Para quien no la conociera, Apolimia parecía un ángel rubio y etéreo allí sentada en su diván, vestida de encaje negro de los pies a la cabeza. Tenía la vista clavada al otro lado de las enormes cristaleras que daban al jardín, donde solo crecían flores negras en recuerdo a su verdadero hijo, que tan cruelmente le habían arrebatado.
Incluso después de siglos, su corazón de madre seguía llorando la pérdida. Seguía anhelando estrecharlo entre sus brazos y sentir sus tiernas caricias con un deseo intenso e inagotable.
¿De qué servía ser una diosa si no podía conseguir el único deseo que ardía en su corazón?
Ese día en concreto el dolor era insoportable. Porque un día como ese había dado a luz a su hijo, precioso y perfecto.
Y también un día como ese se lo habían arrebatado para siempre.
Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras se llevaba a la nariz el cojín negro que tenía en el regazo y aspiraba su aroma. El aroma de su hijo. Cerró los ojos y conjuró la imagen de su preciosa carita. Escuchó su dominante tono de voz.
—Te necesito a mi lado, Apóstolos —dijo, a sabiendas de que nadie escuchaba su ruego.
—Está aquí, su benevolencia.
La voz de Sabina, que estaba a su espalda, la dejó de piedra. Sabina era su sirviente caronte de más confianza, dado que Xedrix había desaparecido la noche que el dios griego Dioniso y el dios celta Camulos habían intentado liberarla de su confinamiento en Kalosis.
Volvió a dejar el cojín en su regazo mientras despedía al demonio alado de piel naranja.
—¿Querías verme, madre? —preguntó Stryker mientras se acercaba a ella.
Se obligó a no delatar que conocía su traición. Stryker se creía muy inteligente.
Tanto que le entraban ganas de estallar en carcajadas.
Nadie podía derrotar a la Destructora. Por eso estaba encerrada. Podían retenerla, pero no destruirla. Era una lección que Stryker iba a aprender muy pronto.
Pero no ese día. Porque ese día seguía necesitándolo.
—Ha llegado la hora, m’gios. —El término atlante para «hijo mío» siempre le dejaba un regusto amargo en la boca. Stryker era un pobre sustituto del niño que había alumbrado—. Esta noche es el momento perfecto para atacar. Hay luna llena en Nueva Orleans y los Cazadores Oscuros estarán distraídos.
¡Y ella ansiaba a esa niña humana! Había llegado la hora de poner fin a su cautiverio de una vez por todas.
Marissa Hunter era el insignificante sacrificio necesario para que su hijo recuperase su verdadera forma. Y ella se encargaría de que la recuperase, por lo más sagrado de la Atlántida.
Ninguna otra vida, ni siquiera la suya, valía una ínfima parte de la de su hijo.
Stryker inclinó la cabeza.
—Por supuesto, madre. Ya he liberado a los daimons para que se den un festín. Desiderio regresará con la niña a medianoche. Cuando los daimons vuelvan, no quedará ni un solo Cazador Oscuro en pie.
—Bien. No me importa el número de spati que mueran, ni si muere nadie más. ¡Necesito a esa niña!
Vio que Stryker estaba a punto de marcharse.
—¿Strykerio? —lo llamó.
—¿Sí, madre?
—Sírveme bien y serás recompensado con creces. Traicióname y no habrá nada que pueda librarte de mi ira.
Stryker miró a la diosa con los ojos entrecerrados, pero ella se negó a devolverle la mirada siquiera.
—Jamás se me ocurriría traicionarte, madre —dijo, tragándose el rencor que lo corroía.
No, no iba a traicionarla esa noche.
Iba a matarla.
Después de salir del templo de Apolimia, Stryker convocó a los Illuminati antes de abrir un portal que los llevaría a Nueva Orleans. Ellos llevarían a cabo sus órdenes mientras él se ponía fuera del alcance de la Destructora. Había llegado la hora de detener el conflicto ancestral que enfrentaba a humanos y a apolitas.
Era el comienzo de una nueva era, y la Humanidad…
Había llegado la hora de que la Humanidad aceptara su inferioridad.
En cuanto a Aquerón… como estaba al tanto de lo que era en realidad, sabía cómo neutralizarlo.
Al fin y al cabo, ni siquiera el gran Aquerón podía estar en dos lugares a la vez, ni tampoco podía hacer frente a lo que estaba a punto de desencadenarse.
