Valerio se despertó al oír que alguien estaba canturreando.
¿Canturreando?
Abrió los ojos, esperando encontrarse en su cama y en su casa. En cambio, descubrió que estaba en una cama con dosel de madera tallada y cortinas de terciopelo color borgoña.
La voz que escuchaba procedía de su izquierda. Volvió la cabeza y se quedó pasmado por lo que vio.
Era…
En fin, en un primer momento le pareció una mujer altísima. Rubia y de pelo largo, llevaba un jersey de lana rosa de manga corta y unos chinos. El único problema era que la «mujer» tenía unos hombros tan anchos como los suyos y la nuez muy pronunciada.
Estaba sentada en una mecedora, hojeando el número de otoño de Vogue y vio que llevaba las uñas pintadas con un brillante esmalte de color rojo sangre. Unas uñas que bien podrían ser garras. Alzó la mirada de la revista y dejó de canturrear.
—¡Vaya! ¡Estás despierto! —exclamó entusiasmada, al tiempo que se ponía en pie y rodeaba la cama. Cogió con torpeza lo que parecía ser un walkie-talkie de la mesita de noche y pulsó el botón con mucho cuidado para no romperse una uña—. Tabby, don Sexy está despierto.
—Vale, Marla, gracias.
Aunque le sonaba vagamente esa voz, cuando intentó recordar de dónde, no pudo identificarla.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
En el infierno parecía la respuesta más apropiada. Sin embargo, tanto su dolorido cuerpo como la habitación en penumbra, con un mobiliario que era una curiosa mezcla de antigüedades y piezas modernas, le indicaban que ni siquiera el infierno podía ser ni tan malo ni tan hortera.
—No te muevas, encanto —le dijo la desconocida, que seguía gesticulando y revoloteando alrededor de la cama—. Tabby no tardará en llegar. Me dijo que no te dejara ir a ninguna parte. Así que no lo hagas.
Antes de que pudiera preguntar quién era la tal Tabby, otra mujer entró en tromba en la habitación.
También era alta, pero, a diferencia de la primera, era delgada, casi escuálida, aunque tenía un cuerpo fibroso, como si hiciera pesas. Llevaba el pelo cobrizo recogido en una larga coleta y tenía el pómulo izquierdo desfigurado por una horrible cicatriz.
Valerio se quedó petrificado al ver a la guerrera de la noche anterior. Los recuerdos acudieron en tropel a su mente, incluido el momento en el que ella lo apuñalaba en el pecho… Detalle que recordó porque llevaba un enorme cuchillo de carnicero en la mano derecha.
—¡Tú! —gritó en tono acusatorio, y se alejó hacia el otro extremo de la cama.
La mujer dio un respingo antes de volverse hacia la tal Marla y empujarla en dirección a la puerta.
—Gracias, Marla. Te agradezco mucho que le hayas echado un ojo.
—Cuando quieras, corazón. Si necesitas cualquier cosa, solo tienes que decírmelo.
—Lo haré. —La empujó suavemente para que saliera y cerró la puerta en cuanto lo hizo—. Hola —le dijo a él.
Valerio miró el cuchillo que llevaba en la mano y acto seguido desvió la vista hasta la herida de su pecho, que ya estaba sanando.
—¿Qué, has venido para rematarme?
Ella frunció el ceño.
—¿Qué…? —preguntó a su vez mientras desviaba la mirada hacia el cuchillo que sostenía—. ¡Ah, esto! No. Lo de anoche fue un accidente, de verdad.
Tabitha dejó el cuchillo sobre el tocador y se volvió para mirar a Valerio. Tenía que admitir que estaba guapísimo acostado en su cama. Sus rasgos parecían esculpidos por un maestro. Y ese cuerpo…
Ningún hombre debería estar tan bueno.
Por eso había pasado la noche en el despacho de la planta baja y por eso, cuando amaneció, le pidió a Marla que lo vigilara.
Dormido era una tentación casi irresistible. Parecía relajado y muy dulce.
Incitante.
Despierto parecía peligroso.
E igualmente incitante.
Tenía que reconocer que el gusto de Artemisa en lo que a los hombres se refería era exquisito; además, por lo que sabía y según le había contado Amanda, no existía ningún Cazador Oscuro feo.
Claro que no podía culpar a Artemisa por ello. Si hubiera que elegir hombres para crear un ejército personal, ¿qué mujer no escogería a los más altos y guapos?
Eso también explicaba por qué Aquerón era su líder…
Sí, ser una diosa tenía sus ventajas. Debía de ser increíble controlar toda esa deliciosa testosterona.
Y Valerio era un espécimen de Cazador Oscuro de primera categoría, sentado en su cama con un brazo divinamente formado doblado sobre el colchón y el resto de su cuerpo casi desnudo ante sus ojos. Parecía un animal salvaje dispuesto a atacar.
Pero estaba confuso. Sus emociones se lo decían. También estaba enfadado, aunque no tenía muy claro por qué.
—Aquí estás a salvo —le aseguró, acercándose a la cama—. Sé qué eres y me he asegurado de que todas las ventanas estén cubiertas.
—¿Quién eres? —preguntó él con cierto recelo en la voz.
—Tabitha Devereaux —contestó.
—¿Eres escudera?
—No.
—Entonces ¿cómo sabes…?
—Soy amiga de Aquerón.
La respuesta lo enfureció.
—¡Estás mintiendo! —Se puso de pie al punto y maldijo cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnudo.
Tabitha se mordió el labio para contener el gemido que estuvo a punto de soltar al contemplar ese suculento despliegue de piel desnuda. Tenía que reconocerlo, los Cazadores Oscuros estaban para mojar pan.
Valerio agarró la sábana para cubrirse con ella.
—¿Dónde está mi ropa? —preguntó con la voz más arrogante que había oído en su vida.
No era de extrañar que Nick y los demás lo pasaran mal con él. Ese cuerpo masculino desprendía arrogancia y superioridad por todos sus poros. Era obvio que estaba acostumbrado a dar órdenes, cosa que tenía sentido, habida cuenta de su pasado como general romano.
Por desgracia, ella no estaba acostumbrada a seguir las órdenes de nadie, y mucho menos si procedían de un hombre.
