Valerio contempló la estatua mientras las palabras de Tabitha resonaban en sus oídos. Como siempre, la mirada de Agripina era distante. Inexpresiva. Fría.
Muerta.
La cruda realidad del pasado y la estupidez que había cometido al intentar aferrarse a lo único bueno que había tenido en su vida mortal le provocaron una intensa angustia.
—La verdad es que ni siquiera la conocía —reconoció en voz baja—. Creo que solo hablé con ella en un par de ocasiones mientras vivió; sin embargo, si hubiera podido disfrutar del amor de una mujer, me habría sentido muy agradecido de que fuese el suyo.
La confesión dejó atónita a Tabitha.
—No lo entiendo. ¿Por qué conservas la estatua de una mujer a la que no conocías?
—Soy patético. —Dejó escapar una carcajada amarga—. No, «patético» se queda corto para describirme… Conservo su estatua porque fui incapaz de protegerla. —Su furia y su dolor le atenazaron el corazón.
—¿De qué estás hablando?
Valerio desvió la vista hacia un lado. Parecía muy tenso.
—¿Quieres saber la verdad sobre mí, Tabitha? ¿Quieres saberla?
—Sí.
Con los brazos cruzados delante del pecho, se alejó de ella y clavó la vista en el elegante patio que se veía al otro lado de los cristales, en esos momentos sumido en la oscuridad.
—Fui un error genético impresionante y ni siquiera sé por qué. Me he pasado toda la puta vida intentando comprender por qué cojones me importaban los demás cuando de mí no se preocupaba nadie.
Sus palabras la sorprendieron. No era propio de él utilizar ese lenguaje, aunque le sirvió para comprender lo tenso que estaba.
—Preocuparse por los demás no tiene nada de malo.
—Te equivocas. ¿Qué sentido tiene? Si yo muriera ahora mismo, nadie me echaría de menos. Casi toda la gente que conozco se alegraría.
La veracidad de sus palabras le provocó un nudo en la garganta, pero la simple idea de que muriese…
Le dolía tanto que no había palabras para describirlo.
—A mí me importaría, Valerio.
Él negó con la cabeza.
—¿Cómo va a importarte? Apenas me conoces. No soy idiota. He visto a tus amigos. Ninguno se parece a mí. Ninguno se comporta o habla como yo. Os burláis de cualquiera que vista o se comporte como yo. Ese tipo de gente, tu gente, nos odia. Nos repudiáis. Como soy rico, culto y provengo de una familia patricia romana, dais por supuesto que me siento superior al resto de los mortales y, por tanto, está bien visto comportarse de un modo cruel y distante conmigo. Como no tenemos sentimientos, nadie puede herirlos. ¿Qué coño le importa a un patricio romano lo que le pase a un esclavo? Y, sin embargo, aquí estamos dos mil años después, ella y yo. Un patricio protegiendo a una humilde esclava aterrada por la oscuridad y a la que prometí que jamás tendría que dormir a oscuras.
Sus palabras la conmovieron tanto que se le hizo un nudo en el pecho y la llevaron al borde del llanto.
El mero hecho de que hubiera mantenido una promesa que le había hecho a una esclava…
—¿Por qué le daba miedo la oscuridad?
Valerio apretó la mandíbula.
—Era la hija de un acaudalado mercader que vivía en una de las ciudades que mi padre asoló. La llevó consigo a Roma con la intención de venderla en el mercado de esclavos, pero mi abuela la vio y pensó que sería una acompañante ideal. Mi padre se la regaló a mi abuela. Agripina vivió aterrada desde entonces por la posibilidad de que alguien volviera a buscarla en mitad de la noche y destruyera su mundo por segunda vez. —Su mirada se tornó atormentada—. Sin embargo, descubrió de la peor forma posible que la luz no siempre mantiene a los monstruos a raya. Porque les importa muy poco que los vean.
Eso la hizo fruncir el ceño.
—No te entiendo.
Valerio se volvió para mirarla con expresión amenazadora.
—¿Sabes lo que es el asterosum?
—No.
—Es una antigua droga que paraliza por completo el cuerpo, pero que no afecta a los sentidos. Puedes ver, oír y sentir. Los médicos romanos la utilizaban cuando tenían que amputar. —Se encogió como si lo hubiera atravesado un dolor terrible.
