Tabitha jadeó, paralizada por el dolor. Nunca había sentido nada parecido. Era como si algo hubiera invadido su cuerpo.
Ash soltó un taco al tiempo que alzaba una mano y le lanzaba una descarga.
El dolor del impacto le arrancó un chillido. Parecía que algo estaba intentando hacerla pedazos.
Incapaz de soportarlo, se dejó caer, pero se dio cuenta de que alguien la sostenía. Estaba apoyada contra un torso muy fuerte.
—Te tengo —dijo Valerio mientras la cogía y la abrazaba con fuerza.
Su proximidad la llenó de alegría. No sabía cómo había logrado llegar hasta ella para cogerla, pero le agradecía muchísimo que lo hubiera hecho.
—Cuidado —le advirtió entre dientes, que había apretado para no gemir a causa del insoportable dolor.
Se le nublaron los ojos de lágrimas al caer en la cuenta de que era muy posible que el fantasma estuviera intentando poseer a Ash o a Valerio.
—Olvídalo —dijo Ash.
El espíritu se echó a reír antes de desaparecer.
Ash llegó a su lado en un santiamén.
—Respira despacio —susurró.
Incapaz de hablar, apoyó la cabeza en el cuello de Valerio y aspiró el cálido aroma de su piel. Jamás había pensado que podía sentir algo así por alguien.
Entre sus brazos se sentía protegida aun cuando no pudiera luchar por sí misma.
—Hay que ponerla a salvo —dijo Val con brusquedad.
Ash asintió con la cabeza.
En un abrir y cerrar de ojos pasaron de la avenida de acceso a la mansión de Kirian al dormitorio de Valerio, que la dejó en la cama con mucho cuidado. Su expresión pareció suavizarse.
—¿Estás bien? —le preguntó Valerio.
—Creo que sí —respondió. El dolor iba remitiendo poco a poco.
Vio su sonrisa antes de que su semblante se endureciera al mirar a Ash.
—¿A qué nos enfrentamos? —le preguntó.
Ash inspiró hondo y pareció debatirse consigo mismo unos instantes mientras decidía qué les contaba.
—Ese fantasma era Desiderio. La buena noticia es que no es corpóreo… todavía.
—Pero yo luché contra él cuerpo a cuerpo —replicó Val—. Cuando me atacó.
—¿Cuándo? —quiso saber ella mientras el terror que la embargaba se multiplicaba por diez—. Yo no lo vi.
—Era el daimon al que protegió el fantasma justo antes de que la lucha concluyera. ¿No te acuerdas?
Negó con la cabeza.
—Ese no era Desiderio. Créeme, recuerdo muy bien la cara de ese cabrón. —Se acarició la cicatriz del pómulo.
—No —intervino Ash, dándole la razón—, era su primogénito. Según Urian, se llaman igual.
Tabitha puso los ojos en blanco.
—Menuda manía teníais en aquellos tiempos. Cuántos nombres teníais, ¿tres? Y los reciclabais una y otra vez a lo largo de las generaciones…
—Era la costumbre —explicó Valerio—. Y me alegro de que se haya perdido. Créeme, no me hace ni pizca de gracia tener un nombre que recuerda a una canción ñoña y a un tío que hace cosas incalificables en el gimnasio de un instituto. Pero, puestos a considerarlo, «Valerio» no tiene ni punto de comparación con «Newbomb Turk».
El inesperado comentario le arrancó una carcajada. Era sorprendente que hubiera entendido su referencia a la película Los caballeros de Hollywood.
—Conociendo a Tabitha, no me atrevo a preguntar —comentó Ash mientras se pasaba una mano por la frente.
De repente, vio que se quedaba petrificado y percibió que el miedo lo embargaba.
—¿Ash?
—¿Qué ha pasado? —susurró Ash sin hacerle caso. Parecía que estuviera hablando con otra persona.
—¿Ash?
—Quedaos los dos aquí y no salgáis de casa esta noche. —Se desvaneció al instante.
Cuando miró a Valerio, comprobó que estaba mucho más perplejo que ella.
—¿A qué ha venido eso? —le preguntó.
—No lo sé —respondió él—, pero tengo la sensación de que no ha pasado nada bueno.
