Tabitha no estaba en absoluto preparada para la rápida reacción de Valerio. La acercó con delicadeza a su cuerpo, la alzó del suelo y después de dar media vuelta, la sentó en la escalera. No era la postura más cómoda, pero sí tenía cierto erotismo.
Sin embargo, ese erotismo no era nada comparado con el beso, exigente y fiero, que acabó dejándola sin aliento. Había apoyado una rodilla en un peldaño y estaba inclinado sobre ella, entre sus piernas. El roce de la erección en su entrepierna despertó en su cuerpo un ardiente deseo de tenerlo desnudo allí mismo.
Su intenso y delicioso aroma se le subió a la cabeza y la puso a cien.
No había nada de civilizado ni de correcto en su beso. No había nada de civilizado en su abrazo. Era erótico y muy carnal. Prometedor.
Tabitha rodeó esas caderas estrechas con las piernas y le devolvió el beso con todas sus ganas.
Valerio era incapaz de pensar mientras la besaba. Mientras la sentía. Mientras lo envolvía con su calidez y su pasión.
Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no tomarla en las escaleras como un bárbaro de la Antigüedad.
—Tienes que dejar de besarme, Tabitha —susurró de forma entrecortada.
—¿Por qué?
Siseó cuando ella le mordisqueó la barbilla.
—Porque si no lo haces, voy a acabar haciéndote el amor y ninguno de los dos necesita esa complicación.
Tabitha le lamía el contorno de los labios mientras hablaba. Lo único que quería era arrancarle la ropa y explorar cada centímetro de ese delicioso cuerpo masculino con la boca. Lamer y mordisquear esa piel hasta que le suplicara clemencia.
Pero tenía razón. Ya tenían bastantes complicaciones. Él era un Cazador Oscuro que no podía tener novia y lo peor era que jamás podría presentárselo a su familia.
Todos se le echarían encima por haberse liado con el peor enemigo de su cuñado. A Kirian lo habían recibido con los brazos abiertos. Todo el mundo lo quería.
Incluso ella. ¿Cómo iba a hacerle tanto daño?
No, no era justo para nadie.
—De acuerdo —dijo en voz baja—, pero tú tienes que soltarme primero.
Para Valerio, eso fue lo más duro que había hecho en su vida. El corazón le pedía a gritos que se quedara donde estaba. Pero no podía y lo sabía muy bien.
Inspiró hondo y se obligó a levantarse; una vez en pie, le tendió la mano para ayudarla a hacer lo mismo.
Su cuerpo seguía excitado y le costaba respirar. Le resultaba imposible estar a su lado y no tocarla. Aunque, en fin… estaba acostumbrado a reprimirse.
Así lo habían educado.
No obstante, el salvaje anhelo que lo impulsaba a poseerla lo había tomado totalmente por sorpresa. Era algo básico y exigente. Feroz. Y solo quedaría satisfecho si la hacía suya.
—Supongo que ha llegado el momento de separarnos —dijo con un nudo en la garganta.
Tabitha asintió con la cabeza. Valerio pasó tan cerca de ella que pudo oler el viril e intenso aroma que desprendía. Un aroma que le aceleró el corazón y avivó aún más su deseo.
Le costó lo indecible no extender las manos para tocarlo. Con el corazón en la garganta, vio cómo él abría la puerta principal.
—Gracias, Tabitha —le dijo en voz baja.
Sintió la tristeza que lo embargaba y eso hizo que se le encogiese el corazón.
—No te metas en líos, Val. Intenta que no vuelvan a apuñalarte.
Él asintió con la cabeza y mantuvo la postura rígida y formal; no la miró.
Suspiró con resignación ante lo inevitable y se obligó a salir de la casa.
Había terminado.
Movida por un impulso, miró por encima del hombro mientras se cerraba la puerta. No había ni rastro de Valerio.
Aunque su sexto sentido le decía que la estaba observando.
Valerio era incapaz de apartar la vista de Tabitha mientras ella se metía en el coche. No entendía por qué sentía un impulso casi irresistible de correr hacia ella y detenerla.
No se parecía en nada a Agripina. No era reconfortante ni tierna y, sin embargo…
Se le encogió el corazón cuando vio que el coche desaparecía por la avenida de entrada, apartándola así de su vida.
Volvía a estar solo.
Claro que siempre lo había estado. Incluso cuando Agripina vivía en su casa, él seguía encerrado en sí mismo. La había observado desde la distancia. La había deseado noche tras noche, pero nunca la había tocado.
No podía hacerlo. Él era un patricio y ella, una simple esclava de su propiedad. De haber sido uno de sus hermanos, la habría tomado sin cuestionarse nada. Pero a él le había resultado imposible aprovecharse de ella. Obligarla a compartir su cama.
Agripina no se habría atrevido a negarse. Los esclavos no tenían control sobre sus vidas, y mucho menos cuando se trataba de sus amos.
Cada vez que la veía, sentía el impulso de pedirle que se acostara con él.
Y cada vez que abría la boca, se mordía la lengua al instante, negándose a pedirle algo sobre lo que ella no tenía ningún poder de decisión. Así que la sacó de la casa familiar y se la llevó a la suya para salvarla de lo que le habrían hecho sus hermanos.
Se encogió al recordar la noche que sus hermanos fueron a por él. La noche que descubrieron la estatua y se dieron cuenta de su identidad.
Se alejó de la ventana mientras soltaba un taco y se obligaba a apartar esos pensamientos.
No estaba destinado a ayudar a nadie.
Había nacido para estar solo. Para no tener amigos ni confidentes. Para no reír ni jugar.
No tenía sentido luchar contra el destino. Ni desear que fuera distinto. Había nacido para vivir de ese modo en esa vida y en la anterior.
Tabitha se había ido.
Y era lo mejor.
Subió la escalinata en dirección a su dormitorio con el corazón en un puño. Se daría una ducha, se cambiaría de ropa y después haría el trabajo que había jurado hacer.
Tabitha condujo de vuelta a la casa de Tia donde vio el Toyota de Amanda aparcado en la calle. Estaba saliendo del Mini en el patio cuando sus hermanas aparecieron por la puerta trasera.
—Hola, Mandy —saludó a su gemela mientras se acercaba para abrazarla.
—Anda, dime quién era ese tío tan bueno con el que viniste antes. Tia me ha dicho que no se lo presentaste.
Se concentró para que Amanda no captara ningún pensamiento involuntario ni ninguna emoción.
—Solo es un amigo.
Amanda meneó la cabeza.
—Tabby… —la reprendió—, tienes que dejar de salir con tus amigos homosexuales y buscarte un novio.
