—¡Me importa una mierda si me arrojan al agujero más apestoso que encuentren para toda la eternidad! Este es mi sitio y nadie va a echarme de aquí. ¡Nadie!
Tabitha Devereaux inspiró hondo y se mordió la lengua para no discutir mientras intentaba abrir las esposas con las que su hermana Selena se había encadenado a la verja de hierro forjado que rodeaba la famosa Jackson Square. Selena se había metido la llave en el sujetador y ella no tenía ganas de buscarla…
Estaba segura de que las detendrían por hacer algo así, incluso en Nueva Orleans.
Menos mal que a mediados de octubre y dada la hora que era (estaba anocheciendo) no había mucha gente en la calle, aunque estaban llamando la atención de los pocos transeúntes que pasaban por allí. Pero no le importaba. Estaba acostumbrada a que la gente la mirase y la tachara de excéntrica. Incluso de loca.
Se enorgullecía de ambas cosas. También se enorgullecía de estar disponible para los amigos y la familia en momentos de crisis. Y en ese preciso momento su hermana estaba desquiciada, más o menos como cuando Bill, su marido, sufrió un accidente de coche que estuvo a punto de costarle la vida.
Intentó forzar las esposas. Lo último que deseaba era que detuviesen a Selena…
Otra vez.
Su hermana intentó apartarla, pero como Tabitha se negó a moverse, le dio un mordisco.
Se apartó de un respingo mientras soltaba un grito y sacudía la mano en un intento por aliviar el dolor. Entretanto, Selena, que no parecía en absoluto arrepentida de lo que acababa de hacer, se repantingó en los escalones de piedra que conducían a la plaza. Llevaba unos vaqueros desgastados y un enorme jersey azul marino que saltaba a la vista que era de Bill. Sorprendentemente, la trenza con la que había recogido su larga melena rizada seguía intacta. Nadie reconocería a Madame Selene, apodo con el que la conocían los turistas, si no fuera por el enorme cartel que sujetaba con las manos y que rezaba: «Las personas con poderes psíquicos también tenemos derechos».
Selena llevaba luchando desde que habían aprobado la estúpida y disparatada ley que prohibía echar las cartas a los turistas en la plaza. Esa misma tarde la policía había tenido que sacarla a la fuerza del ayuntamiento por protestar, de modo que acabó en la plaza, encadenada no muy lejos del lugar donde montaba el tenderete para leer el futuro a los turistas.
Era una lástima que no viera su propio futuro con tanta claridad como Tabitha lo estaba viendo en esos momentos. Como no se soltara de la puñetera verja, iba a pasar la noche en la cárcel.
Sin embargo, no dejaba de agitar el cartel, presa de los nervios y de la ira. Era imposible hacerla entrar en razón. Claro que ya estaba acostumbrada. Los arrebatos emocionales, la terquedad y la locura eran el pan de cada día en su familia debido a la mezcla de sangre cajún y rumana.
—Vamos, Selena —rogó en un intento por calmarla—. Ya ha anochecido. No querrás servir de cebo a los daimons, ¿verdad?
—¡No me importa! —replicó antes de sorber por la nariz y hacer un puchero—. Los daimons no devorarán mi alma porque no me quedan ganas de vivir. Quiero que me devuelvan mi casa. Este es mi sitio y no pienso moverme de aquí. —Acompañó cada palabra de la última frase con un golpe del cartel sobre las piedras.
—De acuerdo. —Tabitha soltó un suspiro contrariado y se sentó junto a su hermana, lo bastante lejos como para que no volviera a darle un mordisco. No iba a dejar que se quedase allí sola. Y mucho menos en ese estado.
Si los daimons no la atacaban, lo haría algún ladrón.
De modo que allí se quedaron sentadas… y menudo cuadro formaban: ella, vestida de negro de los pies a la cabeza, con el pelo recogido con un pasador de plata; y Selena, agitando el cartel cada vez que pasaba alguien por la zona peatonal a fin de que firmara su petición para cambiar la ley.
—Hola, Tabby, ¿qué pasa?
Era una pregunta retórica. Saludó a Bradley Gambieri, uno de los guías que acompañaban a los turistas por las rutas vampíricas del Barrio Francés. Iba en dirección a la oficina de información turística con un montón de octavillas en la mano; ni siquiera se detuvo. Pero miró a Selena con el ceño fruncido, tras lo cual ella le soltó un epíteto muy imaginativo al ver que pasaba de largo sin firmar la petición.
Menos mal que ya las conocía y no se lo tendría en cuenta…
Ellas conocían a casi todas las personas que frecuentaban el Barrio Francés. Habían crecido allí y revoloteaban por la plaza desde la adolescencia.
Aunque las cosas habían cambiado con los años. Habían abierto y cerrado algunas tiendas. El Barrio Francés era mucho más seguro en ese momento de lo que lo había sido a finales de los ochenta y principios de los noventa. Sin embargo, había cosas que no cambiaban. La panadería, el Café Pontalba, el Café Du Monde y el Corner Café seguían en el mismo sitio. Los turistas aún se congregaban en Jackson Square para admirar la catedral y contemplar boquiabiertos a los extravagantes personajes que habitaban la zona… y los vampiros y los ladrones seguían pululando por las calles en busca de víctimas fáciles.
A Tabitha se le erizó el vello de la nuca.
