía dejar ni un segundo más a su padre en manos de la temible policía del zar. Su padre le había demostrado una vez más cuánto le quería y se sintió un miserable por no haber sido capaz de ahorrarle tanto dolor.

Se disponía a salir cuando escuchó unos golpes suaves en la puerta de entrada y una voz tenue diciendo su nombre.

Cuando abrió se encontró a Josué, que llevaba de la mano a Irina, y ésta a Mijaíl, el hijo de Yuri, en brazos.

Les hizo pasar al salón y a Josué le bastó una mirada para comprender lo sucedido.

—¡Son unos bárbaros! —exclamó indignado.

—Se han llevado a mi padre. Encontraron algunos papeles que guardaba de nuestras reuniones. Mi padre confesó que eran suyos para exculparme y librarme del peligro. Voy a entregarme. No puedo permitir que pague por lo que no ha hecho.

—¡Pero te torturarán! ¡Te harán confesar! —La voz de Irina estaba cargada de miedo.

—¿Confesar? Procuraré no perjudicar a nadie, pero te aseguro que asumiré mi responsabilidad, no permitiré que mi padre pague por mi causa.

—Mi casa estaba revuelta. No han dejado nada en pie. Mis padres están aterrorizados, aunque no se llevaron al niño… Les he pedido que se vayan hoy mismo de San Petersburgo, mi madre tiene una hermana que vive en el campo —dijo Irina.

—¿No guardabas nada que te pudiera comprometer?

—Yo no he hecho nada, sólo sé las cosas que me contaba Yuri y… bueno, pienso que debe de haber un traidor entre vosotros, alguien os ha traicionado…

—Creo que es Andréi —respondió Samuel.

—¿Andréi? ¡No es posible! Es la mano derecha del bibliotecario Sokolov —exclamó Irina.

—Andréi estaba aquí esta noche cuando vino la Ojrana y, según me ha contado Raisa Korlov, su comportamiento ha sido muy extraño. Además… bueno, al parecer había cierta familiaridad entre esos matones y Andréi. Fue él quien les dijo que podían encontrarme en casa de la condesa Yekaterina.

—No puede ser… —reiteró Irina.

—Si me lo permites, Samuel, te acompañaré al cuartel, preguntaremos por tu padre, veremos cómo está la situación y luego decides qué hacer —propuso Josué.

—No, amigo mío, no quiero comprometerte. Sabes que me detendrán y si me acompañas sospecharán de ti. En cuanto a lo que debo hacer…, ¿permitirías tú que tu padre sufriera injustamente por tu causa? No soy un héroe y sé lo que me puede pasar, pero he de asumir mi responsabilidad. Tú sí puedes hacer algo por mí: salva a Irina, tarde o temprano irán a por ella. Yo… no sé cuánto tiempo seré capaz de aguantar la tortura… Dicen que con la Ojrana todos terminan hablando…

El pequeño Mijaíl escuchaba muy quieto la conversación de los mayores. No tenía más de cuatro años pero parecía darse cuenta de que aquél era un momento trascendental en la vida de los amigos de su padre y en la suya propia.

—Déjame que te acompañe…, de algo te serviré —insistió Josué.

—Lo único que conseguirás es que te detengan a ti también; además, no podemos dejar a Irina a su suerte… —insistió Samuel.

—Y no lo haremos. Volveremos a casa de los Goldanski, espero que la condesa aún esté descansando. Konstantin nos ayudará. Irina tiene que marcharse de Rusia de inmediato.

—Pero ¡qué dices! No puedo marcharme, ¿adónde iría? Tengo que cuidar de Mijaíl… Yuri está detenido, no sé qué le pasará…

—Sabes bien lo que va a pasar. Si piensas en Yuri, entonces llévate a su hijo, es lo único que puedes hacer por él. —El tono de voz de Josué no admitía réplica.

—Yo quiero ir con mi padre. —Mijaíl tiraba de la falda de Irina y en su mirada se reflejaba miedo, un miedo profundo a perder a su padre.

—Iremos a casa de Konstantin, es lo mejor —dijo Josué mientras daba por zanjada la conversación.

Samuel entró en el cuarto de Raisa Korlov para despedirse. Le tranquilizó verla dormida, aunque el sueño fuera agitado, habitado como estaba por la pesadilla de la Ojrana destrozando su casa. No pudo evitar sentirse un miserable por haber llevado tanto dolor a aquella casa donde había crecido envuelto por el amor de su padre y los cuidados y mimos de las viudas Korlov, la sagaz Alina, ya fallecida, y la buena de Raisa, siempre dispuestas a ayudarle.

Aún tardaría un buen rato en despertarse y pensó que le hubiera gustado ayudarla a recomponer los restos de lo que había sido un hogar, pero sabía que en pocas horas estaría cautivo en manos de la policía.

Cuando llegaron a las caballerizas de la casa Goldanski, Samuel e Irina se escondieron tal y como les había indicado Josué que lo hicieran. Les favorecía que aún no había amanecido y que la mayoría de los criados dormían profundamente después de haber bebido en abundancia para celebrar el año nuevo. Josué se dirigió a la entrada principal, donde un criado le dijo que la familia estaba descansando. Pero Josué insistió en que despertaran a su amigo. La fiesta había terminado antes de lo previsto. Nadie se sentía con demasiados ánimos después de la irrupción de la Ojrana. Konstantin siguió a Josué hasta las caballerizas.

—Han detenido a mi padre. —Samuel le explicó lo sucedido en las últimas horas.

Konstantin escuchaba en silencio con el gesto contrito y los ojos enrojecidos por el cansancio.

—Despertaré a mi abuela. Ella tiene gran aprecio por el bueno de tu padre, quizá pueda hacer valer sus influencias en la corte… Aunque no lo sé, ya sabes que está muy enfadada… Me ha prohibido volver a verte…

—Tu abuela tiene razón, sólo os causaría problemas. Ahora debo irme, no puedo dejar de pensar que mi padre esté siendo torturado por esos salvajes, debo ir de inmediato.

Sin embargo, Konstantin insistió en despertar a su abuela, les hizo aguardar un buen rato hasta que la condesa Yekaterina acudió al salón.

Ya era anciana y aquella mañana se la veía empequeñecida y agotada por los acontecimientos de la noche.

—Esperaba no volver a verte. Mi nieto me ha explicado la situación. No debería comprometer a mi familia, pero lo haré por tu padre. A media mañana iré a ver a una querida amiga de mi familia cuyo marido está bien relacionado en la corte. Antes sería indecoroso presentarme de improviso. En realidad su familia está emparentada con la de Konstantin Pobedonóstsev, el tutor del zar. No te prometo nada. Bien sabes que Konstantin Pobedonóstsev tiene una gran influencia en el zar Nicolás, al que aconseja mostrarse firme ante cualquier intento de cambio. Los revolucionarios son tratados como los peores delincuentes y es difícil obtener clemencia. Sabes, Samuel, que mi esposo fue un hombre justo pero inteligente, conocía bien los problemas de Rusia, pero sabía cuáles eran los límites, de manera que hizo lo posible por ayudar, por aliviar a los necesitados, por influir para que algunas cosas cambiaran y… bien, sabes que ayudó a cuantas personas pudo pero nunca puso en peligro a su familia, ¿qué habría ganado con ello?

Samuel no respondió. Bajó la cabeza mientras se mordía el labio inferior. Sintió la mirada intensa de la condesa.

—Te detendrán, Samuel, y no quiero que lo hagan en mi casa, de manera que debes marcharte. En cuanto a Irina, estoy de acuerdo con Josué, debe huir lo antes posible. Konstantin, dale cuanto necesite y procúrale un carruaje que la ponga a salvo, pero no un carruaje de los nuestros, sería demasiado peligroso…

—¡No me iré! —exclamó Irina mientras Mijaíl se abrazaba con fuerza a sus piernas y empezaba a llorar.

—Entonces, hija mía, no podemos hacer mucho más por ti ni por este niño del que ahora eres responsable. Si te quedas te detendrán, te torturarán y… perderás la vida. Si eso es lo que quieres, así sea, pero no me dejas otra opción que pedirte que salgas de mi casa de inmediato. No deberíais haber regresado. —La condesa Yekaterina hablaba con gran serenidad.

—Abuela, yo me ocuparé, ahora ve a ver si podemos salvar a Isaac… Y… bueno, recuerdo que el abuelo también tenía cierta amistad con el tío del zar, Sergei Alexandrovich Romanov; acaso él tenga más influencia en la corte…

—No puedo presentarme ante Sergei Alexandrovich sin más.

—Iré al cuartel general de la Ojrana. Condesa, os suplico que digáis a vuestros amigos la verdad, que yo soy el único culpable y que mi padre ha asumido mi culpa para protegerme. Si decís la verdad será más fácil salvarle.

—Está en manos de la Ojrana, de manera que… no, no será fácil salvarle, y tampoco a ti —respondió la condesa.

—¡Abuela, te suplico que hagas lo imposible! —Konstantin había cogido la mano de la condesa llevándosela al corazón.