—¿No te llega la camisa al cuerpo? —le preguntó, y se echó a reír por aquella broma tan mala—. Tu ropa está en la tintorería. La traerán en cuanto esté lista.
—¿Y mientras tanto?
—Te quedas desnudo.
Vio cómo se le tensaba la mandíbula como si no diera crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Cómo dices?
—Lo que has oído. Que te quedas desnudo. —Guardó silencio a causa de la pecaminosa imagen que se le pasó por la cabeza—. No me negarás que un hombre desnudo, guapo y en mi cama… es un sueño hecho realidad. Si te portas bien y haces lo que te diga, quizá consigas algunos beneficios… interesantes —le dijo, arqueando las cejas.
Vio cómo se tensaba el puño que sostenía la sábana alrededor de su cintura. Percibió que, aunque estaba ofendido, la situación le resultaba graciosa.
—En fin, eres romano. Podrías hacerte una toga con la sábana —sugirió, ladeando la cabeza.
Valerio sintió el apremiante impulso de resoplar. Si fuera un plebeyo, tal vez habría cedido a la tentación.
Esa era la mujer más extraña que había conocido en su vida.
—¿Cómo sabes que soy romano?
—Ya te lo he dicho, conozco a Ash y al resto de su tropa de merodeadores nocturnos. —Le lanzó una mirada traviesa—. Vamos, enróllate la sábana como si fuera una toga, hazlo por mí. Intenté hacerme una cuando estaba en la universidad, pero acabó en el suelo en mitad de la fiesta. Menos mal que mi compañera de habitación todavía estaba lo bastante sobria para recogerla y echármela por encima antes de que los chicos de la fraternidad se abalanzaran sobre mí.
Escuchó que un reloj de cuco daba la hora a su espalda. Se volvió para mirarlo y frunció el ceño cuando vio que el «pájaro» tenía una cresta roja al estilo mohawk.
Y un parche en el ojo.
—¿Verdad que es un puntazo? —le preguntó ella—. Lo compré en Suiza. Pasé un año estudiando allí.
—Fascinante —respondió él—. Y, ahora, si te largas…
—Oye, para el carro, amigo. Ni soy tu criada ni permitiré que uses ese tono conmigo, ¿capisci?
—Saeva scaeva —murmuró entre dientes.
—Saeve puer —replicó ella.
Valerio la miró boquiabierto.
—¿Acabas de insultarme en latín?
—Tú me has insultado primero. Aunque no creas que me ofende que me llamen «demonio deslenguado». En realidad, es casi un cumplido, pero no suelo quedarme callada cuando me insultan.
Estaba impresionado, aunque le pesara. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se topó con una mujer que supiera hablar su lengua materna. Desde luego que no le hacía ni pizca de gracia que lo hubiera llamado «niño maleducado», pero una mujer tan inteligente como para hablar latín ganaba puntos a sus ojos.
Además, llevaba una eternidad sin encontrarse con alguien que no lo tratara con desdén. Sus réplicas no eran hirientes. Al contrario, estaba discutiendo con él como si no se tomara las cosas a pecho.
Qué extraordinario…
Qué novedoso…
Y qué alarmante…
De repente, la sintonía de En los límites de la realidad resonó por toda la casa.
—¿Qué es eso? —le preguntó un tanto inquieto. Tal vez había entrado en los dominios de Rod Serling sin darse cuenta.
—El timbre. A lo mejor son los de la tintorería con tu ropa.
—¡Tabby! —gritó Marla desde el otro lado de la puerta del dormitorio—. Es Ben con tus cosas.
Ese comportamiento tan vulgar hizo que Valerio se crispara.
—¿Ese tío siempre grita de esta manera? —preguntó.
—Oye, no te pases —respondió ella—. Marla es una de mis mejores amigas y como se te ocurra insultarla o seguir refiriéndote a ella en masculino, te clavaré el cuchillo, y no precisamente en el pecho. —Sus ojos descendieron de forma muy elocuente hasta su entrepierna.
La amenaza hizo que la mirara con los ojos como platos. ¿Qué tipo de mujer decía algo así a un hombre?
Sin embargo, Tabitha salió del dormitorio antes de que pudiera replicarle.
Se quedó donde estaba, atónito y sin saber qué hacer. Ni qué pensar. Se acercó al tocador donde había dejado el cuchillo. A su lado vio su cartera, sus llaves y su móvil.
Cogió el teléfono y llamó a Aquerón, que contestó de inmediato.
—Necesito ayuda —le dijo por primera vez en dos mil años.
Aquerón soltó un gruñido por lo bajo.
—¿Ayuda con qué? —preguntó con marcado acento y voz somnolienta, como si acabara de despertar de un profundo sueño.
—Estoy en casa de una loca que dice conocerte. Tienes que sacarme de aquí ahora mismo. Cueste lo que cueste.
—Es mediodía, Valerio. Deberíamos estar durmiendo. —Hizo una pausa—. De todas formas, ¿dónde estás?
Echó un vistazo por la habitación. Había un sinfín de collares de cuentas del Mardi Gras colgados del espejo de tres cuerpos del antiguo tocador. En lugar de una alfombra persa había… una especie de callejero gigantesco, a todas luces ideado para que los niños jugaran. Había partes del dormitorio decoradas con un gusto impecable y otras que eran, simple y llanamente, espeluznantes.
Su mirada se detuvo un instante en lo que parecía ser un altar de vudú.
—No lo sé —contestó—. En el exterior hay mucho tráfico y una música infernal, y aquí dentro hay un reloj de cuco con una cresta mohawk, un travesti y una lunática armada con un cuchillo.
—¿Por qué estás en casa de Tabitha? —preguntó Aquerón.
La pregunta lo dejó pasmado. ¿Realmente la conocía?
Sabía que el atlante era un poco excéntrico, pero hasta ese momento lo había tenido por un hombre con sentido común que no se mezclaba con humanos de baja ralea.
—¿Cómo dices?
—Relájate —respondió Aquerón mientras bostezaba—, estás en buenas manos. Tabby no te hará daño.
—¡Me ha apuñalado!
—Joder —replicó el atlante—, le dije que no apuñalara a más Cazadores. Me revienta que haga eso.
—¿Que te revienta? ¡Soy yo quien tiene una herida infectada!