De forma instintiva, movió la mano hacia el estilete de diez centímetros que llevaba oculto en la caña de la bota mientras observaba a los pocos transeúntes que se dejaban ver durante el mes de octubre.
Era una cazavampiros autodidacta desde hacía trece años. Y uno de los pocos seres humanos de Nueva Orleans que sabía qué ocurría de verdad cuando caía la noche en la ciudad. Sus enfrentamientos con los malditos le habían dejado cicatrices tanto externas como internas. Había consagrado su vida a asegurarse de que jamás hicieran daño a nadie mientras ella estuviera de guardia.
Era un juramento que se tomaba muy en serio; mataría a cualquiera si se veía obligada a hacerlo.
Sin embargo, cuando clavó los ojos en el hombre alto que apareció en esos momentos por la esquina del Presbiterio, se relajó. El recién llegado, que desprendía un extraño magnetismo erótico, llevaba una mochila negra colgada al hombro.
Habían pasado unos meses desde la última vez que estuvo en la ciudad. Y la verdad era que lo había echado de menos, mucho más de lo que debería.
En contra de su voluntad y de su sentido común, había dejado que Aquerón Partenopaeo se colara en su resguardado corazón. Pero, en fin… era muy difícil no adorar a Ash.
Era imposible no reparar en el modo tan sensual en el que caminaba; todas las mujeres que se hallaban en la plaza, salvo la histérica Selena, quedaron hipnotizadas por su presencia. Se detuvieron para verlo pasar como si las dirigiera una fuerza invisible. No había nadie tan sexy como él.
Lo rodeaba un aura salvaje y peligrosa; además, por su forma de andar, saltaba a la vista que tenía que ser increíble en la cama. Era algo que se sabía sin más y que provocaba en una mujer la misma sensación que una buena taza de chocolate caliente.
Con sus dos metros y cinco centímetros de estatura, Ash siempre destacaba entre la multitud. Al igual que Tabitha, iba vestido de negro.
Llevaba una camiseta de Godsmack bastante ancha por fuera de los pantalones, aunque de todas formas quedaba claro que tenía un cuerpo de infarto. Los pantalones de cuero, hechos a medida, se ceñían a un culo que pedía a gritos un buen magreo.
Pero ni se le ocurriría hacerlo. De un modo indefinible, Ash dejaba muy claro que debías dejar las manos quietecitas si querías seguir respirando.
Tabitha sonrió al fijarse en sus botas. Tenía debilidad por la ropa gótica alemana. Esa noche llevaba unas botas de motero negras con nueve hebillas en forma de murciélago.
Se había dejado el pelo suelto. Su larga melena negra enmarcaba a la perfección un rostro de increíble belleza, pero que al mismo tiempo resultaba muy masculino. Inmaculado. Había algo en él que revolucionaba al instante todas sus hormonas.
No obstante, y a pesar de su atractivo sexual, también lo rodeaba un aura peligrosa y letal que le impedía pensar en él como en algo más que un amigo.
Era su amigo desde que lo conoció en la boda de su hermana gemela Amanda tres años atrás. Desde entonces sus caminos se habían cruzado cada vez que pasaba por Nueva Orleans; él la ayudaba a hacer frente a los depredadores que pululaban por la ciudad.
Se había convertido en un miembro más de la familia, sobre todo porque solía quedarse en casa de su gemela y, de hecho, era el padrino de la hija de Amanda.
Ash se detuvo junto a ella y ladeó la cabeza. Como llevaba gafas de sol no supo si la miraba a ella o a Selena. Aunque era evidente que la situación le resultaba cómica.
—Hola, guapetón —lo saludó. Sonrió al darse cuenta de que la camiseta de Ash era un tributo a la canción de los Godsmack titulada «Vampiros». Muy apropiada, ya que Ash era un ser inmortal con colmillos y todo—. Bonita camiseta.
Él pasó por alto el cumplido mientras se quitaba la mochila del hombro y las gafas de sol, dejando al descubierto unos extraños y turbulentos ojos plateados que parecían brillar en la oscuridad.
—¿Cuánto tiempo lleva Selena esposada a la verja?
—Una media hora. Me pareció que debía quedarme con ella para evitar que se convirtiera en carne de daimon.
—Ojalá —refunfuñó la aludida. Alzó la voz y abrió los brazos en cruz—. ¡Aquí estoy, vampiros, venid y acabad con mi sufrimiento!
Semejante despliegue de histrionismo hizo que Ash y ella intercambiaran una mirada entre risueña e irritada.
Ash se sentó junto a Selena.
—Hola, Lanie —la saludó en voz baja mientras colocaba la mochila entre los pies.
—Vete, Ash, no pienso marcharme hasta que deroguen esa ley. Mi lugar está en esta plaza. Crecí aquí.
Ash le dio la razón con un gesto de la cabeza.
—¿Dónde está Bill?
—¡Es un traidor! —masculló Selena.
Tabitha respondió a la pregunta.
—Probablemente siga en el juzgado, poniéndose hielo en cierta parte del cuerpo después de que Selena le diera una patada y lo acusara de ser «el hombre que la coarta».
Las facciones de Ash se suavizaron como si la idea le hiciera gracia.
—Se lo merecía —se defendió Selena—. Me dijo que la ley es la ley y que tenía que acatarla. ¡Y una mierda! No pienso moverme de aquí hasta que la cambien.
—Pues entonces vamos a estar aquí un buen rato —replicó su hermana con sorna.
