—Muy bien. Y ahora escúchame con atención, Brutha. El capitán tiene un espejo. Irás a pedirle que te lo preste.

—Eh… ¿Qué es un espejo, señor?

—Un artilugio impío y prohibido —explicó Vorbis—. Que desgraciadamente puede ser puesto al servicio del Dios. El capitán lo negará, por supuesto. Pero un hombre con una barba tan pulcra y un bigotito tan minúsculo es vanidoso, y un hombre vanidoso ha de tener su espejo. Así que llévatelo. Y después ponte al sol y mueve el espejo de tal manera que proyecte sus rayos hacia el desierto. ¿Comprendes?

—No, señor —dijo Brutha.

—Tu ignorancia es tu protección, hijo mío. Y después vuelve y dime qué has visto.

Om dormitaba al sol. Brutha le había encontrado un hueco cerca del extremo puntiagudo en el que podía tomar el sol con escaso peligro de ser visto por la tripulación y además, en aquellos momentos y en todo caso, la tripulación estaba demasiado nerviosa para andar buscándose problemas.

Una tortuga sueña…

… durante millones de años.

Era el tiempo del sueño. El tiempo que aún no había sido formado.

Los dioses menores parloteaban y zumbaban en los lugares desérticos, y los lugares fríos, y los lugares profundos. Se arremolinaban en la oscuridad, sin memoria pero impulsados por la esperanza y el deseo de la única cosa, la única cosa que anhela un dios: fe.

En las profundidades del bosque no hay árboles de tamaño mediano. Allí sólo están los inmensos, cuyo dosel se despliega a través del cielo. Debajo, en la penumbra, no hay sitio para nada que no sea musgos o helechos. Pero cuando un gigante cae, dejando un poco de espacio… entonces se produce una carrera entre los árboles que crecen a cada lado, que quieren extenderse, y los brotes de abajo, que se apresuran a crecer hacia arriba.

A veces puedes hacerte tu propio espacio.

Los bosques estaban muy alejados de los desiertos. La voz sin nombre que iba a ser Om flotaba en el viento sobre el confín del desierto, tratando de ser oída entre incontables voces más, tratando de evitar que la empujaran hacia el centro. Puede que girase allí durante millones de años, porque no disponía de nada con lo cual medir el tiempo. Lo único que tenía era esperanza, y un cierto sentido de la presencia de las cosas. Y una voz.

Y entonces llegó un día. En cierto sentido, fue el primer día.

Om era consciente de la presencia del pastor desde hacía algún tiem…, bueno, simplemente era consciente de ella. El rebaño se había ido acercando cada vez más. Las lluvias habían sido escasas. El pasto escaseaba. Bocas hambrientas impulsaban a patas hambrientas a adentrarse un poco más entre las rocas para buscar los hasta aquel momento menospreciados retazos de hierba resecada por el sol.

Eran ovejas, tal vez el animal más estúpido del universo con la posible excepción del pato. Pero ni siquiera sus mentes nada complicadas podían oír la voz, porque las ovejas no escuchan.

Pero había un cordero. Andaba un poco perdido. Om se aseguró de que se despistara un poco más. Alrededor de una roca. Cuesta abajo. Hacia la cañada.

Sus balidos atrajeron a la madre.

La cañada estaba bien escondida y la oveja, después de todo, ya se había quedado satisfecha con encontrar a su cordero. No vio ninguna razón para balar, ni siquiera cuando el pastor empezó a ir por entre las rocas llamando, maldiciendo y, finalmente, suplicando. El pastor tenía cien ovejas, y podría haber parecido un tanto sorprendente que estuviera dispuesto a pasarse días buscando a una oveja: de hecho, el pastor tenía cien ovejas precisamente porque era la clase de hombre que está dispuesto a pasarse días buscando a una oveja perdida.

La voz que iba a ser Om esperó.

Fue hacia el anochecer del segundo día cuando la voz que iba a ser Om asustó a una codorniz que había estado anidando cerca de la cañada, justo cuando el pastor estaba pasando por allí.

Como milagro no era gran cosa, pero fue suficiente para el pastor. Amontonó unas cuantas piedras en aquel sitio y, al día siguiente, llevó allí a todo su rebaño. Y cuando el calor de la tarde apretaba, se tumbó a dormir… y Om le habló, dentro de su cabeza.

Tres semanas después el pastor moría lapidado por los sacerdotes de Ur-Gilash, quien por aquel entonces era el dios principal de la zona. Pero los sacerdotes habían tardado demasiado en actuar. Om ya tenía cien creyentes, y el número estaba creciendo…

A sólo un kilómetro de aquel pastor y sus ovejas había un pastor de cabras con su rebaño. Un minúsculo accidente de la microgeografía hizo que el primer hombre que oyó la voz de Om, y que proporcionó a Om su primera visión de los humanos, pastorease ovejas en vez de cabras. Un pastor de ovejas tiene una manera de ver el mundo muy distinta de la de un pastor de cabras, y toda la historia habría podido ser distinta.

Porque las ovejas son estúpidas, y tienen que ser empujadas. Pero las cabras son inteligentes, y necesitan ser guiadas.

Ur-Gilash, pensó Om. Ah, qué tiempos aquellos… Cuando Ossory y sus seguidores irrumpieron en el templo y destrozaron el altar y defenestraron a las sacerdotisas para que los perros salvajes las despedazaran, que era la manera correcta de hacer las cosas, y hubo un gran llanto y crujir de pies y los seguidores de Om encendieron sus hogueras en los salones abandonados de Gilash tal como había dicho el profeta, y eso contaba aunque lo hubiera dicho tan sólo cinco minutos antes, cuando estaban buscando madera para las hogueras, porque todo el mundo estaba de acuerdo en que una profecía es una profecía y nadie había dicho que tuvieras que esperar mucho tiempo para que se hiciera realidad.

Grandes días. Grandes días. Cada día traía nuevos conversos. La ascensión de Om había sido imparable…

Om despertó de golpe.

El viejo Ur-Gilash. Dios del clima, ¿verdad? Sí. No. ¿Quizá uno de los típicos dioses-araña gigantes? Algo así.

¿Qué había sido de él? ¿Qué fue de mí? ¿Cómo ocurre? Estás tan tranquilo en los planos astrales, fluyendo con el flujo y disfrutando de los ritmos del universo, convencido de que todos los, ya sabes, humanos están muy ocupados con el asunto del creer allá abajo, decides ir a enardecerlos un poco y de pronto… una tortuga. Es como ir al banco y encontrarte con que el dinero se ha estado cayendo por un agujero. Decides ir a dar un paseo por allí abajo en busca de una mente adecuada, y de pronto eres una tortuga y no te queda poder para salir de ahí.

Tres años de levantar la cabeza hacia prácticamente todo…

¿El viejo Ur-Gilash? Quizá estuviera aguantando como un lagarto en cualquier sitio, con algún viejo ermitaño como su único creyente. Más probablemente se habría visto arrastrado hacia el desierto. Un dios menor podía considerarse muy afortunado si tenía una oportunidad.

Algo iba mal. Om no podía señalarlo con el dedo, y no únicamente porque no tuviera ningún dedo. Los dioses subían y bajaban como trocitos de cebolla en una sopa hirviendo, pero esta vez era distinto. Esta vez algo había ido mal.

Om le había dado la patada a Ur-Gilash. Era justo, ¿no? La ley de la jungla. Pero a él no lo había estado desafiando nadie, y…

¿Dónde estaba Brutha?

—¡Brutha!

Brutha estaba contando los destellos de luz que llegaban del desierto.

—Es una suerte que yo tuviera un espejo, ¿verdad? —dijo el capitán esperanzadamente—. Espero que a su señoría no le importará que yo tuviera un espejo, visto lo útil que ha resultado ser.

—No creo que piense eso —dijo Brutha, que seguía contando.

—No. Yo tampoco lo creo —dijo el capitán lúgubremente.

—Siete, y después cuatro.

—Tendré que vérmelas con la Quisición —dijo el capitán.

Brutha se disponía a decir «Entonces alégrate porque tu alma será purificada». Pero no lo hizo. Y no sabía por qué no lo había dicho.

—Lo siento —dijo.

Un barniz de sorpresa recubrió la pena del capitán.

—Habitualmente los sacerdotes siempre decís que la Quisición es muy buena para el alma —dijo.

—Estoy seguro de que lo es —repuso Brutha.

El capitán no apartaba los ojos de su cara.

—Es plano, sabes —murmuró—. He surcado el Océano del Borde. Es plano, y he visto el Borde, y se mueve. No el Borde, no. Lo que… está allí abajo, quiero decir. Pueden cortarme la cabeza, pero seguirá moviéndose.

—Pero para ti dejará de moverse —dijo Brutha—. Así que yo tendría mucho cuidado a la hora de escoger con quién hablo, capitán.

El capitán se acercó un poco más.

—¡La Tortuga Se Mueve! —siseó, y se fue corriendo.

—¡Brutha!

La culpa tiró de Brutha como el sedal tira de un pez que ha mordido el anzuelo. Se volvió y faltó poco para que se desmayara de alivio. Hubiese podido ser Vorbis, pero sólo era Dios.

Brutha fue hacia el mástil y se detuvo delante de él. Om alzó la cabeza hacia él para lanzarle una mirada asesina.

—¿Sí? —dijo Brutha.

—Nunca vienes a verme —dijo la tortuga—. Ya sé que estás muy ocupado —añadió sarcásticamente—, pero aun así una plegaria rápida no estaría nada mal.

—Lo primero que hice esta mañana fue ir a ver cómo estabas —dijo Brutha.

—Y tengo hambre.

—Anoche te comiste una corteza de melón entera.

—Y quién se comió el melón, ¿eh?

—Vorbis no —dijo Brutha—. El se alimenta con agua y pan duro.

—¿Por qué no come pan tierno?

—Porque espera a que se ponga duro.

—Sí, claro. Cabía suponerlo —dijo la tortuga.

—¿Om?

—¿Qué?

—El capitán acaba de decir una cosa muy rara. Dijo que el mundo es plano y tiene un borde.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Pero…, quiero decir que sabemos que el mundo es redondo, porque…

La tortuga parpadeó.

—No, no lo es —dijo—. ¿Quién ha dicho que el mundo es una bola?

—Tú —respondió Brutha. Y añadió—: Según el Libro Primero del Septateuco, en todo caso.

Yo nunca había pensado de esta manera antes, pensó Brutha. Antes nunca hubiese dicho «en todo caso».

—¿Por qué me habrá dicho eso el capitán? —preguntó—. No me parece una conversación muy normal.

—Ya te he dicho que yo nunca hice el mundo —dijo Om—. ¿Por qué iba a hacer el mundo? El mundo ya estaba aquí. Y si hiciese un mundo, no lo habría hecho con forma de bola. La gente se caería de él. Todo el mar se escurriría.

—No si tú le dijeras que se quedase donde estaba.

—¡Ja! ¿Habéis oído a este tío?

—Además, la esfera es una forma perfecta —dijo Brutha—. Porque en el Libro de…

—Una esfera no tiene nada de asombroso —dijo la tortuga—. Ya que hablamos de eso, una tortuga es una forma perfecta.

—¿Una forma perfecta para qué?

—Bueno, para empezar pues para una tortuga —dijo Om—. Si una tortuga tuviera forma de bola, siempre estaría saliendo a la superficie.

—Pero decir que el mundo es plano es una herejía —dijo Brutha.

—Quizá, pero es verdad.

—¿Y realmente viaja sobre la espalda de una tortuga gigante?

—Así es.

—En ese caso —dijo Brutha triunfalmente—, ¿encima de qué se sostiene la tortuga?

La tortuga lo miró como si no supiera de qué estaba hablando.

—Encima de nada —dijo finalmente—. Es una tortuga, por el amor del cielo. La tortuga va nadando. Las tortugas están hechas para nadar.

—Yo… esto… me parece que será mejor que vaya a informar a Vorbis —dijo Brutha—. Si tiene que esperar se pone muy intranquilo. ¿Para qué me querías? Intentaré traerte un poco más de comida después de la cena.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó la tortuga.

—Bien, gracias.

—¿Te alimentas como es debido y todas esas cosas?

—Sí, gracias.

—Me alegro de oírlo. Y ahora vete. Después de todo, sólo soy tu Dios. —Om levantó la voz mientras Brutha se iba a toda prisa—. ¡Y podrías visitarme más a menudo! Y rezar más alto. ¡Estoy harto de tener que aguzar el oído! —gritó.

Vorbis todavía estaba sentado en su camarote cuando Brutha llegó jadeando por el pasillo y llamó a la puerta.

No hubo contestación. Brutha esperó un poco y después abrió la puerta.

Vorbis no parecía leer. Era obvio que escribía, puesto que existían las famosas Cartas, pero nadie le veía hacerlo nunca. Cuando estaba solo pasaba mucho tiempo mirando la pared, o postrado rezando. Vorbis podía humillarse durante la oración de una manera que hacía que las exhibiciones de un emperador ávido de poder pareciesen serviles.

—¿Sabes una cosa, Brutha? —dijo—. Creo que no hay ni una sola persona en toda la Ciudadela que se atreviera a interrumpirme mientras estoy rezando. Temen a la Quisición. Todos temen a la Quisición. Excepto tú, al parecer. ¿Temes a la Quisición?

Brutha miró aquellos ojos negro-sobre-negro. Vorbis miró una cara redonda y sonrosada. Había una cara especial que las personas se ponían cuando hablaban con un exquisidor. Esa cara era inexpresiva, tensa y ligeramente reluciente, y hasta un exquisidor a medio entrenar podía leer la culpabilidad apenas disimulada como un libro. Brutha sólo parecía estar sin aliento, pero pensándolo bien siempre parecía estarlo. Era fascinante.

—No, señor —dijo.

—¿Por qué no?

—La Quisición nos protege, señor. Está escrito en Ossory, capítulo VII, versí…

Vorbis ladeó la cabeza.

—Por supuesto que lo está. Pero ¿nunca se te ha ocurrido que la Quisición podría equivocarse?

—No, señor —dijo Brutha.

—Pero ¿por qué no?

—No lo sé, gran Vorbis. Nunca lo he pensado. Vorbis se sentó a la mesita de escribir, una mera tabla que bajaba del casco.

—Y has hecho bien, Brutha —dijo—. Porque la Quisición no puede equivocarse. Las cosas sólo pueden ser como el Dios desea que sean. Es imposible pensar que el mundo pueda funcionar de cualquier otra manera, ¿verdad? —Una visión de una tortuga con un solo ojo destelló por un instante en la mente de Brutha.

Brutha nunca había sabido mentir. La verdad siempre había parecido tan incomprensible que complicar las cosas todavía más siempre había estado totalmente fuera de su alcance.

—Así nos lo enseña el Septateuco —dijo.

—Cuando hay castigo, siempre hay un crimen —dijo Vorbis—. A veces el crimen sigue al castigo, lo cual sólo demuestra cuan previsor es el Gran Dios.

—Eso es lo que solía decir mi abuela —dijo Brutha automáticamente.

—¿De veras? Me gustaría saber más sobre esa formidable dama.

—Solía darme una azotaina cada mañana porque sin duda yo haría algo que la mereciese durante el día —dijo Brutha.

—Una comprensión admirablemente completa de la naturaleza de la humanidad —dijo Vorbis con el mentón apoyado en una mano—. Si no fuera por la deficiencia de su sexo, se diría que hubiese podido ser una excelente exquisidora.

Brutha asintió. Oh, sí. Sí, desde luego.

—Y ahora —dijo Vorbis, sin que se produjera cambio alguno en su tono— me contarás lo que viste en el desierto.

—Uh. Hubo seis destellos. Y después hubo una pausa de unos cinco latidos. Y después hubo ocho destellos. Y otra pausa. Y dos destellos.

Vorbis asintió.

—Tres cuartos —dijo—. Alabado sea el Gran Dios. El es mi cayado y me guía por los lugares difíciles. Y puedes irte.

Brutha no había esperado que se le dijera qué significaban los destellos, y no iba a preguntarlo. Las preguntas las hacía la Quisición. Era famosa por ello.

Al día siguiente el navío contorneó un promontorio y la bahía de Efebia apareció ante él, con la ciudad como un borrón blanco en el horizonte que el tiempo y la distancia convirtieron en un espolvoreo de casas cegadoramente blancas subiendo hasta lo alto de una gran roca.

El sargento Simonía pareció encontrarla muy interesante. Brutha no había intercambiado ni una palabra con él.

La fraternización entre el clero y los soldados no estaba muy bien vista, ya que había cierta tendencia a la impiedad entre los soldados.

Brutha, al que ya nadie hacía caso ahora que la tripulación se preparaba para atracar, observó con mucha atención al soldado. La mayoría de soldados tendían al desaliño y eran generalmente groseros con el clero menor.

Simonía era diferente. Aparte de todo lo demás, relucía. Su coraza brillaba con tal intensidad que te hacía daño en los ojos. Su piel parecía haber sido restregada con un cepillo.

El sargento estaba en la proa, contemplando la ciudad mientras esta se iba aproximando. Era raro verlo muy alejado de Vorbis. Allí donde estuviera Vorbis allí estaba el sargento, con la mano en la empuñadura de la espada y los ojos recorriendo los alrededores en busca de… ¿qué? Y siempre estaba callado, salvo cuando se le hablaba. Brutha intentó trabar amistad con él.

—Se la ve muy… blanca, ¿verdad? —dijo—. La ciudad, quiero decir. Es muy blanca. ¿Sargento Simonía? El sargento se volvió y miró a Brutha.

La mirada de Vorbis era terrible. Vorbis miraba a través de tu cabeza para ver los pecados que había dentro de ella, y tú apenas le interesabas salvo como un vehículo para tus pecados. Pero la mirada de Simonía era odio puro y simple.

Brutha dio un paso atrás.

—Oh. Lo siento —murmuro. Volvió sombríamente al extremo romo, y trató de mantenerse lo más alejado posible del soldado.

En cualquier caso, no tardó en haber más soldados.

Los efebianos los estaban esperando. El muelle estaba lleno de soldados que empuñaban las armas de una manera a la que le faltaba muy poco para ser un insulto directo. Y había muchos.

Cuando Brutha echó a andar, la voz de la tortuga se insinuó dentro de su cabeza.

—Así que los efebianos quieren la paz, ¿eh? —dijo Om—. Pues no lo parece. No parece que hayamos venido a dictar leyes a un enemigo derrotado. Más bien parece como si nos hubieran dado una buena paliza y no quisiéramos seguir recibiendo. Parece como si estuviéramos pidiendo la paz. Eso es lo que me parece a mí.

—En la Ciudadela todo el mundo decía que fue una gloriosa victoria —dijo Brutha. Había descubierto que ahora podía hablar casi sin mover los labios, ya que Om parecía capaz de captar sus palabras antes de que llegaran a, sus cuerdas vocales.

Delante de él, Simonía seguía al diácono como si fuera su sombra y lanzaba miradas suspicaces a cada guardia efebiano ante el que pasaban.

—Eso es muy curioso —dijo Om—. Los vencedores nunca hablan de gloriosas victorias. Eso es debido a que son los que ven el aspecto que tiene el campo de batalla después. Sólo los perdedores obtienen gloriosas victorias.

Brutha no supo qué contestar.

—No esperaba oírle decir eso a un dios —se atrevió a murmurar finalmente.

—Es este cerebro de tortuga.

—¿Qué?

—¿Cómo puedes ser tan ignorante? Los cuerpos son algo más que un sitio dentro del cual guardar tu mente. Tu forma afecta a cómo piensas. Es toda esa morfología que anda suelta por ahí.

—¿Qué? —Om suspiró.

—¡Que si no me concentro pienso igual que una tortuga!

—¿Qué? ¿Quieres decir muy despacio?

—¡No! Las tortugas son unas cínicas. Siempre esperan lo peor.

—¿Por qué?

—No lo sé. Porque suele ocurrirles, supongo.

Brutha contempló Efebia. Guardias con cascos coronados por plumas que parecían colas de caballo sublevadas marchaban a cada lado de la columna. Varios ciudadanos los miraban junto al camino. No parecían demonios de dos piernas y, de hecho, su aspecto era sorprendentemente similar al de las gentes de casa.

—Son personas.

—Sobresaliente en antropología comparada.

—El hermano Nhumrod dice que los efebianos comen carne humana —dijo Brutha—. El nunca diría una mentira.

Un niño miró a Brutha con expresión pensativa mientras se excavaba una fosa nasal. Si era un demonio en forma humana, era un actor extremadamente bueno.

A intervalos a lo largo del camino que salía de los muelles había estatuas de piedra blanca. Brutha nunca había visto estatuas antes. Aparte de las estatuas de los septarcas, por supuesto, pero no era lo mismo.

—¿Qué son?

—Bueno, el gordito de la toga es Tuvelpit, el dios del Vino. En Tsort lo llaman Smimto. Y esa tipa del peinado raro es Astoria, diosa del Amor. Una mema total. El feo es Offler el dios Cocodrilo. No es de por aquí.

Originalmente era klatchiano, pero los efebianos oyeron hablar de él y pensaron que era una buena idea. Fíjate en los dientes. Buenos dientes. Buenos dientes, sí señor. Y la que necesita que alguien le peine las serpientes es…

—Hablas de ellos como si fueran reales —dijo Brutha.

—Lo son.

—No hay más dios que tú. Eso fue lo que le dijiste a Ossory.

—Bueno… Exageré un poco, ya sabes. Pero no se puede decir que sean gran cosa. Uno de ellos se pasa la mayor parte del tiempo sentado por ahí tocando la flauta y persiguiendo a las pastoras. Yo no creo que eso sea muy divino. ¿Tú crees que eso es muy divino? Yo no.

El camino subía en una pronunciada pendiente que serpenteaba alrededor de la colina rocosa. La mayor parte de la ciudad parecía construida encima de promontorios o tallada en la misma roca, de tal manera que el patio de un hombre era el techo de otro. En realidad los caminos eran una serie de estrechos peldaños, accesibles para un hombre o un burro pero muerte súbita para un carro. Efebia era un lugar peatonal.

Brutha tuvo ocasión de echar una mirada al rostro de Vorbis. El exquisidor miraba fijamente hacia adelante.

Brutha se preguntó qué estaría viendo. ¡Todo era tan nuevo! Y diabólico, por supuesto. Aun así, los dioses representados por las estatuas no tenían aspecto de demonios, pero Brutha pudo oír la voz de Nhumrod señalando que ese mismo hecho los volvía todavía más demoníacos. El pecado caía sobre ti como un lobo con piel de cordero.

Brutha se dio cuenta de que una de las diosas había tenido problemas serios con su vestimenta. Si el hermano Nhumrod hubiera estado presente, habría tenido que salir corriendo para iniciar una sesión de reposo lo más serio posible.

—Petulia, diosa del Afecto Negociable —dijo Om—. Adorada por las damas de la noche así como de cualquier otra hora, y supongo que ya nos entendemos.

Brutha se quedó boquiabierto.

—¿Tienen una diosa para las rameras pintarrajeadas?

—¿Y por qué no? Tengo entendido que son un pueblo muy religioso. Están acostumbrados a pensar en… Pasan tanto tiempo mirándose el… Oye, la fe está allí donde la encuentras. Especialización. Es una manera de ponerse a cubierto, ¿entiendes? Pocos riesgos, ingresos garantizados. No sé dónde hasta hay un dios de la Lechuga. Quiero decir que, bueno, no hay muchas probabilidades de que alguien más intente llegar a ser un Dios de la Lechuga. Encuentras una comunidad que cultive lechugas y te aferras a ella. Los dioses del trueno vienen y van, pero cada vez que la Mosca de la Lechuga ataque en serio será a ti a quien recurrirán. Claro que Petulia siempre ha sido muy p… uh… perspicaz. Vio que había un hueco en el mercado y lo llenó.

—¿Hay un dios de la Lechuga?

—¿Por qué no? Si suficientes personas creen, puedes ser dios de cualquier…

Om se calló de golpe y esperó para ver si Brutha se había dado cuenta. Pero Brutha parecía estar pensando en otra cosa.

—Eso no está bien. No habría que tratar así a la gente. Ay.

Acababa de chocar contra la espalda de un subdiácono. El grupo se había detenido, en parte debido a que la escolta efebiana también se había detenido, pero principalmente porque un hombre venía corriendo por la calle.

Era muy viejo, y en muchos aspectos parecía una rana que llevara bastante tiempo en seco. Había algo en él que hacía que la gente pensara en la palabra «espabilado», pero en aquel momento había muchas más probabilidades de que pensaran en las palabras «tan desnudo como su madre lo trajo al mundo» y posiblemente también «empapado», y además habrían dado un ciento por ciento en el blanco. Aunque estaba la barba. Era una barba en la que podías acampar.

El hombre llegó corriendo por la calle sin que pareciera consciente de su desnudez y se detuvo delante de la tienda de un alfarero. Al propietario no pareció preocuparle en lo más mínimo que un hombrecillo desnudo y mojado se dirigiese a él; de hecho, ninguna de las personas que había en la calle lo había mirado dos veces.

—Querría una olla del Número Nueve y un poco de cordel, por favor —dijo el anciano.

—Sí, señor Legibus.

El alfarero metió la mano debajo del mostrador y sacó una toalla. El hombre desnudo la cogió. Brutha tuvo la impresión de que aquello ya les había sucedido a ambos antes.

—Y una palanca de longitud infinita y, um, un lugar inamovible en el que apoyarla —dijo Legibus mientras se secaba.

—Lo que ve es lo que tengo, señor. Ollas y enseres domésticos en general, pero ando un poquito corto de mecanismos axiomáticos.

—Bueno, ¿tiene un trozo de tiza?

—Me queda un poco de la última vez —dijo el alfarero.

El hombrecillo desnudo cogió la tiza y empezó a dibujar triángulos en el trozo de pared más próximo. Después miró hacia abajo.

—¿Por qué no llevo nada de ropa? —dijo.

—Hemos vuelto a bañarnos, ¿verdad? —preguntó el alfarero.

—¿Me he dejado la ropa en el baño?

—Creo que tuvo una idea mientras estaba bañándose —sugirió el alfarero.

—¡Eso es! ¡Eso es! ¡Se me ocurrió una idea realmente espléndida para mover el mundo! —dijo Legibus—. Un simple principio de palanca. Debería funcionar a la perfección. Sólo hay que resolver los pequeños detalles técnicos.

—Qué bien. Así durante el invierno podríamos desplazarnos a algún lugar donde haga más calor —dijo el alfarero.

—¿Puedo tomar prestada la toalla?

—De todas maneras es suya, señor Legibus.

—¿Sí?

—Sí, porque se la dejó aquí la última vez. ¿No se acuerda? ¿Cuando tuvo aquella idea para el faro?

—Magnífico. Magnífico —dijo Legibus, envolviéndose con la toalla. Trazó unas líneas más sobre la pared—. Magnífico. Muy bien. Ya mandaré a alguien para que recoja la pared.

Se volvió y pareció ver a los omnianos por primera vez. Los miró sin decir nada y luego se encogió de hombros.

—Hmmm —dijo, y se fue.

Brutha le tiró de la capa a uno de los soldados efebianos.

—Disculpa, pero ¿por qué nos hemos detenido? —preguntó.

—Los filósofos tienen prioridad de paso —contestó el soldado.

—¿Qué es un filósofo? —preguntó Brutha.

—Alguien lo bastante listo para buscarse un trabajo en el que no hay que levantar objetos pesados —dijo una voz dentro de su cabeza.

—Un infiel en busca del justo destino que recibirá con toda certeza —dijo Vorbis—. Un inventor de falacias.

Esta ciudad maldita los atrae igual que un montón de estiércol atrae a las moscas.

—En realidad es el clima —dijo la voz de la tortuga—. Piensa un poco. Si eres el tipo de persona que salta de su bañera y corre calle abajo cada vez que cree haber tenido una gran idea, entonces no quieres hacerlo en un sitio donde haga mucho frío. Si haces eso en algún sitio donde haga mucho frío, te mueres. Selección natural, eso es lo que es. Efebia es famosa por sus filósofos. Es mejor que el teatro callejero.

—¿El qué, un montón de viejos desnudos corriendo por las calles? —murmuró Brutha mientras reanudaban la marcha.

—Más o menos. Si pasas todo tu tiempo pensando en el universo, tiendes a olvidarte de las partes menos importantes de él. Como tus pantalones. Y noventa y nueve de cada cien ideas que se les ocurren son totalmente inútiles.

—¿Y entonces por qué alguien no los encierra donde no molesten? No me parece que sirvan de mucho —dijo Brutha.