—¿En serio? —le preguntó Aquerón—. Nunca he visto a un Cazador Oscuro con una herida infectada. Al menos no que se vea.
El retorcido sentido del humor del atlante le hizo apretar los dientes.
—No tiene gracia.
—Sí, ya lo sé. Pero mira el lado bueno: eres el tercer Cazador Oscuro al que apuñala. A veces se emociona un poco y se deja llevar.
—¿Que se deja llevar? ¡Esa mujer es una amenaza!
—¡Qué va! Es una tía legal. A menos que seas un daimon, porque en ese caso ríete tú de Santippe…
Lo dudaba mucho. Hasta la griega más insufrible de la Antigüedad debía de ser más contenida que Tabitha.
La puerta se abrió y por ella apareció la susodicha con su ropa envuelta en una bolsa de plástico.
—¿Con quién hablas? —preguntó.
—Salúdala de mi parte —dijo Aquerón al punto.
En esa ocasión Valerio sí que resopló. No podía creer lo que estaba sucediendo. No podía creer que esos dos se conocieran tan bien.
Observó a Tabitha mientras ella colgaba su ropa en el pomo del armario.
—Saludos de parte de Aquerón.
Ella se acercó para colocarse frente a él, se inclinó hacia delante y alzó la voz con la intención de que Aquerón la escuchara.
—¡Hola, guapetón! ¿No tendrías que estar durmiendo?
—Debería, sí… —contestó el atlante.
—No lo llames «guapetón» —la reprendió Valerio con firmeza.
Tabitha resopló. Como si fuera un caballo.
—En fin, entiendo que tú no lo llames «guapetón» porque… no sé, quedaría un poco raro. Pero yo se lo digo siempre.
Sus palabras lo dejaron horrorizado.
¿Sería…?
—No, no es mi novia —respondió Aquerón como si pudiera leer sus pensamientos—. Eso lo dejo para algún pobre desgraciado.
—Tienes que ayudarme —insistió, aferrando con más fuerza la sábana al tiempo que se alejaba de Tabitha, aunque ella lo siguió por la habitación.
—De acuerdo. Presta atención, porque ahí va un consejo que puede serte de mucha utilidad. ¿Tienes por ahí tu carísimo abrigo de cachemira?
No atinaba a comprender de qué podía servirle el abrigo, pero a esas alturas estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.
—Sí.
—Pues no le quites el ojo de encima. Marla debe de tener tu talla y no me sorprendería que quisiera mangártelo si lo ve. Tiene una especie de obsesión fetichista con los abrigos y las chaquetas, sobre todo si son de hombre. La última vez que estuve ahí, se agenció mi chupa favorita.
Eso lo dejó boquiabierto.
—¿Cómo has acabado mezclándote con drag queens?
—Tengo muchos amigos interesantes, Valerio; algunos incluso son gilipollas integrales.
La respuesta lo crispó.
—¿Eso lo dices por mí?
—No. Pero me parece que estás un poco tenso y eso no te conviene. Si ya te has tranquilizado, me gustaría volver a dormir.
Y colgó.
Valerio se quedó plantado con el móvil en la mano y la impresión de que Aquerón acababa de dejarlo a la deriva en aguas infestadas de tiburones.
Y justo delante tenía uno, a punto de devorarlo.
Que Júpiter lo ayudara…
Tabitha recogió la almohada del suelo y la colocó de nuevo en la cama. Se detuvo al ver a Valerio de espaldas. Joder, ese tío tenía el mejor culo que había visto en su vida. Deberían estamparle «Calidad Suprema» con letras bien grandes. Le costó horrores no acercarse para magrearlo un poco, pero su postura rígida y tensa la frenó.
La postura y la infinidad de cicatrices que tenía en la espalda. Como si alguien lo hubiera golpeado sistemáticamente.
Pero ¿quién se habría atrevido a hacer algo así?
—¿Estás bien? —le preguntó al ver que se acercaba al tocador para dejar el móvil.
Vio que se pasaba la mano por el pelo mientras suspiraba.
—¿Cuánto queda hasta la puesta de sol?
—Unas cinco horas. —Sabía que seguía enfadado y confuso—. ¿Quieres volver a la cama y dormir?
Él la fulminó con una mirada amenazadora.
—Quiero irme a casa.
—Sí, bueno, te habría llevado a casa anoche si Otto hubiera cogido el teléfono.
—He prescindido del chucho un tiempo por mal comportamiento —replicó Valerio entre dientes. De repente, se puso pálido.
Percibió que se apoderaba de él un repentino temor, seguido de un dolor tan intenso que hasta ella dio un respingo.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Tengo que volver a casa de inmediato.
—Bueno, a menos que mantengas una relación especial con Apolo de la que yo no esté al tanto, tienes las mismas posibilidades de irte ahora que las que yo tengo de ganar la lotería, que serían mucho mayores si Ash me dijera alguna vez los putos números. Es un egoísta, nunca los comparte.
Tabitha sintió que una oleada de desesperación lo consumía. Se acercó a él de forma instintiva y le tocó el brazo con delicadeza.
—No te preocupes, de verdad. Te llevaré en cuanto oscurezca.
Valerio clavó la mirada en la mano que tenía sobre el bíceps. Ninguna mujer lo había tocado así desde hacía siglos. No había carga sexual en el gesto. Era reconfortante. La mano de alguien que le ofrecía consuelo.
Alzó la vista y se encontró con unos ojos azules de mirada abrasadora. De mirada penetrante, inteligente y, sobre todo, tierna. La ternura no era algo a lo que estuviera acostumbrado.
A la mayoría de la gente le bastaba una mirada para odiarlo con todas sus fuerzas. Durante su etapa como humano lo había atribuido a su origen patricio y a la fama de crueldad que se habían ganado a pulso los hombres de su familia.
Durante su etapa como Cazador Oscuro lo atribuía a su condición de romano y, puesto que Grecia y Roma habían pasado siglos luchando hasta que por fin los griegos se postraron de rodillas, era de esperar que estos lo odiaran. Por desgracia, tanto los griegos como las amazonas eran muy elocuentes a la hora de expresar sus opiniones y tardaron muy poco tiempo en poner al resto de los Cazadores Oscuros y a los Escuderos en contra de los pocos romanos que había entre sus filas.