Y ella lo sintió en el alma.
—Esa fue la droga que mis hermanos me dieron la noche que fueron a mi villa. —Se abrazó a sí mismo como si de ese modo pudiera protegerse del horror de su pasado—. Yo acababa de tomar Angaracia, un pueblo celta. En lugar de asolarlo y matar a todos sus habitantes como habría hecho cualquier otro miembro de mi familia, negocié la rendición con los celtas. Creí que sería mejor que sus hijos crecieran sin odiar a Roma y sin ansias de vengar a su familia, como tantos otros antes que ellos. —Soltó una carcajada amarga—. Y ese defecto me llevó a la perdición.
—¿Desde cuándo la compasión es un defecto? —le preguntó, sorprendida.
Sin embargo, nada más hacer la pregunta, recordó la imagen de su padre. En el mundo de Valerio, la compasión era un pecado capital.
El romano carraspeó.
—La mayoría de mis misiones se llevaban a cabo en las provincias fronterizas, contra los celtas. Fui el único romano de mi época que consiguió luchar contra ellos de modo efectivo, sobre todo porque los comprendía. Mis hermanos me odiaban por ese motivo. Para ellos, el único modo de conquistar un pueblo pasaba por destruirlo.
—Así que ¿se les ocurrió matarte?
Valerio asintió con la cabeza.
—Fueron a mi villa y me drogaron. Me dejaron tirado en el suelo, indefenso, mientras destruían todo lo que me rodeaba. Después de arrasar el salón, me arrastraron al patio trasero para matarme. Allí descubrieron la estatua de Agripina.
Alzó la vista hacia el rostro de mármol que Valerio tenía tras él.
—¿Por qué tenías su estatua en el patio?
—Al igual que mi abuela, creía que merecía ser salvada. Protegida. Así que encargué la estatua para mi jardín privado poco después de que la llevara a vivir conmigo.
En ese instante y de forma inesperada, sintió celos. Tal vez no había amado a esa mujer, pero saltaba a la vista que le tenía mucho cariño. Sobre todo porque llevaba miles de años manteniendo su promesa.
—¿Cómo es que acabó viviendo contigo? —le preguntó en voz baja.
Valerio tomó una entrecortada bocanada de aire.
—Mi abuela envió a buscarme al campo de batalla porque sabía que se estaba muriendo y temía por el futuro de Agripina. Conocía muy bien a sus hijos y a sus nietos, y Agripina era una mujer hermosa y delicada a la que le había cogido muchísimo cariño. Yo era el único que jamás había intentado meterme en su cama cuando iba a ver a mi abuela. Así que me pidió que la acogiera en mi casa y la protegiera de los demás.
La ternura del gesto le provocó un nudo en la garganta.
—¿Te enamoraste de ella?
—Me enamoré de la idea que tenía de ella. Era la personificación de la belleza. Delicada y amable. Cualidades que no existían en mi mundo. Cuando estaba en casa, me pasaba horas observándola desde lejos mientras atendía sus quehaceres. Recuerdo que solía preguntarme si alguien tan hermoso podría llegar a amar a alguien tan perverso como yo. Después me fustigaba por querer el amor de una esclava. Era un general patricio. ¿Para qué quería el amor de una esclava?
Sin embargo, lo había deseado con todas sus fuerzas. Y ella lo sabía porque así se lo decían sus sentimientos.
Valerio guardó silencio. De no saber que era imposible, habría jurado que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—La violaron delante de mí y no pude hacer nada para ayudarla.
—Dios, Val —musitó.
Hizo ademán de tocarlo, pero él se apartó.
—Ni siquiera podía cerrar los ojos ni girar la cabeza. Tuve que quedarme allí tirado, impotente, mientras la violaban. Cuanto más gritaba ella, más se reían mis hermanos, hasta el último momento, cuando Marco la atravesó con mi espada. —Lo confesó con voz ronca y los ojos llenos de lágrimas—. ¿De qué serví? —preguntó entre dientes, resoplando de furia—. ¿De qué le serví al final? Si no la hubiera llevado a mi casa, al menos le habrían permitido vivir.