—Porque la idea número cien generalmente es la repanocha —dijo Om.

—¿Qué?

—Mira la torre más alta de la roca.

Brutha miró hacia arriba. En lo alto de la torre y sujetado por bandas metálicas, había un gran disco que relucía bajo el sol de la mañana.

—¿Qué es? —murmuró.

—La razón por la que Omnia ya casi no tiene flota —dijo Om—. Ese es el motivo por el cual vale la pena tener siempre unos cuantos filósofos cerca. En un momento dado todo se reduce a Es Verdad Belleza y Es Belleza Verdad y Hace Algún Ruido un Árbol que Cae en el Bosque si No Hay Nadie Allí para Oírlo, y justo cuando piensas que van a empezar a babear uno de ellos dice, Por cierto, colocar un reflector parabólico de diez metros en un lugar elevado para que dirija los rayos del sol contra los barcos del enemigo constituiría una demostración muy interesante de los principios ópticos —añadió—. A los filósofos siempre se les están ocurriendo asombrosas ideas nuevas. El que había antes del reflector era un complicado artilugio que demostraba los principios de la palanca y, de paso, lanzaba bolas de azufre ardiendo a cinco kilómetros de distancia. Antes de ese, creo, había una especie de cosa submarina que incrustaba troncos afilados en la quilla de los barcos.

Brutha volvió a mirar el disco. No había entendido más de una tercera parte de las palabras del último parlamento de la tortuga.

—Bueno —dijo—, ¿y lo hace?

—¿Hacer el qué?

—Que si hace ruido. Un árbol. Si cuando cae no hay nadie para oírlo caer, quiero decir.

—¿Y qué más da?

El grupo había llegado a una puerta en el muro que circundaba la cima de la roca de una forma bastante parecida a como una banda para el pelo rodea una cabeza. El capitán efebiano se detuvo y se volvió.

—Los… visitantes… deben llevar los ojos vendados —dijo.

—¡Esto es indignante! —dijo Vorbis—. ¡Hemos venido aquí en misión diplomática!

—Eso no es asunto mío —replicó el capitán—. Lo que sí es asunto mío es deciros que si pasáis por esa puerta, lo haréis con los ojos vendados. Podéis quedaros fuera. Pero si queréis entrar, tenéis que llevar una venda encima de los ojos. Es lo que llaman una elección.

Uno de los subdiáconos le murmuró algo al oído a Vorbis. Después Vorbis mantuvo una breve conversación en susurros con el capitán de la guardia omniana.

—Muy bien —dijo—, bajo protesta.

La venda era muy suave, y totalmente opaca. Pero mientras Brutha era guiado…

… diez pasos a lo largo de un corredor, y después cinco pasos a la izquierda, luego adelante en diagonal y tres pasos y medio a la izquierda, y ciento tres pasos a la derecha, bajar tres escalones, y te hacían girar diecisiete veces y un cuarto, y nueve pasos al frente, y un paso a la izquierda, y diecinueve pasos hacia adelante, tres segundos de pausa, y dos pasos a la derecha, y dos pasos atrás, y dos pasos a la izquierda, y te hacían girar tres veces y media, y esperar un segundo, y subir tres escalones, y veinte pasos a la derecha, y te hacían girar cinco veces y un cuarto, y quince pasos a la izquierda, y siete pasos al frente, y dieciocho pasos a la derecha, y siete pasos subiendo, y avanzar en diagonal, y dos segundos de pausa, cuatro pasos a la derecha, y bajar por una pendiente que descendía un metro cada diez pasos durante treinta pasos, y después te hacían girar siete veces y media, y seis pasos al frente…

… se preguntó para qué servía.

La venda fue quitada en un patio sin muros hecho de alguna piedra blanca que convertía la luz del sol en un intenso resplandor. Brutha parpadeó.

El patio estaba rodeado de arqueros. Sus flechas apuntaban hacia abajo, pero su postura sugería que el que apuntaran horizontalmente era algo que podía ocurrir en cualquier momento.

Otro hombre calvo los estaba esperando. Efebia parecía tener una provisión ilimitada de hombres calvos y flacos vestidos con togas. Aquel sonrió, sólo con su boca.

No le caemos muy bien a nadie, pensó Brutha.

—Confío en que excusaréis esta pequeña molestia —dijo el hombre flaco—. Me llamo Aristócrates y soy el secretario del Tirano. Tened la bondad de pedir a vuestros hombres que entreguen sus armas.

Vorbis se irguió cuan alto era. Era una cabeza más alto que el efebiano. Su tez, que normalmente ya era pálida, se había vuelto todavía más pálida.

—¡Tenemos derecho a conservar nuestras armas! —dijo—. ¡Somos emisarios en una tierra extranjera!

—Pero no bárbara —repuso Aristócrates apaciblemente—. Las armas no serán necesarias aquí.

—¿Bárbara? —dijo Vorbis—. ¡Quemasteis nuestras naves! Aristócrates levantó una mano.

—Eso es algo a discutir más adelante —dijo—. Ahora mi agradable tarea consiste en acompañaros hasta vuestros aposentos. Estoy seguro de que os gustaría descansar un poco después de vuestro viaje. Dentro del palacio podéis ir adonde os plazca, por supuesto. Y si hay algún lugar al que no deseamos que vayáis, tened la seguridad de que los guardias se encargarán de informaros con celeridad y tacto.

—¿Y podemos salir del palacio? —preguntó Vorbis con voz gélida.

Aristócrates se encogió de hombros.

—La entrada nunca está vigilada excepto en tiempos de guerra —dijo—. Si podéis acordaros del camino, sois libres de usarlo. Pero debo advertiros de que los paseos sin rumbo por el laberinto no son muy sensatos. Desgraciadamente nuestros antepasados eran muy suspicaces y la desconfianza los indujo a poner muchas trampas: las mantenemos bien engrasadas y listas para funcionar, por supuesto, meramente en señal de respeto a la tradición. Y ahora, si tenéis la amabilidad de seguirme…

Los omnianos se mantuvieron juntos mientras seguían a Aristócrates por el palacio. Había fuentes. Había jardines. Aquí y allá había grupos de personas sentadas que no hacían gran cosa aparte de hablar. Los efebianos parecían tener ciertos problemas a la hora de entender conceptos como «dentro» y «fuera», salvo por el laberinto que circundaba al palacio, el cual se mostraba muy claro acerca del tema.

—El peligro nos espera a la vuelta de cada esquina —dijo Vorbis—. El hombre que rompa filas o confraternice de cualquier manera explicará su conducta a los exquisidores. Con todo detalle.

Brutha miró a una mujer que estaba llenando una jarra en un pozo. No parecía un acto muy militar.

Volvía a experimentar aquella extraña doble sensación. En la superficie estaban los pensamientos de Brutha, exactamente la clase de pensamientos que la Ciudadela hubiese aprobado. Aquello era un nido de infieles y no creyentes, su misma mundanidad una sutil capa con la cual esconder las trampas de la herejía y el pensamiento equivocado. Efebia podía estar bañada por el sol, pero en realidad era un lugar de sombras.

Pero más abajo estaban los pensamientos del Brutha que observaba a Brutha desde dentro…

Y allí Vorbis parecía estar fuera de lugar. Se lo veía cortante y desagradable. Y cualquier ciudad en la que los alfareros no se pusieran nerviosos cuando ancianos desnudos y goteantes entraban en su tienda y dibujaban triángulos encima de sus paredes era un sitio acerca del que Brutha quería saber más cosas. Se sentía como una gran jarra vacía. Lo que había que hacer con algo vacío era llenarlo.

—¿Me estás haciendo algo? —susurró.

Dentro de su caja, Om echó un vistazo a la forma de la mente de Brutha. Después trató de pensar deprisa.

—No —dijo, y al menos eso era verdad.

¿Habría ocurrido aquello antes alguna vez? ¿Había sido así en los primeros tiempos? Tenía que haberlo sido. Ahora todo aquello estaba muy borroso. Om no podía recordar los pensamientos que había tenido entonces, sólo la forma de los pensamientos. Todo había estado teñido de vivos colores, todo había estado creciendo a cada día que pasaba: él mismo había estado creciendo cada día, porque los pensamientos y la mente que los pensaba se estaban desarrollando a la misma velocidad. Era fácil olvidar cosas de aquellos tiempos. Era como un fuego tratando de recordar la forma de sus llamas. Pero la sensación… Eso sí que podía recordarlo.

No le estaba haciendo nada a Brutha. Brutha se lo estaba haciendo a sí mismo. Brutha estaba empezando a pensar a la manera divina. Brutha estaba empezando a convertirse en un profeta.

Om deseó tener alguien con quien hablar. Alguien que comprendiera.

Aquello era Efebia, ¿no? ¿Donde la gente se ganaba la vida tratando de comprender? Los omnianos fueron alojados en pequeñas habitaciones alrededor de un patio central. En el centro del patio había una fuente, en un minúsculo bosquecillo de pinos que olían muy bien. Los soldados intercambiaron codazos. La gente cree que los soldados profesionales siempre están pensando en luchar, pero los verdaderos soldados profesionales piensan mucho más en la comida y en un sitio caliente donde dormir que en luchar, porque esas son las dos cosas que generalmente cuesta mucho conseguir, mientras que el luchar tiende a presentarse por sí solo a cada momento.

En la celda de Brutha había un cuenco con fruta y un plato de carne fría. Pero primero lo primero. Brutha sacó al dios de la caja.

—Hay fruta —dijo—. ¿Qué son esa especie de bayas?

—Uvas —respondió Om—. Materia prima para el vino.

—Antes mencionaste esa palabra. ¿Qué significa?

Un grito resonó fuera.

—¡Brutha!

—Es Vorbis. Tendré que ir.

Vorbis estaba de pie en el centro de su celda.

—¿Has comido algo? —quiso saber.

—No, señor.

—Fruta y carne, Brutha. Y hoy es un día de ayuno. ¡Pretenden insultarnos!

—Um. ¿Quizá no saben que es un día de ayuno? —se atrevió a sugerir Brutha.

—En sí misma la ignorancia ya es un pecado —dijo Vorbis.

—Ossory VII, versículo 4 —dijo Brutha automáticamente.

Vorbis sonrió y le dio una palmadita en el hombro.

—Eres un libro ambulante, Brutha. El Septateucus perambulatus.

Brutha se miró las sandalias.

Tiene razón, pensó. Y yo había olvidado que hoy es un día de ayuno. O al menos no quise recordarlo.

Y entonces oyó cómo sus propios pensamientos le eran devueltos bajo la forma de un eco: es fruta y carne y pan, nada más. Eso es todo lo que es. Días de ayuno y festividades sagradas y Días de los Profetas y días del pan…

¿A quién le importa todo eso? ¿Un Dios al que ahora lo único que le interesa de la comida es que esté lo bastante baja para que se pueda llegar hasta ella? Ojalá dejara de darme palmaditas en el hombro.

Vorbis se volvió.

—¿Se lo recuerdo a los demás? —preguntó Brutha.

—No. Nuestros hermanos ordenados no necesitarán que se les recuerde, naturalmente. En cuanto a los soldados… una pequeña licencia, quizá, sería permisible estando tan lejos de casa…

Brutha volvió a su celda.

Om seguía encima de la mesa, mirando el melón.

—He estado a punto de cometer un pecado terrible —dijo Brutha—. Ha faltado poco para que comiera fruta en un día sin fruta.

—Eso es terrible, terrible —dijo Om—. Y ahora abre el melón.

—¡Pero está prohibido! —exclamó Brutha.

—No, no lo está —dijo Om—. Abre el melón.

—Pero fue el comer fruta lo que hizo que la pasión invadiera el mundo —dijo Brutha.

—Lo único que causó fue flatulencia —dijo Om—. ¡Abre el melón!

—¡Me estás tentando!

—No, no te estoy tentando. Te estoy dando permiso. ¡Una dispensa especial! ¡Abre el dichoso melón!

—Sólo un obispo o grado superior puede… —comenzó Brutha. Pero calló.

Om había clavado su único ojo en él.

—Sí. Exactamente —dijo—. Y ahora abre el melón. —Su tono se suavizó un poco—. Si eso te hace sentir mejor, declararé que es pan. Da la casualidad de que soy el Dios de estos parajes. Puedo llamarlo lo que me dé la gana. Es pan. ¿De acuerdo? Y ahora corta el dichoso melón.

—La dichosa hogaza —lo corrigió Brutha.

—Sí, eso. Y dame una tajada en la que no haya pepitas.

Brutha así lo hizo, con cuidado.

—Y cómetela deprisa —dijo Om.

—¿Porque no quieres que Vorbis nos pille comiendo?

—Porque tienes que ir a encontrar un filósofo —dijo Om. El hecho de que su boca estuviera llena no alteraba en nada su voz dentro de la mente de Brutha—. Verás, en estado natural los melones crecen por ahí. No estoy hablando de los grandes como este, sino de unas cositas verdes. Tienen la corteza tan dura como el cuero. No hay manera de romperla con los dientes. ¡La de años que me he tirado comiendo hojas muertas que una cabra escupiría, justo al lado de una cosecha de melones! Los melones deberían tener la piel más delgada. Que no se te olvide.

—¿Te refieres a lo de encontrar un filósofo?

—Exacto. Alguien que sepa cómo pensar. Alguien que pueda ayudarme a dejar de ser una tortuga.

—Pero… Vorbis podría necesitarme para algo.

—Habrás ido a dar un paseo. No hay problema. Y date prisa. En Efebia hay otros dioses. No quiero encontrarme con ellos ahora. No mientras tenga este aspecto.

Brutha puso cara de pánico.

—¿Y cómo encuentro un filósofo? —preguntó.

—¿En estos lugares? Yo diría que bastará con que tires un ladrillo.

El laberinto de Efebia es antiguo y está lleno de las mil y una cosas asombrosas que puedes llegar a hacer con resortes escondidos, cuchillos afilados como navajas de afeitar y rocas que caen. No hay un solo guía que te lleve por él. Hay seis, y cada uno sabe orientarse a través de una sexta parte del laberinto. Cada año celebran una competición especial, y entonces introducen ciertos cambios en el diseño. Se enfrentan unos con otros para averiguar quién puede hacer que su sección resulte todavía más letal para el paseante que las demás. Hay un panel de jueces, y un pequeño premio.

La distancia máxima jamás recorrida dentro del laberinto sin un guía fue de diecinueve pasos. Más o menos.

La cabeza rodó siete pasos más, pero eso probablemente no cuenta.

En cada punto de relevo hay una pequeña cámara libre de trampas. Lo que contiene es una campanita de bronce. Esas cámaras son las pequeñas salas de espera en las que los visitantes son confiados al siguiente guía. Y aquí y allá, esparcidas a gran altura en el techo del túnel encima de las trampas más ingeniosas, hay ventanitas de observación, porque a los guardias les gusta tanto echar unas risas como a cualquiera.

Todo aquello le paso totalmente por alto a Brutha, quien recorrió tranquilamente los túneles y corredores sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo, y terminó empujando la puerta que daba al frescor de las últimas horas del atardecer.

El aire estaba perfumado por la fragancia de las llores. Las mariposas nocturnas revoloteaban a través de la penumbra.

—¿Qué aspecto tienen los filósofos? —preguntó Brutha—. Cuando no se están bañando, quiero decir.

—Piensan mucho —dijo Om—. Busca a alguien con la cara fruncida y expresión de estarse esforzando.

—Eso podría significar meramente estreñimiento.

—Bueno, mientras se lo tome con filosofía…

La ciudad de Efebia los rodeaba. Los perros ladraban. Un gato maulló en algún lugar. Había ese susurro general de pequeños sonidos acogedores indicador de que un montón de personas están viviendo sus vidas allá afuera.

Y entonces una puerta se abrió bruscamente calle abajo y se oyó el chasquido de un ánfora de vino bastante grande siendo hecha añicos encima de la cabeza de alguien.

Un anciano flaco que llevaba una toga se levantó de los adoquines en los que había aterrizado y le lanzó una mirada asesina a la entrada.

—Lo que os estoy diciendo, y a ver si me escucháis de una vez, es que un intelecto finito, eso, finito, no puede llegar a la verdad absoluta de las cosas mediante la comparación, porque siendo por naturaleza indivisible, la verdad excluye los conceptos de «más» o «menos» de tal manera que nada salvo la verdad misma puede ser la exacta medida cié la verdad. Bastardos —dijo.

—¿Oh, sí? —dijo alguien desde dentro del edificio—. Eso es lo que tú dices.

El viejo ignoró a Brutha pero, con gran dificultad, extrajo un adoquín y lo sopesó en su mano.

Después entró corriendo en la casa. Hubo un alarido de rabia distante.

—Ah. Filosofía —dijo Om.

Brutha echó un cauteloso vistazo desde detrás de la puerta.

Dentro de la sala había dos grupos de hombres prácticamente idénticos vestidos con togas que trataban de contener a dos de sus colegas. Es una escena que se repite un millón de veces al día en los bares alrededor del multiuniverso: los dos aspirantes a combatientes gruñían y se hacían muecas el uno al otro e intentaban soltarse de las manos de sus amigos, sólo que por supuesto no lo intentaban con demasiada energía, porque no hay nada peor que conseguir liberarse de las manos que te están conteniendo y encontrarse de pronto totalmente solo en el centro del ring con un loco que se dispone a atizarte entre los ojos con una roca.

—Sí —dijo Om—. Filosofía en acción, no hay duda.

—¡Pero se están peleando!

—Un intenso intercambio de opiniones expresadas con toda libertad, sí.

Ahora que podía verlos mejor, Brutha se dio cuenta de que había una o dos diferencias entre los hombres. La barba de uno era más corta y su cara estaba muy roja, y estaba agitando un dedo de manera claramente acusadora.

—¡Me ha acusado de calumnia y difamación! —gritaba.

—¡No lo he hecho! —replicó el otro hombre.

—¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste! ¡Cuéntales lo que dijiste!

—Oye, meramente sugerí, para indicar la naturaleza de la paradoja, eh, que si Xenón el Efebiano decía «Todos los efebianos son unos mentirosos»…

—¿Veis? ¿Veis? ¡Lo ha vuelto a hacer!

—No, no, escucha, escucha… Entonces, dado que Xenón es un efebiano, eso significaría que él mismo es un mentiroso y por consiguiente…

Xenón hizo un decidido esfuerzo para soltarse que arrastró a cuatro desesperados colegas a través del suelo.

—¡Te voy a partir la cara, amigo!

—Disculpadme —dijo Brutha.

Los filósofos se quedaron inmóviles. Después se volvieron para mirar a Brutha. Se fueron relajando gradualmente y hubo un coro de toses avergonzadas.

—¿Todos sois filósofos? —preguntó Brutha.

El que se llamaba Xenón se puso bien la toga y dio un paso adelante.

—Exacto —dijo—. Somos filósofos. Pensamos, por lo tanto existimos.

—Existimos —dijo automáticamente el infortunado fabricante de paradojas.

Xenón se encaró con él.

—¡Mira, Ibíd, me tienes hasta las mismísimas narices! —rugió. Después se volvió hacia Brutha—. Existimos, por lo tanto somos —dijo muy seguro de sí mismo—. Eso es.

Varios filósofos se miraron con visible interés.

—Eh, eso es bastante interesante —dijo uno de ellos—. Estás diciendo que la evidencia de nuestra existencia es el hecho de nuestra existencia, ¿no?

—Oh, cállate —dijo Xenón sin mirar alrededor.

—¿Habéis estado peleando? —preguntó Brutha.

Los filósofos adoptaron distintas expresiones de perplejidad y horror.

—¿Peleando? ¿Nosotros? Somos filósofos —dijo Ibíd, consternado.

—Desde luego que lo somos —dijo Xenón.

—Pero estabais… —comenzó Brutha.

Xenón agitó una mano.

—El apasionamiento del debate —dijo.

—Tesis más antítesis igual a histéresis —terció Ibíd—. La astringente puesta a prueba del universo. El martillo del intelecto cayendo sobre el yunque de la verdad fundamental.

—Cállate —dijo Xenón—. ¿Y qué podemos hacer por ti, muchacho?

—Pregúntale por los dioses —intervino Om.

—Uh, quiero saber algunas cosas sobre los dioses —dijo Brutha.

Los filósofos se miraron.

—¿Dioses? —dijo Xenón—. Los dioses no nos interesan en lo más mínimo. Reliquias de un sistema de creencias periclitado, eso es lo que son.

Un rumor de truenos resonó en el cielo despejado del atardecer.

—Salvo el Ciego lo el dios del Trueno —siguió diciendo Xenón, sin que su tono cambiara apenas.

Un relámpago destelló a través del cielo.

—Y Cubal el dios del Fuego —dijo Xenón.

Una ráfaga de viento sacudió las ventanas.

—Aunque Flátulo el dios de los Vientos tampoco está nada mal —dijo Xenón.

Una flecha se materializó en el aire y se incrustó en la mesa junto a la mano de Xenón.

—Seurus el Mensajero de los dioses, uno de los grandes de todos los tiempos —dijo Xenón.

Un pájaro apareció en el umbral. Al menos tenía un vago parecido con un pájaro. Mediría unos treinta centímetros de altura, era blanco y negro, y tenía el pico torcido y una expresión que sugería que lo que más temía que le sucediera, fuera lo que fuera, ya le había sucedido.

—¿Qué es eso? —preguntó Brutha.

—Un pingüino —dijo la voz de Om dentro de su cabeza.

—¿Pátina la diosa de la Sabiduría? No hay otra como ella —dijo Xenón.

El pingüino le soltó un graznido y después se marchó con andares tambaleantes para perderse en la oscuridad.

Los filósofos parecían bastante desconcertados. Finalmente Ibíd dijo:

—¿Foorgol el dios de las Avalanchas? ¿Dónde están las nieves más próximas?

—A doscientos kilómetros de aquí —dijo alguien.

Esperaron. No ocurrió nada.

—Reliquia de un sistema de creencias superado —dijo Xenón.

Ni un solo muro de muerte blanca en estado de congelación apareció en ningún lugar de Efebia.

—Mera personificación inconsciente de una fuerza natural —dijo uno de los filósofos, levantando la voz. De pronto todos parecían mucho más animados.

—Culto primitivo a la naturaleza.

—No te daría ni dos chavos por él.

—Simple racionalización de lo desconocido.

—¡Ja! ¡Una astuta ficción, un hombre del saco con el que asustar a los débiles y los estúpidos! —Las palabras surgieron por sí solas dentro de Brutha. No pudo contenerse.

—¿Siempre hace tanto frío? —preguntó—. Cuando venía hacia aquí me pareció que hacía mucho frío.

Todos los filósofos se apartaron de Xenón.

—Aunque si hay una cosa que se pueda decir de Foorgol —dijo Xenón—, es que siempre ha sido un dios muy comprensivo. Sabe reír un chiste tan bien como cualquier hijo de… de los cielos.

Miró rápidamente a un lado y a otro. Pasados unos momentos los filósofos se relajaron, y parecieron olvidarse por completo de Brutha.

Y sólo entonces tuvo tiempo Brutha de fijarse en la sala. Nunca había visto una taberna en su vida, pero aquel sitio era precisamente eso. La barra corría a lo largo de un extremo de la sala. Detrás de ella había los típicos adornos de un bar efebiano: pilas de jarras de vino, hileras de ánforas, y las alegres imágenes de vírgenes vestales que regalaban en las bolsas de cacahuetes salados y tasajo de cabra, clavadas con chinchetas con la esperanza de que en el mundo había gente capaz de comprar más y más bolsas de cacahuetes sólo para poder contemplar un pezón de cartón.

—¿Qué son todas esas cosas? —murmuró Brutha.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Om—. Déjame salir de aquí para que pueda echar un vistazo.

Brutha abrió la caja y sacó a la tortuga. Un ojo legañoso miró alrededor.

—Oh. La típica taberna —dijo Om—. Estupendo. Para mí un plato de lo que estén bebiendo.

—¿Una taberna? ¿Un sitio donde se bebe alcohol?

—Tengo la firme intención de que ese sea el caso, sí.

—Pero… pero… El Septateuco nos advierte, muy enfáticamente y no menos de diecisiete veces, de que debemos abstenernos…

—Nunca he entendido por qué —dijo Om—. ¿Ves a ese hombre que está limpiando las jarras? Pues vas y le dices: Ponme un…

—Pero el profeta Ossory dice que el alcohol degrada la mente del hombre. Y…

—¡Lo repetiré una vez más! ¡Yo nunca he dicho eso! ¡Ahora ve y habla con ese hombre!

De hecho fue el hombre quien le dirigió la palabra a Brutha. Apareció mágicamente al otro lado de la barra, todavía limpiando una jarra.

—Buenas noches, señor —dijo—. ¿Qué desea?

—Un vaso de agua, por favor —dijo Brutha, muy deliberadamente.

—¿Y algo para la tortuga?

—¡Vino! —dijo la voz de Om.

—No sé —dijo Brutha—. ¿Qué suelen beber las tortugas?

—Las que vienen por aquí suelen tomar unas gotas de leche con migas de pan —dijo el camarero.

—¿Y vienen muchas tortugas por aquí? —preguntó Brutha, hablando más alto para tratar de ahogar los gritos de indignación de Om.

—Oh, la tortuga media es un animal muy útil en la filosofía. Yendo más deprisa que las flechas metafóricas, venciendo a las liebres en las carreras… Se le puede sacar mucho jugo, créame.

—Uh… No tengo dinero —dijo Brutha.

El camarero se inclinó hacia él.

—Bueno, eso no es ningún problema —dijo—. Declives acaba de pagar una ronda. No le importará.

— ¿Pan y leche?

—Oh. Gracias. Muchísimas gracias.

—La verdad es que aquí los vemos de todos los colores —dijo el camarero, echándose hacia atrás—. Estoicos. Cínicos. Unos grandes bebedores, los cínicos. Epicúreos. Estocásticos. Anaximandritas. Epistemólogos. Peripatéticos. Sinópticos. De todo. Es lo que yo digo siempre. Lo que yo digo siempre… —cogió otra jarra y empezó a secarla— es que en el mundo tiene que haber de todo.

—¡Pan y leche! —gritó Om—. Sentirás mi ira por esto, ¿vale? ¡Y ahora pregúntale por los dioses!

—Oiga, ¿y alguno de ellos entiende mucho de dioses? —preguntó Brutha, tomando un sorbo de su jarra de agua.

—Para eso sería mejor que fuera a hablar con un sacerdote —dijo el camarero.

—No, me refería a… qué son los dioses… cómo llegaron a existir los dioses… Esa clase de cosas, ya sabe —dijo Brutha, tratando de habituarse a la peculiar manera de conversar del camarero.

—A los dioses no les hace ninguna gracia que se toquen esos temas —explicó el camarero—. Cuando alguien se ha tomado unas cuantas copas, a veces nos ponemos a hablar del asunto. Especulaciones cósmicas acerca de si los dioses realmente existen, ya sabe. Y de pronto un rayo con una nota enrollada alrededor en la que pone «Sí, existimos» atraviesa el techo, y del tipo con el que estabas hablando ya sólo quedan un par de sandalias humeantes. Esa clase de cosas le quitan todo el interés a la especulación metafísica.

—Ni siquiera pan recién hecho —masculló Om con la nariz metida en su plato.

—No, si ya sé que los dioses existen —se apresuró a decir Brutha—. Sólo quería saber algo más sobre… ellos.

El camarero se encogió de hombros.

—En ese caso le agradecería que se mantuviera alejado de todo lo que tenga algún valor —dijo—. Claro que en cien años todos calvos, ¿no? —añadió, cogiendo otra jarra y empezando a sacarle brillo.

—¿Es usted filósofo? —preguntó Brutha.

—Bueno, al cabo de un tiempo se te acaba pegando —dijo el camarero.

—Esta leche está pasada —dijo Om—. Dicen que Efebia es una democracia, ¿no? Pues a esta leche se le debería permitir votar.

—Me parece que aquí no voy a encontrar lo que estoy buscando —murmuró Brutha—. Um. ¿Señor Vendedor de Bebidas?

—¿Sí?

—¿Qué era ese pájaro que entró aquí cuando se mencionó a la diosa —Brutha saboreó aquella palabra que le resultaba tan poco familiar— de la Sabiduría?

—Ahí hay un pequeño problema —dijo el camarero—. En realidad, se podría decir que fue algo así como una metedura de pata.

—¿Cómo dice?

—Era un pingüino —dijo el camarero.

—¿Una especie de pájaro sabio, entonces?