Ash entró en su hogar, en Katoteros, dejando atrás un enorme tornado. Las puertas de madera de roble y de más de cuatro metros de altura se cerraron con un portazo que resonó amenazadoramente una vez que las dejó atrás. En cuanto traspasó el elegante umbral, su moderno atuendo gótico se convirtió en el habitual de los antiguos atlantes. Los vaqueros se transformaron en unos pantalones de cuero que se ceñían a sus musculosas piernas y se ajustaban a ambos lados mediante unos cordoncillos en zigzag. La chupa y la camisa se desvanecieron para dejar paso a una foremasta de gruesa seda negra, que no era más que una especie de túnica suelta que flotaba con elegancia en torno a su fibroso cuerpo. En la espalda de la prenda había un emblema bordado: un sol dorado atravesado por tres rayos de plata.
Era su símbolo personal y estaba presente en todas y cada una de sus posesiones.
Siguió caminando sin detenerse por el inmenso vestíbulo de mármol negro y de planta circular, en cuyo centro podía admirarse el mismo símbolo.
La estancia carecía de muebles. La cúpula dorada que coronaba el vestíbulo se alzaba sobre dieciséis columnas formadas por las estatuas de otros tantos dioses atlantes, los más preeminentes.
Unos dioses que en otro tiempo hicieron de ese reino su hogar. En aquellos días se reunían en amor y compaña en ese vestíbulo, desde donde observaban y protegían el mundo de los humanos.
Pero esos días habían llegado a su fin mucho tiempo atrás.
Los propios dioses habían desaparecido.
Ash se encaminó al salón del trono situado frente a las puertas principales. La entrada a la estancia estaba flanqueada por sendas estatuas de Apolimia, la Destructora, y de su esposo, Arcón Kosmetas, un apodo que significaba «orden». En otra época, la pareja gobernaba los dominios inferiores de Katoteros y Kalosis, pero en un arrebato de furia, Apolimia acabó con todos los que moraban allí.
Con todos.
Ni un solo dios atlante quedó en pie después de que ella arrasara el templo, presa de una furia destructora.
Jamás había comprendido qué la llevó a hacer algo así.
Sin embargo, conforme entraba en el salón del trono creyó que por fin empezaba a entenderlo.
—¡Urian! —masculló, convocando a su vasallo.
El aludido apareció en el salón del trono atlante dispuesto a enfrentarse al mismo demonio. Se detuvo en seco al ver a Ash en su verdadera naturaleza, de pie frente al estrado dorado sobre el que se alzaban dos tronos de oro tallados en forma de dragón.
No acababa de acostumbrarse a verlo con ese aspecto. Los ojos rojos que echaban chispas, literalmente, ya eran suficiente para lograr que hasta un semidiós como él se echara a temblar. Pero si a eso se le sumaban las rayas de un azul iridiscente que adornaban su piel blanca como el alabastro…
¡Uf!
No obstante, lo más inquietante de todo era la horrorosa cicatriz que se extendía desde su ombligo hasta la garganta, justo hasta el lugar donde le habían dejado marcada la palma de una mano. Parecía que alguien lo hubiera inmovilizado por el cuello para abrirlo en canal.
Según le dijo Alexion el día que llegó a Katoteros, la marca aparecía y desaparecía sin motivo, pero la cicatriz vertical solo era visible en ese reino y bajo ningún concepto debía hacer alusión a ella.
No si valoraba en algo su vida.
El malhumor de Ash se reflejaba en los rayos y truenos que restallaban al otro lado de las ventanas emplomadas del templo.
Había pocas cosas en la vida que asustaran a Urian, pero la poderosísima criatura que tenía delante era una de ellas.
Ni siquiera los pterygsauri que tenía como mascotas saldrían para ir con su amo de ese humor. Al contrario que él, esas criaturas (una especie de dragones alados) tenían el buen tino de mantenerse escondidas.
—¿Qué tienes que decirme? —le preguntó Aquerón con un fuerte acento atlante.
—Básicamente, que se ha desatado el infierno en el infierno.
Esa noticia no lo complació en absoluto. Una nueva andanada de relámpagos restalló al otro lado del ventanal que ocupaba la pared emplazada tras los tronos. Su luz confirió un brillo espectral al cuerpo de Ash. El ominoso trueno que se escuchó fue tan intenso que el suelo del templo tembló bajo sus pies.
—¿Qué está pasando?
Tuvo que morderse la lengua para no replicar con un comentario sarcástico y decirle que en Kalosis el ambiente era tan distendido como allí, en Katoteros. Saltaba a la vista que ese comentario sería un suicidio.
—No lo sé. Desiderio volvió con su hijo hace un rato. Según me han dicho, le contó algo a Stryker que hizo que lo recompensara con la habilidad de reencarnarse. Apolimia, la Destructora, está encerrada en su templo y no permite que nadie entre. Al parecer, alguien cometió un error y la diosa ha soltado a sus perros carontes por todo Kalosis para que atrapen al culpable. Los spati caen como moscas y todos se han meado en los pantalones por temor a la ira de Apolimia.
