Didáctilos sonrió. Siempre le costaba mucho sonreír. No se trataba de que fuese un hombre sombrío, pero no podía ver las sonrisas de los demás. Sonreír requería varias docenas de movimientos musculares, y en el caso de Didáctilos la inversión no proporcionaba ningún beneficio.

Había hablado muchas veces delante de multitudes en Efebia, pero esas multitudes estaban compuestas invariablemente por otros filósofos, cuyos gritos de «¡Mira que eres idiota!». «¡Te lo vas inventando sobre la marcha!» y demás contribuciones al debate siempre ayudaban a que se sintiera en su ambiente. Eso era debido a que en realidad nadie prestaba atención. Sus oyentes sólo pensaban en lo que ellos iban a decir a continuación.

Pero aquella multitud le recordaba a Brutha. Su escuchar era como un enorme pozo que esperaba a que sus palabras lo llenaran. El problema era que Didáctilos hablaba en filosofía, pero ellos estaban escuchando en paparrucha.

—No podéis creer en la Gran A'Tuin —dijo—. La Gran A'Tuin existe. Creer en cosas que existen no tiene ningún sentido.

—Alguien ha levantado la mano —dijo Urna.

—¿Sí?

—Señor, pero seguramente las cosas que existen son las únicas en las que vale la pena creer —dijo el curioso, que vestía el uniforme de sargento de la Guardia Sagrada.

—Si existen, no hace falta que creáis en ellas —dijo Didáctilos—. Simplemente son. —Suspiró—. ¿Qué puedo deciros? ¿Qué queréis oír? Yo sólo escribo lo que la gente sabe. Las montañas crecen y caen, y debajo de ellas la Tortuga nada hacia adelante. Los hombres viven y mueren, y la Tortuga Se Mueve. Los imperios crecen y se desmoronan, y la Tortuga Se Mueve. Los dioses vienen y van, y aun así la Tortuga Se Mueve. La Tortuga Se Mueve.

Una voz surgió de la oscuridad para preguntar:

—¿Y realmente es así? —Didáctilos se encogió de hombros.

—La Tortuga existe. El mundo es un disco plano. El sol gira alrededor de él una vez cada día, remolcando su luz detrás de él. Y esto seguirá sucediendo tanto si creéis que es verdad como si no. Es real. No entiendo de verdades. La verdad es mucho más complicada que eso. Si queréis que os diga la verdad, no creo que a la Tortuga le importe un pimiento si es verdad o no.

Simonía se llevó a Urna a un rincón mientras el filósofo seguía hablando.

—¡No habían venido a oír esto! ¿No puedes hacer nada?

—Me temo que no te entiendo —dijo Urna.

—No quieren filosofía. ¡Quieren una razón para marchar contra la Iglesia! ¡Ahora! Vorbis ha muerto, el cenobiarca chochea y la jerarquía está muy ocupada apuñalándose por la espalda. La Ciudadela es como una gran fruta podrida.

—Dentro de la que todavía quedan una cuantas avispas —murmuró Urna—. Dijiste que sólo contamos con una décima parte del ejército.

—Pero son hombres libres —dijo Simonía—. Dentro de sus cabezas son libres, Urna. Lucharán por algo más que cincuenta céntimos al día.

Urna se miró las manos. Solía hacerlo cuando no tenía muy claro algo, como si sus manos fueran las únicas cosas de las que estaba seguro en el mundo.

—Antes de que los demás sepan qué ocurre, ellos ya habrán dejado las apuestas en tres a uno —dijo Simonía con expresión sombría—. ¿Hablaste con el herrero?

—Sí.

—¿Puedes hacerlo?

—Creo… creo que sí. No era lo que yo…

—Torturaron a su padre. Sólo porque tenía una herradura colgada en su fragua, cuando todo el mundo sabe que los herreros necesitan tener sus pequeños rituales. Y se llevaron a su hijo para que sirviera en el ejército. Pero tiene muchos ayudantes. Trabajarán durante toda la noche. Lo único que tienes que hacer es decirles lo que quieres que hagan.

—He hecho algunos bocetos…

—Estupendo —dijo Simonía—. Y ahora escucha, Urna. La Iglesia está controlada por gente como Vorbis. Así es como funciona todo. Millones de personas han muerto por… por un montón de mentiras. Podemos poner fin a todo eso…

Didáctilos había dejado de hablar.

—Ha metido la pata —dijo Simonía—. Podría haber hecho lo que fuese con ellos. Y se ha limitado a soltarles un montón de hechos. No puedes inspirar a la gente con hechos. Necesitan una causa. Necesitan un símbolo.

Salieron del templo justo antes de la puesta de sol. El león se había arrastrado hasta la sombra de unas rocas, pero se irguió sobre sus patas temblorosas para verlos marchar.

—Nos seguirá —gimió Om—. Lo hacen. Durante kilómetros y kilómetros.

—Sobreviviremos.

—Ojalá tuviera tu confianza.

—Ah, pero es que yo tengo un Dios en el cual tener fe.

—No habrá más templos en ruinas.

—Habrá algo más.

—Y ni siquiera habrá serpiente que comer.

—Pero andaré con mi Dios.

—Pero tu Dios no es un aperitivo, que conste. Y además estás yendo en la dirección equivocada.

—No. Continúo alejándome de la costa.

—A eso me refería.

—¿Qué distancia puede recorrer un león con semejante herida de lanza?

—¿Qué tiene que ver eso con lo que te estaba diciendo?

—Todo.

Y, media hora después, una línea oscura sobre el desierto plateado por la luna, aparecieron las huellas.

—Los soldados pasaron por aquí. Ahora lo único que debemos hacer es seguir las huellas en sentido contrario.

Si partimos del sitio del que vienen, llegaremos al sitio al que vamos.

—¡Nunca lo conseguiremos!

—Viajamos ligeros.

—Oh, claro. Y ellos tenían que cargar con toda esa comida y agua que se veían obligados a transportar —dijo Om amargamente—. Qué afortunados somos al no tener ni comida ni agua.

Brutha miró a Vorbis. Ahora andaba sin necesidad de ayuda, con tal de que lo volvieras suavemente cada vez que necesitabas cambiar de dirección.

Pero hasta Om tuvo que admitir que las huellas resultaban reconfortantes. En cierta manera estaban vivas, de la misma manera en que un eco está vivo. Alguien había pasado por allí, no hacía mucho. Había otras personas en el mundo. Alguien, en algún lugar, estaba sobreviviendo.

O no. Cosa de una hora después se encontraron con un pequeño montículo junto a las huellas. Había un casco encima de él, y una espada hundida en la arena.

—Muchos soldados murieron por llegar aquí rápidamente —dijo Brutha.

Quien quiera que hubiese invertido un poco de tiempo en enterrar a sus muertos también había dibujado un símbolo en la arena del montículo. Brutha medio esperaba que fuese una tortuga, pero el viento del desierto no había llegado a borrar del todo el tosco contorno de un par de cuernos.

—No lo entiendo —dijo Om—. En el fondo no creen que yo exista, pero después van y ponen algo así encima de una tumba.

—Es difícil de explicar. Creo que es porque creen que ellos existen —repuso Brutha—. Es porque son personas, y él también lo era.

Sacó la espada de la arena.

—¿Para qué la quieres?

—Podría ser útil.

—¿Contra quién?

—Podría ser útil.

Una hora después el león, que cojeaba en pos de Brutha, también llegó a la tumba. Había vivido en el desierto durante dieciséis años, y la razón por la que había vivido tanto tiempo era que no había muerto, y no había muerto porque nunca le hacía ascos a las proteínas comestibles con las que se encontraba. Cavó.

Los humanos, en cambio, se empeñan en hacerles ascos a las proteínas comestibles desde que comenzaron a preguntarse quién había vivido en ellas.

Pero, pensándolo bien, puedes estar enterrado en sitios mucho peores que dentro de un león.

En las islas de roca había serpientes y lagartos. Probablemente muy nutritivos, cada uno era, a su manera, una auténtica explosión de sabores.

No había más agua.

Pero había plantas… más o menos. Parecían grupos de piedras, con la única diferencia de que algunas habían desarrollado una flor central que relucía con intensos rosas y púrpuras bajo la luz del amanecer.

—¿De dónde sacan el agua?

—Mares fósiles.

—¿Agua que se ha convertido en piedra?

—No. Agua que se filtró por el suelo hace miles de años y terminó acumulándose en la roca.

—¿Puedes llegar hasta ella cavando?

—No seas estúpido.

Los ojos de Brutha fueron de la flor a la isla de rocas más próxima.

—Miel —dijo.

—¿Qué?

Las abejas tenían una colmena en lo alto de uno de los lados del pináculo de roca. Sus zumbidos podían oírse desde el suelo. No había manera de subir hasta allí.

—Lástima. Era una buena idea —dijo Om.

El sol había subido por el cielo y las rocas ya estaban calientes al tacto.

—Descansa un poco —aconsejó Om bondadosamente—. Yo me mantendré en guardia.

—¿Contra qué?

—Me mantendré en guardia y lo averiguaré.

Brutha condujo a Vorbis hasta la sombra de un gran peñasco y lo empujó suavemente hacia el suelo. Después él también se acostó.

La sed todavía no era demasiado terrible. Había bebido hasta hacer glu-glu cuando caminaba. Más adelante, quizá encontraran una serpiente y… Cuando pensabas en lo que tenían algunas personas, la vida no estaba tan mal.

Vorbis yacía sobre el costado, sus ojos negro-sobre-negro clavados en el vacío.

Brutha intentó dormir.

Nunca había soñado. Didáctilos lo había encontrado fascinante. Alguien que se acordaba de todo y no soñaba tendría que pensar muy despacio, dijo. Imaginaos un corazón,[9] dijo, que fuera prácticamente todo memoria, y que apenas pudiera dedicar uno o dos latidos a las actividades cotidianas del pensar. Eso explicaría por qué Brutha movía los labios mientras pensaba.

Por lo tanto aquello no podía haber sido un sueño. Tenía que haber sido el sol.

Oyó la voz de Om en su cabeza. La tortuga parecía estar manteniendo una conversación con alguien a quien Brutha no podía oír. ¡Míos! ¡Largo de aquí! No. ¡Míos! ¡Los dos! ¡Míos! Brutha volvió la cabeza.

La tortuga estaba inmóvil en una hendidura entre dos rocas, con el cuello extendido y meciéndolo de un lado a otro. Había otro sonido, una especie de gimoteo producido por mosquitos, que iba y venía… y también había promesas dentro de la cabeza de Brutha.

Se sucedieron vertiginosamente unas a otras: rostros que le hablaban, siluetas, visiones de grandeza, momentos de oportunidad, tomándolo y llevándolo muy por encima del mundo, todo esto era suyo, podía hacer cualquier cosa, lo único que debía hacer era creer, en mí, en mí, en mí…

Una imagen cobró forma delante de él. Allí, encima de una piedra a su lado, había un cerdo asado rodeado de fruta, y una jarra de cerveza tan fría que el aire se estaba escarchando sobre sus lados.

¡Mío! Brutha parpadeó. Las voces se desvanecieron. La comida también.

Volvió a parpadear.

Había extrañas imágenes residuales, no vistas pero sentidas. Aunque su memoria era perfecta, Brutha no podía recordar lo que habían dicho las voces o cuáles habían sido las otras imágenes. Lo único que persistía era un recuerdo de cerdo asado y cerveza fría.

—Eso es porque no saben qué ofrecerte —dijo la voz de Om suavemente—. Por eso tratan de ofrecerte cualquier cosa. Generalmente empiezan con visiones de comida y gratificación carnal.

—Llegaron a la comida —dijo Brutha.

—Bueno, entonces menos mal que conseguí imponerme —dijo Om—. Quién sabe qué podrían haber conseguido con un joven como tú.

Brutha se irguió sobre los codos.

Vorbis no se había movido.

—¿Y también estaban tratando de llegar hasta él?

—Supongo. No dio resultado. Nada entra y nada sale.

Nunca había visto una mente tan centrada en sí misma.

—¿Volverán?

—Oh, sí. Después de todo, no tienen otra cosa que hacer.

—Cuando lo hagan —dijo Brutha, sintiéndose un poco mareado—, ¿podrías esperar hasta que me hayan mostrado visiones de gratificación carnal?

—No te sentarían nada bien.

—El hermano Nhumrod estaba categóricamente en contra de ellas. Pero creo que quizá deberías conocer a tus enemigos, ¿no?

La voz de Brutha se convirtió en un graznido.

—Y la visión de la bebida no me habría ido nada mal —dijo cansinamente.

Las sombras se habían alargado. Brutha miró en torno con asombro.

—¿Cuánto tiempo estuvieron intentándolo?

—Todo el día. Son unos diablos muy persistentes.

Brutha descubrió por qué cuando se puso el sol. Entonces conoció a san Ungulante el eremita, amigo de todos los dioses menores. Estuvieran donde estuvieran.

—Bien, bien, bien —dijo san Ungulante—. No recibimos muchas visitas aquí arriba. ¿No es así, Angus? Se dirigía al aire junto a él.

Brutha estaba tratando de conservar el equilibrio, porque la rueda de carro se balanceaba peligrosamente cada vez que se movía. Habían dejado a Vorbis sentado en el desierto seis metros más abajo, abrazándose las rodillas y con la mirada fija en el vacío.

La rueda había sido clavada en lo alto de un delgado poste. Tenía justo la anchura suficiente para que una persona pudiera yacer incómodamente encima de ella. Pero san Ungulante parecía haber sido diseñado para yacer incómodamente. Estaba tan delgado que incluso un esqueleto hubiese dicho: «¿Verdad que está muy delgado?» Llevaba una especie de taparrabos minimalista, en la medida en que era posible distinguirlo debajo de toda aquella barba y todos aquellos cabellos.

Había sido bastante difícil ignorar a san Ungulante, que no paraba de dar saltitos en lo alto de su poste mientras gritaba «¡Hola!» y «¡Estoy aquí!». A un par de metros de distancia había un poste ligeramente más pequeño, con un excusado al viejo estilo de media-luna-recortada-en-la-puerta encima de él. El mero hecho de que fueras un estilita, decía san Ungulante, no quería decir que tuvieras que renunciar absolutamente a todo.

Brutha había oído hablar de los estilitas, una especie de profetas de dirección única. Iban al desierto pero no volvían, prefiriendo una vida eremítica de polvo y penalidades y polvo y santa contemplación y polvo. Muchos de ellos optaban por aumentar todavía más las incomodidades de su existencia haciéndose emparedar en celdas o viviendo, muy apropiadamente, en lo alto de un poste. La Iglesia omniana los animaba a hacerlo, guiándose por el principio de que siempre era preferible que los locos estuvieran lo más lejos posible, allí donde no pudieran causar problemas y pudieran ser atendidos por la comunidad, siempre que la comunidad consistiera en leones, buitres y polvo.

—He estado pensando en añadir otra rueda —dijo san Ungulante—, justo aquí. Para poder tomar el sol por la mañana, ya sabes.

Brutha miró alrededor. Lo único que había era rocas planas y arenales que se perdían en la lejanía.

—¿No te da el sol por todas partes todo el tiempo? —preguntó.

—Pero es mucho más importante por la mañana —dijo san Ungulante—. Y además, Angus dice que deberíamos tener un patio.

—Podría asarse a la barbacoa en él —dijo Om, dentro de la cabeza de Brutha.

—Um —dijo Brutha—. ¿De qué… religión… eres santo, exactamente?

Una expresión de incomodidad surcó la muy reducida cantidad de cara visible entre las cejas de san Ungulante y su bigote.

—Uh. En realidad de ninguna. La verdad es que todo fue más bien un error —dijo—. Mis padres me pusieron de nombre Sevriano Tadeo Ungulante, y entonces un día, por supuesto, fue muy gracioso, alguien se fijó en las iniciales. Después de eso y teniendo en cuenta que allí todos le teníamos mucha devoción a san Stu, la cosa pareció bastante inevitable.

La carreta se bamboleó ligeramente. La piel de san Ungulante estaba casi ennegrecida por el sol del desierto.

—Tuve que ir aprendiendo el eremitismo sobre la marcha, claro —dijo—. Me enseñé a mí mismo. Soy autodidacta. No puedes encontrar un eremita que te enseñe eremitismo, porque naturalmente eso echa a perder todo el asunto…

—Ya, ya… Pero está… ¿Angus? —dijo Brutha, volviendo la mirada hacia el punto donde creía que estaba Angus, o al menos donde creía que san Ungulante creía que estaba Angus.

—Ahora está aquí —dijo el santo en un tono bastante seco, señalando otra parte de la rueda—. Pero él no eremitiza. No ha sido, ya sabes, adiestrado. Sólo me hace compañía. ¡Te aseguro que si no fuese porque Angus siempre me está animando, ya hace mucho tiempo que me habría vuelto loco!

—Sí… Claro, es lógico —dijo Brutha. Le sonrió al vacío, más que nada como gesto de buena voluntad.

—Y en realidad se vive francamente bien. Las horas son bastante largas, pero la comida y la bebida te lo compensan de sobra.

Brutha no pudo evitar tener la impresión de que sabía lo que vendría a continuación.

—¿La cerveza está lo bastante fría? —preguntó.

—Extremadamente escarchada —dijo san Ungulante, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Y el cerdo asado?

La sonrisa de san Ungulante alcanzó proporciones enloquecidas.

—Todo doradito y con los bordes bien crujientes, sí —dijo.

—Pero supongo que, esto…, de vez en cuando también comerás algún que otro lagarto o serpiente, ¿no?

—Tiene gracia que digas eso. Sí. Muy de vez en cuando. Sólo para variar un poco.

—¿Y también comes setas? —preguntó Om.

—¿Hay setas por aquí? —preguntó Brutha inocentemente. San Ungulante asintió alegremente.

—Después de las lluvias anuales, sí. Rojas con puntitos amarillos. El desierto se vuelve realmente interesante después de la temporada de las setas.

—¿Se llena de orugas gigantes de color púrpura que cantan? ¿Columnas de llamas que hablan? ¿Jirafas que estallan? ¿Esa clase de cosas? —preguntó Brutha cautelosamente.

—Santo cielo, sí —dijo el santo—. No sé por qué. Creo que se sienten atraídas por las setas.

Brutha asintió.

—Estás aprendiendo, chaval —dijo Om.

—Y supongo que a veces bebes… ¿agua? —dijo Brutha.

—Sabes, es realmente curioso —repuso san Ungulante—. Hay toda clase de cosas maravillosas que beber, pero el caso es que de vez en cuando me entra este, bueno, realmente sólo puedo llamarlo anhelo, de atizarme unos cuantos tragos de agua. ¿Puedes explicar eso?

—Debe de ser… un poco difícil de encontrar —dijo Brutha, todavía hablando con cuidado, como alguien que intenta pescar un pez de cincuenta kilos con un sedal cuya resistencia a la tracción es exactamente de cincuenta y un kilos.

—Extraño, realmente —dijo san Ungulante—. Cuando la cerveza fría como el hielo se encuentra con tanta facilidad, además.

—¿Y de dónde la sacas? El agua —preguntó Brutha.

—¿Conoces las plantas de piedra?

—¿Las de las flores grandes?

—Si abres la parte carnosa de las hojas, hay hasta medio litro de agua —dijo el santo—. Sabe a pipí, ojo.

—Creo que podríamos soportarlo —dijo Brutha con labios resecos. Retrocedió hacia la escalerilla de cuerda que era el contacto del santo con el suelo.

—¿Estás seguro de que no quieres quedarte? —preguntó san Ungulante—. Es miércoles. Los miércoles toca cochinillo más la selección del chef de hortalizas soleadas con gotitas de rocío.

—Tenemos, uh, montones de cosas que hacer —dijo Brutha, a medio camino de la balanceante escalerilla.

—¿El carrito de los pasteles?

—Me parece que quizá…

San Ungulante contempló con tristeza cómo Brutha ayudaba a Vorbis a seguir desierto adelante.

—¡Y después probablemente habrá chocolatinas de menta! —gritó, a través de sus manos ahuecadas—. ¿No?

Las figuras no tardaron en ser meros puntitos sobre la arena.

—Podría haber visiones de gratificación sex… No, miento, eso es los viernes… —murmuró san Ungulante.

Ahora que los visitantes se habían ido, el aire volvió a llenarse del zumbido gimoteante de los dioses menores.

Había billones de ellos.

San Ungulante sonrió.

Estaba loco, por supuesto. A veces lo sospechaba. Pero tenía la teoría de que había que aprovechar la locura.