—Pues a mí no me ha parecido homosexual —replicó Tia—. Aunque sí iba muy bien vestido.
—¿Dónde está Marissa? —le preguntó a Amanda, intentando cambiar de tema.
—En casa. Ya sabes cómo es Ash. Se niega a que salga después de que se ponga el sol.
Asintió con la cabeza.
—Sí, y yo estoy de acuerdo. Es una niña muy especial que necesita que la protejan.
—Yo también estoy de acuerdo, pero no me gusta separarme de mi niña. Es como si me faltase un brazo. —Amanda levantó el talismán de plata que llevaba—. Tia me ha obligado a prometerle que lo colgaré en la habitación de Marissa.
—Buen consejo.
Amanda la miró con el ceño fruncido.
—¿Estás segura de que no te pasa nada? Estás muy rara esta noche.
—Es mi estado natural.
Sus hermanas se echaron a reír.
—Cierto —convino Amanda—. Vale, dejaré de preocuparme.
—Por favor, hazlo. Ya tengo bastante con una madre.
Amanda le dio un beso en la mejilla.
—Nos vemos.
Ni Tia ni ella hablaron hasta que Amanda se fue en su coche. Una vez a solas, se metió las manos en los bolsillos y se volvió para ver el ceño de Tia.
—¿Qué?
—Ahora dime quién era.
—Pero ¿qué os pasa? No era nadie de quien tengas que preocuparte.
—¿Era un Cazador Oscuro?
—Déjalo ya, Gladys —dijo ella, refiriéndose a la vecina cotilla de Embrujada, la serie de televisión de la que habían sacado su nombre—. No tengo tiempo para interrogatorios, estoy muy ocupada. Chao.
—¡Tabitha! —Su hermana la siguió hasta la calle—. No es normal en ti que guardes secretos. Me pone nerviosa.
Inspiró hondo y dio media vuelta para mirarla.
—A ver, es alguien que necesitaba ayuda y se la presté. Él ya ha retomado su vida y yo, la mía. No necesitamos una conferencia familiar ni nada por el estilo.
—Qué antipática eres —le dijo Tia con voz gruñona—. ¿No puedes responder a una simple pregunta?
—Buenas noches, Tia. Te quiero.
Siguió andando y sintió un inmenso alivio cuando su hermana dejó de insistir y regresó a su tienda.
Deambuló por Bourbon Street un rato. Compró comida para los sin techo y se dispuso a hacer su ronda.
—¡Mira, es Tabitha!
Se volvió en dirección a esa voz cantarina que conocía tan bien. Vio al demonio de Ash, Simi, que se acercaba corriendo a ella. Su aspecto era el de una veinteañera y esa noche iba vestida con una minifalda negra, unas medias púrpuras y un corsé muy atrevido. Unas botas de tacón de aguja y caña hasta el muslo y un bolso de PVC con forma de ataúd completaban su atuendo. Se había dejado la melena negra suelta.
—Hola, Simi —la saludó al tiempo que echaba un vistazo tras ella—, ¿dónde está Ash?
Simi puso los ojos en blanco y resopló, disgustada.
—La foca le dijo de repente que tenía que hablar con él, así que Simi dijo que tenía hambre y que quería comer algo. Y él dijo: «Simi, no te comas a nadie. Ve al Santuario y espérame allí mientras yo hablo con Artemisa». Así que Simi va al Santuario sola a esperar a que su akri vaya a buscarla. ¿Vas al Santuario?
Le hacía muchísima gracia que el demonio hablara de sí misma en tercera persona.
—Pues no. Pero si quieres que te acompañe hasta allí, voy contigo.
Junto a ellas pasó un hombre que silbó a Simi mientras la miraba con los ojos desorbitados.
El demonio le lanzó una mirada incitante y una sonrisilla.
Él retrocedió y se acercó.
—Hola, nena —dijo—, ¿buscas compañía?
Simi resopló.
—¿Estás ciego, humano? —le preguntó al tiempo que gesticulaba de forma exagerada hacia ella—. ¿No ves que Simi tiene compañía? —Meneó la cabeza.
El hombre se echó a reír.
—¿Me das tu número de teléfono para que pueda llamarte y hablar?
—Bueno, Simi tiene teléfono, pero si llamas, akri contestará y se enfadará contigo y luego la cabeza te estallará en llamas. —Se dio unos golpecitos en la barbilla—. Hummm, ahora que Simi lo piensa, una buena barbacoa… Es 555…
—Simi… —la avisó Tabitha.
—¡Bah! —exclamó Simi—. Tienes razón, Tabitha. Akri se enfadará mucho con Simi si hace una barbacoa con este tío. A veces se pone muy quisquilloso. En serio.
—¿Akri? —preguntó el hombre—. ¿Es tu novio?
—¡Uf, eres un guarro! Akri es el padre de Simi y se cabrea mucho cuando un hombre la mira.
—Bueno, pero lo que papá no sabe no puede hacerle daño —insistió el hombre.
—¡Ja! —intervino ella mientras se colocaba delante de Simi—. No te gustaría conocer a su padre, créeme… —Cogió a Simi del brazo y tiró de ella.
El hombre las siguió.
—Venga ya, solo quiero su teléfono.
—Es 555… y lo que rima —gritó por encima del hombro.
—Vale, zorra, que te den.
En un abrir y cerrar de ojos, Simi se zafó de su brazo y se abalanzó sobre el hombre. Lo cogió del cuello, lo alzó en el aire sin esfuerzo aparente y lo estampó contra un edificio, donde lo retuvo.
—Nadie le habla a los amigos de Simi así, ¿vale?
El hombre no podía responder. Ya se estaba poniendo morado y tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—Simi —le dijo Tabitha mientras intentaba apartarle la mano de la garganta del hombre—, vas a matarlo. Suéltalo.
Los ojos castaños del demonio adquirieron un brillo rojizo justo antes de que lo soltara. El hombre se inclinó hacia delante y comenzó a toser y a jadear, intentando respirar de nuevo.
—No vuelvas a insultar a una dama, estúpido humano —le advirtió—. Y Simi lo dice en serio.
Y con esas palabras se colgó el bolso del hombro y echó a andar calle abajo con despreocupación, como si no hubiera estado en un tris de matar a un hombre.
A Tabitha, en cambio, el corazón le iba a mil por hora. ¿Qué habría pasado si no hubiera estado allí para detener a Simi?
—Tabitha, ¿tienes más gominolas de menta de esas que le diste a Simi en el cine?