—¿Y tu padre?
Urian se tensó ante el recordatorio de que Stryker, el líder de los daimons spati al servicio de la Destructora, lo había engendrado.
—No lo sé. En cuanto Desiderio se marchó, se encerró en el salón principal y está destrozando todo lo que encuentra. —Su semblante se endureció—. Grita mi nombre sin cesar y no sé por qué. Tal vez haya descubierto que estoy vivo.
Los ojos de Aquerón se apartaron de él.
—¿Qué significa todo esto, Ash? Sé que lo sabes.
—No. No lo sé. La Destructora guarda silencio. No me ha dicho nada y eso es lo que más me preocupa. Nunca guarda silencio mientras estamos enzarzados en una batalla.
El significado de esas palabras le hizo soltar un taco.
—¿Qué los ha hecho estallar a la vez?
La mandíbula de Ash sufrió un tic nervioso de lo más evidente.
—Creo que Stryker mandó a Desiderio para que me sometiera a una prueba. En cuanto Desi comprobó que era efectiva, informó a Stryker, que no necesitó más confirmación.
—¿Confirmación de qué?
La mirada del atlante lo atravesó.
—Sobre su verdadera relación con Apolimia.
La respuesta le arrancó un quedo silbido.
—Sí, eso lo sacaría de sus casillas. Quizá tengamos suerte y se maten entre sí.
Aquerón le echó una mirada que lo hizo retroceder.
—Lo siento —se disculpó sin pérdida de tiempo.
Vio que Ash comenzaba a caminar de un lado para otro. El fantasmagórico movimiento de la túnica que flotaba a su espalda, sumado al golpeteo que provocaban las suelas de plata de sus botas sobre el suelo de mármol, formaba una espeluznante visión.
—¿Por qué intentó Desiderio poseer el cuerpo de Tabitha?
—¿Qué quieres decir? —preguntó él a su vez.
—Intentó llevársela estando yo delante. Cuando lo obligué a salir de ella con una descarga astral, vino a por mí.
Aquello no tenía sentido. ¿Cómo podía alguien ser tan estúpido? Aunque, claro, estaban hablando de Desiderio…
—¿Por qué intentó hacer algo así a sabiendas de lo que eres?
La pregunta hizo que Ash soltara una siniestra carcajada.
—No creo que Stryker haya compartido esa información con Desiderio. No se atrevería a hacerlo. Si lo hiciera, su autoridad en Kalosis se vería seriamente mermada.
Cierto.
—Así que lo que debemos preguntarnos es quién será el donante de cuerpo.
Vio que Ash ladeaba la cabeza como si acabara de caer en la cuenta de algo.
—Sus objetivos son Amanda y Kirian. Puesto que no ha podido poseer a Tabitha y también ha fallado conmigo, es muy probable que vaya tras alguien a quien ambos conozcan, alguien en quien confíen. Y eso es lo que necesito que averigües. Stryker me ha bloqueado y no percibo nada en lo concerniente a Desiderio.
—Estoy empezando a sentirme carne de cañón. Hay un montón de gente en Kalosis que se alegra del día que Stryker me rebanó el pescuezo. Si alguien descubre que estoy espiándolos, me enviarán de vuelta a pedazos.
Aquerón le dedicó una sonrisa siniestra.
—Da igual. Volveré a recomponerte.
—Gracias, jefe. Pero eso no me tranquiliza. Humpty Dumpty no quiere caerse de la tapia, ¿vale?
El semblante de Aquerón se endureció de nuevo.
—Vete, Urian.
Inclinó la cabeza al tiempo que retrocedía y regresó a Kalosis.
Ash siguió en su salón del trono en silencio y aguzó el oído. Seguía sin escuchar nada procedente del otro lado. En el exterior los relámpagos seguían restallando y el viento azotaba los cristales.
—Háblame, Apolimia. ¿Qué estás haciendo?
Sin embargo, Apolimia guardó silencio por primera vez en once mil años.
Lo único que resonaba en su cabeza era la débil voz de su hermana: «Ten cuidado con lo que deseas, hermanito. Puede hacerse realidad».
Tabitha colgó el teléfono después de hablar con Amanda y advertirle del ataque de Desiderio justo delante de su casa. Al parecer, Kirian y Julian estaban vendándole las costillas a Nick mientras ellas hablaban.