Desiderio se detuvo delante de una tiendecita de vudú. Era extravagante y muy coqueta, y a los ojos de los turistas, igual que todas las demás.
Sin embargo, había algo que la diferenciaba de todos los demás establecimientos dispersos por el Barrio Francés: en su interior presentía un poder real.
Cerró los ojos y aspiró el intenso aroma de dicho poder. Como daimon, necesitaba su alma para vivir, pero al encontrarse en el cuerpo de un Cazador Oscuro…
Mataba humanos por placer, no para obtener sustento.
Esbozó una sonrisa mientras entraba en la tienda en busca de su presa. Le llevó un segundo localizarla detrás del mostrador, donde estaba atendiendo a una turista que quería comprar una pócima amorosa.
—¡Hola, Ulric! —lo saludó su víctima con efusividad una vez que la turista salió de la tienda y los dejó solos.
¡Estupendo!, exclamó para sus adentros. Conocía al Cazador Oscuro. Eso facilitaría las cosas a la hora de matarla.
—Hola —le devolvió el saludo mientras se acercaba al mostrador—. ¿Qué tal estás?
—Estaba a punto de cerrar. Me alegro mucho de que hayas venido. Con todo lo que está pasando por aquí, bueno… me alegra ver una cara amiga.
Desiderio miró por encima de su hombro y vio una fotografía colgada en un calendario que anunciaba velas aromáticas. En ella aparecían nueve mujeres; a dos de ellas las reconoció al instante.
Sus ojos se oscurecieron.
—¿Cómo están Tabitha y Amanda? —preguntó.
—Bastante bien. Teniendo en cuenta cómo está el patio. Mandy tiene miedo de salir de la casa y Tabby… Bueno, seguro que te la has cruzado por la calle.
Sí, Amanda tenía miedo de salir de casa, lo que hacía casi imposible que él pudiera entrar.
Pero sabía el modo de hacer que la bruja saliera de su hogar.
Sonrió a la mujer que había detrás del mostrador.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
—¡Eres un encanto! Gracias. Dame un segundo para coger la recaudación y ya haré el papeleo en casa.
Desiderio se relamió los labios. Casi podía saborear su sangre…
La noche estaba extrañamente tranquila mientras Ash patrullaba solo por el cementerio número 1 de San Luis en busca de los daimons que solían aparecer por allí para reclamar las almas de los muertos que se negaban a pasar al otro lado.
Los habitantes de Nueva Orleans llamaban «Ciudades de los Muertos» a esos impresionantes cementerios, un título que les iba al pelo. Como la ciudad estaba por debajo del nivel del mar, era imposible hacer enterramientos sin que el difunto reapareciera…
La luz de la luna llena creaba sombras a los pies de las estatuas que flanqueaban las criptas de ladrillo, piedra o mármol, algunas de las cuales eran incluso más altas que él. Aunque a veces parecían emplazadas al azar, casi todas estaban dispuestas en manzanas que se asemejaban mucho al trazado de una ciudad.
Cada cripta estaba esculpida como un monumento en honor a los restos que contenía. Había tres tipos de tumbas: nichos, panteones familiares y panteones comunitarios que estaban reservados para ciertos grupos, como la tumba circular reservada para la Sociedad Italiana. Era la cripta de mayor tamaño y la que dominaba el cementerio.
La mayoría de las tumbas mostraba signos de su antigüedad, como las esquinas de las lápidas rotas, cruces torcidas, tejados medio derrumbados o la capa de moho ennegrecido que cubría la piedra. Muchas tenían verjas de hierro forjado.
Era una estampa muy bonita. Tranquila. Aunque los agujeros estratégicamente abiertos en los muros, por los que los ladrones entraban y salían a su antojo, eran un recordatorio constante de cómo habían llegado allí algunos de sus residentes.
Extendió el brazo para tocar la tumba de Marie Leveaux, la famosa sacerdotisa vudú de la ciudad. Su tumba estaba llena de marcas, hechas por aquellos que le rendían tributo.
Había sido una mujer extraordinaria. La única humana en once mil años que había conocido su verdadera naturaleza.
El distante sonido de las sirenas le indicó que la policía se dirigía al escenario de un nuevo crimen.