A lo largo de los siglos se había convencido de que no necesitaba ningún compañero de armas e incluso obtenía una perversa satisfacción cada vez que les recordaba sus patricios orígenes romanos.
No había pasado ni un año de su renacimiento cuando aprendió a atacar antes de que lo atacaran.
Por fin adoptó la compostura y la gravedad que su padre había intentado inculcarle con el látigo durante su niñez.
Sin embargo, toda esa compostura desaparecía bajo la ternura de la reconfortante caricia de esa mujer.
Tabitha tragó saliva al percibir la corriente que pasaba entre ellos. Esa mirada oscura e intensa la atravesó y, por primera vez, no lo hizo con expresión acusadora ni crítica. Podría decirse que era casi tierna, y la ternura era algo inesperado en un hombre con la reputación de Valerio.
Le acarició la cicatriz del pómulo con los dedos. En sus ojos no hubo rastro del rechazo que provocaba en la mayoría de los hombres. Al contrario, la siguió con los dedos con delicadeza.
—¿Qué te pasó? —le preguntó.
Un accidente de tráfico, estuvo a punto de soltar. Había utilizado esa mentira durante tanto tiempo que ya casi le salía de forma mecánica. Francamente, era muchísimo más fácil pronunciar esa mentira que cargar con la verdad.
Sabía lo desfigurada que estaba su cara. Su familia no tenía ni idea de cuántas veces los había oído hablar de su cicatriz sin que ellos se enteraran. De cuántas veces había escuchado a Kirian decirle a Amanda que él pagaría la operación de cirugía estética.
El problema era que a Tabitha le aterraban los hospitales desde que su tía murió por las complicaciones de una simple tonsilectomía. Jamás se sometería a una operación por el simple hecho de no ser tan guapa como antes. Si el resto del mundo no soportaba mirarla, era problema suyo. A ella le daba exactamente igual.
—Fue un daimon —contestó en voz baja—. Me dijo que quería dejarme un recuerdo especial para que nunca lo olvidara.
Vio que sus palabras provocaban un tic en su mentón y percibió la ira que lo invadía.
—Y la verdad es que lo logró —siguió ella, tragándose el nudo que tenía en la garganta—. Pienso en él cada vez que me miro al espejo.
La mano de Valerio descendió hasta su cuello y se posó sobre la cicatriz que le había dejado el mordisco de uno de los daimons. Si Kirian no hubiera acudido al rescate, probablemente habría muerto aquella noche.
—Lo siento —susurró él.
Estaba segura de que no pronunciaba esa frase con frecuencia.
—No pasa nada. Todos tenemos cicatrices. Yo tengo la suerte de que casi todas las mías se ven a simple vista.
La sabiduría de esas palabras lo dejó pasmado. Nunca habría esperado semejante profundidad de pensamiento en una mujer como ella. Sintió el ligero apretón que le dio en la mano antes de que se la apartara del cuello y se alejara de él.
—¿Tienes hambre?
—Estoy famélico —contestó con sinceridad. Al igual que la mayoría de los Cazadores Oscuros, solía hacer tres comidas durante la noche. Una poco después del ocaso, otra sobre las diez o las once de la noche, y la tercera a eso de las tres o las cuatro de la madrugada. Como lo habían herido muy temprano, la noche anterior solo había comido una vez.
—Bien. Tengo la despensa bien provista. ¿Qué te apetece?
—Algo italiano.
Ella asintió con la cabeza.
—Suena bien. Baja cuando te hayas vestido, te estaré esperando. La cocina es la puerta de la izquierda. No abras la de la derecha, la que tiene una pegatina de «Peligro biológico». Es la que lleva a la tienda y entra el sol a raudales. —Hizo ademán de cerrar la puerta tras ella, pero se detuvo—. Por cierto, creo que sería mejor que guardaras el abrigo en mi armario hasta que te marches. Marla…
—Aquerón ya me ha advertido.
—¡Ah, estupendo! Hasta ahora.
Esperó hasta que se hubo marchado para comenzar a vestirse. Cuando colgó el abrigo en el armario, se llevó una sorpresa al descubrir que Tabitha era tan fanática del negro como él. La única prenda de color que había allí dentro era un deslumbrante vestido de satén rosa que resaltaba enormemente en el mar de oscuridad. Además de una minifalda escocesa roja.
Fue la minifalda lo que le llamó la atención, ya que de repente se le pasó por la cabeza una inesperada imagen de Tabitha ataviada con ella y se preguntó si tendría las piernas bonitas.
Siempre había tenido debilidad por un buen par de piernas de mujer, bien torneadas y suaves. Sobre todo si dichas piernas estaban alrededor de sus caderas…
Su cuerpo se endureció al instante con ese pensamiento. Sin embargo, dio un respingo al caer en la cuenta de que se estaba comportando como un pervertido allí de pie frente a su armario, fantaseando con ella.
Cerró la puerta y salió del dormitorio. El pasillo estaba pintado de un tono amarillo chillón que agredía sus sensibles ojos de Cazador Oscuro. En el otro extremo había una puerta abierta; comprobó que daba paso a un dormitorio muy pulcro y decorado con muy buen gusto. Sobre la cama, una pieza de anticuario, había un vestido plateado de lentejuelas y, a su lado, una recargada peluca morena en la cabeza de un maniquí.
—¡Vaya, hola, cariño! —lo saludó Marla mientras salía de lo que debía de ser un cuarto de baño. Tenía una toalla enrollada en la cabeza, que al parecer llevaba afeitada, y un albornoz rosa—. Tabby está en la planta baja.
—Gracias —replicó, inclinando la cabeza.
—¡Oooh, tienes modales! Menudo cambio para Tabby. Casi todos los hombres que trae a casa son matones sin clase. Salvo ese tal Ash Partenopaeo, que tiene unos modales exquisitos. Aunque es un poco raro. ¿Lo conoces?
—Sí, tengo cierta amistad con él.
Vio que Marla se estremecía.
—¡Oooh, me gusta tu forma de hablar, corazón! Qué pronunciación más exquisita. Será mejor que te vayas, no quiero entretenerte. Bien sabe Dios que si me dejas, te pondría la cabeza como un bombo con mi cháchara.
Se despidió de ella con una sonrisa al ver sus exagerados gestos para ahuyentarlo y cerró la puerta. Marla tenía cierto encanto, por extraño que pareciera.