—Estoy asustada, Val —le confesó a este tras soltar el teléfono—. Muy asustada. No dejo de escuchar la voz de Amanda mientras me contaba la pesadilla en la que Kirian y ella morían. Sé que odias a mi cuñado, pero…
—No odio a Kirian, Tabitha. Él me odia a mí.
Asintió con la cabeza mientras él la envolvía en un reconfortante abrazo. Acto seguido y sin apartarla de su pecho, sintió cómo él comenzaba a acariciarle el pelo.
Aspiró el intenso y maravilloso aroma que desprendía. Un aroma que era mucho más reconfortante que sus caricias.
—Aquerón no dejará que tu hermana muera —la tranquilizó—. Y lo sabes.
—Eso espero, pero su visión…
—Las visiones no tienen por qué cumplirse siempre. Aquerón suele decir que el destino está sometido al libre albedrío. Lo que tu hermana vio fue solo una de las muchas posibilidades.
Las lágrimas le provocaron un nudo en la garganta mientras pensaba en cómo sería la vida sin Amanda. La idea le resultaba insoportable.
—No puedo perder a mi hermana, Val. No puedo. Siempre nos hemos tenido la una a la otra.
—Tranquila —musitó él al tiempo que le daba un beso muy dulce en la coronilla—, estoy seguro de que ella siente lo mismo en estos momentos y te juro por mi vida que ninguna de las dos tendrá que enfrentarse a la pérdida de la otra. No mientras yo esté aquí.
La ternura de sus palabras la sorprendió, sobre todo porque él nunca la había experimentado.
Se echó hacia atrás para mirarlo a la cara.
—No entiendo cómo tus hermanos fueron capaces de matarte.
Valerio la soltó de inmediato y se apartó de ella. Por la expresión de su rostro, saltaba a la vista que el comentario le había hecho daño.
—Lo siento, Val. Ha sido cruel por mi parte.
—No pasa nada. Las cosas eran distintas en aquella época.
Esa parecía ser su respuesta para todo, una respuesta que no terminaba de convencerla.
—Llamaré a Otto y le diré que nos traiga la cena. No sé tú, pero yo tengo hambre.
Tabitha asintió con la cabeza, dándole así el respiro que tanto parecía necesitar. Él salió de la biblioteca sin mirar atrás.
—¿Qué has visto en ese cabrón?
La inesperada voz que escuchó a su espalda hizo que se volviera con brusquedad; se encontró con un hombre de la altura de Val que la miraba con cara de pocos amigos. Iba ataviado con vaqueros negros y camiseta del mismo color, y su cuidada perilla, el pelo negro y corto y los ojos de un azul eléctrico le conferían un aspecto impresionante.
—¿Quién coño eres?
—Zarek.
La respuesta la pilló totalmente desprevenida. Así que ese era el infame esclavo que había vivido en Roma con Valerio. Pues a primera vista no había mucho parecido entre ellos salvo por el pelo negro y la altura. Cruzó los brazos por delante del pecho mientras se enfrentaba a él.
—Así que tú eres el antipático de los rayos.
El insulto le arrancó una malévola carcajada.
—Yo me andaría con más cuidado si estuviera en tu lugar. No hay ninguna ley que me impida dejarte tiesa a ti también.
Resopló, negándose de pleno a dejarse intimidar.
—Seguro que la hay. Ash te mataría si me hicieras daño.
—Podría intentarlo, pero dudo mucho que lo consiguiera.
El tono de voz con el que pronunció la frase la hizo sisear.
—Eres un poco arrogante, ¿no crees?
Zarek se encogió de hombros con indiferencia.
—Dispara de una vez, ¿qué haces aquí? —le preguntó ella.
—Os he estado vigilando.
Esa confesión la dejó horrorizada, al igual que la posibilidad de que hubiera disfrutado mientras ejercía de mirón. Se estremeció, asqueada.
—¡Eres un pervertido!
—Ni hablar —replicó él, entrecerrando los ojos de forma muy peligrosa—. Me he asegurado de mirar para otro lado cada vez que os poníais empalagosos. Ya me quedé ciego una vez en la vida y no tengo ganas de volver a pasar por eso.
—Entonces ¿por qué nos vigilabas?
—Por curiosidad, más que nada.
—¿Y por qué has venido?
—Porque me intriga que la cuñada de Kirian se esté follando a alguien como Valerio.
—¿Y a ti qué coño te importa…? —masculló con voz desdeñosa. Sin embargo, la biblioteca de Valerio comenzó a girar a su alrededor y la frase se quedó en el aire.
De repente, la biblioteca desapareció y se encontró en lo que parecía un pasillo cuyas paredes estaban formadas por espejos. Se vio reflejada en ellos, con Zarek a su lado.