Mientras se volvía, Ash sintió que algo lo atravesaba, debilitándolo. Gimió de dolor y presintió que alguien abría un portal muy delicado y prohibido que rezumaba malevolencia.
Los Illuminati estaban saliendo de Kalosis…
De repente, se le nubló la vista.
Ya no veía lo que lo rodeaba, porque estaba sobrecogido por los gritos y las imágenes de las almas que se retorcían de dolor mientras morían. Un sonido desconocido para los mortales, pero que a él lo atravesaba como un cuchillo.
El orden del universo estaba siendo alterado.
—¡Átropo! —llamó a la diosa griega del destino, la responsable de cortar el hilo de la vida de los mortales.
La aludida, una mujer alta y rubia, apareció a su lado al instante y lo fulminó con la mirada.
—¿Qué? —masculló.
Nunca se habían llevado muy bien; a decir verdad, ninguna de las Moiras lo soportaba. Aunque tampoco le importaba. Él sí que tenía motivos para odiarlas y no al contrario.
Se apoyó en una de las viejas criptas mientras intentaba mantener el dolor a raya.
—¿Qué estás haciendo? —jadeó.
—Yo no estoy haciendo nada —contestó con voz indignada—. Es uno de los tuyos, no de los nuestros. Y está fuera de nuestro control. Si quieres que pare, ya sabes lo que tienes que hacer. —Y con eso se desvaneció.
Se abrazó por la cintura y se dejó caer al suelo. El dolor era cada vez más intenso. No podía respirar. No podía pensar.
Los gritos resonaban en su cabeza hasta llevarlo al borde de las lágrimas.
Simi salió de su brazo sin llamarla.
—¿Akri? —le dijo al tiempo que se arrodillaba junto a él—. ¿Qué te duele, akri?
—Simi —contestó con voz entrecortada, aprovechando un respiro del dolor—. No puedo… no puedo… —dejó la frase en el aire con un gemido.
Simi aumentó de tamaño y abandonó su forma humana para adoptar la de demonio. Tenía la piel y los cuernos rojos, el cabello y los labios negros, y sus ojos amarillos resplandecían en la oscuridad.
Lo apartó de la cripta lo justo para interponerse entre él y la piedra, y lo envolvió con su cuerpo. Sus alas negras los rodearon a ambos como un manto protector.
Le temblaban los labios a causa del dolor y las lágrimas le caían por sus mejillas. Tenía la impresión de que lo estuvieran desgarrando por dentro. Si no bloqueaba los gritos, no podría hacer nada.
Simi pegó la mejilla a la suya y comenzó a canturrear una vieja nana mientras lo acunaba para consolarlo.
—Ya estás con Simi, akri. Ella hará que las voces se vayan.
Apoyó todo su peso en ella y rezó para que tuviera razón. Porque si no lo ayudaba a recuperarse en breve, no habría nadie capaz de reparar lo que estaban destrozando.
Tabitha experimentó un dolor tan espantoso que se detuvo en seco. Jadeó y extendió la mano hacia Valerio, que caminaba a su lado.
—¿Tabitha? ¿Pasa algo?
—Tia —gimió con tanta pena en el corazón que no sabía cómo seguía en pie—. Le ha pasado algo. Lo sé.
—Tab…
—¡Lo sé! —gritó, aferrándose a su camisa—. ¡No, no, no! —Sacó su móvil y marcó el teléfono de Tia aunque ya estaba corriendo en dirección a la tienda de su hermana. Estaba a unas seis manzanas.
No respondió nadie.
Llamó a Amanda con el corazón desbocado y sin dejar de correr. Aquello no podía estar pasando. Tenía que estar equivocada.
¡Tenía que estarlo!
—¿Tabitha? —le dijo Amanda entre sollozos.
—Es verdad, ¿no? ¿Tú también lo sientes?
—Kirian no me deja salir de la casa. Dice que es demasiado peligroso.
—No te preocupes. Estoy en la calle, te llamaré en cuanto sepa algo.
Apretó el móvil en la mano mientras se acercaban a la tienda, que estaba a oscuras.
Todo parecía normal…
Valerio aminoró el paso al presentir la muerte. La tienda estaba rodeada por un halo de maldad. Llevaba siendo un Cazador Oscuro lo bastante como para reconocerlo sin necesidad de habilidades psíquicas.
Tabitha intentó abrir la puerta principal, pero estaba cerrada.
