Valerio jamás entendería a esa mujer, ni tampoco sus rarezas. En el fondo de su mente se ocultaba la imagen de Tabitha ataviada con el ceñido camisón negro que encontró bajo su almohada.
Una imagen que lo torturaba.
—Me encantaría ir a casa contigo, Tabitha —le dijo—. Pero ahora mismo no puedo. El deber me llama.
Ella sonrió y volvió a besarlo con tanto ardor que le encendió la sangre en las venas.
Cuando se apartó, le dijo al oído:
—Y eso hace que te desee más todavía. —Le dio un erótico lametón en la oreja—. Cuando amanezca, voy a hacer que grites de placer.
El ansia de que eso sucediera acabó de excitarlo.
—¿Me lo prometes? —le preguntó antes de que pudiera contenerse.
Tabitha retrocedió y la mano que le acariciaba la mejilla descendió hasta su pecho. Desde allí siguió bajando lentamente hasta llegar al cinturón, abrasándolo de camino.
—Te lo prometo —contestó en tono provocativo—. Tengo la intención de hacerte estallar de placer.
Esa idea bastó para que su sangre se convirtiera en un torrente de lava. Por su mente pasó la imagen de Tabitha que, rodeándole las caderas con sus largas piernas, lo acogía en su ardiente y húmedo interior.
La acercó a él para besarla a pesar de que estaban en mitad de la calle. Nunca había hecho algo tan vulgar. Y nunca había disfrutado tanto como con el sabor de sus labios.
Su aroma agridulce invadió sus sentidos e hizo que su cuerpo hirviera de deseo por ella.
Esa iba a ser la noche más larga de su vida.
Se alejó de ella a regañadientes mientras inspiraba hondo.
—¿Por dónde empezamos a patrullar?
—¿No vas a intentar convencerme de que me vaya a casa?
—¿Hay alguna posibilidad de que lo consiga?
—Ni de coña.
—En ese caso, ¿por dónde empezamos a patrullar?
Tabitha se echó a reír.
—¿No vas demasiado elegante para cazar no-muertos?
—La verdad es que no. ¿No te parece apropiado que vaya vestido como si fuera a un funeral?
La morbosa broma le arrancó una carcajada.
—Supongo que sí. ¿Siempre vas con traje?
—Me resultan muy cómodos. Los vaqueros y las camisetas no son lo mío.
—Sí, supongo que tendrás la misma sensación que tengo yo cuando me veo obligada a llevar traje. Como si te picara todo. —Le indicó la dirección con un gesto de la cabeza—. ¿Vamos?
—¿Tenemos que ir por Bourbon Street? ¿Por qué no por Chartres o Royal?
—Aquí es donde está el meollo.
—Pero a los daimons les gusta matar cerca de la catedral. —Parecía repentinamente incómodo.
—¿Tienes algún problema con Bourbon Street?
—Está llena de gente desagradable.
Eso sí que la ofendió.
—Pues perdona, pero yo vivo en esa calle. ¿Estás diciendo que soy desagradable?
—No. No exactamente. Pero tienes un sex shop.
El comentario acabó de cabrearla.
—¿Cómo? Hasta aquí hemos llegado. Esta noche te vas a comer lo que yo me sé, conde Penécula. Por mí, como si te la…
—Tabitha, por favor. No me gusta Bourbon Street.
—Muy bien —replicó con tirantez al tiempo que se alejaba de él—. Ve por ese lado. Yo iré por aquí.
Valerio apretó los dientes mientras ella se alejaba. No le gustaba nada pisar esa zona. Había demasiada luz, era ruidosa y estaba llena de gente que lo odiaba a muerte.
Vete. Olvídala, le dijo una vocecilla.
Debería hacerlo. Sí. Pero no podía.
Antes de pensárselo mejor, echó a andar tras ella. Cuando la alcanzó, Tabitha ya estaba en Bourbon Street.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó cuando la alcanzó—. No me gustaría que acabaras ensuciándote.
—Tabitha, por favor, no te vayas. No quería ofenderte.
Ella se volvió con el gesto torcido.
