Tabitha jadeó sorprendida al ver que Valerio se estampaba contra un edificio por culpa del rayo. Antes de que pudiera dar un paso, comenzó a caer sobre él una cortina de agua. Solo sobre él. De hecho, era el único lugar donde estaba lloviendo.
—Pero ¿qué coño pasa? —preguntó.
Valerio respiró hondo mientras se ponía en pie despacio. Tenía el labio partido y un corte en el pómulo, producto del golpe contra la pared. Sin decir ni una palabra, se limpió la sangre con el dorso de la mano antes de palparse la herida del pómulo.
Estaba empapado y el chaparrón seguía cayendo con una fuerza impresionante.
—Parará dentro de un minuto.
Y así fue.
Una vez que dejó de llover, Val se limpió la cara y se escurrió el agua de la coleta.
Estaba horrorizada.
—¿Qué ha pasado?
—Mi hermano Zarek —contestó él con voz hastiada mientras se sacudía el agua de los brazos—. Se convirtió en dios hace un par de años y desde entonces soy su pasatiempo favorito. Por eso no voy en coche a ninguna parte. Ya me he cansado de que el motor se caiga al suelo sin motivo aparente cada vez que me detengo en un semáforo. El único medio de transporte fiable son mis pies y, como acabas de presenciar, ni siquiera este método es del todo seguro. —La nota airada de su voz era inconfundible.
—¿Mi coche es seguro?
—Solo me persigue a mí —contestó, asintiendo con la cabeza.
Hizo ademán de acercarse a él.
—No —la detuvo Valerio, y se percató de que su aliento se condensaba al hablar—. Hace mucho frío a mi alrededor.
Extendió la mano y comprobó que el aire que lo rodeaba estaba helado. Mucho más frío que el de un congelador.
—¿Por qué te hace esto?
—Porque me odia.
—¿Por qué? —Tabitha vio cómo él se avergonzaba—. ¿Qué le hiciste?
Valerio no respondió. Se calentó las manos con el aliento y echó a andar calle abajo.
—Valerio —lo llamó y lo detuvo a pesar de que su mano corría el riesgo de congelarse en el intento—. Cuéntamelo.
—¿Qué quieres que te cuente, Tabitha? —le preguntó en voz baja—. Cuando éramos pequeños, Zarek me daba mucha lástima pero cada vez que intentaba ayudarlo, lo único que conseguía era hacerle más daño. Tiene motivos para odiarme y también para odiar al resto de mi familia. Debería haberlo dejado tranquilo y no hacerle caso. Habría sido mucho mejor para todos nosotros.
—Ayudar a otra persona no es un error.
Valerio le lanzó una mirada imperturbable.
—Mi padre siempre decía: «Nullus factum bonus incedo sine poena». «Todas las buenas obras reciben su castigo». En el caso de Zarek, se aseguró de que fuera así.
Sus palabras la dejaron atónita.
—Y yo que pensaba que mi familia era rara… Pero la vuestra era un poquito disfuncional, ¿no?
—Ni te lo imaginas —respondió mientras echaba a andar de nuevo.
Ella lo siguió. Debía admitir que sentía lástima de él. No podía imaginarse que una de sus hermanas la odiara. Claro que se peleaban de vez en cuando. Teniendo en cuenta que eran ocho hermanas y que a todas ellas les faltaba un tornillo, siempre había alguna que no se hablaba con otra por algo; pero, al final, la familia era la familia y cualquiera que amenazara a uno de sus miembros se llevaba una buena dosis de solidaridad Devereaux. Aunque no se hablaran, siempre podían contar con la familia para cualquier cosa.
Y así había sido desde la infancia. Cuando estaba en el instituto, juró que jamás volvería a hablar a Trina porque había salido con un chico que sabía que le gustaba. Cuando el capullo le destrozó el corazón a su hermana poniéndole los cuernos con una animadora, le metió en el coche la boa constrictor de su tía Dora como venganza. Lo dejó tan acojonado que se meó en los vaqueros antes de que ella sacara la serpiente.