Bajó una preciosa escalera de madera de cerezo hasta llegar a un pequeño distribuidor. Frunció el ceño al ver la pegatina de «Peligro biológico», que estaba justo donde Tabitha le había dicho. Giró a la izquierda y vio unas cristaleras a las que les iría muy bien una reparación. Tras ellas encontró un comedor con una mesa de madera de estilo rústico y unas cuantas sillas de respaldo alto bastante ajadas.
Las paredes estaban pintadas de un blanco reluciente y de ellas colgaban imágenes en blanco y negro de algunos de los edificios europeos más emblemáticos: la Torre Eiffel, Stonehenge y el Coliseo. Las ventanas estaban protegidas con unas contraventanas negras para impedir el paso de la luz del sol. Emplazado junto a la pared del otro extremo, había un aparador negro atestado de fotos y platos decorativos; en esa amalgama se incluían sendas fotos de Elvis y de Elvira la Vampira en pleno Mardi Gras. Dos antiguos candelabros de plata completaban la decoración en ambos extremos.
Aunque lo más sorprendente de todo era la fotografía que presidía el centro del aparador. En ella estaba Tabitha vestida de novia junto a un hombre cuyo rostro estaba oculto bajo la cabeza recortada de Russell Crowe.
Extendió el brazo para ver el rostro real del novio.
—Aquí estás —dijo Tabitha tras él.
Su voz lo detuvo.
—¿Estás casada? —le preguntó.
Ella frunció el ceño hasta que miró la foto.
—¡Madre mía, qué va! Esa es mi hermana Amanda el día de su boda. La niña de la foto que hay justo al lado es su hija, Marissa.
—¿Tienes una hermana gemela? —le preguntó después de estudiar la foto de la novia. No había diferencia entre ellas salvo por la cicatriz.
—Sí.
—¿Y por qué está casada con Russell Crowe?
Ella se echó a reír.
—¡Ah, eso! Es una forma de meterme con mi cuñado, un estúpido intransigente y estirado.
La miró con cierto recelo.
—Veo que no te cae muy bien.
—La verdad es que lo quiero con locura. Adora a mi hermana y a mi sobrina y, a su modo, es un trozo de pan. Pero, al igual que tú, es demasiado serio. Necesitáis soltaros el pelo y disfrutar un poco más. La vida es demasiado corta… Bueno, tal vez para ti no lo sea, pero sí lo es para nosotros, los mortales.
Aunque debería ser justo lo contrario, esa mujer le resultaba fascinante. Tenía unos gustos horteras y sus modales eran pésimos, pero también poseía un extraño sentido del humor y un encanto más extraño aún. Vio cómo dejaba sobre la mesa un pequeño recipiente del que sobresalía una cuchara y que contenía algo parecido a unos macarrones a la marinara.
—¿Qué es eso? —le preguntó, frunciendo el ceño.
—Raviolis —contestó ella.
La respuesta lo hizo enarcar una ceja.
—Eso no son raviolis.
Tabitha bajó la vista.
—Bueno, en fin. Son precocinados, pero mi sobrina llama ravioli a todo lo que se puede preparar en el microondas. —Le ofreció una silla para que se sentara—. Come.
Parecía horrorizado por lo que le estaba ofreciendo.
—¿Cómo dices? No pensarás que voy a comerme eso, ¿verdad?
—Pues sí. Dijiste que querías algo italiano. Esto es italiano. —Cogió el recipiente y señaló la etiqueta—. ¿Ves? Son recetas del Chef Boyardee. Solo cocina con lo mejor de lo mejor.
Valerio no se había sentido tan horrorizado en toda su vida. Esa mujer debía de estar de guasa.
—No como en recipientes de papel ni con cubiertos de plástico.
—Vaya con don Elegante y sus manías… Siento mucho ofenderte, pero aquí en el planeta Tierra los plebeyos solemos comer lo que tenemos a mano y cuando nos invitan a algo no arrugamos la nariz.
Tabitha cruzó los brazos por delante del pecho y siguió observándolo mientras él se ponía más tieso que un palo. Si las miradas matasen, el recipiente para el microondas estaría hecho añicos a esas alturas.
—Me retiraré hasta que anochezca —dijo Valerio, que inclinó la cabeza con gesto imperioso a modo de despedida y se marchó en dirección a la escalera.
Su reacción la dejó boquiabierta. Estaba realmente ofendido y herido. Aunque eso último no acababa de entenderlo. La ofendida debería ser ella. Cogió el recipiente con la pasta y, tras un suspiro, la probó de camino a la cocina.
Valerio cerró la puerta del dormitorio con suavidad, aunque lo que en realidad deseaba era dar un portazo con todas sus fuerzas. Claro que los patricios no daban portazos… Eso lo hacían los plebeyos. Los patricios mantenían un rígido control sobre sus emociones.
Y no se sentían ofendidos por los insultos de las mujeres sin educación y sin modales.
Había sido una estupidez creer por un momento que ella…
—No necesito caerle bien a nadie —refunfuñó. Jamás le había importado a nadie. ¿Por qué iban a cambiar las cosas a esas alturas de la vida?
Sin embargo, no podía acallar esa parte de sí mismo que ansiaba que alguien le demostrara un poco de ternura, que ansiaba que alguien le dijera a otro: «Saluda a Valerio de mi parte». Aunque solo fuera una vez…
—Eres idiota —masculló, hablando consigo mismo.
«Es mejor despertar temor que simpatía». Las palabras de su padre todavía resonaban en sus oídos. «La gente no duda en traicionar a alguien que le cae bien, pero nunca traicionará a alguien que le infunde temor.»
Era cierto. El miedo mantenía a la gente a raya. Y él lo sabía mejor que nadie.
Si sus hermanos le hubieran tenido un poco de miedo…
El doloroso recuerdo lo asaltó de repente y echó a andar hacia una silla colocada en un rincón. Estaba situada junto a una librería que contenía una asombrosa cantidad de libros. Frunció el ceño mientras ojeaba los títulos, que iban desde Los últimos días de Pompeya o La vida y la época de Alejandro Magno hasta la saga de Harry Dresden de Jim Butcher.
Tabitha era una mujer muy peculiar.