—No, lo siento —respondió mientras intentaba recuperar la compostura y observaba cómo el pobre desgraciado se perdía por la otra punta de la calle. Seguro que tardaba un tiempo en dirigir la palabra a otra desconocida—. No llevo ninguna.
—Vaya, qué pena, a Simi le gustaron mucho. Sobre todo la cajita verde. Era muy bonita. Simi quiere que su akri le compre una.
Sí, y ella quería asegurarse de que Ash no volvía a dejar a su demonio suelto de nuevo. Simi no era mala, pero no discernía entre el bien y el mal. En su mundo no existían esos conceptos.
Solo entendía las órdenes de Ash, unas órdenes que cumplía a pies juntillas.
Menos mal que iban a un lugar donde la mayoría de los presentes la conocía y sabía qué era. El Santuario era un bar de moteros situado en el número 688 de Ursulines Avenue y regentado por una familia de katagarios. A diferencia de los Cazadores Oscuros, los katagarios, al igual que los arcadios, eran primos de los apolitas y los daimons, aunque tenían una particularidad muy interesante: eran medio animales.
Millones de años antes, los katagarios y los arcadios eran mitad apolitas y mitad humanos. En un intento por evitar que sus hijos murieran a los veintisiete años, como les sucedía a los apolitas, su creador unió mágicamente la esencia de varios animales con los cuerpos de sus hijos.
El resultado fueron dos hijos con corazón humano y dos hijos con corazón animal. Aquellos con corazón humano recibieron el nombre de «arcadios», mientras que los de corazón animal recibieron el nombre de «katagarios». Los arcadios pasaban la mayor parte de su vida como humanos que podían adoptar forma animal; los katagarios, en cambio, eran animales que podían adoptar forma humana.
A pesar de estar emparentados, los dos grupos estaban enfrentados. Los arcadios creían que sus parientes animales eran seres inferiores y los katagarios luchaban porque su naturaleza así lo exigía.
El bar era propiedad de un clan de osos. Entre sus cuatro paredes se acogía a todo el mundo. Humanos, apolitas, daimons, dioses, arcadios y katagarios. Solo había una regla: No me muerdas y no te muerdo. El Santuario era una de las pocas zonas sagradas donde ningún ser paranormal podía atacar a otro. Y los osos estarían encantados de entretener a Simi hasta que Ash pudiera ir a buscarla.
Simi siguió parloteando hasta que llegaron a las puertas batientes del bar.
—¿No entras? —preguntó a Tabitha.
Antes de que pudiera responder, vio que Nick Gautier se acercaba a ellas. Dado que la madre de Nick trabajaba en el bar, era un visitante asiduo.
—Señoritas… —las saludó con una sonrisa encantadora.
—Nick —dijo ella.
Simi esbozó una sonrisa cariñosa.
—Hola, Nick —dijo al tiempo que se enroscaba un mechón de pelo en el dedo—. ¿Vas a entrar?
—Esa era la idea. ¿Y vosotras?
Justo entonces sonó el móvil de Tabitha.
—Un momento —les dijo antes de contestar. Era Marla, y estaba histérica—. ¿Qué pasa? —preguntó mientras intentaba entender el torrente de palabras que Marla soltaba entre sollozos. Miró a Nick, que la estaba observando con el ceño fruncido—. ¿Qué te parece Nick Gautier…? —Marla la interrumpió con un grito de espanto—. Vale, vale —la tranquilizó, comprendiendo las razones de Marla para rechazar de plano la sugerencia. Nick llevaba una de sus espantosas camisas hawaianas con unos vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte que parecían sacadas de un contenedor de basura—. Deja de llorar y vístete. Te conseguiré a alguien, te lo prometo.
Marla sorbió por la nariz.
—¿Me lo juras?
—Que me caiga muerta ahora mismo.
—¡Gracias, Tabby! ¡Eres la mejor!
Ella no lo tenía tan claro cuando colgó.
—Nick, ¿puedes entretener a Simi un ratito? Tengo que evitar un desastre.
Nick sonrió.
—Claro, Chère. Estaré encantado de hacerle compañía a Simi si a ella no le importa.
Simi negó con la cabeza.
—¿Sabes? A Simi le gustan las personas de ojos azules —le dijo—. Son buena gente.
—Pasadlo bien —les dijo mientras echaba a correr por Chartres Street.
Valerio se estaba secando el pelo cuando escuchó un alboroto en su dormitorio. Parecía Gilbert y…
Apagó el secador, salió del cuarto de baño y se encontró con Gilbert, que estaba intentando sacar a Tabitha de la habitación.
—Perdone, milord —dijo el mayordomo mientras la soltaba—, vine a anunciarle que tenía una visita, pero me siguió hasta sus aposentos.
Valerio se quedó sin respiración mientras asimilaba lo imposible. Tabitha había vuelto a su casa.
Lo inundó una felicidad inesperada, pero se negó a sonreír siquiera.
—No pasa nada, Gilbert —dijo, y se sorprendió de lo tranquila que sonó su voz cuando lo único que quería era sonreír como un imbécil—. Puedes retirarte.
El mayordomo inclinó la cabeza y obedeció.
Tabitha tragó saliva al ver la magnífica estampa de Valerio, que solo llevaba una toalla de color burdeos empapada en torno a sus estrechas caderas. Le resultaba rarísimo verlo así. Dado su porte regio, había dado por sentado que tendría un sinfín de albornoces de algún tejido carísimo o algo por el estilo.
Tenía el pelo húmedo y le caía a ambos lados del rostro, cuya perfección parecía obra del mejor escultor.
Madre mía, pensó, estaba para comérselo. Aunque estaría mucho mejor desnudo, como cuando salió de su cama…
Borró esa imagen de su cabeza antes de que se metiera en un follón.
—¿A qué debo este honor? —le preguntó él.
La pregunta le arrancó una sonrisa. Desde luego que sí, Valerio era justo lo que necesitaba… y no quería ni pensar en la doble intención que encerraba ese pensamiento.
—Necesito que te vistas. —Guardó silencio en cuanto lo soltó. Si una mujer le decía algo así a un tío tan bueno como el que tenía delante estaba claro que le faltaban algunos tornillos.
—¿Cómo dices?
—Date prisa y vístete. Te espero abajo. —Lo empujó hacia la cama, donde había un traje esperándolo—. ¡Vamos, fretta, fretta!
Valerio no supo qué lo dejaba más desconcertado, que quisiera que se vistiese o que le hablase en italiano.
—Tabitha…
—¡Vístete! —Y salió del dormitorio sin decir nada más.
Antes de que pudiera moverse siquiera, Tabitha volvió a abrir la puerta.