Cuando por fin accedió a que lo abrazara, ella también tenía los ojos llenos de lágrimas. Intentó no pensar en lo que debió de suceder después de que mataran a Agripina.
Había visto las cicatrices que tenía en las muñecas y él le había dicho que lo habían crucificado. ¡Qué noche tan espantosa! No era extraño que no quisiera recordar el pasado.
Jamás volvería a preguntarle sobre él.
Valerio se quedó rígido unos instantes antes de relajarse y abrazarla muy fuerte, como si no quisiera soltarla.
—¿Por qué siempre que intento hacerle un favor a alguien acabo haciendo daño precisamente a quien necesita mi ayuda?
—A mí no me has hecho daño, y tampoco se lo has hecho a Marla ni a Gilbert.
—Todavía —musitó—. Agripina vivió en mi casa casi diez años antes de que las Parcas decidieran hacerle daño.
—Nadie va a hacerme daño, Valerio, confía en mí.
Valerio le acarició con ternura la mejilla desfigurada.
—Tienes tanto fuego en tu interior… Me calienta cada vez que estoy contigo.
—¿Que te calienta? La mayoría de la gente acaba consumida. Mi ex siempre me decía que era agotadora. También me decía que lo dejaba muerto y que necesitaba al menos un par de días de recuperación por cada hora que pasaba conmigo.
—A mí no me pareces agotadora —le aseguró con una sonrisa torcida.
—Pues tú no me pareces patético.
Eso consiguió arrancarle una carcajada.
—¿Qué es lo que tienes, Tabitha? Te conozco desde hace pocos días, pero tengo la sensación de que puedo hablar contigo de cualquier cosa.
—No lo sé, pero a mí me pasa lo mismo contigo. —Levantó los brazos y tiró de él para besarlo.
Valerio gimió al saborearla. Al sentirla. Entre sus brazos no se veía patético ni estirado. Ella le permitía reír y volver a ser feliz.
No. Nunca había sido feliz, porque ella le estaba enseñando qué era la felicidad. Nadie salvo Tabitha había hecho ademán de abrazarlo.
Sabía que era un estirado y lo aceptaba. En lugar de darle la espalda, se burlaba cariñosamente de él con la intención de que se relajase un poco.
No lo daba por una causa perdida.
Era la única persona que había buscado su amistad a lo largo de su vida. Eso la convertía en la mujer más valiosa de la tierra.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que Otto aparezca con la comida? —preguntó Tabitha cuando se apartó de él.
Él echó un vistazo al reloj.
—Poco menos de media hora. ¿Por qué?
Tabitha sonrió.
—Con eso nos basta.
Antes de que pudiera seguir preguntando, Tabitha se quitó la camisa y la utilizó para tirar de él después de pasársela por la cabeza a modo de cuerda. Una vez atrapado, le hizo un gesto con un dedo para que la siguiera.
—Venga conmigo, general, voy a poner su mundo patas arriba.
Ella no podía imaginar que ya se lo había puesto patas arriba la noche que la vio luchar contra los daimons y que desde entonces no se había enderezado.
Stryker por fin había conseguido calmarse. Al menos exteriormente.
Porque por dentro estaba hirviendo de furia.
Maldita fuera la Destructora y sus mentiras, y maldito Aquerón Partenopaeo y su sinceridad.
Aunque fuera lo último que hiciese, los borraría de la faz de la tierra. Claro que tendría que actuar con cuidado.
Estratégicamente.
Si la Destructora llegaba a descubrir que fue él quien le había dado el aima a Desiderio para que los spati pudieran herir a Aquerón, lo aniquilaría al instante. No, tendría que echar mano de toda su astucia para derrotarlos. Eso haría.
Cuando llegara el momento.
El aire que lo rodeaba crepitó, señal que indicaba que Desiderio requería una madriguera para que los spati pudieran abandonar Nueva Orleans y regresar a Kalosis, el infierno atlante.
Allí no había luz. El lugar estaba sumido en la oscuridad eterna. Sin embargo, jamás le había importado hasta la noche que mató a su propio hijo.
Desde entonces lo hacía.
Levantó la mano y abrió el portal.
Desiderio regresó aún en forma de neblina.