—Tú puedes hacer que deroguen la ley —dijo Selena volviéndose hacia Ash—, ¿verdad?
El aludido se recostó contra la verja sin contestar.
—No te acerques mucho, Ash —le advirtió Tabitha—, le ha dado por morder.
—Pues ya somos dos —replicó él con cierta sorna al tiempo que mostraba los colmillos—, pero no sé por qué me da en la nariz que mi mordisco puede resultar más doloroso.
—No tiene gracia —protestó Selena, enfadada.
—Vamos, Lanie —le dijo Ash, echándole un brazo por los hombros—, sabes que esto no cambiará nada. Tarde o temprano aparecerá un poli y…
—Y lo atacaré.
Ash la abrazó con más fuerza.
—No puedes atacar a los polis por hacer su trabajo.
—¡Sí puedo!
A pesar de los gritos de Selena, él siguió hablándole sin perder la paciencia.
—¿Es lo que realmente quieres hacer?
—No, quiero que me devuelvan mi tenderete —contestó con la voz rota por la pena.
Ver así a su hermana encogió el corazón a Tabitha.
—Mi tenderete no hacía daño a nadie. Este es mi sitio. ¡Llevo montándolo aquí desde 1986! No es justo que me obliguen a irme porque esos estúpidos artistas están celosos. Además, ¿quién quiere sus asquerosos cuadros del Barrio Francés? Son gilipollas. ¿Qué sería de Nueva Orleans sin sus médiums? Otra aburrida ciudad para turistas, ¡nada más!
Ash la acunó para consolarla.
—Los tiempos cambian, Selena. Yo lo sé muy bien, te lo aseguro, y a veces es mejor así. Por mucho que quieras detener el tiempo, seguirá su camino sin más.
Tabitha percibió la tristeza de su voz mientras consolaba a su hermana. Ash llevaba vivo más de once mil años. Recordaba Nueva Orleans desde que era apenas un pueblo. Es más, seguramente la recordaba desde antes de que existiera en ella ningún tipo de civilización.
Si alguien sabía de cambios, ese era Aquerón Partenopaeo.
Ash enjugó las lágrimas de Selena y le giró el rostro para que mirase el edificio que había al otro lado de la calle.
—¿Sabes que ese edificio está en venta? «Boutique del Tarot de Madame Selene». ¿Qué te parece?
—Sí, claro, como si pudiera pagarlo —rezongó—. ¿Sabes cuánto vale una propiedad aquí?
Ash se encogió de hombros.
—El dinero no es un problema para mí. Dilo y es tuyo.
Selena parpadeó varias veces como si no diera crédito a lo que estaba escuchando.
—¿De verdad?
Él asintió con la cabeza.
—Podrías poner un cartel aquí mismo para indicar a los turistas dónde está tu tienda, y allí leer su futuro a placer.
Consciente de que por fin, y gracias a Ash, se atisbaba una solución para la locura transitoria de su hermana, Tabitha se echó hacia delante para mirar a Selena a los ojos.
—Siempre has dicho que te gustaría tener un lugar donde no te mojes cuando llueve.
Selena carraspeó mientras sopesaba la idea.
—Sería agradable mirar la calle desde el interior.
—Sí —convino ella—. Ya no te congelarás en invierno ni te asarás en verano. Temperatura regulada todo el año. No tendrás que llevar tus cosas en un carrito y montar el tenderete todos los días. Incluso podrías tener uno de esos sillones de masaje de La-Z-Boy en la trastienda, por no hablar de todo tipo de barajas de tarot. Tia se pondría verde de envidia… ya sabes que está loca por montar una tienda más cerca de la plaza. Piénsatelo.
—¿Lo quieres? —preguntó Ash.
Selena asintió con la cabeza, entusiasmada.
Ash sacó el móvil y marcó un número.
—Hola, Bob —dijo tras una breve pausa—, soy Ash Partenopaeo. Hay un edificio en venta en Saint Anne Street con Jackson Square… Sí, ese mismo. Lo quiero. —Miró a Selena con una media sonrisa—. No, no necesito verlo. Pero quiero las llaves mañana por la mañana. —Se apartó el móvil de la boca—. ¿A qué hora puedes quedar con él mañana, Selena?
—¿A las diez?
Ash repitió la hora.
—Sí. La escritura irá a nombre de Selena Laurens. Yo me pasaré mañana por la tarde para arreglar el pago. Estupendo. Buenas noches. —Una vez que colgó, volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.
—Gracias —dijo Selena con una sonrisa.
—No hay de qué. —En cuanto se puso en pie, las esposas se soltaron tanto de la verja como de la muñeca de Selena.
¡Impresionante!, exclamó Tabitha para sus adentros. Los poderes de ese hombre daban miedo. Aunque no sabía si estaba más impresionada porque hubiera abierto las esposas sin despeinarse siquiera o porque se hubiera gastado un par de millones sin inmutarse.
Ash tendió la mano a Selena y la ayudó a ponerse en pie.
—Tú asegúrate de tener en la tienda muchas cosas brillantes para que Simi las compre cada vez que te hagamos una visita.
Tabitha se echó a reír por la mención del demonio de Ash… o lo que fuese, porque todavía no tenía claro si Simi era su novia. Esos dos tenían una relación muy rara.
Simi exigía y Ash complacía sin rechistar.