—Sólo Dios hace milagros. Samuel, si decides acudir al cuartel general de la Ojrana no te lo reprocharé. No quiero ni imaginar lo que estará sufriendo tu padre… En cuanto a ti, Josué, creo que no deberías comprometerte si no quieres poner en peligro a tu familia. Aunque me duela decirlo, eres judío y tu abuelo es un rabino conocido. No hace falta que te recuerde lo que en Rusia significa ser judío…, y el hecho de que seas amigo de Samuel y de Irina… No, no deberías comprometer a tu familia.

—Es mi deber. No puedo abandonar a mis amigos —respondió con firmeza Josué.

—No podrás hacer nada. Te he dado un consejo como si fueras mi nieto, pero no puedo retenerte. Ahora insisto en que os marchéis de mi casa, no quiero ser cómplice de vuestras locuras.

Apenas salió la condesa, Mijaíl se puso a llorar de nuevo. El niño pedía a Irina que lo llevara junto a su padre, pero ella ni siquiera le escuchaba.

Konstantin estaba decidido a ayudar a su amigo y por tanto a desobedecer a su abuela, de manera que logró convencer a Samuel para que se escondiera en las caballerizas hasta mediodía a la espera de que su abuela pudiera interesarse por la suerte del viejo Isaac.

—Mientras tanto, organizaremos el plan de huida de Irina. Voy a mandar alquilar un carruaje. Debe ser discreto para no llamar la atención. Un criado de mi confianza servirá como cochero.

—Pero ¿adónde irá? —preguntó Josué por Irina, que permanecía en silencio con la mirada perdida.

—A Suecia, desde allí podrá viajar hasta Francia o Inglaterra. Con algo de dinero Irina saldrá adelante —respondió Konstantin.

—Pero ¿no sería mejor que fuera a Odessa y de allí en barco a Inglaterra?

—Suecia está más cerca. Es la salida natural —afirmó Konstantin.

—¿Te olvidas de Mijaíl? —le recordó Josué.

—Irá con ella a la espera de que Yuri… Aunque la decisión le corresponde a Irina, o llevarse con ella a Mijaíl, o buscar a algún familiar lejano de Yuri, o bien el pequeño tendrá que ir a alguna institución…

—¡No! —gritó Irina—, ¡no me separaré del niño! Yuri me hizo jurar que si algo le ocurría cuidaría de Mijaíl. Pero me quedaré aquí; si algo me ha de pasar, aunque sea la muerte, que sea aquí.

—No insistas en tu cita con la muerte, es una cita que ninguno podemos esquivar, pero no debemos provocarla. Y si vas a hacerte responsable de Mijaíl, entonces con más motivo tienes que marcharte. Si te quedas terminarán deteniéndote y al niño lo enviarán a un orfanato, todos sabemos que Yuri no volverá… —Las palabras de Josué fueron como golpes secos en el ánimo de todos ellos.

Las horas se les hicieron eternas. Konstantin les llevó algo de comer y beber y les instó a permanecer en silencio. Iván, el encargado de las caballerizas, era un hombre mayor que le profesaba gran afecto. Tiempo atrás había sido su profesor de equitación, y después de quedarse cojo por culpa de una caída del caballo, Konstantin insistió a su abuela para que le diera un techo y un trabajo con el que pudiera ganarse la vida. El hombre se lo agradeció con una lealtad absoluta, de manera que se encargó de que nadie les molestara en las caballerizas.

Poco antes de la una, Konstantin regresó.

—Lo siento…, no tengo buenas noticias. El esposo de la amiga de mi abuela se ha mostrado tajante: es una temeridad intentar ayudar a los enemigos del zar. Le ha dicho que en los próximos días habrá más detenciones, y, ¡cómo vuelan las noticias!, a estas horas ya sabía que la Ojrana había estado anoche en nuestra casa. Amablemente le ha recordado que mi difunto abuelo era judío y que no es la primera vez que hay judíos participando en algunas de las conspiraciones contra el zar, de manera que nos ha advertido que seamos prudentes. La despidieron de manera poco cortés, incómodos por la visita. ¡Ah!, y también le han dicho que la Ojrana está muy bien informada sobre los grupos revolucionarios, y han sugerido que seguramente en estos grupos siempre hay quien sirve de ojos y oídos para la policía… De manera que te detendrán. Se han llevado a tu padre sabiendo que es inocente, es su manera de empezar a torturarte. Debes huir, márchate con Irina y no vuelvas nunca jamás.

—No, eso no puedo hacerlo. Iré de inmediato a entregarme. Liberarán a mi padre, tienen que hacerlo, es inocente.

Konstantin no logró convencer a Samuel ni tampoco a Josué para que no le acompañara.

Se despidieron y Konstantin aseguró a sus amigos que él organizaría la fuga de Irina para que se marchara cuanto antes.

Samuel y Josué caminaron en silencio perdidos ambos en sus pensamientos habitados por el temor. Estaban a dos manzanas del cuartel general de la Ojrana cuando se tropezaron con Andréi. Samuel se acercó a él y le agarró con violencia de un brazo.

—¡Tú eres el traidor! ¿Dónde está mi padre? —Gritaba sin importarle la mirada asombrada de los que pasaban por la calle.

—¡Calla, imprudente, calla! ¿Quieres que nos detengan a todos? ¡Suéltame! —Andréi empujó a Samuel y Josué tuvo que ponerse entre ambos para evitar que estrellaran los puños el uno contra el otro.

—¡Estáis locos! No deberíamos llamar la atención, y tú, Andréi, tienes que explicarte, y si eres un traidor…, tarde o temprano lo pagarás —afirmó Josué.

—Iba a buscarte para advertirte. Tienes que escapar y… lo hecho, hecho está —dijo Andréi.

Josué le agarró del brazo y sin soltarle le conminó a caminar mientras Samuel los seguía intentando contener la rabia.

Caminaron hasta un parque cercano donde no pasaba nadie ya que había comenzado a nevar. Se guarecieron bajo las ramas de un árbol y allí, tiritando de frío, Josué obligó a Andréi a explicarse.

—Así que eres un traidor —le espetó Josué.

Andréi bajó la cabeza avergonzado y luego miró a ambos desafiándolos.

—Nunca he sido un revolucionario. Pero al trabajar con el bibliotecario Sokolov la Ojrana pensó que podía serlo. Un día me llevaron a su cuartel general. Podéis imaginar que me di por muerto. Me condujeron a una celda llena de restos de miseria humana, el olor a orín impregnaba las piedras desnudas de las paredes. Ni siquiera tenía donde sentarme. Allí estuve unas cuantas horas escuchando los gritos de otros hombres suplicando la muerte porque no podían soportar un segundo más de dolor. Sabía que debía prepararme para la tortura, para ser uno más de esos pobres desgraciados, pero tenía miedo, sabía que no sería capaz de resistir ni uno solo de sus golpes. Sobre todo me lamentaba de que fueran a torturarme sin ser yo un revolucionario.

»Al cabo de unas horas fueron a buscarme y me llevaron a una sala donde me esperaba un hombre. Me dijo que uno de sus informantes de la universidad había oído que Sokolov tenía gran predicamento entre los jóvenes y me preguntó si yo participaba de las reuniones donde se conspiraba contra el zar. Dije la verdad, que el grupo de Sokolov estaba formado en su mayoría por estudiantes judíos y que yo no era judío. Me dijeron que debía ganarme su confianza, convertirme en uno más e informarles. Aquel policía no me puso la mano encima, pero sus ojos de hiena eran suficientes para atemorizarme.

»“Tu padre es buen herrero y tu madre, una buena mujer. ¿Crees que les gustaría estar aquí? Confesarán, claro, confesarán cualquier cosa que les pidamos que confiesen esperando que así mis hombres les dejen en paz. Pero ¡qué vale un herrero y una campesina! Así que una vez que confiesen, ¿por qué malgastar un rublo teniéndoles en una cárcel? Tiraremos sus cadáveres a los perros. ¿Quieres evitarlo?”

»No me resistí. Juré que les ayudaría. El hombre me escuchó sin inmutarse y de repente se acercó a mí tanto que podía oler su aliento. Entonces me dijo que había elegido bien, que había elegido entre la vida y la muerte, la mía y la de mis padres. Salió del despacho y al poco entraron dos hombres que me condujeron hasta otra estancia. Abrieron la puerta y allí estaba mi madre llorando, de pie, con el cuerpo pegado a la pared. Tres policías se reían de ella. La habían obligado a desnudarse y ella intentaba ocultar sus pechos secos con los brazos. También estaba mi padre. Tenía las manos y los pies atados… No sé si mi madre me vio, pero no pude soportar la mirada de mi padre, una mirada cargada de vergüenza.

»Volvieron a llevarme al despacho de aquel hombre que parecía el jefe.