—Por cierto, podrías haberte quitado la toalla, tontorrón… En fin, me quedaré con las ganas. Déjate el pelo suelto y ponte algo muy elegante y caro. Preferiblemente un Versace, pero si no tienes, Armani también servirá. Que no se te olvide la corbata ni el abrigo.
Atónito por sus órdenes pero muerto de curiosidad, cambió el traje que tenía en la cama por un Versace negro de seda y lana, que acompañó con una camisa y una corbata de seda negra. Una vez vestido, salió del dormitorio.
Tabitha se volvió al oír que la puerta se abría y se le secó la boca. Justo antes de ponerse a babear.
Ya sabía que estaba cañón, pero…
¡Madre del amor hermoso!
Le costaba seguir respirando. Jamás había visto a un hombre vestido con traje, camisa y corbata negras, pero estaba claro que aquello era alta costura. Tenía un aspecto espléndido y elegantísimo.
¡Marla iba a caerse de espaldas!
Si ella no se moría antes de una sobrecarga hormonal…
—He escuchado decir muchas veces que debería ser ilegal estar tan bueno, pero en tu caso estoy totalmente de acuerdo.
Valerio la miró con el ceño fruncido.
Lo cogió de la mano y tiró de él hacia la escalera.
—Vamos, que llegamos tarde.
—¿Adónde me llevas?
—Necesito que me hagas un favor.
Se sintió extrañamente halagado por su petición. Era muy raro que alguien le pidiera un favor. Ese tipo de cosas se reservaban para los verdaderos amigos.
—¿Cuál?
—Marla necesita un acompañante para el concurso de Miss Luz Roja.
Se detuvo al instante.
—Que Marla… ¿qué?
Ella se giró para mirarlo a la cara.
—Vamos, no seas mojigato. Eres romano, por el amor de Dios.
—Sí, pero eso no me convierte de inmediato en el acompañante perfecto para un travesti. Por favor, Tabitha.
El rostro de ella reflejó tal decepción que Valerio se sintió culpable.
—Marla lleva meses ensayando y su chico la ha dejado tirada esta misma noche. Su rival más inmediata lo sobornó para que la acompañase a ella. Si pierde, se morirá.
—No me apetece en absoluto que me paseen delante de un montón de gays.
—No es un desfile… exactamente. Solo tienes que acompañarla cuando salga al principio, en la presentación. Solo serán unos minutos. Vamos, Val. Se ha gastado el sueldo de todo un año en un vestido de Versace maravilloso.
Tabitha lo miró con la expresión más lastimera que había visto nunca. Y lo derritió por completo.
—No he podido avisar a nadie más con tan poca antelación. Y necesita a alguien elegante. Alguien con estilo. No conozco a nadie que encaje tan bien como tú. Por favor… ¿Lo harías por mí? Te juro que te compensaré.
Personalmente, él preferiría que lo apalearan y lo mataran… de nuevo. Pero era incapaz de decepcionarla.
—¿Y si me meten mano…?
—No lo harán. Te lo juro. Protegeré todos tus… —Le miró el culo con una ceja enarcada—. Protegeré todos tus encantos.
—Si alguien se entera de esto…
—Nadie se enterará. Me llevaré el secreto a la tumba.
Tabitha dejó escapar un largo suspiro.
—Voy a ser sincero contigo, Tabitha. Cada vez que intento ayudar a alguien, lo único que consigo es empeorar las cosas. Esto me da mala espina. Algo saldrá mal. Espera y verás. Marla se caerá del escenario y se romperá el cuello o, peor todavía, su enorme peluca arderá.
—Eres un aprensivo —le dijo ella, gesticulando para restarle importancia al asunto.
Pero no lo era. Y mientras lo llevaba hasta la puerta, todos los recuerdos espantosos de su vida acudieron a su mente… Como aquella ocasión en la que se compadeció de Zarek después de que lo azotaran e intentó consolarlo. Su padre lo descubrió y lo obligó a ser él quien volviera a azotarlo. Intentó no hacerlo con mucha fuerza, con la esperanza de no causarle tanto dolor como su padre, pero al final acabó dejándolo ciego.
En otra ocasión intentó evitar que pillaran a Zarek fuera de la villa y lo único que consiguió fue que su padre pagara a un tratante de esclavos para que se quedara con él, alejándolo así de todo cuanto le era conocido.
En sus primeros tiempos como general, tuvo a un soldado muy joven a su cargo que era el único hijo que le quedaba a la familia. Con la esperanza de alejarlo del campo de batalla, lo envió de mensajero a otro campamento. El muchacho murió dos días después a manos de unos rebeldes celtas que lo habían interceptado.
Y Agripina…
—No puedo hacerlo, Tabitha.
Tabitha se detuvo en los escalones de la entrada y lo miró. Había algo en la voz de Valerio que le indicó que no era cuestión de escrúpulos.
Sintió la oleada de pánico que se apoderaba de él.
—No pasará nada. Son solo cinco minutos. En serio.
—¿Y si le hago daño a Marla?
—Yo estaré con vosotros. No pasará nada malo. Confía en mí.
Él asintió con la cabeza, pero Tabitha percibió su renuencia mientras tiraba de él en dirección al taxi que los esperaba. Una vez dentro, le indicó al taxista que fuera al Cha Cha Club en Canal Street.
Llegaron en apenas quince minutos. Mientras ella pagaba al taxista, Val la esperaba en la acera como si estuviera a punto de salir corriendo; algunos de los asiduos del club ya se habían fijado en él.
—No te preocupes —lo tranquilizó cuando estuvo a su lado—, no van a meterte mano.
Valerio no daba crédito a lo que estaba haciendo. Estaba seguro de que había perdido el juicio.
Tabitha lo cogió de la mano y lo condujo hacia unas puertas dobles de color rosa chillón.
—Hola, Tabby —la saludó el portero, un tío enorme y musculoso que llevaba una camiseta sin mangas, el pelo muy corto y tatuajes celtas en los bíceps. La primera impresión era intimidante, pero su sonrisa franca borraba esa incomodidad.
Tabitha se sacó la cartera para pagar la entrada.
—Hola, Sam. Venimos a echarle un cable a Marla. ¿Está en los camerinos?
—Guárdate eso —le dijo el tal Sam, devolviéndole la cartera—. Ya sabes que aquí no permitimos que te gastes el dinero. Y sí, Marla está ahí detrás y necesita ayuda. Mi novio está a punto de volverse loco porque no deja de llorar.
Ella le guiñó un ojo.
—No te preocupes, aquí llegan los refuerzos.