Aun así, Trina y ella tardaron dos días más en reconciliarse. Pero lo hicieron. Las rencillas familiares no solían durar más de dos semanas. Y, por muy enfadadas que estuvieran, nunca, jamás, se hacían daño.
¡Madre mía!, pensó. ¿En qué tipo de familia había nacido Valerio para que dos mil años después su hermano estuviera atacándolo con rayos?
Cuando llegaron a la tienda de su hermana, Val tenía las cejas y las pestañas blancas a causa del hielo. Además de un tinte azulado en la piel.
—¿Estás bien?
—No moriré —respondió en voz baja—. No te preocupes. Se aburrirá dentro de unos minutos y me dejará tranquilo una temporada.
—¿Cuánto?
—Unos meses, a veces más. Nunca sé cuándo va a atacar. Le gusta sorprenderme.
Lo que estaba presenciando la horrorizaba.
—¿Ash está al corriente de esto?
—Zarek es un dios. ¿Qué puede hacer Aquerón para detenerlo? Mi hermano cree que es divertido gastarme estas bromitas, igual que te pasa a ti con tu cuñado.
—Pero yo no le gasto bromas crueles. Bueno, solo aquella vez que le mandé una caja de Pilexil para su cumpleaños, pero era un regalo de pega y no tardé en darle el verdadero. —Le tocó las manos y notó que las tenía heladas y temblaba de un modo horrible.
Sintió mucha lástima de él. Se echó el aliento en las manos y se las frotó un instante antes de colocárselas en las mejillas. Las tenía tan frías que no tardaron en absorber el calor de sus palmas.
Valerio se lo agradeció con la mirada antes de apartarse de ella.
De repente se encontraron envueltos en una nube que olía a azufre.
El apestoso olor la hizo toser. Se tapó la nariz antes de darse la vuelta, momento en el que vio a Tia, que murmuraba algo ininteligible.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Está impregnado del hedor de la muerte. No pensarías meterlo en mi tienda así, ¿no?
—Sí —respondió, quitándole a su hermana el cuenco de madera que llevaba en la mano—. ¿Quieres hacer el favor de dejar las gilipolleces? Apesta.
Tia hizo ademán de recuperar el cuenco.
—Dame eso.
—Como vuelvas a tocarlo, lo tiro al suelo.
Su hermana retrocedió de inmediato.
Tabitha echó un vistazo al contenido y frunció los labios al ver el polvo cobrizo que despedía el nauseabundo olor.
—¿Qué quieres que te diga? Las sales aromáticas que cortan la respiración sobraban. Y yo diciéndole a Val que mi familia no era tan mala… —le dijo a Tia mientras le devolvía el cuenco.
—Necesitas protección —masculló su hermana, a la defensiva—. Aquí hay algo. Lo percibo.
—A lo mejor es tu sentido común… Deberías dejarlo entrar.
Tia le lanzó una mirada asesina, a la que ella respondió con una sonrisa.
—Es broma. Sé a qué te refieres. Yo también lo percibo.
Su hermana miró a Valerio, que seguía tiritando.
—¿Por qué está empapado y tiritando de frío?
—Es una historia muy larga —respondió ella. Le daba en la nariz que a Val no le haría ni pizca de gracia que le hablase a Tia del psicópata de su hermano—. Te presento a mi hermana, Tiyana. Tia para abreviar.
—Hola —dijo la aludida antes de agarrarlo del brazo y tirar de él hacia la entrada de su tienda.
Valerio la miró con expresión angustiada.
—No pasa nada. Está como un cencerro, pero es más buena que el pan.
—Me niego a que la colgada que caza vampiros en su tiempo libre me diga que estoy loca. Tendrías que verla en pleno ataque —le dijo a él mientras lo arrastraba por el interior de la estrecha tienda, que estaba atestada de estanterías donde se exponían todo tipo de amuletos, muñecos de vudú, velas y recuerdos para turistas—. Cree que todos los tíos que van de negro son vampiros. ¿Te haces una idea de la cantidad de hombres que visten de negro en Nueva Orleans? Se me ponen los pelos de punta solo de pensarlo. De verdad. —Se volvió hacia la dependienta—. Chelle, encárgate tú un momento —le dijo a la chica, que estaba colocando un montón de llaveros de colmillos de caimán.