»Lloré pidiéndole que liberaran a mis padres, le dije que haría cualquier cosa. Hasta ahora no habían detenido a nadie del grupo de Sokolov pero querían dar un escarmiento, demostrar que nadie está seguro. Ellos saben de ti, Samuel, yo les di tu nombre. Anoche, cuando fueron a detenerte, no estabas en casa. Se pusieron furiosos y al registrar encontraron tus papeles y tu padre les juró que eran suyos, que tú eras inocente, que era él quien luchaba contra el régimen. Nos llevaron a los dos. Tu padre me suplicó en un susurro que le denunciara para exculparte a ti y… —Andréi no pudo reprimir un sollozo— me dijo que sólo me perdonaría si te salvaba. Y me amenazó, regresaría de la tumba, dijo, para cobrarse venganza si no te exculpaba.

»A él se lo llevaron e hicieron que me quedara allí. Estaban furiosos por no haber logrado detenerte. Luego fueron a por Irina, pero tampoco la encontraron. A tu padre le han torturado con más saña aún porque juraba que tú eras inocente y él era el único culpable. Entonces yo… bueno, no puedo deshacer el daño causado, pero les dije que aunque yo les había dado tu nombre en realidad no tenías un papel importante dentro de la organización, que era tu padre quien te había metido sus ideas revolucionarias en la cabeza… El policía me dijo: “El judío ha muerto jurándolo, pero no decía la verdad, y tú tampoco. ¿Acaso quieres correr su misma suerte?”.

El grito de Samuel hizo rechinar las ramas bajo las que se cobijaban. Josué apenas tuvo tiempo de sujetar a su amigo, que se había agarrado al cuello de Andréi con las dos manos apretándolo con fuerza. En los ojos de Samuel sólo había odio, un odio profundo impregnado de lágrimas.

—¡Suéltale! ¡Suéltale! ¿Quieres ser como él? ¡Por Dios, suéltale! —Josué logró separar a Samuel del cuello de Andréi, que tenía el rostro descompuesto y apenas podía respirar. Luego abrazó con fuerza a su amigo en un intento por confortarle mientras intentaba secar sus lágrimas—. Tu padre ha entregado su vida para salvar la tuya. No conviertas en inútil su sacrificio… —intentó consolarle Josué.

Andréi les miró asustado, pero continuó su relato.

—El policía me dijo que tu padre estaba loco, que no dejaba de repetir: «Hijo, el año que viene en Jerusalén», que ésas fueron sus últimas palabras antes de hundirle por última vez la cabeza en una tina de agua y que le reventara el corazón. El año que viene en Jerusalén. Para vosotros los judíos eso significa algo, ¿no?

Pero Samuel no respondió, no sabía cómo hacer brotar las palabras, ni siquiera sabía si respiraba. Josué le apretaba contra su pecho impidiendo que se moviera, intentando transmitirle afecto y protección.

—Eres un miserable, deberías estar muerto —acertó a decir Samuel zafándose del abrazo de Josué.

—Sí, lo sé. Soy un cobarde, un miserable. Os he traicionado no sólo por evitar el sufrimiento a mis padres, también por mí; tengo miedo, los gritos de los torturados rechinan en mi cerebro.

—Así que trabajas para la Ojrana —dijo Josué afirmando lo evidente.

—Les pertenezco.

—¿Crees que estás a salvo? No, no lo estás, pronto se sabrá que has traicionado a tus amigos, y todo el mundo te volverá la espalda, y entonces ¿qué crees que harán contigo? Ya no les servirás para nada. —Las palabras de Josué hicieron que a Andréi se le contrajera el gesto.

—Hoy estoy vivo y mis padres también. Mañana… quién sabe lo que sucederá mañana.

—¿Qué ha sido del bibliotecario Sokolov y de Yuri…, de nuestros amigos? —preguntó Samuel venciendo la repugnancia que sentía por dirigirse a Andréi.

—Están todos detenidos. No volverán a ver la luz del día. Algunos no han soportado las torturas. A Yuri se le rompió el corazón…

Samuel volvió a lanzarse sobre el cuello de Andréi, pero esta vez le esquivó y a Josué le dio tiempo a sujetarle de nuevo.

—No te ensucies las manos —le pidió Josué.

—Me despreciáis, pero ¿estáis seguros que no habríais hecho lo mismo que yo? Vete, Samuel, márchate de Rusia si puedes y no regreses jamás, si te quedas te destruirán. ¡Ah!, y tu amigo Konstantin, aunque aristócrata y rico, que se ande con cuidado, saben de vuestra relación, además es medio judío, quién sabe lo que le puede llegar a pasar. —Andréi hizo esta advertencia mientras se alejaba—. Ahora voy a ver a mis padres, necesito saber que están bien.

Le dejaron marchar. Samuel lloró durante un buen rato y Josué no hizo nada por impedirlo. Sabía que su amigo necesitaba dejar escapar la angustia que le quemaba y sólo le quedaba esperar a que se sintiera con fuerzas para volver a caminar.

—Volvamos a casa de Konstantin. Te irás con Irina, es lo mejor —dijo Josué.

—Debo despedirme de la viuda Korlov, pagarle los destrozos que han causado en su casa. Mi padre guardaba sus pieles en la buhardilla de la casa que le había alquilado la buena de Raisa. Cogeré lo que pueda para vender.

—Yo te daré cuanto tengo, aunque bien sabes que la mía es una familia modesta.

—Tú ya me has dado un tesoro, el de tu amistad.

Josué insistió en acompañarle a su casa. Raisa Korlov aún dormitaba pero Samuel la despertó para explicarle lo sucedido, advirtiéndole de que Andréi era un traidor.

—Tendrá que irse de esta casa, no soportaría tenerle aquí —dijo Raisa sin poder contener las lágrimas.

Ella le dio la llave de la buhardilla que llevaba colgada al cuello de una fina cadena.

—Tu padre guardaba sus pieles en un arcón, supongo que sabes que en el fondo hay una pequeña caja, allí escondía sus ganancias. Me lo dijo cuando aún eras pequeño por si en algún momento le sucedía algo. Ya ves cómo confiaba en mí. Búscalo, es tuyo, y márchate cuanto antes, la Ojrana no se conformará con la vida de tu padre, vendrá a por la tuya.

Con la ayuda de Josué, Samuel eligió unas cuantas pieles y las otras decidió repartirlas entre la viuda Korlov y su amigo, no podía llevarlas todas y además quería demostrarle su gratitud.

En la caja de su padre encontró el dinero que él guardaba, el suficiente para vivir con dignidad al menos dos o tres inviernos y emprender los viajes que año tras año le llevaban hasta París y a Marie. En esta ocasión ese dinero serviría para comenzar una nueva vida, aunque se preguntaba dónde sería posible.

—Samuel, tu padre te ha marcado el camino: el año próximo en Jerusalén. Es lo que él quería, son las últimas palabras que dijo para ti —le recordó Josué.

—Jerusalén… Jerusalén… Yo nunca he querido ser judío… —se lamentó Samuel.

—No puedes dejar de ser lo que eres, Samuel. Eres judío, quieras o no quieras, creas o no creas. Eres judío y aunque huyas, lo serás siempre. El año que viene en Jerusalén, amigo mío, ojalá nos encontremos allí algún día.

Cuando llegaron a la mansión de los Goldanski, Konstantin ya había preparado todos los detalles para la fuga de Irina. Samuel y Josué explicaron a su amigo lo sucedido, incluida la advertencia de Andréi.

—¿Andréi es un traidor? ¡Qué miserable! —exclamó Konstantin.

—Tú también deberías irte una temporada —le dijo Josué a Konstantin.

—¿Yo? ¿Marcharme? No tienen nada contra mí, cierto es que soy amigo de Samuel, pero eso no es causa suficiente para que tenga que huir; además, no voy a abandonar a mi abuela y a mi hermana Katia.

—Deja que sea tu abuela quien decida. Debes contarle lo que nos ha dicho Andréi.

Konstantin prometió a Josué que así lo haría. Luego explicó a sus amigos el plan de huida. Había mandado a Iván a alquilar un carruaje y sería el caballerizo quien los llevaría hasta Suecia por los caminos menos transitados. Desde allí podrían tomar un barco hasta Inglaterra.

Pero Samuel, para no comprometer aún más a su amigo, insistió en ser él quien condujera el carruaje.

—¡Pero si tú no has llevado jamás un coche de caballos! —protestó Konstantin.

—Si he podido ser químico, creo que podré manejar este carruaje. Irina y Mijaíl irán dentro, a salvo de miradas ajenas. Si alguien nos para diremos que somos una familia de comerciantes, que voy a vender pieles a Inglaterra.

—Nadie creerá que un comerciante viaja en pleno invierno con su familia y mucho menos en dirección a Suecia. Mejor que busques otra excusa…, no sé, que vais a visitar a un familiar que está a punto de morirse… —les sugirió Josué.

Los tres amigos se abrazaron entre lágrimas sin saber si alguna vez volverían a encontrarse. Irina se unió al abrazo.

Nevaba sin tregua y la luz del día se había apagado cuando se pusieron en camino. Samuel estaba agotado pero había decidido conducir toda la noche para alejarse todo lo posible de San Petersburgo. Cuando el cansancio hiciera mella en él, entonces se apartarían del camino y dormiría un rato dentro del carruaje. No quería parar en ninguna posada, procuraría que nadie les viera para no llamar la atención por más que el viaje resultara duro para Irina y, sobre todo, para el niño. Samuel no sabía en qué momento le dirían al pequeño que nunca más vería a su padre.