Tabitha precedió a Valerio por el interior del lugar más aterrador que este había pisado en toda su vida. Inspiró hondo mientras pensaba que preferiría estar en un nido de daimons armados con sierras eléctricas y guillotinas.
Sin embargo, cuando llegaron a la puerta pintada de amarillo chillón que había al lado del escenario, ya se sentía un poco mejor. Aunque algunos hombres se habían detenido para comérselo con los ojos, nadie lo había abordado.
—No te preocupes —lo tranquilizó ella mientras se colocaba a su lado—. Yo te guardo la espalda. —Y, acto seguido, le pellizcó el culo, haciendo que diera un respingo.
—Por favor, no les des ideas.
Ella se echó a reír de nuevo.
Pasaron junto a un sinfín de personas que se estaban maquillando o poniéndose pelucas y vestidos muy llamativos. Marla estaba sentada en un rincón, llorando a moco tendido mientras un hombre gimoteaba y revoloteaba a su alrededor. Llevaba una redecilla rosa en la cabeza en lugar de la peluca y su maquillaje estaba hecho un desastre.
—Estás destrozando mi trabajo, cariño. Si no dejas de llorar, no podré arreglarte a tiempo.
—¿Qué más da? Voy a perder. ¡Lo que me ha hecho Anthony es una putada! Los hombres son unos cerdos. ¡Cerdos! No puedo creer que me traicionara de ese modo.
Verla así lo conmovió. Saltaba a la vista que el concurso era muy importante para ella.
—Hola, cariño —la saludó Tabitha—. Arriba ese ánimo. Tenemos algo mucho mejor que ese mariquita. Verás como Mink y él se morirán cuando te vean salir con este ejemplar del brazo. —Lo empujó para que se acercara.
—Hola, Marla —dijo Valerio sin más, sintiéndose como un imbécil integral.
Marla se quedó boquiabierta.
—¿Vas a hacer esto por mí?
Echó un vistazo por encima del hombro y vio que Tabitha lo observaba con mucho interés. En realidad, se percató de que su mirada reflejaba el miedo de que se echara atrás.
Y eso era lo que quería hacer, bien lo sabían los dioses.
No quería pasar por aquello. Pero Valerio Magno no se arredraba en ese tipo de situaciones. Jamás había huido de nada; le haría el favor a Tabitha por más desagradable que le resultase.
Se enderezó y le dijo a Marla:
—Será un honor ser tu acompañante.
Marla dejó escapar un grito ensordecedor al tiempo que se levantaba de un salto y lo abrazaba con tanta fuerza que creyó que le rompería las costillas. Acto seguido soltó un grito aún más fuerte cuando cogió a Tabitha en volandas y la abrazó.
—¡Ay, cariño, eres la mejor amiga del mundo! Imagina a Marla Divine saliendo del brazo del único hetero de todo el local. ¡Chica, se morirán de envidia! —Soltó a Tabitha—. Carey, ven y arréglame el maquillaje. ¡Ya! ¡Tengo que estar divina! ¡Divina de la muerte!
Carey sonreía de oreja a oreja mientras observaba los aspavientos de Marla.
—Siéntate, cariño, para que pueda hacerlo.
Mientras la maquillaba, Tabitha se apartó junto con Valerio, para no estorbar.
—Gracias —le dijo—. No sabes cuánto te lo agradezco.
—De nada —replicó él.
Lo observó un instante. Antes de pensárselo dos veces, lo abrazó, le sonrió y apoyó la cabeza en su pecho.
Valerio se quedó sin respiración al sentirse rodeado por sus brazos. Y cuando apoyó la cabeza en su pecho y lo envolvió con su calidez, se le desbocó el corazón. De repente lo inundó una extraña ternura.
Alzó las manos y le acarició el cabello mientras suplicaba que su ayuda no perjudicara a Marla en modo alguno.
La última vez que intentó ayudar a alguien fue un año atrás, cuando Aquerón le pidió que ayudara a defender a una manada de lobos katagarios de los daimons. No se lo pensó dos veces; pero durante la batalla, Vane y Fang, los lobos a quienes estaba ayudando, perdieron a su hermana por culpa del ataque de un daimon. Había sido testigo de cómo la abrazaban mientras moría.
Y esa escena seguía atormentándolo.
Se puso a disposición de Vane para lo que necesitara. Por suerte, el lobo nunca le había pedido ayuda.
No seas ridículo, pensó.
No podía evitarlo. Tal vez las cosas fueran de otro modo si las desastrosas consecuencias recayeran sobre él. Pero los infortunios siempre afectaban a aquellos a los que intentaba ayudar.
Se negó a pensar en eso y se concentró en la mujer que tenía pegada a él. Una mujer totalmente distinta a todas las que había conocido.
Era muy especial. Única.
El tiempo pareció detenerse mientras la calidez de Tabitha calaba hasta lo más hondo de su cuerpo.
Tan distraído estaba que dio un respingo cuando Marla se puso en pie y le hizo un gesto para que la siguiera.
Tabitha comenzó a tararear la sintonía de Dragnet, mientras Valerio seguía a Marla por el camerino en dirección a un pasillo abarrotado de drag queens.
Se despidió de Val con un beso en la mejilla y se apartó para dejar sitio a los demás.
Cuando regresó al club se encontró con el mejor amigo de Marla, Yves, que estaba sentado a una mesa justo delante de la pasarela con un grupo de amigos.
—Hola, cazavampiros —la saludó mientras se sentaba en una silla—. ¿Estás aquí para animar a Marla?
—Claro. ¿Dónde iba a estar si no?
El grupo estalló en vítores y después todos comenzaron a hacer apuestas sobre quién ganaría, hasta que se inició el concurso.
No se quedó tranquila hasta que vio aparecer a Marla y a Valerio. Los espectadores enloquecieron en cuanto vieron a Val, que caminaba como si estuviera encantado con su papel de acompañante. Solo ella se percató de su incomodidad, detalle que estaba segura que se debía más al temor de hacerle daño Marla que a otra cosa.
Una vez que alcanzaron los escalones que llevaban desde la pasarela hasta la zona donde aguardaban los demás participantes, Valerio bajó primero, como todo un caballero, y le tendió la mano a Marla para ayudarla a descender.
Verlo hacer algo tan amable por alguien a quien ni siquiera conocía la llevó al borde de las lágrimas.
No sabía de ningún otro hetero capaz de hacer algo tan ridículo para ayudar a una mujer a la que acababa de conocer. Una mujer que, para colmo, lo había apuñalado.
En cuanto la labor de los acompañantes finalizó y los invitados se dispersaron, se abrió paso entre la multitud para llegar hasta él. Nada más llegar a su lado, se arrojó a sus brazos y lo estrechó con fuerza.