—No. No mucho —dijo el camarero—. El pingüino no es lo que se dice famoso por su sabiduría. El segundo pájaro más despistado del mundo, ¿sabe? Dicen que sólo puede volar debajo del agua.

—¿Y entonces por qué…?

—No nos gusta hablar de ello —dijo el camarero—. Pone nerviosa a la gente. Condenado escultor —añadió en voz baja.

Al otro extremo de la barra, los filósofos ya se estaban peleando otra vez.

El camarero se inclinó.

—Si no tiene dinero, no creo que vaya a conseguir mucha ayuda —dijo—. Por aquí el hablar sale bastante caro.

—Pero ellos sólo… —comenzó Brutha.

—Para empezar, está el gasto en jabón y agua. Toallas. Albornoces. Zapatillas. Piedra pómez. Sales de baño. Una cosa se suma a la otra.

Un gorgoteo ahogado hizo vibrar el plato. Om volvió una cabeza bastante láctea hacia Brutha.

—¿No tienes nada de dinero? —preguntó.

—No —dijo Brutha.

—Bueno, pues el caso es que necesitamos un filósofo —dijo secamente la tortuga—. Yo no puedo pensar y tú no sabes cómo hacerlo. Tenemos que encontrar a alguien que lo esté haciendo todo el tiempo.

—Claro que siempre podría probar con el viejo Didáctilos —dijo el camarero—. Si se trata de ahorrar, Didáctilos es su hombre.

—¿No usa jabón caro? —preguntó Brutha.

—Podría afirmarse sin temor a contradicción alguna —dijo el camarero solemnemente— que Didáctilos no utiliza ningún jabón de ninguna clase.

—Oh. Bueno. Gracias —dijo Brutha.

—Pregúntale dónde vive ese hombre —ordenó Om.

—¿Dónde puedo encontrar al señor Didáctilos? —preguntó Brutha.

—En el patio del palacio. Justo al lado de la Biblioteca. No tiene pérdida. Bastará con que siga a su nariz.

—Acabamos de llegar de… —dijo Brutha, pero su voz interior lo instó a no terminar la frase—. Bien, entonces nos vamos.

—No se olvide su tortuga —dijo el camarero—. Son muy sabrosas.

—¡Que todo tu vino se convierta en agua! —chilló Om.

—¿Su vino se convertirá en agua? —preguntó Brutha mientras salían a la noche.

—No.

—Vuelve a explicármelo. ¿Por qué estamos buscando a un filósofo? —preguntó Brutha.

—Porque quiero recuperar mi poder —dijo Om.

—¡Pero todo el mundo cree en ti!

—Si creyeran en mí podrían hablarme y yo podría hablarles. No sé qué es lo que ha ido mal. En Omnia nadie adora a ningún otro dios, ¿verdad?

—No se les permitiría hacerlo —dijo Brutha—. La Quisición se aseguraría de ello.

—Sí. Es difícil arrodillarse cuando no tienes rodillas. Brutha se detuvo en la calle vacía.

—¡No te entiendo!

—No se supone que debas entenderme. Se supone que los designios de los dioses deben ser incomprensibles para los hombres.

—¡La Quisición nos mantiene en el camino de la verdad! ¡La Quisición trabaja para la mayor gloria de la Iglesia!

—Y tú lo crees, ¿verdad? —preguntó la tortuga.

Brutha miró y descubrió que la certidumbre se había esfumado. Abrió la boca y la cerró, pero no había palabras que decir.

—Vamos —dijo Om, en el tono más afable de que fue capaz—. Regresemos.

Los ruidos procedentes de la cama de Brutha despertaron a Om cuando ya era noche cerrada.

Brutha volvía a rezar.

Om escuchó con curiosidad. Todavía se acordaba de las plegarias. Antes había habido muchas. Había tantas que no hubiese podido diferenciar una plegaria de otra ni aun suponiendo que hubiera querido hacerlo, pero eso daba igual, porque lo que importaba era el inmenso susurro cósmico de millares de mentes que rezaban y creían.

Y de todas maneras las palabras no merecían ser escuchadas.

¡Humanos! Vivían en un mundo donde la hierba seguía siendo verde y el sol salía cada día y las flores se convertían regularmente en frutos, ¿y qué era lo que les parecía impresionante? Estatuas que lloraban. ¡Y vino obtenido a partir del agua! Un mero efecto de túnel derivado de la mecánica cuántica, que hubiese tenido lugar de todas maneras si estabas dispuesto a esperar durante unos cuantos zillones de años. Como si la conversión de los rayos de sol en vino, mediante las parras y las uvas y el tiempo y las enzimas, no fuese mil veces más impresionante y no ocurriera continuamente…

Bueno, ahora Om ni siquiera podía hacer los trucos más básicos del repertorio divino. Rayos con aproximadamente el mismo efecto que la chispa surgida del pelaje de un gato, y difícilmente podías fulminar a alguien con eso. Om había fulminado de lo lindo en sus buenos tiempos. Ahora apenas si podía andar a través del agua y alimentar al Uno.

La plegaria de Brutha era una tenue melodía en un mundo de silencio.

Om esperó hasta que el novicio dejó de hacer ruido y entonces sacó las patas de la concha y se alejó, bamboleándose de un lado a otro, hacia el amanecer.

Los efebianos cruzaron los patios del palacio, rodeando a los omnianos pero sin llegar a rodearlos del todo, andando a la manera de una escolta de prisioneros.

Brutha podía ver que Vorbis estaba hirviendo de furia. Una venita palpitaba en la calva sien del exquisidor.

Como si sintiera los ojos de Brutha posados en él, Vorbis volvió la cabeza.

—Esta mañana pareces un poco nervioso, Brutha —dijo.

—Lo siento, señor.

—Se diría que vas mirando en todos los rincones. ¿Qué esperas encontrar?

—Uh. Mero interés, señor. Todo es nuevo.

—Toda la llamada sabiduría de Efebia no vale una sola línea del párrafo más insignificante del Septateuco —dijo Vorbis.

—Pero ¿no podríamos estudiar las obras del infiel para así estar prevenidos contra las tretas de la herejía? —preguntó Brutha, sorprendiéndose a sí mismo.

—Ah. Un argumento muy persuasivo, Brutha, y uno que los exquisidores han oído muchas veces, si bien en muchos casos expresado de manera un tanto confusa y con un hilo de voz.

Vorbis lanzó una mirada asesina a la cabeza de Aristócrates, que guiaba al grupo.

—De escuchar la herejía a cuestionar la verdad establecida no hay más que un pequeño paso, Brutha. La herejía suele ser fascinante, y su peligro estriba precisamente en ello.

—Sí, señor.

—¡Ja! Y no sólo esculpen estatuas prohibidas, sino que ni siquiera saben hacerlo como es debido.

Brutha no era ningún experto, pero incluso él tenía que admitir que así era. Ahora que la novedad ya se había disipado, las estatuas que adornaban cada hornacina del palacio ofrecían un cierto aspecto de estar bastante mal hechas. Brutha estaba casi seguro de que acababa de pasar por delante de una con dos brazos izquierdos. Una segunda estatua tenía una oreja bastante más grande que la otra. No se trataba de que alguien hubiera decidido esculpir dioses feos. Estaba claro que se había pretendido que las estatuas fueran lo más atractivas posible, pero el escultor no había obtenido muy buenos resultados.

—Esa mujer de allí parece estar sosteniendo un pingüino —dijo Vorbis.

—Pátina, diosa de la Sabiduría —repuso Brutha automáticamente, y entonces se dio cuenta de lo que había dicho—. Yo… se lo oí decir a alguien —añadió.

—Claro. Y qué oído tan agudo debes de tener —dijo Vorbis.

Aristócrates se detuvo delante de una impresionante entrada y dirigió una inclinación de la cabeza al grupo.

—Caballeros, el Tirano los verá ahora —dijo.

—Recordarás todo lo que se diga —murmuró Vorbis. Brutha asintió.

Las puertas se abrieron.

Por todo el mundo había gobernantes con títulos como el Exaltado, el Supremo y el Gran Esto o Lo Otro. Sólo en un pequeño país el gobernante era elegido por el pueblo, el cual podía deponerlo cuando quisiera…, y lo llamaban el Tirano.

Los efebianos creían que todo hombre debería tener derecho al voto.[6]

Cada cinco años alguien era elegido para ser Tirano, con tal de que pudiera demostrar que era honrado, inteligente, sensato y merecedor de confianza.

Inmediatamente después de que hubiera sido elegido, por supuesto, todos se daban cuenta de que aquel hombre estaba loco de atar y no tenía nada en común con el filósofo corriente de la calle que andaba buscando una toalla.

Y cinco años después elegían a otro igualito que él, y lo asombroso era que personas inteligentes continuaran cometiendo los mismos errores.

Los candidatos a la Tiranía eran elegidos depositando bolas negras o blancas en distintas urnas, lo cual había dado origen a un conocidísimo comentario sobre la política.

El Tirano era un hombrecillo obeso de piernas bastante flacas, lo que hacía que la gente siempre pensara en un huevo puesto del revés cuyo ocupante estuviera empezando a romper la cáscara. Estaba sentado en el centro del suelo de mármol, en una silla rodeada de pergaminos y hojas de papel. Sus pies no tocaban el mármol, y tenía la cara sonrosada.

Aristócrates le murmuró algo al oído. El Tirano levantó los ojos de sus papeles.

—Ah, la delegación omniana —dijo, y una sonrisa destelló a través de su rostro como algo pequeño que corretea por encima de una piedra—. Sentaos, sentaos.

Volvió a bajar la vista.

—Soy el diácono Vorbis de la Quisición de la Ciudadela —dijo Vorbis con voz gélida.

El Tirano levantó la vista y obsequió a Vorbis con otra sonrisa de lagarto.

—Sí, lo sé —dijo—. Os ganáis la vida torturando personas. Tened la bondad de sentaros, diácono Vorbis. Y vuestro rechoncho joven amigo que parece estar buscando algo. Y los demás. Unas cuantas jóvenes vendrán dentro de un momento con uvas y otras cosas. Es lo que pasa generalmente. De hecho, se diría que no hay manera de evitar que pase.

Había bancos delante del asiento del Tirano. Los omnianos se sentaron. Vorbis permaneció de pie. El Tirano asintió.

—Como queráis —dijo.

—¡Esto es intolerable! —protestó Vorbis—. Hemos sido tratados…

—Mucho mejor de lo que nos habríais tratado vosotros —dijo el Tirano apaciblemente—. Sentaos o quedaos de pie, señor mío, porque esto es Efebia y os aseguro que si os apetece por mí podéis hacer el pino, pero no esperéis que crea que si yo hubiera ido a buscar la paz a vuestra Ciudadela, se me animaría a hacer cualquier cosa que no fuera humillarme sobre lo que quedase de mi estómago. Sentaos o permaneced de pie, señor mío, pero guardad silencio. Ya casi he terminado.

—¿Terminado qué? —preguntó Vorbis.

—El tratado de paz —dijo el Tirano.

—Pero es lo que hemos venido a discutir —dijo Vorbis.

—No —dijo el Tirano. El lagarto volvió a corretear—. Es lo que habéis venido a firmar.

Om respiró hondo y cobró impulso.

El tramo de peldaños era bastante empinado. Om sintió cada uno mientras caía por él, pero al menos acabó llegando al final erguido.

Se había perdido, pero estar perdido en Efebia era preferible a estar perdido en la Ciudadela. Al menos allí no había sótanos obvios.

Biblioteca, biblioteca, biblioteca…

Brutha había dicho que en la Ciudadela había una biblioteca. La había descrito, así que Om tenía cierta idea de qué estaba buscando.

En ella habría un libro.

Las negociaciones de paz no iban demasiado bien.

—¡Nos atacásteis! —dijo Vorbis.

—Yo lo llamaría defensa preventiva —dijo el Tirano—. Vimos lo que les ocurrió a Istanzia, Betrek y Ushistán.

—¡Vieron la verdad de Om!

—Sí —dijo el Tirano—. Creemos que terminaron viéndola.

—Y ahora son orgullosos miembros del Imperio.

—Sí —dijo el Tirano—. Creemos que lo son. Pero nos gusta recordarlos tal como eran. Antes de que les mandarais vuestras cartas, las que cargaron de cadenas las mentes de los hombres.

—Las que guiaron los pies de los hombres hacia el recto camino —dijo Vorbis.

—Cadenas de cartas —dijo el Tirano—. La cadena de cartas a los efebianos. Olvidad a Vuestros Dioses. Sed Subyugados. Aprended a Temer. No rompas la cadena, porque el último que lo hizo despertó una mañana para encontrarse con que había cincuenta mil hombres armados en su jardín.

Vorbis se acomodó en la silla.

—¿Qué es lo que teméis? —preguntó—. ¿Aquí en vuestro desierto, con vuestros… dioses? ¿No será que, en lo más profundo de vuestras almas, sabéis que vuestros dioses son tan mudables como la arena?

—Oh, sí —dijo el Tirano—. Lo sabemos. Eso siempre ha sido un punto a su favor. Conocemos la arena. Y vuestro Dios es una roca…, y conocemos las rocas.

Om avanzaba lentamente por una calle adoquinada, manteniéndose lo más pegado posible a la sombra.

Había voces. En particular, una voz petulante y cascada. Era la del filósofo Didáctilos.

Aunque fue uno de los filósofos más populares y más citados de todos los tiempos, Didáctilos el Efebiano nunca consiguió ganarse el respeto de sus colegas. Les parecía que no tenía madera de filósofo. No se bañaba lo bastante a menudo o, para decirlo de otra manera, no se bañaba en absoluto. Y filosofaba sobre las cosas equivocadas. Y le interesaban las cosas equivocadas. Cosas peligrosas. Otros filósofos hacían preguntas como:

¿Es la Verdad Belleza, y Es la Belleza Verdad? y: ¿Es la Realidad Creada por el Observador? Pero Didáctilos planteó el famoso intríngulis filosófico: «Sí, Pero A Fin De Cuentas, ¿Qué Sentido Tiene Todo?, Y Cuando Digo Todo Quiero Decir Todo».

Su filosofía era una mezcla de tres famosas escuelas —los cínicos, los estoicos y los epicúreos—, y Didáctilos las resumió en su famosa frase: «Lo mires como lo mires hay gente en la que no se puede confiar y eso es algo que no tiene remedio, así que tomemos una copa. Si pagas tú, para mí un doble. Gracias. Y una bolsa de nueces. Se le ve casi todo el seno izquierdo, ¿eh? ¡Venga, dos bolsas más!» Muchas personas han citado este párrafo de sus famosas Meditaciones:

«El mundo es un asco, eso está claro. Pero hay que procurar pasarlo bien, ¿verdad? Nil Illegitimo

Carborundum, eso digo yo. Los expertos no lo saben todo. Y pensándolo bien, ¿dónde estaríamos si todos fuéramos iguales?» Om se acercó un poco más a la voz, doblando la esquina de la pared para poder ver el interior de un pequeño patio.

Junto a la pared del fondo había un tonel muy grande. Los desperdicios esparcidos a su alrededor —un ánfora de vino rota, huesos mordisqueados y un par de cuchitriles hechos con tablas— sugerían que era el hogar de alguien. Y esta impresión quedaba reforzada por lo que había escrito con tiza sobre una tabla que había sido clavada a la pared encima del barril.

El cartel improvisado decía:

"DIDÁCTILOS y Sobrino

Filósofos Prácticos

Ninguna Proposición Es Demasiado Grande

«Podemos Pensar por Usted»

Tarifas Especiales a partir de las 6 de la tarde

Axiomas Frescos Cada Día"

—¡Condenado gandul! —Tío, te aseguro que…

—¡Vuelvo la espalda durante media hora y te quedas dormido en el trabajo!

—¿Qué trabajo? No hemos tenido nada desde que el señor Piloxi el granjero vino la semana pasada…

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo sabes? ¡Mientras tú estabas roncando podrían haber pasado por aquí docenas de personas, cada una de ellas necesitada de una filosofía personal!

—… y sólo pagó en aceitunas.

—¡Probablemente obtendré un buen precio por esas aceitunas!

—Están podridas, tío.

—¡Tonterías! ¡Dijiste que estaban verdes!

—Sí, pero se supone que han de ser negras.

Entre las sombras, la cabeza de la tortuga se volvía de un lado a otro como un espectador en un partido de tenis.

El joven se levantó.

—La señora Bylaxis vino esta mañana —dijo—. Dijo que el proverbio que le hiciste la semana pasada ha dejado de funcionar.

Didáctilos se rascó la cabeza.

—¿Cuál era ese? —preguntó.

—Le diste «Siempre está más oscuro antes de amanecer».

—Pues no veo dónde está el problema. Una filosofía condenadamente buena, ¿no?

—Dijo que no se sentía mejor. Bueno, el caso es que dijo que no había podido pegar ojo en toda la noche porque le dolía mucho la pierna y justo antes de amanecer había como bastante luz, así que no era verdad. Y le seguía doliendo la pierna. Así que le ofrecí un intercambio parcial con «Aun así, reír siempre sienta bien».

Didáctilos se animó un poco.

—Te la quitaste de encima, ¿eh?

—Dijo que lo probaría. Me dio un calamar en salmuera entero por él. Dijo que tengo aspecto de estar comiendo poco.

—¿De veras? Estás aprendiendo. ¿Lo ves, Urna? Ya te dije que si insistíamos acabaría funcionando.

—Yo no diría que un calamar en salmuera y una caja de aceitunas grasientas sean unos grandes ingresos, maestro. No a cambio de dos semanas de pensar.

—Conseguimos tres obols con ese proverbio para el viejo Grillos el zapatero.

—Te equivocas. Vino a devolverlo. A su esposa no le gustaba el color.

—¿Y tú le devolviste su dinero?

—Sí.

—¿Cómo, todo?

—Sí.

—No puedes hacer eso. No después de que haya estado utilizando las palabras, porque se desgastan con el uso.

—¿Cuál era?

—«Sabio es el cuervo que sabe hacia dónde señala el camello».

—Ese me costó un montón de trabajo.

—Dijo que no conseguía entenderlo.

—Yo tampoco entiendo de suelas, pero sé reconocer un buen par de sandalias cuando las llevo puestas.

Om pestañeó su único ojo. Después echó un vistazo a las formas de las mentes que había delante de él.

El que se llamaba Urna presumiblemente era el sobrino y tenía una mente tirando a normal, por mucho que en ella pareciese haber demasiados círculos y ángulos. Pero la mente de Didáctilos burbujeaba y destellaba como un puchero lleno de anguilas eléctricas en pleno hervor. Om nunca había visto nada parecido. Los pensamientos de Brutha tardaban eones en ocupar su sitio, y verlo pensar era como presenciar una colisión entre montañas; pero los pensamientos de Didáctilos se perseguían los unos a los otros con un sonido sibilante. No era de extrañar que estuviese calvo. El pelo habría ardido de dentro hacia fuera.

Om había encontrado un pensador.

Y a juzgar por lo que había oído, uno que no saldría demasiado caro.

Echó una mirada a la pared detrás del tonel. Un poco más allá había un impresionante tramo de peldaños de mármol que subían hacia unas puertas de bronce, y encima de las puertas, en letras de metal incrustadas en la piedra, estaba escrita la palabra LIBRVM.

Om llevaba demasiado tiempo mirando. La mano de Urna se posó sobre su concha, y oyó que la voz de Didáctilos decía:

—Eh, estos bichos son muy sabrosos.

Brutha no sabía dónde meterse.

—¡Lapidasteis a nuestro enviado! —gritó Vorbis—. ¡Un hombre desarmado!

—Él se lo buscó —dijo el Tirano—. Aristócrates estaba allí. El os lo contará.

El hombre alto asintió y se puso en pie.

—Por tradición cualquiera puede hablar en el mercado… —comenzó.

—¿Y ser lapidado? —repuso Vorbis. Aristócrates levantó una mano.

—Ah —dijo—, en la plaza cualquiera puede decir lo que quiera. Pero tenemos otra tradición llamada libertad de escucha. Desgraciadamente, cuando a la gente no le gusta lo que oye, puede ponerse un poco… desagradable.

—Yo también estaba allí —dijo otro consejero—. Vuestro sacerdote se levantó para hablar y al principio todo fue estupendamente, porque la gente se reía. Y entonces dijo que Om era el único Dios verdadero, y todo el mundo se quedó muy callado. Y después derribó una estatua de Tuvelpit, el dios del Vino. Entonces fue cuando empezó el jaleo.

—¿Acaso os proponéis decirme que fue fulminado por el rayo? —preguntó Vorbis.

Vorbis ya no gritaba. Su voz se había vuelto impasible, sin ninguna pasión. El pensamiento cobró forma en la mente de Brutha: así es como hablan los exquisidores. Cuando los inquisidores han terminado, los exquisidores hablan…

—No. Por un ánfora. Veréis, Tuvelpit estaba entre la multitud.

—Y golpear a hombres honrados está considerado una conducta divina apropiada, ¿verdad?

—Vuestro misionero había dicho que quienes no creían en Om serían castigados durante toda la eternidad.

Debo deciros que la multitud lo consideró una grosería.

—Y por eso le tiraron piedras.

—No muchas. Sólo hirieron su orgullo. Y únicamente después de que se les hubieran terminado las hortalizas.

—¿Le tiraron hortalizas?

—Cuando no pudieron encontrar más huevos.

—Y cuando vinimos para reprocharos…

—Estoy seguro de que sesenta barcos pretendían algo más que formular un reproche —dijo el Tirano—. Y ya os hemos advertido, señor Vorbis. En Efebia las personas encuentran aquello que buscan. Habrá más incursiones contra vuestras costas. Hostigaremos a vuestros barcos. A menos que firméis.

—¿Y el derecho de paso a través de Efebia? —preguntó Vorbis.

El Tirano sonrió.

—¿A través del desierto? Señor mío, si podéis cruzar el desierto entonces estoy seguro de que podéis ir a cualquier sitio. —El Tirano apartó la mirada de Vorbis y alzó los ojos hacia el cielo, visible entre los pilares—. Y ahora veo que falta poco para mediodía. Y empieza a hacer calor. No me cabe duda de que desearéis discutir nuestras… uh… propuestas con vuestros colegas. ¿Puedo sugerir que volvamos a reunimos hacia el ocaso? Vorbis pareció pensárselo.

—Creo —dijo al cabo— que nuestras deliberaciones tal vez requieran más tiempo. ¿Digamos… mañana por la mañana? —El Tirano asintió.

—Como queráis. Mientras tanto, el palacio está a vuestra disposición. Hay muchos preciosos templos y obras de arte que quizá deseéis inspeccionar. Cuando queráis comer, comentádselo al esclavo más próximo.

—Esclavo es una palabra efebiana. En Om no tenemos ninguna palabra para los esclavos —dijo Vorbis.

—Eso tengo entendido —dijo el Tirano—. Imagino que los peces no tienen ninguna palabra para el agua. —Volvió a esbozar aquella sonrisa huidiza—. Y están los baños y la Biblioteca, por supuesto. Hay muchas cosas magníficas que ver. Sois nuestros invitados.

Vorbis inclinó la cabeza.

—Rezo para que algún día seáis invitado mío —dijo.

—Y la de cosas que veré entonces —observó el Tirano.

Brutha se levantó, volcando su banco y enrojeciendo todavía más por la vergüenza.

Pensó: mintieron acerca del hermano Murduck. Vorbis dijo que lo golpearon hasta dejarlo medio muerto, y que después lo flagelaron hasta dejarlo muerto del todo. Y el hermano Nhumrod dijo haber visto el cuerpo, y que así había sido. ¡Sólo por hablar! Las personas que son capaces de hacer esa clase de cosas merecen… un castigo.

Y tienen esclavos. Personas que son obligadas a trabajar en contra de su voluntad. Personas que son tratadas como animales. ¡Pero si incluso llaman Tirano a su gobernante! ¿Y por qué nada de todo esto es exactamente lo que parece? ¿Por qué no me creo nada de todo ello? ¿Por qué sé que no es verdad? ¿Y qué quería decir el Tirano con eso de que los peces no tienen ninguna palabra para el agua? Los omnianos fueron medio escoltados medio conducidos a sus alojamientos. Otro cuenco de fruta estaba esperando encima de la mesa en la celda de Brutha, con un poco más de pescado y una hogaza de pan.

También había un hombre que estaba barriendo el suelo.

—Um —dijo Brutha—. ¿Eres un esclavo?

—Sí, amo.

—Debe de ser terrible.

El hombre se apoyó en su escoba.

—Tenéis razón. Es terrible. Realmente terrible. ¿Sabéis que sólo tengo un día libre a la semana? —Brutha, que nunca había oído las palabras «día libre», y que en cualquier caso no estaba familiarizado con el concepto, asintió vacilante.

—¿Por qué no huyes? —preguntó.

—Oh, ya lo he hecho —dijo el esclavo—. En una ocasión huí a Tsort. No me gustó demasiado. Volví. Pero cada invierno me escapo un par de semanas a Djelibeybi.

—¿Y te vuelven a traer aquí? —preguntó Brutha.

—¡Ja! —dijo el esclavo—. No, de eso nada. Aristócrates es un rácano. He de volver por mis propios medios. Convencer al capitán de un barco para que me lleve, esa clase de cosas.

¿Vuelves?

—Sí. El extranjero está bien para visitarlo, pero nadie querría vivir allí. Y de todas maneras, sólo me quedan cuatro años más como esclavo y después seré libre. Cuando eres libre te dan el voto. Y además puedes tener esclavos. —Su rostro se tensó con el esfuerzo de recordar mientras iba enumerando con los dedos—. Los esclavos tienen tres comidas al día, por lo menos una de ellas con carne. Y un día libre a la semana. Y dos semanas de permiso-para-escaparse cada año. Y no hago los hornos ni levanto cosas que pesen, y las réplicas sarcásticas e ingeniosas son estrictamente por acuerdo previo.

—Sí, pero no eres libre —dijo Brutha, que no podía evitar sentirse intrigado.

—¿Cuál es la diferencia?

—Bueno… pues que no tienes ningún día libre. —Brutha se rascó la cabeza—. Y sólo comes dos veces al día.

—¿De veras? Pues entonces creo que paso de la libertad, muchas gracias.

—Ya, ya. ¿Has visto una tortuga por aquí? —preguntó Brutha.

—No. Y he limpiado debajo de la cama.

—¿Qué está haciendo ahora?

—La hipotenusa, creo.

—¿Llamas hipotenusa a eso? Está toda torcida.

—No está torcida. ¡La está haciendo perfectamente recta y tú la estás mirando de una manera torcida!

—¡Apuesto treinta obols a que no puede hacer un cuadrado!

—Estos cuarenta obols dicen que sí puede.

Hubo otro silencio al que siguió un estallido de vítores.

—¡Sí!

—Si quieres saber mi opinión, eso más bien es un paralelogramo —dijo una voz petulante.

—¡Oye, sé reconocer un cuadrado en cuanto veo uno! Y eso es un cuadrado.

—De acuerdo. Entonces doble o nada. Apuesto a que no puede hacer un dodecágono.

—¡Ja! Hace un momento apostaste a que no podía hacer un heptágono.

—Doble o nada. Dodecágono. ¡Asustado, eh! ¿Te sientes un poquito avis domestica? ¿Cloc-cloc-cloc?

—Bueno, el dinero es tuyo y si quieres perderlo tontamente… Hubo otro silencio.

—¿Diez lados? ¿Diez lados? ¡Ja!

—¡Ya os dije que no sabría hacerlo! ¿Quién ha oído hablar de una tortuga haciendo geometría?

—¿Otra de esas ridículas ideas tuyas, Didáctilos?

—Lo he dicho desde el primer momento. No es más que una tortuga.

—Esos bichos son muy sabrosos…

La masa de filósofos se dispersó, pasando junto a Brutha sin prestarle demasiada atención. Brutha entrevió un círculo de arena húmeda cubierta de figuras geométricas. Om estaba sentado entre ellas. Detrás de él había un par de filósofos muy desastrados que estaban contando un montoncito de monedas.

—¿Qué tal nos ha ido, Urna? —preguntó Didáctilos.

—Tenemos cincuenta y dos obols, maestro.

—¿Lo ves? La situación mejora a cada día que pasa. Lástima que no sepa qué diferencia hay entre diez y doce.

Bueno, córtale una pata y prepararemos un estofado.

—¿Cortarle una pata?

—Bueno, a una tortuga así no te la comes toda de una sola vez.

Didáctilos volvió la cara hacia un rechoncho joven de pies muy planos y cara enrojecida que estaba mirando a la tortuga.

—¿Sí? —dijo.

—La tortuga sabe qué diferencia hay entre diez y doce —dijo el muchacho gordo.