Valerio cruzó la puerta que daba a la trastienda de la mano de Tia. A instancias de esta se sentó en un taburete mientras ella sacaba una enorme caja de ponchos mejicanos. Después de coger unos cuantos, se los echó por encima, envolviéndolo por completo. Acto seguido, fue al cuarto de baño en busca de una toalla.
—Sécale el pelo mientras le preparo algo caliente para beber —le dijo a Tabitha.
—Gracias, hermanita —dijo ella al tiempo que cogía la toalla que su hermana le ofrecía.
Esa inesperada amabilidad lo dejó boquiabierto. Nadie lo había tratado nunca así… como si lo apreciaran. Como si se preocuparan por él.
—Puedo secarme el pelo solo.
—Quédate quietecito y deja que los ponchos te calienten un poco —replicó ella mientras le soltaba la coleta. La ternura con la que le secó el pelo y se lo desenredó lo sorprendió.
Tia regresó con una enorme y humeante taza que tenía forma de esqueleto y que desprendía un olor extraño pero muy agradable.
—No te preocupes. No es ninguna poción. Es una mezcla especial de chocolate y canela que suelo vender en Navidad y que supuestamente cura la melancolía —le dijo cuando se la ofreció.
—¿Funciona? —quiso saber él.
—En la mayoría de la gente, sí. El chocolate estimula la producción de endorfinas, que mejoran el humor, y la canela suele despertar recuerdos del hogar y del amor maternal. —Sonrió—. Te sorprendería saber hasta qué punto la magia se basa en la ciencia.
Tomó un sorbo con cierto recelo. Estaba muy bueno y, de hecho, le alivió el frío.
—Gracias —dijo.
Tia asintió con la cabeza.
—¿Habéis venido a por tu coche? —le preguntó a su hermana.
—Sí. Pero no quería entretenerte.
—No pasa nada. Estaba esperando a Amanda. La llamé esta mañana y le dije que había preparado unos talismanes para ella y para Marissa.
Tabitha se quedó helada. A Amanda no le gustaría ni un pelo ver a Valerio en la tienda. Estaba segura de que no entendería por qué lo estaba ayudando. Y aunque no se arrepentía de lo que estaba haciendo, esa era una complicación que prefería evitar por el bien de todos.
—Genial, pero nosotros nos vamos. Tenemos cosas que hacer. Dale un beso a Mandy de mi parte.
—Lo haré.
Le hizo señas a Valerio para que la siguiera hacia la puerta trasera que daba al patio, donde estaban aparcados el Mitsubishi de Tia y su Mini Cooper.
Le abrió la puerta para que subiera.
—Entra, vuelvo enseguida.
Valerio la obedeció; se quedó sorprendido al comprobar que el interior del coche era mucho más espacioso de lo que parecía por fuera. Aunque seguía estando un poco encajonado.
Tabitha regresó corriendo a la tienda y salió poco después con una botella de plástico. Se metió en el coche y se la dio.
—Tu aceite —le dijo.
El detalle lo dejó pasmado, sobre todo porque a él se le había olvidado por completo.
—Gracias.
Sin mediar palabra, ella arrancó el coche y salió del patio. En cuanto estuvieron en la calle metió primera, pisó el acelerador y salieron pitando.
Él tampoco dijo nada mientras la observaba sortear un coche tras otro a una velocidad que le habría puesto los pelos de punta de no haber sido inmortal.
El interior del coche era tan reducido para lo que estaba acostumbrado que le resultaba muy difícil no reparar en Tabitha; conducía como vivía: deprisa y jugándose el cuello.
—¿Por qué eres tan vehemente? —le preguntó mientras giraba en una curva a tal velocidad que tuvo la impresión de que el Mini se quedaba a dos ruedas.