La exuberante reacción de Tabitha lo dejó de piedra. Era tan maravilloso tenerla entre sus brazos que tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no pegarla contra él y besarla aun cuando eso los pusiera en evidencia delante de todo el mundo.
Ella le devolvió el abrazo antes de darle un beso fugaz en los labios.
—¡Eres el mejor!
Estaba tan pasmado que no supo qué decir.
—Ya podemos irnos si quieres.
Valerio miró a su alrededor.
—No —dijo, hablando muy en serio—. Ya que he llegado hasta aquí sin matar a Marla, creo que podemos quedarnos y ver cómo acaba esto.
La mirada de Tabitha lo abrasó.
—¿Sabe Ash que eres un trozo de pan?
—Me dan sudores fríos solo de pensarlo…
Ella se echó a reír antes de cogerlo de la mano y llevarlo a una mesa cercana al escenario.
Estaba ocupada por un nutrido grupo de hombres que los saludaron al llegar.
—¡Has estado genial! —le dijo el que tenían más cerca.
Valerio los saludó con una inclinación de cabeza mientras Tabitha hacía las presentaciones. Se quedaron allí cerca de una hora, el tiempo que duró la prueba de talento y el desfile en bañador… cosa que lo incomodó mucho más que el paseo por la pasarela.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Tabitha, inclinándose hacia él—. Estás un poco pálido.
—Estoy bien —contestó, aunque no quería ni pensar cómo podía un hombre disimular su sexo cuando se metía en un bañador.
Había ciertas cosas que era mejor no plantearse siquiera.
Pasada una hora, los jueces se quedaron con tres finalistas.
Tabitha se inclinó hacia delante en la silla. Le echó a Val el brazo por encima y apoyó la barbilla en su hombro mientras contenía la respiración y rezaba para que ganase Marla.
Aunque él no se movió, la sensación de sus manos entrelazadas hizo que le subiera la temperatura. Sin importar el resultado, le estaba muy agradecida por haberle echado una mano.
Kirian y Ash no entrarían allí ni muertos.
Intercambió una mirada nerviosa con Marla cuando llegó el momento de desvelar a la ganadora.
No podía respirar. No lo haría hasta que anunciaran…
—¡Marla Divine!
Marla chilló y se abrazó a la concursante que tenía más cerca. Las dos comenzaron a dar botes y a llorar mientras las demás se acercaban para abrazarla y felicitarla.
—¡Eres la mejor, Marla! —dijo Tabitha a voz en grito, poniéndose en pie de un salto tras lo cual se puso a silbar.
Cuando bajó la vista, vio que Valerio parecía horrorizado por su comportamiento.
Resopló y tiró de él para que se levantara.
—Vamos, general —le dijo—. Grita conmigo.
—Solo grito cuando doy órdenes a las tropas, y de eso ya hace mucho tiempo.
Bueno, era pedir demasiado que una persona se desmelenara del todo en una sola noche.
Le sacó la lengua y siguió vitoreando a su compañera de piso.
El maestro de ceremonias coronó a Marla, le puso la banda y le entregó un ramo de rosas antes de instarla a que subiera a la pasarela.
Marla desfiló de nuevo, llorando y riendo a la vez mientras lanzaba besos a los espectadores.
Cuando todo acabó, tuvieron que abrirse paso entre la multitud para llegar hasta ella. Marla la abrazó primero, pero después se lanzó a por Valerio.
—¡Gracias!
Él asintió con la cabeza.
—Ha sido un placer. Felicidades por el triunfo.
Marla sonrió.
—Os debo una a los dos. Y no creáis que voy a olvidarlo. Vamos, ahora marchaos, ya nos veremos después.
—Vale —dijo Tabitha—. Nos vemos en casa.
Salieron a la calle. El local estaba emplazado en una de las zonas más concurridas, ya que Canal Street estaba al lado del Barrio Francés.
Ella miró el reloj. Eran casi las diez.
—No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Te apetece hincarle el diente a algo?
Valerio la miró con un brillo risueño en los ojos.
—Probablemente eres la única mujer del planeta capaz de preguntarle eso a un hombre con colmillos.
Se echó a reír al escucharlo.
—Creo que tienes razón. Bueno, ¿quieres comer conmigo o no?
—No hemos reservado en ninguna parte.
Puso los ojos en blanco.
—Cariño, no hace falta reservar mesa donde vamos a comer.
—¿Y adónde vamos?
Echó a andar hacia Royal Street, que unía Canal con Iberville Street.
—Al Antoine’s de los mariscos. Al Acme Oyster House.
—¿Acme? Nunca he comido allí.
Y en cuanto llegaron a la puerta, Valerio entendió por qué. Las mesas estaban cubiertas con manteles de plástico de cuadros blancos y negros.
Titubeó en la puerta mientras observaba el local. Era pequeño y no había mucha gente. Había una barra a su derecha y las mesas estaban dispuestas a la izquierda. Las paredes eran una mezcla informe de espejos, fotografías y brillantes letreros de neón. Era un lugar muy ruidoso y hortera.
Y, para colmo de males, tuvo que reaccionar con rapidez para que su imagen se reflejara en los espejos antes de que alguien se diera cuenta de que no lo hacía.
Tabitha se volvió para mirarlo con los brazos en jarras.
—¿Vas a dejar de actuar como si alguien te hubiera arañado los zapatos nuevos? Tienen las mejores ostras del mundo.
—Hay tanta… luz.
—Pues ponte las gafas de sol.
—No parece muy limpio —dijo en voz baja.
—¡Venga ya! Estás a punto de comerte un bicho que es la aspiradora de los mares. Sabes cómo se forman las perlas, ¿no? Las ostras solo comen basura. Además, eres inmortal, ¿qué más te da?
—¿Valerio?
Desvió la vista hacia la voz que lo había llamado y vio a Vane y a Bride Kattalakis sentados junto a la barra, detrás de la cual había dos hombres preparando las ostras para los clientes que aguardaban. Dejó escapar un suspiro aliviado. Por fin alguien con quien tenía algo en común. Aunque fuera poco, ya que Vane era un lobo arcadio y Bride era su pareja humana.
Vane era de su misma altura. Iba ataviado con vaqueros y camiseta de manga larga, y la melena de color castaño oscuro le caía sobre los hombros. Bride era una mujer rellenita y muy guapa, de cabello castaño. Siempre lo llevaba recogido en un moño suelto en la coronilla, como en ese momento. Llevaba un jersey beige y un vestido marrón con florecillas blancas.
Se acercó a ellos para estrechar la mano de Vane.