Cada día se atracaba con el alimento de los dioses, bebía las cosechas más raras, y comía frutos que no sólo estaban fuera de temporada sino fuera de la realidad. Tener que beber algún que otro sorbo de agua bastante salada y la pata de lagarto ocasional que debías masticar con propósitos medicinales no eran un precio demasiado alto.

Se volvió hacia la mesa repleta que rielaba en el aire. Todo esto… y lo único que querían los dioses menores era que alguien supiera de ellos, que alguien incluso creyera que existían.

Hoy también había gelatina y helado.

—Así tocaremos a más, ¿eh, Angus?

—Sí, dijo Angus.

En Efebia ya no se luchaba. Los combates no habían durado mucho, especialmente después de que los esclavos se unieran a la batalla. Había demasiadas calles estrechas, demasiadas emboscadas y, por encima de todo, demasiada terrible determinación. Generalmente se sostiene que los hombres libres siempre triunfarán sobre los esclavos, pero puede que todo dependa de cuál sea tu punto de vista.

Además, el comandante de la guarnición efebiana había declarado un tanto nerviosamente que la esclavitud quedaba abolida a partir de aquel momento, lo cual enfureció a los esclavos. ¿Qué sentido tenía haber ahorrado para llegar a ser libre si después no podías tener esclavos? Y además, ¿de qué iban a comer? Los omnianos no podían entenderlo, y las personas que no tienen demasiado clara cuál es su situación no luchan demasiado bien. Y Vorbis se había ido. Las certezas parecían bastante más inciertas cuando aquellos ojos estaban en otro lugar.

El Tirano fue liberado de su prisión. Pasó su primer día de libertad redactando mensajes cuidadosamente meditados a los pequeños países que había a lo largo de la costa.

Ya iba siendo hora de hacer algo acerca de Omnia.

Brutha cantaba.

Su voz resonaba entre los peñascos. Bandadas de ascosos olvidaron sus perezosos hábitos terrestres y alzaron el vuelo con frenética desesperación, dejando atrás bastantes plumas en su prisa por llegar lo más arriba posible.

Las serpientes se apresuraron a esconderse en las grietas de las rocas.

Podías vivir en el desierto. O por lo menos sobrevivir…

Regresar a Omnia sólo podía ser cuestión de tiempo. Un día más…

Vorbis los seguía a cierta distancia. No decía nada, y cuando se le hablaba no daba señales de que hubiera entendido lo que se le había dicho.

Om, sacudido y balanceado dentro de la mochila de Brutha, empezó a sentir la depresión aguda que se adueña de cada realista cuando se encuentra en presencia de un optimista.

La melodía trabajosamente ejecutada de Garras de hierro despedazarán a los impíos llegó a su fin. Delante de ellos había un pequeño talud rocoso.

—Estamos vivos —dijo Brutha.

—Por ahora.

—Y cerca de casa.

—Hace un rato vi una cabra salvaje entre las rocas.

—Todavía quedan montones.

—¿De cabras?

—De dioses. Y los de ahí atrás eran los más insignificantes, ojo.

—¿Qué quieres decir? —Om suspiró.

—Es lógico, ¿no? Piensa. Los más fuertes se mantienen cerca del límite, que es donde hay presas…, quiero decir personas. Los débiles se ven empujados hacia los lugares arenosos, donde la gente casi nunca va…

—Los dioses fuertes —dijo Brutha con voz pensativa—. Dioses que saben lo que significa ser fuerte.

—Eso es.

—No dioses que saben lo que se siente siendo débil…

—¿Qué? No durarían ni cinco minutos. En este mundo el dios grande se come al pequeño.

—Puede que eso explique algo sobre la naturaleza de los dioses. La fortaleza es hereditaria. Igual que el pecado.

Se le ensombreció la cara.

—Salvo que… no lo es. El pecado, quiero decir. Me parece que cuando volvamos hablaré con algunas personas.

—Oh, y ellas te escucharán, ¿verdad?

—Dicen que la sabiduría viene de los desiertos.

—Sólo la sabiduría que la gente y las setas quieren.

Cuando el sol empezaba a subir en el cielo, Brutha ordeñó una cabra. La cabra permaneció pacientemente inmóvil mientras Om tranquilizaba su mente. Y Brutha notó que Om no sugirió matarla.

Después volvieron a encontrar sombra. Allí crecían arbustos raquíticos y puntiagudos, con cada hoja diminuta protegida por la barricada de su corona de espinas.

Om montó guardia durante un rato, pero los dioses menores del límite del desierto eran más astutos y no tenían tanta prisa. Estarían allí, probablemente hacia el mediodía, cuando el sol convirtiera el paisaje en un destello infernal. Los oiría. Mientras tanto, podía comer.

Reptó entre los arbustos, sus espinos rozando inofensivamente su concha. Pasó junto a otra tortuga, que no estaba habitada por un dios y le lanzó aquella mirada vaga que emplean las tortugas cuando están intentando decidir si algo está allí para ser comido o para que le hagan el amor, que son las únicas cosas presentes en la mente de una tortuga normal. Om dio un rodeo para esquivarla y encontró un par de hojas que se le habían pasado por alto.

Volvía periódicamente, andando muy despacio sobre el suelo arenoso, y echaba un vistazo a los durmientes.

Y en una de esas visitas vio cómo Vorbis se levantaba, miraba alrededor de manera lenta y metódica, cogía una piedra, la estudiaba minuciosamente y después la abatía sobre la cabeza de Brutha, que ni siquiera gimió.

Vorbis se levantó y fue hacia los arbustos que escondían a Om. Apartó las ramas sin prestar atención a las espinas, y cogió a la tortuga con la que se acababa de encontrar Om.

Por un instante la tortuga fue sostenida en alto, sus patas moviéndose lentamente, antes de que el diácono la lanzara entre las rocas.

Después Vorbis levantó a Brutha con cierto esfuerzo, se lo puso encima de los hombros y partió hacia Omnia.

Todo ocurrió en cuestión de segundos.

Om trató de impedir que su cabeza y sus patas se retrajeran dentro de su concha en la reacción de pánico instintivo propia de una tortuga.

Vorbis ya estaba desapareciendo detrás de unas rocas.

Desapareció.

Om empezó a avanzar y después se metió en la concha cuando una sombra se deslizó sobre el suelo. Era una sombra familiar, y una que llenó de terror a la tortuga.

El águila se lanzó en picado hacia el lugar donde se debatía la desconcertada tortuga y, con apenas una pausa en el descenso, cogió al reptil y volvió a alzarse hacia el cielo con largos y perezosos aleteos.

Om la siguió con la mirada hasta que se convirtió en un punto, y después volvió la cabeza cuando un punto más pequeño se separó de ella para precipitarse hacia las rocas que había debajo.

El águila descendió lentamente, preparándose para comer.

Una brisa hizo crujir los matorrales espinosos y removió la arena. Om creyó poder oír las voces burlonas y desafiantes de todos los dioses menores.

San Ungulante partió la dura hoja hinchada de una planta de piedra estrellándola contra sus huesudas rodillas.

Un chico muy majo, pensó. Hablaba consigo mismo, pero eso era de esperar. El desierto le provocaba eso a algunas personas, ¿verdad, Angus? Sí, dijo Angus.

Angus no quiso probar el agua salitrosa. Dijo que le producía ventosidades.

—Como quieras —dijo san Ungulante—. ¡Vaya, vaya! Hay un pequeño extra.

Encontrar Chilopoda aridius en el corazón del desierto no era algo que ocurriera con demasiada frecuencia, ¡y allí había nada menos que tres juntos debajo de una roca! Era curioso, pero siempre te quedaba sitio en el estómago para un pequeño tentempié incluso después de una deliciosa comida consistente en Petit porc rôti avec pommes de terre nouvelles et légumes du jour et biere glacée avec figment de l'imagination.

San Ungulante se estaba extrayendo de entre los dientes las patas del segundo ciempiés cuando el león llegó a lo alto de la duna que se alzaba detrás de él.

El león estaba experimentando extrañas sensaciones de gratitud. Tenía la vaga impresión de que debía alcanzar a la suculenta comida que había cuidado de él y, bueno, abstenerse de comérsela porque eso sería más o menos simbólico. Y ahora aquí había un poco más de comida, que apenas se enteraba de nada. Bueno, a esta no le debía nada…

Avanzó lentamente, y después inició una rápida carrera.

Ignorante de su destino, san Ungulante empezó a comerse el tercer ciempiés.

El león saltó…

Y las cosas se habrían puesto muy feas para san Ungulante si Angus no le hubiera acertado al león justo detrás de la oreja con una roca.

Brutha estaba de pie en el desierto, salvo que la arena era tan negra como el cielo y no había sol, aunque todo estaba brillantemente iluminado.

Ah, pensó. Así que soñar es esto.

Había miles de personas andando por el desierto. No le prestaron ninguna atención. Andaban como si no fueran conscientes de que formaban parte de una multitud.

Brutha trató de saludarlas agitando la mano, pero no podía moverse. Trató de hablar, y las palabras se evaporaron dentro de su boca.

Y entonces despertó.

Lo primero que vio fue la luz que entraba por una ventana. Delante de ella había un par de manos, alzadas en el signo de los cuernos sagrados.

Con cierta dificultad y la cabeza lanzándole alaridos de dolor, Brutha siguió las manos a lo largo de un par de brazos hasta el punto en el que se unían a un torso no muy lejos por debajo de la cabeza inclinada de…

—¿Hermano Nhumrod? —El maestro de novicios levantó la vista.

—¿Brutha?

—¿Sí?

—¡Alabado sea Om! —Brutha estiró el cuello para mirar alrededor.

—¿Está aquí?

—¿… aquí? ¿Cómo te encuentras?

—Yo…

Le dolía la cabeza, su espalda parecía estar ardiendo y había un sordo dolor en sus rodillas.

—Tenías una insolación realmente seria —dijo Nhumrod—. Y además te diste un buen golpe en la cabeza a consecuencia de la caída.

—¿Qué caída?

—… caída. Desde las rocas. En el desierto. Estabas nada menos que con el profeta —dijo Nhumrod—.

Andabas con el profeta. Uno de mis novicios andaba con el profeta.

—Me acuerdo… del desierto —dijo Brutha, tocándose cautelosamente la cabeza—. Pero… ¿el profeta…?

—… profeta. La gente dice que podrían hacerte obispo, o incluso soy —dijo Nhumrod—. Hay un precedente, sabes. El Sacratísimo san Bobby fue hecho obispo porque estuvo en el desierto con el profeta Ossory, y eso que él era un asno.

—Pero no me… acuerdo… de ningún profeta. Sólo estábamos yo y…

Brutha se calló. Nhumrod estaba sonriendo de oreja a oreja.

—¿Vorbis?

—Tuvo la amabilidad de contármelo todo —dijo Nhumrod—. Se me concedió el privilegio de estar presente en el Lugar de Lamentación cuando llegó. Fue justo después de las plegarias de la sestina. El cenobiarca estaba a punto de irse… Bueno, ya conoces la ceremonia. Y ahí estaba Vorbis. Cubierto de polvo y llevando un asno. Me temo que tú yacías desmayado sobre la espalda del asno.

—No me acuerdo de ningún asno —dijo Brutha.

—… asno. Lo cogió de una de las granjas. ¡Había toda una multitud con él! Nhumrod estaba sonrojado de pura emoción.

—¡Y ha declarado un mes de jhaddra, y dobles penitencias, y el Consejo le ha otorgado el Cayado y el Cabestro, y el cenobiarca se ha ido a la ermita de Skant!

—Vorbis es el octavo profeta —dijo Brutha.

—… profeta. Por supuesto.

—¿Y… había una tortuga? ¿Ha dicho algo de una tortuga?

—¿… tortuga? ¿Se puede saber qué tienen que ver las tortugas con la religión? —La expresión de Nhumrod se suavizó—. Pero, claro, el profeta dijo que el sol te había afectado. Dijo que delirabas, discúlpame, y no parabas de hablar de toda clase de cosas extrañas.

—¿Eso dijo?

—Pasó tres días sentado junto a tu cama. Fue… muy conmovedor.

—¿Cuánto hace… que regresamos?

—¿… regresamos? Casi una semana.

—¡Una semana!

—Dijo que el viaje te había dejado agotado.

Brutha miró la pared.

—Y dejó órdenes de que debías comparecer ante él tan pronto como estuvieras plenamente consciente —dijo Nhumrod—. Se mostró muy claro acerca de eso. —Su tono sugería que no estaba muy seguro acerca del estado de consciencia de Brutha, ni siquiera ahora—. ¿Crees que podrás caminar? Si lo prefieres, puedo llamar a algunos novicios para que te lleven…

—¿He de ir a verlo ahora?

—… ahora. Inmediatamente. Supongo que querrás darle las gracias.

Brutha sólo conocía aquellas partes de la Ciudadela de oídas. El hermano Nhumrod tampoco las había visto nunca. Aunque no había sido incluido específicamente en la convocatoria, había venido de todas maneras para poder dárselas de importante cuidando a Brutha mientras dos robustos novicios lo llevaban a cuestas en una especie de palanquín normalmente utilizado por los clérigos veteranos en más avanzado estado de decrepitud.

En el centro de la Ciudadela, detrás del Templo, había un jardín amurallado. Brutha lo contempló con ojos de experto. No había ni un centímetro de suelo natural encima de la roca desnuda: cada paletada de la tierra en la que crecían aquellos árboles que daban sombra tenía que haber sido traída a mano.

Vorbis estaba allí, rodeado de obispos y soyes. Volvió la cabeza cuando Brutha fue hacia él.

—Ah, mi compañero del desierto —dijo afablemente—. Y el hermano Nhumrod, creo. Hermanos míos.

Quiero que sepáis que estoy pensando en elevar a Brutha al arzobispado.

Hubo un tenue murmullo de asombro entre los clérigos, seguido por un carraspeo generalizado. Vorbis miró al obispo Treem, que era el archivero de la Ciudadela.

—Bueno, técnicamente ni siquiera ha sido ordenado todavía —dijo el obispo Treem, dubitativamente—. Pero por supuesto todos sabemos que ha habido un precedente.

—El burro de Ossory —se apresuró a decir el hermano Nhumrod, se llevó la mano a la boca, enrojeciendo de vergüenza y desconcierto.

Vorbis sonrió.

—El buen hermano Nhumrod está en lo cierto —dijo—. El cual tampoco había sido ordenado, a menos que las cualificaciones fueran mucho menos estrictas en aquellos tiempos.

Hubo un coro de risas nerviosas, como el que siempre emana de personas cuyo empleo, y posiblemente su vida, dependen de los caprichos de quien acaba de soltar el bobo chiste.

—Aunque el burro sólo fue hecho obispo —dijo el obispo Deseo de Muerte Treem.

—Un papel para el cual estaba altamente cualificado —dijo Vorbis secamente—. Y ahora, os iréis todos.

Incluido el subdiácono Nhumrod —añadió. Nhumrod pasó del rojo al blanco ante aquella súbita muestra de predilección—. Pero el arzobispo Brutha se quedará. Deseamos hablar.

Los clérigos se retiraron.

Vorbis se sentó en un asiento de piedra debajo de un saúco. El saúco era enorme y muy viejo, en nada parecido a sus parientes de corta vida de fuera del jardín, y sus bayas estaban madurando.

El profeta apoyó los codos en los brazos de piedra del asiento, entrelazó las manos delante de él y contempló en silencio a Brutha durante un rato.

—¿Estás… recuperado? —dijo al final.

—Sí, señor —dijo Brutha—. Pero, señor, no puedo ser obispo. Ni siquiera puedo…

—Te aseguro que el trabajo no requiere mucha inteligencia —sentenció Vorbis—. Si así fuera, los obispos no serían capaces de llevarlo a cabo.

Hubo otro largo silencio.

Cuando Vorbis volvió a hablar, fue como si cada palabra estuviera siendo extraída laboriosamente de una gran profundidad.

—En una ocasión hablamos de la naturaleza de la realidad, ¿no?

—Sí.

—¿Y acerca de con cuánta frecuencia lo percibido no es aquello fundamentalmente cierto?

—Sí.

Otra pausa. En lo alto, un águila volaba en círculos buscando tortugas.

—Estoy seguro de que guardas un recuerdo muy confuso de nuestros vagabundeos por el desierto.

—No.

—Sería de esperar. El sol, la sed, el hambre…

—No, señor. Mi memoria no se confunde fácilmente.

—Oh, sí. Lo recuerdo.

—Yo también, señor.

Vorbis volvió apenas la cabeza para mirar de soslayo a Brutha como si estuviera tratando de esconderse detrás de su propia cara.

—En el desierto, el Gran Dios Om me habló.

—Sí, señor. Lo hacía. Cada día.

—Tienes una fe muy robusta si bien un tanto simple, Brutha. Cuando se trata de personas, soy un gran juez.

—Sí, señor. ¿Señor?

—¿Sí, Brutha mío?

—Nhumrod dijo que vos me guiasteis a través del desierto, señor.

—¿Te acuerdas de lo que dije acerca de la verdad fundamental, Brutha? Por supuesto que te acuerdas. Había un desierto físico, desde luego, pero también un desierto del alma. Mi Dios me guió, y yo te guié a ti.

—Ah. Sí. Comprendo.

En lo alto, el punto trazador de espirales que era el águila pareció quedar suspendido en el aire por un momento.

Después plegó las alas y bajó…

—Mucho me fue dado en el desierto, Brutha. Mucho fue aprendido. Ahora debo contárselo al mundo. Ese es el deber de un profeta. Ir a donde otros no han estado, y volver trayendo consigo la verdad de esos lugares.

… más deprisa que el viento, con todo su cuerpo y su cerebro existiendo únicamente como una neblina alrededor de la mera inmensidad de su propósito…

—No esperaba que fuera tan pronto. Pero Om guió mis pasos. Y ahora que tenemos el cenobiarcato, haremos…

uso de él.

En algún lugar de las colinas el águila bajó en picado, atrapó algo y volvió a remontar el vuelo…

—Sólo soy un novicio, señor Vorbis. No soy un obispo, por mucho que todo el mundo me trate como tal.

—Ya te acostumbrarás.

A veces se necesitaba mucho tiempo para que una idea se formara en la mente de Brutha, pero ahora una se estaba formando.

Era algo relacionado con la manera en que se sentaba Vorbis y el tono de su voz.

Vorbis le tenía miedo.

¿Por qué yo? ¿Debido al desierto? ¿Y a quién podría importarle eso? Por lo que sé, siempre ha sido así: probablemente fue el burro de Ossory el que lo llevó al desierto, quien encontró el agua y mató a un león a coces.

¿Debido a Efebia? ¿Quién me escucharía? ¿A quién le importaría? El es el profeta y el cenobiarca. Si lo ordenara, me matarían sin pensárselo dos veces. Todo lo que haga está bien. Todo lo que diga es verdad.

Fundamentalmente verdad.

—He de enseñarte algo que quizá te divierta —dijo Vorbis, poniéndose en pie—. ¿Puedes andar?

—Oh, sí. Nhumrod sólo estaba siendo considerado. Lo peor fue la insolación.

Vorbis fue a una espaciosa alcoba que relucía con el resplandor rojizo de los fuegos de una fragua. Varios trabajadores estaban inclinados sobre algo grande y curvado.

—Aquí está —dijo Vorbis—. ¿Qué te parece? —Era una tortuga.

Los fundidores del hierro habían hecho un trabajo bastante bueno, llegando al extremo de reproducir la disposición de la concha y las escamas en las patas. La tortuga medía unos dos metros de largo.

Brutha oyó una especie de susurro en sus oídos cuando Vorbis volvió a hablar.

—Siempre están diciendo tonterías ponzoñosas acerca de las tortugas, ¿verdad? Creen vivir encima de la espalda de una Gran Tortuga. Bueno, pues que mueran encima de una.

Ahora Brutha podía ver los grilletes sujetos a cada pata de hierro. Un hombre, o una mujer, podía yacer sobre la espalda de la tortuga con gran incomodidad y las extremidades estiradas y ser encadenado firmemente por las muñecas y los tobillos.

Brutha se inclinó sobre el artefacto. Sí, debajo estaba la caja para el fuego. Ciertos aspectos de la manera de pensar de la Quisición no cambiaban nunca.

Todo aquel hierro tardaría muchísimo en calentarse hasta el punto de producir dolor. Habría tiempo de sobra, por consiguiente, para reflexionar sobre las cosas…

—¿Qué te parece? —preguntó Vorbis.

Una visión del futuro atravesó la mente de Brutha.

—Ingenioso —dijo.

—Y será una saludable lección para todos los que sientan la tentación de apartarse del camino del verdadero conocimiento —dijo Vorbis.