El incompetente daimon le hizo torcer el gesto. En otro tiempo le había tenido en gran estima, pero su fracaso al encargarse de un mero Cazador Oscuro y de su amante humana lo había convertido en un ser despreciable para él.
De no ser porque temía desencadenar la furia de la Destructora, no le habría concedido esa oportunidad de retomar forma corpórea. Sin embargo, a cambio de que hiriese a Aquerón, estaba más que dispuesto a hacer que el daimon se reencarnara.
—Creí que ibas a…
—¿A qué me enfrento? —preguntó Desiderio mientras su esencia incorpórea y carente de rostro oscilaba en la habitación en penumbra.
—Ya sabes a qué te enfrentas.
—No —lo contradijo el daimon—. ¿Qué fue lo que me diste para derrotar al líder de los Cazadores?
—No es asunto tuyo. Tú preocúpate de traerme a la niña.
—No entiendo por qué.
Se echó a reír.
—Ni falta que te hace. Si no me traes a la niña, yo mismo me encargaré de quitarte de en medio.
De no haber sabido que era imposible, habría jurado que el fantasma lo miró con sorna.
—Aquerón me sacó del cuerpo de esa zorra. Y ahora ya están en guardia. Necesito otro cuerpo.
Los gritos que se escucharon al otro lado de la puerta del salón hicieron que guardara silencio un instante. Los demonios carontes de Apolimia debían de seguir buscando al ladrón del aima.
No se les ocurriría buscar allí. No se atreverían.
A decir verdad, se había cansado de jueguecitos. Su madre, la Destructora, le había ordenado que esperase.
Pero estaba harto de esperar.
El mismo día que derramó la sangre de su hijo para aplacar a la Destructora comenzó a percatarse de ciertas cosas.
Y cuando su madre le ordenó que le llevara a la hija del antiguo Cazador Oscuro y la hechicera, se percató de otra cosa. La niña, que respondía al nombre de Marissa Hunter, tenía en sus manos el equilibrio del universo.
Quien poseyera a la niña, poseía la llave para controlar el poder más arcano de todos los tiempos.
La niña era el destino del mundo.
La Destructora quería tenerla en su poder para controlar ese destino.
Contuvo una amarga carcajada. Si quería apoderarse de Marissa, tendría que pasar por encima de su cadáver. Llegado el momento, sería él quien controlase el Destino Final. No Apolimia.
—¡Arod, Tíber, Siro, Alegra! —gritó.
Los cuatro comandantes spati aparecieron ante él. Tres hombres y una mujer. Se tomó un momento para contemplar sus cuerpos perfectos. Los cuatro aparentaban poco menos de treinta años… igual que él. Y también como él, deambulaban por la tierra desde tiempos inmemoriales. Alegra era la más joven, y eso que contaba con nueve mil años a sus espaldas.
Entrenados para matar y para apoderarse de las almas humanas a fin de seguir viviendo, sus soldados no tenían parangón.
Había llegado la hora de que la Humanidad los conociese.
—¿Nos has llamado, akri? —preguntó Tíber.
Asintió con la cabeza.
—Desiderio necesita un cuerpo para llevar a cabo mis órdenes.
Los cuatro daimons se miraron entre sí con patente nerviosismo.
—Tranquilos —les dijo—, no os estoy pidiendo que os ofrezcáis voluntarios. Nada de eso. Ni mucho menos. Vais a ser sus guardaespaldas.
—Pero, akri —protestó Alegra en voz baja—, no tiene un cuerpo que proteger.
Aquello lo hizo reír a carcajadas.
—Sí que lo tiene. —Extendió la mano y apareció una imagen en el centro de la estancia. Vestido de negro de los pies a la cabeza, el Cazador Oscuro paseaba solo por las calles de Nueva Orleans—. Ahí tienes tu cuerpo, Desiderio —dijo—. Y ahí tienes tu entrada a la casa de los Hunter. Ahora traedme a esa niña o moriréis todos… para siempre.
Antes de que se desvanecieran, les lanzó una última orden.
—Aquerón me arrebató lo único que he querido en la vida. En recuerdo del hijo que me robó, quiero que sufran los humanos que Aquerón protege. Quiero ver cómo la sangre corre por las calles de Nueva Orleans. ¿Entendido?