—Ese maldito bicho acaba de hacerme perder ochenta obols —dijo Didáctilos.

—Sí, pero mañana… —comenzó a decir el muchacho, como si estuviera repitiendo con mucho cuidado algo que acababa de oír—, mañana… deberías poder conseguir que las apuestas se pusieran en tres a uno.

Didáctilos se quedó boquiabierto.

—Pásame la tortuga, Urna —pidió.

El aprendiz de filósofo se inclinó y cogió a Om, muy cuidadosamente.

—Sabes, desde el primer momento me ha parecido que había algo raro en esta criatura —dijo Didáctilos—. Le dije a Urna, ahí está la cena de mañana, y entonces él dijo no, está arrastrando la cola por la arena y haciendo geometría. Eso no es algo que le salga de manera natural a una tortuga, la geometría.

El ojo de Om se volvió hacia Brutha.

—Tuve que hacerlo —dijo—. Era la única manera de atraer su atención. Ahora lo tengo cogido por la curiosidad. Cuando los tienes cogidos por la curiosidad, sus corazones y sus mentes la seguirán.

—Es un dios —dijo Brutha.

—¿De veras? ¿Cómo se llama? —preguntó el filósofo.

—¡No se lo digas! ¡No se lo digas! ¡Los dioses locales lo oirán!

—No lo sé —dijo Brutha. Didáctilos le dio la vuelta a Om.

—La Tortuga Se Mueve —dijo Urna pensativamente.

—¿Qué? —dijo Brutha.

—El maestro escribió un libro —dijo Urna.

—Bueno, en realidad no era un libro —dijo Didáctilos con modestia—. Más bien un pergamino. Una cosita de nada que se me ocurrió.

—¿Diciendo que el mundo es plano y que viaja a través del espacio encima de la espalda de una tortuga gigante? —preguntó Brutha.

—¿Lo has leído? —Los ojos de Didáctilos no se apartaban del rostro de Brutha—. ¿Eres un esclavo?

—No. Soy un…

—¡No menciones mi nombre! ¡Di que eres un escribano o algo por el estilo!

—… escribano —dijo Brutha con un hilo de voz.

—Sí, ya lo veo —dijo Urna—. El callo delator en el pulgar allí donde apoyas la pluma. Las manchas de tinta que hay en tus mangas.

Brutha se miró el pulgar izquierdo.

—Yo no…

—Sí —dijo Urna sonriendo—. Utilizas la mano izquierda, ¿verdad? Soy un…

—Eh… utilizo las dos —dijo Brutha—. Pero todo el mundo dice que no muy bien.

—Ah —dijo Didáctilos—. ¿Ambisiniestro?

—¿Qué?

—Quiere decir incompetente con ambas manos —dijo Om.

—Oh. Sí. Ese soy yo. —Brutha tosió educadamente—. Mira… Estoy buscando un filósofo. Um. Uno que entienda de dioses.

Esperó.

—¿No vas a decir que los dioses son una reliquia de un sistema de creencias que se ha quedado anticuado? —dijo después.

Didáctilos, que seguía deslizando los dedos por la concha de Om, meneó la cabeza.

—Qué va. Prefiero que mis tormentas estén lo más lejos posible de mí.

—Oh. ¿Te importaría dejar de darle vueltas? Acaba de decirme que no le gusta.

—Se puede saber lo viejas que son partiéndolas por la mitad y contando los anillos —dijo Didáctilos.

—Um. Y tampoco tiene mucho sentido del humor.

—Por tu manera de hablar, yo diría que eres omniano.

—Sí.

—¿Has venido a hablar del tratado?

—Lo mío es escuchar.

—¿Y qué quieres saber acerca de los dioses? Brutha pareció escuchar, y finalmente dijo:

—Cómo surgen. Cómo crecen. Y qué les sucede después.

Didáctilos puso la tortuga en las manos de Brutha.

—Esa clase de pensar cuesta dinero —dijo.

—Avísame cuando hayamos gastado pensamientos por valor de más de cincuenta obols —dijo Brutha.

Didáctilos sonrió.

—Vaya, parece que sabes usar la cabeza —dijo—. ¿Tienes buena memoria?

—No. No exactamente buena.

—¿Sí? Sí. Entra en la Biblioteca. Tiene el techo de cobre, sabes. Los dioses odian los techos de cobre.

Didáctilos se inclinó y cogió una linterna de hierro bastante oxidada que había junto a él.

Brutha alzó la mirada hacia el gran edificio blanco.

—¿Eso es la Biblioteca? —preguntó.

—Sí —dijo Didáctilos—. Por eso tiene LIBRVM tallado en letras tan grandes encima de la puerta. Pero un escribano como tú ya lo sabía, por supuesto.

La Biblioteca de Efebia era —antes de que le prendieran fuego— la segunda más grande del Disco.

No era tan grande como la de la Universidad Invisible, por supuesto, pero esa biblioteca contaba con una o dos ventajas debido a su naturaleza mágica. Ninguna otra biblioteca de ningún sitio, por ejemplo, tiene una galena entera de libros no escritos, esos libros que habrían sido escritos si un cocodrilo no se hubiera comido al autor cuando iba por el capítulo 1, y así sucesivamente. Atlas de lugares imaginarios. Diccionarios de palabras ilusorias.

Guías para los observadores de cosas invisibles. Obras de consulta salvajes en la Sala de las Lecturas Perdidas.

Una biblioteca tan grande que distorsiona la realidad y abre accesos a todas las otras bibliotecas, en cualquier lugar y en cualquier tiempo…

Y por eso tan distinta de la Biblioteca de Efebia, con sus cuatrocientos o quinientos volúmenes. Muchos de ellos eran rollos de pergamino, para ahorrar a los lectores la fatiga de tener que llamar a un esclavo cada vez que querían que se diera vuelta a una página. Pero cada uno ocupaba su propio casillero. Los libros nunca deberían estar demasiado cerca unos de otros, porque entonces interactúan de maneras extrañas e imprevisibles.

Rayos de sol perforaban las sombras, tan palpables como columnas en el aire polvoriento.

Aunque era el menor de los prodigios de la Biblioteca, Brutha no pudo evitar fijarse en una estructura bastante extraña que había en los pasillos. Una serie de listones de madera habían sido colocados entre las hileras de estanterías de piedra a unos dos metros del suelo, de tal manera que sostenían un tablón más grueso que no parecía tener absolutamente ninguna utilidad. Su parte inferior había sido adornada con toscos motivos.

—La Biblioteca —anunció Didáctilos.

Levantó el brazo. Sus dedos rozaron el tablón que había encima de su cabeza.

Entonces Brutha lo entendió.

—Eres ciego, ¿verdad? —preguntó.

—Así es.

—Pero ¿llevas una linterna?

—Oh, no te preocupes —dijo Didáctilos—. Nunca le pongo aceite.

—¿Una linterna que no da luz para un hombre que no ve?

—Sí. Funciona estupendamente. Y por supuesto es muy filosófico.

—Y vives en un tonel.

—Vivir en un tonel está muy de moda —dijo Didáctilos, avanzando decididamente con sus dedos tocando sólo de vez en cuando los motivos tallados en el tablón—. La mayoría de los filósofos lo hacen. Muestra desprecio y desdén por las cosas mundanas. Ojo, que Legibus tiene una sauna en el suyo. Dice que se te pueden llegar a ocurrir cosas asombrosas en ella.

Brutha miró alrededor. Los pergaminos sobresalían de sus estantes como cuclillos que se dispusieran a dar la hora desde un reloj.

—Todo es tan… Antes de venir aquí nunca había conocido a un filósofo —dijo—. Anoche, todos estaban…

—Debes recordar que en estas tierras hay tres maneras básicas de filosofar —dijo Didáctilos—. Explícaselo, Urna.

—Están los xenonistas —se apresuró a decir Urna—. Dicen que el mundo es básicamente complejo y aleatorio. Luego están los ibidianos. Dicen que el mundo es básicamente simple y obedece ciertas reglas fundamentales.

—Y luego estoy yo —dijo Didáctilos, sacando un rollo de pergamino de su casillero.

—El maestro dice básicamente que el mundo es un lugar muy extraño —explicó Urna.

—Y que no contiene suficiente bebida —agregó Didáctilos.

—Y que no contiene suficiente bebida.

—Dioses —dijo Didáctilos, mitad para sí mismo. Extrajo otro rollo—. ¿Quieres saber algunas cosas sobre los dioses? Aquí tenemos las Reflexiones de Xenón, y las Trivialidades del viejo Aristócrates, y el condenadamente estúpido Discursos de Ibíd, y las Geometrías de Legibus y las Teologías de Jerarca…

Los dedos de Didáctilos danzaron sobre las estanterías. Más polvo llenó el aire.

—¿Todo eso son libros? —preguntó Brutha.

—Oh, sí. Aquí todo el mundo escribe. No hay manera de que dejen de escribir, créeme.

—¿Y la gente puede leerlos? —preguntó Brutha.

Omnia estaba basada en un solo libro. Y aquí había… centenares…

—Bueno, si quieren pueden hacerlo —dijo Urna—. Pero casi nadie viene por aquí. Estos libros no son para leer. Digamos que son más bien para escribir.

—La sabiduría de las eras —dijo Didáctilos—. Verás, para demostrar que eres un filósofo tienes que escribir un libro. De esa manera consigues tu pergamino y tu esponja de baño oficial gratuita de filósofo.

La luz del sol se remansaba encima de una gran mesa de piedra en el centro de la sala. Urna desenrolló el pergamino. Flores de vivos colores relucieron bajo la claridad dorada.

— Sobre la naturaleza de las plantas de Oríjncrates —. Seiscientas plantas y sus usos…

—Son preciosas —murmuró Brutha.

—Sí, ese es uno de los usos de las plantas —dijo Didáctilos—. Y uno que al viejo Oríjncrates se le pasó por alto, además. Bravo. Enséñale el Bestiario de Filo, Urna.

Otro pergamino fue desenrollado. Había docenas de imágenes de animales, miles de palabras ilegibles.

—Pero… imágenes de animales… No está bien… ¿Verdad que no está…?

—Aquí hay imágenes de prácticamente todo —dijo Didáctilos.

En Omnia el arte no estaba permitido.

—Y este es el libro que escribió Didáctilos —dijo Urna.

Brutha bajó los ojos hacia un dibujo de una tortuga. Había… elefantes, son elefantes, le suministró su memoria, a partir de los recuerdos frescos del bestiario hundiéndose indeleblemente en su cerebro… elefantes encima de su caparazón, y encima de ellos algo con montañas y la cascada de un océano alrededor de su borde…

—¿Cómo puede ser? —preguntó Brutha—. ¿Un mundo encima del caparazón de una tortuga? ¡Esto no puede ser verdad!

—Díselo a los marineros —dijo Didáctilos—. Todo aquel que ha navegado por el Océano del Borde lo sabe.

¿Por qué negar lo obvio?

—Pero seguramente el mundo es una esfera perfecta que gira alrededor de la esfera del sol, tal como nos dice el Septateuco —dijo Brutha—. Eso parece tan… lógico. Es como deberían ser las cosas.

—¿Deberían? —dijo Didáctilos—. Bueno, yo no estaría tan seguro de ello. «Deberían» no es una palabra filosófica.

—¿Y… qué es esto…? —murmuró Brutha, señalando un círculo debajo del dibujo de la tortuga.

—Eso es una vista en forma de plano —dijo Urna.

—El mapa del mundo —dijo Didáctilos.

—¿Mapa? ¿Qué es un mapa?

—Es un tipo de imagen que te indica dónde estás —dijo Didáctilos.

Brutha lo miró con asombro.

—¿Y cómo lo sabe?

—¡Ja!

—Dioses —insistió Om—. ¡Hemos venido aquí a preguntar sobre los dioses!

—Pero ¿todo esto es verdad? —preguntó Brutha.

Didáctilos se encogió de hombros.

—Podría serlo. Podría serlo. Estamos aquí y es ahora. Tal como yo lo veo, a partir de ahí todo tiende a la conjetura.

—¿Quieres decir que no sabes si es verdad? —preguntó Brutha.

—Pienso que podría serlo —dijo Didáctilos—. Podría estar equivocado. Ser un filósofo consiste precisamente en no estar seguro.

—Hablemos de los dioses —propuso Om.

—Dioses —dijo Brutha con un hilo de voz.

Su mente estaba ardiendo. Aquellas personas hacían todos aquellos libros sobre cosas, y no estaban seguras.

Pero él había estado seguro, y el hermano Nhumrod había estado seguro, y el diácono Vorbis tenía una seguridad alrededor de la cual podías doblar herraduras. La seguridad era una roca.

Ahora sabía por qué, cuando Vorbis hablaba de Efebia, se le ponía el rostro gris de odio y la voz se le volvía tan tensa como un alambre. Si no había ninguna verdad, ¿qué quedaba? Y aquellos viejos que sólo sabían discursear dedicaban su tiempo a demoler las columnas del mundo, y no tenían nada con qué reemplazarlas aparte de incertidumbre. ¿Y se sentían orgullosos de eso? Urna se había subido a una escalerilla y rebuscaba entre los estantes de pergaminos. Didáctilos se había sentado enfrente de Brutha, su mirada ciega aparentemente todavía fija en él.

—No te gusta, ¿verdad? —dijo el filósofo.

Brutha no había dicho nada.

—Verás —dijo el filósofo, afable—, la gente te dirá que en lo que concierne a los otros sentidos nosotros los ciegos somos el no va más. Y no es cierto, los muy idiotas lo dicen sólo porque el decirlo hace que se sientan mejor. Los libra de la obligación de sentir lástima por nosotros. Pero cuando no puedes ver, aprendes a escuchar más. La manera en que respira la gente, los sonidos que producen sus ropas…

Urna reapareció con otro pergamino.

—No deberíais hacerlo. Todo esto… —dijo Brutha con pesadumbre, y se calló.

—Sé lo que es estar seguro —repuso Didáctilos. El tono desenvuelto e irascible de antes se había esfumado de su voz—. Antes de ser ciego, una vez fui a Omnia. Eso fue antes de que cerraran las fronteras, cuando todavía permitíais viajar a la gente. Y en vuestra Ciudadela vi a una multitud matando a pedradas a un hombre metido en un pozo. ¿Lo has visto alguna vez?

—Tiene que hacerse —farfulló Brutha—. Para que el alma pueda recibir la absolución y…

—No sé lo que le ocurre al alma. Nunca he sido de esa clase de filósofos —dijo Didáctilos—. Lo único que sé es que fue un espectáculo horrible.

—El estado del cuerpo no es…

—Oh, no estoy hablando del pobre desgraciado del pozo —dijo el filósofo—. Estoy hablando de las personas que tiraban las piedras. Estaban seguras, desde luego. Estaban seguras de que no eran ellas las que estaban en el pozo. Podías verlo en sus caras. Se alegraban tanto de no ser ellas que tiraban las piedras todo lo fuerte que podían.

Urna esperaba junto a ellos como si no supiera qué hacer.

—Tengo Sobre la religión de Abraxas —dijo.

—El viejo Carboncillo Abraxas —dijo Didáctilos, volviendo a animarse—. Ya le han caído encima quince rayos, y todavía no se ha dado por vencido. Puedes cogerlo prestado esta noche si quieres. Nada de escribir comentarios en los márgenes, ojo, a menos que sean interesantes.

—¡Ya es suficiente! —ordenó Om—. Venga, olvidémonos de este idiota.

Brutha desenrolló el pergamino. Ni siquiera había imágenes. El pergamino estaba lleno de apretada escritura, línea tras línea de ella.

—Pasó años investigándolo —dijo Didáctilos—. Fue al desierto, habló con los dioses menores. También habló con algunos de nuestros dioses. Un hombre valiente. Dice que a los dioses les gusta ver a un ateo rondando por ahí. Les da algo a lo que apuntar.

Brutha desenrolló un poco más el pergamino. Cinco minutos antes hubiese admitido que no sabía leer. Ahora ni los más concienzudos esfuerzos de los exquisidores hubieran podido obligarle a confesarlo. Lo sostuvo en lo que esperaba fuese una manera familiar.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

—Bueno, alguien dijo que vieron un par de sandalias con humo saliendo de ellas justo delante de su casa hará uno o dos años —dijo Didáctilos—. Puede que abusara de su suerte, ya sabes.

—Será mejor que me vaya —dijo Brutha—. Lamento haber dispuesto de vuestro tiempo de esta manera.

—Devuélvelo cuando hayas terminado con él —dijo Didáctilos.

—¿Es así como lee la gente en Omnia? —preguntó Urna.

—¿Qué?

—Del revés.

Brutha cogió a la tortuga, le lanzó una mirada asesina a Urna y salió de la Biblioteca lo más altivamente posible.

—Hmmm —dijo Didáctilos, y tabaleó con los dedos sobre las mesas.

—Fue a él a quien vi en la taberna anoche —dijo Urna—. Estoy seguro, maestro.

—Pero los omnianos están alojados en el palacio.

—Así es, maestro.

—Pero la taberna está fuera del palacio.

—Sí.

—Entonces ¿crees que habrá volado por encima del muro?

—Estoy seguro de que era él, maestro.

—En ese caso… quizá volvió después. Quizá todavía no había entrado en el palacio cuando lo viste.

—Sólo puede ser eso, maestro. Los guardianes del laberinto son insobornables.

Didáctilos le dio un linternazo en la nuca a Urna.

—¡Muchacho estúpido! Ya te he dejado muy claro lo que opino de esa clase de afirmaciones.

—Quiero decir que no se les soborna fácilmente, maestro. Ni con todo el oro de Omnia, por ejemplo.

—Eso ya está mejor.

—¿Piensas que la tortuga era un dios, maestro?

—Si lo es, cuando vaya a Omnia se meterá en un buen lío. Allí tienen un dios que es un auténtico bastardo.

¿Nunca has leído al viejo Abraxas?

—No, maestro.

—Siempre le han interesado mucho los dioses. Un auténtico obseso de la divinidad, créeme. Siempre olía a pelo quemado. Resistente por naturaleza.

Om reptaba lentamente a lo largo de una línea.

—¿Quieres hacer el favor de estarte quieto de una vez? —dijo—. No puedo concentrarme.

—¿Cómo pueden decir esas cosas? —preguntó Brutha—. ¡Comportándose como si se alegraran de no saber las cosas! ¡Descubriendo más y más cosas sobre las que no saben nada! ¡Como niños que vienen a enseñarte orgullosamente un orinal lleno!

Om marcó su sitio con una uña.

—Pero van haciendo descubrimientos —dijo—. El tal Abraxas era todo un pensador, de eso no cabe duda. Ni yo mismo sabía algunas de esas cosas. ¡Siéntate!

Brutha obedeció.

—Muy bien —dijo Om—. Y ahora… escucha. ¿Sabes cómo obtienen poder los dioses?

—Basta con que la gente crea en ellos —dijo Brutha—. Millones de personas creen en ti.

Om titubeó.

De acuerdo, de acuerdo. Estamos aquí y es ahora. Tarde o temprano acabará descubriéndolo por sí solo…

—No creen —dijo Om.

—Pero…

—Ya ha ocurrido antes —dijo la tortuga—. Docenas de veces. ¿Sabías que Abraxas encontró la ciudad perdida de Fe? Unas tallas muy extrañas, dice. Fe, dice. La fe cambia. La gente empieza a dejar de creer en el dios y termina creyendo en la estructura.

—No lo entiendo —dijo Brutha.

—Lo diré de otra manera —dijo la tortuga—. Yo soy tu Dios, ¿no?

—Sí

—Y me obedecerás.

—Sí.

—Bien. Ahora coge una roca y mata a Vorbis. Brutha no se movió.

—Estoy seguro de que me has oído —dijo Om.

—Pero Vorbis es… El es… La Quisición me…

—Ahora ya sabes a qué me refería —dijo la tortuga—. En estos momentos le tienes más miedo a él que a mí.

Abraxas dice en su libro: «Alrededor del Dios se va formando un Caparazón de Plegarias y Ceremonias y Edificios y Sacerdotes y Autoridad, hasta que Finalmente el Dios Muere. Y esto puede pasar desapercibido.»

—¡Eso no puede ser verdad!

—Creo que lo es. Abraxas dice que hay un cangrejo que vive de la misma manera. Va desarrollando un caparazón cada vez más y más grande hasta que llega un momento en el que ya no puede moverse, y entonces muere.

—Pero… pero eso significa… que toda la Iglesia…

—Sí.

Brutha trató de hacerse a la idea, pero en su cabeza no había espacio para semejante enormidad.

—Pero tú no has muerto —consiguió decir.

—A efectos prácticos, es como si hubiera muerto —dijo Om—. ¿Y sabes una cosa? Ningún otro dios menor está intentando usurparme. ¿Te he hablado alguna vez del viejo Ur-Gilash? Era el dios que había antes de mí en lo que ahora es Omnia. No es que fuese gran cosa, claro. Básicamente un dios del clima. O un dios serpiente. Algo, en cualquier caso. Pero tardé años en librarme de él. Guerras y todo lo demás. Así que he estado pensando…

Brutha no dijo nada.

—Om todavía existe —dijo la tortuga—. Me refiero a la concha, que es lo básico. Bastaría con que se lo hicieras entender a la gente.

Brutha seguía sin decir nada.

—Puedes ser el próximo profeta —dijo Om.

—¡No puedo serlo! ¡Todo el mundo sabe que Vorbis será el próximo profeta!

—Ah, pero en tu caso sería algo oficial.

—¡No!

—¿No? ¡Soy tu Dios!

—Y yo soy mi yo. No soy un profeta. Ni siquiera sé escribir. No sé leer. Nadie me escuchará.

Om lo miró de arriba abajo.

—Debo admitir que no eres el elegido que yo hubiese elegido —dijo.

—Los grandes profetas tenían el don de la visión —dijo Brutha—. Incluso suponiendo que… que tú no les hayas hablado, ellos tenían algo que decir. ¿Qué podría decir yo? No tengo nada que decirle a nadie. ¿Qué podría decir?

—Creed en el Gran Dios Om —dijo la tortuga.

—¿Y qué más?

—¿Qué quieres decir?

Brutha contempló con expresión lúgubre el patio que se iba oscureciendo.

—Creed en el Gran Dios Om si no queréis que os parta un rayo —dijo.

—A mí me suena bastante bien.

—¿Es así como tiene que ser siempre?

Los últimos rayos de sol destellaron en la estatua que se alzaba en el centro del patio. Era vagamente femenina y tenía un pingüino posado en un hombro.

—Pátina, diosa de la Sabiduría —dijo Brutha—. La del pingüino. ¿Por qué un pingüino?

—Ni idea —se apresuró a decir Om.

—No es que haya nada de particularmente sabio en los pingüinos, ¿verdad?

—No creo. A menos que cuentes el hecho de que en Omnia no hay pingüinos, lo cual parece muy sabio por parte de los pingüinos.

—¡Brutha!

—Ese es Vorbis —dijo Brutha, poniéndose en pie—. ¿Te dejo aquí?

—Sí. Todavía queda un poco de melón. Quiero decir de hogaza.

Brutha salió al anochecer.

Vorbis estaba sentado en un banco debajo de un árbol, tan inmóvil como una estatua entre las sombras.

La certeza, pensó Brutha. Antes yo siempre estaba seguro. Ahora ya no lo estoy tanto.

—Ah, Brutha. Me acompañarás a dar un pequeño paseo. Tomaremos el aire del anochecer.

—Sí, señor.

—Has disfrutado de nuestra visita a Efebia. Vorbis rara vez hacía una pregunta si bastaba con una aseveración.

—Ha sido… interesante.

Vorbis puso una mano sobre el hombro de Brutha y usó la otra para levantarse apoyándose en su cayado.

—¿Y qué opinas de Efebia? —preguntó.

—Tienen muchos dioses, y no les prestan demasiada atención —dijo Brutha—. Y buscan la ignorancia.

—Y la encuentran en abundancia, de eso puedes estar seguro —observó Vorbis.

Una risa resonó en algún lugar de la oscuridad, seguida por un tintineo de ollas y sartenes. El perfume de las flores que se abren con el anochecer impregnaba el aire. El calor almacenado durante el día irradiaba de las piedras, haciendo que la noche pareciese una sopa fragante.

—Efebia mira hacia el mar —dijo Vorbis pasados unos momentos—. ¿Ves la forma en que está construida? Todo ha sido edificado sobre la ladera de una colina que da al mar. Pero, el mar es mutable. Nada duradero proviene del mar. Nuestra querida Ciudadela, en cambio, da a las alturas del desierto. ¿Y qué es lo que vemos allí?

Brutha se volvió instintivamente y contempló, por encima de los tejados, la negra masa del desierto recortándose contra el cielo.

—Veo un destello de luz —dijo—. Y otro. En la ladera.

—Ah. La luz de la verdad —dijo Vorbis—. Pues entonces vayamos a su encuentro. Llévame a la entrada del laberinto, Brutha. Conoces el camino.

—¿Señor? —dijo Brutha.

—¿Sí, Brutha?

—Querría haceros una pregunta.

—Hazla.

—¿Qué le ocurrió al hermano Murduck?

Una levísima sugerencia de titubeo se infiltró en el ritmo con que el cayado de Vorbis se movía sobre los adoquines.

—La verdad, mi buen Brutha, es como la luz. ¿Qué es lo que sabes sobre la luz?

—Viene… del sol. Y de la luna y las estrellas. Y las velas. Y las lámparas.

—Y etcétera, etcétera —dijo Vorbis—. Por supuesto. Pero hay otra clase de luz, una que llena incluso el más oscuro de los lugares. Así tiene que ser. Porque si esa meta-luz no existiera, ¿cómo se podría ver la oscuridad?

Brutha no dijo nada. Aquello sonaba demasiado a filosofía.

—Y con la verdad ocurre exactamente lo mismo —dijo Vorbis—. Hay algunas cosas que parecen ser verdad y que muestran todos los rasgos distintivos de la verdad, pero que no son la verdadera verdad. A veces la verdadera verdad tiene que ser protegida mediante un laberinto de mentiras.

Se volvió hacia Brutha.

—¿Me comprendes?

—No, señor Vorbis.

—Quiero decir que aquello que se ofrece a nuestros sentidos no es la verdad fundamental. Las cosas que son vistas, oídas y hechas por la carne son meras sombras de una realidad más profunda. Eso es lo que debes entender conforme progresas en la Iglesia.

—Pero de momento, señor, sólo conozco la verdad trivial, la verdad disponible en el exterior —dijo Brutha, sintiéndose como si estuviera al borde de un pozo.

—Así es como empezamos todos —dijo Vorbis bondadosamente.

—¿Entonces los efebianos mataron al hermano Murduck? —insistió Brutha, avanzando centímetro a centímetro entre la oscuridad.

—Te estoy diciendo que en el sentido más profundo de la verdad así lo hicieron. Con su incapacidad para abrazar sus palabras, con su intransigencia, a buen seguro que lo mataron.

—Pero en el sentido trivial de la verdad —dijo Brutha, escogiendo cada palabra con la misma minuciosa atención que un exquisidor podría dedicar a su paciente en las profundidades de la Ciudadela—, en el sentido trivial, el hermano Murduck murió realmente en Omnia, porque no había muerto en Efebia, donde sólo se habían burlado de él, pero se temió que otros en la Iglesia quizá no entendieran la, la verdad más profunda., y por eso se hizo saber que los efebianos lo habían matado, en el sentido trivial, lo que os proporcionó, a vos y a quienes habían visto la verdad del mal de Efebia, motivo suficiente para llevar a cabo una… justa represalia.

Pasaron junto a una fuente. La puntera de acero del cayado del diácono chasqueaba en la noche.

—Veo un gran futuro para ti en la Iglesia —dijo Vorbis pasado un rato—. La hora del octavo profeta se acerca.

Un momento de expansión, y una gran oportunidad para quienes sirven fielmente a Om.

Brutha miró dentro del pozo.

Si Vorbis estaba en lo cierto, y había una clase de luz que hacía visible la oscuridad, entonces allí abajo estaba su opuesto, la oscuridad a la que ninguna luz podría llegar jamás: una oscuridad que ennegrecía la luz. Pensó en el ciego Didáctilos y su linterna vacía.

Y se oyó decir:

—Y con gente como los efebianos no hay tregua posible. ¿Verdad que ningún tratado puede ser considerado vinculante, si ha sido negociado entre personas como los efebianos y aquellos que siguen una verdad más profunda?

Hubo más risas en la oscuridad, y el tañido de instrumentos de cuerda.