A menos que el demonio quisiera matar a alguien para comérselo. Esa era la única situación en la que había visto que Ash se mantenía firme frente al demonio, cuya existencia ocultaba a los ojos de casi todos sus Cazadores de la Oscuridad. Ella la conocía porque solía acompañarlos cuando iban al cine.
Por alguna razón, a Ash le encantaba el cine y durante los dos últimos años siempre habían ido juntos. Sus películas preferidas eran las de terror y las de acción. Sin embargo, Simi tenía un gusto exigente y poco usual, así que lo obligaba a ver películas «de chicas» que a él le solían aburrir.
—¿Dónde te has dejado a Simi esta noche? —le preguntó.
Ash se pasó una mano por el tatuaje con forma de dragón que lucía en su brazo.
—Está por aquí. Pero es demasiado temprano para ella. No le gusta salir al menos hasta las nueve. —Volvió a colgarse la mochila al hombro.
Selena se puso de puntillas y tiró de él para poder abrazarlo.
—Compraré toda la bisutería de Kirks Folly solo para Simi.
Ash sonrió y le dio unas palmaditas en la espalda.
—A partir de ahora, nada de esposas, ¿vale?
Selena se apartó.
—Bueno, Bill dejó caer que podía seguir protestando después en nuestro dormitorio, y estoy en deuda por la patada, así que…
Ash se echó a reír mientras Selena recogía las esposas del suelo.
—Y te preguntas por qué estoy majara… —dijo Tabitha mientras su hermana se metía las esposas en el bolsillo trasero del pantalón.
Ash se colocó de nuevo las gafas de sol, cubriendo así esos extraños y turbadores ojos plateados.
—Por lo menos es divertida.
—Y tú, demasiado generoso. —Pero eso era lo que más le gustaba de él. Ash siempre veía el lado bueno de las personas—. ¿Qué planes tienes para esta noche? —le preguntó mientras Selena doblaba el cartel que ella misma había escrito.
Antes de que pudiera responder, una enorme Harley negra apareció por Saint Anne Street. Cuando llegó al cruce con Royal Street, el motorista se detuvo y apagó el motor. Tabitha lo observó. Era un tipo alto, delgado y vestido de cuero negro de los pies a la cabeza; sostenía la moto entre los muslos sin esfuerzo aparente mientras se quitaba el casco.
Para su sorpresa, descubrió que era una chica negra y no un hombre. Dejó el casco sobre el depósito y se desabrochó la chupa. Era una belleza de piel mulata, delgada pero fuerte, y con un cutis perfecto. Llevaba el pelo peinado con multitud de trencitas recogidas en una coleta.
—Aquerón —dijo la recién llegada con acento caribeño—, ¿dónde puedo dejar mi moto?
Ash señaló hacia Decatur Street, la calle que tenía a la espalda.
—Hay un aparcamiento público al otro lado de Jackson Brewery. Déjala allí, yo te espero aquí.
La mujer miró a Tabitha antes de desviar la vista hacia Selena.
—Son amigas —le explicó Ash—. Tabitha Devereaux y Selena Laurens.
—¿Las cuñadas de Kirian?
Ash asintió con la cabeza.
—Soy Janice Smith —se presentó la mujer—. Encantada de conocer a unas amigas de los Hunter.
Supo al instante que era una referencia velada a los Cazadores Oscuros, los guerreros inmortales que, como Janice, Ash y anteriormente Kirian patrullaban la noche en busca de vampiros, demonios y dioses descontrolados.
Janice puso en marcha su moto y desapareció por la calle.
—¿Una nueva Cazadora? —preguntó Selena, adelantándose a Tabitha.
Ash asintió con la cabeza.
—Artemisa la trasladó desde los Cayos de Florida para ayudar a Valerio y a Jean-Luc. Esta es su primera noche, así que creí oportuno hacerle de guía.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Tabitha.
—No, tranquila. Pero intenta no volver a apuñalar a Jean-Luc si te lo encuentras de nuevo.
La referencia a su primer encuentro con el Cazador Oscuro que en otros tiempos había sido pirata le arrancó una carcajada. La noche era muy oscura y Jean-Luc la había agarrado por detrás en un callejón mientras ella acechaba a un grupo de daimons. Solo se había fijado en los colmillos y en su altura, de modo que lo había atacado.
El Cazador aún no la había perdonado.
—No puedo evitarlo. Todos los tíos con colmillos parecéis iguales en la oscuridad.
Ash sonrió.
—Sí, sé a qué te refieres. Las personas con alma también parecéis iguales en la oscuridad.
Tabitha meneó la cabeza, pero siguió riéndose. Cogió a su hermana por la cintura y echó a andar hacia Decatur, donde Selena había dejado su jeep, cruzado en mitad de la calle.
No le llevó mucho tiempo dejar a su hermana en casa, donde Bill parecía no estar seguro de si su esposa le daría otra patada o no. En cuanto se aseguró de que su hermana estaría bien… y Bill también, regresó al Barrio Francés para comenzar la ronda en busca de daimons.
Era una noche relativamente tranquila. Siguió su recorrido habitual: se detuvo primero en el Café Pontalba, donde recogió cuatro platos de frijoles con arroz y otras tantas Coca-Colas para después dirigirse a un callejón que daba a Royal Street, lugar en el que se congregaban muchos sin techo. Desde que se habían aprobado las leyes en contra de los vagabundos y los sin techo, estos no eran tan visibles. Habían pasado, al igual que los vampiros a los que perseguía, a esconderse entre las sombras, donde se les olvidaba.