—Lobo —dijo a modo de saludo… Era de buena educación dirigirse a los arcadios y a los katagarios según su especie animal—, es un placer volver a verte. —Miró a Bride—. Y a ti también. Es todo un honor.
Bride le sonrió antes de mirar a Tabitha.
—¿Qué estáis haciendo aquí? Y juntos.
—Val acaba de hacerme un favor —contestó Tabitha, que se acercó por detrás—. Oye, Luther, dos cervezas y un tenedor —le pidió a uno de los hombres que preparaban las ostras detrás de la barra y que en esos momentos se estaba limpiando las manos.
El tal Luther, un negro muy alto, se echó a reír al verla.
—Vaya, Tabby, ¿cuántas veces has pasado esta semana por aquí? ¿Cuatro? ¿Es que no tienes casa?
—Sí, pero allí no hay ostras. Al menos, no de las buenas. Además, tengo que darte la tabarra. Imagina un día sin Tabitha en tu vida… ¿Qué ibas a hacer sin mí?
Luther se rió de nuevo.
Valerio se percató de la mirada que intercambiaron Vane y Bride antes de que Luther les tendiera el plato de ostras y fuera en busca de las cervezas que le había pedido Tabitha.
—¿Pasa algo de lo que no esté enterado? —les preguntó.
En cuanto Vane abrió la boca para hablar, Tabitha le dio una patada en la espinilla. Bien fuerte.
Vane soltó un grito mientras la miraba con el ceño fruncido.
—¿A qué ha venido eso? —quiso saber Valerio—. ¿Por qué le has dado una patada?
—Por nada —contestó Tabitha, que extendió el brazo y cogió una ostra del montón que había al otro lado de la barra.
Su expresión era angelical, de modo que algo muy malo se estaba cociendo.
Miró de nuevo a Vane.
—¿Qué ibas a decirme?
—Nada, nada —respondió Vane antes de dar un trago a su cerveza.
Aquello le daba muy mala espina a Valerio.
Luther regresó con dos cervezas y se las dio a Tabitha, quien a su vez le ofreció una a él.
—¿No tienes sed? —le preguntó Tabitha, al ver que miraba la botella sin saber qué hacer.
—¿No tienen vasos?
—Es cerveza, Val, no champán. Bébetela. No te morderá, en serio.
—Tabby, no seas borde —la reprendió Bride—. Es posible que Valerio no esté acostumbrado a la cerveza.
—Bebo cerveza —replicó él al tiempo que cogía la botella con cierta renuencia—, pero no así.
—¿Quieres ostras? —le preguntó Tabitha.
—¿Después de recordarme de qué se alimentan? Ya no estoy seguro…
Tabitha se rió de él.
—Sírvenos, Luther, y no pares hasta que reviente.
Luther le sonrió.
—Me parece que no tienes fondo, Tabby. Algún día de estos nos dejarás sin ostras antes de marcharte.
Tabitha se sentó en el taburete que había junto a Bride y le indicó que se sentara al otro lado. Tuvo que dejar la cerveza en la barra para hacerlo.
—Pareces totalmente fuera de lugar, Valerio —dijo Bride con voz dulce—. ¿Cómo es posible que Tabitha te haya convencido para comer aquí?
—No tengo ni idea.
—¿Lleváis saliendo mucho tiempo? —preguntó Vane.
—No estamos saliendo —se apresuró a contestar Tabitha—. Ya te he dicho que Val acaba de hacerme un favor.
—Lo que tú digas, Tabby. Solo espero que tu her…
Bride lo interrumpió al carraspear.
—Tabitha sabe lo que se hace, Vane. ¿Verdad?
—Por regla general, no, pero no pasa nada. En serio.
Valerio habría vendido su alma de nuevo por poder leer la mente del lobo.
—Vane, ¿puedo hablar contigo a solas un momento?
Bride le echó salsa Tabasco a una ostra.
—Si deja ese taburete, señor Kattalakis, va a dormir usted en la perrera durante lo que queda de semana. De hecho, le ordenaré a tu hermano Fury que te ataque y luego cambiaré la cerradura.
Vane hizo una mueca.
—Aunque me encantaría echarte una mano, debo recordarte que su padre se gana la vida castrando perros, y que ha educado muy bien a su hija. Me da la sensación de que debo negarme.
Valerio miró a Tabitha, que fingía estar ocupada robándole una ostra a Luther.
¿Qué sabía Vane que él desconocía?
Pasaron un buen rato en el bar. Tabitha y Bride charlaron de ropa, amigos comunes y otras tonterías mientras ellos aguantaban el tipo sin saber muy bien qué hacer. El restaurante cerraba a las diez, pero Luther les sirvió ostras durante otros quince minutos.
—Gracias, Luther —dijo Tabitha—, te agradezco que no me hayas echado.
—Sabes que es un placer, Tabby. Me encanta verte disfrutar de mi restaurante y de mi comida, y la verdad es que tu amigo es mucho más fácil de complacer que Simi. Esa muchachita come como un demonio.
—No lo sabes tú bien…
Valerio se hizo cargo de la cuenta mientras Vane se quedaba con su mujer y con Tabitha. Una vez que se despidieron, la pareja se alejó por Royal Street mientras que ellos se encaminaron hacia Bourbon Street.
—¿Estás listo para salir de patrulla? —le preguntó Tabitha.
—Te dejaré en tu…
—No voy a volver a casa —lo interrumpió ella.
—¿Adónde vas entonces?
—A cazar daimons. Como tú.
—Es peligroso.
Ella se detuvo y lo miró echando chispas por los ojos.
—Sé lo que hago.
—Lo sé —reconoció él en voz baja—. Tienes el alma y la fuerza de una amazona. Pero preferiría que no murieras haciendo algo que podemos hacer los que ya estamos muertos. Al contrario de lo que pasaría en tu caso, a nosotros no nos llorará nadie si desaparecemos.
El inesperado comentario la dejó de piedra. Aunque no fue el comentario en sí, fue más bien la preocupación que presintió en él. El dolor.
—¿Quién lloró tu muerte? —le preguntó, sin saber muy bien por qué quería saberlo.
Valerio guardó silencio antes de apartar la mirada.
—Nadie.
—¿Nadie? ¿No tenías familia?
Su pregunta le arrancó una carcajada amarga.
—Mi familia parecía sacada de una tragedia de Shakespeare. Se alegraron muchísimo de librarse de mí, en serio.
—¿Cómo puedes decir eso? Seguro que les apenó tu muerte. Seguro que…
—Fueron mis hermanos quienes me mataron.