Desiderio esbozó una sonrisa perversa.
—Entendido, akri. Lo hemos entendido a la perfección.
Valerio gruñó por la maravillosa sensación de tener a Tabitha contra él. Estaba desnuda entre sus brazos y lo besaba con ardor mientras le acariciaba el miembro desde la punta hasta la base.
En cambio, él estaba vestido y solo tenía la camisa negra desabrochada y por fuera de los pantalones.
—Otto está a punto de llegar —dijo con voz entrecortada mientras ella le lamía un pezón.
Era difícil pensar con claridad cuando su mano lo acariciaba con semejante pericia.
—Pues será mejor que nos pongamos manos a la obra —replicó ella con una carcajada al tiempo que se subía a la cama.
Verla desnuda sobre el edredón negro le cortó la respiración.
Bajo su atenta mirada, abrió las piernas en flagrante invitación.
Acto seguido, le colocó los tobillos en las caderas y tiró de él hacia delante.
Cuando lo tuvo a su alcance, introdujo la mano entre sus cuerpos y le bajó los pantalones lo justo para que pudiera penetrarla. El roce de su mano le arrancó un gemido. Sin pérdida de tiempo, lo llevó a su interior y se arqueó sobre el colchón para sentirlo bien adentro. Ella se retorcía bajo él mientras gemía de placer. Con los pies plantados en el suelo y una mano apoyada en la cama, se hundió en su cálido y húmedo interior sin dejar de mirarla.
—Sí, así —jadeó ella mientras salía al encuentro de sus embestidas.
Embistió con más fuerza, dejando que sus caricias lo aliviaran. Capturó un pecho con la mano libre y se deleitó con la suavidad de su tacto. Con la idea de saborearla se le hizo la boca agua.
Tabitha gimió cuando Valerio bajó la cabeza y comenzó a chuparle el pezón sin detener los envites de sus caderas. Le encantaba sentirlo en su interior. Verlo actuar de forma tan salvaje y primitiva.
Había algo extremadamente erótico en un hombre tan controlado que perdía la cabeza cada vez que la tocaba. Le gustaba verlo bajar la guardia cuando estaban solos.
Y que no la juzgase.
Cerró los ojos y le aferró la cabeza al percatarse de que aumentaba el ritmo de sus caderas. Nada podía ser tan maravilloso como las mágicas caricias de su lengua y la fuerza con la que se hundía en su interior.
Incapaz de soportarlo más, le apartó la cara del pecho para poder besarlo en la boca. Valerio tenía los ojos oscurecidos por la pasión y el rostro un tanto ruborizado por el esfuerzo.
Alzó las caderas para frotarse contra él al tiempo que hundía sus manos en el pelo y le mordisqueaba los labios. Desde allí bajó hasta el mentón y comenzó a subir, dejando un húmedo rastro a su paso hasta llegar al lóbulo de la oreja, que lamió a placer.
Presa de un delicioso escalofrío, Valerio soltó un gemido. Acababa de perder el control. Necesitaba penetrar hasta el fondo en ella.
Se apartó un instante y le dio la vuelta hasta que la tuvo arrodillada y totalmente expuesta a su mirada.
—¿Val?
Le apartó el pelo del cuello al mismo tiempo que la penetraba de nuevo; oyó cómo gritaba de placer cuando penetró en ella por completo.
La parte más recóndita y salvaje de su ser cobró vida. Tomó sus pechos entre las manos y se dejó embriagar por el olor de la pasión.
Ver que Valerio perdía el control la dejó sin respiración. Aunque siguió acariciándole un pecho con una mano, la otra fue descendiendo por su cuerpo, dejando atrás el piercing que llevaba en el ombligo hasta enterrarse entre sus piernas.
—Dios, Val —gimió al sentir un placer tan intenso que casi rayaba el dolor. Sus dedos la acariciaban al compás de cada embestida.
La cabeza le daba vueltas.
Jamás se había sentido tan deseable. Tan deseada.
—Me encanta tu olor, Tabitha —oyó que murmuraba junto a su oído.
En ese instante bajó la cabeza y notó el roce de sus colmillos en el cuello.
—¿Vas a morderme?