Sin embargo, ella sabía dónde estaban y jamás se permitiría olvidar su existencia.
Dejó la comida en un bidón oxidado y se volvió para marcharse.
En cuanto llegó al final del callejón, oyó que varias personas se apresuraban a coger la comida.
—Esto… si queréis un trabajo…
Sin embargo, desaparecieron antes de que pudiera terminar la frase.
Suspiró y enfiló Royal Street. No podía salvar el mundo, lo sabía, pero al menos podía asegurarse de que algunas personas que pasaban hambre tuvieran comida.
Deambuló por las calles desiertas mientras miraba los escaparates de las joyerías.
—Hola, Tabby, ¿has matado algún vampiro últimamente?
Cuando alzó la vista, vio que Richard Crenshaw caminaba hacia ella. Era uno de los camareros del Mike Anderson’s Seafood, emplazado a escasa distancia de su tienda, y tenía la mala costumbre de pasarse por allí cuando salía de trabajar para ligar con las strippers que le encargaban trajes a medida.
También tenía la mala costumbre de burlarse de ella, como estaba haciendo en esos momentos. Le daba igual. La mayoría de la gente lo hacía. De hecho, casi todo el mundo creía que estaba loca. Incluso su familia se había reído de ella durante años… hasta que su hermana gemela se casó con un Cazador Oscuro y se enfrentó a un vampiro que estuvo a punto de acabar con su vida.
De repente su familia se dio cuenta de que sus historias sobre seres sobrenaturales no habían sido alucinaciones ni invenciones suyas.
—Sí —le respondió—, pulvericé a uno anoche.
Richard puso los ojos en blanco y se rió de ella mientras se alejaba.
—De nada, gilipollas —masculló ella. El daimon al que había matado rondaba por el callejón trasero del restaurante, donde Richard sacaba la basura antes de salir del trabajo. Si no lo hubiera matado, posiblemente Richard estaría muerto a estas horas.
Qué más daba… No quería que nadie le agradeciera lo que hacía y tampoco lo esperaba, la verdad.
Siguió andando por la calle con una sensación de extrema soledad. Ojalá pudiera vivir ajena a todo lo que merodeaba en la oscuridad.
El problema era que lo sabía. Lo sabía, y por ello tenía que elegir entre ayudar a la gente o darle la espalda. Jamás se le ocurriría dar la espalda a alguien que necesitase ayuda. Sus poderes eran demasiado angustiosos en determinadas ocasiones. Sentía el dolor de los demás con más intensidad que el propio.
Eso era lo que la había atraído de Ash en un principio. A lo largo de esos tres años, Ash le había enseñado algunos trucos para bloquear las emociones que le inspiraban los demás y concentrarse en las suyas. Había sido un regalo del cielo y la había ayudado más que ninguna otra persona a seguir cuerda. Aun así, esos trucos no la bloqueaban por completo.
En ocasiones, las emociones la superaban. Los sentimientos eran tan intensos que la desequilibraban y la instaban a desahogarse verbalmente para librarse de la presión a la que la sometían.
De modo que allí estaba, en otra solitaria noche por las calles de la ciudad mientras arriesgaba su vida por personas que se reían de ella.
Las patrullas eran mucho más divertidas cuando la acompañaban sus amigos.
Se obligó a no recordar a Trish y a Alex, que habían muerto en acto de servicio. Pero fue inútil. Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras se tocaba la protuberante cicatriz que Desiderio le había dejado en la mejilla. Un daimon psicópata de la peor calaña que había intentado matar a su hermana gemela y a su cuñado por todos los medios. Por suerte, Amanda y Kirian habían sobrevivido. Pero ojalá hubiera muerto ella en lugar de sus amigos. No era justo que hubieran pagado un precio tan alto cuando había sido ella quien los convenció para que la ayudaran.
¡Dios!, exclamó para sus adentros. ¿Por qué no había cerrado la boca y había dejado que vivieran sus vidas tranquilos y ajenos a la realidad?
Por ese motivo empezó a luchar sola. Jamás volvería a pedirle a nadie que arriesgara su vida para hacer lo mismo que ella.
El resto del mundo podía elegir.
Ella no.
Aminoró el paso al notar un conocido hormigueo en la espalda.
Daimons…
Estaban detrás de ella.
Se volvió, se arrodilló y fingió que se ataba los cordones de las botas, pero todos sus sentidos estaban pendientes de las seis sombras que se acercaban a ella…
Valerio se dio unos tirones en el guante de su mano derecha para colocárselo bien mientras caminaba por una calle casi desierta. Como de costumbre, iba impecablemente vestido con un abrigo negro y largo de cachemira, un jersey de cuello vuelto también negro y unos pantalones de pinzas del mismo color. A diferencia de la mayoría de los Cazadores Oscuros, él no era un bárbaro vestido de cuero. Era el epítome del refinamiento. De la buena educación. De la buena cuna. Su familia pertenecía a uno de los linajes patricios más antiguos y respetados de Roma. Como antiguo general romano cuyo padre había sido un respetado senador, habría seguido gustosamente los pasos de su progenitor si las Parcas, o las Moiras como las llamaban los griegos, no hubieran intervenido.
Sin embargo, eso pertenecía a un pasado que se negaba a recordar. Agripina era la única excepción a esa regla. Era lo único que recordaba de su vida como mortal.