Estaba a punto de abrir la boca para decirle un par de cosas cuando alguien tiró un cubo de agua apestosa desde un balcón y lo empapó de arriba abajo.
Val irguió la espalda mientras ella alzaba la mirada y pillaba a Charlie, uno de los porteros del club de striptease Belle Queen, partiéndose de la risa. Cuando soltó el cubo que tenía en la mano, chocó los cinco con el tío que tenía al lado.
—¡Charlie Laroux! ¿Qué coño estás haciendo? —gritó.
—¿Yo? —preguntó el aludido con aire ofendido—. ¿Desde cuándo confraternizas con el enemigo? Nick nos contó un montón de cosas sobre ese gilipollas y le prometí que si volvía a verlo por aquí, haría que se arrepintiera de haber puesto un pie en esta calle.
La respuesta la dejó alucinada. Miró a Valerio, que se había sacado un pañuelo del bolsillo y se estaba secando la cara. La furia le había producido un tic nervioso en el mentón.
—Charlie, si estuvieras aquí abajo, te retorcería el pescuezo.
—¿Por qué? Ya conoces las reglas, Tabby. ¿Por qué las estás incumpliendo?
—Porque Val no tiene nada malo y Nick debería buscarse algo que hacer para matar el aburrimiento. Espera y verás. Voy a tener una larga charla con Brandy y, cuando acabe, tendrás suerte si te deja aparcar el coche en su puerta y dormir en él.
Brandy era la novia de Charlie y una cliente habitual de su tienda.
Vio cómo se quedaba pálido mientras ella agarraba a Valerio del brazo. Tiró de él para cruzar la calle y echó a andar hacia su tienda.
—¡No puedo creer que hayan hecho algo así! —masculló.
—Por eso odio esta calle —le explicó él con resignación—. Cada vez que pongo un pie en ella, acabo siendo el blanco de bromitas como esta a manos de los amigos de Nick.
—¡Ese gilipollas…!
No había estado tan furiosa en la vida. Lo precedió al entrar en la tienda y ni siquiera dijo nada a la dependienta. Lo condujo al baño de la planta superior, donde cogió una toalla y una esponja del armario.
—Vamos, date una ducha. Yo iré a ver qué encuentro entre la ropa de mi compañera de piso.
Sus palabras lo dejaron horrorizado.
—No te ofendas, pero las lentejuelas plateadas y los tonos pastel no van conmigo.
—No me refiero a Marla, sino a Marlon —replicó ella con una sonrisa renuente.
—¿A Marlon?
—Su álter ego. No se deja ver mucho por aquí, pero Marla siempre tiene algo de ropa a mano por si siente la necesidad de dar una vuelta.
—Creo que no te entiendo.
—Ve a ducharte —le dijo, empujándolo en dirección al cuarto de baño.
Valerio no pensaba discutir. El fétido olor del agua era insoportable. Estaba muy agradecido por la tolerancia que estaba demostrando Tabitha al permitirle que se aseara.
Acababa de quitarse la ropa y de poner un pie en la ducha cuando se abrió la puerta.
Y se quedó helado.
—Soy yo —dijo Tabitha desde el otro lado de las cortinas de la ducha—. He encontrado unos pantalones de pinzas negros y una camisa de vestir del mismo color. Es posible que los pantalones te queden un poco grandes de cintura, pero creo que te irán bien de largo. La camisa… no sé yo. Me da que al final vas a acabar con una de mis camisetas.
—Gracias —replicó.
Antes de darse cuenta de lo que pretendía hacer, las cortinas se abrieron y la vio allí de pie, comiéndoselo con los ojos.
—De nada.
Se quedó petrificado donde estaba, con el agua caliente deslizándose por su espalda. La mirada descarada e intensa de Tabitha hizo que su cuerpo se endureciera en contra de su voluntad.
Ella no pareció ofenderse en lo más mínimo. Más bien al contrario, porque a sus labios asomó una sonrisa traviesa.
—¿Sueles espiar a tus invitados? —le preguntó en voz baja.
—Nunca lo he hecho, pero no he podido resistir la tentación de echar un vistazo a lo que pienso disfrutar luego.