Fue consciente de su indecisión mientras uno de sus colmillos se detenía peligrosamente cerca de la yugular.
—Nunca he querido morder a nadie —contestó con voz entrecortada.
—¿Y ahora?
Como respuesta, aceleró el ritmo de sus embestidas.
—Quiero devorarte.
Tabitha gritó y se corrió al escuchar esas palabras.
Apretó los dientes al sentir sus estremecimientos. La parte salvaje de su ser seguía suplicándole que la saborease. Que la hiciera suya por completo.
La compulsión era feroz y aterradora.
Le mordisqueó el cuello, pero se obligó a no atravesarle la piel. Lo consiguió con un gran esfuerzo.
Estuvo a punto de ceder a la tentación.
Cuando se corrió un minuto después, escuchó el rugido que soltaba esa parte desconocida de sí mismo.
La abrazó con fuerza hasta que dejó de estremecerse. Totalmente exhausto, la instó a darse la vuelta sobre el colchón hasta dejarla sentada y después se arrodilló entre sus piernas.
Tabitha se quedó de piedra al ver al orgulloso guerrero romano postrado de rodillas a sus pies. Pero la cosa no quedó ahí. Sus brazos la rodearon por la cintura antes de que apoyara la cabeza contra su vientre con mucha delicadeza.
Conmovida por sus acciones, comenzó a acariciarle el pelo.
Valerio levantó la vista y la miró con una expresión interrogante que la abrasó.
—No sé por qué estás aquí, Tabitha, pero me alegro mucho.
Sus palabras le arrancaron una sonrisa.
Sin dejar de mirarla a los ojos, comenzó a mordisquearla justo por debajo del piercing del ombligo, una zona muy erógena. Cuando lo vio lamer la luna que colgaba del arito, cerró los ojos y gimió. Sin embargo, no se detuvo ahí. Le lamió el ombligo y la puso a doscientos.
Cuando sintió que la penetraba con dos dedos, creyó que estaba a punto de desmayarse.
—Eres preciosa, Tabitha —le dijo al tiempo que dejaba su sexo expuesto por completo a su vista.
Acto seguido, se inclinó y comenzó a acariciarla con los labios y la lengua. A fin de darle más espacio, separó las piernas y él aprovechó la oportunidad para darle un maravilloso lametón.
Era incapaz de apartar la vista de él. Parecía estar disfrutando de la experiencia tanto como ella.
Y fue muy concienzudo.
—Valerio, ¿estás ahí?
La voz de Otto, procedente del pasillo, hizo que Valerio levantara la cabeza. Sin embargo, uno de sus dedos siguió hundido en ella, renuente a dejar de complacerla.
Mientras la penetraba con otro dedo, se puso lentamente en pie.
—¿Qué me has hecho? —le preguntó al oído con voz entrecortada—. Otto está detrás de esa puerta y lo único que me importa es volver a hundirme en tu interior. Lamerte hasta saborear tu clímax.
La inesperada confesión le arrancó un gemido a causa de la vivaz imagen que se le pasó por la cabeza.
—Deshazte de Otto y soy tuya para el resto de la noche.
Valerio la besó con pasión antes de darle un apretón en el trasero.
—Quédate desnuda. Vas a servirme de bandeja para la cena.
—Trato hecho —accedió, mordiéndose el labio al sentir un estremecimiento.
Valerio se apartó de ella y se apresuró a abrocharse la camisa y los pantalones. Antes de salir del dormitorio y dejarla a solas le lanzó una mirada ardiente, rebosante de promesas.
Cuando Val se fue, apartó el edredón y se metió entre las sábanas de seda negra. Estaban impregnadas con su intenso aroma.
Abrazó la almohada e inspiró hondo.
—¿Qué estoy haciendo? —se preguntó. Estaba en la cama con el enemigo, y se lo estaba pasando en grande.
Pero lo peor era que no quería irse.
Nunca.
—Ese es mi don —refunfuñó. Siempre la atraían hombres imposibles de conseguir.
Debería marcharse y quedarse en casa de Amanda y Kirian, pero era incapaz de dejar a Valerio. ¿Qué iba a hacer sin ella?
Sin embargo, lo más importante era qué iba a hacer ella sin él.