Hizo ademán de coger un libro sobre la Antigua Roma y fue entonces cuando se fijó en el cubo de basura que había junto a la silla. Era grande y con tapa, como los que se utilizaban en la cocina, pero lo que le llamó la atención fue la manga negra que asomaba por un lado. Cuando levantó la tapa, descubrió su jersey y su abrigo.
Su sorpresa aumentó al sacar las prendas. Estaban manchadas de sangre y desgarradas. Siguió con el dedo el corte que había dejado la espada del daimon en la parte posterior.
Pero entonces, lo que llevaba puesto…
Se puso en pie y se quitó el jersey de cuello vuelto. Era un Ralph Lauren, idéntico al que llevaba la noche anterior. Solo había una explicación posible.
Tabitha le había comprado ropa nueva.
Se acercó al armario y sacó el abrigo para examinarlo. Antes no se había dado cuenta de que el metal de los botones era de un tono distinto. Salvo por ese detalle, era una réplica idéntica del suyo.
No daba crédito a lo que veía. Solo el abrigo le había costado mil quinientos dólares. ¿Por qué habría hecho ella algo así?
Ansioso por conocer la respuesta, regresó a la planta baja y la encontró cocinando.
Se detuvo un instante en la puerta. Tabitha estaba de perfil. De esa forma, sin verle la horrible la cicatriz del pómulo izquierdo, era una mujer muy hermosa.
Llevaba unos vaqueros negros desgastados y de cintura baja que se ceñían a unas piernas largas y a un culo prieto. La rebeca negra abotonada hasta el cuello que completaba el conjunto dejaba a la vista una buena parte de piel bronceada, incluido el ombligo, donde llevaba un piercing si no le fallaba la vista.
Todavía llevaba el pelo recogido y parecía muy tranquila, descalza delante de la cocina. Un anillo de plata brillaba en uno de los dedos de su pie derecho. Había puesto la radio muy bajito, y se escuchaba «Salt in My Tears» de Martin Briley. Sus caderas se movían al compás de la música con una erótica cadencia que le resultaba mucho más excitante de lo que estaba dispuesto a admitir.
A decir verdad, tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no acercarse a ella, inclinar la cabeza y saborear esa deliciosa piel que lo estaba llamando a gritos.
Era una mujer apasionada que sin duda sabría cómo complacerlo en la cama.
Dio un paso hacia el interior de la cocina y ella reaccionó asestándole una patada… que acertó justo en su entrepierna. Soltó un taco mientras se doblaba a causa del dolor.
—¡Madre mía! —exclamó Tabitha al darse cuenta de que acababa de atacar a su invitado—. ¡Lo siento mucho! ¿Estás bien?
Valerio la fulminó con una mirada amenazadora.
—No —gruñó al tiempo que se apartaba de ella cojeando.
Lo ayudó a acercarse a la silla convertible en escalera.
—Lo siento muchísimo —repitió mientras él se sentaba sin apartar la mano de sus partes nobles—. Debería haberte dicho que no te acercaras a hurtadillas por detrás sin avisarme.
—No estaba acercándome a hurtadillas —protestó él con los dientes apretados—. Estaba andando con normalidad.
—Espera, voy a traerte hielo.
—No hace falta. Lo único que necesito es un minuto sin hablar para poder respirar.
—Tómate todo el tiempo que necesites —le dijo, alzando las manos a modo de rendición.
Valerio pareció reponerse poco a poco, aunque no antes de que el color de su rostro pasara por varias tonalidades de lo más interesantes.
—Gracias a Júpiter que no tenías un cuchillo en la mano —murmuró, tras lo cual dijo más alto—: ¿Tratas a patadas a todos los hombres que vienen a tu casa?
—¡Madre del amor hermoso! ¿Otra vez? —exclamó Marla, que acababa de entrar en la cocina—. Tabby, no entiendo cómo tienes vida amorosa con esa forma de tratar a los hombres.
—Cállate, Marla, no lo he hecho a propósito… esta vez.
Su amiga puso los ojos en blanco mientras sacaba dos latas de Coca-Cola Light del frigorífico. Le ofreció una a Valerio mientras decía:
—Ponte esto donde te duela, cariño. Te ayudará. Y da gracias de que no eres Phil. He oído que tuvieron que operarlo para extraerle los testículos después de que Tabby lo pillara poniéndole los cuernos. —Y dicho esto abrió la lata y se marchó hacia la escalera.
—Se lo merecía —gritó ella para que la oyera—. Tiene suerte de que no se los arrancara.
Valerio no tenía el menor interés por seguir esa conversación. Se puso en pie y dejó la Coca-Cola en la encimera.
—¿Por qué estás cocinando?
Ella se encogió de hombros.
—Como no querías nada precocinado, te estoy haciendo pasta.
—Pero dijiste que…
—Digo muchas cosas que no pienso de verdad.
Siguió observándola mientras apagaba el fuego y llevaba al fregadero la cacerola con el agua hirviendo y la pasta. En ese instante sonó una especie de timbre.
—¿Lo abres, por favor? —le pidió.
—¿El qué? —preguntó él a su vez.
—El microondas.
Echó un vistazo por la cocina. En toda su vida apenas había puesto el pie en una cocina, de modo que no sabía nada acerca de los electrodomésticos y los utensilios que se utilizaban para cocinar. Para eso estaban los criados.
El timbre sonó de nuevo.
Supuso que aquello debía de ser el microondas, de modo que se acercó y lo abrió. En el interior había un cuenco con salsa marinara. Cogió la manopla con forma de pez que descansaba delante del microondas y sacó el cuenco.
—¿Dónde lo pongo?
—En la cocina, por favor.
Cuando lo hizo, Tabitha se acercó con un cuenco lleno de pasta que procedió a cubrir con la salsa.
—¿Mejor? —le preguntó al tiempo que le ofrecía la comida.
Él asintió con la cabeza, pero luego cambió de opinión al ver el contenido del cuenco. Tuvo que parpadear varias veces para asimilar la forma de aquella pasta.
No. Estaba teniendo una alucinación.
¿Eso era un…?
Se quedó boquiabierto al comprender que estaba en lo cierto. Flotando en la salsa marinara había montones de diminutos penes de pasta.