Mientras iba dejando atrás San Petersburgo se preguntaba si la Ojrana estaría ya tras su pista. Amanecía cuando, sintiéndose exhausto, decidió parar. Los caballos también necesitaban descansar. Se escondieron entre unos árboles, al pie de un arroyo, no lejos del camino.

—Los caballos tienen que comer y beber —le dijo a Irina.

Ella bajó del carruaje, dejando a Mijaíl envuelto en una manta de piel, y ayudó a desatar los caballos y a abrevarles. No les resultó fácil, ninguno de los dos lo había hecho nunca, pero Samuel recordó las instrucciones de Iván, el caballerizo de Konstantin. Les llevó un buen rato hasta conseguirlo.

—Tienes que comer algo. Konstantin me dio unas cestas con comida suficiente para unos cuantos días —le dijo Irina.

Comieron de pie, junto al carruaje, pendientes de los caballos. Luego ella le mandó que fuera a descansar.

—Yo vigilaré los caballos y estaré atenta a cualquier ruido extraño.

—Pero no puedes quedarte a la intemperie —protestó Samuel.

—Me taparé lo mejor que pueda. Tienes que descansar, todo resultará más sencillo si lo hacemos entre los dos. No me veas como a una pobre mujer, soy fuerte, te aseguro que podré soportar la nieve sobre mi cabeza.

Samuel entró en el carruaje, acurrucándose junto a Mijaíl, y se quedó dormido de inmediato. Irina les despertó al cabo de un par de horas.

Mijaíl tenía hambre y Samuel también volvió a comer antes de subirse al pescante, aunque se preocupó por la tos de Irina.

—Ha sido una temeridad que te quedaras fuera del carruaje. No lo harás más.

—Sí, sí lo haré. No me ofrezco a conducir el carruaje porque sé que llamaríamos la atención, pero al menos haré todo lo que esté en mi mano. Debemos salir de Rusia cuanto antes y para eso es necesario el esfuerzo de los dos.

Y allí en la soledad de los campos nevados, mientras conducía el carruaje que debía llevarles a la libertad, mi padre fue despidiéndose de Rusia, convencido de que jamás volvería. Había sido un ingenuo al pensar que podían derrocar al zar. Tampoco podía quitarse de la cabeza las últimas palabras de su padre: «Jerusalén… Jerusalén».

Se decía que él había renunciado a ser judío y no había vuelto a la sinagoga desde su Bar Mitzvah, la ceremonia en la que los niños se convertían en miembros de la comunidad. Desde que habían asesinado a su madre había roto con Dios. Le había sacado de su vida porque no le necesitaba. ¿Para qué quería un Dios que había permitido que mataran a su madre, a sus hermanos y a su abuela? Tampoco había hecho nada por salvar a su padre. De manera que si Dios le había dado la espalda, él también se la daba. Así pues, ¿qué sentido tenía pensar en Jerusalén? Su padre había sido un buen judío, siempre cumplidor de la ley de Dios, soñando, en silencio, que algún día iría a Tierra Santa. Sin embargo nunca había dado los pasos necesarios. La Biblia le había inoculado la añoranza de Jerusalén, la ciudad de Dios, pero en realidad su padre era ruso y sólo ruso. Pensaba, sentía, amaba, lloraba como un ruso. Bien lo sabía él.

Irina y Mijaíl enfermaron. No dejaban de toser, y la fiebre se había adueñado de ambos. Aun así, Irina insistía en cuidar del carruaje y los caballos durante las escasas horas en que Samuel se tomaba un descanso. Seguían evitando las posadas aunque apenas les quedaban provisiones para ellos y los caballos.

Irina repartía la comida entre Samuel y Mijaíl y ella apenas probaba bocado. Era consciente de que Samuel necesitaba de todas sus fuerzas para sacarles del país. En cuanto a Mijaíl, era un hijo inesperado al que debía dedicarle el resto de su vida. Sabía que eso era lo que Yuri hubiese querido. No había tenido más remedio que decirle al niño que su padre había muerto, y si alguien le preguntaba debía decir que ella era su madre y Samuel su padre, de lo contrario se lo llevarían para siempre.

Un día Samuel le dijo que creía que ya estaban en Finlandia.

—Tanto da que estemos en Finlandia, seguimos dentro del imperio —respondió ella.

—Sí, pero ya falta menos. En cuanto lleguemos a Suecia seremos libres.

Samuel estaba agotado después de tantas jornadas de conducir el carruaje por caminos helados alejados de los pueblos y aldeas. Apenas dormía unas horas cada noche, ansiaba llegar cuanto antes a Suecia, y no sólo por sentirse libre de la amenaza de los hombres del zar, también porque le preocupaba el estado de Irina incluso más que el de Mijaíl. Sabía que ella se esforzaba por evitar que él la oyera toser, pero aunque no era médico, no podía engañarle. Sabía que estaba enferma y necesitaba descansar.

Mijaíl no le preocupaba tanto. Era un niño fuerte. Apenas le quedaban restos de tos y había vencido la fiebre. Mijaíl le recordaba a él mismo durante aquel largo viaje de París a Varsovia en compañía de su padre. También él tosía y tenía fiebre. Aquel viaje lo llevaba prendido en la memoria, cómo olvidar que cuando llegaron a su destino se encontraron con que a su madre la habían asesinado.

Samuel vio unas casas salpicadas de nieve dibujarse entre los árboles. Parecían cabañas de leñadores, pero decidió evitarlas, aunque aquel día la suerte no estaba de su parte.

Anochecía cuando se quedó dormido y debieron de chocar contra alguna piedra, el caso es que perdió el control de los caballos y el carruaje se despeñó hacia un lado, quedando dos ruedas inutilizadas.

Cuando se dio cuenta se encontraba en el suelo, con un dolor intenso en la cabeza, y una pierna que apenas podía mover. Oyó resoplar a los caballos al tiempo que los sollozos de Mijaíl le devolvieron a la realidad. Intentó ponerse en pie pero no podía.

—¡Irina! ¡Mijaíl! —gritó. Apenas veía dónde estaban.

Nadie respondió. Se arrastró como pudo hasta el carruaje y agarrando un estribo logró ponerse en pie para intentar abrir la portezuela que no había quedado enterrada por la nieve y el hielo. Al principio no pudo, después notó cómo alguien intentaba abrir desde dentro. La oscuridad ya era total cuando por fin logró abrir la portezuela. Irina estaba inconsciente, y sangraba por la cabeza. Mijaíl, sentado a su lado, era quien intentaba abrir la portezuela.

—¿Puedes andar? —le preguntó al niño.

Mijaíl asintió y le dio la mano a Samuel para saltar del carruaje. Con el esfuerzo, los dos cayeron en la nieve. Samuel abrazó al niño y le pidió que no llorara.

—Escucha, Mijaíl, tenemos que sacar a Irina, y si lloras no podré hacerlo. Necesito tu ayuda.

El niño rompió a llorar y se refugió entre los brazos de Samuel.

—No habla —dijo Mijaíl refiriéndose a Irina.

—Ha debido de darse un golpe en la cabeza, pero no te preocupes, no le pasará nada, como mucho le saldrá un chichón como los que te salen a ti cuando te caes.

Samuel estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano porque el dolor en la cabeza y en la pierna le resultaba insoportable.

De repente todos los nervios de su cuerpo se tensaron. Alguien se acercaba. Eran unos pasos firmes, rotundos, que parecían quebrar el hielo. Y vio una luz que se movía al compás. Abrazó al niño para protegerle sin saber muy bien qué hacer. De pronto una luz le cegó los ojos y le impidió ver quién tenía delante.

—¿Estáis bien? —Era la voz recia de un hombre la que se dirigía a él.

—Sí… bueno, hemos sufrido un accidente…

—Oímos un ruido fuerte y el relincho de caballos —respondió el hombre.

—Creo que me he roto una pierna y… mi esposa, que está en el carruaje, ha perdido el conocimiento. ¿Podéis ayudarme a sacarla?

El hombre se acercó más y colocó el candil en el suelo. Luego le pidió que se apartara y con un movimiento rápido se encaramó al carruaje. Unos minutos después saltaba con el cuerpo de Irina en sus brazos.

—Mi cabaña está muy cerca, apenas a cien pasos. Si queréis llevaré a vuestra esposa y luego regresaré para ayudaros.

—Gracias —respondió Samuel, aliviado.

Mientras el hombre se perdía en la oscuridad de la noche, Samuel recordaba a Mijaíl lo que debía decir a los extraños.

—No olvides lo que te he dicho: Irina es tu madre y yo tu padre, de lo contrario nos podrían hacer daño y separarnos para siempre.

El hombre regresó y Samuel se apoyó en él como si fuera una muleta.

En la cabaña había dos mujeres atendiendo a Irina, a la que habían acostado en un colchón de paja cerca de la chimenea que caldeaba toda la estancia. Un niño no mucho mayor que Mijaíl observaba desde un rincón a los desconocidos.