—¿Cuándo tenéis intención de, uh, hacer una demostración?

—Estoy seguro de que la ocasión se presentará por sí sola —dijo Vorbis.

Cuando Brutha se incorporó, Vorbis lo estaba mirando tan fijamente que era como si estuviese leyendo los pensamientos de Brutha en su nuca.

—Y ahora, ten la bondad de irte —dijo Vorbis—. Descansa todo lo que puedas…, hijo mío.

Brutha cruzaba lentamente el Lugar, sumido en desusadas cavilaciones.

—Buenas tardes, reverencia.

—¿Ya lo sabes?

Me-Corto-La-Mano Dhblah le sonrió por encima de su puesto de sorbetes fríos como el hielo, un poquito tibios.

—Lo he oído comentar por ahí —dijo—. Tomad, una rebanada de Delicia Klatchiana. Gratis. Un pinchito.

El Lugar estaba más concurrido de lo habitual. Incluso los panecillos calientes de Dhblah se vendían como panecillos calientes.

—Hoy hay mucho movimiento —dijo Brutha, casi sin pensar.

—La hora del profeta, ya sabéis —dijo Dhblah—, cuando el Gran Dios se manifiesta en el mundo. Y si os parece que ahora hay mucho movimiento, dentro de unos días no podréis ni sacudir una cabra.

—¿Qué pasará entonces?

—¿Os encontráis bien? Parecéis un poco nervioso.

—¿Qué pasará entonces?

—Las Leyes. Ya sabéis. ¿El Libro de Vorbis? Supongo que… —Dhblah se inclinó hacia Brutha— no tendréis ningún pequeño consejo que darme, ¿verdad? Supongo que el Gran Dios no tendrá a bien decir algo beneficioso para la industria de la alimentación recreativa, ¿eh?

—No lo sé. Creo que le gustaría que la gente cultivara más lechugas.

—¿De veras?

—Sólo es una suposición. Dhblah sonrió malévolamente.

—Ah, sí, pero es vuestra suposición. Un guiño vale tanto como pinchar a un camello sordo con un palo afilado, como suelen decir. Y curiosamente, sé de un sitio donde puedo echar mano a unos cuantos acres de tierra bien irrigada. Quizá debería comprar ahora para adelantarme a la estampida.

—No veo qué daño puede hacer eso, señor Dhblah. Dhblah se acercó un poco más, moviéndose con mucho sigilo.

Eso no le costó demasiado, ya que siempre se movía con muchísimo sigilo. Los cangrejos pensaban que Dhblah andaba de lado.

—Raro —dijo—. Me refiero a… ¿Vorbis?

—¿Raro? —dijo Brutha.

—Te hace pensar. Incluso Ossory tuvo que ser un hombre que se movía por el mundo, como vos y como yo.

Que tenía cera en las orejas, igual que las personas corrientes. Raro.

—¿El qué es raro?

—Todo el asunto.

Dhblah obsequió a Brutha con otra sonrisa conspiratoria y después vendió a un peregrino al que le dolían los pies un cuenco de humus que llegaría a lamentar.

Brutha fue a su dormitorio. A aquella hora del día se hallaba desierto, ya que estaba prohibido rondar por los dormitorios por si se diera el caso de que la presencia de los colchones duros como rocas engendrase pensamientos pecaminosos. Las escasas posesiones de Brutha habían desaparecido del estante que había junto a su catre. Brutha se dijo que probablemente ahora tenía una habitación privada en algún sitio, aunque nadie le había informado de ello.

Se sentía perdido.

Brutha se acostó en el catre, sólo por si acaso, y elevó una plegaria a Om. No hubo respuesta. Durante prácticamente toda su vida nunca la había habido, y eso no había sido demasiado grave porque Brutha nunca había esperado una respuesta. Y antes, siempre había estado el consuelo de que Om quizá estaba escuchando y simplemente no se dignaba decir nada.

Ahora, no había nada que oír.

Para lo que le servía rezar, bien hubiera podido hablar consigo mismo y escucharse a sí mismo.

Como hacía Vorbis.

Aquel pensamiento no quería irse. Una mente como una bola de acero, había dicho Om. Nada entraba o salía de ella. Y por eso Vorbis sólo podía oír los ecos lejanos de su propia alma. Y con esos ecos lejanos forjaría un Libro de Vorbis, y Brutha creía saber cuáles serían los mandamientos. Hablarían de guerras santas y sangre y cruzadas y sangre y devoción y sangre.

Brutha se levantó, sintiéndose un idiota. Pero los pensamientos se negaban a irse.

Era un obispo, pero no sabía qué hacían los obispos. Sólo los había visto en la lejanía, flotando de un lado a otro como nubes atadas al suelo. Sólo había una cosa que Brutha creyera saber hacer.

Un chico lleno de granos estaba manejando la azada en el huerto. Miró a Brutha con asombro cuando este le quitó la azada, y era lo bastante estúpido para que por un momento tratara de retenerla.

—Soy obispo, sabes —dijo Brutha—. Y de todas maneras, no lo estás haciendo bien. Ve a hacer alguna otra cosa.

Brutha atacó salvajemente los hierbajos que crecían alrededor de los plantones. Unas semanas fuera, y ya había una neblina verde sobre el suelo.

Eres obispo. Por ser bueno. Y aquí está la tortuga de hierro. En caso de que seas malo. Porque…

… en el desierto había dos personas, y Om le habló a una de ellas.

A Brutha nunca se le había ocurrido verlo de esa manera.

Om le había hablado. No había dicho las cosas que los Grandes Profetas decían que había dicho, desde luego.

Quizá nunca había dicho ese tipo de cosas…

Llegó al final de la hilera y después limpió los tallos de las judías.

Lu-Tze no perdía de vista a Brutha desde su pequeño cobertizo junto a los montones de tierra.

Era otro granero. Urna estaba viendo muchos graneros.

Empezaron con un carro, y habían invertido mucho tiempo en reducir su peso todo lo posible. Los engranajes habían sido un problema. Urna había dedicado muchas horas a pensar en los engranajes. La bola quería girar mucho más deprisa de lo que querían hacerlo las ruedas. Eso probablemente fuese una metáfora para alguna cosa.

—Y no consigo que vaya hacia atrás —dijo Urna.

—No te preocupes —respondió Simonía—. No tendrá que ir hacia atrás. ¿Qué me dices del blindaje? —Urna agitó la mano en un gesto que abarcó todo su taller.

—¡Esto es una fragua de pueblo! —dijo—. ¡Esta cosa mide seis metros de largo! Zácaros no puede hacer planchas que tengan más de un par de metros de largo. He tratado de clavarlas en una armazón, pero se derrumba bajo el peso.

Simonía contempló el esqueleto del carro de vapor y el montón de planchas que había junto a él.

—¿Has estado en alguna batalla, Urna? —preguntó.

—No. Tengo los pies planos. Y no soy muy fuerte.

—¿Sabes qué es una tortuga? —Urna se rascó la cabeza.

—Vale, vale. La respuesta no es un pequeño reptil metido en un caparazón, ¿verdad? Porque tú sabes que yo sé eso.

—Me refiero a un escudo tortuga. Cuando estás atacando una fortaleza o una muralla, y el enemigo te está tirando encima todo lo que tiene a mano, cada hombre sostiene su escudo encima de su cabeza de tal manera que…

…digamos que encaja en todos los escudos que hay alrededor. Puede aguantar mucho peso.

—Superposición —murmuró Urna.

—Como las escamas —dijo Simonía.

Urna contempló el carro con expresión pensativa.

—Una tortuga —dijo.

—¿Y el ariete? —preguntó Simonía.

—Oh, eso no es problema —dijo Urna, sin hacerle mucho caso—. Un tronco de árbol sujeto a la estructura. Con una gran punta de hierro. Sólo son unas puertas de bronce, ¿verdad?

—Sí, pero muy grandes.

—Entonces probablemente están huecas. O hechas con planchas de bronce clavadas en la madera. Eso es lo que haría yo.

—¿No son de bronce macizo? Todo el mundo dice que lo son.

—Yo también diría eso.

—Disculpadme, señores.

Un hombre fornido dio un paso adelante. Llevaba el uniforme de los guardias de palacio.

—Es el sargento Fergmen —dijo Simonía—. ¿Sí, sargento?

—Las puertas están reforzadas con acero klatchiano. Debido a todas las luchas que hubo en tiempos del falso profeta Zog. Y sólo se abren hacia fuera. Como las esclusas de un canal, ¿entendéis? Si las empujas, lo único que consigues es dejarlas todavía más cerradas.

—¿Y entonces cómo se abren? —preguntó Urna.

—El cenobiarca levanta la mano y el hálito de Dios las abre —dijo el sargento.

—En un sentido lógico, quiero decir.

—Oh. Bueno, uno de los diáconos va detrás de una cortina y tira de una palanca. Pero… cuando yo estaba de guardia en las criptas, a veces, había una sala… Había engranajes y cosas… Bueno, se oía correr el agua…

—Hidráulica —dijo Urna—. Ya me imaginaba que sería cosa de hidráulica.

—¿Puedes entrar? —preguntó Simonía.

—¿En la sala? ¿Por qué no? Nadie se molesta en vigilarla.

—¿Podría abrir las puertas? —preguntó Simonía.

—¿Hmmm? —dijo Urna.

Urna se estaba frotando pensativamente el mentón con un martillo. Parecía absorto en un mundo de creación propia.

—He preguntado si Fergmen podría hacer funcionar esa hidráulica.

—¿Hmmm? Oh, no lo creo —dijo Urna vagamente.

—¿Y tú? ¿Podrías?

—¿Qué?

—Que si podrías hacerla funcionar.

—Oh. Tal vez sí. Después de todo, sólo son cañerías y presión. Umm.

Urna seguía contemplando el carro de vapor con expresión pensativa. Simonía dirigió una inclinación de la cabeza al sargento, indicándole que sería mejor que se fuera, y después decidió emprender el viaje interplanetario mental necesario para llegar a cualquiera que fuese el mundo en el que se encontraba Urna.

El también trató de mirar el carro.

—¿Cuándo puedes tenerlo todo listo?

—¿Hmmm?

—Te he preguntado…

—Mañana por la noche. Si trabajamos sin parar durante toda la noche.

—¡Pero lo necesitaremos para el amanecer! ¡No tendremos tiempo de comprobar si funciona!

—Funcionará a la primera —dijo Urna.

—¿De veras?

—Lo he construido. Lo conozco. Tú sabes de espadas y lanzas y demás. Yo sé de cosas que dan vueltas y más vueltas. Funcionará a la primera.

—Estupendo. Bien, tengo otras cosas que hacer…

—Claro.

Urna se quedó solo en el granero. Contempló con expresión pensativa su martillo, y después el carro de hierro.

Aquella gente no sabía fundir el bronce como era debido. Su hierro era patético, sencillamente patético. ¿Su cobre? Era terrible. Parecían ser capaces de fundir un acero que se hacía añicos al primer golpe. Con los años la Quisición había acabado con todos los buenos herreros.

Urna había hecho todo lo que podía, pero…

—No me preguntes por la segunda o la tercera vez —murmuró para sí mismo.

Vorbis, rodeado de papeles, estaba sentado en el asiento de piedra de su jardín.

—¿Y bien? La figura arrodillada no levantó la vista. Dos guardias con las espadas desenvainadas estaban de pie junto a ella.

—La gente de la Tortuga… está tramando algo —dijo, la voz agudizada por el terror.

—Por supuesto que traman algo. Por supuesto —dijo Vorbis—. ¿Y qué están tramando?

—Hay alguna clase de… Cuando fuisteis confirmado como cenobiarca… Alguna clase de artefacto, alguna máquina que se mueve por sí sola… Derribará las puertas del Templo…

La voz se fue debilitando hasta desvanecerse.

—¿Y dónde se encuentra este artefacto ahora? —preguntó Vorbis.

—No lo sé. Me compraron hierro. Sólo sé eso.

—Un artefacto de hierro.

—Sí. —El hombre respiró hondo, mitad inspiración y mitad jadeo—. La gente dice… Los guardias dijeron…

…que tenéis encarcelado a mi padre y que quizá podríais… Os suplico…

Vorbis miró al hombre.

—Pero temes que también pueda enviarte a las celdas —dijo—. Piensas que soy esa clase de persona. Temes que pueda pensar, este hombre ha tenido tratos con herejes y blasfemos en circunstancias familiares…

El hombre seguía con los ojos clavados en el suelo. Los dedos de Vorbis se curvaron suavemente alrededor de su mentón y le levantaron la cabeza hasta que su mirada se encontró con la del hombre.

—Lo que has hecho está muy bien —dijo. Miró a uno de los guardias—. ¿El padre de este hombre todavía vive?

—Sí, señor.

—¿Todavía puede andar? —El exquisidor se encogió de hombros.

—Sí, señor.

—Entonces libéralo inmediatamente, déjalo al cuidado de su obediente hijo, y mándalos a los dos de vuelta a casa.

Los ejércitos del miedo y la esperanza se enfrentaron en los ojos del informador.

—Gracias, señor —dijo.

—Vete en paz.

Vorbis vio cómo uno de los guardias escoltaba al hombre fuera del jardín. Después hizo una vaga seña con la mano a uno de los exquisidores jefes.

—¿Sabemos dónde vive?

—Sí, señor.

—Bien.

El exquisidor titubeó.

—¿Y este… artefacto, señor?

—Om me ha hablado. ¿Una máquina que se mueve por sí sola? Tal cosa va contra todos los dictados de la razón. ¿Dónde están sus músculos? ¿Dónde está su mente?

—Sí, señor.

El exquisidor, que se llamaba diácono Cúspide, había llegado adonde se encontraba hoy, que no era un sitio en el que estuviera muy seguro de querer estar, porque disfrutaba haciendo daño a la gente. Era un deseo muy simple, y uno que satisfacía en abundancia dentro de la Quisición. Y Cúspide era uno de aquellos a los que Vorbis aterrorizaba de una manera muy particular. Hacer daño a la gente porque disfrutabas con ello… eso era comprensible. Vorbis hacía daño a las personas porque había decidido que se les debía hacer daño, sin pasión, hasta con una especie de inflexible amor.

Una larga experiencia había enseñado a Cúspide que la gente no se inventaba cosas, al menos no delante de un exquisidor. Claro que no había artefactos que se movieran por sí solos, pero tomó nota que habría que incrementar la guardia…

—No obstante —dijo Vorbis—, durante la ceremonia de mañana ocurrirá algo.

—¿Señor?

—Dispongo de… conocimientos especiales —dijo Vorbis.

—Por supuesto, señor.

—Tú sabes cuánta fuerza hay que aplicar para romper un tendón o un músculo, diácono Cúspide.

Cúspide se había formado la opinión de que Vorbis vivía en algún lugar al otro lado de la locura. La locura corriente no le planteaba ningún problema. Cúspide sabía que había un montón de locos en el mundo, y muchos de ellos se volvían todavía más locos en los túneles de la Quisición. Pero Vorbis había atravesado aquella barrera roja y había construido alguna clase de estructura lógica al otro lado. Pensamientos racionales hechos a partir de componentes enloquecidos…

—Sí, señor —dijo.

—Yo sé cuánta fuerza hay que aplicar para quebrar a una persona.

Era de noche, y hacía frío para aquella época del año.

Lu-Tze iba y venía por la penumbra del granero, barriendo industriosamente. De vez en cuando sacaba un trapo de su túnica y sacaba brillo a las cosas.

Sacó brillo al exterior de la Tortuga Móvil, que se elevaba amenazadora entre las sombras.

Después siguió barriendo en dirección a la fragua, donde estuvo curioseando un rato.

Verter buen acero es algo que requiere una extremada concentración. No era de extrañar que los dioses siempre se hubieran agrupado alrededor de las herrerías aisladas. Había tantas cosas que podían salir mal. Un ligero error en la mezcla de los ingredientes, un momento de distracción…

Urna, que casi se había dormido de pie, gruñó cuando un codazo lo despertó y le pusieron algo en las manos.

—Oh —dijo—. Muchas gracias.

Asentimiento, sonrisa.

—Ya casi está —dijo Urna, más o menos para sí mismo—. Ahora ya sólo hay que dejar que se enfríe. Tiene que enfriarse muy lentamente. De lo contrario se cristaliza, sabes.

Asentimiento, sonrisa, asentimiento.

El té estaba realmente bueno.

—De todas maneras no es una parte muy importante —dijo Urna, empezando a tambalearse—. Sólo son las palancas de control…

Lu-Tze lo sostuvo antes de que cayera y lo llevó hasta un montón de carbón de leña donde lo sentó. Después volvió a la fragua y la estuvo observando durante un rato. La barra de acero relucía dentro del molde.

Las personas para las que Lu-Tze era una figura vagamente entrevista detrás de una escoba muy lenta se habrían sorprendido ante su repentina exhibición de velocidad, especialmente viniendo de un hombre de seis mil años de edad que sólo comía arroz moreno y sólo bebía té verde con un nudo de mantequilla rancia dentro.

Lu-Tze dejó de correr cuando ya estaba bastante cerca de las puertas principales de la Ciudadela y empezó a barrer. Fue barriendo hasta las puertas, barrió alrededor de ellas, asintió y le sonrió a un soldado que lo miró con cara de pocos amigos hasta ver que sólo era aquel viejo tonto que siempre estaba barriendo, sacó brillo a uno de los pomos de las puertas, y después siguió barriendo a lo largo de los pasadizos y los claustros hasta que llegó al huerto de Brutha.

Donde pudo ver una figura acurrucada entre los melones.

Lu-Tze encontró una manta y volvió al huerto, donde Brutha estaba sentado con la azada encima de las rodillas.

Lu-Tze había visto muchos rostros llenos de agonía en su tiempo, que era más largo del que consiguen llegar a ver muchas civilizaciones. El de Brutha era el peor. Lu-Tze extendió la manta sobre los hombros del obispo.

—No puedo oírlo —dijo Brutha con voz enronquecida—. Eso puede significar que está demasiado lejos. No puedo dejar de pensar en eso. Podría estar perdido ahí fuera. ¡A kilómetros de distancia! —Lu-Tze sonrió y asintió.

—Todo volverá a suceder. Él nunca le dijo a nadie que hiciera nada. O que no hiciera algo. ¡Le daba igual!

Lu-Tze volvió a sonreír y asintió. Tenía los dientes amarillos. De hecho, era su dentadura número doscientos.

—Tendría que haberle importado.

Lu-Tze volvió a desaparecer en su rincón y regresó con un pequeño cuenco lleno de alguna clase de té. Asintió y sonrió, y ofreció el cuenco hasta que Brutha lo cogió y bebió un sorbo. Sabía a agua caliente dentro de la que hubieran metido una bolsa de la lavandería.

—No entiendes nada de lo que te estoy diciendo, ¿verdad? —dijo Brutha.

—No mucho —dijo Lu-Tze.

—¿Puedes hablar?

Lu-Tze se llevó a los labios un dedo marchito.

—Gran secreto —dijo.

Brutha miró al hombrecillo. ¿Cuánto sabía acerca de él? ¿Cuánto sabía alguien acerca de él?

—Hablas con Dios —dijo Lu-Tze.

—¿Cómo lo has sabido?

—Signos. Hombre que habla con Dios tiene vida difícil.

—¡Tienes muchísima razón! —Brutha miró a Lu-Tze por encima del cuenco—. ¿Por qué estás aquí? No eres omniano. Ni efebiano.

—Crecer cerca del Cubo. Hace mucho tiempo. Ahora Lu-Tze un extranjero allá donde va. Ser la mejor manera. Aprender religión en un templo en casa. Ahora ir allí donde hay trabajo.

—¿Traer tierra y podar plantas?

—Claro. Nunca haber sido obispo o gran capitoste. Vida peligrosa. Siempre ser hombre que limpia reclinatorios o barre detrás del altar. Nadie molesta a hombre útil. Nadie molesta a hombre pequeño. Nadie recuerda nombre.

—¡Eso era lo que yo iba a hacer! Pero a mí no me funciona.

—Entonces encontrar otra manera. Yo aprendo en templo. Enseñado por anciano maestro. Cuando haber problemas, siempre recordar sabias palabras de anciano y venerable maestro.

—¿Cuáles?

—Anciano maestro dice: «¡Eh, chico! ¡Sí, el de ahí! ¿Qué estás comiendo? ¡Espero que hayas traído suficiente para todos!» Anciano maestro dice: «¡Eres un chico muy malo! ¿Por qué no has hecho tus deberes?» Anciano maestro dice: «¿Qué chico se está riendo? ¡Como no hay manera de saber qué chico se está riendo, os quedaréis todos después de clase!» Cuando recordar esas sabias palabras, nada parecer tan malo.