—¡Tia! —gritó al tiempo que llamaba a la puerta—. ¿Sigues ahí?
No respondió nadie.
La siguió hasta el patio trasero. La puerta de atrás estaba entreabierta.
Contuvo el aliento al ver que sus temores se confirmaban. Se percató de que Tabitha aminoraba el paso.
—¿Tia? —la llamó nuevamente.
—Quédate detrás de mí —le dijo él, apartándola de la puerta.
—¡Es mi hermana!
—Y yo soy inmortal. Quédate detrás de mí.
Ella asintió con la cabeza; el gesto lo alivió.
Abrió la puerta muy despacio mientras comprobaba el lugar en busca de alguna amenaza.
No vio ninguna.
En la trastienda todo parecía normal. No había nada fuera de lugar. Estaba igual que hacía un par de semanas, cuando Tia le dio el chocolate.
Sin apartar la mano de la empuñadura de la daga que llevaba en la cintura, se acercó muy despacio a la puerta que daba a la tienda, también entreabierta. La abrió del todo y se quedó helado cuando vio los zapatos al otro lado del mostrador.
Se le detuvo el corazón.
—Quédate aquí, Tabitha.
—Pero…
—¡Que te quedes aquí, joder!
—No soy la puta del campamento, general, ¡ni se te ocurra hablarme así!
Sabía que el causante de su furia era el miedo. Tabitha no sabía cómo asimilar las emociones fuertes.
—Por favor, Tabitha, quédate aquí mientras echo un vistazo.
Ella volvió a asentir con la cabeza.
Se alejó de ella y cruzó la tienda muy despacio en dirección al mostrador. Conforme se fue acercando, vio el resto del cuerpo.
Mierda.
Con el corazón en la garganta, giró el cuerpo de Tia y contempló sus ojos vidriosos. Tenía la garganta destrozada, como si un daimon la hubiera atacado, pero su alma seguía allí. Podía sentirla.
¿Por qué no la había robado?
Cuando extendió la mano para cerrarle los ojos, se dio cuenta de algo. Tabitha no estaba pegada a sus talones.
El pánico amenazó con apoderarse de él. Tabitha no era una persona irrazonable. Se puso en pie al punto y regresó a la trastienda, donde la encontró sentada delante de la pantalla de seguridad, observando las imágenes de la muerte de Tia en blanco y negro.
Estaba sentada, llorando a lágrima viva y tapándose la boca con las manos. Aunque sollozaba en silencio, su cuerpo entero se estremecía.
—Lo siento, Tabitha —susurró justo antes de apagar la pantalla y estrecharla entre sus brazos.
—¡No puede estar muerta! —gritó mientras se aferraba a él—. No es verdad. Mi hermana no. No está muerta. ¡No lo está!
La acunó entre sus brazos en silencio.
Tabitha dejó escapar un grito de dolor antes de apartarlo de un empujón y correr hacia la tienda.
—¡No! —exclamó él, deteniéndola justo antes de que viera el cuerpo de Tia—. No la veas así.
Se revolvió contra él con un grito y lo apartó de un empujón.
—¡Hijos de puta! ¡Sois todos unos hijos de puta! ¿Por qué no me habéis matado a mí? ¿Por qué matar a mi hermana? ¿Por qué…? —Abrió los ojos de par en par, horrorizada—. ¡Dios mío! Van a por mi familia. —Sacó el móvil, sin duda para llamar de nuevo a Amanda.
Mientras ella llamaba a su familia, él sacó su transmisor para comunicarles a los demás lo que había pasado.
—Código Rojo para todos —dijo con voz tensa—. Han asesinado a Tia Devereaux en su tienda. Tenéis que replegaros y proteger a vuestras familias.
Uno a uno, los Cazadores Oscuros y los escuderos respondieron al mensaje: Otto, Kyr, Rogue, Zoe, Jean-Luc, Ulric, Janice, Kassim… incluso Talon, Kirian y Julian. Pero no había ni rastro de Aquerón.
Intentó mandarle un mensaje y después lo llamó directamente.
No hubo respuesta.
Se le heló la sangre. ¿Habían conseguido los daimons llegar hasta Aquerón y volver a herirlo?
—Te quiero, Mandy —dijo Tabitha con los labios temblorosos por el dolor—. Ten cuidado, ¿vale? Voy a encontrar a ese cabrón y voy a matarlo esta misma noche.