—Mi madre dice que nací así. Según ella, Amanda se llevó la moderación de las dos y yo, la osadía. —Mientras cambiaba de marcha y adelantaba a un coche que iba más despacio, su expresión se tornó seria—. En realidad, eso no es cierto. Yo soy lo que algunos llaman «imán». Mis poderes psíquicos no tienen nada que ver con las habilidades especiales de Amanda. Los míos son menos evidentes. Intuición, psicometría… cosas que para un humano son prácticamente inútiles, pero que los daimons quieren a toda costa. —Se detuvo en un semáforo al llegar a Canal Street y lo miró—. Solo tenía trece años cuando me atacó el primer grupo de daimons. Si Talon no me hubiera salvado, ahora estaría muerta.
Valerio frunció el ceño al escucharla. Tenía razón. Los imanes atraían irremisiblemente a los daimons. Además, con su naturaleza apasionada y su enorme vitalidad, debía de ser un premio muy codiciado para ellos.
—A diferencia de la mayoría de los humanos, no tuve la suerte de vivir al margen de tu mundo. O me defendía o acababa muerta. Y, sin ánimo de ofender, la muerte no me atrae mucho.
—No me ofendes. Después de llevar más de dos mil años muerto, no es un estado que recomiende, la verdad.
Sus palabras le arrancaron una carcajada.
—No sé yo… Muerto y vestido de Armani. Creo que muchos se arrojarían desde las azoteas de los edificios si les garantizaran que volverían tan forrados como tú.
—Cuando era mortal tenía el mismo dinero y muchos más… —Dejó la frase en el aire al darse cuenta de que había estado a punto de decir «amigos». No era del todo cierto, pero al menos en aquella época las personas que lo menospreciaban solían guardarse sus opiniones, salvo los miembros de su familia.
No le gustaba pensar en eso y tampoco hablar sobre ello.
—Muchos más ¿qué? —preguntó ella al ver que no acababa la frase.
—Nada —contestó, y después le dio las indicaciones precisas para llegar a su casa, emplazada en Third Street, en el Garden District.
Tabitha dejó escapar un silbido al acercarse. Giró al llegar a la avenida de acceso, flanqueada por una gran variedad de setos, y se detuvo delante de una enorme verja de hierro forjado. Bajó la ventanilla y pulsó el botón del portero automático.
—¿Quién es?
Valerio se inclinó y alzó la voz para contestar:
—Gilbert, soy Valerio. Abre la puerta.
La verja se abrió segundos después.
—Muy bonito —dijo ella mientras enfilaba la avenida hasta llegar a la fuente situada frente a la puerta. Aparcó detrás de un desvencijado Chevy IROC rojo que debía de pertenecer a alguno de sus empleados. No se imaginaba ahí dentro a Val ni muerto y puesto que ya estaba muerto… En fin—. Supongo que eso no es tuyo, a menos que tu hermano se pillara un día un buen mosqueo y lo destrozara…
Valerio no dijo nada. En cambio, miró a Tabitha mientras ella observaba la fuente que había al final de la avenida de entrada. Por la noche estaba iluminada por unos focos azules. Estaba dedicada a la diosa Minerva y había sido una de sus razones para elegir la casa.
—¿Artemisa sabe lo de esa estatua?
—Lo dudo mucho, porque sigo respirando —le contestó en voz baja.
La precedió mientras subían los escalones de acceso. En cuanto llegaron a la puerta, Gilbert la abrió.
—Buenas noches, milord. —El mayordomo no hizo el menor comentario acerca de su ropa empapada.
Tabitha observó al hombre, un inglés entrado en años; su rígida postura le recordó a Alfred, el mayordomo de Batman.
—Buenas noches, Gilbert —replicó Val, haciéndose a un lado para que el mayordomo la viera—. Esta es la señorita Devereaux.
—Muy bien, señor. —El mayordomo la saludó con una rígida inclinación de cabeza—. Encantado, madame. ¿Les apetecería a los señores algo de beber? —preguntó, mirando de nuevo a Valerio, quien a su vez la miró a ella.