—¿Dónde estamos?
—En el Olimpo. Quiero que veas una cosa.
El espejo situado frente a ellos comenzó a brillar y cambió. Ya no se reflejaban en él.
Les estaba mostrando el pasado.
Vio una antigua tienda de lona en cuyo interior se encontraba un hombre ensangrentado y atado a una estructura de madera. Lo estaban torturando. Gritaba y pedía clemencia en latín mientras un hombre lo azotaba con un látigo de púas.
Horrorizada por lo que veía, se tapó los oídos hasta que los azotes pararon y un hombre ataviado con armadura romana se adelantó.
Era Valerio. Un Valerio muy joven. Su rostro moreno necesitaba con urgencia un afeitado y llevaba el peto de la armadura salpicado de sangre. Parecía cansado y desaseado, como si llevara días sin dormir. Sin embargo, se comportaba con su habitual aire de superioridad. Se acercó al prisionero y le arrojó un cubo de agua a la cara.
—Dime hacia dónde marchan.
—No.
Las palabras latinas resonaron en la cabeza de Tabitha mientras Valerio ordenaba que siguieran azotando al soldado.
—Fue tu amante quien me dejó ciego —le dijo Zarek al oído con brusquedad mientras el espejo se nublaba y volvía a despejarse para mostrarles a dos niños pequeños.
Uno yacía en el suelo, hecho un ovillo, mientras el otro lo azotaba con un látigo. Uno de los latigazos le dio en el ojo y le arrancó un grito. Intentó cubrírselo con una mano muy sucia.
—Yo soy el que está en el suelo —siguió Zarek—. Valerio es el que me está azotando sin piedad, y tú te lo has tirado.
Incapaz de soportar la atroz imagen, echó a correr, pero se dio de bruces con alguien. Forcejeó para apartarse hasta que alzó la vista y descubrió que era Ash, con cara de pocos amigos.
—¿Qué estás haciendo, Z?
—Le estoy mostrando la verdad.
Ash meneó la cabeza.
—No puedo creer que estés casado con una ninfa de la justicia y no hayas aprendido nada de ella. Cada recuerdo tiene tres versiones, Z. La tuya, la de los demás y la verdad, que se encuentra entre las dos anteriores. Solo le estás enseñando a Tabitha tu punto de vista. ¿Por qué no le muestras la imagen completa? —En ese momento la giró hacia el espejo—. No voy a mentirte, Tabby, ni voy a intentar influir en ti. Estos no son ni los recuerdos de Zarek ni los de Valerio. Es la verdad absoluta y objetiva de lo que sucedió entre ellos.
Volvió a ver a Valerio de niño mientras se acercaba a él un hombre ataviado con una toga que guardaba un enorme parecido con Zarek. Debía de ser el padre de ambos.
Le dio unas palmaditas a Valerio en el hombro.
—Eso es, hijo mío. Golpea siempre en el punto débil. Algún día serás un magnífico general.
Vio que Zarek, el niño, los observaba con una mirada asesina. Su padre le arrebató el látigo a Valerio y comenzó a azotarlo de nuevo.
Con el rostro demudado por el horror, Valerio salió corriendo entre sollozos.
Parecía a punto de vomitar mientras avanzaba a trompicones por un antiguo patio romano hasta que se dejó caer junto a una fuente emplazada en el centro del atrio. Colocó los brazos en el borde, los cruzó y apoyó la frente en ellos.
—Lo siento, lo siento, lo siento —repetía una y otra vez mientras lloraba.
Su padre salió corriendo de la casa y se acercó a él.
—¡Valerio! —gritó—. ¿Qué estás haciendo?
Él no le contestó. Su padre lo levantó por el pelo sin miramientos.
El espanto que reflejaba la cara del niño la conmovió hasta lo más profundo de su alma.
—Eres un gusano patético —se burló el hombre—. Debería haberte llamado Valeria. Pareces una mujer en lugar de un hombre.
Al instante, lo abofeteó con tal fuerza con el dorso de la mano que el sonido reverberó por el atrio y algunos pajarillos alzaron el vuelo. Valerio perdió el equilibrio a causa del golpe y cayó al suelo. Sangrando por la nariz y por un corte en la mejilla, intentó ponerse en pie, pero antes de que pudiera lograrlo su padre le dio un latigazo en la espalda. Volvió a caer.
Los azotes siguieron.
Valerio se cubrió la cabeza con los brazos mientras una lluvia de latigazos caía sobre su cuerpecito.