—Un banquete —se burló Vorbis—. ¡El Tirano nos ha invitado a un banquete! Envié a algunos de los miembros de la delegación, por supuesto. ¡Incluso sus generales están ahí! Creen estar a salvo detrás de su laberinto, de la misma manera en que la tortuga cree estar a salvo dentro de su caparazón, sin darse cuenta de que es una prisión. Vamos.

El muro interior del laberinto surgió de la oscuridad. Brutha se apoyó en él. Desde muy arriba llegaba el tintineo del metal sobre el metal a medida que un centinela hacía sus rondas.

La entrada al laberinto estaba abierta de par en par. Los efebianos nunca habían creído necesario impedir que la gente entrara en él. Al final de un corto túnel lateral, el guía del primer sexto del camino dormía acostado en un banco con una vela chisporroteando junto a él. Encima de su alcoba estaba colgada la campana de bronce que quienes aspiraban a atravesar el laberinto usaban para llamarlo. Brutha pasó junto a ella.

—¿Brutha?

—¿Sí, señor?

—Guíame a través del laberinto. Sé que puedes hacerlo.

—Señor…

—Es una orden, Brutha —dijo Vorbis afablemente.

No hay escapatoria, pensó Brutha. Sí, es una orden.

—Entonces pisad allí donde yo pise, señor —susurró—. A no más de un paso por detrás de mí.

—Sí, Brutha.

—Si de pronto doy un rodeo sin que haya razón aparente para ello, dad un rodeo también.

—Sí, Brutha.

Brutha pensó: quizá podría hacerlo mal. No. Hice votos y todo lo demás. No puedes desobedecer como si tal cosa. Si empiezas a pensar así, el mundo entero se acaba.

Dejó que su mente dormida tomara el control. La ruta a través del laberinto se desenrolló dentro de su cabeza como un alambre reluciente.

… hacia adelante diagonalmente y tres pasos y medio hacia la derecha, y sesenta y tres pasos hacia la izquierda, esperar dos segundos sin moverse —allí donde un siseo acerado en la oscuridad sugería que uno de los guardianes había diseñado algo que le valió un premio—, y tres pasos hacia arriba…

Podría echar a correr, pensó. Podría esconderme y entonces él se metería en alguno de los pozos o caería por algún sitio o lo que fuese, y después yo podría volver a mi habitación sin que me vieran ¿y quién lo sabría jamás? Yo.

… nueve pasos adelante y un paso a la derecha, y diecinueve pasos adelante y dos pasos a la izquierda…

Había una luz allá delante. No el ocasional resplandor blanco de la luna a través de las rendijas del techo, sino la luz amarilla de una lámpara, debilitándose y volviéndose más intensa conforme se iba aproximando su propietario.

—Alguien viene —murmuró Brutha—. ¡Debe de ser uno de los guías!

Vorbis se había esfumado.

Brutha se quedó inmóvil sin saber qué hacer mientras la luz continuaba aproximándose.

—¿Eres tú, Número Cuatro? —preguntó la voz de un hombre bastante mayor.

La luz dobló una esquina. Medio iluminó a un viejo, quien fue hacia Brutha y levantó la vela para verle la cara.

—¿Dónde está el Número Cuatro? —dijo, mirando más allá de Brutha.

Una figura apareció detrás del hombre, saliendo de un pasadizo lateral. Brutha tuvo un brevísimo atisbo de Vorbis, su rostro extrañamente apacible, mientras el diácono hacía girar la cabeza de su cayado y tiraba de ella.

Un afilado destello metálico relució por un instante bajo la luz de la vela.

Después la luz se apagó.

—Vuelve a ir delante —dijo la voz de Vorbis.

Temblando, Brutha obedeció. Por un momento sintió bajo su sandalia la blandura de la carne de un brazo extendido.

El pozo, pensó. Mira a los ojos de Vorbis, y allí está el pozo. Y yo estoy dentro con él.

He de acordarme de la verdad fundamental.

No había más guías patrullando el laberinto. Después de un mero millón de años, Brutha sintió en su cara el frescor del aire nocturno y se encontró bajo las estrellas.

—Bravo. ¿Recuerdas cómo se va hasta la puerta?

—Sí, señor Vorbis.

Había unas cuantas antorchas iluminando las calles, pero Efebia no era una ciudad que se mantuviera despierta en la oscuridad. Un par de transeúntes no les prestaron ninguna atención.

—Vigilan su puerto —dijo Vorbis en un tono de conversación normal—. Pero la ruta del desierto… Todo el mundo sabe que nadie puede cruzar el desierto. Estoy seguro de que tú también lo sabes, Brutha.

—Pero ahora sospecho que lo que sé no es la verdad —dijo Brutha.

—Exactamente. Ah. La puerta. Me parece recordar que ayer tenía dos guardias, ¿no?

—Vi a dos.

—Y ahora es de noche y la puerta está cerrada. Pero habrá un vigilante. Espera aquí.

Vorbis desapareció entre la penumbra. Pasado un rato hubo una conversación en voz baja. Brutha miraba al frente.

La conversación fue seguida por un silencio ahogado. Pasado un rato, Brutha empezó a contar mentalmente.

Cuando haya llegado a diez, me iré.

Otros diez, entonces.

De acuerdo. Que sean treinta. Y entonces me…

—Ah, Brutha. Vámonos.

Brutha volvió a tragarse el corazón y se volvió muy despacio.

—No os había oído, señor —logró decir.

—Tengo el paso muy ligero.

—¿Hay un vigilante?

—Ya no. Ven a ayudarme con los cerrojos.

En la puerta principal había incrustada una pequeña garita de guardia. Brutha, la mente entumecida por el odio, descorrió los cerrojos con el canto de la mano. La puerta se abrió con apenas un crujido.

Fuera había la luz ocasional de una granja lejana, y la oscuridad infinita.

Y la oscuridad entró por la puerta.

Jerarquía, dijo Vorbis más tarde. Los efebianos no pensaban en términos de jerarquía.

Ningún ejército podía cruzar el desierto. Pero un ejército pequeño quizá podría recorrer una cuarta parte de la distancia, y esconder una reserva de agua. Y hacer eso varias veces. Y otro pequeño ejército podría usar parte de esa reserva para llegar más lejos, quizá a mitad de camino, y dejar una reserva escondida. Y otro pequeño ejército…

Hicieron falta meses. Un tercio de los hombres había muerto, de calor y deshidratación y por los ataques de las fieras y de cosas peores, aquellas cosas peores que contenía el desierto.

Tenías que tener una mente como la de Vorbis para planearlo.

Y planearlo con tiempo. Ya había hombres muriendo en el desierto antes de que el hermano Murduck fuera a predicar; ya había una senda abierta cuando la flota omniana ardió en el estuario delante de Efebia.

Tenías que tener una mente como la de Vorbis para planear tu represalia antes de tu ataque.

Todo terminó en menos de una hora. La verdad fundamental era que el puñado de guardias efebianos que había en el palacio no tenía ninguna posibilidad.

Vorbis estaba sentado en el trono del Tirano. Faltaba poco para mediodía.

Varios ciudadanos efebianos entre los que figuraba el Tirano habían sido llevados ante él.

Vorbis se entretuvo unos momentos con el papeleo y después levantó la vista con una expresión de leve sorpresa, como si hasta aquel instante no se hubiera enterado de que cincuenta personas esperaban a punta de ballesta delante de él.

—Ah —dijo, y sonrió levemente—. Bueno, me complace decir que ahora podemos prescindir del tratado de paz. Se ha vuelto totalmente innecesario. ¿Por qué perder el tiempo hablando de paz cuando ya no hay más guerra? Efebia ha pasado a ser una diócesis de Omnia. No habrá discusiones.

Arrojó un papel al suelo.

—Dentro de unos días llegará una flota. Mientras el palacio esté en nuestras manos no habrá ninguna oposición. Vuestro espejo infernal está siendo hecho añicos en estos mismos instantes.

Formó un puente con los dedos y miró a los efebianos congregados ante él.

—¿Quién lo construyó? —El Tirano levantó la vista.

—Fue una construcción efebiana —dijo.

—Ah —repuso Vorbis—, democracia. Lo había olvidado. Entonces ¿quién… —hizo una seña a un guardia, el cual le entregó un saco— escribió esto?

Un ejemplar de De Chelonian Mobile fue arrojado sobre el suelo de mármol.

Brutha estaba de pie junto al trono. Era donde le habían dicho que debía estar.

Miró dentro del pozo, y ahora era él quien estaba dentro. Todo lo que había a su alrededor estaba sucediendo en algún lejano círculo de luz rodeado de oscuridad. Los pensamientos se perseguían unos a otros en el interior de su cabeza.

¿Estaba al corriente el cenobiarca de todo aquello? ¿Alguna otra persona conocía la existencia de las dos clases de verdad? ¿Quién más sabía que Vorbis estaba siendo ambos bandos en una guerra, igual que un niño que juega con soldados? ¿Estaba realmente mal si se hacía a mayor gloria de…

… un dios que era una tortuga? ¿Un dios en el que sólo creía Brutha? ¿A quién le hablaba Vorbis cuando rezaba? A través de la tormenta mental, Brutha oyó los tonos pausados y tranquilos de Vorbis:

—Si el filósofo que escribió esto no lo admite, todos vosotros seréis pasados por las llamas. No dudéis que hablo en serio.

Hubo un movimiento entre los efebianos, y la voz de Didáctilos.

—¡Soltadme! ¡Ya lo habéis oído! De todas maneras… siempre he querido tener ocasión de hacer esto…

Un par de sirvientes fueron hechos a un lado y el filósofo salió de entre la multitud, su linterna vacía sostenida desafiantemente por encima de su cabeza.

Brutha lo vio detenerse por un instante en el espacio vacío, y después volverse muy lentamente hasta quedar de cara a Vorbis. Luego dio unos pasos al frente, y alzó la linterna mientras parecía contemplar al diácono con atención.

—Hmmm —dijo.

—¿Eres el… perpetrador? —dijo Vorbis.

—Ciertamente. Me llamo Didáctilos.

—¿Eres ciego?

—Sólo en lo que concierne a la visión, mi señor.

—Y sin embargo llevas una linterna —dijo Vorbis—. Sin duda por alguna razón ingeniosa. Probablemente me dirás que estás buscando a un hombre honrado.

—No sé, mi señor. Quizá podríais decirme qué aspecto tiene un hombre honrado.

—Debería acabar contigo ahora mismo —dijo Vorbis.

—Oh, ciertamente.

Vorbis señaló el libro.

—Estas mentiras. Este escándalo. Este… este señuelo para apartar las mentes de los hombres del camino del verdadero conocimiento. ¿Osas comparecer ante mí y declarar… —empujó el libro con la punta del pie— que el mundo es plano y viaja a través del vacío encima de la espalda de una tortuga gigante?

Brutha contuvo el aliento.

La historia también.

Afirma tu creencia, pensó Brutha. Por favor, que alguien plante cara a Vorbis aunque sólo sea por una vez. Yo no puedo hacerlo. Pero alguien…

Descubrió que sus ojos se estaban volviendo hacia Simonía, quien estaba de pie al otro lado del trono de Vorbis. El sargento parecía paralizado, fascinado.

Didáctilos se irguió cuan alto era. Dio media vuelta y por un momento su mirada vacía pasó por encima de Brutha. La linterna fue extendida al extremo del brazo.

—No —dijo.

—Cuando todos los hombres honrados saben que el mundo es una esfera, una forma perfecta, obligada a girar alrededor de la esfera del Sol de la misma manera en que el Hombre órbita la verdad central de Om —dijo Vorbis—, y las estrellas…

Brutha se inclinó hacia adelante con el corazón palpitándole locamente.

—¿Señor? —murmuró.

—¿Qué? —masculló Vorbis.

—Ha dicho «no» —dijo Brutha.

—Así es —confirmó Didáctilos.

Vorbis permaneció absolutamente inmóvil por un instante.

Después su mandíbula se movió de manera casi imperceptible, como si estuviera ensayando algunas palabras para sus adentros.

—¿Lo niegas? —preguntó.

—Adelante, que sea una esfera —dijo Didáctilos—. No hay ningún problema con que sea una esfera. Sin duda se habrá hecho algún tipo de arreglo especial para que todo se mantenga encima de ella. Y el Sol puede ser otra gran esfera, a mucha distancia. ¿Preferís que la Luna orbite el mundo o que orbite el Sol? Yo os aconsejaría el mundo. Más jerárquico, y un espléndido ejemplo para todos nosotros.

Brutha estaba viendo algo que nunca había visto. Vorbis parecía perplejo.

—Pero tú escribiste… ¡Dijiste que el mundo está encima de la espalda de una tortuga gigante! ¡Diste un nombre a la tortuga! Didáctilos se encogió de hombros.

—Me he dado cuenta de que estaba equivocado —admitió—. ¿Quién ha oído hablar de una tortuga que tiene diez mil kilómetros de largo? ¿Nadando a través del vacío del espacio? Ja. ¡Menuda idiotez! Ahora me avergüenzo sólo de pensarlo.

Vorbis cerró la boca. Después volvió a abrirla.

—¿Así es como se comporta un filósofo efebiano? —dijo. Didáctilos volvió a encogerse de hombros.

—Así es como se comporta cualquier auténtico filósofo —precisó—. Uno siempre debe estar preparado para abrazar nuevas ideas y tomar en consideración nuevas pruebas. ¿No estáis de acuerdo? Y nos habéis traído muchos nuevos factores… —un gesto pareció abarcar, de manera totalmente accidental, a los arqueros omnianos apostados a lo largo de la sala— sobre los que debo reflexionar. Un argumento realmente poderoso siempre será capaz de hacerme cambiar de opinión.

—¡Tus mentiras ya han envenenado al mundo!

—En ese caso escribiré otro libro —dijo Didáctilos sin inmutarse—. Pensad en lo que parecerá: el orgulloso Didáctilos convencido por los argumentos de los omnianos. Una retractación completa. ¿Hmmm? De hecho, señor, con vuestro permiso (ya sé que tenéis muchas cosas que hacer, saquear e incendiar y todo eso), me retiraré a mi tonel y empezaré a trabajar en él. Un universo de esferas. Bolas que giran a través del espacio. Hmmm. Sí. Con vuestro permiso, señor, os escribiré más bolas de las que podéis imaginar…

El viejo filósofo se volvió y, andando muy despacio, fue hacia la puerta.

Vorbis lo siguió con la mirada.

Brutha lo vio alzar la mano para hacer una seña a los guardias y luego bajarla.

Vorbis se volvió hacia el Tirano.

—Bien, ya habéis visto que vuestra filosofía no… —comenzó.

—¡Cu-cú!

La linterna entró volando por la puerta y se hizo añicos contra el cráneo de Vorbis.

—¡Y no obstante… la Tortuga Se mueve! Vorbis se levantó de un salto.

—Yo… —gritó, y después logró controlarse. Llamó a un par de guardias con un irritado vaivén de la mano—. Quiero que lo hagan prisionero. Ahora. Y… ¿Brutha?

—¿Sí, señor?

—Escogerás a unos hombres y los llevarás a la Biblioteca… y una vez allí, Brutha, quemaréis la Biblioteca.

Didáctilos era ciego, pero estaba oscuro. Los guardias que lo perseguían podían ver, salvo que no había nada a cuya luz se pudiera ver. Y los guardias no habían pasado su vida recorriendo unos callejones tan serpenteantes, desiguales y tan provistos de escalones como los de Efebia.

—… ocho, nueve, diez, once —murmuró el filósofo, subiendo a la carrera por un tramo de escalones y doblando una esquina con la rapidez de una liebre.

—Argh, ay, eso era mi rodilla —masculló uno de los guardias entre un montón de cuerpos hacia la mitad de la escalera.

Pero uno logró llegar al final de ella. Las estrellas le permitieron entrever la flaca figura que galopaba frenéticamente calle abajo. Levantó su ballesta. El viejo idiota ni siquiera corría en zigzag…

Un blanco perfecto.

Hubo un tañido.

Por un momento el guardia pareció asombrarse. La ballesta cayó de sus manos, disparándose al chocar contra los adoquines para mandar su dardo hacia una estatua en la que rebotó. El guardia bajó los ojos hacia el astil emplumado que sobresalía de su pecho, y después los levantó hacia la silueta que estaba saliendo de entre las sombras.

—¿Sargento Simonía? —susurró.

—Lo siento —dijo Simonía—. De veras que lo siento, pero la Verdad es importante.

El soldado abrió la boca para dar su opinión sobre la verdad y después cayó de bruces.

Abrió los ojos.

Simonía se estaba yendo. Todo parecía un poco más claro. Seguía estando oscuro, pero ahora podía ver en la oscuridad. Todo estaba trazado en matices de gris. Y debajo de su mano, los adoquines se habían convertido de alguna manera en una áspera arena negra.

Miró hacia arriba.

—EN PIE, SOLDADO ICHLOS.

Se levantó mansamente. Ahora era más que un mero soldado, una figura anónima para perseguir y a la cual dar muerte que sólo era un insignificante actor de reparto en las vidas de otras personas. Ahora era Dervi Ichlos, de treinta y ocho años, comparativamente inocente en el gran plan de las cosas, y muerto.

Se llevó vacilantemente una mano a los labios.

—¿Eres el juez? —preguntó.

—NO.

Ichlos contempló las arenas que se perdían en la lejanía. Sabía instintivamente qué tenía que hacer. Era mucho menos sofisticado que el general Fri'it, y había prestado más atención a las canciones que oyó durante su infancia.

Además, contaba con una ventaja. Era todavía menos religioso que el general.

—EL JUICIO SE ENCUENTRA AL FINAL DEL DESIERTO.

Ichlos trató de sonreír.

—Mi mamá me habló de esto —dijo—. Cuando estás muerto, tienes que andar a través de un desierto. Y lo ves todo como es debido, decía. Y te acuerdas de todo sin olvidar nada.

La Muerte se aseguró de que no dejaba traslucir lo que pensaba de todo aquello.

—Quizá me encuentre con unos cuantos amigos a lo largo del camino, ¿eh? —dijo el soldado.

—POSIBLEMENTE.

Ichlos echó a andar. En realidad, pensó, podría haber sido peor.

Urna iba y venía a lo largo de los estantes igual que un mono, sacando libros de sus casilleros y tirándolos al suelo.

—Puedo llevar unos veinte —dijo—. Pero ¿cuáles veinte?

—Siempre había querido hacerlo —murmuró Didáctilos alegremente—. Proclamar la verdad en las mismísimas narices de la tiranía y todo eso. ¡Ja! Un hombre, impávido y sin…

—¿Qué coger? ¿Qué coger? —gritó Urna.

—No necesitamos las Mecánicas de Grido —dijo Didáctilos—. ¡Eh, ojalá pudiera haber visto la cara que puso! Un lanzamiento condenadamente bueno, dadas las circunstancias. Espero que alguien tomara nota de lo que le…

—¡Principios de los engranajes! ¡Teoría de la expansión del agua! —gritó Urna—. Pero no necesitamos la Cívica de Ibíd o la Ectopía de Gnomon, eso está claro…

—¿Qué? ¡Pertenecen a la humanidad! —protestó Didáctilos.

—Entonces si toda la humanidad viene y nos ayuda a llevárnoslos, por mí estupendo —dijo Urna—. Pero si sólo vamos a ser nosotros dos, en ese caso prefiero coger algo útil.

—¿Útil? ¿Libros sobre mecanismos?

—¡Sí! ¡Pueden indicar a las personas qué hay que hacer para vivir mejor!

—Y esos otros libros indican a las personas qué hay que hacer para ser personas —dijo Didáctilos—. Lo cual me recuerda una cosa. A ver si me encuentras otra linterna. Me siento ciego

—Déjelo, cabo —dijo Brutha. Pasó por encima de la puerta.

—He dicho que deje a ese hombre.

—Pero tengo órdenes de…

—¿Está sordo? Si lo está, la Quisición puede curar eso —dijo Brutha, asombrado ante la firmeza de su voz.

—Usted no pertenece a la Quisición —dijo el cabo.

—No. Pero conozco a un hombre que sí pertenece a ella —dijo Brutha—. Deben registrar el palacio en busca de libros. Dejen a ese hombre conmigo. Es un anciano. ¿Qué daño puede hacer?

La mirada titubeante del cabo fue de Brutha a los prisioneros.

—Muy bien, cabo. Yo me ocuparé de esto. Todos se volvieron hacia él.

—¿Me ha oído? —dijo el sargento Simonía, abriéndose paso a codazos.

—Pero el diácono nos dijo…

—¿Cabo?

—¿Sí, sargento?

—El diácono está muy lejos. Yo estoy aquí mismo.

—Sí, sargento.

—¡En marcha!

—Sí, sargento.

Simonía pareció aguzar el oído mientras los soldados se iban.

Después clavó su espada en la puerta y se volvió hacia Didáctilos. Cerrando la mano izquierda y apretando el puño, dejó caer la mano derecha sobre él con la palma extendida.

—La Tortuga Se mueve —dijo.

—Bueno, eso depende —dijo el filósofo cautelosamente.

—Quiero decir que soy… un amigo —dijo Simonía.

—¿Por qué deberíamos confiar en ti? —preguntó Urna.

—Porque no os queda otra elección —dijo el sargento Simonía.

—¿Puedes sacarnos de aquí? —preguntó Brutha.

Simonía lo fulminó con la mirada.

—¿A ti? ¿Y por qué debería sacarte de aquí? ¡Eres un exquisidor! —dijo, disponiéndose a desclavar su espada.

Brutha retrocedió.

—¡No lo soy!

—Cuando el capitán te sondeó a bordo del barco, no dijiste nada —dijo Simonía—. No eres uno de nosotros.

—Creo que tampoco uno de ellos —dijo Brutha—. Soy uno de los míos.

Dirigió una mirada implorante a Didáctilos, lo que era toda una pérdida de tiempo y energías, y después se volvió hacia Urna.

—No sé nada sobre este soldado —dijo—. Lo único que sé es que Vorbis quiere veros muertos y que quemará la Biblioteca. Pero puedo ayudar. Se me ha ocurrido mientras venía hacia aquí.

—Y no le escuchéis —dijo Simonía. Dobló una rodilla delante de Didáctilos, como un suplicante—. Señor, hay… algunos de nosotros… que hemos sabido reconocer vuestro libro por lo que es… Mirad, tengo un ejemplar…

Rebuscó debajo de su coraza.

—Lo copiamos —dijo Simonía—. ¡Un ejemplar! ¡Era todo lo que teníamos! Pero ha circulado. ¡Algunos de los que podían leer se lo leyeron a los demás! ¡Tiene tantísimo sentido!

—Eh… —dijo Didáctilos—. ¿Cuál?

Simonía manoteó excitadamente.

—Porque lo sabemos… He estado en lugares que… ¡Es verdad! Hay una Gran Tortuga. ¡Y la tortuga se mueve! ¡No necesitamos dioses!

—¿Urna? Supongo que nadie habrá quitado el cobre del techo, ¿verdad? —dijo Didáctilos.

—No creo.

—Entonces recuérdame que no hable con este tipo fuera de aquí.

—¡No lo entendéis! —dijo Simonía—. Puedo salvaros. Tenéis amigos en lugares inesperados. Venid. Mataré a este sacerdote y…

Empuñó su espada. Brutha retrocedió.

—¡No! ¡Yo también puedo ayudar! Por eso he venido. ¡Cuando te vi delante de Vorbis, supe qué podía hacer!

—¿Qué puedes hacer? —se burló Urna.

—Puedo salvar la Biblioteca.

—¿Cómo? ¿Echándotela a la espalda para salir corriendo con ella a cuestas? —se burló Simonía.

—No. No me refería a eso. ¿Cuántos pergaminos hay aquí?

—Unos setecientos —dijo Didáctilos.

—¿Cuántos de ellos son importantes?

—¡Todos! —exclamó Urna.

—Puede que unos doscientos —dijo Didáctilos sin levantar la voz.

—¡Tío!

—Los demás los escribieron únicamente para alardear de que los habían escrito —dijo Didáctilos.

—¡Pero son libros!

—Tal vez pueda con unos cuantos más —dijo Brutha—. ¿Hay alguna otra salida?

—Podría… haberla —dijo Didáctilos.

—¡No le digas dónde está! —imploró Simonía.

—Entonces todos vuestros libros arderán —dijo Brutha. Señaló a Simonía—. Ha dicho que no teníais elección.

Eso significa que no tenéis nada que perder, ¿verdad?

—Es un… —comenzó Simonía.

—Callaos todos —ordenó Didáctilos, y miró más allá de la oreja de Brutha—. Puede que haya una salida —dijo—. ¿Qué tienes intención de hacer?

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Urna—. ¡Hay omnianos aquí y les estás diciendo que hay otra salida!

—Toda esta roca está atravesada por túneles —dijo Didáctilos.

—¡Puede, pero no se lo vamos diciendo a la gente!

—Me inclino a confiar en esta persona —dijo Didáctilos—. Tiene una cara honrada. Hablando filosóficamente.

—¿Por qué deberíamos confiar en él?

—Cualquiera lo bastante estúpido para esperar que confiemos en él en estas circunstancias tiene que ser merecedor de confianza —razonó Didáctilos—. Es demasiado estúpido para engañarnos.

—Puedo salir de aquí ahora mismo —dijo Brutha—. ¿Y qué sería de vuestra Biblioteca entonces?

—¿Lo veis? —dijo Simonía.

—Justo cuando las cosas parecen ponerse muy oscuras, de pronto tenemos amigos insospechados en todas partes —observó Didáctilos—. ¿Cuál es tu plan, muchacho?

—No tengo ningún plan —respondió Brutha—. Simplemente hago las cosas, una detrás de otra.

—¿Y cuánto tardarás en hacer las cosas una detrás de otra?

—Creo que unos diez minutos. Simonía miró a Brutha.

—Ahora traed los libros —dijo Brutha—. Y necesitaré un poco de luz.

—¡Pero si ni siquiera sabes leer! —dijo Urna.

—No voy a leerlos. —Brutha echó un vistazo al primer pergamino, que casualmente era De Chelonian Mobile—. Oh. Dios mío —dijo.

—¿Algún problema? —preguntó Didáctilos.

—¿Alguien podría traerme mi tortuga?

Simonía trotaba por el palacio. Nadie le prestaba demasiada atención. La mayor parte de la guardia efebiana estaba fuera del laberinto, y Vorbis le había dejado muy claro a cualquiera que pudiera estar pensando en atreverse a entrar lo que les ocurriría a los moradores del palacio. Grupos de soldados omnianos habían iniciado un saqueo de manera bastante disciplinada.

Además, Simonía estaba volviendo a su alojamiento.

Había una tortuga en la habitación de Brutha, sentada encima de la mesa, entre un pergamino enrollado y una tajada de melón mordisqueada y, en la medida en que era posible saberlo con las tortugas, estaba dormida.

Simonía la cogió sin más ceremonias, la metió en su mochila y se apresuró a volver a la Biblioteca.

Se odiaba a sí mismo por hacerlo. ¡Aquel idiota de sacerdote lo había estropeado todo! Pero Didáctilos se lo había hecho prometer, y Didáctilos era el hombre que conocía la Verdad.

Durante todo el camino hasta allí, Simonía había tenido la vaga impresión de que alguien estaba intentando atraer su atención.

—¿Puedes recordarlos con sólo mirarlos? —preguntó Urna.

—Sí.

—¿Todo el pergamino?

—Sí.

—No te creo.

—La palabra LIBRVM de fuera de este edificio tiene una melladura en la primera letra —dijo Brutha—. Xenón escribió Reflexiones, y el viejo Aristócrates escribió Trivialidades, y Didáctilos piensa que los Discursos de Ibíd son una sarta de estupideces. Desde el trono de la sala del Tirano hasta la Biblioteca hay seiscientos pasos.

Hay un…

—Tiene buena memoria, eso debes admitirlo —dijo Didáctilos—. Enséñale unos cuantos pergaminos más.

—¿Cómo sabremos que los ha recordado? —preguntó Urna, desenrollando un pergamino de teoremas geométricos—. ¡No sabe leer! ¡Y aunque pudiera leer, no sabe escribir! —Tendremos que enseñarle.

Brutha echó un vistazo a un pergamino lleno de mapas. Cerró los ojos. Los contornos resplandecieron por un momento sobre el interior de sus párpados, y después dejó que se asentaran en su mente. Seguían allí, en algún lugar, y ahora podía hacerlos regresar en cualquier momento. Urna desenrolló otro pergamino. Imágenes de animales. En este, dibujos de plantas y montones de escritura. En este, sólo escritura. En este, triángulos y cosas.