Era lo único que merecía la pena recordar de su vida como mortal.
Hizo una mueca y se concentró en otras cosas mucho menos dolorosas. El frío presagiaba la llegada del invierno. Claro que no se podía decir que en Nueva Orleans hubiera invierno, sobre todo si lo comparaba con los que había pasado en Washington D.C.
Sin embargo, conforme pasaban los años, su cuerpo se aclimataba a la temperatura de Nueva Orleans y el airecillo que corría esa noche le resultaba ligeramente frío.
Se detuvo cuando sus sentidos de Cazador Oscuro detectaron la presencia de un daimon. Ladeó la cabeza y aguzó el oído, que era más fino de lo habitual.
Escuchó unas carcajadas masculinas. Y después oyó algo rarísimo…
—Reíros, gilipollas. Pero quien ríe el último, ríe mejor, y yo me partiré el culo esta noche.
Se desató una pelea.
Valerio dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
Se internó en la oscuridad hasta dar con una puerta entreabierta que conducía a un patio.
Allí dentro había seis daimons que luchaban contra una humana.
La macabra belleza de la lucha lo hechizó. Uno de los daimons se abalanzó sobre la mujer por la espalda. Esta lo lanzó por encima de su hombro con un elegante movimiento antes de clavarle una larga daga de hoja negra en el pecho. El daimon se desintegró en una nube de polvo dorado.
Acto seguido, se volvió para enfrentarse a otro daimon. Se pasaba la daga de una mano a otra con una pericia que detonaba su experiencia en defenderse de los no-muertos.
Dos daimons se abalanzaron sobre ella. Consiguió esquivarlos, pero un tercero anticipó su movimiento y la agarró.
Sin apenas pestañear, la mujer se llevó las piernas al pecho, obligando al daimon a soportar todo su peso y haciendo que acabara postrado de rodillas. Sin pérdida de tiempo, ella se puso en pie y se giró para apuñalar al daimon por la espalda.
No quedó ni rastro de él.
Por regla general, el resto de los daimons habría huido. Pero los cuatro que quedaban no lo hicieron. En cambio, hablaron entre ellos en un idioma que hacía mucho que no escuchaba: griego antiguo.
—Esta niñata no es tan pánfila como para tragarse eso, gilipollas —replicó la mujer en un griego perfecto.
Valerio estaba tan sorprendido que ni siquiera podía moverse. No había visto nada semejante en dos mil años. Ni siquiera las amazonas habían tenido una guerrera como la que se enfrentaba a aquellos daimons en esos momentos.
De repente, se vio un fogonazo detrás de la mujer. Una luz muy brillante que lanzaba turbulentos destellos. En el patio penetró una ráfaga de aire helado un momento antes de que aparecieran seis daimons más.
Aquella aparición, mucho más extraña que la presencia de la guerrera, lo dejó petrificado.
Tabitha se volvió muy despacio para enfrentarse a los recién llegados.
Me cago en la puta, pensó. Solo había visto algo como aquello en otra ocasión.
Los recién llegados la miraron y se echaron a reír.
—Me das pena, humana.
—Y más que te va a dar —replicó ella, lanzándole la daga al pecho.
El daimon movió la mano y repelió el ataque antes de que la hoja lo rozara siquiera. Después estiró el brazo hacia ella. Algo invisible pero muy doloroso le golpeó el pecho y la arrojó de espaldas al suelo, donde se quedó aturdida y asustada.
A su cabeza acudieron los espantosos recuerdos de la noche que murieron sus amigos. Los espantosos recuerdos de la lucha con los spati, que los habían vencido sin despeinarse siquiera…
No, no, no.
Estaban muertos. Kirian los había matado a todos.
El pánico que se había apoderado de ella aumentó mientras intentaba ponerse en pie.
Estaba mareada y no veía bien.
Valerio ya estaba corriendo por el callejón cuando vio caer a la mujer.
El daimon más alto, que era más o menos de su estatura, se echó a reír.
—Muy amable por parte de Aquerón mandarnos un juguete.
—Los juguetes son para los niños y los perros —replicó, sacándose las dos espadas retráctiles del abrigo y extendiendo las hojas—. Ahora que sé en qué categoría meteros, os enseñaré lo que hacíamos los romanos con los perros rabiosos.
Uno de los daimons sonrió.
—¿Los romanos? Según mi padre, morían chillando como cerdos. —Y tras eso, lo atacó.
Valerio se apartó de un salto y lo atacó con la espada. El daimon sacó una espada de la nada y detuvo el golpe con la habilidad de un hombre que llevaba años practicando.
Los otros daimons lo atacaron a la vez.
Valerio dejó caer sus espadas y extendió los brazos, accionando de ese modo los mecanismos que llevaba sujetos a las muñecas. Unas puntas de flecha se clavaron en el pecho del daimon más alto y en el del que acababa de hacer aparecer la espada.
A diferencia de la mayoría de los daimons, no se desintegraron al instante. Lo miraron con los ojos como platos antes de estallar.
Sin embargo, otro daimon aprovechó su distracción para coger una de las espadas y atacarlo por la espalda. Siseó de dolor antes de volverse y darle un codazo en la cara.
La mujer, que ya se había puesto en pie, mató a otros dos daimons mientras él se encargaba del que lo había herido.
Valerio no sabía qué había pasado con los demás y la verdad era que le costaba trabajo moverse por el espantoso dolor de la espalda.