—¿Qué voy a hacer? ¡No puedo oírlo!

—Haz lo que debes hacer. Si yo haber aprendido algo, ser que siempre debes hacer el camino solo. Brutha se abrazó las rodillas.

—¡Pero no me dijo nada! ¿Dónde está toda esa sabiduría? ¡Todos los otros profetas volvieron con mandamientos!

—¿De dónde los sacaron?

—Yo… supongo que se los inventaron.

—Entonces sácalos del mismo sitio.

—¿Llamas filosofía a esto? —rugió Didáctilos, sacudiendo su bastón.

Urna estaba quitando trocitos del molde de arena de la palanca.

—Bueno… filosofía natural —dijo.

—¡Yo nunca te he enseñado esta clase de cosas! —gritó el filósofo—. ¡Se supone que la filosofía sirve para mejorar la vida!

—Esto mejorará la vida de muchas personas —dijo Urna sin inmutarse—. Ayudará a derrocar a un tirano.

—¿Y después? —dijo Didáctilos.

—¿Y después qué?

—Después lo desmontarás, ¿verdad? —dijo el anciano—. ¿Lo harás pedazos? ¿Le quitarás las ruedas? ¿Te librarás de todos esos pinchos? ¿Quemarás los planos? ¿Sí? ¿Cuando haya servido a su propósito, sí?

—Bueno… —comenzó Urna.

—¡Aja!

—¿Aja qué? ¿Qué pasa si lo conservamos? ¡Sería un… factor disuasorio contra otros tiranos!

—¿Y crees que los tiranos no los construirían también?

—Bueno… ¡puedo construir otros más grandes! —gritó Urna. Didáctilos se dio por vencido.

—Sí —dijo—. Estoy seguro de que puedes. Bueno, en ese caso todo va bien. Claro que sí. Y pensar que yo estaba tan preocupado. Y ahora… creo que iré a descansar un rato en algún sitio…

Se lo veía encorvado, y súbitamente viejo.

—¿Maestro? —dijo Urna.

—Ni maestro ni nada —dijo Didáctilos, tanteando la pared del granero para ir hacia la puerta—. Ya veo que ahora sabes absolutamente todo lo que hay que saber sobre la dichosa naturaleza humana. ¡Ja! El Gran Dios Om resbaló por el lado de una acequia y acabó panza arriba entre la maleza del fondo. Después se enderezó agarrándose a una raíz con la boca y tirando de ella hasta que consiguió darse la vuelta.

Las formas de los pensamientos de Brutha parpadeaban en su mente. Om no podía distinguir ninguna palabra, pero no necesitaba hacerlo, de la misma manera en que no necesitas ver las ondulaciones para saber en qué dirección fluye el río.

De vez en cuando, siempre que podía ver la Ciudadela como un punto reluciente en el crepúsculo, trataba de gritar mentalmente tan alto como podía:

«¡Espera! ¡Espera! ¡Te aseguro que en realidad no quieres hacer eso! ¡Podemos ir a Ankh-Morpork! ¡La tierra de las oportunidades! ¡Con mi cerebro y tu…! ¡Contigo, el mundo es nuestro molusco! ¿Por qué tirarlo todo por la…?» Y entonces se caía dentro de otra zanja. En un par de ocasiones vio al águila, siempre volando en círculos.

—¿Por qué quieres meter la mano en una picadora de carne? ¡Este sitio se merece a Vorbis! ¡Las ovejas merecen que alguien las empuje!

Om ya había pasado por aquello cuando lapidaron a su primer creyente. Por aquel entonces ya tenía unas cuantas docenas de creyentes más, naturalmente. Pero su muerte había sido un auténtico disgusto. Te afectaba muchísimo. Nunca olvidabas a tu primer creyente. Los primeros creyentes te daban forma.

Las tortugas no están muy bien equipadas para moverse campo a través. Para ello necesitarían tener patas más largas o que hubiera zanjas menos profundas.

Om calculó que estaba haciendo menos de doscientos metros por hora en línea recta, y la Ciudadela se encontraba a treinta kilómetros de allí. De vez en cuando conseguía ir más deprisa entre los árboles de un olivar, pero las rocas y los muros de los campos compensaban sobradamente ese pequeño incremento de velocidad.

Y mientras sus patas funcionaban frenéticamente, los pensamientos de Brutha zumbaban dentro de su cabeza como una abeja lejana.

Om volvió a tratar de gritar con su mente.

—¿Qué es lo que tienes tú? ¡El tiene un ejército! ¿Tú tienes un ejército? ¿Con cuántas divisiones cuentas? Pero pensamientos como esos necesitaban energía, y había un límite a la cantidad de energía disponible en una tortuga. Om encontró un racimo de uva caído y masticó los granos hasta que el jugo le cubrió la cabeza, pero eso no cambió demasiado las cosas.

Y después estaba el anochecer. Allí las noches no eran tan frías como en el desierto, pero tampoco eran tan cálidas como el día. De noche Om iría funcionando cada vez más despacio a medida que se le enfriase la sangre.

No podría pensar tan deprisa. Ni andar tan deprisa.

Ya estaba perdiendo calor. Calor significaba velocidad.

Subió a lo alto de un hormiguero…

—¡Vas a morir! ¡Vas a morir!… y se deslizó por el otro lado.

Los preparativos para la inauguración del cenobiarca profeta empezaron muchas horas antes del amanecer. En primer lugar, y no según la antigua tradición, el diácono Cúspide y algunos de sus colegas llevaron a cabo un minucioso registro del templo. Buscaron cables que accionaran trampas y examinaron todos los rincones en busca de arqueros escondidos. Aunque iba contra las normas, el diácono Cúspide no rezó ni una sola vez.

También envió unos cuantos pelotones a la ciudad para que detuvieran a los sospechosos habituales. La Quisición siempre prefería dejar sueltos a unos cuantos sospechosos. Así sabías dónde encontrarlos cuando los necesitabas.

Después de eso vinieron una docena de sacerdotes menores para absolver el recinto y expulsar de él a todos los genios, duendes y demonios. El diácono Cúspide los miró trabajar sin hacer comentarios. Nunca había tenido tratos con las entidades sobrenaturales, pero sabía lo que una flecha bien disparada podía hacerle a un estómago que no esperaba recibirla.

Alguien le rozó las costillas con la mano. El diácono Cúspide dio un respingo ante aquella súbita adición de la vida real a la cadena de sus pensamientos, y se llevó instintivamente la mano a la daga.

—Oh —dijo.

Lu-Tze asintió y sonrió e indicó con su escoba que el diácono Cúspide estaba encima de un trozo de suelo que él, Lu-Tze, deseaba barrer.

—Hola, diminuto y asqueroso imbécil amarillo —dijo el diácono Cúspide.

Asentimiento, sonrisa.

—Nunca dices nada, ¿verdad? —murmuró el diácono Cúspide.

Sonrisa, sonrisa.

—Idiota.

Sonrisa. Sonrisa. Mirada.

Urna retrocedió.

—Bueno, ¿estás seguro de que lo has entendido todo? —preguntó.

—Es fácil —dijo Simonía, sentado en la silla de la Tortuga.

—Repítemelo —dijo Urna.

—Alimentamos la caja de fuego —dijo Simonía—. Después, cuando la aguja roja marque XXVI, hacer girar la válvula de bronce; cuando el silbato de bronce suene, tirar de la palanca grande. Y dirigir la máquina tirando de las cuerdas.

—Muy bien —dijo Urna. Pero seguía sin parecer muy convencido—. Es maquinaria de precisión.

—Y yo soy un soldado profesional —dijo Simonía—. No soy un campesino supersticioso.

—Perfecto, perfecto. Bueno…, si estás seguro…

Habían tenido tiempo de dar unos últimos toques a la Tortuga Móvil. Los bordes del caparazón estaban aserrados y había pinchos en las ruedas. Y el tubo de escape para el vapor sobrante, naturalmente… Urna no estaba demasiado seguro de si aquel tubo de escape…

—Sólo es una máquina —dijo Simonía—. No hay problema.

—Claro. Bueno, pues adelante. El sargento Fergmen conoce el camino.

Brutha despertó, o al menos dejó de intentar dormir. Lu-Tze se había ido. Probablemente estaría barriendo en algún sitio.

Vagó por los pasillos desiertos de la sección de los novicios. Todavía faltaban varias horas para que el nuevo cenobiarca fuese coronado. Antes había docenas de ceremonias que llevar a cabo. Todos los que eran alguien estarían en el Lugar y las plazas que lo rodeaban, y el todavía mayor número de personas que apenas eran nadie también estarían allí. Las capillas estaban vacías, y las plegarias inacabables habían dejado de ser cantadas. La Ciudadela hubiese podido estar muerta, de no ser por el inmenso e indefinible rugido de fondo que producían decenas de millares de personas guardando silencio. La luz del sol se filtraba a través de los pozos de iluminación.

Brutha nunca se había sentido más solo. El desierto había sido un auténtico jolgorio comparado con aquello.

Anoche… anoche, con Lu-Tze, todo había parecido tan claro. Anoche Brutha se sentía capaz de encararse con Vorbis allí y entonces. Anoche parecía haber una posibilidad. Anoche todo había sido posible. Ese era el problema de los anoches. Siempre eran seguidos por estas mañanas.

Entró en el nivel de la cocina y después salió al mundo exterior. Un par de cocineros estaban preparando el banquete ceremonial de carne, pan y sal, pero no le prestaron atención.

Brutha se sentó delante de uno de los mataderos. Sabía que había una puerta trasera en algún lugar de por allí.

Si salía, nadie le daría el alto. Hoy todos estaban muy ocupados asegurándose de que ningún visitante no deseado se colase.

Podía irse. Dejando aparte la sed y el hambre, el desierto había parecido bastante agradable. San Ungulante con su locura y sus setas parecía haberle tomado la medida a la vida. El que te engañaras a ti mismo carecía de importancia siempre que te aseguraras de no llegar a saberlo, y además funcionaba a las mil maravillas. En el desierto la vida era mucho más sencilla.

Pero había una docena de guardias junto a la puerta, y no parecían demasiado simpáticos. Brutha volvió a su asiento, que estaba resguardado en un rincón, y se dedicó a contemplar el suelo con expresión lúgubre.

Si Om estaba vivo podría enviarle una señal, ¿verdad? Un rechinar junto a las sandalias de Brutha se elevó unos centímetros y después se hizo a un lado. Brutha miró el agujero.

Una cabeza encapuchada apareció, le devolvió la mirada y volvió a desaparecer. Hubo un susurrar subterráneo.

La cabeza reapareció, y fue seguida por un cuerpo. El cuerpo se izó a los adoquines. La capucha fue echada hacia atrás. El hombre dirigió una sonrisa conspiratoria a Brutha, se llevó los dedos a los labios y después, sin ningún aviso previo, se lanzó sobre él con intenciones violentas.

Brutha rodó sobre los adoquines y levantó frenéticamente las manos en cuanto vio el destello del metal. Una mano bastante sucia cayó sobre su boca. La hoja de un cuchillo recortó una silueta dramática y muy definitiva contra la luz…

—¡No!

—¿Por qué no? ¡Dijimos que lo primero que haríamos sería matar a todos los sacerdotes!

—¡A ese no! Brutha se atrevió a volver los ojos hacia un lado. Aunque la segunda figura que estaba saliendo del agujero también llevaba una túnica mugrienta, el corte de pelo al estilo brochazo era inconfundible.

—¿Urna? —intentó decir.

—Tú calla —dijo el otro hombre, presionándole la garganta con el cuchillo.

—¿Brutha? —dijo Urna—. ¿Estás vivo?

Los ojos de Brutha fueron de su captor a Urna de una manera que indicaba que era demasiado pronto para mostrarse categórico acerca de aquella cuestión.

—Es de confianza —dijo Urna.

—¿De confianza? ¡Es un sacerdote!

—Pero está de nuestra parte. ¿Verdad, Brutha? Brutha trató de asentir y pensó: Estoy de parte de todos. Estaría bien que, sólo por una vez, alguien estuviera de mi parte.

La mano se apartó de su boca, pero el cuchillo siguió descansando encima de su garganta. Los normalmente muy pausados procesos mentales de Brutha fluyeron como el mercurio.

—¿La Tortuga Se Mueve? —se atrevió a murmurar. El cuchillo fue retirado con reticencia.

—No confío en él —dijo el hombre—. Al menos deberíamos tirarlo por el agujero.

—Brutha es uno de nosotros —dijo Urna.

—Claro que sí. Por supuesto —dijo Brutha—. ¿Cuáles sois? —Urna se acercó un poco más.

—¿Cómo está tu memoria?

—Estupendamente, por desgracia.

—Bien. Bien. Uh. Sería buena idea que no te metieras en líos, sabes… si ocurre algo. Acuérdate de la Tortuga. Aunque te acordarás, claro.

—¿Qué cosas? Urna le dio una palmadita en el hombro, lo que hizo que Brutha pensara en Vorbis por un momento. Vorbis, que nunca había tocado a otra persona dentro de su cabeza, siempre estaba tocando con las manos.

—Sería preferible que no supieras qué está ocurriendo —dijo Urna.

—Pero es que no lo sé —dijo Brutha.

—Mejor. Así ha de ser.

El hombre corpulento señaló con su cuchillo los túneles que llevaban hacia la roca.

—¿Nos vamos o qué? —preguntó.

Urna echó a correr detrás de él pero de pronto se detuvo y se volvió hacia Brutha.

—Ten cuidado —dijo—. Necesitamos lo que hay dentro de tu cabeza.

Brutha los vio marchar.

—Yo también —murmuró.

Y volvió a quedarse solo.

Pero pensó: Un momento. No tengo por qué estar solo. Soy un obispo. Al menos puedo mirar. Om se ha ido y el mundo pronto acabará, así que ya puestos al menos podría ver lo que pasa.

Con un chasquido de sandalias, Brutha echó a andar hacia el Lugar.

En el tablero de jaquedrez, los obispos se mueven diagonalmente. Por eso tienen una cierta tendencia a aparecer allí donde los reyes no esperan que estén.

—¡Condenado idiota! ¡No vayas por ahí!

El sol ya estaba muy alto en el cielo. De hecho probablemente estaba poniéndose, si las teorías de Didáctilos sobre la velocidad de la luz eran correctas, pero en cuestiones de relatividad el punto de vista del observador es muy importante, y desde el punto de vista de Om el sol era una bola dorada en un llameante cielo anaranjado.

Subió por otra pendiente y contempló la lejana Ciudadela. Podía oír las voces burlonas de todos los dioses menores resonando dentro de su cabeza.

Un dios que había caído nunca gozaba de mucha popularidad entre los dioses menores. Aquello no les gustaba nada. Les hacía quedar mal a todos. Les recordaba la mortalidad. Om sería arrojado a las profundidades del desierto, donde nadie vendría nunca. Nunca. Hasta el fin del mundo.

Se estremeció dentro de su concha.

Urna y Fergmen andaban tranquilamente por los túneles de la Ciudadela, empleando la clase de andares tranquilos y despreocupados que, en el caso de que hubiera habido presente alguien para interesarse por ellos, habrían atraído una detalladísima y muy afilada atención en cuestión de segundos. Pero las únicas personas presentes eran aquellas que tenían trabajos vitales que hacer. Además, mirar con demasiada fijeza a los guardias no hubiese sido muy buena idea porque siempre cabía la posibilidad de que te devolvieran la mirada.

Simonía había asegurado a Urna que había accedido a hacer aquello. Urna no acababa de acordarse de si realmente había dicho que lo haría. El sargento conocía una ruta de acceso a la Ciudadela, lo cual era bastante sensato. Y Urna entendía de hidráulica. Perfecto. Ahora estaba andando por aquellos túneles resecos entre los tintineos de su cinturón de las herramientas. Había una conexión lógica, pero había sido establecida por otro.

Fergmen dobló una esquina y se detuvo junto a una gran reja vertical que iba del suelo al techo. Estaba muy oxidada. En otros tiempos quizá hubiera sido una puerta, ya que había una sugerencia de bisagras fundidas con la piedra a causa de la herrumbre. Urna atisbo por entre los barrotes. Más allá, en la penumbra, había cañerías.

—Eureka —dijo.

—¿Qué, nos vamos a dar un baño? —preguntó Fergmen.

—Cállese y vigile.

Urna seleccionó una palanqueta corta de su cinturón y la introdujo entre la reja y la piedra. Dadme un metro de buen acero y un muro en el que apoyar… mi… pie —la reja se inclinó hacia adelante y después se desprendió con un pesado estrépito— y puedo cambiar el mundo…

Entró en la larga, oscura y húmeda sala y soltó un silbido de admiración.

Nadie había llevado a cabo ningún trabajo de mantenimiento durante, bueno, durante el tiempo que hiciera falta para que unas bisagras de hierro se convirtieran en una masa de herrumbre a punto de pulverizarse, pero ¿todo aquello aún funcionaba? Urna alzó la mirada hacia cubas de plomo y hierro que eran más grandes que él, y un amasijo de cañerías del grosor de un hombre.

Este era el hálito de Dios.

El último hombre que sabía cómo funcionaba probablemente había muerto en la sala de torturas hacía muchos años. O tan pronto como fue instalado. Matar al creador era un método tradicional de proteger la patente.

Ahí estaban las palancas y allí, suspendidos encima de pozos abiertos en el suelo de roca, estaban los dos juegos de contrapesos. Probablemente bastaría con unos centenares de litros de agua para modificar el equilibrio en un sentido o en otro. Naturalmente, el agua tendría que ser bombeada hasta allí arriba…

—¿Sargento? —Fergmen asomó la cabeza desde detrás de la puerta. Parecía estar un poco nervioso, como un ateo durante una tormenta con muchos rayos y truenos.

—¿Qué? —Urna señaló con un dedo.

—Ahí hay un gran pozo que atraviesa la pared. ¿Lo ve? Está justo detrás de la cadena de transmisión.

—¿Laque?

—¿Las ruedas grandes con esa especie de nudos?

—Oh. Sí.

—¿Adonde va a parar el pozo?

—No lo sé. Al otro lado está el gran Molino de la Corrección.

—Ah.

Así que en última instancia, el hálito de Dios era el sudor de los hombres. Didáctilos hubiese sabido apreciar aquella ironía, pensó Urna.

De pronto fue consciente de un sonido que había estado allí todo el tiempo pero que sólo ahora estaba logrando abrirse paso a través de su concentración. Era tenue, sonaba un poco metálico y estaba lleno de ecos, pero se trataba de voces. Procedentes de las cañerías.

A juzgar por su expresión, el sargento también las había oído.

Urna pegó la oreja al metal. No había posibilidad de distinguir palabras, pero el ritmo religioso general era suficientemente familiar.

—Sólo es el servicio en el Templo —dijo—. Probablemente resuena en las puertas y el sonido se transmite hacia abajo por las cañerías.

Su explicación no pareció tranquilizar demasiado a Fergmen.

—Los dioses no tienen nada que ver —tradujo Urna, y volvió a centrar su atención en las cañerías—. Un principio muy simple —añadió, más para sí mismo que para Fergmen—. El agua entra en los depósitos y cae sobre los contrapesos, con lo que altera el equilibrio. Un grupo de contrapesos desciende y el otro sube por el pozo de la pared. El peso de la puerta no importa. Cuando los contrapesos del fondo descienden, esos cubos de ahí se inclinan y vierten el agua. Y el efecto probablemente será gradual y fluido. Con un equilibrio perfecto en cada extremo del movimiento, además. Muy bien calculado.

Vio la cara que estaba poniendo Fergmen.

—El agua entra y sale y las puertas se abren —tradujo—. Así que lo único que tenemos que hacer es esperar a… ¿Cuál dijo que sería la señal?

—Cuando hayan entrado por la puerta principal sonará una trompeta —dijo Fergmen, alegrándose de poder ayudar en algo.

—Ya.

Urna contempló los pesos y los depósitos del techo. Las cañerías de bronce goteaban corrosión.

—Pero quizá valdría más que nos aseguráramos de que sabemos lo que estamos haciendo —dijo—. Probablemente tendrán que transcurrir un par de minutos antes de que las puertas empiecen a moverse. —Rebuscó debajo de su túnica y sacó algo que, a los ojos de Fergmen, se parecía muchísimo a un instrumento de tortura. La impresión debió de comunicarse por sí sola a Urna, que habló muy despacio y en un tono lo más calmado posible—: Es una llave graduable.

—¿Sí?

—Sirve para aflojar tuercas.

Fergmen asintió, no muy convencido.

