Prólogo

—Feliz cumpleaños, Agripina —dijo Valerio al tiempo que dejaba una solitaria rosa roja a los pies de la estatua de mármol que ocupaba un lugar sagrado en su hogar.

No era nada comparado con el lugar sagrado que la mujer ocupó en su corazón en vida. Un lugar que todavía ocupaba… pese a los dos mil años transcurridos.

Cerró los ojos y sintió el agónico dolor de su ausencia. El agónico dolor de la culpa que lo embargaba al recordar que los últimos sonidos que escuchó como mortal fueron sus desgarradores sollozos y sus gritos mientras le pedía que la ayudase.

Incapaz de respirar, extendió un brazo y tocó una de sus manos. El mármol era duro. Frío. Inconmovible. Cualidades que Agripina nunca tuvo. En una vida marcada por la más estricta formalidad y la crueldad más absoluta, ella había sido su único refugio.

Y todavía la quería por la ternura que le había ofrecido.

Aferró la delicada mano de piedra con ambas manos y apoyó la mejilla contra la fría palma.

Si le concedieran un deseo pediría poder recordar su voz.

Sentir el cálido roce de sus dedos en los labios.

Sin embargo, el paso del tiempo le había arrebatado todo salvo la agonía que él mismo le había ocasionado. De buena gana moriría otras diez mil veces con tal de librarla del dolor de aquella noche.

Por desgracia, no había forma de retroceder en el tiempo. No había forma de obligar a las Parcas a que deshicieran lo que habían hecho y así concederle a Agripina la felicidad que merecía.

Del mismo modo que no había nada que pudiera llenar el doloroso vacío que sentía desde que ella murió.

Apretó los dientes mientras se apartaba de la estatua y se percató de que la llama imperecedera que ardía junto a ella estaba chisporroteando.

—No te preocupes —le dijo a la imagen de Agripina—. No te dejaré en la oscuridad. Te lo prometo.

Se lo había prometido en vida y jamás había roto la promesa, ni siquiera después de su muerte. Durante más de dos mil años había mantenido esa luz junto a la estatua, a pesar de que él mismo se veía obligado a vivir en la oscuridad que a ella tanto aterraba.

Atravesó el solárium hasta el alargado aparador de estilo romano donde guardaba el aceite. Cogió la botella y regresó junto a la estatua. Acto seguido, se subió al pedestal y vertió lo que quedaba de aceite en el candil.

En esa posición, su cabeza estaba a la misma altura que la de Agripina. El escultor al que le había encargado el trabajo siglos atrás había logrado plasmar cada ángulo y cada hoyuelo de su precioso rostro. Pero era en su memoria donde veía el tono rubio de su cabello. El verde intenso de sus ojos. Agripina poseía una belleza inmaculada.

Dejó escapar un suspiro mientras le acariciaba la mejilla y bajó del pedestal. No tenía sentido demorarse en el pasado. A lo hecho, pecho.

Había jurado proteger a los inocentes. Defender a la Humanidad y asegurarse de que a ningún otro hombre le arrebataban la luz de su alma tal como a él se la habían arrebatado.

Tras comprobar que la llama permanecería encendida hasta la noche siguiente, inclinó la cabeza a modo de respetuosa despedida.

—Te quiero —susurró.

Unas palabras que ojalá hubiera tenido el valor de confesar en voz alta cuando Agripina aún vivía.