—¡Muere, maldito daimon! —dijo ella un segundo antes de apuñalarlo en el pecho.
Volvió a sacar la daga al instante.
El insoportable dolor hizo que Valerio siseara y se tambaleara hacia atrás. Se llevó las manos al pecho, incapaz de pensar.
Tabitha se mordió el labio, aterrada al ver que el hombre retrocedía pero no se desintegraba.
—Mierda —murmuró al tiempo que corría hacia él—. Por favor, dime que eres un Cazador Oscuro herido y que no acabo de cargarme a un contable o a un abogado.
El hombre cayó de bruces al suelo.
Tabitha lo hizo rodar hasta que quedó de espaldas y comprobó su pulso. Tenía los ojos entrecerrados, pero no hablaba. Apretaba los dientes con fuerza mientras gemía.
Todavía no sabía a quién había apuñalado por error y eso la aterraba. Con el corazón desbocado, le subió el jersey negro para ver la grave herida que le había provocado en el pecho.
Y entonces vio lo que había esperado ver…
Tenía la marca del arco y la flecha sobre la cadera derecha.
—Gracias a Dios… —susurró, aliviada. Era un Cazador Oscuro y no un desafortunado mortal.
Cogió el móvil y llamó a Aquerón para decirle que uno de sus hombres estaba herido, pero no contestó.
De modo que hizo ademán de llamar a su hermana Amanda, pero recobró el sentido común. Solo había cuatro Cazadores Oscuros en la ciudad: Ash, que los dirigía; Janice, a quien había conocido hacía poco; el que fuera capitán pirata, Jean-Luc, y…
Valerio Magno.
Era el único Cazador Oscuro de Nueva Orleans a quien no conocía en persona. Y era el enemigo jurado de su cuñado.
Cortó la llamada antes de terminar de hacerla. Kirian mataría a ese hombre sin pensárselo, con lo que se ganaría la ira de Artemisa. En respuesta, la diosa acabaría con él, y eso era lo último que quería. Amanda se moriría si le pasaba algo a su marido.
Pensándolo bien, si la mitad de lo que Kirian contaba de ese hombre y de su familia era cierto, debería dejarlo allí tirado y dejarlo morir.
El problema era que Ash jamás la perdonaría si le hacía eso a uno de sus hombres. Además, no podía dejarlo allí; ni siquiera ella era tan desalmada. Le gustase o no, le había salvado la vida y estaba obligada a devolverle el favor.
Hizo una mueca al darse cuenta de que tendría que llevarlo a un lugar seguro. Pero era demasiado corpulento para poder hacerlo sola. Marcó otro número y esperó a que le respondiera una voz con seductor acento cajún.
—Hola, Nick, soy Tabitha Devereaux. Estoy en el viejo patio de Royal Street con un herido y necesito ayuda. ¿Te apetece ser mi caballero de brillante armadura esta noche y echar una mano a esta damisela en apuros?
La risa de Nick Gautier resonó al otro lado de la línea.
—Chère, ya sabes que siempre estoy dispuesto. Estaré allí en un instante.
—Gracias —dijo antes de darle la dirección exacta y colgar.
Nick había nacido y crecido en Nueva Orleans como ella y lo conocía desde hacía años, ya que frecuentaban los mismos bares y restaurantes. Por no mencionar que había llevado a algunas de sus novias a comprar algunos de los modelitos más descarados que Tabitha vendía en su sex shop, La Caja de Pandora.
Nick, un sinvergüenza encantador, era uno de los hombres más guapos que había visto en su vida. Siempre llevaba el pelo castaño oscuro un poco largo, de modo que caía sobre sus ojos, tan azules y seductores que deberían ser declarados ilegales.
En cuanto a su sonrisa…
Ni siquiera ella era inmune.
Tres años atrás se había quedado de piedra al descubrir en la boda de su hermana que trabajaba para los no-muertos. Corrían un montón de rumores sobre las actividades de Nick. Todos los que vivían en el Barrio Francés sabían que estaba forrado y que no tenía un trabajo fijo. Cuando lo vio hacer de padrino en la boda de Kirian, se quedó boquiabierta.
Pero desde entonces habían forjado una extraña alianza como compañeros de borracheras y de correrías, ya que ambos vivían para hacer la vida imposible a los Cazadores Oscuros. Era muy agradable poder hablar con alguien que supiera que los vampiros existían y que entendía a la perfección los peligros a los que se enfrentaba cada noche.
Se sentó en la acera para esperarlo. Valerio seguía sin moverse. Ladeó la cabeza para estudiar al responsable de todos los males de Kirian, que decía que Valerio y su familia habían sido los mayores cabrones de toda Roma.
Habían matado y violado a cualquier cosa que se cruzara en su camino mientras asolaban la antigua Europa. No habría dado tanto crédito a los cuentos de Kirian de no ser porque otros Cazadores Oscuros se lo habían confirmado.
Por lo que sabía, Valerio no caía bien a nadie.
A nadie.
Pero allí en el suelo, respirando con dificultad, no parecía tan malvado.
Tal vez porque estaba prácticamente muerto.
En realidad estaba muerto, punto. Pero seguía respirando. La luz de la luna, que lo iluminaba de perfil, creaba algunas sombras sobre su rostro y dejaba a la vista los desgarrones de su ropa. Todavía sangraba, pero como Tabitha sabía que la pérdida de sangre no acabaría con él, se quedó donde estaba en lugar de intentar detener la hemorragia del pecho.