—¿Sí? —dijo.

—Y esto es una botella de aceite penetrante.

—Oh, bueno.

—Ayúdeme a subir ahí, ¿quiere? Tardaré un poco en destornillar la conexión con la válvula, así que será mejor que empecemos a trabajar. —Urna se encaramó a la antigua maquinaria mientras la ceremonia seguía su curso por encima de ellos.

Me-Corto-La-Mano Dhblah estaba totalmente a favor de los nuevos profetas. Incluso estaba a favor del fin del mundo, siempre que pudiera obtener la concesión para vender estatuas religiosas, iconos rebajados, dulces rancios, higos fermentados y olivas putrescentes pinchadas en un palillo a cualquier multitud reunida para asistir al espectáculo.

Así pues, este fue su testamento. Nunca llegó a haber un Libro del Profeta Brutha, pero un amanuense emprendedor, durante lo que acabó siendo conocido como la Renovación, recopiló unas cuantas notas, y Dhblah tuvo esto que decir:

«I. Verá, el caso es que yo me encontraba justo al lado de la estatua de Ossory y entonces me di cuenta de que Brutha estaba junto a mí. Todo el mundo se mantenía alejado de él por eso de que era un obispo, y si empujas a un obispo entonces te hacen ciertas cosas.

»II. Hola, eminencia, le dije yo, y después le ofrecí un yogur prácticamente gratis.

»III. No, respondió él.

»IV. Es sanísimo, le dije, es un yogur vivo.

»V. Sí, dijo, ya lo veo.

»VI. Brutha estaba mirando las puertas. Era más o menos el momento del tercer gong, claro, así que todos sabíamos que aún tendríamos que esperar durante varias horas. Se lo veía un poco deprimido y eso que ni siquiera se había comido el yogur, que admito estaba un poquito así así, con el calor que hacía. Quiero decir que estaba más vivo que de costumbre. Quiero decir que, bueno, yo tenía que ir atizándole con la cuchara para que no se saliera del… De acuerdo, de acuerdo. Sólo estaba explicando lo del yogur. Que sí. Quiero decir que supongo que querrá darle un poquito de color local, ¿no? A la gente le gusta que haya un poquito de color local. Bueno, pues era verde.

»VII. Y allí estaba él, mirando. Así que le dije: ¿Tiene algún problema, eminencia? A lo cual él admitió que no podía oírlo. Y entonces yo dije, ¿quién es este al cual os referís? Si estuviera aquí, dijo él, me enviaría una señal.

»VIII. El rumor de que entonces salí corriendo es totalmente falso. Fue la presión de la multitud, nada más que eso. Nunca he sido amigo de la Quisición. Puede que les haya vendido comida, pero siempre les cobraba extra.

»IX. Bueno, el caso es que entonces él se abrió paso a través de la línea de guardias que mantenían a raya a la multitud y se plantó delante de las puertas, y los guardias no tenían muy claro qué había que hacer con los obispos, y le oí decir algo como: Te llevé por el desierto, he creído durante toda mi vida, dame esta única cosa.

»X. O algo por el estilo, en todo caso. ¿Un poquito de yogur? Lo estoy liquidando. Un pinchito.

Om se izó por encima de una pared cubierta de enredaderas, sujetando zarcillos con su pico y elevándose a base de ejercitar los músculos del cuello. Después cayó al otro lado. La Ciudadela seguía estando tan lejana como siempre.

La mente de Brutha llameaba como un faro en los sentidos de Om. Hay una veta de locura presente en toda persona que dedica sus mejores horas a los dioses, y ahora estaba impulsando al muchacho.

—¡Es demasiado pronto! —chilló Om—. ¡Necesitas seguidores! ¡No puedes ser sólo tú! ¡No puedes hacerlo tú solo! ¡Antes tienes que conseguir discípulos!

Simonía se volvió para mirar a lo largo de la Tortuga. Treinta hombres permanecían acurrucados debajo de la concha, y todos parecían bastante inquietos.

Un cabo saludó.

—La aguja ya ha llegado allí, sargento.

El silbato de latón sonó.

Simonía empuñó las cuerdas de conducción. La guerra siempre debería ser así, pensó. Nada de incertidumbres.

Unas cuantas Tortugas como esta más, y nadie volvería a combatir nunca.

—En marcha —dijo.

Tiró vigorosamente de la palanca grande.

El frágil metal se partió entre sus dedos.

Dale a quien sea una palanca lo bastante grande y podrá cambiar el mundo. El problema es que a veces no te puedes fiar de la palanca.

En las profundidades de la fontanería oculta del Templo, Urna sujetó firmemente una cañería de bronce con su llave graduable y aplicó una cautelosa rotación a la tuerca. La tuerca se resistió. Urna cambió de posición y gruñó al tiempo que empleaba más presión.

Con un quejumbroso ruidito metálico, la cañería se dobló… y se partió.

—¡Pare! ¡Pare!

—¿Qué? —dijo Fergmen, a un par de metros por debajo de él.

—¡Que pare el agua!

—¿Cómo?

—¡La cañería se ha roto!

—Creía que queríamos que se rompiera, ¿no?

—¡Todavía no!

—¡Deje de gritar, señor! ¡Hay guardias cerca!

Urna dejó que el agua chorreara por un instante mientras se quitaba la túnica, y después embutió la prenda empapada en la cañería. La túnica salió despedida con cierta fuerza y chocó húmedamente en el embudo de plomo, resbalando por él hasta que bloqueó la cañería que terminaba en los contrapesos. El agua se acumuló detrás de ella y después empezó a derramarse por el suelo.

Urna miró el contrapeso. No había empezado a moverse. Se relajó ligeramente. Ahora, con tal que todavía hubiera suficiente agua para que el contrapeso descendiera…

—No os mováis.

Urna volvió la cabeza y su cerebro dejó de funcionar.

Un hombre corpulento vestido con una túnica negra acababa de aparecer en la entrada. Detrás de él, un guardia empuñaba una espada de manera bastante significativa.

—¿Quiénes sois? ¿Por qué estáis aquí?

El titubeo de Urna sólo duró un instante. Agitó su llave graduable.

—Bueno, es el recubrimiento de la juntura, claro —dijo—. Está perdiendo que es un horror. Me asombra que todavía aguante.

El hombre entró en la sala. Miró a Urna por un instante sin saber qué hacer y después volvió su atención hacia la cañería que seguía perdiendo agua. Y después volvió a mirar a Urna.

—Pero tú no eres… —comenzó.

Y se volvió en redondo en cuanto Fergmen golpeó al guardia con un trozo de cañería. Cuando se volvió nuevamente hacia Urna, la llave de este le dio de lleno en el estómago. Urna no era fuerte, pero la llave era bastante larga y los sobradamente conocidos principios de la palanca hicieron el resto. El hombre se dobló y se desplomó sobre uno de los contrapesos.

Lo que ocurrió a continuación ocurrió dentro de una fracción de tiempo congelado. El diácono Cúspide se agarró al contrapeso para no perder el equilibrio. El contrapeso bajó lentamente, con los kilos extra del diácono añadiéndose al peso del agua. Cúspide levantó las manos y trató de agarrarse. El contrapeso descendió un poco más, desapareciendo por debajo del borde del pozo. Cúspide hizo un nuevo intento de conservar el equilibrio, pero esta vez lo llevó a cabo sobre el aire, y cayó encima del contrapeso que seguía descendiendo.

Urna vio el rostro del diácono levantado hacia él mientras el contrapeso desaparecía en la penumbra.

Con una palanca, podía cambiar el mundo. Y en lo que concernía al diácono Cúspide, no cabía duda de que Urna lo había cambiado. Había hecho que dejara de existir.

Fergmen estaba inclinado sobre el guardia amenazándolo con el trozo de tubo.

—Yo conozco a este tipo —dijo—. Voy a darle una buena…

—¡Olvídelo!

—Pero…

Los engranajes entraron en acción con un tintineo metálico por encima de ellos. Hubo un lejano crujido de bronce sobre bronce.

—Salgamos de aquí —dijo Urna—. Sólo los dioses saben qué estará ocurriendo ahí arriba.

Y los golpes llovían sobre el caparazón inmóvil de la Tortuga Móvil.

—¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! —gritó Simonía, descargando otra serie de puñetazos—. ¡Muévete! ¡Te ordeno que te muevas! ¿Es que no entiendes el efebiano o qué? ¡Muévete! La máquina inmóvil siguió despidiendo vapor y permaneció donde estaba.

Y Om llegó a lo alto de la ladera de una pequeña colina. No le quedaba otra elección. Ahora ya sólo había una manera de llegar a la Ciudadela.

Con un poco de suerte, era una posibilidad entre un millón.

Y Brutha se detuvo delante de las enormes puertas sin pensar ni por un instante en la multitud o en los guardias que murmuraban entre ellos. La Quisición podía arrestar a cualquiera, pero los guardias no tenían muy claro qué te ocurría si detenías a un arzobispo, especialmente a uno que había sido favorecido tan recientemente por el profeta.

Sólo una señal, pensó Brutha en la soledad de su cabeza.

Las puertas temblaron y empezaron a abrirse lentamente.

Brutha dio un paso adelante. En ese momento no era plenamente consciente, o al menos no coherente tal como la entendían las personas normales. Sólo una parte de él seguía siendo capaz de percibir el estado de su propia mente y pensar: bueno, quizá los Grandes Profetas siempre se sentían así.

Los millares de asistentes a la ceremonia que llenaban el templo no podían estar más confusos. Los coros de soyes menores dejaron de cantar. Brutha avanzó por el pasillo, el único hombre que tenía un propósito entre aquel gentío súbitamente perplejo.

Vorbis estaba de pie en el centro del templo, bajo la bóveda de la cúpula. Los guardias se apresuraron a ir hacia Brutha, pero Vorbis levantó una mano en un movimiento pausado pero muy claro.

Brutha verá toda la escena. Allí estaban el cayado de Ossory, la capa de Abismo y las sandalias de Cena. Y, sosteniendo la cúpula, las gigantescas estatuas de los cuatro primeros profetas. Nunca las había visto. Había oído hablar de ellas cada día de su infancia.

¿Y qué significaban ahora? No significaban nada. Nada significaba nada, si Vorbis era Profeta. Nada significaba nada, si el cenobiarca era un hombre para el que en los espacios interiores de su cabeza no había nada que oír aparte de sus propios pensamientos.

Brutha era consciente de que el gesto de Vorbis no sólo había detenido a los guardias, aunque estos lo rodeaban como un seto. También había llenado de silencio el templo. Vorbis habló.

—Ah. Mi Brutha. Te hemos buscado en vano. Y ahora incluso tú estás aquí…

Brutha se detuvo a un par de metros de él. El momento de… lo que quiera que hubiese sido… que lo había impulsado a través del umbral se había disipado.

Ahora lo único que quedaba era Vorbis.

Sonriendo.

La parte de Brutha que aún era capaz de pensar estaba pensando: no hay nada que puedas decir. Nadie te escuchará. A nadie le importará. Da igual lo que les digas acerca de Efebia, y del hermano Murduck, y del desierto. No será fundamentalmente cierto.

Fundamentalmente cierto. Así es el mundo, con Vorbis en él.

—¿Ocurre algo? —dijo Vorbis—. ¿Hay algo que desees decir? —Los ojos negro-sobre-negro llenaban el mundo, como dos pozos.

La mente de Brutha se dio por vencida y su cuerpo tomó el mando. Su cuerpo hizo que su mano retrocediera y se levantara, sin enterarse del súbito adelantarse de los guardias.

Vio cómo Vorbis volvía la mejilla y sonreía.

Brutha se detuvo y bajó la mano.

—No —dijo—. No lo haré.

Y entonces, por primera y única vez, vio a Vorbis realmente furioso. Antes había habido momentos en los que el diácono estaba enfadado, pero siempre había sido algo impulsado por el cerebro y que era conectado y desconectado en cuanto surgía la necesidad. Aquello era otra cosa, algo fuera de control. Y destelló a través de su rostro sólo por un instante.

Mientras las manos de los guardias se cerraban sobre él, Vorbis avanzó un paso y le dio una palmadita en el hombro a Brutha. Después lo miró a los ojos y murmuró:

—Azotadlo hasta llevarlo a las puertas de la muerte, y luego quemadlo el resto del camino.

Un guardia abrió la boca para hablar, pero la cerró en cuanto vio la expresión de Vorbis.

—Hacedlo. Ahora.

Un mundo de silencio. Aquí arriba no hay más sonido que el susurro del viento entre las plumas.

Aquí arriba el mundo es redondo y está circundado por una banda de mar. El punto de vista abarca de un horizonte a otro, y el sol está más cerca.

Y aun así, al mirar hacia abajo en busca de formas…

… entre los campos que hay junto al desierto…

… en lo alto de una pequeña colina…

… una diminuta cúpula en movimiento, ridículamente expuesta…

No hay más sonido que el susurro del viento entre las plumas cuando el águila pliega las alas y cae como una flecha, el mundo girando alrededor de la pequeña forma en movimiento que ha pasado a ser el foco de toda la atención del águila.

Más cerca y…

… las garras descienden…

… aferran…

… y se elevan…

Brutha abrió los ojos.

Su espalda meramente agonizaba. Ya hacía tiempo que se había acostumbrado a desconectar el dolor.

Pero estaba acostado encima de una superficie, con los brazos y las piernas encadenados a algo que no podía ver. El cielo en lo alto. La imponente fachada del templo a un lado.

Volviendo un poco la cabeza podía ver a la multitud silenciosa. Y el metal marrón de la tortuga de hierro.

Podía oler a humo.

Alguien estaba apretando el grillete de su mano. Brutha miró al exquisidor. Bueno, ¿qué tenía que decir ahora? Oh, sí.

—¿La Tortuga Se Mueve? —farfulló.

El hombre suspiró.

—Esta no, amigo —dijo.

El mundo giró debajo de Om mientras el águila buscaba la altura necesaria para cascar conchas, y su mente se vio asediada por el temor existencial tortuguesco a estar lejos del suelo. Y los pensamientos de Brutha, nítidos y brillantes a tan poca distancia de la muerte…

«Estoy yaciendo sobre la espalda y cada vez hace más calor y voy a morir…» Con cuidado, con cuidado. Concéntrate, concéntrate. En cualquier momento te soltará…

Om sacó su largo y flaco cuello, examinó el cuerpo que había encima de él, escogió el que esperaba fuese el punto correcto, metió el pico entre las plumas marrones que había entre las garras y apretó.

El águila parpadeó. Ninguna tortuga le había hecho eso a un águila en ningún otro momento o lugar de la historia.

Los pensamientos de Om llegaron al pequeño mundo plateado de su mente:

—No queremos tener que hacernos daño el uno al otro, ¿verdad? —El águila volvió a parpadear.

Las águilas nunca han desarrollado demasiada imaginación o capacidad de prever lo que va a ocurrir, más allá de la necesaria para saber que cuando dejas caer una tortuga sobre las rocas dicha tortuga queda hecha picadillo.

Pero se estaba formando una imagen mental de lo que ocurría cuando dejabas caer a una tortuga bastante pesada que seguía teniendo muy íntimamente cogida una parte esencial de ti.

Habían empezado a llorarle los ojos.

Otro pensamiento se infiltró en su mente.

—Bueno, vamos a ver. Si juegas a, uh, pelota conmigo, entonces yo… jugaré a pelota contigo. ¿Entiendes? Esto es importante. Esto es lo que quiero que hagas…

El águila se elevó sobre una corriente de aire caliente que brotaba de las rocas, y voló hacia el brillo lejano de la Ciudadela.

Ninguna tortuga había hecho aquello antes. Ninguna tortuga en todo el universo. Pero ninguna tortuga había sido nunca un dios, y conocía el lema no escrito de la Quisición: Cuius testículos habes, habeas cardia et cerebellum.

Cuando has conseguido tenerlos bien cogidos por la atención, sus corazones y sus mentes la seguirán.

Urna se abrió paso a través de la multitud, con Fergmen pisándole los talones. Aquello era lo mejor y lo peor de la guerra civil, al menos al principio: todo el mundo llevaba el mismo uniforme. Todo resultaba más sencillo cuando podías distinguir a los enemigos porque eran de otro color o al menos hablaban con un acento raro. Los llamabas «monos amarillos» o lo que fuese. Facilitaba las cosas.

Eh, pensó Urna. Esto casi es filosofía. Lástima que probablemente no viviré para contárselo a nadie.

Las grandes puertas estaban entornadas. La multitud guardaba silencio, y permanecía muy atenta. Urna estiró el cuello tratando de ver algo, y después levantó la vista hacia el soldado que había junto a él.

Era Simonía.

—Creía que…

—No funcionó —dijo Simonía con amargura.

—¿Hiciste…?

—¡Lo hicimos todo! ¡Algo se rompió!

—Debe de ser el acero que hacen aquí —dijo Urna—. Las clavijas de conexión de…

—Ahora eso da igual —dijo Simonía.

La apremiante sequedad de su tono hizo que Urna siguiera la dirección de las miradas de la multitud.

Había otra tortuga de hierro allí: un excelente modelo de una tortuga, colocado encima de una especie de parrilla de barras metálicas dentro de la que un par de exquisidores estaban encendiendo un fuego en aquel mismo instante. Y encadenado a la espalda de la tortuga…

—¿Quién es ese?

—Brutha.

—¿Qué?

—No sé qué ha pasado. Pegó a Vorbis, o no le pegó. O algo. El caso es que lo puso furioso. Vorbis detuvo la ceremonia allí mismo.

Urna miró al diácono. Todavía no era cenobiarca, por lo que no llevaba la corona. Su calva cabeza relucía bajo el sol matinal entre los soyes y los obispos que esperaban junto a la entrada sin saber qué hacer.

—Bien, vamos —dijo Urna.

—¿Vamos a qué?

—¡Podemos asaltar la escalera y salvarlo!

—Hay más de ellos que de nosotros —dijo Simonía.

—Bueno, ¿no los ha habido siempre? No hay mágicamente más de ellos que de nosotros por el mero hecho de que ahora tengan encadenado a Brutha ahí, ¿verdad? Simonía lo agarró del brazo.

—Piensa con un poco de lógica, ¿quieres? —le urgió—. Eres un filósofo, ¿verdad? ¡Mira a la multitud! Urna miró la multitud.

—¿Y bien?

—No les gusta. —Simonía se volvió—. Oye, Brutha va a morir de todas formas. Pero de esta manera su muerte significará algo. La gente no entiende lo de la forma del universo y todas esas cosas, pero se acordarán de lo que Vorbis le hizo a un hombre. ¿Comprendes? Podemos hacer que la muerte de Brutha se convierta en un símbolo para el pueblo. ¿Es que no lo ves? Om contempló la lejana figura de Brutha. Estaba desnudo, salvo por un taparrabos.

—¿Un símbolo? —dijo. Tenía la garganta reseca.

—Tiene que serlo.

Se acordó de que Didáctilos había dicho que el mundo era un lugar muy raro. Y, pensó, realmente lo era. Allí unas personas se disponían a matar a otra persona asándola, pero le habían dejado puesto el taparrabos, porque la respetabilidad estaba por encima de todo. Tenías que reír. De lo contrario te volverías loco.

—Verás, ahora sé que Vorbis es malvado —dijo, volviéndose hacia Simonía—. Quemó mi ciudad. Bueno, los tsorteanos lo hacen de vez en cuando y nosotros quemamos la suya. No es más que una guerra. Todo es parte de la historia. Y miente y engaña y acapara todo el poder que puede, y montones de personas también hacen todo eso. Pero ¿sabes lo que es especial? ¿Sabes qué es realmente especial?

—Por supuesto —dijo Simonía—. Lo que le está haciendo a…

—Es lo que te ha hecho a ti.

—¿Qué?

—Vorbis convierte a otras personas en copias de sí mismo.

Simonía le cogió del brazo con dedos que parecían haberse vuelto de hierro.

—¿Estás diciendo que yo soy como él?

—En una ocasión dijiste que lo matarías —dijo Urna—. Ahora estás pensando como él…

—Bueno, ¿entonces nos lanzamos a la carga escalera arriba o qué? —preguntó Simonía—. Estoy seguro de que… Bien, puede que tengamos a unos cuatrocientos de nuestra parte. ¿Doy la señal y unos centenares de nosotros atacamos a miles de ellos? ¿Y él muere de todas maneras y nosotros morimos también? ¿En qué cambiaría eso las cosas? El rostro de Urna se había vuelto grisáceo de puro horror.

—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó.

Unos cuantos rostros se volvieron hacia él entre la multitud para mirarlo con curiosidad.