—Levántate —masculló su padre después de haberle asestado veinte latigazos.
El niño lloraba tanto que ni siquiera podía hablar.
Su padre le dio una patada en las costillas.
—Maldito seas, levántate si no quieres que te dé otros veinte.
Tabitha no comprendía cómo pudo lograrlo, pero Valerio consiguió ponerse en pie a pesar de que temblaba como una hoja. Tenía la ropa hecha jirones y la cara manchada de barro y sangre.
Su padre lo agarró por el cuello y lo estampó contra una pared de piedra sin enlucir que dañó aún más su ya dolorida espalda.
La imagen hizo que Tabitha se encogiera mientras intentaba imaginar cómo era posible que un niño tan pequeño pudiera soportar semejante brutalidad sin derrumbarse.
—Vas a quedarte aquí de pie toda la noche y como se te ocurra doblar las piernas para descansar, te azotaré todos los días hasta que aprendas a controlar el dolor. ¿Me has entendido?
Valerio asintió con la cabeza.
—¡Marco! —gritó su padre.
Un chico que se parecía muchísimo a Valerio salió corriendo de la casa. Saltaba a la vista que era varios años mayor que él.
—¿Sí, padre?
—Vigila a tu hermano. Si se sienta o se mueve, me avisas.
El recién llegado sonrió como si le acabaran de hacer un regalo.
—Sí, señor.
El padre se dio la vuelta y se marchó. Tan pronto como desapareció, Marco comenzó a reírse de Valerio.
—Pobrecito, Val —se mofó—, me pregunto qué te hará padre si te caes… —Y le asestó un puñetazo en el estómago.
Valerio gruñó de dolor, pero no se apartó de la pared. Su actitud enfureció más a Marco que, con un gruñido, comenzó a golpearlo con saña. Valerio intentó defenderse, pero fue en vano. Su hermano no tardó en lograr que cayera al suelo de nuevo.
—¡Padre! —gritó, corriendo hacia la puerta por la que este había desaparecido—. ¡Se ha caído!
Tabitha dio la espalda al espejo, asustada por el castigo adicional que el padre de Valerio debía de haberle infligido. Ella le había visto la espalda. Había acariciado las cicatrices que con tanta dignidad y resignación llevaba.
Debía de odiar a su padre y, sin embargo, jamás había dicho nada en su contra ni en contra de sus hermanos. Se limitaba a seguir con su vida mientras sufría en silencio y guardaba en su interior esos dolorosos recuerdos.
En su opinión, era un hombre admirable.
Miró el espejo, pero vio que se había oscurecido.
—Eso no cambia nada —dijo Zarek, haciendo una mueca—. También lo golpearon, ¿y qué? No se me ha escapado que no has dicho nada sobre el detalle de que estuviera torturando a…
—A un soldado griego que formaba parte de un ejército que había asolado una aldea romana —lo interrumpió Ash—. Encerraron a las mujeres y a los niños en el templo de Minerva y después le prendieron fuego. Valerio iba tras ese ejército con la intención de detenerlos antes de que siguieran asesinando a inocentes.
—No todos eran tan inocentes… —masculló Zarek.
—Cierto —convino ella con un nudo en la garganta—. Pero Valerio fue general en un período muy violento.
—Sí —reconoció Ash en voz baja—. E hizo lo que tenía que hacer.
Zarek resopló antes de protestar:
—Sí, claro. Valerio se pasó toda la vida intentando complacer a su padre, intentando que ese bestia se sintiera orgulloso de él.
Ash también corrigió su tergiversada opinión.
—Cuando erais niños, le tenía tanto miedo a vuestro padre que tartamudeaba siempre que estaba en su presencia.
—Nunca titubeó cuando cometía una crueldad para complacer a su familia.
—¿Nunca?
Tabitha clavó la mirada en el espejo cuando apareció una nueva imagen de Valerio. Todavía era un niño de unos ocho años y estaba en la cama, profundamente dormido. La dulzura de la imagen le aceleró el corazón.
Hasta que alguien abrió de golpe la puerta del dormitorio.
Valerio se incorporó al tiempo que la luz de un candil lo iluminaba.
Su padre lo sacó de la cama de un tirón y lo arrojó al suelo. Él lo miró un instante antes de desviar la mirada hacia el portador del candil. Era Marco.
—¿Qué es esto? —le preguntó su padre al tiempo que le arrojaba una manta.
Valerio se quedó pálido.
—¿Qué es esa manta, Zarek? —preguntó Ash.
Los ojos azules de Zarek se tornaron gélidos.