—¿Cómo moriste? —susurró. Kirian no lo sabía, y a pesar de todo lo que había leído sobre la Antigüedad, el nombre de Valerio apenas se mencionaba. A pesar de la brutalidad de la que Kirian lo acusaba, Valerio Magno no era más que una breve reseña en los libros de Historia.
—¿Tabby, estás ahí?
Suspiró aliviada al escuchar la voz de Nick. Menos mal que vivía a poco más de tres manzanas de allí y sabía darse prisa cuando hacía falta.
—Estoy aquí detrás.
Vestido con unos vaqueros desgastados y una camisa azul de manga corta, Nick se reunió con ella, pero soltó un taco cuando vio quién estaba tendido en el suelo.
—Estás de coña, ¿no? —masculló después de que le pidiera que la ayudase a levantar a Valerio—. No le mearía encima aunque estuviera ardiendo.
—¡Nick! —exclamó, sorprendida por el rencor que destilaba su voz. Por regla general, el cajún era uno de los tíos más enrollados del mundo—. Eso sobraba.
—Vale, lo que tú digas. Pero veo que no has llamado a Kirian para que te ayude. ¿Por qué? ¿Tal vez porque os mataría a los dos?
Se vio obligada a controlar su genio, ya que Nick se cabrearía todavía más si le decía que se estaba comportando como un crío.
—Vamos, Nick, no seas así. Yo tampoco quiero ayudarlo, pero Ash no contesta al teléfono y parece que nadie lo aprecia mucho.
—Evidentemente. Porque todo el mundo, menos tú, utiliza el cerebro. Deja que se pudra en la calle.
Se puso de pie y se enfrentó a Nick con los brazos en jarras.
—Perfecto. Pues explícale tú a Ash por qué uno de sus Cazadores ha acabado muerto. Y apáñatelas cuando se cabree. Yo me lavo las manos.
Nick la miró con los ojos entrecerrados.
—Eres un coñazo, Tabby. ¿Por qué no has llamado a Eric para que te ayude?
—Porque es incómodo pedirle un favor a un ex que está felizmente casado, ¿vale? No sé por qué se me ocurrió que mi buen amigo Nick no me daría la brasa, pero ya veo que me he equivocado.
Nick hizo una mueca exagerada al escucharla.
—Odio con todas mis fuerzas a este tío, Tabitha. Conozco a Kirian desde hace demasiado tiempo y le debo demasiado para ayudar al nieto del hombre que lo crucificó.
—Pero no somos responsables de lo que hagan nuestros familiares, ¿o sí?
Vio cómo Nick apretaba los dientes.
Su padre había sido un asesino convicto que murió en una revuelta en la cárcel. Era del dominio público que ese hombre era un reincidente que había estado entrando y saliendo de la cárcel por los peores delitos durante toda la infancia de Nick. Él mismo estaba a punto de seguir los pasos de su padre cuando Kirian apareció en escena y lo salvó.
—Eso es un golpe bajo, Tabby, bajísimo.
—Pero es verdad. Ahora, si no te importa, olvida que es un capullo y ayúdame a llevarlo a casa, ¿vale?
Nick gruñó antes de acercarse a ellos.
—¿Sabes dónde vive?
—No, ¿y tú?
—En algún lugar de Garden District. —Sacó el móvil y marcó un número. Pasado un minuto, soltó un taco—. Otto, contesta al teléfono. —Otro taco, colgó y la fulminó con la mirada—. Cuando el escudero de un Cazador no contesta el teléfono para salvarlo, es que la cosa no tiene remedio.
—Tal vez Otto esté ocupado.
—O tal vez tenga poderes psíquicos.
—Nick…
Nick guardó el móvil, se agachó, se echó a Valerio sobre el hombro y atravesó el patio en dirección a la calle donde había aparcado el Jaguar. Dejó caer al Cazador en el asiento del copiloto sin muchos miramientos.
—¡Cuidado con la cabeza! —masculló ella al ver que no evitaba que se diera un buen golpe contra el lateral del coche.
—Ni que fuera a matarlo… Además, ¿qué le ha pasado?
—Lo he apuñalado.
Nick parpadeó antes de echarse a reír.
—Sabía que me caías bien por algo. ¡Joder, estoy deseando contárselo a Kirian! Va a partirse el culo.
—Sí, en fin… Mientras tanto, será mejor que llevemos a Valerio a mi casa y que me des el número de Otto para volver a llamarlo.
—Pues tendrás que decirme cómo voy a llevarlo a tu casa cuando Bourbon Street se cierra al tráfico al anochecer.
Ella puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, pero me debes una bien gorda —refunfuñó Nick.
—Claro, lo que tú digas. Pero mueve el culo, escudero.
Nick renegó entre dientes antes de rodear el coche y subirse.
Como era un biplaza, ella tuvo que ir andando al lugar de encuentro, que no era otro que su tienda. Estaba caminando entre el gentío que abarrotaba Bourbon Street cuando sintió que algo malvado la rozaba psíquicamente.
Se volvió y escudriñó los alrededores, pero no vio nada.
Aun así, lo presentía.
—Algo malvado se acerca… —musitó, parafraseando el título de su libro preferido de Ray Bradbury.
Y algo en su interior le decía que era muchísimo más malévolo que cualquier otra cosa a la que se hubiera enfrentado hasta ese momento.