—¿No lo sabes? —preguntó.

El cielo era azul. El sol todavía no estaba lo bastante alto para convertirlo en el cuenco de cobre normal en Omnia.

Brutha volvió nuevamente la cabeza, esta vez hacia el sol. Se encontraba a cosa de un palmo por encima del horizonte, aunque si las teorías de Didáctilos acerca de la velocidad de la luz eran correctas, entonces en realidad se estaba poniendo, a miles de años en el futuro.

El sol fue eclipsado por la cabeza de Vorbis.

—¿Todavía no tienes calor, Brutha? —preguntó el diácono.

—Empiezo a tener un poco.

—Hará más.

Hubo una súbita agitación entre la multitud. Alguien estaba gritando. Vorbis no hizo caso de los gritos.

—¿No hay nada que quieras decir? —preguntó—. ¿Ni siquiera puedes lanzar una maldición? ¿Tan sólo una maldición, únicamente eso?

—Nunca oíste a Om —dijo Brutha—. Nunca creíste. Nunca oíste su voz. Lo único que has oído son los ecos que resuenan dentro de tu propia mente.

—¿De veras? Pero soy el cenobiarca y tú vas a arder por traición y herejía —repuso Vorbis—. ¿No crees que eso quizá nos esté diciendo algo acerca de Om?

—Habrá justicia —dijo Brutha—. Si no hay justicia, entonces no hay nada.

—¿Justicia? —dijo Vorbis. La idea pareció enfurecerlo. Se volvió hacia la multitud de obispos—. ¿Habéis oído lo que ha dicho? ¿Habrá justicia? ¡Om ha juzgado! ¡A través de mí! ¡Esto es justicia! Un puntito acababa de aparecer encima del sol, y se aproximaba rápidamente a la Ciudadela. Y la vocecita estaba diciendo «izquierda izquierda izquierda arriba arriba un poquito a la derecha arriba izquierda…». La masa de metal que había debajo de Brutha comenzaba a ponerse incómodamente caliente.

—Ya viene —dijo Brutha.

Vorbis levantó la mano para señalar la gran fachada del templo.

—Unos hombres construyeron esto. Nosotros construimos esto —dijo—. ¿Y qué hizo Om? ¿Om viene? ¡Que venga! ¡Que juzgue entre nosotros!

—Ya viene —repitió Brutha—. El Dios.

La multitud lanzaba miradas aprensivas al cielo. Hubo ese momento, sólo un momento, en que el mundo contiene la respiración y espera contra toda experiencia que se produzca un milagro.

—… arriba ahora a la izquierda, cuando yo diga tres, uno, dos, TRES…

—¿Vorbis? —graznó Brutha.

—¿Qué? —preguntó secamente el diácono.

—Vas a morir.

Apenas si fue un susurro, pero rebotó en las puertas de bronce y atravesó el Lugar…

E hizo que la gente se sintiera un poco inquieta, aunque no hubieran podido decir por qué.

El águila atravesó la plaza, volando tan bajo que la gente se agachó para esquivarla. Dejó atrás el techo del templo y comenzó a describir una gran curva en dirección a las montañas. Los que la habían estado siguiendo con la mirada se relajaron. No era más que un águila. Por un instante, sólo por un instante…

Nadie vio el puntito minúsculo que caía del cielo.

No pongas tu fe en los dioses. Pero puedes creer en las tortugas.

Una sensación de viento soplando través de la mente de Brutha, y una voz…

—ohmaldiciónmaldiciónmaldiciónsocorroaargh NoNoAarghMaldición NONOAARGH…

El mismo Vorbis tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para calmarse. Había habido un momento, cuando vio al águila… pero no…

Extendió los brazos y sonrió beatíficamente al cielo.

—Lo siento —dijo Brutha.

Después una o dos personas, que habían estado mirando a Vorbis en aquellos instantes, dijeron que hubo el tiempo justo para que su expresión cambiara antes de que un kilo de tortuga que viajaba a tres metros por segundo le diera entre los ojos.

Fue una revelación.

Y una revelación siempre afecta a las personas que asisten a ella. Para empezar, creen con todo su corazón.

Brutha fue consciente de un ruido de pies que subían corriendo por la escalera y de manos que tiraban de sus cadenas.

Y después habló una voz:

—I. Es Mío.

El Gran Dios se alzó por encima del Templo, fluyendo y cambiando a medida que la fe de millares de personas entraba en él. Había formas allí, de hombres con cabeza de águila, y toros, y cuernos dorados, pero se enredaban y ardían y se fusionaban unas con otras.

Cuatro haces de fuego surgieron de las nubes e hicieron pedazos las cadenas que aprisionaban a Brutha.

—II. Es Cenobiarca Y Profeta De Profetas.

La voz de la teofanía resonó en las lejanas montañas.

—III. ¿Oigo Alguna Objeción? ¿No? Bien.

La nube se había condensado en una rielante figura dorada, tan alta como el Templo. La figura se inclinó hasta que su rostro estuvo a un par de metros de Brutha, y en un susurro que retumbó por todo el Lugar dijo:

— IV. No Te Preocupes. Esto Sólo Es El Comienzo. ¡Tú Y Yo, Chaval! Ahora Sabrán Lo Que Es El Auténtico Llanto y Crujir De Dientes.

Otro haz de llamas se estrelló contra las puertas del Templo. Estas se cerraron de golpe, y después el bronce al rojo blanco empezó a fluir, borrando los mandamientos de siglos.

— V. ¿Qué Va A Ser, Profeta? —Brutha se levantó penosamente, tambaleándose y a punto de caer. Urna lo sostuvo por un brazo, y Simonía por el otro.

—¿Mm? —balbuceó confundido.

— VI. ¿Tus Mandamientos?

—Creía que se suponía que emanaban de ti —dijo Brutha—. No sé si se me ocurrirá alguno…

El mundo esperó.

—¿Qué te parecería «Piensa por Ti Mismo»? —sugirió Urna, contemplando con horrorizada fascinación la manifestación divina.

—No —dijo Simonía—. Prueba con algo como «La Cohesión Social es la Clave del Progreso».

—Hombre, no me parece uno de esos mandamientos que se te quedan a la primera —dijo Urna.

—Si puedo seros de alguna ayuda —dijo Me-Corto-La-Mano Dhblah desde la multitud—, algo que beneficiara a la industria de la alimentación recreativa sería muy bienvenido.

—No matar a la gente. Ese sí no nos iría nada mal —propuso alguien más.

—Sería un buen comienzo —dijo Urna.

Miraron al Elegido. Este se liberó de las manos que lo sujetaban y se sostuvo en pie por sí solo, bamboleándose ligeramente.

—Nooo —dijo Brutha—. No. Antes yo también pensaba así, pero no serviría de nada. En realidad no.

Ahora, dijo. Sólo ahora. Un único punto en la historia. No mañana ni el mes que viene, porque siempre será demasiado tarde a menos que sea ahora.

Lo miraron sin decir nada.

—Oh, vamos —dijo Simonía—. ¿Qué le ves de malo? No puede estar más claro.

—Es difícil de explicar —dijo Brutha—. Pero creo que tiene algo que ver con la manera en que debería comportarse la gente. Creo que… deberías hacer las cosas porque está bien hacerlas. No porque los dioses lo digan. La próxima vez podrían decir algo distinto.

—VII. Pues A Mí Me Gustaría Que Hubiera Uno Acerca Del No Matarás —dijo Om desde las alturas.

—VIII. Suena Realmente Bien. Y Ahora Espabila, Porque Tengo Unos Cuantos Fulminamientos Pendientes.

—¿Lo ves? —dijo Brutha—. No. Nada de fulminar. Y nada de mandamientos a menos que tú también los obedezcas.

Om dejó caer el puño sobre el techo del Templo.

— IX. ¿Me Estás Dando Órdenes? ¿Aquí? ¿AHORA? ¿A MÍ?

—No. Te lo estoy pidiendo.

— X. ¡Eso Es Peor Que Ordenarlo!

—Todo tiene dos caras.

Om volvió a dejar caer la mano sobre su Templo. Un muro se derrumbó. Aquella parte de la multitud que no haba logrado salir huyendo del Lugar redobló sus esfuerzos.

— XI. ¡Tiene Que Haber Castigo! ¡De Otra Manera No Habría Orden!

—No.

— XII. ¡No Te Necesito! ¡Ahora Tengo Suficientes Creyentes!

—Pero sólo a través de mí. Y, quizá, no por mucho tiempo. Todo volverá a ocurrir. Ha ocurrido antes. Ocurre continuamente. Por eso mueren los dioses. Nunca creen en las personas. Pero tú tienes una posibilidad. Lo único que has de hacer es… creer.

— XIII. ¿Qué? ¿Escuchar Plegarias Estúpidas? ¿Velar Por Los Niños Pequeños? ¿Hacer Llover?

—A veces. No siempre. Podría ser un trato.

— XIV. ¡UN TRATO! ¡Yo No Hago Tratos! ¡No Con Humanos!

—Hazlo ahora —dijo Brutha—. Mientras tienes ocasión. O un día tendrás que entendértelas con Simonía, o con alguien como él. O con Urna, o con alguien como él.

—XV. Podría Destruirte Por Completo.

—Sí. Estoy totalmente en tu poder.

— XVI. ¡Podría Aplastarte Como A Un Huevo!

—Sí.

Om guardó silencio.

Después dijo:

—XVII. No Puedes Emplear La Debilidad Como Un Arma.

—Es la única de que dispongo.

— XVIII. ¿Por Qué Debería Doblegarme, Entonces?

—Doblegarte no. Hacer un trato. Tratar conmigo en mi posición de debilidad. O un día tendrás que hacer un trato con alguien en una posición de poder. El mundo cambia.

— XIX. ¡Ja! ¿Quieres Una Religión Constitucional?

—¿Por qué no? Las otras no han dado resultado.

Om se apoyó en su Templo. Ya no estaba tan enfadado.

— Cap. II v. I. Muy Bien. Pero Sólo Durante Un Tiempo. —Una sonrisa se extendió por el enorme rostro vaporoso—. Cien Años. ¿De Acuerdo?

—¿Y cuando hayan pasado cien años?

—II. Ya Veremos.

—Trato hecho.

Un dedo de la longitud de un árbol se desplegó, descendió y tocó a Brutha.

— III. Sabes Ser Persuasivo. Te Hará Falta. Se Aproxima Una Flota.

—¿Efebianos? —dijo Simonía.

IV. Y Tsorteanos. Y Djelibyebianos. Y Klatchianos. Cada País Libre Que Hay A Lo Largo De La Costa. Para Darle Una Lección a Omnia.

—No tenéis demasiados amigos, ¿verdad? —dijo Urna.

—Omnia no me cae bien ni siquiera a mí, y eso que soy omniano —dijo Simonía. Alzó la mirada hacia el dios—. ¿Nos ayudarás?

V. ¡Ni Siquiera Crees En Mí!

—Cierto, pero soy un hombre práctico.

— VI. Y Valiente, También, Pues Declaras Tu Ateísmo Ante Tu Dios.

—¡Eso no cambia nada, sabes! —dijo Simonía—. ¡No creas que podrás hacerme cambiar de parecer sólo con existir!

—Nada de ayuda —dijo Brutha con firmeza.

—¿Qué? —dijo Simonía—. ¡Vamos a necesitar un ejército muy poderoso contra toda esa pandilla!

—Sí. Y como no lo tenemos, tendremos que hacerlo de otra manera.

—¡Estás loco!

La calma de Brutha era como un desierto.

—Podría ser.

—¡Debemos luchar!

—Todavía no.

Simonía apretó los puños, visiblemente enfadado.

—Mira… Oye… Moríamos por mentiras. Llevamos siglos muriendo por mentiras. —Señaló al dios—. ¡Ahora tenemos una verdad por la cual morir!

—No. Los hombres deberían morir por las mentiras. Pero la verdad es demasiado preciosa para morir por ella.

Simonía abrió y cerró la boca sin que de ella saliera sonido alguno mientras buscaba palabras con las que responderle. Finalmente, encontró algunas en el alba de su educación.

—Me dijeron que no había destino más noble que morir por un dios —balbuceó.

—Vorbis decía eso. Y era… un estúpido. Puedes morir por tu país o por tu gente o por tu familia, pero por un dios deberías llevar una existencia plena y muy ocupada hasta el último día de una larga vida.

—¿Y cuánto tiempo va a ser eso?

—Ya veremos.

Brutha alzó los ojos hacia Om.

—¿No volverás a mostrarte de esta manera?

Cap. III v. I. No. Con Una Vez Es Suficiente.

—Acuérdate del desierto.

—II. No Lo Olvidaré.

—Camina conmigo.

Brutha fue hasta el cuerpo de Vorbis y lo levantó del suelo.

—Creo que desembarcarán en la playa del lado efebiano de los fuertes —dijo—. No utilizarán la costa rocosa y no pueden utilizar los acantilados. Los esperaré allí. —Bajó la mirada hacia Vorbis—. Alguien debería hacerlo.

—No estarás diciendo que piensas ir allí solo, ¿verdad? —Diez mil no serían suficientes. Uno quizá baste.

Bajó por la escalera.

Urna y Simonía lo vieron marchar.

—Va a morir —dijo Simonía—. Ni siquiera será una mancha de grasa sobre la arena. —Se volvió hacia Om—. ¿Puedes detenerlo?

— III. Cabe La Posibilidad De Que No Pueda.

Brutha ya había cruzado medio Lugar.

—Bueno, pues nosotros no vamos a abandonarlo —dijo Simonía.

— IV. Bien.

Om también los vio marchar. Y entonces se quedó solo, salvo por los millares que lo contemplaban apelotonados alrededor del gran cuadrado. Le habría gustado saber qué podía decirles. Por eso necesitaba a personas como Brutha. Por eso todos los dioses necesitaban a personas como Brutha.

—Eh… eh… ¿Disculpad? —El dios miró hacia abajo.

—Ejem. No puedo venderos nada, ¿verdad?

— VI. ¿Cómo Te Llamas?

—Dhblah, dios.

VII. Ah. Sí. ¿Y Qué Es Lo Que Deseas?

El mercader empezó a dar nerviosos saltitos.

—Estaba pensando en un pequeño mandamiento de nada, cualquier cosilla que os parezca bien. ¿Algo sobre comer yogur los miércoles, sí? Los miércoles siempre son muy mal día para los negocios.

VIII. ¿Compareces Ante Tu Dios Y Buscas Oportunidades Comerciales?

—Bueeeeeno, podríamos llegar a un acuerdo —dijo Dhblah—. Como dicen los exquisidores, hay que batir el hierro mientras está caliente. Jajaja. ¿Veinte por ciento? ¿Qué me decís? Gastos deducidos, naturalmente…

El Gran Dios Om sonrió.

— IX. Me Parece Que Serás Un Pequeño Profeta, Dhblah —dijo.

—Claro. Claro. No aspiro a más. Sólo quiero ganarme la vida honradamente y todas esas cosas.

— X. Y A Las Tortugas Hay Que Dejarlas En Paz.

Dhblah ladeó la cabeza.

—No canta, ¿verdad? —dijo—. Pero… collares de tortuga… hmmm… y broches, por supuesto. La concha de…

— XI. ¡No!

—Lo siento, lo siento. Sí, comprendo a qué os referís. Muy bien. Estatuas de tortugas. S-ííí. Ya he pensado en ellas. Una forma preciosa. Por cierto, ¿no podríais hacer que una estatua se bamboleara de vez en cuando? Son muy beneficiosas para los negocios, las estatuas bamboleantes. La estatua de Ossory se bambolea sin falta cada Ayuno de Ossory. Mediante un pequeño pistón accionado desde el sótano, dicen. Pero aun así va muy bien para los profetas.

— XII. Me Haces Reír, Pequeño Profeta. Vende Tus Tortugas, Claro Que Sí.

—A decir verdad —murmuró Dhblah—, el caso es que ya he hecho unos cuantos dibujos…

Om se desvaneció. Hubo un breve retumbar de truenos. Dhblah contempló sus esbozos con expresión pensativa.

—… pero supongo que tendré que quitarles la figurita —dijo, más o menos para sí mismo.

El alma de Vorbis miró en torno a ella.

—Ah. El desierto —dijo.

La negra arena permanecía inmóvil bajo el cielo lleno de estrellas. Parecía muy fría.

Vorbis no tenía planeado morir, al menos no todavía. De hecho no conseguía recordar cómo había muerto.

—El desierto —repitió, y esta vez hubo un atisbo de incertidumbre en su voz. Vorbis siempre había estado absolutamente seguro de todo a lo largo de su… vida. La sensación era nueva y aterradora. ¿Era aquello lo que sentían las personas corrientes? Se serenó.

La Muerte estaba impresionada. Muy pocas personas lograban aferrarse a su antigua manera de pensar después de haber muerto.

La Muerte no disfrutaba con su trabajo. Esa era una emoción que le costaba concebir. Pero sí que había algo llamado satisfacción.

—Bien —dijo Vorbis—. El desierto. ¿Y al final del desierto…?

—EL JUICIO.

—Sí, sí, por supuesto.

Vorbis trató de concentrarse. No lo consiguió. Podía sentir cómo la certeza se iba disipando rápidamente. Y él siempre había estado seguro.

Titubeó, como un hombre que abre la puerta de una habitación familiar y sólo encuentra un pozo sin fondo.

Los recuerdos seguían allí. Podía sentirlos. Tenían la forma correcta. Era sólo que no podía recordar qué eran.

Había habido una voz… Tenía que haber habido una voz, ¿no? Pero lo único que podía recordar era el sonido de sus propios pensamientos, rebotando de un lado a otro dentro de su cabeza.

Ahora tenía que cruzar el desierto. ¿Qué podía haber de temible en…? El desierto era aquello en lo que creías.

Vorbis miró dentro de sí.

Y siguió mirando.

Cayó de rodillas.

—YA VEO QUE ESTÁS MUY OCUPADO —dijo la Muerte.

—¡No me dejes aquí! ¡Está tan vacío! La Muerte contempló el desierto infinito. Después chasqueó los dedos y un gran caballo blanco trotó hacia él.

—VEO A CIEN MIL PERSONAS —dijo, volviéndose sobre la silla de montar.

—¿Dónde? ¿Dónde?

—AQUÍ. CONTIGO.

—¡No puedo verlas! La Muerte cogió las riendas.

—AUN ASÍ, ESTÁN AQUÍ —dijo, y su caballo avanzó unos cuantos pasos.

—¡No lo entiendo! —gritó Vorbis.

La Muerte se detuvo.

—QUIZÁ HAYAS OÍDO DECIR EN ALGUNA OCASIÓN QUE EL INFIERNO SON LOS DEMÁS.

—Sí. Sí, claro.

La Muerte asintió.

—CON EL TIEMPO —dijo—, DESCUBRIRÁS QUE NO ES ASÍ.

Las primeras embarcaciones atracaron en la playa y los soldados saltaron a las olas, que les llegaban a los hombros.

Nadie estaba demasiado seguro de quién mandaba la flota. La mayoría de los países de la costa se odiaban unos a otros, no en ningún sentido personal, sino simplemente basándose en lo que se podría llamar razones históricas. Por otra parte, ¿cuánto liderazgo se necesitaba? Todo el mundo sabía dónde estaba Omnia. Ninguno de los países de la flota odiaba a los demás más de lo que odiaban a Omnia. De pronto era necesario que Omnia…

dejara de existir.

El general Argavisti de Efebia creía estar al mando, porque aunque no era el que tenía más barcos estaba vengando el ataque sufrido por Efebia. Pero el imperiator Borvorio de Tsort sabía que era él quien estaba al mando, porque había más barcos tsorteanos que de ninguna otra nación. Y el almirante Rham-ap-Efan de Djelibeybi sabía que era él quien estaba al mando, porque el almirante era la clase de persona que siempre cree estar al mando en cualquier situación. De hecho el único capitán que no creía estar al mando de la flota era Fasta Benj, un pescador de una minúscula nación de nómadas que vivían en los pantanos cuya existencia era completamente ignorada por todos los otros países, y cuya pequeña embarcación de juncos se había cruzado con la flota y se había visto arrastrada por ella. Como su tribu creía que sólo había cincuenta y una personas en todo el mundo, adoraba a una salamandra gigante, hablaba una lengua muy personal que nadie más entendía, y nunca había visto metal o fuego anteriormente, Fasta Benj pasaba la mayor parte del tiempo luciendo una gran sonrisa de perplejidad.