—Una manta vieja de algún caballo que ese cabrón me dio una noche, y por la que volvieron a golpearme.
—¡Valerio! —gritó su padre al tiempo que lo abofeteaba—. ¡Contéstame!
—Man… manta.
—Vi cómo se la daba al esclavo, padre —aseguró Marco—. Y Mario también lo vio. No quería que pasara frío.
—¿Eso es cierto?
Valerio parecía aterrado.
—¿Es cierto?
—Tenía frí… frío —tartamudeó, tragando saliva.
—Pues ya está bien calentito —se burló su padre con voz desdeñosa—. En fin, mejor que sufra un esclavo a que sufras tú, ¿no? Tal vez vaya siendo hora de que aprendas esa lección.
Antes de que Valerio pudiera moverse, su padre le arrancó la ropa, lo levantó por el brazo sin muchos miramientos y lo sacó a la fuerza del dormitorio. Lo llevó al exterior completamente desnudo y lo ató a un poste. Hacía tanto frío que sus alientos se condesaban.
—Por… por fav…
La súplica fue interrumpida por un nuevo revés de la mano.
—Somos romanos, muchacho. No suplicamos clemencia. Ese error te costará unos azotes en cuanto amanezca. Si sobrevives a la noche.
Temblando de frío, Valerio se mordió el labio para impedir que le castañetearan los dientes.
Marco soltó una carcajada.
—Creo que estás siendo demasiado benévolo, padre.
—No pongas mis decisiones en tela de juicio a menos que quieras acompañarlo, Marco.
Las carcajadas cesaron al instante. Padre e hijo regresaron a la casa sin decir una palabra más y sin mirar atrás, dejando solo a Valerio.
El pobre niño se postró de rodillas mientras intentaba zafarse de la cuerda que le ataba las muñecas. Fue imposible.
—Juro que seré un buen romano —susurraba en voz muy baja—. Lo seré.
La escena se desvaneció.
—No lograrás que cambie de opinión, Ash —dijo Zarek con voz carente de emoción—. Sigo creyendo que es un cabrón inhumano que no merece ni el suelo que pisa.
—A ver qué te parece esto…
Cuando el espejo se iluminó de nuevo, Tabitha vio una versión seriamente desfigurada de Zarek que perseguía a su padre, visiblemente más viejo, a través de la misma casa romana que ya había visto en las anteriores ocasiones.
El hombre de mediana edad estaba sangrando; su rostro estaba destrozado como si hubiera sido golpeado.
El padre de Zarek entró en lo que parecía ser un comedor, donde Valerio, ataviado con su armadura, estaba sentado a un escritorio. Cuando vio a su padre frunció el ceño y abandonó la carta que estaba escribiendo para ponerse en pie.
Su padre se acercó a él y lo agarró por las hebillas metálicas del peto de la armadura.
—¡Por Júpiter, ayúdame, muchacho! ¡Sálvame!
Zarek se detuvo en seco cuando vio a Valerio pertrechado con la armadura. La luz de las velas arrancaba destellos dorados al metal, creando un marcado contraste con el rojo de la capa.
Valerio apartó a su padre y desenvainó la espada muy despacio como si estuviera a punto de retar a Zarek. La estampa era bastante aterradora.
—Eso es, muchacho —dijo su padre con una malévola carcajada—, enséñale a este despreciable esclavo todo lo que has aprendido de mí.
—Vamos, cabrón —masculló Zarek con voz desafiante—, estoy aquí para vengarme y no puedes matar a quien ya está muerto.
—Nada más lejos de mi intención —replicó él sin más.
—Valerio —gruñó su padre—, ¿qué estás haciendo, muchacho? Tienes que ayudarme.
Con semblante estoico, Valerio miró a su padre como si fuera un completo desconocido.
—Padre, somos romanos, y hace mucho tiempo que dejé de ser un muchacho. Soy el general que tú has hecho de mí, y me enseñaste muy bien que jamás suplicamos clemencia.
Dicho eso, le ofreció la espada a Zarek, tendiéndosela por la empuñadura. Una vez que este la cogió, lo saludó, salió de la estancia y cerró la puerta.
Los gritos de su padre resonaron por el pasillo mientras él se alejaba con paso tranquilo.
Tabitha respiraba con dificultad mientras contemplaba la tragedia que había marcado la vida de los dos hermanos. Por un lado no podía creer que Valerio hubiera dejado morir a su padre de ese modo, pero por otro lo entendía perfectamente.
Pobre Valerio. Pobre Zarek. Ambos habían sido víctimas del mismo hombre. Despreció a un hijo por ser un esclavo y al otro, porque no era frío ni cruel. Al menos no lo fue hasta ese preciso momento que acababa de presenciar.