—Mi mujer y mi hija se encargarán de vuestra esposa —dijo el hombre.

—Gracias —respondió Samuel.

—Debería entablillarle la pierna —afirmó el hombre.

—¿Sabéis hacerlo? —preguntó Samuel con curiosidad.

—Aquí no hay médicos. Nacemos y morimos solos.

No tardó mucho en buscar unos trozos de madera y afinarlos, luego le pidió a su hija un pedazo de tela limpia. Natasha, que así se llamaba la muchacha, obedeció de inmediato, mientras su madre continuaba limpiando la sangre de la herida que Irina se había hecho en la cabeza.

Cuando Samuel pudo acercarse a Irina comprobó que la brecha era muy profunda y que era preciso coserla. El campesino debió de pensar lo mismo, y pidió a su mujer un hilo fino y una aguja. Después, con mucho cuidado, fue uniendo la carne desgarrada ante la mirada preocupada de Samuel, que muy a su pesar sabía que no tenía otra opción que la de confiar en aquel hombre.

Irina tardó un buen rato en recobrar el conocimiento y cuando lo hizo tenía la mirada vidriosa por la fiebre y no dejaba de temblar. Samuel se percató de que estaba más enferma de lo que había imaginado. Pidió a la mujer que calentara algunos ladrillos en el fuego y, envueltos en pieles, los colocara sobre el pecho de Irina. Mientras tanto, el hombre hacía un buen rato que había salido de la cabaña.

—Los caballos están a salvo, aunque uno tenía una pata rota, pero ya se la he entablillado, como a vos. Del carruaje me ocuparé mañana. Podéis quedaros a pasar la noche, pero aquí no hay comodidades para gente de vuestra condición —afirmó el hombre cuando regresó.

—¿Cómo os llamáis? —quiso saber Samuel.

—Me llamo Sergei, y éstas son mi esposa Masha y mi hija Natasha. A mi nieto le llamamos Nicolás, como a nuestro padrecito el zar.

—Os estoy muy agradecido, Sergei, y acepto vuestra hospitalidad. Mi esposa no se encuentra bien y necesita descanso.

—Está enferma del pecho, creo que morirá. —Las palabras del campesino sobresaltaron a Samuel.

—¡No! No morirá. Está enferma, sí, pero se recuperará. Sólo necesita descanso.

Sergei se encogió de hombros mientras comenzaba a preparar en el fuego del hogar una infusión de hierbas. Cuando terminaron de hervir, se la dio a beber a Irina.

—Estas hierbas la aliviarán y dejará de toser.

—¿Sabéis curar con hierbas?

—Mi padre lo hacía, y antes de él su padre, y el padre de su padre… Aprovechamos lo que nos ofrece el bosque, pero no siempre podemos curar, aunque sí aliviar el sufrimiento. Y ahora comed algo antes de descansar, no es mucho lo que tenemos pero será suficiente para todos.

Samuel no pudo vencer su curiosidad y le preguntó a Sergei por las hierbas que utilizaba para curar. Luego comieron en silencio. Mijaíl se quedó dormido sin apenas probar bocado.

Hacía horas que había salido el sol cuando Samuel se despertó. Tardó unos segundos en recordar lo que había pasado y dónde estaba. Se tranquilizó al sentir a Mijaíl a su lado y a Irina dormida junto al fuego del hogar.

Masha, la esposa de Sergei, estaba en un rincón de la cabaña pelando nabos. Natasha y su hijito no estaban, tampoco Sergei.

—Lo siento… creo que he dormido demasiado —dijo mientras intentaba incorporarse.

La mujer le ayudó a hacerlo mientras le sonreía.

—El sueño también cura. No os preocupéis, vuestra esposa está mejor. Esta mañana he hecho que comiera un poco de pan y también ha bebido una taza de té. La herida de la cabeza cicatrizará bien.

—¿Y vuestro esposo? —preguntó con preocupación.

—Está intentando arreglar vuestro carruaje. Ha encontrado las ruedas rotas, hará lo que esté en su mano. Ya ha dado de comer a los caballos. ¡Ah!, y ahí está vuestro equipaje, lo ha sacado del carruaje; por aquí no pasa gente, pero es mejor que lo tengáis cerca y así nadie os podrá robar.

—¿Y vuestra hija?

—Natasha está ayudando a su padre y mi nieto está en el establo dando de comer a los conejos.

—No sé cómo podremos agradeceros lo que estáis haciendo por nosotros.

—Dios todo lo ve, de manera que actuamos como Él espera.

—¿Dios?

—Claro, ¿acaso lo dudáis? Si no os prestamos ayuda, Él nos lo reclamará cuando comparezcamos ante su presencia.

—De manera que hacéis el bien para complacer a Dios.

La mujer le miró asombrada como si las cosas pudieran ser de otra manera.

—En aquel rincón hay una jarra con agua, podéis asearos un poco.

Sergei había dejado preparada una muleta para Samuel. La había improvisado cortando una rama. De manera que renqueando y con la ayuda de la muleta, fue caminando lentamente hasta el borde del camino donde se hallaba el carruaje.

Se maravilló al encontrarlo en pie, sólo un gigante podría levantarlo, pero entonces se fijó en que Sergei debía de medir cerca de dos metros y tenía las espaldas anchas y las manos más grandes que nunca antes había visto. Además, había contado con la ayuda de una mula a la que Natasha sujetaba con paciencia.

Pese a la insistencia de Samuel en ayudarle, Sergei apenas le prestó atención.

—¿Habéis reparado muchos ejes de carro? —preguntó el campesino sin ironía.

—No, ciertamente no, pero puedo ayudaros.

—El carruaje necesita una buena reparación. No sólo las ruedas. Tendremos que buscar con qué tapar las ventanas para que no entre el frío, y ya veremos si puedo reparar la abolladura del lado derecho, que es el que golpeó contra el hielo.

—Tenemos que ponernos en camino de inmediato.

—¿Por qué tanta prisa?

—La madre de mi esposa está muy enferma. Ella quiere estar a su lado.

—Pues no podrá ser de inmediato, yo no hago milagros. Tardaré un tiempo en reparar el carruaje. Tendré que acercarme al pueblo y comprar algunas piezas.

Samuel intentó que Sergei no se diera cuenta de la preocupación que le habían provocado sus últimas palabras.

—No, no hará falta. Os ruego que hagáis lo posible por reparar las ruedas; en cuanto al carruaje, poco importan las abolladuras… Mi esposa nunca se perdonaría no estar junto a su madre moribunda.

Sergei le miró de arriba abajo sin un atisbo de curiosidad y se encogió de hombros.

—Cada hombre sabe de sus asuntos. Haré cuanto pueda pero no sé si podré terminar antes de que anochezca.

—No podemos retrasarnos más… —suplicó Samuel.

A Irina el descanso parecía sentarle bien, o acaso fueran aquellas hierbas que la mantenían adormilada y sin apenas toser. Masha se empeñaba en obligarla a comer, y consiguió que probara una sopa de hortalizas y un trozo de conejo asado. Mientras tanto, Mijaíl jugaba con el pequeño de la casa a deslizarse con un trineo rudimentario que había confeccionado Sergei.

Samuel intentaba no perder de vista a ningún miembro de la familia, temiendo que fueran al pueblo y contaran que habían acogido en su casa a unos forasteros accidentados. Pero Masha parecía demasiado atareada ocupándose de la familia y de cuidar a Irina, y Natasha no se separaba de su padre.

—Cuando yo muera alguien tendrá que hacer lo que yo hago. No tengo hijos y Natasha no tiene marido, de manera que debe aprender a cuidarse de ella misma y a mantener lo poco que tenemos, la cabaña, el cobertizo… Si logra entender el bosque, él le proporcionará todo lo que necesite para vivir.

Sergei trabajó durante todo el día intentando arreglar el carruaje, pero tuvo que dejarlo en cuanto la luz empezó a palidecer.

—Mañana acabaré —le dijo a Samuel.

—Os lo agradezco, tendremos todo preparado para partir de inmediato.

Se sentaron en torno al fuego del hogar donde, muy cerca, Irina seguía acostada en el colchón de paja que le había cedido Natasha. Seguía teniendo fiebre aunque tosía menos gracias a las infusiones de Sergei. En cuanto a Mijaíl, parecía contento de compartir juegos con Nicolás. El niño estaba agotado después de tantos días de viaje y le estaba sentando bien aquel alto en el camino. Incluso Samuel tenía que reconocer que él mismo se sentía más fuerte después del descanso y de la sopa caliente de Masha.

Le preocupaba Irina, aquella tos le salía de lo más hondo de los pulmones y la fiebre alta era síntoma de una infección. No se engañaba respecto al diagnóstico: pulmonía. Estaba seguro. Acompañando a Oleg Bogdánov en las visitas al hospital de San Petersburgo no había tardado en distinguir los síntomas de algunas enfermedades. Por eso sabía que lo mejor era que Irina permaneciera unas cuantas semanas en aquella cabaña con los cuidados de Masha y al calor del hogar. Pero si se quedaban, tarde o temprano correría la noticia de que unos viajeros estaban en la cabaña de Sergei el leñador, y esa noticia no tardaría en llegar a oídos de los hombres del zar. Tenían que marcharse, aunque eso entrañara poner en riesgo la vida de Irina. Sin embargo, Samuel sabía que ella preferiría morir libre antes que en una cárcel de la Ojrana.