—Yo no quiero nada.
—No, gracias, Gilbert.
El mayordomo inclinó la cabeza y se encaminó hacia la parte posterior de la mansión.
Valerio la condujo hacia la izquierda.
—¿Serías tan amable de esperar en la biblioteca? Volveré en unos minutos.
—¿Adónde vas? —quiso saber, intrigada por la repentina seriedad de la que hacía gala.
—Necesito ponerme ropa seca.
—Vale —replicó ella, asintiendo con la cabeza.
Una vez que Val desapareció escaleras arriba, ella traspasó el arco de entrada a la biblioteca, una estancia en penumbra cuyas paredes estaban ocultas tras las estanterías repletas de libros. Estaba en un rincón ojeando títulos cuando sintió la presencia de un recién llegado a su espalda.
Se dio la vuelta y descubrió que un hombre bastante guapo, de su misma edad más o menos, la estaba observando.
—¿Amanda? ¿Qué coño estás haciendo aquí?
—No soy Amanda —lo corrigió, atravesando la estancia para que pudiera ver la cicatriz—. Soy su hermana Tabitha. Y tú eres…
—Otto Carvalletti.
—¡Ajá! —exclamó al reconocer el nombre—. El escudero de Val.
—Sí, no me lo recuerdes.
No le hicieron falta sus poderes empáticos para percibir el rencor que destilaba.
—¿Por qué sirves a un hombre al que odias?
—Como si tuviera otra opción… El Consejo me envió y aquí estoy, atrapado en el infierno.
—Tío, no sé de dónde vienes, pero me cabrea la gente que odia mi ciudad.
—No tengo ningún problema con Nueva Orleans —le aclaró él con voz burlona—. Me encanta esta ciudad. Es al conde Penécula al que no soporto. ¿Lo conoces?
—¿Al conde qué?
—Me refiero al gilipollas que vive aquí. Valerio. Ese que parece decir cuando te mira: «No respires en mi presencia, plebeyo».
Ese tenía que ser el tío más raro con el que había hablado en la vida; y, teniendo en cuenta la pandilla de pirados que Tabitha tenía por amigos, eso era mucho decir.
—¿Para no echarle el aliento?
El escudero pareció aliviado al escucharla.
—Gracias a Dios que tienes cerebro.
No supo si sentirse halagada o todo lo contrario.
—No entiendo. ¿Por qué te ha enviado el Consejo de Escuderos? ¿Es que no saben lo que opinas de él?
—Como da la casualidad de que mi padre es uno de los miembros, sí, lo saben. Por desgracia, nadie quería ocupar este puesto. Y como lord Valerio exigió a alguien que hablara italiano y latín, no había muchos escuderos donde elegir. Es un capullo insoportable y estirado.
—¿Qué tiene de estirado querer a alguien que hable su lengua materna? Me he enterado de que Talon le ha enseñado a Sunshine a hablar gaélico y cada vez que Kirian y Julian se encuentran con Selena, se ponen a hablar en griego.
—Sí, pero no exigen que sus escuderos lo hablen. Nick y el griego se llevan fatal…
—Tampoco es que se lleve de perlas con el inglés, porque las que suelta por esa boca… —replicó ella con sorna.
—Oye, no insultes a mi amigo.
—Da la casualidad de que también es amigo mío y lo quiero como a un hermano, pero no entiendo esa inquina que demuestras por Valerio.
—Ya. Deberías comprarte un libro de historia y leer las hazañas de Valerio Magno, guapa.
Cruzó los brazos por delante del pecho y ladeó la cabeza para mirarlo.
—Perdóneme usted, señor Carvalletti, pero da la casualidad de que estoy licenciada en Civilizaciones Antiguas. ¿Puedes decir lo mismo?
—No, yo tengo un doctorado en Princeton.
La respuesta la impresionó muy a su pesar. La Universidad de Princeton no admitía imbéciles.