—¿Siempre eres tan descarada?
—¿Quieres que te diga la verdad?
Él asintió con la cabeza.
—No. Generalmente no soy tan pesada y, además, tú eres el último hombre de la tierra en el que debería fijarme. Pero parece que no puedo evitarlo.
Extendió un brazo para tocarla. Era demasiado buena para ser real.
—Nunca he conocido a nadie como tú.
La mano de Tabitha cubrió la suya y después la giró para darle un beso en la palma.
—Date prisa con la ducha. Tenemos trabajo.
Le soltó la mano y se alejó. Notó su ausencia al instante. ¿Qué tenía esa mujer?
Como no quería pensar en ello, se duchó en un santiamén y se vistió. La encontró en su dormitorio, sentada en la mecedora ojeando un libro.
Tabitha alzó la vista al sentir su presencia. Estaba en el vano de la puerta, mirándola en silencio. Parecía estar en su elemento, salvo por la ropa, que no era del todo de su talla ni de su estilo.
Tabitha se puso de pie mientras le sonreía. Cuando llegó a su lado, le desabrochó los puños de la camisa, cuyas mangas le quedaban un poco cortas, y se la remangó.
Acto seguido y tras darle un tirón, se la sacó de los pantalones.
—Sé que no es tu estilo, pero así estás mucho mejor.
—¿Estás segura?
Estaba para comérselo.
—Ajá.
En ese instante se dio cuenta de que llevaba una larga espada retráctil en la mano.
—El problema es que no puedo llevar esto encima si no llevo mangas largas.
La calidad del arma la hizo inspirar hondo.
—Es una preciosidad. ¿La ha hecho Kell? —le preguntó. Kell era un Cazador Oscuro destinado a Dallas que hacía casi todo el armamento pesado de los Cazadores.
—No —respondió Valerio con un enorme suspiro—. Kell no trata con romanos.
—¿Cómo dices?
Él le quitó la espada.
—Es de Dacia y su pueblo combatió contra el mío. Fue capturado junto con sus hermanos y acabaron en Roma como gladiadores. Aunque han pasado más de dos mil años, todavía sigue muy molesto con todos nosotros.
—No lo entiendo. ¿Por qué permite Ash que os traten como si fueseis basura?
—¿Qué puede hacer él para evitarlo?
—¿Molerlos a golpes hasta que entren en razón?
—No serviría de nada. Mis hermanos y yo hemos aprendido a mantenernos alejados. Somos pocos y ni siquiera merece la pena discutir.
—Muy bien, pues que les den a todos —masculló ella.
Valerio dejó la espada en el tocador antes de abandonar el dormitorio tras ella. No tardaron en salir de la tienda. Caminaron cogidos del brazo y alejados de las aceras para eludir otro posible cubo de agua.
—Si te soy sincera, no entiendo cómo puedes cumplir con tus obligaciones mientras Zarek te lanza rayos desde el Olimpo y estos capullos la toman contigo.
—No tardé en aprender que debía evitar Bourbon Street y dejar que fuese Talon, o ahora Jean-Luc, quien patrullara por aquí mientras yo lo hacía por otras zonas donde nadie conoce a Nick.
—¿Y Zarek?
No contestó.
Doblaron en una esquina para enfilar Dumaine Street. Seguían en silencio. No habían caminado mucho cuando la asaltó una sensación extraña.
—Daimons —susurró sin ser consciente de que había hablado hasta que Valerio le soltó el brazo.
Él sacó una daga del bolsillo mientras giraba como si estuviera intentando captar un olor.
No había nada.
La presencia malévola seguía allí, pero ella tampoco podía ubicarla.
Se escuchó un silbido extraño justo antes de que soplara una inesperada ráfaga de viento en la que flotaba el vago sonido de una risa siniestra.
—Tabitha…
Se le heló la sangre en las venas en cuanto escuchó su nombre susurrado en la oscuridad.
—Vamos a por ti, preciosa… —La risa subió de volumen antes de perderse en el silencio.
Estaba tan aterrada que ni siquiera podía respirar.
—¿Dónde estáis? —gritó Valerio.
Nadie contestó.