Estaba claro que habían llegado a una costa, pero no de barro y juncos como tenía que ser una costa sino de minúsculas partículas rugosas. Fasta Benj atracó su pequeña embarcación en la arena y se sentó para ver qué harían a continuación los hombres de los sombreros emplumados y las relucientes chaquetas de escamas de pez.

El general Argavisti contempló la playa.

—Tienen que habernos visto venir —dijo—. Así pues, ¿por qué permiten que establezcamos una cabeza de playa?

El aire caliente temblaba sobre las dunas. Un punto apareció, creciendo y contrayéndose entre el rielar de la calina.

Más soldados desembarcaron de los navíos.

El general Argavisti se hizo visera sobre los ojos para protegerlos del sol.

—Hay un tipo que no se mueve de ahí —dijo.

—Podría ser un espía —dijo Borvorio.

—No veo cómo puede ser un espía en su propio país —dijo Argavisti—. Y en todo caso, si fuese un espía procuraría pasar desapercibido. Así es como se reconoce a los espías.

La figura se había detenido al pie de las dunas. Había algo en ella que llamaba la atención. Argavisti se había enfrentado a muchos ejércitos enemigos, y eso era normal. Una figura que esperaba pacientemente no lo era.

Descubrió que no paraba de volver la mirada hacia ella.

—Lleva algo —dijo tras unos momentos—. ¿Sargento? Vaya y traiga aquí a ese hombre.

El sargento volvió pasados unos minutos.

—Dice que se reunirá con usted en el centro de la playa, señor —comunicó.

—¿No le he dicho que lo trajera aquí?

—No ha querido venir, señor.

—Pero usted tiene una espada, ¿no?

—Sí, señor. Lo pinché un poquito con la punta, pero se negó a moverse, señor. Y trae consigo un cadáver, señor.

—¿A un campo de batalla? ¿Qué se ha creído, que puede venir aquí trayéndose la mercancía de casa?

—Y… ¿señor?

—¿Qué?

—Dice que probablemente es el cenobiarca, señor. Quiere hablar de un tratado de paz.

—Oh, conque eso es lo que quiere. ¿Un tratado de paz? Ya sabemos lo que pasa cuando intentas firmar un tratado de paz con Omnia. Vaya y dígale que… No. Coja a un par de hombres y tráigalo aquí.

Brutha cruzó el pandemonio organizado del campamento andando entre los soldados. Debería estar asustado, pensó. En la Ciudadela siempre tenía miedo. Pero ahora no lo tengo. Esto es atravesar el miedo y salir por el otro lado.

De vez en cuando uno de los soldados le daba un empujón. Un enemigo no puede entrar en un campamento así como si tal cosa, ni siquiera en el caso de que desee hacerlo.

Brutha fue conducido ante una mesa de campaña a la que estaban sentados media docena de hombres corpulentos ataviados según distintos estilos militares, y un hombrecito de piel olivácea que le estaba quitando las tripas a un pez mientras dirigía sonrisas esperanzadas a todo el mundo.

—Bueno, bueno —dijo Argavisti—. Cenobiarca de Omnia, ¿eh? Brutha dejó caer el cuerpo de Vorbis sobre la arena. Sus miradas lo siguieron.

—Yo conozco a ese… —dijo Borvorio—. ¡Vorbis! Así que alguien lo ha matado por fin, ¿eh? ¿Y quieres hacer el favor de dejar de tratar de venderme pescado? ¿Alguien sabe quién es este hombre? —preguntó, señalando a Fasta Benj.

—Fue una tortuga —dijo Brutha.

—¿De veras? No me sorprende. Nunca me he fiado de ellas. Siempre están acechando por ahí, ¿eh? ¡Oye, ya te he dicho que no quiero pescado! No es de los míos, eso os lo puedo asegurar. ¿Es uno de los vuestros? —Argavisti agitó irritadamente una mano.

—¿Quién te ha enviado, muchacho?

—Nadie. He venido por mi cuenta. Pero se podría decir que vengo del futuro.

—¿Eres un filósofo? ¿Dónde está tu esponja de baño?

—Habéis venido a hacerle la guerra a Omnia. Eso no sería una buena idea.

—Desde el punto de vista de Omnia no, claro.

—Desde el punto de vista de todos. Probablemente nos derrotaríais. Pero no a todos nosotros. ¿Y entonces qué haréis? ¿Dejar una guarnición? ¿Para siempre? Y tarde o temprano una nueva generación se vengaría. El porqué hacéis esto no significará nada para ellos. Seréis los opresores. Lucharán. Hasta podrían acabar venciendo.

Y habrá otra guerra. Y un día la gente dirá: ¿por qué no lo solucionaron de alguna manera entonces? En la playa.

Antes de que todo empezara. Antes de que murieran todas esas personas. Ahora tenemos esa ocasión. ¿Verdad que somos afortunados? Argavisti lo miró sin decir nada. Después le dio un codazo a Borvorio.

—¿Qué ha dicho?

Borvorio, que pensaba un poco más deprisa que los demás, repuso:

—¿Estás hablando de rendición?

—Sí. Suponiendo que esa sea la palabra.

Argavisti estalló.

—¡No puedes hacer eso!

—Alguien tendrá que hacerlo. Te ruego me escuches. Vorbis ha muerto. Ya ha pagado.

—No lo suficiente. ¿Qué pasa con vuestros soldados? ¡Intentaron saquear nuestra ciudad!

—¿Vuestros soldados obedecen tus órdenes?

—¡Desde luego que sí!

—¿Y me matarían aquí y ahora en caso de que se lo ordenaras?

—¡Yo diría que sí!

—Y estoy desarmado —dijo Brutha.

El sol se abatió sobre un embarazoso silencio.

—Cuando digo que obedecerían… —comenzó Argavisti.

—No hemos sido enviados aquí para parlamentar —lo interrumpió Borvorio—. La muerte de Vorbis no cambia nada fundamental. Estamos aquí para asegurarnos de que Omnia deje de ser una amenaza.

—No lo es. Enviaremos materiales y gente para que ayuden a reconstruir Efebia. Y oro, si queréis. Reduciremos el tamaño de nuestro ejército. Y etcétera etcétera. Consideradnos vencidos. Incluso abriremos Omnia a cualquier otra religión que desee edificar lugares sagrados aquí.

Una voz resonó dentro de su cabeza, como la persona detrás de ti que dice «Pon la reina roja encima del rey negro» justo cuando creías haber estado jugando por tu cuenta.

— I. ¿Qué?

—Servirá para alentar… el esfuerzo local —dijo Brutha.

— II. ¿Otros Dioses? ¿Aquí?

—Habrá libertad de comercio a lo largo de la costa. Quiero ver cómo Omnia ocupa su sitio en la gran familia de las naciones hermanas.

—///. Te He Oído Mencionar A Otros Dioses.

—Su lugar está en el fondo —dijo Borvorio.

—No. Eso no daría resultado.

IV. Por Favor, ¿Podríamos Volver A La Cuestión De Los Otros Dioses?

—¿Tendríais la bondad de excusarme un momento? —dijo Brutha alegremente—. Necesito rezar.

Ni siquiera Argavisti puso ninguna objeción cuando Brutha se alejó un poco playa abajo. Como aseguraba san Ungulante a quien se mostrara dispuesto a oírlo predicar, el estar loco tenía sus ventajas. Todo el mundo se lo pensaba dos veces antes de ponerte peros, porque temían que el hacerlo pudiera empeorar las cosas.

V. No Recuerdo Ninguna Disensión Sobre Otros Dioses Siendo Adorados en Omnia,

—Ah, pero el caso es que tú saldrías ganando. La gente no tardará en ver que los demás son unos inútiles, ¿verdad? —dijo Brutha, cruzando los dedos a la espalda.

VI. Esto Es Religión, Chico. ¡No Estamos Hablando De Estrategias De Venta! ¡No Someterás A Tu Dios A Las Fuerzas Del Mercado!

—Lo siento. Comprendo que estés preocupado por…

VIL ¿Preocupado? ¿Yo? ¿Por Una Pandilla De Mujerzuelas Presumidas Y Culturistas Con La Barbita Rizada?

—Perfecto. ¿Entonces estamos de acuerdo?

VIII. ¡No Durarán Ni Cinco Minutos! ¿Qué…?

—Y ahora será mejor que vaya y hable una vez más con esos hombres.

Un movimiento entre las dunas atrajo su mirada.

—Oh, no —dijo—. Los muy idiotas…

Brutha se volvió y corrió desesperadamente hacia la flota atracada.

—¡No! ¡No es lo que parece! ¡Escuchad! ¡Escuchad!

Pero ellos también habían visto el ejército.

Parecía impresionante, quizá más impresionante de lo que era en realidad. Cuando se corre la voz de que una enorme flota enemiga ha atracado con la intención de saquear concienzudamente y —porque vienen de países civilizados— piropear a las mujeres al tiempo que les silban, impresionarlas con sus deslumbrantes uniformes y seducirlas con sus deslumbrantes bienes de consumo, no sé, enséñales un espejo de bronce pulimentado y enseguida se les sube a la cabeza, cualquiera pensaría que había algo de malo en los chicos de la comarca…, bueno, entonces la gente o huye a las colinas o coge el primer objeto blandible que tiene a mano, le dice a la abuela que esconda los tesoros de la familia en sus enaguas y se prepara para luchar.

Y, abriendo la marcha, venía el carro de hierro expulsando nubes de vapor por su embudo.

Urna debía de haber conseguido que volviera a funcionar.

—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! —gritó Brutha al mundo en general, y siguió corriendo.

La flota ya se estaba disponiendo en formación de combate y su comandante, quienquiera que fuese, se asombró al ver lo que parecía un ataque llevado a cabo por un solo hombre.

Borvorio detuvo a Brutha cuando este iba a precipitarse sobre una hilera de lanzas.

—Ya veo —dijo—. Tú nos entretienes hablando mientras vuestros soldados ocupan posiciones, ¿eh?

—¡No! ¡Yo no quería esto!

Borvorio entrecerró los ojos. No había sobrevivido a las muchas guerras de su vida siendo un estúpido.

—No, tal vez no lo querías —dijo—. Pero da igual. Escúchame, mi pequeño e inocente sacerdote. A veces tiene que haber una guerra. Las cosas van demasiado lejos para las palabras. Hay… otras fuerzas. Ahora… vuelve con tu gente. Puede que los dos aún vivamos cuando todo esto haya terminado y entonces podremos hablar.

Luchar primero, hablar después. Así es como funciona, muchacho. La historia es así. Y ahora vete.

Brutha se dio la vuelta.

—I. ¿Los Fulmino?

—¡No!

—II. Podría Reducirlos A Polvo. Sólo Tienes Que Decirlo.

—No. Eso es peor que la guerra.

—III. Pero Dijiste Que Un Dios Debe Proteger A Su Pueblo…

—¿Y en qué nos convertiríamos si te dijera que aplastases a hombres honrados?

—IV. ¿No Quieres Que Los Llene De Flechas?

—No.

Los omnianos se estaban concentrando detrás de las dunas. Un gran número de ellos se había agrupado alrededor del carro recubierto de hierro. Brutha lo contempló a través de una neblina de desesperación.

—Creía haber dicho que vendría aquí solo —dijo. Simonía, que estaba apoyado en la Tortuga, le sonrió sombríamente.

—¿Ha funcionado? —preguntó.

—Creo… que no.

—Lo sabía. Siento que hayas tenido que descubrirlo. Las cosas tienen una curiosa tendencia a querer ocurrir, ¿sabes? A veces le caes mal a alguien y… eso es todo.

—Pero sólo con que la gente quisiera…

—Sí, claro. Podrías usar eso como mandamiento.

Hubo un estrépito metálico, y una escotilla se abrió en el flanco de la Tortuga. Urna salió por ella, andando de espaldas y empuñando una llave graduable.

—¿Qué es esta cosa? —preguntó Brutha.

—Es una máquina para combatir —dijo Simonía—. La Tortuga Se Mueve, ¿eh?

—¿Para combatir a los efebianos? —preguntó Brutha. Urna se volvió.

—¿Qué? —dijo.

—¿Has construido esta… cosa para combatir a los efebianos?

—Bueno… no… no… —dijo Urna, pareciendo un poco perplejo—. ¿Vamos a luchar con los efebianos?

—Vamos a luchar con todo el mundo —dijo Simonía.

—Pero yo nunca… Soy un… Yo jamás…

Brutha contempló las ruedas erizadas de pinchos y las planchas de bordes aserrados que cubrían la Tortuga.

—Es un artefacto que se mueve solo —dijo—. Vamos a usarlo para… Quiero decir que… Oye, yo nunca he querido que…

—Ahora lo necesitamos —dijo Simonía.

—¿Quiénes lo necesitamos?

—¿Qué es lo que sale de esa especie de tubo tan largo que tiene delante? —preguntó Brutha.

—Vapor —dijo Urna—. Está conectado a la válvula de seguridad.

—Oh.

—Sale muy caliente —dijo Urna, en un tono todavía más apesadumbrado que antes.

—¿Oh?

—Abrasa, de hecho.

La mirada de Brutha pasó del tubo del vapor a los cuchillos rotatorios.

—Muy filosófico —dijo.

—Íbamos a utilizarlo contra Vorbis —dijo Urna.

—Y ahora ya no vais a hacerlo. Vais a utilizarlo contra los efebianos. Sabes, antes yo solía pensar que era estúpido y entonces conocí a los filósofos.

Simonía rompió el silencio dándole una palmadita en el hombro a Brutha.

—Todo saldrá bien —dijo—. No nos vencerán. Después de todo —sonrió alentadoramente—, tenemos a Dios de nuestra parte.

Brutha se volvió. Su puño salió disparado. No fue un golpe científico, pero sí lo bastante potente para ladear a Simonía y hacer que se llevara la mano al mentón.

—¿A qué ha venido eso? ¿No era esto lo que querías?

—Tenemos los dioses que nos merecemos —dijo Brutha—, y me parece que no nos merecemos ninguno. Estúpidos. Estúpidos. El hombre más sensato que he conocido este año vive encima de un poste en el desierto. Estúpidos. Creo que debería ir a vivir con él.

— I. ¿Por Qué?

—Dioses y hombres, hombres y dioses —dijo Brutha—. Todo ocurre porque las cosas han ocurrido antes. Menuda estupidez.

— II. Pero Tu Eres El Elegido.

—Elige a otro.

Brutha se alejó a través del ejército improvisado. Nadie intentó detenerlo. Llegó al sendero que llevaba a lo alto de los acantilados, y ni siquiera se volvió para contemplar las formaciones de soldados.

—¿Es que no vas a mirar la batalla? Necesito que alguien mire la batalla.

Didáctilos estaba sentado en una roca con las manos cruzadas encima de su bastón.

—Oh, hola —dijo Brutha sin alegría—. Bienvenido a Omnia.

—Tomárselo con filosofía ayuda —dijo Didáctilos.

—¡Pero no hay ninguna razón para luchar!

—Sí la hay. El honor, la venganza, el deber y todas esas cosas.

—¿De veras lo crees? Siempre se ha supuesto que los filósofos son lógicos.

Didáctilos se encogió de hombros.

—Bueno, tal como lo veo, la lógica sólo es una manera ordenada de alcanzar la ignorancia.

—Creía que cuando Vorbis muriese todo se acabaría. Didáctilos contempló su mundo interior.

—Las personas como Vorbis tardan mucho tiempo en morir. Dejan ecos en la historia.

—Ya sé a qué te refieres.

—¿Qué tal va la máquina de vapor de Urna? —preguntó Didáctilos.

—Creo que lo tiene un poco preocupado —dijo Brutha. Didáctilos soltó una risita y golpeó el suelo con su bastón.

—¡Ja! ¡Está aprendiendo! ¡Todo tiene dos caras!

—Debería —dijo Brutha.

Algo que parecía un cometa dorado surcaba el cielo del Mundo Disco. Om volaba como un águila, impulsado por la frescura y la mera potencia de la fe. Mientras durase, en todo caso. Una fe tan abrasadora y desesperada nunca duraba demasiado. Las mentes humanas eran incapaces de mantenerla. Pero mientras durase, Om sería fuerte.

El pináculo central de Cori Celesti brota de las montañas en el Cubo, quince kilómetros verticales de hielo y nieve verde coronados por las torretas y cúpulas de Dunmanifestin.

Allí es donde viven los dioses del Mundo Disco.

O al menos, allí es donde vive cualquier dios que sea alguien. Y lo curioso es que, aunque un dios necesita años de esfuerzos y maniobras para llegar allí, una vez que ha conseguido entrar nunca parece hacer gran cosa aparte de beber demasiado y permitirse alguna que otra corrupción ocasional. Muchos sistemas de gobierno siguen la misma línea.

Los dioses juegan. Sus juegos tienden a ser muy sencillos, porque los dioses enseguida se cansan de las cosas complicadas. Otra cosa bastante curiosa es que si bien los dioses menores son capaces de perseguir un objetivo durante millones de años, y de hecho son un objetivo, los grandes dioses se distraen con tanta facilidad como un mosquito común.

¿Y el estilo y la elegancia? Si los dioses del Mundo Disco fueran personas, creerían que tres patos de yeso en un jardín son el colmo de la vanguardia.

Al fondo de la gran sala había una puerta de doble hoja.

Que tembló bajo unos golpes atronadores.

Los dioses levantaron distraídamente la vista de sus distintos quehaceres, se encogieron de hombros y volvieron a lo suyo.

La puerta saltó por los aires.

Om pasó a través de los escombros, mirando alrededor con el aire de uno que tiene una búsqueda que completar y no mucho tiempo en el que hacerlo.

—Bueno, bueno —dijo.

Io, dios del Trueno, levantó la vista desde su trono y agitó amenazadoramente su martillo.

—¿Quién eres?

Om fue hacia el trono, cogió a lo por la toga y le incrustó la frente en la cara.

La verdad es que hoy en día casi nadie cree en los dioses del trueno.

—¡Ay!

—Oye, amigo, no puedo perder el tiempo hablando con un fantoche envuelto en una sábana. ¿Dónde están los dioses de Efebia y Tsort? Io, las manos encima de la nariz, señaló vagamente el centro de la sala.

—¡No teníaf pof qué hacef efo! —dijo con tono de reproche.

Om cruzó la sala.

En el centro del recinto había lo que a primera vista parecía una mesa redonda, y después parecía un modelo del Mundo Disco, con Tortuga, elefantes y todo lo demás, y después de alguna manera indefinible parecía el Mundo Disco visto desde muy lejos y al mismo tiempo contemplado muy de cerca. Había algo sutilmente equivocado en las distancias, una sensación de vastos espacios curvados sobre sí mismos. Pero seguramente el Mundo Disco real no estaba cubierto por una red de líneas resplandecientes suspendidas justo encima de la superficie. ¿O quizá a kilómetros por encima de la superficie? Om no lo había visto antes, pero sabía lo que era. Onda y partícula al mismo tiempo, mapa y lugar descrito por el mapa al mismo tiempo. Si se concentraba en la diminuta cúpula reluciente que coronaba el diminuto Cori Celesti, sin duda se vería a sí mismo inclinado sobre un modelo todavía más pequeño…, y así sucesivamente, hasta llegar a ese punto en que el universo se enroscaba sobre sí mismo como la cola de un amonites, una criatura que vivió hacía millones de años y nunca había creído en ningún dios.

Los dioses formaban corro a su alrededor y lo observaban con atención.

Om apartó de un codazo a una diosa de la Abundancia menor.

Había dados flotando justo encima del mundo, y una confusión de figurillas de barro y fichas de juego. No se necesitaba ser ni siquiera ligeramente omnipotente para saber qué estaba ocurriendo.

—¡Ma dado en la narif!

Om se volvió.

—Nunca olvido una cara, amigo. Haz el favor de llevarte la tuya de aquí, ¿entendido? Mientras todavía te queda un poco.

Volvió a concentrarse en el juego.

—Disculpa —dijo una voz junto a su cintura. Om miró hacia abajo y se encontró contemplando a una salamandra muy grande.

—¿Sí? —Se supone que no deberías hacer eso aquí. Nada De Fulminar. Aquí arriba no. Son las reglas. Si quieres pelea, haz que tus humanos peleen con sus humanos.

—¿Quién eres?

—P'tang-P'tang, yo.

—¿Eres un dios?

—Decididamente.

—¿Sí? ¿Y cuántos creyentes tienes?

—¡Cincuenta y uno!

La salamandra lo miró con expresión esperanzada y añadió:

—¿Verdad que son un montón de creyentes? Son tantos que no puedo ni contarlos.

Señaló una figurilla bastante tosca que había encima de la playa de Omnia y dijo:

—¡Pero estoy jugando!

Om contempló la figurilla del pequeño pescador.