—¿En Civilizaciones Antiguas?
—No. En Estudios Cinematográficos —contestó en voz baja.
—¿Cómo has dicho? —le preguntó al escudero con los ojos como platos—. ¿En Estudios Cinematográficos? —La había dejado pasmada—. ¿Te has licenciado en eso? Y yo que estaba impresionada con lo de Princeton…
—¡Oye! —exclamó él a la defensiva—. Por si no lo sabes, me dejé la piel estudiando para conseguirlo.
—Sí, claro. Yo tenía beca. ¿Has ido alguna vez a algún centro educativo donde tu papi no hubiera donado pasta?
—Mi padre no donó ni un centavo a Princeton… —Hizo una pausa antes de seguir—: Fue mi abuelo.
La respuesta la hizo resoplar.
—Lo siento, pero yo tuve que aprender cuatro idiomas para conseguir la licenciatura. ¿Y tú?
—Ninguno. Crecí hablando doce.
—Vaya, vaya… Si tenemos aquí a don Creído. ¿Y tienes el morro de meterte con Val? Por lo menos él no va presumiendo de tener un intelecto superior.
—No, él presume de su linaje superior. «Inclínate ante mí, plebeyo inmundo.»
—Quizá se comportaría de otro modo si no tuvierais tanta mala leche con él.
—¿Que yo tengo mala leche? ¡Pero si ni siquiera me conoces!
Tabitha dio marcha atrás en cuanto percibió que lo había ofendido.
—Tienes razón, Otto, no te conozco y posiblemente me estoy comportando contigo del mismo modo en que tú te comportaste con Valerio cuando lo conociste. Un vistazo, tres segundos de conversación y una conclusión bastante precipitada y cruel que puede ser tan acertada como errónea. —Se acercó a él con las manos entrelazadas a la espalda—. Vayamos punto por punto. Aunque tienes un pelo bonito, llevas unas greñas increíbles… pero de esas que solo se consiguen en un estilista de los caros. Llevas sin afeitar… ¿cuántos días? ¿Dos?
—Tres.
Siguió hablando sin prestarle atención.
—Llevas una espantosa camisa hawaiana de color rojo que sé que es de Nick porque se la pone cada vez que quiere fastidiar a Kirian. Es tan fea que tuvo que encargarla a medida por internet porque no la vendían en ningún sitio. Vas descalzo y supongo que ese IROC de ahí afuera que se cae a pedazos es tuyo.
El escudero se tensó visiblemente, gesto que confirmó sus sospechas.
—A primera vista —dijo, siguiendo con la descripción—, tienes toda la pinta de ser uno de esos tíos que no pegan ni golpe y que van directos al estante de las películas porno que tenemos al fondo de la tienda porque ninguna chica con un poco de dignidad quiere salir con ellos. El tipo de tío que en Mardi Gras compra todos los collares de tetas y demás obscenidades para ponérselos en el cuello, y que se pasa toda la semana borracho, echando la pota y gritando a las chicas que le enseñen las peras.
Otto cruzó los brazos por delante del pecho y la miró con cara de pocos amigos.
—Ahora vamos a contrastar esos datos con otros detalles que he observado. Eres un escudero y, por lo que tú mismo has dejado caer, eres un Sangre Azul, lo que significa que provienes de una familia en la que la tradición se remonta a muchas generaciones atrás. Y una familia, además, que lleva disfrutando de la buena vida una temporada muy larga. Fuiste a Princeton y, aunque elegiste una licenciatura de chiste, te tomaste la molestia de obtener hasta el doctorado. Eso indica que valoras bastante el honor que confiere dicho título. Déjame adivinar: ese precioso Jag negro metalizado que brilla tanto que deja ciego a quien lo mira, y que está aparcado en casa de Nick aunque él nunca lo coge, es tuyo en realidad.
Se detuvo a su lado y lo miró de arriba abajo.
—Además, tu actitud es la de un hombre acostumbrado a que lo respeten, aunque finjas ser un hortera de medio pelo. Por mucho que te esfuerces, cualquier persona con un mínimo de intuición se da cuenta nada más verte.