Al amanecer, cuando se despertó, ni Sergei ni Natasha estaban en la cabaña. Se acercó a Irina, que dormía tranquila. Se sobresaltó al no ver a Mijaíl. Tampoco estaban ni Masha ni su nieto Nicolás.

Salió de la cabaña y el viento le hizo tambalearse. Nevaba con tal fuerza que apenas se veía. Echó a andar hasta divisar a Sergei, que estaba terminando de arreglar la portezuela del carruaje con la ayuda de Natasha.

—Lo siento, me he dormido, deberíais de haberme despertado para ayudar —dijo dirigiéndose a Sergei.

—No hacía falta, tengo suficiente con las manos de Natasha. Las ruedas ya están listas. Podréis ayudarnos a colocarlas. Pero esta portezuela… Natasha ha tapado las ventanas con un pedazo de cuero viejo, pero no será suficiente para evitar el frío.

—No importa, llevamos mantas de piel.

—Aun con mantas de piel vuestra esposa ha enfermado… Creo que no deberíais partir todavía, ella no está bien.

—No podemos quedarnos. ¿Y mi hijo?

—En el cobertizo, mi esposa está dando de comer a los animales y mi nieto y vuestro pequeño han insistido en ayudar.

Samuel preparó meticulosamente el interior para que Irina fuera lo más cómoda posible y sacó un par de pieles del arcón que llevaban como parte del equipaje.

Masha insistió en que comieran algo antes de emprender viaje.

—No encontraréis ninguna posada y con lo que está nevando… No quiero insistir, pero vuestra esposa estaría mejor aquí —sugirió Masha.

—Calla, mujer, cada hombre sabe por qué toma sus decisiones —le espetó Sergei.

Una vez que instalaron a Irina en el carruaje con Mijaíl a su lado, Samuel se despidió dando un abrazo a Sergei. Quiso también pagarle cuanto había hecho y sacó alguna de las monedas de su padre, pero el leñador las rechazó.

—No os hemos ayudado para obtener ninguna recompensa. Nada nos debéis. Id en paz, como nosotros nos quedamos.

—Os he causado muchas molestias, permitidme ayudaros…

—No podéis pagar lo que hemos hecho por propia voluntad. Marchaos y tened cuidado, después de nuestro pueblo, encontraréis otro más grande, y cerca de allí un regimiento.

Samuel no supo qué responder ante la advertencia del leñador, asombrado de que detrás de aquella fuerza hubiera un hombre sensible e inteligente.

—Yo no desafiaría este temporal para acudir al lecho de muerte de mi suegra. Y no porque no sea una buena mujer, sino porque es una temeridad. Debéis de tener razones importantes para hacer lo que hacéis, pero no es asunto nuestro.

Masha le dio una cesta con un tarro de miel, una hogaza de pan y las hierbas para aliviar la tos.

Al despedirse de aquella generosa familia, Samuel no pudo evitar las lágrimas. Nunca olvidaría a Sergei el leñador.

Condujo con cuidado evitando el terreno en mal estado, aunque con la nieve era difícil ver el camino. Además, no podía forzar a los caballos. Había tenido que dejar a uno de ellos con el leñador porque se había roto una pata.

Mijaíl, a pesar de su corta edad, parecía haber comprendido que Irina estaba muy enferma, y procuraba no molestarla. Pese a lo penoso del viaje, Samuel apenas paraba. Por las noches, por más que nevara, se envolvía en una manta de piel y dormía junto al carruaje. No quería perder de vista a los caballos, sin ellos jamás llegarían a Suecia.

Sabía que podrían llegar antes si tomaban un barco, pero prefería evitar la orilla del mar, donde había más pueblos, oídos indiscretos y, sobre todo, guarniciones de soldados; así pues, esperaba que por el camino más largo tendrían más posibilidades de llegar.

Eran tantas las horas en que permanecía en silencio que a veces creía escuchar sus propios pensamientos y por la noche, antes de descansar unas horas, hablaba con Mijaíl como si de un adulto se tratara.

Samuel apuraba hasta los últimos rayos de luz para detenerse a descansar, y apenas dormía unas horas se ponía en camino, mucho antes de ver dibujarse el alba. Y fue uno de esos atardeceres cuando se encontró con un cazador. El hombre era alto y fornido y llevaba un zurrón de piel. Samuel le saludó y el hombre se encogió de hombros, parecía no entenderle. Samuel paró el carruaje y se bajó intentando que aquel cazador le dijera dónde estaban, y casi lloró de emoción cuando supo que hacía un par de días que habían entrado en Suecia. El azar les había llevado por un camino que, sin saberlo, orillaba la frontera evitando la aduana y los soldados. El hombre le indicó por señas que no lejos de allí había un pueblo grande donde podría encontrar forraje para los caballos.

El pueblo no parecía muy diferente de los que había ido esquivando desde que entraran en Finlandia, aunque la elegancia de la iglesia de madera le sorprendió.

También por señas preguntó a una mujer dónde podía comprar forraje para los caballos y alquilar una habitación en la que descansar. La mujer le guió hasta el otro extremo del pueblo donde una casa de madera ennegrecida servía de posada. Cuando hubo alquilado una habitación, se encargó de subir a Irina. Había empeorado y Samuel temía por su vida.

El cuarto tenía una chimenea que el posadero acababa de encender, y una cama grande que parecía cómoda. La esposa del posadero les indicó dónde podían asearse. Siempre ayudado por señas, Samuel le pidió un barreño de agua caliente. Quería bañar a Irina, pensó que sentirse limpia la reconfortaría.

Como eran los únicos huéspedes, los posaderos no tardaron en llevarles el barreño y la mujer se ofreció a ayudarle a bañar a Irina. Samuel respiró aliviado.

Ella apenas se quejó y se dejó hacer. Tenía el cabello sucio y la ropa de viaje maloliente. La posadera pidió permiso para lavar la ropa. Le dio a entender que no le cobraría mucho.

Samuel se sintió casi feliz cuando vio a Irina en aquella cama, con sábanas limpias y el calor del hogar acariciando la estancia. La examinó cuidadosamente. Irina parecía haber empequeñecido de lo delgada que estaba. Y sus otrora brillantes ojos azules miraban desvaídos.

La posadera también se hizo cargo de Mijaíl, al que bañó sin hacer mucho caso de las protestas del niño.

Aquella noche durmieron como no lo habían hecho desde que abandonaran San Petersburgo. No era lo acogedor del lecho ni el calor de la chimenea lo que les hizo reposar a pierna suelta, sino la tranquilidad de saberse a salvo de los hombres del zar Nicolás II.

Samuel decidió quedarse en aquel pueblo hasta ver a Irina más recuperada. De manera que con ayuda de la posadera, dedicó los siguientes días a procurar aliviar el mal de Irina. Mijaíl se aburría pero no decía nada. Samuel le había explicado que Irina necesitaba descansar.

—¿Si no descansa se morirá? No quiero que se muera, si se muere me quedaré solo contigo, porque no conozco a nadie más.

—No te preocupes, Mijaíl, Irina no va a morirse, pero necesita reposo y que tú te portes bien.

Permanecieron en el pueblo cerca de un mes, hasta que Irina pudo ponerse en pie.

Los posaderos eran buenas personas y los lugareños se mostraban amables con ellos. Estaban acostumbrados a los forasteros porque no era mucha la distancia que les separaba de Finlandia y del imperio del zar. Así pues, la presencia de un matrimonio con su hijo no llamó la atención más de lo habitual, salvo la curiosidad por saber de la enfermedad de Irina, a la que compadecían sinceramente. Mientras tanto, Samuel iba dejando que una palabra se instalara en sus más íntimos pensamientos: Jerusalén. Se lo debía a su padre.

No sería fácil llegar, pero allí serían libres. Sabía de otros rusos, judíos como él, que habían emigrado a Palestina y construido allí su hogar. En muchos rincones del imperio ruso se habían formado grupos que se denominaban los Amantes de Sión y cuyo fin último era regresar a la tierra de sus antepasados. Algunos lo habían conseguido y habían fundado colonias agrícolas de las que obtenían su sustento.

Los funcionarios turcos no parecían poner grandes trabas mientras recibieran los tributos que enviar a Estambul. Vivían y dejaban vivir siempre y cuando no les crearan problemas.

Pero primero irían a París, donde le vendería a Marie las pieles que conservaba en el arcón.

Hacía dos años que no la veía, pero recordaba que era una mujer firme y bondadosa que sin duda había amado a su padre en silencio sin pedir nunca nada, sabiendo que entre ellos se interponía Esther, la esposa fallecida pero nunca olvidada.