Los pergaminos se fueron acomodando en su memoria. Pasado un rato, Brutha ya ni siquiera se daba cuenta de cómo eran desenrollados ante él. Simplemente tenía que seguir mirando.

Se preguntó cuánto podía llegar a recordar. Pero eso era una estupidez. Simplemente recordabas todo lo que veías. La superficie de una mesa, o un pergamino lleno de escritura. Había tanta información en el grano y la coloración de la madera como en las Reflexiones de Xenón.

Aun así, Brutha era consciente de cierta pesadez mental, la sensación de que si volvía bruscamente la cabeza entonces la memoria se le saldría a chorros por las orejas.

Urna cogió un pergamino al azar y lo desenrolló hasta la mitad.

—Describe el aspecto de un Puzuma Ambiguo —pidió.

—No sé qué aspecto tiene —dijo Brutha, y parpadeó.

—Pues vaya con el señor Memoria —dijo Urna.

—No sabe leer, chico. Eso no es justo —dijo el filósofo.

—De acuerdo. Quería decir… la cuarta imagen del tercer rollo que viste —dijo Urna.

—Una criatura de cuatro patas vuelta hacia la izquierda —dijo Brutha—. Una cabeza grande similar a la de un gato y hombros anchos, con el cuerpo estrechándose hacia los cuartos traseros. El cuerpo es un motivo de cuadrados oscuros y claros. Las orejas son muy pequeñas y están pegadas a la cabeza. Hay seis bigotes. La cola es gruesa y corta. Sólo las patas traseras tienen garras, tres garras en cada una. Las patas delanteras son aproximadamente igual de largas que la cabeza. Un espeso pelaje…

—Eso fue hace cincuenta pergaminos —dijo Urna—. Vio el pergamino durante uno o dos segundos. Miraron a Brutha, que volvió a parpadear.

—¿Te lo sabes todo? —preguntó Urna.

—No lo sé.

—¡Tienes la mitad de la Biblioteca dentro de tu cabeza!

—Me siento… un poco…

La Biblioteca de Efebia era un horno. Las llamas ardían con un resplandor azulado allí donde el cobre fundido del techo goteaba sobre los estantes.

Todas las bibliotecas, en todas partes, están conectadas a través de los agujeros dimensionales en el espacio creados por las intensas distorsiones espaciotemporales que aparecen alrededor de cualquier gran colección de libros.

Sólo unos cuantos bibliotecarios llegan a descubrir el secreto, y hay reglas inflexibles acerca de la utilización de ese hecho. Porque equivale a viajar por el tiempo, y viajar por el tiempo ocasiona grandes problemas.

Pero si una biblioteca está ardiendo, y pasa a figurar en los libros de historia como habiendo ardido…

Hubo un pop muy suave, inaudible entre los crujidos y chasquidos de los estantes, y una figura surgió de la nada para posarse sobre una pequeña porción de suelo no quemado en el centro de la Biblioteca.

Tenía aspecto de mono, pero se movía de manera muy decidida. Largos brazos simiescos apagaron las llamas, extrajeron rollos de pergamino de los estantes y los metieron en un saco. Cuando el saco estuvo lleno, aquella figura que se apoyaba en los nudillos al andar volvió al centro de la sala… y desapareció, con otro pop.

Esto no tiene nada que ver con la Historia.

Como tampoco tiene nada que ver con ella el hecho de que, algún tiempo después, pergaminos que se creía habían sido destruidos en el Incendio de la Gran Biblioteca de Efebia aparecieran en un notable buen estado de conservación dentro de la Biblioteca de la Universidad Invisible en Ankh-Morpork.

Pero aun así es agradable saberlo.

Brutha despertó con el olor del mar en sus fosas nasales.

Al menos era lo que la gente considera olor del mar, el cual consiste en hedor a pescado pasado y algas podridas.

Se encontraba en una especie de cobertizo. La escasa luz que conseguía entrar por una ventana sin cristales era roja, y parpadeaba. Un extremo del cobertizo daba a las aguas. La luz rojiza mostraba unas cuantas figuras inmóviles alrededor de algo que había allí.

Brutha examinó cautelosamente los contenidos de su memoria. Todo parecía estar allí, con los pergaminos de la Biblioteca pulcramente ordenados. Las palabras tenían tan poco significado para él como cualquier otra palabra escrita, pero las imágenes eran interesantes. Más que la mayoría de cosas que contenía su memoria, en cualquier caso.

Se incorporó con cuidado.

—Ah, estás despierto —dijo la voz de Om dentro de su cabeza—.

Nos sentimos un poquito llenos, ¿verdad? ¿Nos sentimos un poquito como una hilera de estanterías? ¿Nos sentimos como si hubiera grandes letreros de ¡SILENCIO! repartidos por todo el interior de nuestra cabeza? ¿Por qué tuviste que hacer eso?

—Yo… no lo sé. Parecía lo… que había que hacer. ¿Dónde estás?

—Tu amigo el soldado me ha metido en su mochila. Gracias por haber cuidado de mí tan eficientemente, por cierto.

Brutha logró ponerse en pie. El mundo giró alrededor de él por un instante, con lo que añadió una tercera teoría astronómica a las dos que ocupaban las mentes de los pensadores locales en aquellos momentos.

Miró por la ventana. La luz roja procedía de los fuegos que ardían por todo Efebia, pero había un enorme resplandor encima de la Biblioteca.

—Actividad guerrillera —dijo Om—. Incluso los esclavos están luchando. No entiendo por qué. Cualquiera pensaría que habrían aprovechado encantados la posibilidad de vengarse de sus amos, ¿eh?

—Supongo que en Efebia un esclavo tiene la posibilidad de ser libre —dijo Brutha.

Hubo un siseo procedente del otro extremo del cobertizo, seguido por una especie de zumbido metálico.

Brutha oyó la voz de Urna diciendo:

—¿Veis? Ya os lo había dicho. Sólo era una obstrucción en los tubos. Echemos un poco más de combustible.

Brutha fue con paso tambaleante hacia el grupo.

Estaban de pie alrededor de un bote. Para lo que se estilaba en los botes, su forma no podía ser más normal: un extremo puntiagudo delante, un extremo plano detrás. Pero no había ningún mástil. Lo que había era una gran bola de color cobre suspendida de un armazón de madera hacia la parte de atrás del bote. Debajo de ella había una cesta de hierro, dentro de la que alguien ya había encendido un buen fuego.

Y la bola estaba girando dentro de su armazón, entre una nube de vapor.

—Yo he visto eso —dijo—. En De Chelonian Mobile. Había un dibujo.

—Oh, es la Biblioteca ambulante —dijo Didáctilos—. Sí. Tienes razón. Ilustrando el principio de reacción.

Nunca se me había ocurrido pedirle a Urna que construyera uno grande. Esto es lo que ocurre cuando empiezas a pensar con las manos.

—Una noche de la semana pasada lo llevé alrededor del faro —dijo Urna.

—Ankh-Morpork queda mucho más lejos que eso —dijo Simonía.

—Sí, a cinco veces la distancia entre Efebia y Omnia —dijo Brutha solemnemente—. Había un rollo de mapas.

El vapor brotaba en nubes abrasadoras de la bola que giraba rápidamente. Ahora que estaba más cerca, Brutha pudo ver que media docena de remos muy cortos habían sido juntados para formar una especie de estrella detrás del globo de cobre, y que luego los habían dejado suspendidos encima de la parte trasera del bote. Ruedas dentadas de madera y un par de cintas sin fin llenaban el espacio intermedio. Conforme giraba el globo, las paletas batían el aire.

—¿Cómo funciona? —preguntó.

—Muy simple —dijo Urna—. El fuego hace que…

—No tenemos tiempo para esto —dijo Simonía.

—… hace que el agua se caliente y entonces el agua se enfada —dijo el aprendiz de filósofo—. Así que sale del globo a través de esas cuatro pequeñas válvulas para alejarse del fuego. Los chorros de vapor empujan el globo haciéndolo girar, y las ruedas dentadas y el mecanismo de tornillo de Legibus transfieren el movimiento a las paletas, que a su vez impulsan el bote a través del agua.

—Muy filosófico —dijo Didáctilos.

Brutha se sintió obligado a salir en defensa del progreso omniano.

—Las grandes puertas de la Ciudadela pesan toneladas, pero son abiertas únicamente por el poder de la fe —dijo—. Un empujón y giran sobre sus goznes.

—Me gustaría mucho verlo —dijo Urna.

Brutha sintió una tenue y pecaminosa punzada de orgullo ante aquella confirmación de que Omnia seguía teniendo algo de lo que podía sentirse orgulloso.

—Un equilibrio excelente y algo de hidráulica, probablemente.

—Oh.

Simonía empujó pensativamente el mecanismo con su espada.

—¿Habéis pensado en todas las posibilidades? —dijo.

Las manos de Urna empezaron a mecerse a través del aire.

—¿Te refieres a grandes navíos que surcan el mar color de vino sin ninguna…? —comenzó.

—Estaba pensando en el transporte terrestre —dijo Simonía—. Tal vez… en alguna especie de carro que…

—Oh, no veo qué sentido tendría poner una embarcación encima de un carro.

Los ojos de Simonía relucieron con los destellos de un hombre que había visto el futuro y había descubierto que estaba blindado.

—Hmmm —dijo.

—Todo eso está muy bien, pero no es filosofía —dijo Didáctilos.

—¿Dónde está el sacerdote?

—Estoy aquí, pero no soy un…

—¿Cómo te encuentras? Te apagaste como una vela en la Biblioteca.

—Ya… estoy mejor.

—Estabas de pie y de pronto te convertiste en un protector contra las corrientes de aire.

—Estoy mucho mejor.

—Te ocurre con frecuencia, ¿verdad?

—A veces.

—¿Te acuerdas de los pergaminos?

—Creo… que sí. ¿Quién incendió la Biblioteca?

Urna levantó la vista del mecanismo.

—Él —dijo.

Brutha miró a Didáctilos.

—¿Prendiste fuego a vuestra propia Biblioteca?

—Soy el único que estaba cualificado para hacerlo —dijo el filósofo—. Y además, así Vorbis no podrá echarle mano.

—¿Qué? —Supón que leyera los pergaminos, ¿eh? Ahora ya es bastante peligroso, pero con todo ese conocimiento dentro de él sería una amenaza mucho peor.

—No los hubiese leído —dijo Brutha.

—Oh, sí que los habría leído. Conozco a los de su tipo —dijo Didáctilos—. Mucha sagrada devoción en público, y montones de uvas peladas y excesos varios en privado.

—Vorbis no —repuso Brutha con certeza absoluta—. No los hubiese leído.

—Bueno, da igual —dijo Didáctilos—. Si tenía que hacerse, yo lo hice.

Urna se volvió hacia ellos desde la popa del bote, donde había estado metiendo más madera en el brasero suspendido debajo del globo.

—¿Podemos subir a bordo? —preguntó.

Brutha se instaló en un tosco banco situado encima de la cuaderna central, o como se llamara aquella parte del bote. El aire olía a agua caliente.

—Bien, vamos allá —dijo Urna.

Tiró de una palanca. Las paletas giratorias chocaron con el agua; hubo una sacudida y después, con el vapor flotando en el aire detrás de él, el bote comenzó a avanzar.

—¿Qué nombre tiene esta embarcación? —preguntó Didáctilos.

Urna pareció sorprenderse.

—¿Nombre? —dijo—. Es una embarcación. Una cosa, de la naturaleza de las cosas. No necesita un nombre.

—Los nombres son más filosóficos —dijo Didáctilos, con una sombra de enfado en la voz—. Y deberías haber roto un ánfora de vino encima de ella.

—Menuda manera de desperdiciar el vino.

La embarcación salió del cobertizo y se internó en el oscuro puerto. Una galera efebiana ardía a lo lejos. La ciudad entera era un damero de llamas.

—Pero ¿tienes un ánfora a bordo, sí o no? —preguntó Didáctilos.

—Sí.

—Entonces pásamela.

Una estela de agua blanca seguía a la embarcación. Las paletas batían el mar.

—Sin viento. ¡Sin remeros! —exclamó Simonía—. ¿Empiezas a entender qué es lo que tenéis aquí, Urna?

—Desde luego. Los principios operativos son asombrosamente simples —dijo Urna.

—No me refería a eso. ¡Me refería a todas las cosas que podríais hacer con este poder! Urna echó otro leño al fuego.

—No es más que la transformación del calor en trabajo —dijo—. Supongo que… Oh, bombear el agua.

Molinos que pueden moler incluso cuando no sopla viento. ¿Esa clase de cosas? ¿Era en eso en lo que estabas pensando? Simonía el soldado titubeó.

—Sí —dijo finalmente—. Algo por el estilo.

—¿Om? —susurró Brutha.

—¿Sí?

—¿Estás bien?

—Este sitio huele a mochila de soldado. Sácame de aquí.

La bola de cobre giraba locamente encima del fuego. Brillaba casi tan intensamente como los ojos de Simonía.

Brutha le tocó el hombro.

—¿Podrías devolverme mi tortuga? —Simonía rió amargamente.

—Estos bichos son muy sabrosos —dijo, sacando a Om.

—Todo el mundo lo dice —dijo Brutha, y bajó la voz a un susurro—: ¿Qué clase de lugar es Ankh?

—Una ciudad de un millón de almas —contestó la voz de Om—, muchas de las cuales ocupan cuerpos. Y un millar de religiones. ¡Hasta hay un templo a los dioses menores! Suena como un sitio en el que a la gente no le cuesta nada creer en cosas. Creo que sería un buen lugar en el que empezar de nuevo. Con mi cerebro y tus…

Bueno, con mi cerebro pronto deberíamos estar nadando en la abundancia.

—¿No quieres volver a Omnia?

—¿Para qué? —dijo la voz de Om—. Siempre hay maneras de derrocar a un dios establecido. La gente se harta y quiere cambiar. Pero no puedes derrocarte a ti mismo, ¿verdad?

—¿Con quién estás hablando, sacerdote? —preguntó Simonía.

—Yo… eh… Estaba rezando.

—¡Ja! ¿A Om? Ya puestos, también podrías rezarle a esa tortuga.

—Sí.

—Siento vergüenza por Omnia —dijo Simonía—. Miradnos. Atrapados en el pasado. Frenados por un monoteísmo represivo. Rechazados por nuestros vecinos. ¿Qué bien nos ha hecho nuestro Dios? ¿Dioses? ¡Ja!

—Nada de alterarse, por favor —pidió Didáctilos—. Estamos encima de un montón de agua salada, y la coraza que llevas puesta es altamente conductiva.

—Oh, no estoy diciendo nada acerca de otros dioses —se apresuró a precisar Simonía—. No tengo ningún derecho a hablar de ellos. Pero ¿Om? ¡Un títere que la Quisición utiliza para asustar! ¡Si existe, que me fulmine aquí y ahora!

Simonía desenvainó la espada y la sostuvo con el brazo extendido.

Om siguió apaciblemente sentado sobre el regazo de Brutha.

—Eh, este chico me gusta —dijo—. Es casi tan bueno como un creyente. Es como el amor y el odio, ¿sabes a qué me refiero?

Simonía volvió a envainar su espada.

—Así refuto a Om —dijo.

—Sí, pero ¿cuál es la alternativa?

—¡Filosofía! ¡Filosofía práctica! Como el motor de Urna que vemos ahí. ¡Podría llevar a Omnia al Siglo del Murciélago de la Fruta en un abrir y cerrar de ojos! Por mucho que se resistiera, por mucho que chillara y pataleara, Omnia…

—¿Aunque chillara y pataleara? —preguntó Brutha.

—Si hay que hacerlo, hay que hacerlo —dijo Simonía con una ancha sonrisa.

—No te preocupes por él —dijo Om—. Estaremos muy lejos. Y cuanto más lejos mejor, por cierto. No creo que Omnia vaya a ser un país muy popular en cuanto se sepa lo que ha ocurrido aquí esta noche.

—¡Pero la culpa ha sido de Vorbis! —exclamó Brutha—. ¡Fue él quien lo empezó todo! ¡Envió al pobre hermano Murduck, y después hizo que lo mataran para poder culpar a los efebianos! ¡Nunca tuvo intención de negociar ningún tratado de paz! ¡Sólo quería entrar en el palacio!

—Otra cosa que no entiendo es cómo consiguió entrar allí —dijo Urna—. Nadie ha logrado atravesar jamás el laberinto sin un guía. ¿Cómo lo hizo?

Los ojos ciegos de Didáctilos buscaron a Brutha.

—Ni idea, francamente —admitió.

Brutha bajó la cabeza.

—¿De verdad hizo todo eso? —preguntó Simonía.

—Sí.

—¡Idiota! ¿Cómo puedes ser tan imbécil? —aulló Om.

—¿Y le repetirías lo que acabas de decir a otras personas? —insistió Simonía.

—Supongo que sí.

—¿Serías capaz de alzar tu voz contra la Quisición?

Brutha contempló la noche con mirada abatida. Detrás de ellos, las llamas de Efebia se habían fundido en una sola chispa anaranjada.

—Lo único que puedo decir es lo que recuerdo —murmuró.

—Estamos muertos —dijo Om—. ¡Tírame por la borda, venga! ¡Ahora este cabeza dura querrá llevarnos de vuelta a Omnia!

Simonía se frotó el mentón con expresión pensativa.

—En ciertas circunstancias, Vorbis tiene muchos enemigos —dijo—. Sería preferible que se le matara, pero a eso algunos lo llamarían asesinato. O incluso martirio. Pero un juicio… Si hubiera pruebas… Sólo con que pensaran que podía llegar a haber pruebas…

—¡Puedo ver funcionar su mente! —gritó Om—. ¡Si no hubieras abierto la boca, ahora todos estaríamos a salvo!

—Vorbis sometido a juicio —dijo Simonía con tono reflexivo.

Brutha palideció sólo de pensarlo. Era la clase de pensamiento que resultaba casi imposible de concebir. Era la clase de pensamiento que no tenía absolutamente ningún sentido. ¿Vorbis sometido a juicio? Los juicios eran cosas que les ocurrían a otras personas.

Se acordó del hermano Murduck. Y de los soldados perdidos en el desierto. Y de todas las cosas que se les había hecho a muchas personas, Brutha entre ellas.

—¡Dile que no lo recuerdas! —chilló Om—. ¡Dile que se te ha olvidado!

—Y si lo juzgaran —dijo Simonía—, lo encontrarían culpable. Nadie se atrevería a hacer otra cosa.

Los pensamientos siempre se desplazaban a través de la mente de Brutha muy lentamente, igual que icebergs.

Llegaban poco a poco y se iban poco a poco, y mientras permanecían allí ocupaban un montón de espacio, una gran parte del cual estaba situado por debajo de la superficie.

Lo peor de Vorbis no es que sea malvado, pensó, sino que hace que personas buenas hagan cosas malas.

Convierte a las personas en cosas como él mismo. No puedes evitarlo. Te lo acaba contagiando.

No había más sonido que el chapaleo del agua contra el casco del Bote Anónimo y el girar del motor filosófico.

—Si regresáramos a Omnia nos capturarían —dijo Brutha, hablando muy despacio.

—Podríamos desembarcar lejos de los puertos —sugirió Simonía.

—¡Ankh-Morpork! —gritó Om.

—Primero deberíamos llevar al señor Didáctilos a Ankh-Morpork —dijo Brutha—. Después… regresaré a Omnia.

—¡Y de paso también podrías dejarme allí, maldita sea! —dijo Om—. ¡No tardaré mucho en encontrar algunos creyentes en Ankh-Morpork, no te preocupes, porque lo que es allí creen en cualquier cosa!

—Nunca he visto Ankh-Morpork —dijo Didáctilos—. Con todo, vivimos y aprendemos. Eso es lo que yo digo siempre. —Se volvió hacia el soldado—. Chillando y pataleando, claro.

—En Ankh hay unos cuantos exiliados —repuso Simonía—. No os preocupéis. Allí estaréis a salvo.

—¡Asombroso! —exclamó Didáctilos—. Y pensar que esta mañana yo ni siquiera sabía que corriese peligro.

Se sentó en la embarcación.

—La vida en este mundo —dijo— es como una estancia en una caverna. ¿Qué podemos llegar a saber de la realidad? Porque todo lo que vemos de la verdadera naturaleza de la existencia es, podríamos decir, meras sombras fascinantes y enigmáticas proyectadas sobre la pared interior de la caverna por la luz cegadora y nunca vista de la verdad absoluta, de la cual podemos deducir algún atisbo de veracidad o no deducirlo, y en tanto que trogloditas buscadores de la sabiduría, lo único que podemos hacer es alzar nuestras voces hacia aquello que no es visto y decir, humildemente, «Adelante, Conejo Deformado… es mi favorito».

Vorbis removió las cenizas con el pie.

—No hay huesos —dijo.

Los soldados no dijeron nada. Los copos grises se desmoronaron y acabaron disipándose en la brisa del amanecer.

—Y además, no hay la ceniza que debería haber —dijo Vorbis.

El sargento abrió la boca para decir algo.

—Ten la seguridad de que sé de qué hablo —dijo Vorbis.

Fue hacia la trampilla medio calcinada y la empujó con el dedo gordo del pie.

—Seguimos el túnel —dijo el sargento con el tono de alguien que espera que el mostrarse servicial desviará la ira que está a punto de abatirse sobre él, por mucho que experiencias anteriores le hayan demostrado que no será así—. Termina cerca de los muelles.

—Pero si entras en él desde los muelles no apareces aquí —reflexionó Vorbis contemplando las cenizas humeantes como si las encontrara infinitamente fascinantes.

El sargento frunció el ceño.

—¿Es que no lo comprendes? —dijo Vorbis—. Los efebianos nunca construirían una salida que también fuese una entrada. Las mentes que concibieron el laberinto no actuarían así. Habría… válvulas. Secuencias de piedras que caen sobre ti, quizá. Puertas que se abren en un solo sentido. Afiladas hojas giratorias que surgen de paredes inesperadas.

—Ah.

—Todo muy intrincado y tortuoso, de eso no me cabe duda.

El sargento se humedeció los labios con una lengua reseca. No podía leer a Vorbis igual que si fuera un libro, porque nunca había habido un libro como Vorbis. Pero Vorbis tenía ciertos hábitos mentales que aprendías a reconocer, pasado un tiempo.

—Deseáis que me lleve conmigo al pelotón y siga el túnel desde los muelles —dijo con voz hueca.

—Estaba a punto de sugerirlo —repuso Vorbis.

—Sí, señor.

Vorbis le dio una palmadita en el hombro.

—¡Pero no te preocupes! —exclamó alegremente—, Om protegerá a los que creen.

—Sí, señor.

—Y el último hombre podrá traerme un informe completo. Pero antes… ¿No están en la ciudad?

—La hemos registrado a fondo, señor.

—¿Y no ha quedado nadie junto a la puerta? Entonces se fueron por mar.

—Todos los barcos de guerra efebianos están controlados, gran Vorbis.

—Este puerto está infestado de pequeñas embarcaciones.

—Que sólo pueden ir a mar abierto, señor.

Vorbis contempló el Mar Circular. Llenaba el mundo de horizonte a horizonte. Más allá estaba el borrón de las llanuras de Sto y la escarpada línea de las Montañas del Carnero, extendiéndose hasta las inmensas cimas que los herejes llamaban el Cubo pero que, Vorbis lo sabía, era el Polo, visible alrededor de la curva del mundo únicamente debido a la manera en que la luz se deformaba dentro de la atmósfera, igual que lo hacía dentro del agua… y vio una manchita blanca deslizándose sobre el distante océano.

Vorbis tenía muy buena vista, desde cierta altura.

Cogió un puñado de ceniza gris, que en tiempos había sido los Principios de navegación, y lo dejó escurrir entre los dedos.

—Om nos ha mandado un viento favorable —dijo—. Bajemos a los muelles.

La esperanza saludó optimistamente desde las aguas de la desesperación del sargento.

—¿Entonces no querréis que exploremos el túnel, señor? —preguntó.

—Oh, claro que sí. Eso podéis hacerlo cuando regresemos.

Urna empujó cautelosamente el globo de cobre con un trozo de alambre mientras el Bote Anónimo se balanceaba sobre las olas.

—¿No puedes darle unos golpes? —preguntó Simonía, quien no tenía demasiado claro qué diferencia había entre las máquinas y las personas.

—Es un motor filosófico —dijo Urna—. Los golpes no servirían de nada.

—Pero dijiste que las máquinas podrían ser nuestras esclavas —dijo Simonía.

—No de la clase a las que se les puede pegar —dijo Urna—. La sal ha obstruido las válvulas. Cuando el agua sale disparada del globo, deja la sal detrás.

—¿Por qué?

—No lo sé. Al agua le gusta viajar ligera.

—¡No nos movemos! ¿No puedes hacer nada para remediarlo?

—Sí: esperar a que se enfríe y entonces limpiarlo y meterle un poco más de agua.

Simonía miró alrededor con preocupación.

—¡Pero todavía se puede divisar la costa!

—Tú puede que sí —dijo Didáctilos. Estaba sentado en la sección central de la embarcación con las manos cruzadas encima de su bastón, un anciano al que no sacan a tomar el aire con demasiada frecuencia y que está disfrutando mucho de la experiencia.

—No te preocupes. Estamos lo bastante lejos para que nadie pueda vernos —dijo Urna, que seguía examinando el mecanismo—. De todas maneras, el tornillo me tiene un poco preocupado. Fue inventado para desplazar el agua, no para desplazarse sobre el agua.

—¿Quieres decir que está confuso? —preguntó Simonía.

—Yo creo que lo que le ocurre es que se ha pasado de rosca —dijo Didáctilos alegremente.

Brutha se había tumbado en el extremo puntiagudo y miraba el agua. Un pequeño calamar pasó velozmente ante él, con su sifón impulsándolo justo por debajo de la superficie del mar. Brutha se preguntó qué sería…

…y supo que era el calamar botella común, de la clase Cefalópoda y el pilum Molusca, y que en vez de un esqueleto tenía un soporte cartilaginoso interno y un sistema nervioso bastante desarrollado, y grandes ojos capaces de formar imágenes que eran muy similares a los de los vertebrados.

El conocimiento quedó suspendido por un momento en primer plano dentro de su mente y después se desvaneció.

—¿Om? —murmuró Brutha.

—¿Qué?

—¿Qué estás haciendo?

—Intento dormir un rato. Las tortugas necesitan muchas horas de sueño, sabes.

Simonía y Urna estaban inclinados sobre el motor filosófico. Brutha miró el globo…

… una esfera de radio r, que por consiguiente tenía un volumen V = (4/3) (pi) rrr, y un área superficial A = 4(pi)

rr…

—Oh, Dios mío…

—¿Y ahora qué pasa? —dijo la tortuga.

El rostro de Didáctilos se volvió hacia Brutha, quien se había llevado las manos a la cabeza.

—¿Qué es un pi?

Didáctilos tendió la mano y sostuvo a Brutha.

—¿Qué ocurre? —preguntó Om.

—¡No lo sé! ¡Sólo son palabras! ¡No sé qué pone en los libros! ¡No puedo leerlos!

—Dormir mucho es vital —dijo Om—. Te ayuda a desarrollar un caparazón sano.

Brutha cayó de rodillas sobre la cubierta de la embarcación que se mecía en alta mar. Se sentía como un propietario que regresa inesperadamente y se encuentra con la vieja mansión llena de desconocidos. Estaban en cada habitación y, sin ser amenazadores, simplemente llenaban todo el espacio con su estar allí.

—¡Los libros pierden!

—No veo cómo puede ocurrir eso —dijo Didáctilos—. Dijiste que te limitaste a echarles un vistazo, ¿verdad? No los leíste. No sabes qué significan.

—¡Ellos saben lo que significan!

—Oye, oye. No son más que libros, de la naturaleza de los libros —dijo Didáctilos—. No son mágicos. Si pudieras saber qué contienen los libros con sólo mirarlos, entonces Urna sería un genio.

—¿Qué le pasa? —preguntó Simonía.

—Cree que sabe demasiado.

—¡No! ¡No sé nada! Porque en realidad esto no es saber —dijo Brutha—. ¡Sólo acabo de recordar que los calamares tienen un soporte cartilaginoso interno!

—Sí, supongo que eso puede poner nervioso a cualquiera —dijo Simonía—. Uh. ¿Sacerdotes? Están todos locos.

—¡No! ¡Es que no sé lo que significa cartilaginoso!

—Tejido conectivo esquelético —dijo Didáctilos—. Piensa en ososo y coriáceo al mismo tiempo.

Simonía soltó un bufido.