Le alzó la mano en la que lucía un tatuaje en forma de telaraña.
—Bonito reloj —le dijo con voz cortante—. De la colección Patek Philippe Grand Complications Chronographs. A ver si lo adivino… Es el modelo 5004P que cuesta ciento cincuenta mil dólares.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi familia se dedica al comercio desde tiempos inmemoriales y mi tía Zelda tiene una joyería. —Alzó un brazo para que él lo mirara—. ¿Ves mi reloj en forma de ataúd? Cuesta treinta y dos dólares, me lo compré en Hot Topic y tiene la misma hora que el tuyo. Aguanta los lametones de los daimons sin pararse siquiera.
Otto puso los ojos en blanco, pero ella siguió hablando.
—Y no eres un escudero normal y corriente. —Le dio unos golpecitos en el tatuaje con forma de telaraña que identificaba a los escuderos de su categoría—. Eres un Iniciado en el Rito de Sangre. Deje que le diga, señor Carvalletti, que tengo la extraña sensación de que en la vida real es usted muy parecido a Val. Duro, arrogante y dispuesto a lo que sea con tal de llevar a cabo su trabajo. —Ladeó la cabeza—. Creo que lo que más te molesta es que si fueras un Cazador Oscuro, serías igualito a él. Creo que te cabrea saber lo parecidos que sois. ¿Dónde tienes el traje negro de Armani? ¿En casa de Nick?
—¿Quién te has creído que eres, Sherlock Holmes?
La pregunta le arrancó una sonrisa.
—Algo así, pero normalmente no tardo tanto en descubrir la verdad.
El escudero la miró con semblante impasible.
—Nena, no necesito que me des lecciones de moral. Sé cómo funciona el mundo.
—No lo dudo. Pero te queda mucho que aprender sobre las personas. Por regla general, lo que dicen no tiene nada que ver con lo que sienten. Sé que mi simple presencia te repatea las tripas ahora mismo. Te encantaría ponerme de patitas en la calle y darme con la puerta en las narices. Pero no sé si eres consciente de que todavía no has hecho ninguna de las dos cosas.
—¿Y? ¿A qué conclusión has llegado?
—A la siguiente: los Escuderos Iniciados en el Rito de Sangre son los encargados de ejecutar las órdenes directas del Consejo y de mantener el mundo de los Cazadores Oscuros en secreto. Eso significa que están dispuestos a cualquier cosa, incluido el asesinato, para proteger sus secretos. Estoy segura de que en algún momento de tu pasado te viste obligado a hacer algo horrible a causa de tu juramento de Escudero. Porque era tu deber. Cuando leíste ese libro de historia en el que hablaban de Valerio, ¿te preguntaste hasta qué punto disfrutó o, por el contrario, si lo hizo porque era su obligación?
Otto ladeó la cabeza sin dejar de mirarla.
—¿Nadie te ha dicho que deberías ser abogada?
—Solo Bill cada vez que discutimos. Además, me gusta demasiado matar chupasangres como para convertirme en uno de ellos. —Alzó la mano y se la tendió—. Tabitha Devereaux. Encantada de conocerte.
La confusión del escudero era tal que la sensación pareció envolverla. El hombre titubeó un instante antes de aceptar la mano y estrechársela.
—No te preocupes, Otto —le dijo con una sonrisa—. Me ocurre como al café: hay que probarlo varias veces para saber apreciar su sabor. La mayoría de mis amigos ha tardado años en soportarme. Soy como el moho, me apodero de la gente muy despacio.
—Que conste que lo has dicho tú, no yo.
Le dio unas palmaditas en el brazo.
—Hazme el favor de ser amable con el conde Penécula. Creo que esconde muchas más cosas de las que vemos.
—Pues eres la única que piensa así.
—Bueno, los inadaptados debemos apoyarnos. Al menos así no vamos por la vida solos.
Otto frunció el ceño. Saltaba a la vista que estaba confuso, pero antes de que pudiera hablar, sonó su móvil.