De París iría a Marsella y buscaría un barco que les llevara a Palestina, aunque se preguntaba si Irina querría ir con él.

No le había dicho lo que tenía en mente, que llevaba días planeando el viaje a Jerusalén. Temía su respuesta. Irina no era judía, aunque Mijaíl sí, pero ¿por qué deberían querer acompañarle? Sí, temía su respuesta porque tampoco sería capaz de dejarla librada a su suerte, y menos con el pequeño Mijaíl, con quien se había encariñado.

Mijaíl había sido un mocoso al que apenas había prestado atención cuando lo veía en brazos de su padre, Yuri, o en los de Irina. Pero los sufrimientos del viaje los habían unido, y el niño había respondido con una madurez insólita para su edad, como si fuera consciente de que del éxito de aquella fuga dependía el resto de sus vidas.

Pero ¿tenía derecho a pedirles que pasaran de ser súbditos del zar Nicolás II para serlo del sultán? ¿No sería más sensato comenzar una nueva vida en París? Para tantas preguntas no tenía respuesta y esperaba el momento de planteárselas a Irina, que poco a poco mejoraba aunque aún estaba muy débil.

Fue ella quien una noche le dijo que debían continuar el viaje.

—Yo ya estoy bien, no deberíamos quedarnos más tiempo, por culpa de mi enfermedad hemos gastado mucho dinero y se nos acabará pronto. Será mejor que lleguemos cuanto antes a París y que busquemos un trabajo. A ti no te costará demasiado, eres medio francés.

—Te gustará París y te gustará Marie, ya te he hablado de ella, es una modista extraordinaria. Nos comprará las pieles y luego…

Ella no le dejó proseguir. Parecía entusiasmada con la propuesta.

—Siempre he querido conocer París. Trabajaremos, buscaremos una escuela para Mijaíl. Lo único que podemos agradecer a los zares es que hicieran del francés nuestra segunda lengua.

—Que sólo las clases cultas conocen —apostilló Samuel.

—Bueno, tú eres medio francés, me has contado que tu madre era parisina… Además, mis padres se empeñaron en que yo recibiera una educación, creían que como poco me convertiría en duquesa —dijo con amargura.

Samuel estuvo a punto de confesarle que París no era la última etapa del viaje, pero prefirió esperar para decírselo en otro momento.

Se mostraba cauto a la hora de gastar el dinero pero decidió que cuanto antes llegaran a París más cerca estarían de Palestina, de manera que dos días después reemprendieron la marcha en dirección a Gotemburgo. Desde allí Samuel había previsto embarcar rumbo al puerto francés de Calais.

El viaje hasta Gotemburgo casi resultó placentero. Irina parecía animada y cuando paraban Mijaíl disfrutaba intentando pescar en los innumerables lagos que iban hallando a lo largo del viaje. Ya no tenían que esconderse por temor a que en cualquier momento les alcanzaran los hombres del zar. Los campesinos que encontraban a su paso se mostraban amables y siempre dispuestos a ayudarlos.

—Me hubiera gustado conocer Estocolmo —le confesó un día Irina.

—A mí también, pero el posadero nos aconsejó el puerto de Gotemburgo, allí encontraremos un barco, ya verás.

Y lo encontraron. El capitán de un viejo mercante se mostró dispuesto a llevarles en la travesía que iba a emprender hasta Francia, aunque el precio que exigió fue más elevado del que Samuel esperaba. Pero la suerte no estaba del todo en su contra y el propio capitán le recomendó dónde podía vender el carruaje y los caballos. Al final embarcaron.

Samuel soportó mal los vaivenes de las olas y apenas salió del camarote durante toda la travesía, pero Irina y Mijaíl disfrutaron de la navegación. El niño iba de un lado a otro por cubierta sin que los marineros protestaran por aquel trajín; e Irina pasaba las horas embobada mirando el mar. Le hubiera gustado que aquella travesía no terminara nunca y lamentó el día en que uno de los marinos avistó la costa que anticipaba el puerto de destino.

—Aun en tierra la cabeza sigue dándome vueltas —se quejó Samuel nada más desembarcar.

Buscaron un coche de postas para que les trasladara a París. Irina se negaba a perder un día más para llegar a aquella ciudad con la que había empezado a soñar. Fue de camino a París cuando Samuel le comentó su deseo de ir a Palestina.

—¿A Palestina? ¿Y qué haríamos allí? ¿Desde cuándo estás pensando en esta idea tan disparatada?

—Tienes razón, no lo hemos hablado, pero llevo pensando en ello desde que salimos de San Petersburgo. Se lo debo a mi padre. Entenderé que no quieras acompañarme. Te dejaré en París, con Marie; es una buena mujer que cuidará de ti y de Mijaíl y puede que te dé trabajo. Desde luego no me iré mientras me necesites.

Después de aquella confesión, Irina apenas habló con Samuel el resto del viaje. El silencio se había instalado entre ambos haciéndoles sufrir, pero ninguno de los dos fue capaz de romperlo. Mijaíl estaba muy inquieto por el temor a perderles. Echaba de menos a su padre, pero les quería y poco a poco se había acostumbrado a sentirles como su familia.

Marie los acogió en su casa. En realidad era la casa donde antes vivía monsieur Elías, el abuelo de Samuel. El anciano había terminado encariñándose de aquella joven seria y honrada que además era una excelente modista. De manera que, poco a poco, por intercesión de Isaac se había ido apoyando en ella para llevar el negocio. Un día le propuso que se convirtieran en socios y ella aceptó encantada. Poco antes de morir, monsieur Elías le vendió el taller que comunicaba con su propia casa, que estaba situada en el primer piso.

Marie pudo pagárselo porque monsieur Elías había sido extremadamente generoso con ella, ya que en sus últimos años de vida la veía como la hija que había perdido. De manera que Marie se trasladó de la pequeña buhardilla que compartía con su madre en la plaza de los Vosgos a aquel barrio elegante de París adonde acudían las damas a comprar sus vestidos y a encargar los abrigos confeccionados con aquellas pieles rusas que provocaban envidia.

Samuel sentía aquella casa como suya, y aunque Marie la había acondicionado a su gusto, para él continuaba siendo una parte de su infancia.

—Es una buena chica —le dijo Marie después de conocer a Irina—, deberías casarte con ella.

—No estoy enamorado, Marie; si lo estuviera, ¿crees que me iría a Jerusalén dejándola aquí?

—¡Claro que estás enamorado! Pero llevas en tu corazón la culpa por la muerte de tu padre y esa culpa es más fuerte que el amor. Vas a Jerusalén porque crees que se lo debes a tu padre, no porque lo desees realmente. Te recuerdo desde niño discutiendo con tu padre y luchando por no ser judío… ¿Sabes, querido?, deberías perdonarte a ti mismo. Estoy segura de que tu padre lo hizo, que murió para protegerte, pero sin hacerte un reproche. No te castigues, Samuel, habla con Irina y si ella quiere, forma una familia, tú también eres responsable de Mijaíl. El pequeño está asustado, no quiere perderte.

—Sé que debo ir a Jerusalén y lo haré. Puede que allí encuentre sentido a ser judío, puede que no, pero se lo debo a mi padre. Le hice sufrir rechazando nuestra religión. En cuanto a Irina…, ella no me quiere, Marie, no me quiere como una mujer quiere a un hombre.

—Hay algo extraño en ella. A veces pienso que ha debido de sufrir alguna experiencia amarga con los hombres, seguramente un desengaño amoroso. Pero aún es joven, y algún día querrá casarse y tener hijos.

—Tú tampoco te has casado ni has tenido hijos —le recordó Samuel.

—No, no lo he hecho, ¿y sabes por qué? Pues porque me enamoré de tu padre y dejé pasar los años mientras esperaba que él me quisiera lo mismo que yo a él. Tu padre fue un buen amigo pero nunca me amó, sólo amó a tu madre y tú eras lo más preciado que tenía de ella. Creía que lo mejor para vosotros era vivir en Rusia, incluso llegó a ser feliz en casa de aquella viuda, Raisa Korlov. Se sentía tan orgulloso de ti. «¡Samuel convertido en químico!», me decía.

—Yo nunca le di nada, Marie, salvo preocupaciones. Fui un hijo egoísta, sólo interesado por mis estudios, mis ideas, mis amigos. Quería a mi padre, sí, pero apenas le prestaba atención, simplemente estaba ahí, y nunca me preocupé de lo que quería o sentía.

—Él sabía lo mucho que le querías. No te atormentes, pocas veces los hijos somos capaces de decirles a nuestros padres cuánto les queremos, y es que ni nosotros mismos lo sabemos. Sólo cuando quedamos huérfanos nos damos cuenta de ese amor que guardábamos. Yo misma nunca fui capaz de decirle a mi madre cuánto la quería, y cuando murió me arrepentí de no haberle demostrado más ternura. Vamos, Samuel, tienes que vivir, no te castigues, tu padre no lo habría querido.

—Iré a Jerusalén, Marie, iré a Jerusalén.