—Vaya, vaya —dijo—. Vivimos y aprendemos, tal como habías dicho.

—Algunos de nosotros incluso lo hacemos en orden inverso —dijo Didáctilos.

—¿Se supone que eso significa algo?

—Es filosofía —dijo Didáctilos—. Y siéntate, muchacho. Estás moviendo la embarcación. Ya vamos un poco sobrecargados sin necesidad de que encima la balancees.

—Está siendo mantenido a flote por una fuerza ascensional igual al peso del fluido desplazado —murmuró Brutha, que se encontraba cada vez peor.

—¿Hmmm?

—Salvo que no sé lo que significa ascensional.

Urna levantó la vista de la esfera.

—Ya podemos reanudar la travesía —dijo—. Lo único que necesito es que eche un poco de agua aquí dentro con su casco, caballero.

—¿Y después volveremos a movernos?

—Bueno, podremos empezar a acumular vapor —dijo Urna, limpiándose las manos en la toga.

—Verás, hay varias maneras de aprender las cosas —dijo Didáctilos—. Esto me recuerda aquella ocasión en que el viejo príncipe Lasgere de Tsort me preguntó cómo podía convertirme en un hombre instruido, especialmente dado que nunca tenía tiempo para todo eso del leer. Le dije a su alteza que no había ninguna vía real que llevara al conocimiento, y él me dijo: «Pues o construyes una o mandaré que te corten las piernas. Usa todos los esclavos que quieras.» Un enfoque refrescantemente directo, si queréis saber mi opinión. El viejo Lasgere siempre supo cortar por lo sano, especialmente cuando se trataba de personas.

—¿Por qué no te cortó las piernas? —preguntó Urna.

—Le construí su vía real. Más o menos.

—¿Cómo? Creía que sólo era una metáfora.

—Estás aprendiendo, Urna. Bueno, localicé a una docena de esclavos que sabían leer e hice que pasaran la noche en el dormitorio del príncipe murmurándole pasajes selectos mientras dormía.

—¿Y funcionó?

—No lo sé. El tercer esclavo le hundió una daga de quince centímetros en la oreja. Después de la revolución, el nuevo gobernante me dejó salir de la cárcel y dijo que podía irme del país si prometía que no se me ocurriría nada hasta después de que hubiese cruzado la frontera. Pero en principio no creo que hubiera nada de malo en la idea.

Urna sopló sobre el fuego.

—Tarda un poco en calentar el agua —explicó.

Brutha volvía a estar acostado en la popa. Si se concentraba, podía hacer que el conocimiento dejara de fluir.

El truco estaba en evitar mirar las cosas. Hasta una nube…

… concebida por la filosofía natural como un medio de ocasionar sombra sobre la superficie del mundo, evitando así el recalentamiento excesivo…

… causaba una intrusión. Om estaba profundamente dormido.

Saber sin aprender, pensó Brutha. No. Al revés. Aprender sin saber…

Nueve décimas partes de Om dormitaban dentro de su concha. El resto de él flotaba como una neblina en el verdadero mundo de los dioses, el cual es mucho menos interesante que el mundo tridimensional habitado por la mayor parte de la humanidad.

Somos una pequeña embarcación, pensaba Om. Probablemente ni siquiera se dará cuenta de que estamos aquí.

Tiene un océano entero que atender, ¿verdad? No puede estar en todas partes.

Claro que ella tiene muchos creyentes. Pero sólo somos una pequeña embarcación.

Sintió las mentes de peces curiosos que estaban husmeando alrededor del extremo del tornillo. Lo cual era bastante extraño, porque en el curso normal de las cosas los peces no son conocidos por su…

—Saludos —dijo la Reina del Mar.

—Ah.

—Veo que te las has arreglado para seguir existiendo, pequeña tortuga.

—Sí, aquí estamos —dijo Om—. No hay problema.

Hubo una pausa que, si hubiera estado teniendo lugar entre dos personas en el mundo humano, habría sido dedicada a toser y poner caras de incomodidad. Pero los dioses nunca se sienten incómodos.

—Supongo que habrás venido en busca de tu precio —dijo Om, poniéndose a la defensiva.

—Este navío y todo lo que hay en él —dijo la Reina—. Pero tu creyente puede ser salvado, como es costumbre.

—¿De qué te van a servir? Uno de ellos es ateo.

—¡Ja! En el último momento todos creen.

—Eso no parece muy… —Om titubeó—. ¿Justo?

Esta vez fue la Reina del Mar la que puso cara pensativa.

—¿Justo? ¿Qué es eso?

—¿Como la… justicia subyacente? —dijo Om, y se preguntó por qué lo había dicho.

—Pues a mí me suena a idea humana.

—Tienen mucha inventiva, de eso no cabe duda. Pero yo me refería a que… Bueno, lo que quería decir era que… no han hecho nada para merecérselo.

—¿Merecérselo? Son humanos. ¿Qué tiene que ver el que se lo merezcan o no?

Om tuvo que admitir que en eso la Reina del Mar llevaba razón. No estaba pensando como un dios. Aquello lo irritó un poco.

—Es sólo que…

—Llevas demasiado tiempo confiando en un humano, pequeño dios.

—Lo sé. Lo sé. Om suspiró. Las mentes perdían, y lo que perdía una acababa infiltrándose dentro de la otra.

Estaba viendo demasiadas cosas desde un punto de vista humano —. Bien, quédate con la embarcación. Si tienes que hacerlo. Es sólo que me gustaría que fuera…

—¿Justo? —preguntó la Reina del Mar. Fue hacia él, y Om sintió su presencia rodeándolo por todas partes—. Lo justo no existe. La vida es como una playa, y después mueres.

Y desapareció.

Om dejó que su esencia se retirara a la concha de su concha.

—¿Brutha?

—¿Sí?

—¿Sabes nadar? El globo empezó a girar.

Brutha le oyó decir a Urna: «Ya está. Enseguida volveremos a movernos.»

—Más vale. —La voz de Simonía—. Hay un barco ahí fuera.

—Esta cosa va más deprisa que cualquier embarcación con velas o remos.

Brutha miró hacia el final de la bahía. Un esbelto navío omniano estaba pasando por delante del faro. Todavía se encontraba muy lejos, pero Brutha lo contempló con un temor y una expectación que aumentaban mejor que los telescopios.

—Se mueve muy deprisa —dijo Simonía—. No lo entiendo, porque no hay viento.

Urna examinó la calma que los rodeaba.

—No puede haber viento allí y no haberlo aquí —dijo.

—¡Te he preguntado que si sabes nadar! —insistió la voz de la tortuga dentro de la cabeza de Brutha.

—No lo sé —dijo Brutha.

—¿Crees que podrías averiguarlo deprisa? Urna levantó la vista.

—Oh —dijo.

Las nubes se habían acumulado encima del Bote Anónimo, y giraban visiblemente.

—¡Tienes que saberlo! —chilló Om—. ¡Creía que tenías una memoria perfecta!

—Solíamos chapotear en la gran cisterna de la aldea —murmuró Brutha—. ¡No sé si eso cuenta!

Una masa de niebla agitó la superficie del mar. Brutha sintió un súbito chasquido en las orejas. Y aun así el navío omniano seguía aproximándose, volando sobre las olas.

—¿Cómo se llama lo que ocurre cuando tienes una calma absoluta rodeada de vientos…? —comenzó a preguntar Urna.

—¿Huracán? —dijo Didáctilos.

Un rayo chisporroteó entre el cielo y el mar. Urna tiró de la palanca que introducía el tornillo en el agua. Sus ojos brillaban casi tan intensamente como el rayo.

—Eso sí es poder —dijo—. ¡Controlar el rayo! ¡El sueño de la humanidad! El Bote Anónimo salió disparado.

—¿De veras? Pues no es mi sueño —dijo Didáctilos—. Yo siempre sueño con una zanahoria gigante que me persigue a través de un campo de langostas.

—Me refería al sueño metafórico, maestro —dijo Urna.

—¿Qué es una metáfora? —preguntó Simonía.

—¿Qué es un sueño? —preguntó Brutha.

Una columna de rayos ribeteó la niebla. Relámpagos secundarios surgieron del globo que giraba velozmente.

—Puedes obtenerlo a partir de los gatos —dijo Urna, perdido en un mundo filosófico propio mientras el Bote

Anónimo iba dejando una estela blanca tras de sí—. Los acaricias con una varilla de ámbar, y obtienes relámpagos diminutos… Si pudiera aumentar eso un millón de veces, ningún hombre volvería a ser un esclavo y podríamos capturarlo dentro de recipientes y librarnos de la noche…

Un rayo cayó a unos metros de ellos.

—Estamos en una embarcación con una gran bola de cobre justo en medio de una masa de agua salada —dijo Didáctilos—. Gracias, Urna.

—Y los templos de los dioses estarían magníficamente iluminados, por supuesto —se apresuró a decir Urna.

Didáctilos golpeó el casco con su bastón.

—Una idea realmente magnífica, pero nunca dispondrías de gatos suficientes —dijo. El mar se estaba picando.

—¡Salta al agua! —gritó Om.

—¿Por qué? —preguntó Brutha.

Una ola casi volcó la embarcación. La lluvia siseaba sobre la superficie de la esfera, produciendo una espuma abrasadora.

—¡No tengo tiempo para explicártelo! ¡Salta por la borda! ¡Es por tu bien! ¡Confía en mí!

Brutha se puso en pie y se agarró a la armazón de la esfera para no perder el equilibrio.

—¡Siéntate! —dijo Urna.

—Voy a salir —dijo Brutha—. Puede que tarde un rato en volver.

La embarcación se bamboleó debajo de él cuando medio saltó medio cayó al mar hirviente.

Un rayo dio de lleno en la esfera.

Cuando Brutha salió a la superficie vio, por un momento, el globo al rojo blanco y al Bote Anónimo, con su tornillo casi fuera del agua, saliendo disparado como un cometa a través de la niebla. La embarcación desapareció entre las nubes y la lluvia. Un instante después, por encima del estruendo de la tormenta, se oyó un retumbar ahogado.

Brutha levantó la mano. Om salió a la superficie, expulsando agua de mar por el hocico.

—¡Dijiste que era lo mejor que podía hacer! —gritó Brutha.

—¿Y bien? ¡Todavía estamos vivos! ¡Y sostenme por encima del agua! ¡Las tortugas no saben nadar!

—¡Pero los demás pueden haber muerto!

—¿Quieres reunirte con ellos?

Una ola sumergió a Brutha. Por un instante el mundo se convirtió en un telón verde oscuro que zumbaba dentro de sus oídos.

—¡No puedo nadar con una sola mano! —gritó en cuanto hubo logrado volver a la superficie.

—¡Nos salvaremos! Ella nunca se atrevería a…

—¿Qué quieres decir?

Otra ola embistió a Brutha, y la succión tiró de su túnica.

—¿Om?

—¿Sí?

—Me parece que no sé nadar…

Los dioses no son muy dados a la introspección, ya que para ellos nunca ha sido una característica que contribuya a la supervivencia. Siempre les ha bastado con la habilidad de engatusar, amenazar y aterrorizar.

Cuando puedes aplastar ciudades enteras a voluntad, la tendencia a reflexionar en silencio y ver-las-cosas-desde-el-punto-de-vista-del-otro rara vez resulta necesaria.

Lo cual había conducido, por todo el multiuniverso, a que hombres y mujeres tremendamente brillantes y dotados de una inmensa empatía dedicaran toda su vida a servir a deidades que no habrían podido ganarles en una partida de dominó. La hermana Sestina de Quirm, por ejemplo, desafió la ira de un reyezuelo local, anduvo por encima de un lecho de carbones encendidos sin sufrir daño alguno y propuso una filosofía sobre la ética sensata en nombre de una diosa a la que sólo le interesaban los peinados, y el hermano Zefilita de Klatch abandonó sus vastas propiedades y a su familia y pasó el resto de su vida cuidando de los enfermos y los pobres en nombre del invisible dios F'rum, generalmente considerado incapaz, en el caso de que hubiera tenido un trasero, de encontrárselo con las dos manos, en el caso de que hubiera tenido manos. Los dioses nunca necesitan ser muy inteligentes cuando hay humanos cerca que pueden encargarse de ser inteligentes por ellos.

La Reina del Mar estaba considerada como francamente mema incluso por otros dioses. Pero había una cierta lógica en sus pensamientos mientras se desplazaba por debajo de las olas agitadas por la tormenta. La pequeña embarcación había sido un blanco tentador…, pero allí había otro más grande, lleno de personas, que iba directamente hacia la tormenta.

Aquella sí era una buena presa.

A la hora de mantener centrada su atención en una sola cosa, la Reina del Mar no se diferenciaba demasiado de una cebolla bahji.

Y, básicamente, lo que hacía era crear sus propios sacrificios. Y creía en la cantidad.

El Aleta de Dios saltaba de la cresta de una ola al seno de otra mientras la tempestad desgarraba sus velas. El capitán se abrió paso a través del agua que le llegaba hasta la cintura en dirección a la proa, donde Vorbis se agarraba a la barandilla pareciendo no darse cuenta de que el barco medio sumergido se debatía entre el oleaje.

—¡Señor! ¡Debemos arriar las velas! ¡No podemos correr más que esto!

Fuegos verdes chisporroteaban en las puntas de los mástiles. Vorbis se volvió. La luz se reflejó en el pozo de sus ojos.

—Todo sea a mayor gloria de Om —dijo—. La confianza es nuestra vela, y la gloria nuestro destino.

El capitán ya había tenido más que suficiente. La religión no era su fuerte, pero después de treinta años estaba considerablemente seguro de saber algunas cosas acerca del mar.

—¡Nuestro destino es el fondo del océano! —gritó. Vorbis se encogió de hombros.

—No he dicho que no fuéramos a hacer algún que otro alto a lo largo del camino —murmuró.

El capitán lo miró fijamente y después inició el penoso regreso a través de la cubierta bamboleante. Lo que sabía acerca del mar era que tormentas como aquella simplemente no ocurrían. No pasabas de navegar en aguas tranquilas a encontrarte en medio de un huracán desbocado. Aquello no era el mar. Era algo personal.

Un rayo cayó sobre el mástil principal. Un grito surgió de la oscuridad cuando una masa de cordajes y velas hechas jirones se precipitó sobre la cubierta.

El capitán medio nadó y medio trepó por la escalerilla que llevaba al timón, donde el timonel era una sombra entre la espuma y el resplandor fantasmagórico de la tormenta.

—¡Nunca conseguiremos salir de aquí con vida!

—CORRECTO.

—¡Tendremos que abandonar el barco!

—NO. NOS LO LLEVAREMOS CON NOSOTROS. ES UN BUEN BARCO.

El capitán entrecerró los ojos, tratando de ver algo entre la oscuridad.

—¿Es usted, primero Coplei?

—¿QUIERES HACER OTRO INTENTO?

El casco chocó con una roca sumergida que lo rajó de arriba abajo. Otro rayo cayó sobre el mástil restante, y el Aleta de Dios se dobló como un barquito de papel que lleva demasiado tiempo en el agua. Las cuadernas se partieron y lanzaron una lluvia de astillas hacia el cielo arremolinado…

Y entonces hubo un súbito silencio aterciopelado.

El capitán descubrió que había adquirido un recuerdo reciente. Tenía algo que ver con el agua, con un zumbido en sus oídos y con la sensación de un fuego frío dentro de sus pulmones. Pero se estaba desvaneciendo. Fue hacia la barandilla con sus pasos resonando ruidosamente en el silencio, y miró. Pese al hecho de que el recuerdo reciente incluía algo sobre la total y absoluta destrucción del navío, ahora parecía volver a estar entero. En cierta manera.

—Uh —dijo—. Parece que se nos ha terminado el mar.

—Sí.

—Y la tierra, también.

El capitán tocó la barandilla con las puntas de los dedos. Era grisácea, y ligeramente transparente.

—Uh. ¿Esto es madera?

—MEMORIA MÓRFICA.

—¿Cómo dices?

—ERAS UN MARINO. ¿NUNCA HAS OÍDO HABLAR DE UN NAVÍO COMO SI FUERA UN SER VIVO?

—Oh, sí. No puedes pasar una noche a bordo de un barco sin tener la sensación de que tiene un al…

—SÍ.

El recuerdo del Aleta de Dios navegaba a través del silencio. El viento, o el recuerdo del viento, suspiraba en la lejanía entre los cadáveres consumidos de tempestades muertas.

—Uh —dijo el fantasma del capitán—. ¿Verdad que acabas de decir que yo era un marino?

—Sí.

—Ya me lo parecía.

El capitán bajó la vista. La tripulación estaba reunida en cubierta y alzaba hacia él ojos llenos de inquietud.

Miró más abajo. Las ratas del barco también se habían reunido delante de la tripulación. Delante de ellas había una minúscula figura envuelta en una túnica.

—CUIC —dijo la figura.

El capitán pensó que incluso las ratas tienen una Muerte. La Muerte se apartó y le hizo una seña.

—EL TIMÓN ES TUYO.

—Pero… Pero ¿adonde vamos?

—¿QUIÉN SABE?

El capitán agarró el timón sin saber qué hacer.

—Pero… ¡no hay ninguna estrella que pueda reconocer! ¡No hay cartas de navegación! ¿Dónde están los vientos? ¿Dónde están las corrientes? —La Muerte se encogió de hombros.

El capitán hizo girar el timón sin poner rumbo hacia ningún sitio en particular. El barco se deslizaba a través del fantasma de un mar.

Y de pronto se sintió un poco más animado. Lo peor ya había sucedido. Era asombroso lo bien que te hacía sentir saberlo. Y si lo peor ya había sucedido…

—¿Dónde está Vorbis? —gruñó.

—SOBREVIVIÓ.

—¿De veras? ¡No hay justicia!

—SÓLO ESTO Y YO.

La Muerte desapareció.

El capitán movió un poco el timón, más que nada por mantener la imagen. Después de todo, seguía siendo capitán y aquello, en cierta manera, seguía siendo un barco.

—¿Primero de a bordo? El primero de a bordo saludó.

—¡Señor!

—Um. ¿Donde vamos ahora?

El primero de a bordo se rascó la cabeza.

—Bueno, capitán, he oído decir que los paganos de Klatch tienen un paraíso en el que se bebe y se canta y hay chicas que llevan campanillas y son… ya sabe… bastante descocadas.

El primero de a bordo lanzó una mirada esperanzada a su capitán.

—Descocadas, ¿eh? —dijo el capitán con voz pensativa.

—Eso he oído decir.

El capitán se dijo que quizá ya se había ganado el derecho a disfrutar de un poco de descoco.

—¿Alguna idea de cómo llegar allí?

—Creo que te dan instrucciones cuando estás vivo —dijo su primero de a bordo.

—Oh.

—Y yendo hacia el Cubo —dijo el primero de a bordo, saboreando la palabra— hay unos bárbaros que están convencidos de que después de morir van a una gran sala en la que hay toda clase de bebidas y viandas.

—¿Y mujeres?

—Tiene que haberlas.

El capitán frunció el entrecejo.

—Es curioso —dijo—, pero ¿por qué será que los paganos y los bárbaros siempre parecen ir a los mejores sitios cuando mueren?

—Tiene su miga, ¿verdad? —asintió el primero de a bordo—. Supongo que será para compensar el que…, que mientras viven también se lo pasen de fábula. —Parecía un poco perplejo. Ahora que estaba muerto, todo aquel asunto empezaba a sonarle vagamente sospechoso.

—Y supongo que tampoco tiene idea de cómo se va a ese paraíso —dijo el capitán.

—Lo siento, capitán.

—Pero siempre podemos buscar, ¿no?

El capitán miró por encima de la borda. Si navegabas el tiempo suficiente, tenías que acabar llegando a una costa. Y siempre se podía buscar.

Un movimiento atrajo su atención. Sonrió. Bien. Una señal. Quizá todo habría sido para bien, después de todo…

Acompañado por los fantasmas de delfines, el fantasma de un navío siguió su rumbo…

Las gaviotas nunca se aventuraban tan lejos a lo largo de la costa del desierto. Su nicho era llenado por el ascoso, un miembro de la familia de los cuervos del que la familia de los cuervos habría sido la primera en renegar y de la que nunca hablaba en presencia de extraños. Rara vez volaba, pero iba a todas partes andando con una especie de saltitos bamboleantes. Su inconfundible llamada hacía pensar a quien la oía en un sistema digestivo seriamente averiado. Tenía el aspecto que otros pájaros tienen después de un vertido de petróleo. Nada comía ascosos, excepto otros ascosos. Los ascosos comían cosas que habrían hecho vomitar a un buitre. Los ascosos comían vómitos de buitre. Los ascosos se lo comían todo.

En esta hermosa nueva mañana, uno de ellos vagabundeaba por la arena llena de pulgas picoteando distraídamente las cosas por si acaso los guijarros y los trozos de madera se habían vuelto comestibles de un día para otro. La experiencia había enseñado a los ascosos que prácticamente todo se volvía comestible si lo dejabas reposar el tiempo suficiente. Aquel ascoso se encontró con un montículo que yacía sobre la línea de la marea, y le clavó cautelosamente el pico.

El montículo gimió.

El ascoso se apresuró a retroceder y centró su atención en una pequeña roca con forma de cúpula que había junto al montículo. Estaba casi seguro de que aquello tampoco había estado allí ayer. Probó con un picoteo exploratorio.

La roca sacó una cabeza y dijo:

—Largo, bicho maléfico.

El ascoso retrocedió a toda prisa y después ejecutó una especie de salto correteante, que era lo más cerca del auténtico vuelo que se molestaba en llegar nunca un ascoso, que lo depositó en lo alto de un montón de restos de madera blanqueados por el sol. El día no podía haber empezado mejor. Si aquella roca estaba viva, entonces tarde o temprano terminaría estando muerta.

El Gran Dios Om fue hacia Brutha y le empujó la cabeza con la concha hasta que Brutha gimió.

—Despierta, muchacho. Levántate y sonríe. Arribarribarriba. Los que vayan a desembarcar que vayan desembarcando.

Brutha abrió un ojo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Que estás vivo, eso es lo que ha pasado —dijo Om. La vida es una playa, recordó. Y después te mueres.

Brutha se incorporó hasta quedar en una posición arrodillada.

Hay playas que están pidiendo a gritos sombrillas dé vivos colores. Hay playas que hablan de la majestad del mar.

Pero aquella playa no era así. No era más que un dobladillo vacío donde la tierra se encontraba con el océano.

Restos de madera se amontonaban sobre la línea de la marea, donde eran azotados por el viento. El aire zumbaba con un sinfín de desagradables y diminutos insectos. Había un olor que sugería que algo se había podrido, hacía mucho tiempo, en algún lugar donde los ascosos no podrían encontrarlo. No era lo que se dice una buena playa.

—Oh. Dios.

—Siempre es mejor que ahogarse —dijo Om, tratando de darle ánimos.

—No sé qué decirte. —Brutha recorrió la playa con la mirada—. ¿Hay algo de agua que beber?

—No lo creo —dijo Om.

—Ossory V, versículo 3, dice que tú hiciste que el agua que da vida fluyera del desierto reseco —dijo Brutha.

—Eso era una especie de licencia artística —dijo Om.

—¿Ni siquiera puedes hacer eso?

—No.

Brutha volvió a contemplar el desierto. Detrás de las filas de maderos y de unos cuantos retazos de hierba que parecía estar secándose en el mismo instante en que crecía, las dunas se perdían en la lejanía.

—¿Por dónde se va a Omnia?

—No queremos ir a Omnia —dijo Om.

Brutha miró a la tortuga y la cogió.

—Creo que es por aquí —dijo.

Om pataleó frenéticamente.

—¿Para qué quieres ir a Omnia? —preguntó.

—No quiero ir —dijo Brutha—. Pero voy a ir de todas maneras.

El sol flotaba en las alturas por encima de la playa.

O posiblemente no lo hiciese.

Ahora Brutha sabía unas cuantas cosas sobre el sol. Las filtraciones se le iban metiendo en la cabeza. Los efebianos habían estado muy interesados en la astronomía. Expletio había demostrado que el Disco medía dieciséis mil kilómetros de diámetro. Febrio, que había apostado esclavos de reacciones muy rápidas y buena voz por todo el campo al amanecer, había demostrado que la luz viajaba aproximadamente a la misma velocidad que el sonido. Didáctilos había razonado que, en ese caso y para poder pasar entre los elefantes, el sol tenía que recorrer un mínimo de sesenta mil kilómetros en su órbita cada día o, para decirlo de otra manera, ir el doble de rápido que su propia luz. Lo cual significaba que mayormente sólo podías ver dónde había estado el sol, salvo durante dos momentos cada día en los que el sol se alcanzaba a sí mismo, y eso significaba que el sol como un todo era bastante más rápido que una partícula más-rápida-que-la-luz, un taquión o, para emplear los mismos términos que Didáctilos, uno de esos cabroncetes.

Seguía haciendo calor. El mar carente de vida parecía hervir.

Brutha siguió andando, directamente debajo de la única sombra que se podía encontrar en centenares de kilómetros a la redonda. Hasta Om había dejado de quejarse. Hacía demasiado calor.

Aquí y allá, fragmentos de madera rodaban entre la espuma sucia que marcaba el límite del mar.

El aire rielaba sobre la arena delante de Brutha. En medio de ella había un manchón negro.

Brutha lo contempló desapasionadamente mientras iba hacia él, incapaz de ningún pensamiento real. No era nada más que un punto de referencia en un mundo de calor anaranjado, expandiéndose y contrayéndose entre la vibración de la calina.

Cuando estuvo más cerca, el manchón resultó ser Vorbis.

El pensamiento tardó bastante en rezumar a través de la mente de Brutha.

Vorbis.

No con una túnica. Las olas se lo habían arrancado todo. Sólo le quedaba su larga camisa. Las uñas partidas.

Sangre por. Encima de una pierna. Desgarrada por. Las rocas. Vorbis.

Vorbis.

Brutha se arrodilló. Un ascoso graznó en la línea de la marea.

—Todavía… vive —logró decir Brutha.

—Lástima —dijo Om.

—Deberíamos hacer algo… por él.

—¿Sí? ¿Como qué? A lo mejor podrías encontrar una roca y partirle la cabeza —dijo Om.

—No podemos dejarlo aquí.

—Míranos y verás cómo lo hacemos.

—No.

Brutha metió la mano debajo del diácono y trató de levantarlo. Para su leve sorpresa, Vorbis no pesaba casi nada. La túnica del diácono había ocultado un cuerpo que sólo era piel estirada por encima de los huesos. Brutha podría haberlo partido en dos con las manos desnudas.

—¿Y yo qué? —gimoteó Om. Brutha se echó al hombro a Vorbis.

—Tienes cuatro patas —dijo.

—¡Soy tu Dios!

—Sí. Lo sé —dijo Brutha, y echó a andar playa abajo.

—¿Qué vas a hacer con él?

—Llevarlo a Omnia —dijo Brutha con voz pastosa—. La gente tiene que saber. Lo que hizo.

—¡Estás loco! ¿Crees que vas a llevarlo a cuestas hasta Omnia?

—No lo sé. Voy a intentarlo.

—¡Tú! ¡Tú! —Om golpeó la arena con una uña—. ¡Millones de personas en el mundo y tenías que ser tú! ¡Estúpido! ¡Estúpido! Brutha se estaba convirtiendo en una silueta temblorosa perdida entre la calina.

—¡Se acabó lo que se daba! —gritó Om—. ¡No te necesito! ¿Piensas que te necesito? ¡No te necesito! ¡Enseguida encontraré otro creyente! ¡Eso está tirado! Brutha desapareció.

—¡Y no creas que saldré corriendo detrás de ti! —gritó Om.

Brutha contemplaba cómo sus pies se iban sucediendo el uno al otro.

El pensar ya había quedado muy atrás. Ahora lo que flotaba a la deriva por su cerebro cada vez más frito era imágenes inconexas y fragmentos de memoria.

Sueños. Los sueños eran imágenes dentro de tu cabeza. Persuasio había escrito un pergamino entero acerca de ellos. La idea supersticiosa decía que eran mensajes enviados por Dios, pero en realidad los sueños eran creados por el mismo cerebro y afloraban a la superficie cada noche cuando este examinaba y archivaba las experiencias del día. Brutha nunca soñaba. Por eso a veces… negrura total, mientras la mente se concentraba en los archivos.

Su mente había archivado todos los libros. Ahora sabía sin haber aprendido… Aquello eran sueños.