Se alejó de él para darle intimidad y echó a andar hacia el vestíbulo mientras observaba boquiabierta los impresionantes mosaicos del suelo.
Ya estaba junto a la puerta cuando vio a Valerio en el último peldaño de la escalinata. A primera vista podría haber pasado por una de las estatuas que lo flanqueaban; pero, al contrario que estas, él era de carne y hueso.
Valerio la observó mientras analizaba lo que acababa de decir. Hasta donde él sabía, nadie lo había defendido jamás.
Nadie, ni una sola vez en sus dos mil años de vida y muerte.
Y de haberlo hecho alguien, dudaba mucho que hubiera sido tan elocuente.
Tabitha estaba envuelta en la penumbra que reinaba junto a la puerta. Su larga melena cobriza enmarcaba un rostro de expresión abierta y sincera. El rostro de una mujer que no tenía miedo de enfrentarse a nada ni a nadie. Nunca había conocido a nadie tan valiente.
—Gracias —le dijo en voz baja.
—¿Lo has escuchado?
Asintió brevemente con la cabeza.
—¿Cuánto has escuchado?
—Mucho.
Su respuesta pareció incomodarla.
—Podrías haber dicho que estabas aquí. No es de buena educación escuchar a escondidas.
—Lo sé.
Tabitha se acercó hasta colocarse frente a él.
Valerio bajó el peldaño mientras lo asaltaba el irresistible deseo de encerrarla entre sus brazos y besarla, pero no podía hacerlo.
Era humana y él no. La última vez que se dignó a compadecerse de una mujer que no estaba destinada a ser suya, le ocasionó un sufrimiento que ninguna mujer debería conocer jamás. Y él acabó muerto.
Sin embargo, eso no impedía que su cuerpo la deseara con todas sus fuerzas. Que su corazón sintiera una extraña punzada porque lo hubiera defendido.
Sin ser consciente de lo que hacía, alzó una mano y le acarició la mejilla desfigurada.
Llevaba tanto tiempo solo… aislado… rechazado.
Y esa mujer…
Llenaba una especie de vacío interior que a esas alturas ya había olvidado que existía siquiera.
Tabitha notó que se le aceleraba el pulso al contacto del cálido roce de la mano de Val, de la ternura que asomaba a sus ojos oscuros y de la gratitud que presentía en él. No. Lo que pensaba Otto de él no era cierto.
No era frío ni insensible. No era cruel ni depravado. Si lo fuera, ella lo sabría. Lo sentiría.
Y no había nada de eso en él. Solo sentía su soledad y su dolor.
Le cubrió la mano con la suya y lo miró con una sonrisa.
Para su sorpresa, él se la devolvió. Era la primera vez que lo veía esbozar una verdadera sonrisa. El gesto, que suavizaba sus rasgos, la desarmó por completo.
Él inclinó la cabeza hacia ella.
Tabitha separó los labios, deseando saborearlo.
—Oye, Valerio.
Mientras ella se mordía la lengua para no soltar un taco por el don de la oportunidad de Otto, Valerio enderezó la cabeza.
Se apartó de ella dos segundos antes de que el escudero apareciera en el vestíbulo.
—¿Qué?
—Pasaré la noche fuera. He quedado con Tad y con Kyr. Ya sabes, los del sitio web. Si necesitas algo, llámame al móvil. —Su mirada se desvió hacia ella, que percibió el desdén que sentía.
—Buenas noches, Otto —le dijo con una sonrisa—. No dejes que Tad te meta en problemas.
—¿También conoces a Tad?
—Cariño, conozco a todo el mundo en la ciudad.
—Genial —musitó el escudero mientras echaba a andar hacia la puerta.
En cuanto la cerró, Valerio pasó por su lado con la intención de alejarse. Movida por un impulso que no atinaba a comprender, le cogió la cara con las manos.
Sorprendido, Val abrió la boca. Y ella, incapaz de resistir la tentación, se puso de puntillas y lo besó.