Miró a Zarek, en cuyos ojos aún se percibía el odio y el sufrimiento de su pasado.
—Si odiabas tanto a Valerio, ¿por qué no lo mataste también?
—Aunque la broma sea mala, resulta que el ciego andaba corto de vista aquella noche.
—No —susurró ella—. Tú lo sabías, ¿verdad? Sabías quién era merecedor de tu odio y quién no.
El rictus de los labios de Zarek se tornó aún más gélido mientras los miraba con expresión amenazadora.
—Esto no cambia nada. Valerio no merece tener paz. No merece nada salvo desprecio. Es el hijo de su padre.
—¿Y qué eres tú? —le soltó ella—. A mí me parece que eres tú quien lleva en su interior la corrosiva carga del odio que no te deja vivir en paz. Valerio no va por ahí haciendo daño a la gente. Jamás lo haría. En mi opinión es mucho mejor hombre que tú.
La mirada de Zarek la taladró.
—¡Vaya! Te crees muy especial… Y piensas que Valerio merece que lo defiendan. Pues deja que te diga una cosa, guapa. Si te interesa saber a quién ama Valerio de verdad, pásate por el solárium que tiene en su mansión. Imagina hasta qué punto quiso a Agripina que lleva arrastrando su estatua de un lado para otro durante dos mil años.
—Zarek… —gruñó Ash a modo de advertencia.
—¿Qué? Sabes que es cierto. —Se alejó de ellos un poco y Tabitha tuvo la impresión de que intentaba desaparecer—. ¿Qué coñ…?
Los ojos de Ash estaban clavados en él con cierta sorna.
—Tenlo muy presente, Zarek. Si le haces daño a Tabitha, te mataré. Estoy hasta los cojones de los dioses.
Zarek abrió la boca como si tuviera intención de protestar, pero desapareció antes de que pudiera decir nada.
En un abrir y cerrar de ojos, Tabitha estaba de vuelta en la biblioteca de Valerio, en el mismo lugar donde estuviera antes.
—¿Tabitha? —la llamó él mientras entraba en la estancia—. ¿Has oído mi pregunta?
Extendió un brazo y tocó la estantería más cercana para comprobar que estaba realmente allí. Sí, había regresado. Aunque de repente se sentía rarísima.
—No —contestó—. Lo siento, no te he oído.
—Otto quiere saber si te gustan los champiñones.
—Depende del día.
La respuesta pareció hacerle gracia a Valerio, que la observó un instante antes de transmitir la información a su escudero. En cuanto acabó de pedir la cena, colgó y se guardó el móvil en el bolsillo.
—¿Estás bien?
No. No lo estaba. Su mente se empeñaba en recordar las imágenes que había visto y también lo que Zarek y Ash le habían dicho.
Y quería saber a quién debía creer.
—¿Dónde está el solárium?
La tensión que su pregunta provocó en él fue del todo incuestionable.
—¿El qué?
—El solárium. Hay uno en la mansión, ¿verdad?
—Yo… esto… Sí. Hay uno.
Al menos no le había mentido al respecto.
—¿Puedo verlo?
—¿Por qué? —le preguntó con voz tensa.
—Porque me gustan. Suelen ser muy bonitos. —Salió de la biblioteca y enfiló el pasillo que llevaba al otro extremo de la mansión—. ¿Es por aquí?
—No —respondió él mientras la seguía—. Y sigo sin entender por qué…
—Compláceme. Solo será un momento, ¿vale?
Valerio se debatía consigo mismo. Había algo raro en Tabitha. Lo percibía. Pero no podía esconderse de su pasado. Además, por algún motivo que no atinaba a comprender, no quería ocultarle nada a esa mujer.
Inclinó la cabeza con elegancia y dio un paso hacia atrás en dirección a la escalinata.
—Si eres tan amable de seguirme…
La precedió escaleras arriba, en dirección a la estancia contigua a su dormitorio. Una estancia cuya puerta se abría con un código de seguridad.
Tabitha lo observó mientras introducía el código en el teclado. Se escuchó el chasquido metálico de la cerradura. Acto seguido, Valerio inspiró hondo antes de abrir la puerta.
Cuando vio la estatua que se alzaba en el centro del solárium, se le cayó el alma a los pies. Era una chica preciosa, iluminada por la llama de un candil.
Desvió la mirada hacia Valerio, que no alzaba la vista del suelo.
—Ahora entiendo por qué necesitabas el aceite. Debiste de quererla muchísimo.