Valerio clavó la vista en la pantalla a pesar de que estaba apagada.
—¿Conoces a su asesino? —le preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Es Ulric. Y voy a matarlo.
Nick caminaba por Ursulines Avenue en dirección a la casa que compartía con su madre en Bourbon Street. Después de escuchar el aviso de Valerio sobre la muerte de Tia, había ido directamente a ver a su madre, que trabajaba esa noche en el Santuario.
Dado que tenía pensado montar guardia en los alrededores del bar hasta que terminase su turno, estaba casi en la puerta cuando escuchó el aviso.
Cuando llegó a las puertas batientes del bar, el vigilante Dev Peltier, uno de los osos dueños del Santuario, le dijo que su madre había vuelto pronto a casa porque no se encontraba bien. Se había puesto hecho una fiera con el oso, pero Dev le dijo que Ulric había accedido a acompañarla a casa.
Teniendo en cuenta sus costillas rotas, su madre estaba mucho más segura con el Cazador Oscuro que con él. Aun así, algo le decía que fuera a verla para comprobar que estaba bien.
Llevaban solos toda la vida. A su madre la echaron de casa a los quince años para que se las apañara sola cuando se quedó embarazada de un delincuente reincidente. Lo normal habría sido que lo hubiera abandonado y, sin embargo, no lo había hecho.
«Eres lo único que he hecho bien en esta vida, Nicky, y todas las noches doy gracias a Dios por haberte tenido.»
Por eso la quería tanto.
Nunca había conocido a sus abuelos. Joder, a su padre apenas lo había visto unas cuantas veces y solo recordaba con claridad una de ellas. Por aquel entonces él tenía diez años y su padre necesitaba un lugar donde quedarse durante el período más largo de libertad del que había disfrutado siendo adulto: tres meses.
Como era de esperar, su padre se mudó con ellos. Se mantuvo en un estado de perpetua borrachera de cerveza y las palizas fueron constantes hasta que uno de sus compañeros de celda lo convenció para que probaran suerte atracando un banco. Durante el atraco su padre mató a cuatro personas porque le salió de los cojones. Lo encerraron al poco tiempo y murió un año después durante un motín, con el pescuezo rebanado a manos de otro recluso.
El gusto de Cherise Gautier en cuanto a hombres dejaba mucho que desear, pero como madre…
Era perfecta.
Y Nick haría cualquier cosa por ella.
Escuchó ruido de estática en su transmisor y esperó que fuese Otto, dándole la tabarra de nuevo.
No era Otto.
La voz de Valerio rompió el silencio.
—Nick, ¿estás por ahí?
Justo lo que necesitaba esa noche… Cogió el transmisor mientras hacía una mueca.
—¿Qué quieres? —masculló.
—Quería decirte que Ulric es Desiderio. Ya ha matado a Tia. No sé quién será el siguiente, pero creo que sería mejor que le echaras un ojo a tu madre. —De pronto, la voz de Valerio cambió y se transformó en otra que le heló la sangre—. Vaya, espera… —dijo Desiderio en tono burlón—, ya está muerta. —Se escuchó un ruido, como si chasqueara la lengua—. Mmmm, cero negativo. Mi preferida. Y tengo el enorme placer de decirte que sus últimos pensamientos fueron para ti.
Nick se quedó paralizado un instante; después soltó el transmisor y echó a correr hacia su casa tan rápido como le permitían las piernas.
Entretanto recordó multitud de imágenes de su madre. Sus cariñosas bromas cuando él era pequeño. El orgullo en su mirada cuando le dijo que iba a ir a la universidad.
Las costillas le dolían muchísimo, pero le daba exactamente igual acabar con los dos pulmones perforados.
Tenía que llegar hasta ella.
Cuando por fin llegó a la verja de su casa, temblaba tanto que le costó marcar el código de seguridad.
—¡Joder, ábrete ya! —masculló cuando el primer intento falló.
Volvió a marcar el código.
La verja se abrió lentamente. Otra mala señal.
Resollando por el miedo y el esfuerzo, corrió por el camino de acceso a la puerta trasera.
Estaba abierta. Cuando entró, estaba preparado para la batalla. Se detuvo en la cocina para sacar su Glock 31 del mueble junto a la chimenea. Sacó el cargador especial de diecisiete balas para comprobar que estuviera completo.