Abrazó a Tabitha con fuerza mientras sondeaba los alrededores con todos sus sentidos, pero no encontró ni rastro de aquel o aquello que había hablado.
—¿Tabitha?
Valerio dio media vuelta al instante cuando escuchó la voz justo a su espalda.
No era humana. Ni tampoco procedía de un daimon.
Era un espíritu. Un fantasma.
La aparición abrió la boca como si fuera a chillar, pero en lugar de hacerlo se evaporó, formando una neblina fantasmagórica que envolvió a Tabitha y dejó su cuerpo helado. Era como si le hubiera llegado hasta el alma.
Valerio vio que ella tiritaba, pero no gritó ni perdió el control en ningún momento, demostrando así su valor.
—¿Se ha ido? —preguntó ella poco después.
—Eso creo —contestó. Al menos ya no sentía su presencia.
—¿Qué era eso? —volvió a preguntar Tabitha con un leve deje histérico en la voz.
—No estoy seguro. ¿Has reconocido la voz?
Ella negó con la cabeza.
En ese instante escucharon el grito de un humano.
Él la soltó y corrió hacia el lugar de donde procedía. Sabía que Tabitha estaba justo detrás de él y se aseguró de que siguiera en esa misma posición. Lo último que quería era dejarla atrás para que esa cosa la atacara.
No tardaron mucho en llegar al pequeño y oscuro recoveco de donde había partido el grito.
Por desgracia, ya era demasiado tarde. En el suelo yacía un cuerpo desmadejado.
—No te acerques —le dijo mientras él avanzaba.
Tabitha estaba a punto de protestar, pero se mordió la lengua. En realidad no tenía ganas de ver lo que era evidente. Francamente, ya estaba harta de ver cadáveres.
Valerio se arrodilló para buscar el pulso de la víctima.
—Está muerto —dijo.
Ella se santiguó antes de apartar la mirada. Clavó la vista en el edificio y frunció el ceño. Sobre los desgastados ladrillos de la fachada había una frase escrita en caracteres griegos con sangre. Sabía hablar la lengua, pero era incapaz de leerla.
—¿Entiendes qué dice?
Valerio alzó la vista. Su semblante se tornó pétreo.
—Textualmente dice: «Muerte para los entrometidos».
Las palabras se desvanecieron en cuanto Valerio las leyó. Tragó saliva mientras la asaltaba otra oleada de pánico.
—Val, ¿qué está pasando?
—No lo sé —respondió él antes de sacar el móvil y llamar a Tate, el forense que llevaba años ayudando a los Cazadores Oscuros.
—Me sorprende que Tate te hable —le dijo en cuanto lo vio colgar.
—No le caigo bien, pero después de que Ash tuviera una conversación con él, me tolera. —Se reunió con ella de nuevo—. Será mejor que nos vayamos antes de que llegue con la policía.
—Sí —convino al tiempo que notaba náuseas—. ¿Crees que deberíamos llamar a Ash para contarle lo que acaba de pasar?
—La verdad es que no sabemos qué ha pasado. Es imposible que un daimon haya tenido tiempo para matarlo y robarle el alma.
—¿Y qué significa eso?
—¿Alguien de tu familia ha invocado algo?
—¡No! —contestó, indignada—. Ni que fuéramos tontas…
—Pues deja que te diga, Tabitha, que parece que alguien te la tiene jurada y hasta que no descubramos qué es, creo que no debería quitarte la vista de encima.
No podía estar más de acuerdo con sus palabras. A decir verdad, ella tampoco deseaba que le quitara la vista de encima. No si esa… si esa cosa pensaba volver.
—Val, una pregunta, ¿los Cazadores Oscuros tienen alguna posibilidad contra un fantasma?
—¿Quieres que te diga la verdad?
Asintió con la cabeza.
—Ni una sola. De hecho, si no tenemos cuidado, pueden poseernos.
Sus palabras la dejaron helada.
—¿Me estás diciendo que si ese fantasma vuelve, podría poseerte?
Valerio asintió con la cabeza antes de responder:
—Y que Dios os ayude, a ti y al resto de la ciudad, si eso sucede.