—¡Venga ya! —exclamó Tabitha, irritada—. No me digas que un general romano tiene problemas con un plato de peneronis.
—No esperarás que me coma esto, ¿verdad? —preguntó, horrorizado.
Ella resopló.
—No me vengas con ese aire de superioridad a estas alturas de la película, colega. Da la casualidad de que sé muy bien cómo vivían los romanos. Cómo decoraban sus casas. En Roma había falos por todas partes, así que no pongas esa cara de susto por ver un cuenco de pasta con su forma. Ni que tuviera un carillón colgante con falos en mi casa para ahuyentar a los malos espíritus… pero apuesto lo que quieras a que tú sí lo tenías cuando eras humano.
Era cierto, pero de eso hacía ya siglos… Pensándolo bien, nunca había visto nada parecido a lo que tenía delante.
Ella le ofreció un tenedor.
—No es de plata, sino de acero inoxidable. Pero estoy segura de que te servirá.
Todavía seguía hipnotizado por la pasta.
—¿De dónde has sacado esto? —quiso saber.
—Los vendo en mi tienda y también vendo tetaronis.
—¿Tetaronis?
—No creo que tengas problemas para deducir de qué se trata.
No supo qué decirle. Nunca había probado la comida obscena. Además, ¿qué tipo de tienda vendía esos productos?
—La casa de los Vetti… —dijo ella con los brazos en jarras—. ¿Necesito añadir algo más?
No hacía falta, ya que conocía muy bien la casa pompeyana de la que estaba hablando, así como los indecentes frescos que decoraban sus paredes. Era innegable que su gente había sido bastante explícita en lo concerniente a la sexualidad, pero lo último que esperaba era toparse con algo así en los tiempos que corrían.
—Non sana est puella —dijo entre dientes, que traducido sería: «Esta chica está loca».
—Quin tu istanc orationem hinc veterem antque antiquam amoves, vervex? —replicó ella en latín. «¿Por qué no dejas de utilizar esa lengua tan arcaica, imbécil?»
Nunca se había sentido tan insultado en la vida… ni se lo había pasado tan bien a la vez.
—¿Cómo has llegado a dominar el latín de ese modo?
La vio sacar el pan del horno.
—Me licencié en Civilizaciones Antiguas y mi hermana Selena hizo el doctorado. Nos gustaba insultarnos en latín cuando estábamos en la universidad.
—¿Selena Laurens? ¿La lunática que lee las cartas del Tarot en un tenderete en Jackson Square?
Ella lo fulminó con la mirada.
—Da la casualidad de que esa colgada es mi queridísima hermana y como vuelvas a insultarla, acabarás cojeando… más que antes.
Valerio tuvo que morderse la lengua mientras echaba a andar hacia la mesa del comedor. Había coincidido con Selena varias veces a lo largo de los últimos tres años, y ninguno de esos encuentros había ido muy bien. La primera vez que Aquerón la mencionó, le entusiasmó la idea de poder hablar con alguien que conociera su cultura y su lengua maternas. Pero en cuanto el atlante los presentó, Selena le echó lo que fuera que estaba bebiendo a la cara y le lanzó todos los insultos aplicables a un ser humano, además de algunos de su propia cosecha, muy imaginativos por cierto.
No entendía por qué esa mujer lo odiaba hasta ese punto. Lo único que ella le dijo fue que era una lástima que no hubiera muerto aplastado y despedazado por una estampida de invasores bárbaros.
Y esa fue una de las muertes más benignas que le deseó…
Si supiera que su muerte fue mucho más humillante y dolorosa que cualquiera de las que ella le había deseado, sin duda alguna se pondría a dar saltos de alegría.
Cada vez que patrullaba por la plaza en busca de daimons, Selena le lanzaba una andanada de insultos, además de todos los objetos que tuviera a mano…
Seguro que vitorearía a su hermana cuando se enterara de que lo había apuñalado. Y después lamentaría que siguiera vivo en lugar de haber acabado muerto en alguna cuneta.
Tabitha se detuvo en el vano de la puerta y observó a Valerio mientras comía en silencio. Estaba sentado con la espalda muy recta y sus modales en la mesa eran impecables. Era la viva imagen de la calma y el saber estar.
Y la viva estampa de alguien muy incómodo de encontrarse en su casa. Y también un poco fuera de lugar.
—Toma —le dijo al tiempo que entraba en el comedor para llevarle el pan.
—Gracias —replicó él mientras lo cogía. Frunció el ceño como si estuviera buscando un plato donde colocarlo. Al final, dejó el pan sobre la mesa y siguió comiendo aquella original pasta.
Se hizo un extraño silencio en la estancia. Tabitha no sabía qué decirle; le parecía muy raro estar al lado de un hombre del que había oído hablar tanto.
En términos nada halagüeños.
Durante las reuniones familiares, su cuñado y el mejor amigo de este, Julian, se pasaban horas despotricando contra Valerio y su familia, y también se pasaban horas rabiando porque Artemisa lo hubiera trasladado a Nueva Orleans movida por el rencor, ya que no le había hecho ni pizca de gracia liberar a Kirian. Tal vez estuvieran en lo cierto. O tal vez la intención de la diosa fuera enfrentar a Kirian con su pasado para que lo superara y lo dejara atrás.
De cualquier forma, quien más parecía sufrir la decisión de Artemisa era Valerio, que se veía enfrentado constantemente al odio de Kirian y Julian.
Claro que a ella no le parecía tan malo.
Sí, era arrogante y estirado, pero…
Había algo más en él… Lo percibía.
Regresó a la cocina para llevarle algo de beber. Su primer impulso fue ofrecerle agua, pero ya había sido bastante cruel al hacerle los peneronis. Una reacción muy infantil de la que estaba arrepentida. Así que decidió saquear el botellero y eligió algo que sabía que él apreciaría.
Valerio alzó la mirada al darse cuenta de que Tabitha le ofrecía una copa de vino tinto. En un primer momento esperó encontrarse con el sabor áspero y agrio de un tinto barato, pero se quedó muy sorprendido al descubrir un vino con mucho cuerpo e intenso sabor.
—Gracias —le dijo.
—De nada.
Tabitha hizo ademán de apartarse, pero él le cogió una mano y la retuvo.
—¿Por qué me has comprado ropa?