—¿Mamá? —la llamó mientras metía de nuevo el cargador—. Mamá, soy Nick, ¿estás en casa?
Solo le respondió el silencio.
Con el corazón desbocado, fue de habitación en habitación a la espera de que lo atacaran.
No encontró absolutamente nada, hasta que llegó a la sala de estar de la planta superior. Al principio creyó que su madre estaba sentada en su sillón, donde solía esperarlo hasta que él llegaba a casa.
Había comprado la casa solo por esa sala. A su madre le encantaba leer novelas románticas y llevaba toda la vida soñando con tener una casa donde hubiera una habitación con la iluminación perfecta para leer a sus anchas. La sala estaba cubierta de estanterías hechas a medida.
Su madre había elegido uno a uno los ejemplares que se alineaban en ellas y los trataba con mucho cuidado.
—¿Mamá? —dijo antes de que se le quebrara la voz. La mano que sostenía el arma comenzó a temblar mientras contemplaba con los ojos llenos de lágrimas la melena rubia que asomaba por el respaldo del sillón de cuero—. Por favor, mamá, dime algo.
Ella no se movió.
Intentó tragarse las lágrimas mientras se acercaba despacio para tocarla. Su madre siguió en silencio.
Gritó de dolor cuando hundió la mano en su suave cabello y vio la palidez de su rostro. La atroz herida que tenía en el cuello.
—¡No, mamá, no! —sollozó, arrodillándose junto a ella—. Joder, mamá, ¡no puedes estar muerta!
Sin embargo, en esa ocasión no encontró el consuelo de sus caricias. No escuchó su dulce voz diciéndole que los hombres no lloraban. Que no mostraban su dolor.
Pero ¿cómo iba a soportar un hombre semejante agonía?
Era culpa suya. Era todo culpa suya. Había sido un estúpido por confraternizar con los Cazadores Oscuros. Si le hubiera dicho la verdad… Su madre no había tenido ninguna oportunidad.
—Mamá —musitó contra su frío rostro mientras la acunaba entre sus brazos—, lo siento mucho. Lo siento muchísimo. No quería hacerte daño. De verdad que no. Por favor, despierta. Por lo que más quieras, mamá, no me dejes.
Entonces se apoderó de él la furia. Corrió por sus venas y se expandió por su cuerpo, arrasándolo todo a su paso.
—¡Artemisa! —gritó—. ¡Te convoco en tu forma humana! ¡Ahora!
La diosa apareció casi al instante con los brazos en jarras y muy mosqueada.
Hasta que vio el cuerpo de su madre.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó y torció el gesto como si la visión de la muerte la asqueara—. Eres Nick, el amigo de Aquerón, ¿no?
Nick dejó a su madre en el sillón, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se puso en pie muy despacio.
—Exijo vengarme del daimon que hizo esto y lo exijo ahora.
La diosa gruñó su descontento.
—Puedes exigir todo lo que quieras, humano, pero no vas a conseguir nada.
—¿Por qué no? Le das ese derecho a cualquier gilipollas que te lo pide. Conviérteme en Cazador Oscuro. Me lo debes.
Artemisa ladeó la cabeza y lo miró con una ceja enarcada.
—No te debo nada, humano. Y por si no te has dado cuenta, imbécil, tienes que estar muerto para convertirte en Cazador Oscuro. —Exhaló un suspiro asqueado—. ¿Es que no has aprendido nada de Aquerón?
Artemisa retrocedió un paso, decidida a regresar al Olimpo, pero antes de que pudiera hacerlo, el humano se agachó y cogió una pistola.
—Conviérteme en Cazador Oscuro —le soltó un instante antes de apretar el gatillo.
El disparo la dejó petrificada. La imagen del humano muerto a sus pies le cortó la respiración.
—No, no —jadeó con el corazón desbocado. El amigo humano de Aquerón acababa de suicidarse… ¡delante de ella!
¿Qué iba a hacer?
Comenzó a pensar a toda prisa, presa del pánico.
—Me echará la culpa.
Jamás la perdonaría. Jamás. Aunque no hubiera tenido nada que ver, Aquerón encontraría la manera de echarle la culpa; le diría que tendría que haberlo sabido y haberlo detenido.
Contempló con espanto la sangre que manchaba su túnica blanca. Jamás había visto tanta.