Tabitha sintió la terrible agonía que lo consumió al pronunciar con voz rota esas palabras tan sentidas. Se le encogió el corazón. ¿Sería cierto?
—¿Tus hermanos? —repitió.
Valerio era incapaz de respirar mientras rememoraba el pasado. Aunque la verdad era que se sentía aliviado al contarle a alguien, después de dos mil años, la verdad de lo que había sucedido para que se convirtiera en Cazador Oscuro.
Asintió con la cabeza y se obligó a desterrar las espantosas imágenes de aquella noche. Cuando volvió a hablar, lo hizo con una voz sorprendentemente serena.
—Era una vergüenza para mi familia, así que me ejecutaron.
—¿Cómo? —le preguntó, consciente de que su mirada se había vuelto distante.
—Has estudiado Historia Antigua. Estoy seguro de que sabes lo que Roma hacía a sus enemigos.
Se tapó la boca al sentir que la bilis le subía a la garganta. Antes de pensar en lo que estaba haciendo, lo cogió del brazo y le subió las mangas para ver la cicatriz de la muñeca. No necesitaba más pruebas.
Lo habían crucificado, como a Kirian.
—Lo siento.
Con actitud distante y tensa, él apartó el brazo y se colocó bien las mangas de la camisa y de la chaqueta.
—No lo sientas. Fue de lo más apropiado teniendo en cuenta la historia de mi familia. Quien a hierro mata…
—¿A cuántas personas crucificaste?
Su pregunta provocó en Valerio una intensa oleada de vergüenza que ella sintió mientras lo veía apartarse. Como no tenía ganas de dejarlo marchar, se apresuró a seguirlo y le dio un tirón de un brazo para que se detuviera.
—Contesta, Valerio. Quiero saberlo.
La agonía que reflejaba su rostro la destrozó. La tensión le provocó un tic nervioso en el mentón.
—A nadie —respondió después de un buen rato—, me negué a matar a nadie de este modo.
Mientras lo observaba sintió el escozor de las lágrimas en los ojos.
No era como Kirian y el resto creían. Ni por asomo.
El hombre que describían no habría dudado en humillar o matar a otro ser humano. Pero Valerio sí lo había hecho.
Lo escuchó carraspear, como si le costara pronunciar las palabras.
—Cuando era niño, vi cómo ejecutaban a un hombre. A uno de los mejores generales de ese tiempo.
Le dio un vuelco el corazón al comprender que estaba hablando de Kirian.
—Mi abuelo le tendió una trampa y pasó semanas interrogándolo. —Respiraba con dificultad y tenía todo el cuerpo en tensión—. Mi padre y mi abuelo insistieron en que mis hermanos y yo fuéramos testigos. Querían que aprendiéramos cómo doblegar a un hombre. Cómo despojarlo de su dignidad hasta que no le quedase nada. Pero lo único que vi fue sangre y horror. Nadie debería sufrir de esa manera. Miré a ese hombre a los ojos y vi su alma. Su fuerza. Su dolor. Intenté huir y me dieron una paliza, después me llevaron de vuelta y me obligaron a seguir mirando. —Sus ojos se clavaron en ella con una expresión angustiada—. Los odié por lo que hicieron. Ya han pasado dos mil años y todavía sigo oyendo sus gritos cuando levantaron el cuerpo destrozado del que fuera un orgulloso príncipe y lo llevaron a la plaza para matarlo como a un vulgar criminal.
Tabitha se llevó las manos a las orejas mientras intentaba imaginar lo que debía de haber supuesto para Kirian morir de esa manera. Sabía por su hermana que su muerte seguía atormentándolo. Aunque las pesadillas ya no eran tan frecuentes como al principio de su matrimonio, aún las tenía. Aún se despertaba en mitad de la noche para asegurarse de que su esposa y su hija estaban bien.
En ocasiones ni siquiera dormía por miedo a que alguien se lo arrebatara todo de nuevo.
Y odiaba a Valerio con un encono irracional.
Valerio inspiró hondo al ver la reacción de Tabitha. La misma que la suya, salvo que él disimulaba.
Su corazón llevaba siglos cargando con la culpa y con las atrocidades de su niñez. Si pudiera regresar al pasado, jamás vendería su alma a Artemisa. Sería mejor morir y silenciar la crueldad de su padre que vivir eternamente con ella y con las voces que resonaban en su cabeza.
Estaba convencido de que Tabitha lo odiaba en esos momentos, como todos los demás. Tenía todo el derecho a hacerlo. Lo que su familia había hecho no tenía perdón. Por eso se esforzaba por evitar a Kirian y a Julian.
No había necesidad de obligarlos a recordar su pasado en la Antigua Grecia. Sería una crueldad, teniendo en cuenta que ambos habían encontrado la felicidad en el mundo moderno.
No acababa de entender por qué Artemisa lo había trasladado a Nueva Orleans. Era justo lo que su padre habría hecho para asegurarse de que los dos griegos no conocieran la paz.
Sin embargo, nunca lo confesaría en voz alta. Y si se topaba con Kirian y Julian, ni siquiera se le ocurriría disculparse. Ya lo había intentado unos siglos atrás con Zoe, una amazona que había muerto a manos de su hermano Mario. Ella se abalanzó sobre él, dispuesta a matarlo y se vio obligado a reducirla.
—¡Cerdo romano! —le dijo después de escupirle a la cara—. No entenderé nunca por qué Artemisa te dejó seguir viviendo cuando tendrías que haber muerto abierto en canal como el cerdo que eres.
A lo largo de los siglos había aprendido a mantener la cabeza alta y a continuar con su vida sin pensar en lo que los demás Cazadores opinaban de él. Poco podía hacer para ayudarlos a enterrar sus respectivos pasados, puesto que él no podía enterrar el suyo.
Algunos fantasmas se negaban a desaparecer.
Y como Tabitha ya sabía la verdad, sin duda también lo odiaría. Que así fuera.
Se dio la vuelta para marcharse.
—¿Val?
Se detuvo.
Tabitha no sabía muy bien qué decir. Así que decidió no hablar con palabras. Extendió los brazos, lo obligó a bajar la cabeza y lo besó con pasión.
Valerio no daba crédito a lo que estaba pasando. La apretó contra él mientras saboreaba la calidez de sus labios. La calidez de sus brazos.
Se apartó para hablar.
—Ya sabes qué soy, Tabitha… ¿por qué sigues aquí?
Ella lo miró con esos ojos azules rebosantes de ternura.
—Porque sé qué eres, Valerio Magno. Créeme, lo sé muy bien. Y quiero que vengas a casa conmigo, ahora mismo, para hacerte el amor.