—¿Cómo lo has…?
—Encontré la mía en el cubo de la basura.
Ella hizo una mueca, como si le molestara que la hubiera pillado.
—Joder, tendría que haberlo vaciado.
—¿Por qué querías ocultármelo?
—Porque pensé que no aceptarías la ropa nueva. Era lo menos que podía hacer después de haber colaborado en su destrozo.
La sonrisa de Valerio la desarmó.
—Gracias, Tabitha.
Era la primera vez que pronunciaba su nombre. Ese acento y esa voz tan grave le provocaron un escalofrío. Sin ser consciente de lo que hacía, le acarició una mejilla con la palma de la mano.
Aunque pensaba que él se apartaría, no lo hizo. Se limitó a mirarla con esos insondables ojos negros.
En ese momento fue muy consciente de lo guapo que era. Del sufrimiento que escondía en su interior y que tanto la conmovía. Y antes de pensarlo, inclinó la cabeza y se apoderó de sus labios.
El beso lo pilló totalmente desprevenido. Nunca había estado con una mujer que diera el primer paso y lo besara. Nunca. Sus labios se mostraron atrevidos y exigentes y las sensaciones lo abrasaron como un torrente de lava.
Le tomó la cara entre las manos y le devolvió el beso.
Tabitha gimió mientras disfrutaba del pecaminoso sabor de su general. Le rozó los colmillos con la lengua y sintió un escalofrío. Era un hombre peligroso. Letal.
Prohibido.
Y para una mujer que se enorgullecía de seguir sus propias reglas, esas cualidades aumentaban muchísimo su atractivo.
Le pasó una pierna por encima y se sentó a horcajadas sobre su regazo.
Él no protestó. Se limitó a apartar las manos de la cara para acariciarle la espalda mientras ella le quitaba el cordón de la coleta y soltaba esa abundante melena negra que parecía seda entre sus dedos.
El roce de su erección en la entrepierna avivó aún más su deseo.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con un hombre. Mucho tiempo desde que sintió un deseo tan intenso como para abalanzarse sobre uno. Pero deseaba a Valerio con todas sus fuerzas, aunque para ella fuese fruta prohibida.
Valerio sentía que todo le daba vueltas mientras los labios de Tabitha le recorrían el mentón, la barbilla y el cuello dejando un reguero de besos a su paso. La calidez de su aliento lo abrasaba. Hacía siglos que no estaba con una mujer que conocía su condición de Cazador Oscuro.
Con una mujer a la que no tenía que besar con mucho cuidado para que no descubriera sus colmillos.
Nunca había estado con una mujer tan fascinante. Con una que lo desafiaba de forma tan abierta. Tan salvaje. No había miedo en ella. No había inhibiciones.
Era impetuosa, apasionada e increíblemente femenina.
Tabitha sabía que no debería estar haciendo aquello. Los Cazadores Oscuros tenían prohibido relacionarse con las humanas. Tenían prohibido establecer vínculos emocionales salvo, quizá, con sus escuderos.
Podría acostarse con él una vez pero después tendría que dejarlo marchar.
Aunque lo más grave era que toda su familia odiaba a ese hombre y ella también debería odiarlo. Debería aborrecerlo. Pero no era así. Había algo en él que le resultaba irresistible.
Lo deseaba en contra del sentido común, en contra de la razón.
Lo que pasa es que tienes un calentón, Tabby, deja que se vaya, le dijo la voz de su conciencia.
Tal vez fuera así de sencillo. Habían pasado tres años desde que cortó con Eric y no había estado con ningún tío en todo ese tiempo. Ninguno le había llamado la atención como para tentarla hasta ese punto.
Bueno, menos Ash, pero a él no le tiraría los tejos ni loca.
Y ni siquiera él la ponía tan a cien como estaba en ese momento. Claro que Ash no cargaba con el sufrimiento interior que notaba en Valerio… O, si lo hacía, lo ocultaba mucho mejor cuando estaba cerca de ella.
Tenía la sensación de que de algún modo Valerio la necesitaba.
Justo cuando estaba a punto de bajarle la cremallera de los pantalones, sonó el teléfono.
Hizo caso omiso de él hasta que escuchó la voz de Marla por el walkie-talkie.
—Tabby, es Amanda. Dice que cojas el teléfono. Ahora.
Soltó un gruñido de frustración y después le dio a Valerio un beso rápido y apasionado antes de levantarse.
—Por favor, no digas nada mientras estoy al teléfono —le pidió.
Desde que Amanda se había casado con Kirian, sus poderes se habían agudizado enormemente, así que si escuchaba la voz de Valerio, sabría al instante de quién se trataba. No le cabía ninguna duda. Y eso era lo último que necesitaba en esos momentos.
Descolgó el teléfono de la cocina.
—Hola, Mandy, ¿qué pasa?
Se volvió para observar a Valerio mientras él recobraba la compostura. Vio que se echaba el pelo hacia atrás y lo recogía de nuevo con el cordoncillo negro que le había quitado. En cuanto cogió el tenedor para seguir comiendo, volvió a adoptar ese aire estirado tan suyo.
Su hermana estaba contándole algo sobre una pesadilla, pero ella siguió pendiente de Valerio hasta que oyó el término «daimon spati».
—Espera, ¿qué has dicho? —le preguntó a Amanda.
—Que he tenido una pesadilla en la que aparecías tú, Tabby. Acababas muy malherida en una pelea. Solo quería asegurarme de que estabas bien.
—Sí, estoy perfectamente.
—¿Seguro? Pareces un poco rara.
—Estaba trabajando y me has interrumpido.
—¡Vaya! —exclamó Amanda, tragándose la mentira, cosa que provocó a Tabitha un sentimiento de culpa instantáneo. No estaba acostumbrada a ocultarle nada a su hermana gemela—. Muy bien. Pues no te entretengo más. Pero prométeme que tendrás mucho cuidado. Tengo un mal presentimiento que no me deja tranquila.
Ella también lo tenía. Era algo indefinible y persistente.
—No te preocupes. Ash está en la ciudad y acaba de trasladar a una nueva Cazadora Oscura. No pasa nada.
—De acuerdo. Sé que te guardarás bien las espaldas. Pero, una cosa…
—¿Qué?
—Deja de mentirme. No me gusta nada.