—Vamos, piensa, Artemisa, piensa… —Pero era incapaz de hilvanar sus pensamientos. Solo atinaba a rememorar las palabras de Aquerón mientras le decía por qué Nick y su madre eran tan importantes para él.
«Nunca lo entenderías, Artie. Solo se tienen el uno al otro, pero en lugar de culparse mutuamente por arruinar sus vidas como harían muchos, se unieron aún más. La vida de Cherise ha sido una mierda, pero sigue siendo amable y generosa con todas las personas a las que conoce. Algún día, Nick se casará y le dará un montón de nietos a los que mimar. Bien sabe Zeus que se lo merecen.»
Pero Nick yacía muerto a sus pies.
Se había suicidado… y era católico.
Ya podía oler el azufre.
—¡Aquerón! —gritó, dejando que su voz resonara por todas las dimensiones. Tenía que decírselo antes de que fuera demasiado tarde. Solo él podía arreglar semejante desastre.
No respondió.
—¡Aquerón! —lo intentó de nuevo.
Pero siguió sin obtener respuesta.
—¿Y ahora qué hago?
Tenía prohibido convertir a los suicidas en Cazadores Oscuros. Pero si dejaba que Nick muriese, Lucifer reclamaría su alma y sufriría el tormento eterno en el infierno.
En ambos casos ella saldría perdiendo. Aquerón la culparía por dejar que su amigo sufriese. Creería que lo había hecho a propósito para hacerle daño a él.
Y si salvaba a Nick…
No se atrevía ni a pensar en las consecuencias.
Sin embargo, mientras seguía indecisa, una imagen se abrió paso en su cabeza. La expresión del rostro de Aquerón cuando le dio la espalda mientras él sufría.
Era lo único de lo que se arrepentía de verdad. Lo único que cambiaría si pudiera hacerlo.
No tenía elección. No podía volver a hacerle tanto daño a Aquerón. Nunca.
Se arrodilló y cogió a Nick entre sus brazos para devolverle el aspecto que había tenido antes de dispararse. Le apartó el cabello del rostro y pronunció las palabras prohibidas en el idioma de una civilización desaparecida mucho tiempo atrás.
La piedra apareció en su mano. Sintió su calor cuando el alma de Nick entró en ella.
Dos segundos más tarde, Nick abrió los ojos. Ya no eran azules, eran negros como el carbón. Gimió de dolor cuando la luz dañó sus ojos, extremadamente sensibles a partir de ese instante.
—¿Por qué no llamaste a Aquerón en lugar de llamarme a mí? —le preguntó Artemisa en voz baja.
—Porque está cabreado conmigo —respondió, con un leve ceceo a causa de los colmillos a los que tendría que acostumbrarse—. Me dijo que me suicidara y le ahorrase el trabajo de matarme él mismo.
Artemisa dio un respingo al escuchar esas palabras. Su pobre Aquerón… Nunca se perdonaría.
Y tampoco la perdonaría a ella.
Nick se puso en pie.
—Quiero venganza.
—Lo siento, Nick —susurró—. No puedo concedértela. Tus circunstancias no se ajustan a la maldición que circunscribe el trato.
—¿Cómo?
Antes de que pudiera decir nada más, levantó la mano y lo envió a una habitación especial localizada en su templo.
—¿Dónde estás, Aquerón? —susurró. El mundo se estaba desmoronando y no había forma de encontrarlo.
No era normal que se comportara de un modo tan descuidado.
Temerosa de que le hubiera pasado algo malo, cerró los ojos y lo buscó.
Desiderio caminaba por la calle como si le perteneciera. ¿Por qué no?
Le pertenecía.
Extendió los brazos y echó la cabeza hacia atrás mientras escuchaba los gritos de los inocentes en su cabeza.
—Tendrías que estar aquí, Stryker —dijo con una carcajada. Solo Stryker apreciaría la belleza de esa noche.
Pero se le agotaba el tiempo.
Tenía que regresar con la hija de Hunter a medianoche o la Destructora le quitaría ese cuerpo.
—¿Padre?
Se volvió al escuchar la voz de su hijo.
—¿Sí?
—Aquerón sigue desaparecido, tal como prometió Stryker, y hemos descubierto la forma de entrar.
Se echó a reír. Por fin se vengaría de Amanda y de Kirian.
Y en cuanto entregara a la niña, podría darse un festín en el que Tabitha sería el postre.