—Cuando muera, tendrás cincuenta creyentes —dijo.

—¿Eso es más o menos que cincuenta y uno?

—Mucho menos.

—¿Definitivamente?

—Sí.

—Nadie me lo había dicho.

Había varias docenas de dioses contemplando la playa. Om se acordaba vagamente de las estatuas efebianas.

Estaba la diosa del búho pésimamente esculpido. Sí.

Om se frotó la cabeza. Aquellos pensamientos no tenían nada de divino. Cuando estabas aquí arriba, todo parecía mucho más simple. Todo era un juego. Olvidabas que allá abajo no era un juego. La gente moría. Le cortaban pedazos. Aquí arriba somos como águilas, pensó. A veces enseñamos a una tortuga cómo puede llegar a volar.

Y después la dejamos caer.

—Ahí abajo va a morir gente —le dijo al mundo oculto en general.

Un dios del Sol tsorteano ni siquiera se molestó en volver la cabeza.

—Para eso está —dijo.

Su mano sostenía un cubilete muy parecido a un cráneo humano con rubíes en las cuencas.

—Ah, sí —dijo Om—. Lo había olvidado por un momento. —Miró el cráneo y después se volvió hacia la pequeña diosa de la Abundancia—. ¿Qué es esto, cariño? ¿Una cornucopia? ¿Puedo echarle un vistazo? Gracias.

Om sacó parte de la fruta. Después le dio un codazo al Dios Salamandra.

—Si yo fuera tú, amigo, buscaría algo largo y pesado —dijo.

—¿Uno es menos que cincuenta y uno? —preguntó P'tang-P'tang.

—Es lo mismo —dijo Om con firmeza, contemplando la nuca del dios del Sol tsorteano.

—Pero tú tienes miles —dijo el dios Salamandra—. Tú peleas por miles.

Om se frotó la frente. He pasado demasiado tiempo allí abajo, pensó. No consigo dejar de pensar al nivel del suelo.

—Creo —dijo—, creo que si quieres miles, tienes que pelear por uno. —Le dio una palmadita en el hombro al dios del Sol—. Oye, rayito de sol.

Y cuando el dios del Sol se volvió hacia él, Om le partió la cornucopia en la cabeza.

No era una tempestad normal. Tartamudeaba como la timidez de las supernovas, meciéndose con grandes ondulaciones de sonido que desgarraban el cielo. Grandes surtidores de arena salían disparados hacia las alturas para girar sobre los cuerpos supinos que yacían encima de la playa. Los rayos caían del cielo, y fuegos simpáticos saltaban de la punta de una lanza a la de una espada.

Simonía levantó la vista hacia la oscuridad retumbante.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó, dando un codazo al cuerpo acostado junto a él.

Que era el de Argavisti. Los dos hombres se miraron.

Más truenos retumbaron a través del cielo. Las olas trepaban una sobre otra para embestir a la flota. Un casco avanzó hacia otro flotando con espantosa gracia, proporcionando el contrapunto del gemir de la madera al bajo del trueno.

Una verga partida por la mitad se hundió en la arena junto a la cabeza de Simonía.

—Si nos quedamos aquí moriremos —dijo—. Vamos.

Se tambalearon a través de la espuma y la arena, avanzando entre grupos de soldados acurrucados que rezaban hasta que tropezaron con algo duro medio tapado.

Los dos entraron a rastras en la zona de calma que había debajo de la Tortuga.

Otros ya habían tenido la misma idea. Figuras oscuras estaban sentadas o acostadas en la oscuridad. Urna estaba sentado abatidamente encima de su caja de herramientas. Un tenue olor a tripas de pescado flotaba en el aire.

—Los dioses están enfadados —dijo Borvorio.

—Pero que muy enfadados —añadió Argavisti.

—Yo tampoco estoy de muy buen humor —repuso Simonía—. ¿Dioses? ¡Ja!

—No es momento para impiedades —dijo Rham-ap-Efan.

Fuera hubo una lluvia de uvas.

—No se me ocurre ninguno mejor —dijo Simonía.

Un trozo de cornucopia convertido en metralla rebotó en el techo de la Tortuga, que se bamboleó sobre sus ruedas erizadas de pinchos.

—Pero ¿por qué están enfadados con nosotros? —preguntó Argavisti—. Estamos haciendo lo que quieren.

Borvorio trató de sonreír.

—Dioses, ¿eh? —dijo—. No se puede vivir con ellos y no se puede vivir sin ellos.

Alguien le dio un codazo a Simonía y le pasó un cigarrillo un poco mojado. Era un soldado tsorteano. Casi sin querer, Simonía dio una calada al cigarrillo.

—Buen tabaco —dijo—. El que cultivamos nosotros sabe a excrementos de camello.

Se lo pasó a la siguiente figura encorvada.

—GRACIAS.

Borvorio extrajo una cantimplora de algún sitio.

—¿Crees que irías al infierno si te emborracharas un poco? —preguntó.

—Probablemente ya estoy en él, y lo peor es que no he bebido ni una sola gota —dijo Simonía distraídamente, y entonces vio la cantimplora—. Oh. Alcohol. Y pensándolo bien, ¿qué más da? El infierno estará tan lleno de sacerdotes que ni siquiera podré ver las llamas. Gracias.

—Pásala.

—GRACIAS.

Un rayo zarandeó a la Tortuga.

—¿G'n y'himbe bo?

Todos se volvieron hacia los trozos de pescado crudo y la expresión esperanzada de Fasta Benj.

—Creo que podría sacar unas cuantas ascuas de la caja para el fuego —dijo Urna pasados unos momentos.

Alguien le tocó el hombro a Simonía, creando una extraña sensación cosquilleante.

—GRACIAS. TENGO QUE IRME.

Mientras cogía la cantimplora Simonía fue consciente de que el aire se arremolinaba a su alrededor, como si el universo hubiera respirado de pronto. Miró en torno a él con el tiempo justo de ver cómo una ola sacaba un barco del agua y lo estrellaba contra las dunas.

Un grito lejano coloreó el viento.

Los soldados volvieron la cabeza en esa dirección.

—Ahí debajo había gente —dijo Argavisti.

Simonía dejó caer la cantimplora.

—Venid —dijo.

Y nadie, mientras apartaban maderos entre los dientes de la tempestad, mientras Urna aplicaba todo lo que sabía sobre palancas, mientras empleaban sus cascos como palas con las que cavar debajo de los restos, preguntó por quiénes estaban cavando o qué clase de uniforme habían estado llevando.

La niebla llegó flotando en el viento, caliente y chispeando con destellos de electricidad, y el mar seguía golpeando.

Simonía tiró de una verga y después descubrió que el peso disminuía cuando alguien la cogía del otro extremo.

Levantó la vista para encontrarse con los ojos de Brutha.

—No digas nada —dijo Brutha.

—¿Los dioses nos están haciendo esto?

—¡No digas nada!

—¡Tengo que saberlo!

—Siempre es preferible que sean ellos quienes nos hagan esto, ¿no?

—¡Pero hay gente que ni siquiera llegó a bajar de los barcos!

—¡Nadie dijo que sería una merienda campestre! Simonía apartó unas cuantas planchas. Había un hombre allí, con la coraza y el cuero lo bastante manchados para que fuese irreconocible, pero vivo.

—¡Oye, no me daré por vencido! —dijo Simonía mientras el viento tiraba de él—. ¡No has ganado! ¡No estoy haciendo esto por ninguna clase de dios, tanto si existen los dioses como si no! ¡Lo estoy haciendo por otras personas! ¡Y deja de sonreír así! Un par de dados cayeron sobre la arena. Crujieron y chisporrotearon durante un rato, y después se evaporaron.

El mar se calmó. La niebla comenzó a levantarse y acabó desapareciendo. Todavía había una cierta calina en el aire, pero al menos el sol volvía a ser visible, aunque sólo fuese como una zona un poco más iluminada en la cúpula del cielo.

Una vez más, hubo la sensación de que el universo tragaba aire.

Los dioses aparecieron, siluetas transparentes que tan pronto se aclaraban como se volvían nuevamente borrosas. El sol brilló sobre un atisbo de rizos dorados, y alas, y liras.

Cuando hablaron lo hicieron al unísono, con las voces de unos adelantándose a las de los demás o quedándose rezagadas por detrás de ellas, como sucede siempre que un grupo de personas está tratando de repetir lo más fielmente posible algo que se les ha dicho que dijeran.

Om estaba entre ellos, justo detrás del dios del Trueno tsorteano y con una expresión distante en el rostro.

Podía verse, si bien sólo Brutha se dio cuenta de ello, que el brazo derecho del dios del Trueno desaparecía hacia arriba por detrás de su espalda de una manera que, suponiendo que pudiera imaginarse tal cosa, sugería que alguien se lo estaba retorciendo lo bastante enérgicamente para hacerle daño.

Lo que dijeron los dioses fue oído por cada uno de los combatientes en su propia lengua, y según su propio entendimiento. Básicamente se reducía a:

I. Esto No Es Un Juego.

II. Aquí Y Ahora, Estáis Vivos.

Y después todo se acabó.

—Serías un buen obispo —dijo Brutha.

—¿Yo? —dijo Didáctilos—. Soy un filósofo.

—Estupendo. Ya va siendo hora de que tengamos uno.

—¡Y además soy efebiano!

—Estupendo. Quizá se te ocurran mejores maneras de gobernar el país. Los sacerdotes no deberían hacerlo.

No tienen cabeza para esas cosas. Y los soldados tampoco.

—Muchas gracias —dijo Simonía.

Estaban sentados en el jardín del cenobiarca. Un águila describía círculos en las alturas, buscando cualquier cosa que no fuera una tortuga.

—Me gusta la idea de la democracia —dijo Brutha—. Basta con tener a alguien de quien todos desconfíen.

De esa manera, todo el mundo está contento. Pensad en ello. ¿Simonía?

—¿Sí?

—Voy a nombrarte jefe de la Quisición.

—¿Qué?

—Quiero ponerle fin. Y quiero ponerle fin de una vez para siempre.

—¿Quieres que mate a todos los exquisidores? ¡Bien!

—No. Esa es la solución más cómoda. Quiero que haya las menos muertes posibles. Los que disfrutaban trabajando, quizá. Pero sólo esos. Y ahora… ¿Dónde está Urna?

La Tortuga Móvil seguía en la playa, con las ruedas enterradas en la arena removida por la tormenta. Urna se sentía demasiado avergonzado para tratar de sacarla de allí.

—La última vez que lo vi estaba haciendo no sé qué con los mecanismos de la puerta —dijo Didáctilos—. Sólo está contento cuando tiene las manos metidas en algo.

—Sí. Tendremos que encontrar cosas que lo mantengan ocupado. Irrigación. Arquitectura. Ese tipo de cosas.

—¿Y qué vas a hacer tú? —preguntó Simonía.

—He de copiar la Biblioteca —dijo Brutha.

—Pero no sabes leer ni escribir —repuso Didáctilos.

—No. Pero puedo ver y dibujar. Dos copias. Una se quedará aquí.

—En cuanto hayamos quemado el Septateuco habrá sitio de sobra —dijo Simonía.

—No se quemará nada. Hay que ir paso a paso —dijo Brutha. Contempló la línea rielante del desierto. Era curioso, pero nunca había sido tan feliz como cuando estuvo en el desierto—. Y después… —comenzó.

—¿Sí?

Brutha bajó los ojos hacia las granjas y aldeas que había alrededor de la Ciudadela. Suspiró.

—Y después será mejor que pongamos manos a la obra —dijo—. Cada día.

Fasta Benj remaba de vuelta a casa, en un estado de ánimo bastante pensativo.

Habían sido unos días magníficos. Había conocido a mucha gente nueva y vendido una considerable cantidad de pescado. P'Tang-PTang, con sus sirvientes menores, había hablado personalmente con él, haciéndole prometer que no le haría la guerra a un sitio del que Fasta Benj nunca había oído hablar. Fasta Benj así lo había prometido.[10]

Algunas de las nuevas personas le habían enseñado una forma realmente asombrosa de hacer rayos. Golpeabas aquella roca con aquel trozo de sustancia dura y obtenías trocitos de relámpago, que a su vez caían encima de unas cosas secas que se ponían rojas y calientes como el sol. Si añadías más madera se hacía más grande y si le ponías un pez encima este se ponía negro, pero si tenías suficientes reflejos entonces no se ponía negro sino marrón y sabía mejor que nada de cuanto Fasta Benj había probado en la vida, aunque eso no era difícil. Y le habían dado varios cuchillos que no estaban hechos de roca y ropa que no estaba hecha de juncos y, en general, la vida parecía querer tratar bastante mejor a Fasta Benj y su gente.

Todavía no tenía muy claro por qué montones de personas querrían atizarle al tío de Pacha Moj con una gran roca, pero no cabía duda de que eso traería consigo una auténtica escalada en el ritmo del progreso tecnológico.

Nadie, ni siquiera Brutha, se dio cuenta de que el viejo Lu-Tze ya no andaba por ahí. Cómo hacer que no se fijen en ti, ni cuando estás presente ni cuando estás ausente, es una de las primeras cosas que aprende un monje de la historia.

De hecho, Lu-Tze había cogido su escoba y sus montañas bonsái y había regresado a través de túneles secretos y medios tortuosos al valle escondido en los picos centrales, donde lo estaba esperando el abad. El abad estaba jugando al ajedrez en la gran galería que daba al valle. Las fuentes burbujeaban en los jardines, y los gorriones entraban y salían por las ventanas.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó el abad, sin levantar la vista.

—Muy bien, señor —dijo Lu-Tze—. Pero tuve que ayudar un poquito en algún que otro momento.

—Preferiría que no hicieras esa clase de cosas —dijo el abad, acariciando un peón—. Cualquier día se te irá la mano.

—Es la Historia que tenemos hoy en día, señor —dijo Lu-Tze—. Es de muy mala calidad. La he de estar remendando a cada momento y…

—Sí, sí…

—En los viejos tiempos teníamos mucha mejor Historia.

—Las cosas siempre eran mejores de como lo son ahora. Es algo que va con la naturaleza de las cosas.

—Sí, señor. ¿Señor? El abad levantó la vista con apacible exasperación.

—Eh… ¿Sabéis que los libros dicen que Brutha murió y que hubo un siglo de guerras terribles?

—Ya sabes que mi vista no es lo que era, Lu-Tze.

—Bueno… Pues el caso es que ahora no es totalmente así.

—Con tal de que al final todo termine como es debido… —dijo el abad.

—Sí, señor —asintió el monje de la Historia.

—Todavía faltan unas semanas para tu próxima misión. ¿Por qué no descansas un poco?

—Gracias, señor. He pensado que podría bajar al bosque y ver caer unos cuantos árboles.

—Siempre pensando en el trabajo, ¿eh? Mientras Lu-Tze se iba, el abad miró a su oponente.

—Es un buen hombre —dijo—. Te toca mover.

El oponente siguió mirando fijamente el tablero sin decir nada.

El abad esperó a que se le revelara qué astutas estrategias a largo plazo estaban siendo desarrolladas. Después su oponente rozó una pieza con un dedo huesudo.

—VUELVE A RECORDARME CÓMO SE MUEVE LA QUE TIENE FORMA DE CABALLITO —dijo.

Finalmente Brutha murió, en circunstancias bastante poco usuales.

Había llegado a una edad muy avanzada, pero eso al menos no tenía nada de raro en la Iglesia. Como decía Brutha, tenías que mantenerte ocupado, cada día.

Se levantó al amanecer y fue a la ventana. Le gustaba ver salir el sol.

No habían llegado a sustituir las puertas del Templo. Aparte de todo lo demás, ni siquiera Urna había sido capaz de encontrar una forma de sacar de allí aquel montículo de metal fundido extrañamente contorsionado. Y pasados uno o dos años la gente terminó aceptando su presencia, y ahora decían que probablemente era un símbolo. No de nada en concreto, por supuesto, pero aun así un símbolo. Decididamente simbólico.

Pero el sol relucía en la cúpula de bronce de la Biblioteca. Brutha tomó nota de que debía informarse sobre los progresos de la nueva ala. Últimamente había demasiadas quejas motivadas por la falta de espacio.

La gente acudía de todas partes para visitar la Biblioteca. Era la biblioteca no-mágica más grande del mundo.

La mitad de los filósofos de Efebia parecían vivir allí ahora, e incluso Omnia estaba produciendo uno o dos filósofos de cosecha propia. Y hasta los sacerdotes venían a pasar algún tiempo en ella, debido a la colección de libros religiosos. Actualmente contaba con mil doscientos ochenta y tres libros religiosos, cada uno de ellos —según afirmaba el mismo libro— el único que un hombre necesitaba leer en su vida. Era bonito verlos a todos juntos. Como solía decir Didáctilos, había que reírse.

Fue mientras Brutha estaba desayunando cuando el subdiácono encargado de leerle sus citas para el día, y cerciorarse con el mayor tacto posible de que no se había puesto la ropa interior encima de la túnica, se atrevió a felicitarlo tímidamente.

—¿Mmmm? —dijo Brutha, con las gachas goteando de su cuchara.

—Cien años —dijo el subdiácono—. Desde que anduvisteis por el desierto, señor.

—¿De veras? Creía que eran, mmm, ¿cincuenta años? No pueden haber transcurrido más de sesenta años, muchacho.

—Uh, cien años, señor. Echamos una mirada a los registros.

—De veras. ¿Cien años? ¿Cien años de tiempo? Brutha puso su cuchara en la mesa con cuidado y contempló la desnuda pared blanca que había enfrente de él.

El subdiácono se encontró volviéndose para ver qué era lo que estaba mirando el cenobiarca, pero no había nada, sólo la blancura de la pared.

—Cien años —murmuró Brutha con voz pensativa—. Mmmm. Cielos, cielos. Lo había olvidado. —Se rió—. Lo había olvidado. Cien años, ¿eh? Pero aquí y ahora, estamos…

El subdiácono se volvió en redondo.

—¿Cenobiarca? —Dio un paso hacia Brutha y palideció.

—¿Señor? —Giró sobre los talones y fue corriendo a buscar ayuda.

El cuerpo de Brutha se desplomó hacia adelante casi grácilmente, chocando con la mesa. El cuenco se volcó, y las gachas empezaron a esparcirse por el suelo.

Y después Brutha se levantó, sin mirar su cuerpo ni una sola vez.

—Ja. No te esperaba —dijo.

La Muerte dejó de apoyarse en la pared.

—Pero todavía queda tantísimo por hacer…

—SÍ. SIEMPRE QUEDA MUCHO POR HACER.

—Ah. Así que realmente hay un desierto. ¿Y todo el mundo se encuentra con esto? —preguntó Brutha.

—¿QUIÉN SABE?

—¿Y qué hay al final del desierto?

—EL JUICIO.

Brutha reflexionó durante unos momentos.

—¿En qué extremo del desierto está? —La Muerte sonrió y se hizo a un lado.

Lo que Brutha había creído era una roca sobre la arena resultó ser una figura encorvada sentada en el suelo que se agarraba las rodillas. Parecía estar paralizada por el miedo.

Brutha la miró.

—¿Vorbis? —dijo.

Miró a la Muerte.

—¡Pero Vorbis murió hace cien años!

—Sí. TENÍA QUE ATRAVESAR EL DESIERTO SIN QUE NADIE LO ACOMPAÑARA. ANDANDO, SOLO CONSIGO MISMO. SI SE ATREVÍA A HACERLO.

—¿Y lleva cien años aquí?

—PUEDE QUE NO. AQUÍ EL TIEMPO ES DISTINTO. ES MÁS… PERSONAL.

—Ah. ¿Quieres decir que cien años pueden pasar como unos cuantos segundos?

—CIEN AÑOS PUEDEN PASAR COMO EL INFINITO.

Los ojos negro-sobre-negro miraron implorantemente a Brutha, quien les tendió la mano automáticamente, sin pensar… y después titubeó.

—ERA UN ASESINO —dijo la Muerte—. Y UN CREADOR DE ASESINOS. UN TORTURADOR QUE TORTURABA DESAPASIONADAMENTE. CRUEL. IMPLACABLE. INCAPAZ DE SENTIR COMPASIÓN.

—Sí. Lo sé. Es Vorbis —dijo Brutha.

Vorbis cambiaba a las personas. A veces las cambiaba hasta tal punto que acababan convertidas en cadáveres. Pero siempre las cambiaba. Ese era su triunfo.

Brutha suspiró.

—Pero yo soy yo —dijo.

Vorbis se levantó y, después de un momento de vacilación, siguió a Brutha a través del desierto.

La Muerte los vio alejarse.


FIN