Marie se encogió de hombros. Comprendió que no podía convencerle, de manera que no insistió. Pensaba que Samuel se equivocaba renunciando a Irina. Había simpatizado con aquella joven resuelta que le recordaba a ella misma. Aunque bien pensado Irina era más reservada, menos transparente de lo que había sido ella.

El pequeño Mijaíl había encontrado en Marie la abuela que nunca había tenido y en pocos días se había establecido entre ellos un vínculo de cariño mutuo.

El niño decía que no quería viajar más y quería quedarse con Marie, incluso llegó a decir que no le importaba que Irina y Samuel se marcharan, lo que dolió profundamente a Irina.

Como el negocio iba bien, Marie insistió en pagar un buen precio por las pieles que Samuel había traído de Rusia.

Para él resultó una sorpresa el dinero que le dio Marie.

—¡Es demasiado! No puedo aceptarlo —insistió.

—¿Crees que te lo estoy regalando? No, Samuel, no es así. Mira, te enseñaré los libros de cuentas y podrás comprobar que a tu padre le pagaba lo mismo, al igual que hacía tu abuelo, monsieur Elías. Las damas francesas pagan lo que les pido por los abrigos hechos con las pieles rusas. Incluso tengo entre mis clientas a algunas aristócratas inglesas.

—No necesito tanto dinero, prefiero que sirva para que te ocupes de Irina y Mijaíl. El niño tiene que ir a la escuela.

—Se quedarán aquí, el piso es grande, y me servirán de compañía. Podrán estar el tiempo que quieran. Y he pensado que Irina puede ayudarme. Si cose bien la contrataré; no es que pueda pagarle mucho, pero sí lo suficiente para que tenga su propio dinero y sepa que no depende de nadie. Siempre necesito manos para coser y más ahora que mis ojos ya no ven como antaño. Le enseñaré el oficio, y cuando yo no esté…, quién sabe…

Samuel abrazó a Marie. La quería sinceramente y lamentó en silencio que su padre no se hubiese casado con ella; los dos merecían haber sido felices.

Por fin llegó para Samuel el día de iniciar la última etapa del viaje. Iría hasta Marsella donde buscaría un barco que le llevara a Palestina. Marie les había presentado a un hombre, cuya familia había mantenido lazos de amistad con el viejo Elías.

El hombre era judío, se llamaba Benedict Péretz y se dedicaba al comercio. Era seguidor de Theodor Herzl y en 1897 había viajado a Basilea para asistir al primer congreso sionista.

Benedict parecía conocer bien Palestina, y les habló con entusiasmo de los grupos de jóvenes que bajo el movimiento Amantes de Sión ya se habían asentado allí. Muchos de ellos habían huido de las persecuciones y de los pogromos y estaban haciendo de la tierra de sus antepasados su hogar.

—Mi padre me habló de ellos —recordó Samuel.

—Muchos se han establecido en Jerusalén, en Hebrón, también a orillas del Tiberíades. Algunos dedican su vida a Dios y pasan los días rezando y estudiando el Talmud, por lo que viven de la caridad, otros en cambio se han convertido en agricultores, intentando arrancar de la tierra árida los frutos que les permiten subsistir —explicó Benedict.

En ningún momento engañó a Samuel sobre las dificultades que encontraría al llegar a Palestina. No sólo tendría que obtener el permiso de las autoridades turcas, cada vez más renuentes a seguir permitiendo que los judíos se asentaran allí, sino que también descubriría el escaso entusiasmo que existía entre los propios judíos del país, que se sentían abrumados por las oleadas de inmigrantes que decían ser sus hermanos y que llegaban con lenguas y costumbres diferentes.

—Los turcos no siempre permiten desembarcar a los judíos, son muchos los que tienen que entrar a través de Egipto. ¡Ah!, y deberá tener cuidado con la malaria, que suele cebarse con los recién llegados.

Le describió la Tierra Prometida como un erial, llena de peligros y hostilidades, donde apenas se podía sobrevivir.

—¿Cómo es posible que una tierra sagrada como lo es Palestina esté en tal estado de precariedad? —preguntó Samuel.

—Hay un decreto de cuando los mamelucos vencieron a los cruzados, y los expulsaron para siempre de Oriente, que prohibía cultivar las tierras no montañosas para que, en caso de que los cruzados tuvieran la tentación de regresar a Tierra Santa, no encontraran víveres ni para ellos ni para sus caballos. La mayoría de las tierras que habían pertenecido a los cruzados se las regaló el sultán a sus favoritos, ya fueran generales o miembros destacados de la corte, a quienes les importaban muy poco unas tierras áridas tan alejadas de Constantinopla. Las más de las ocasiones las dejaban en manos de los fellahs, los campesinos árabes. No es difícil comprarlas, los turcos las venden sin dificultad.

—¿Y todas las tierras son propiedad de familias turcas? —quiso saber Samuel.

—En la corte del sultán también había, y hay, árabes, personajes destacados que provienen de Siria, del Líbano y de la propia Palestina. Todos ellos cuentan con el favor del sultán, y se muestran igual de indiferentes a la propiedad de unas tierras de las que apenas obtienen beneficios.

—Entonces, los judíos no tendrán grandes problemas para comprar esas tierras —insistió en saber Samuel.

—Como puede suponer, los judíos que huyen del imperio ruso no llegan precisamente con la bolsa llena. Pasan grandes penalidades. El barón Rothschild intenta aliviar la situación de los colonos, y ha ayudado a poner en marcha algunas colonias agrícolas, e incluso echa una mano cuando puede con las autoridades turcas —siguió explicando Benedict.

Samuel le pidió al amigo de su abuelo que le recomendara a alguien que pudiera enseñarle los rudimentos del árabe.

—Sé que no me será fácil, pero al menos quiero entenderme con los habitantes de allí.

Péretz le presentó a un amigo que en su juventud había viajado por Oriente y que decía conocer algunas de las lenguas habladas en aquellos lejanos países.

A Samuel se le antojaba una misión imposible el desafío que suponía desentrañar aquellas figuras elegantes que le decían eran el alfabeto árabe. Pero, poco a poco, logró aprender unas cuantas frases con las que podía hacerse entender.

Marie hizo lo imposible por retener a Samuel con ella. Sabía que estaba perdido, y ansiaba ayudarle a encontrar la paz consigo mismo. Pero no fue por los cuidados de Marie por lo que Samuel postergaba su viaje sino por su empeño en aprender el árabe, y también por la desazón que le provocaba tener que separarse de Irina.

La joven estaba firmemente decidida a emprender una nueva vida en París y no había nada que Samuel pudiera decirle para convencerla de que lo acompañara a Palestina.

Como Irina no quería depender de Marie, gracias a su recomendación obtuvo un trabajo en una floristería. No era mucho el dinero que recibía pero alcanzaba para pagar su manutención y la de Mijaíl. Por las noches ayudaba a Marie con la costura de los abrigos. Coser no le gustaba pero se sentía en deuda con aquella mujer que tan generosamente la había acogido.

Samuel se marchó una mañana de septiembre rumbo a Marsella con varias cartas de recomendación para algunos judíos de Palestina que conocía Benedict Péretz. Hacía más de un año que había dejado San Petersburgo y ahora, en el último tercio de 1899, se disponía a abrir una nueva página en su vida.

Por primera vez en mucho tiempo sólo era responsable de sí mismo y temía encontrarse con aquella «Tierra Prometida».

El Mediterráneo resultó ser un mar más bravío de lo que había imaginado, aunque los últimos días de travesía el oleaje había aflojado y el barco comenzaba a acercarse mansamente al puerto de Jaffa.

La primera dificultad que tendría que afrontar sería conseguir que las autoridades turcas le permitieran desembarcar. Confiaba en poder ablandar voluntades, aunque Benedict Péretz le había advertido que en ocasiones los aduaneros se quedaban con el dinero del soborno y encima no permitían que nadie desembarcara.

—Mañana llegaremos a Palestina —le advirtió el capitán—. Prepárese para desembarcar a primera hora de la mañana en Jaffa.

Aquella noche no pudo dormir. Era imposible no pensar en el futuro que empezaría a la mañana siguiente. Repasaba su pasado recordando lo que había dejado atrás.

Subió a cubierta antes del amanecer aguardando con emoción el momento en que vería la costa de Palestina. El mar le pareció más azul y el olor salobre se le antojó más intenso que el que recordaba del Báltico. En ésas estaba cuando a estribor el grito de un marinero anunciando tierra le sobresaltó.

Aquella palabra encerraba un sueño y una esperanza. Había llegado a la Tierra Prometida.

Cuando el barco estaba a punto de atracar, Samuel fijó su mirada en el puerto donde había un hombre joven como él que llevaba de la mano a un niño poco mayor que Mijaíl, debía de tener siete u ocho años. Ambos observaban con curiosidad el barco. Unos pasos detrás de ellos había una mujer con el rostro cubierto por el manto con que se cubría el pelo, llevaba en brazos a un niño pequeño, y a su lado una niñita iba agarrada de un pliegue de su falda, como si temiera perderse. La mujer lucía la abultada forma del embarazo y a Samuel le fascinaron el destello de sus ojos grandes y profundamente negros.»