Dios. Dios necesitaba gente. La fe era el alimento de los dioses. Pero también necesitaban una forma. Los dioses se convertían en lo que la gente creía que deberían ser. Por eso la diosa de la Sabiduría llevaba un pingüino.

Podría haberle ocurrido a cualquier dios. Tendría que haber sido un búho. Eso lo sabía todo el mundo. Pero un pésimo escultor al que en toda su vida sólo le habían descrito un búho hace un desastre de una estatua, la fe entra en acción y antes de que te des cuenta, la diosa de la Sabiduría tiene que cargar con un pájaro que siempre va vestido de etiqueta y huele a pescado.

Así dabas su forma a un dios, de la misma manera en que la gelatina llena un molde.

Los dioses solían convertirse en tu padre, decía Abraxas el Agnóstico. Los dioses se convertían en una gran barba en el cielo, porque cuando tienes tres años tu padre es una gran barba en el cielo.

Y por supuesto que Abraxas había sobrevivido… Aquel pensamiento llegó con gélida brusquedad, surgido de la parte de su mente que Brutha todavía podía llamar suya. A los dioses no les molestaban los ateos, siempre que fueran ateos profundos, apasionados e intensos como Simonía, porque aquellos ateos se pasaban la vida no creyendo y odiando a los dioses por no existir. Esa clase de ateísmo era una roca. De hecho, casi era fe.

Arena. Era lo que encontrabas en el desierto. Cristales de roca, esculpidos en forma de dunas. Gordo de Tsort decía que la arena era montañas desgastadas, pero Irexes había descubierto que la arenisca era piedra obtenida a partir de la arena, lo cual sugería que los granos de arena eran los padres de las montañas…

Cada una un pequeño cristal. Y todas iban creciendo…

Haciéndose cada vez más y más grandes…

En silencio, sin darse cuenta, Brutha dejó de caer hacia adelante y se quedó inmóvil.

—¡Largo de aquí!

El ascoso no le hizo caso. Aquello era realmente interesante. Estaba teniendo ocasión de ver arenales enteros que nunca había visto antes y, naturalmente, también estaba la perspectiva, incluso la certeza, de que habría una buena cena al final de todo ello.

Se había posado sobre la concha de Om.

Om avanzaba lentamente sobre la arena, deteniéndose de vez en cuando para gritarle a su pasajero.

Brutha había ido en esa dirección.

Pero aquí uno de los promontorios rocosos que salpicaban el desierto como islas en un mar se prolongaba hasta llegar al agua. Brutha nunca hubiese podido escalarlo. Las pisadas en la arena se volvían hacia el interior del continente, hacia el desierto profundo.

—¡Idiota!

Om subió penosamente por la ladera de una duna, hundiendo sus patas para no precipitarse hacia atrás.

Al otro lado de la duna las huellas se convertían en un largo surco allí donde debía de haber caído Brutha. Om retrajo sus patas y se deslizó pendiente abajo como por un tobogán.

Aquí las huellas se desviaban. Brutha debió de pensar que podría dar un rodeo alrededor de la próxima duna y volver a encontrar la roca al otro lado. Om conocía los desiertos, y una de las cosas que sabía acerca de ellos era que aquella clase de razonamiento lógico había sido aplicado previamente por mil esqueletos blanqueados perdidos entre las arenas.

Aun así, siguió las huellas, agradeciendo la breve sombra de la duna ahora que el sol se estaba poniendo.

Contorneando la duna y, sí, aquí las huellas describían un torpe zigzag ascendente por una pendiente de unos noventa grados, alejándose del sitio hacia el cual hubieran debido encaminarse. Garantizado. Eso era lo malo de los desiertos. Poseían su propia gravedad. Te aspiraban hacia el centro.

Brutha seguía adelante, con Vorbis precariamente sostenido por un flácido brazo. No se atrevía a detenerse. Su abuela volvería a pegarle. Y también estaba el maestro Nhumrod, que tan pronto se hacía visible como volvía a esfumarse.

—Me has decepcionado, Brutha. ¿Mmmm?

—Quiero… agua…

—… agua —dijo Nhumrod—. Confía en el Gran Dios. Brutha se concentró. Nhumrod se desvaneció.

—¿Gran Dios? —dijo.

En algún lugar habría un poco de sombra. El desierto no podía seguir eternamente.

El sol se puso muy deprisa. Om sabía que el calor irradiaría de la arena durante un rato y que su propia concha lo almacenaría, pero ese calor no tardaría en disiparse y entonces reinaría el intenso frío de una noche del desierto.

Las estrellas ya estaban saliendo cuando encontró a Brutha. Vorbis había sido dejado caer un poco más lejos.

Om se detuvo junto a la oreja de Brutha.

—¡Eh!

No hubo ningún sonido, y tampoco ningún movimiento. Om empujó suavemente la cabeza de Brutha y después contempló los labios agrietados.

Om oyó un picoteo detrás de él.

El ascoso estaba investigando los dedos de los pies de Brutha, pero sus exploraciones se vieron interrumpidas cuando las mandíbulas de una tortuga se cerraron alrededor de su pata.

—¡Te avizé, ezgraciado!

El ascoso soltó un eructo de pánico y trató de alzar el vuelo, pero se veía estorbado por la presencia de una tortuga muy resuelta suspendida de una de sus patas. Om fue zarandeado unos cuantos metros a lo largo de la arena antes de soltar la pata.

Después intentó escupir, pero las bocas de las tortugas no han sido diseñadas para ello.

—Odio a todos los pájaros —dijo al aire del anochecer.

El ascoso lo contempló con cara de reproche desde lo alto de una duna. Luego alisó su puñado de plumas grasientas con el aire de alguien que está dispuesto a esperar toda la noche, en caso de que sea necesario. O a esperar todo el tiempo que hiciera falta.

Om volvió con Brutha. Bueno, la respiración seguía funcionando.

Agua…

El dios reflexionó. Fulminar la roca viva. Esa era una manera. Hacer fluir el agua… Ningún problema. Sólo era una cuestión de moléculas y vectores. El agua tenía una tendencia natural a fluir. Bastaba con que te aseguraras de que fluía aquí en vez de allí. Un dios que estuviera en forma no tendría absolutamente ningún problema con ello.

¿Cómo te las apañabas desde la perspectiva de una tortuga? La tortuga fue hasta el fondo de la duna y después se dedicó a subir y bajar por ella durante unos minutos.

Finalmente seleccionó un punto y empezó a cavar.

Algo iba mal. Antes hacía un calor horrible. Ahora se estaba helando.

Brutha abrió los ojos. Las estrellas del desierto, brillantemente blancas, le devolvieron la mirada. La lengua de Brutha parecía llenar toda su boca. Bueno, ¿qué era aquello que…? Agua.

Se dio la vuelta. Había habido voces dentro de su cabeza, y ahora había voces fuera de su cabeza. Eran tenues, pero no cabía duda de que estaban allí, creando suaves ecos sobre las arenas iluminadas por la luna.

Brutha se arrastró laboriosamente hasta la base de la duna. Allí había un montículo. De hecho, había varios montículos. La voz ahogada procedía de uno de ellos. Brutha se acercó un poco más.

Había un agujero en el montículo. Alguien maldecía en algún lugar muy por debajo del suelo. Las palabras rebotaban de un lado a otro dentro del túnel hasta volverse ininteligibles, pero el efecto general era inconfundible.

Brutha se dejó caer sobre la arena y miró.

Unos minutos después hubo un movimiento en la boca del agujero y Om salió de él, cubierto de lo que, si aquello no fuese un desierto, Brutha habría llamado barro.

—Oh, eres tú —dijo la tortuga—. Arranca un trocito de tu túnica y pásamelo.

Como en sueños, Brutha obedeció.

—Darse la vuelta aquí abajo no es coser y cantar, créeme —dijo Om.

Cogiendo el trozo de tela con sus mandíbulas, Om retrocedió con mucho cuidado y desapareció dentro del agujero. Pasados un par de minutos volvió a aparecer, todavía cargando con el trozo de tela.

Que ahora estaba empapado. Brutha dejó que el líquido goteara dentro de su boca. Sabía a barro, y arena, y a tinte marrón barato, y ligeramente a tortuga, pero se habría bebido un tonel entero de él. Habría podido nadar en un estanque de él.

Arrancó otra tira para que Om la bajara.

Cuando Om volvió a aparecer, Brutha se había arrodillado junto a Vorbis.

—¡Cinco metros de descenso! ¡Cinco malditos metros! —gritó Om—. ¡No la malgastes con él! ¿Todavía no ha muerto?

—Tiene fiebre.

—Pon fin a sus sufrimientos.

—Vamos a llevarlo a Omnia.

—¿Piensas que llegaremos allí? ¿Sin comida? ¿Sin agua?

—Pero tú has encontrado agua. Agua en el desierto.

—Lo cual no tiene nada de milagroso —dijo Om—. Cerca de la costa hay una estación lluviosa. Crea lo que llaman wadis, ya sabes. Torrenteras. Cauces de ríos secos. Acabas obteniendo acuíferos —añadió.

—Pues a mí me suena a milagro —graznó Brutha—. El mero hecho de que no puedas explicarlo no hace que deje de ser un milagro.

—Bueno, pues ahí abajo no hay comida, eso te lo aseguro —dijo Om—. Nada que comer. Nada en el mar, si es que podemos volver a encontrar el mar. Conozco el desierto. Cuando te encuentras con un risco de rocas tienes que contornearlo. Todo intenta apartarte de tu camino. Dunas que cambian de sitio durante la noche… leones…

otras cosas…

… dioses.

—¿Y entonces qué quieres hacer? —preguntó Brutha—. Dijiste que mejor vivos que muertos. ¿Quieres regresar a Efebia? ¿Crees que seremos muy populares allí?

Om guardó silencio. Brutha asintió.

—Entonces trae más agua.

Era mejor viajar de noche, con Vorbis encima de un hombro y Om debajo de un brazo.

En esta época del año…

… el resplandor que se ve en el cielo más o menos por ahí es la Aurora Corealis, las luces del Cubo, donde el campo mágico del Mundo Disco se descarga constantemente a sí mismo entre los picos de Cori Celesti, la montaña central. Y en esta época del año el sol sale por encima del desierto en Efebia y por encima del mar en Omnia, así que mantén las luces del Cubo a la izquierda y el resplandor del crepúsculo detrás de ti…

—¿Has ido alguna vez a Cori Celes ti? —preguntó Brutha. Om, que se había estado adormilando con el frío, despertó sobresaltado.

—¿Uh?

—Es donde viven los dioses.

—¡Ja! Podría contarte unas cuantas historias —dijo Om sarcásticamente.

—¿Cuáles?

—¡Están hechos una maldita élite!

—¿No vivías allí arriba, entonces?

—No. Para eso tienes que ser un dios del trueno o algo por el estilo. Si quieres vivir en la parte alta, has de tener todo un rebaño de adoradores. Tienes que ser una personificación antropomórfica, una de esas cosas.

—¿Entonces no basta con ser un Gran Dios? —Bueno, aquello era el desierto. Y Brutha iba a morir.

—Supongo que ahora ya da igual que te lo cuente —masculló Om—. Dado que no vamos a sobrevivir… Verás, cada dios es un Gran Dios para alguien. Yo nunca quise ser tan grande. Un puñado de tribus, una ciudad o dos. No es mucho pedir, ¿verdad?

—Hay dos millones de personas en el imperio —dijo Brutha.

—Sí. No está mal, ¿eh? Al principio sólo tenía a un pastor que oía voces dentro de su cabeza, y terminé con dos millones de personas.

—Pero nunca hiciste nada con ellas —dijo Brutha.

—¿Como qué? —Bueno… decirles que no se mataran las unas a las otras, esa clase de cosas…

—La verdad es que nunca se me ocurrió. ¿Por qué hubiese debido decirles eso?

Brutha buscó algo que pudiera influir sobre la psicología divina.

—Bueno, si las personas no se mataran las unas a las otras, entonces habría más personas que podrían creer en ti —sugirió.

—En eso tienes razón —admitió Om—. Una observación interesante. Muy astuta.

Brutha siguió andando en silencio. Un resplandor de escarcha relucía sobre las dunas.

—¿Has oído hablar alguna vez de la Ética?

—Eso queda por Maravillolandia, ¿verdad?

—Los efebianos estaban muy interesados en ella.

—Probablemente pensaban invadirla.

—Parecían pensar muchísimo en ella.

—Una estrategia a largo plazo, quizá.

—Pero no creo que sea un lugar. Tiene más que ver con cómo vive la gente.

—¿Te refieres a gandulear todo el día mientras los esclavos hacen el trabajo? Oye, cuando veas a una pandilla de desgraciados que pierden el tiempo hablando de la verdad y la belleza y la mejor manera de atacar la Ética, puedes apostar tus sandalias a que es porque docenas de otros pobres desgraciados están haciendo todo el trabajo mientras esos tipos viven como…

—¿… dioses? —dijo Brutha. Hubo un silencio terrible.

—Iba a decir reyes —murmuró Om en tono de reproche.

—Suena un poco como lo que hacen los dioses.

—Reyes —dijo Om enfáticamente.

—¿Por qué la gente necesita dioses? —insistió Brutha.

—Oh, has de tener dioses —dijo Om, entre jovial y categórico.

—Pero son los dioses los que necesitan a la gente —dijo Brutha—. Para lo del creer. Tú mismo lo dijiste.

Om titubeó.

—Bueno, sí —dijo—. Pero la gente tiene que creer en algo. ¿Sí? Quiero decir que de otra manera, ¿por qué truena?

—El trueno —dijo Brutha, y los ojos se le vidriaron ligeramente— No sé… El trueno es causado por las nubes cuando chocan unas con otras. Después de que haya caído el rayo aparece un agujero en el aire, y de esta manera el sonido es engendrado por las nubes cuando se apresuran a llenar el agujero y colisionan, de acuerdo con estrictos principios cumulodinámicos.

—Cuando citas se te pone la voz rara —dijo Om—. ¿Qué significa engendrado?

—No lo sé. Nadie me enseñó un diccionario.

—Y de todas maneras, eso sólo es una explicación —dijo Om—. No es una razón.

—Mi abuela me dijo que el trueno era causado por el Gran Dios Om cuando se quitaba las sandalias —dijo Brutha—. Aquel día estaba un poquito rara. Casi sonrió.

—Metafóricamente preciso —dijo Om—. Pero nunca hice los truenos. Hay ciertas demarcaciones, ¿comprendes? El dichoso Tengo-un-martillo-enorme Ciego Io hace todos los truenos desde la parte alta.

—Creía haberte oído decir que había centenares de dioses del trueno —dijo Brutha.

—Sí. Y él es todos ellos. Racionalización. Un par de tribus se unen y ambas tienen un dios del trueno, ¿de acuerdo? Y digamos que entonces los dioses se confunden el uno con el otro. ¿Has visto cómo se dividen las amebas?

—No.

—Bueno, pues se hace así sólo que al revés.

—Sigo sin entender cómo un dios puede ser un centenar de dioses del trueno. No hay dos que se parezcan…

—Narices postizas.

—¿Qué?

—Y distintas voces. Da la casualidad de que sé que tiene setenta martillos distintos. Eso no es del dominio público, claro. Y con las diosas madres sucede lo mismo. Sólo hay una de ellas. Lo que pasa es que tiene un montón de pelucas, y naturalmente es asombroso lo que puedes llegar a hacer con un sostén provisto de unos buenos rellenos.

En el desierto reinaba un silencio absoluto. Las estrellas, ligeramente difuminadas por la humedad de las alturas, eran diminutas lentejuelas inmóviles.

Muy lejos yendo en dirección a lo que la Iglesia llamaba el Polo Superior, y que para la mente de Brutha estaba empezando a ser el Cubo, el cielo parpadeó.

Brutha puso en el suelo a Om y depositó a Vorbis encima de la arena.

Silencio absoluto.

Nada en kilómetros a la redonda, aparte de lo que Brutha había traído consigo. Así era como tenían que haberse sentido los profetas, cuando iban al desierto para encontrar… lo que fuera que encontraban, y hablar con…

quienquiera que hablaran.

—La gente tiene que creer en algo —le oyó decir a Om en un tono ligeramente malhumorado—. Y ya puestos, que crean en los dioses. ¿Qué más hay?

Brutha rió.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Me parece que ya no creo en nada.

—¡Excepto en mí!

—Oh, sé qué existes —dijo Brutha, y sintió que Om se relajaba un poco—. Hay algo en las tortugas que…

Bueno, puedo creer en ellas. Parecen tener un montón de existencia en un solo sitio. Es con los dioses en general con lo que estoy teniendo problemas.

—Mira, si la gente deja de creer en los dioses, entonces creerán en cualquier cosa —dijo Om—. Creerán en la bola de vapor del joven Urna. Absolutamente cualquier cosa.

—Hmmm.

Un resplandor verde en el cielo indicó que la claridad del amanecer estaba persiguiendo desesperadamente a su sol.

Vorbis gimió.

—No sé por qué no despierta —dijo Brutha—. No le encuentro ningún hueso roto.

—¿Cómo lo sabes?

—Uno de los pergaminos efebianos sólo hablaba de huesos. ¿No puedes hacer algo por él?

—¿Por qué? —Eres un dios.

—Bueno, sí. Si estuviera lo bastante fuerte, probablemente podría darle con un rayo.

—Creía que los rayos los hacía lo.

—No, sólo el trueno. Se te permite hacer todos los rayos que quieras, pero el trueno tienes que subcontratarlo.

El horizonte se había convertido en una gruesa banda dorada.

—¿Y la lluvia? —preguntó Brutha—. ¿Qué me dices de hacer algo útil?

Una línea plateada apareció debajo del oro. La luz del sol venía corriendo hacia Brutha.

—Esa observación ha sido francamente hiriente —dijo la tortuga—. Era una observación calculada para hacer daño.

Bajo la claridad que se intensificaba rápidamente, Brutha vio una de las islas de rocas a poca distancia de ellos.

Sus pilares erosionados por la arena no ofrecían nada más que sombra, pero la sombra, siempre disponible en grandes cantidades en las profundidades de la Ciudadela, escaseaba bastante en el desierto.

—¿Cuevas? —preguntó Brutha.

—Serpientes.

—Pero ¿aun así cuevas?

—En conjunción con serpientes.

—¿Serpientes venenosas?

—Adivina.

El Bote Anónimo seguía adelante, impulsado por el viento que llenaba la túnica de Urna atada a un mástil hecho con trozos de la armazón de la esfera atados entre sí mediante los cordones de las sandalias de Simonía.

—Creo que ya sé qué fue lo que falló —dijo Urna—. Un mero problema de exceso de velocidad.

—¿Exceso de velocidad? ¡Nos salimos del agua! —dijo Simonía.

—Necesita alguna clase de mecanismo de dirección —dijo Urna, arañando un diseño en el costado de la embarcación—. Algo que abriera la válvula en el caso de que hubiese demasiado vapor. Creo que podría hacer algo con un par de bolas en rotación.

—Tiene gracia que digas eso —murmuró Didáctilos—. Cuando sentí que salíamos del agua y la esfera estalló, juraría que noté cómo mis…

—¡Ese maldito trasto casi nos mata! —dijo Simonía.

—Así el próximo será mejor —dijo Urna alegremente mientras contemplaba la lejana orilla—. ¿Por qué no desembarcamos en algún lugar de por aquí? —preguntó después.

—¿En la costa desierta? —dijo Simonía—. ¿Para qué? Nada que comer y nada que beber, y además es muy fácil perderse. Omnia es el único destino en el viento. Podemos desembarcar a este lado de la ciudad. Conozco gente. Y esa gente conoce a otra gente. Por toda Omnia, hay gente que conoce a gente. Gente que cree en la Tortuga.

—Sabes, nunca tuve intención de que la gente creyera en la Tortuga —dijo Didáctilos con abatimiento—. No es más que una tortuga muy grande. Existe y punto. Son cosas que pasan. No creo que a la Tortuga le importe un pimiento. Simplemente pensé que sería una buena idea poner las cosas por escrito y explicarlas un poco.

—Algunos pasaban la noche en vela montando guardia mientras otros hacían copias —dijo Simonía sin prestarle atención—. ¡Pasándoselas de mano en mano! ¡Cada uno hacía una copia y la pasaba! ¡Como un incendio clandestino que se va extendiendo cada vez más!

—¿Estamos hablando de montones de copias? —preguntó Didáctilos cautelosamente.

—¡Centenares! ¡Millares!

—Supongo que ya es demasiado tarde para solicitar, digamos, un cinco por ciento en concepto de derechos —dijo Didáctilos, poniendo cara esperanzada por un momento—. No. Probablemente no habría manera de arreglarlo, claro. No. Olvida que lo he preguntado.

Varios peces voladores brincaban entre las olas, perseguidos por un delfín.

—No puedo evitar sentir un poco de pena por el joven Brutha —dijo Didáctilos.

—Los sacerdotes nunca son imprescindibles —observó Simonía—. Hay demasiados.

—Tenía todos nuestros libros —dijo Urna.

—Con todo ese conocimiento dentro de él, probablemente flotará —dijo Didáctilos.

—Y de todas maneras estaba loco —repuso Simonía—. Vi cómo le hablaba en susurros a esa tortuga.

—Ojalá aún la tuviéramos. Esos bichos son muy sabrosos —dijo Didáctilos.

Como cueva no era gran cosa, meramente una profunda oquedad tallada por los incesantes vientos del desierto y, hacía mucho tiempo, incluso por el agua. Pero bastaba.

Brutha se arrodilló sobre el suelo de piedra y levantó la roca por encima de su cabeza.

Le zumbaban los oídos y sus globos oculares parecían estar flotando en arena. Ni una gota de agua desde el ocaso y nada de comida desde hacía cien años. Tenía que hacerlo.

—Lo siento —dijo, y bajó la roca.

La serpiente no le había quitado los ojos de encima, pero su torpor de primera hora de la mañana impidió que esquivara el golpe. El chasquido fue un sonido que Brutha sabía su conciencia le obligaría a volver a escuchar una y otra vez.

—Bravo —dijo Om junto a él—. Ahora quítale la piel, y no desperdicies los jugos. Y guarda la piel.

—Yo no quería hacerlo —replicó Brutha.

—Míralo de esta manera —dijo Om—. Si hubieras entrado en la cueva sin mí para avisarte, ahora estarías yaciendo en el suelo con un pie del tamaño de un armario ropero. Házselo a los demás antes de que ellos te lo hagan a ti.

—Ni siquiera era una serpiente muy grande —repuso Brutha.

—Y después mientras te estás retorciendo en una agonía indescriptible, te imaginas todas las cosas que le habrías hecho a esa maldita serpiente si ella no hubiese dado primero —dijo Om—. Bueno, tu deseo ha sido concedido. No le des nada a Vorbis —añadió.

—Tiene mucha fiebre. No para de murmurar.

—¿De veras piensas que podrás llevarlo de vuelta a la Ciudadela y que te creerán? —preguntó Om.

—El hermano Nhumrod siempre decía que yo no sabía mentir —dijo Brutha. Golpeó una roca contra la pared para crear un tosco filo y empezó a desmembrar a la serpiente con mucho cuidado—. Y de todas maneras, es lo único que puedo hacer. Yo nunca podría dejarlo aquí.

—Sí que podrías —dijo Om.

—¿Para que muriera en el desierto?

—Sí. Es fácil. Mucho más fácil que no dejarlo para que muera en el desierto.

—No.

—Así es como hacen las cosas en Ética, ¿verdad? —preguntó Om sarcásticamente.

—No lo sé. Es como voy a hacerlas yo.

El Bote Anónimo se mecía en un pequeño estuario entre las rocas. Más allá de la playa había un acantilado no muy alto. Simonía bajó por él hasta llegar al sitio en el que los filósofos se habían resguardado del viento.

—Conozco esta área —dijo—. Estamos a pocos kilómetros de la aldea en la que vive un amigo. Ahora ya sólo tenemos que esperar a que anochezca.

—Omnia la conquistó hace quince años —dijo Didáctilos.

—Exacto. Mi tierra —coincidió Simonía—. Por aquel entonces yo sólo era un niño. Pero nunca lo olvidaré. Ni otros tampoco. Hay mucha gente que tiene alguna razón para odiar a la Iglesia.

—Vi que no te apartabas de Vorbis —dijo Urna—. Pensé que lo estabas protegiendo.

—Oh. Lo hacía. Lo hacía —dijo Simonía—. No quiero que nadie lo mate antes de que lo haga yo.

Didáctilos se envolvió en su toga y se estremeció.

El sol estaba atornillado a la cúpula color bronce del cielo. Brutha dormitaba en la cueva. En su rincón, Vorbis daba vueltas y manoteaba.

Om esperaba en la entrada de la cueva.

Esperaba expectantemente.

Esperaba con temor.

Y ellos vinieron.

Salieron de debajo de las piedras, y de las grietas entre las rocas. Brotaron de la arena y se destilaron a sí mismos a partir del cielo tembloroso. El aire se llenó con sus voces, tan tenues como los murmullos de los mosquitos.

Om se envaró.

El lenguaje en el que habló no se parecía en nada al lenguaje de los grandes dioses. Apenas si era un lenguaje.

Era una mera modulación de deseos y apetitos, sin sustantivos y con sólo unos cuantos verbos.

… Quiero…

Mío, replicó Om.

Había miles de ellos. Om era más fuerte, sí, tenía un creyente, pero ellos llenaban el cielo como langostas. El anhelo cayó sobre él con el peso del plomo caliente. La única ventaja, la única, era que los dioses menores no poseían el concepto del trabajo en común. Eso era un lujo que llegaba con la evolución.

… Quiero…

¡Mío!

El parloteo se convirtió en un gemido estridente.

Pero puedes quedarte con el otro, dijo Om.

… Duro, opaco, atrancado, limitado…

Lo sé, dijo Om. Pero este, ¡mío!

El grito psíquico resonó por el desierto. Los dioses menores huyeron.

Excepto uno.

Om ya se había dado cuenta de que en vez de revolotear con el enjambre de los demás, aquel dios menor se había limitado a permanecer suspendido encima de un trozo de hueso blanqueado por el sol. No había dicho nada.

Volvió su atención hacia ello. Tú. ¡Mío! Lo sé, dijo el dios menor. Conocía el habla, la auténtica habla divina, aunque la empleaba como si cada palabra hubiera tenido que ser trabajosamente izada dentro de un cubo desde el fondo del pozo de la memoria.

¿Quién eres?, preguntó Om. El dios menor se removió.

Hubo un tiempo en que había una ciudad, dijo el dios menor. No sólo una ciudad. Un imperio de ciudades. Yo, yo, yo recuerdo que había canales, y jardines. Había un lago. Tenían jardines flotantes en el lago, recuerdo. Yo, yo. Y había templos. Templos como tú sólo has visto en sueños. Grandes templos en lo alto de pirámides que llegaban al cielo. Miles fueron sacrificados. A la mayor gloria.

Om sintió náuseas. Aquello era algo más que un mero dios. Aquello era un dios menor que no siempre había sido pequeño…

¿Quién eras?

Y había templos. A mí, a mí, a mí. Templos como tú sólo has visto en sueños. Grandes templos en lo alto de pirámides que llegaban al cielo. La gloría de. Miles fueron sacrificados. A mí. A la mayor gloría.

Y había templos. A mí. A mí. A mí. A la mayor gloría. Tal gloria templos como tú puedas soñar. Grandes templos en pirámides sueños que llegaban al cielo. A mí, a mí. Sacrificados. Sueños. Miles fueron sacrificados. A mí a la mayor cielo gloria. ¿Eras su Dios?, logró preguntar Om. Miles fueron sacrificados. A la mayor gloria.

¿Puedes oírme?

Miles sacrificados a la mayor gloria. Yo, yo, yo. ¿Cuál era tu nombre?, gritó Om. ¿Nombre? Un viento caliente sopló sobre el desierto, cambiando de sitio unos cuantos granos de arena. El eco de un dios perdido fue barrido por el vendaval y se alejó, rodando locamente sobre sí mismo hasta perderse entre las arenas.

¿Quién eras?

No hubo respuesta.

Eso es lo que ocurre, pensó Om. Ser un dios menor era horrible, y el único consuelo era que apenas si te enterabas de lo horrible que era porque en realidad prácticamente no te enterabas de nada, pero en todo momento había algo que tal vez pudiera ser el germen de la esperanza, el conocimiento y la creencia de que algún día llegarías a ser más de lo que eras ahora.

Pero cuánto peor haber sido un dios, y ahora no ser más que un vago amasijo de recuerdos impulsado de un lado a otro sobre la arena en que se habían convertido las piedras desmoronadas de tus templos…

Om se volvió y, andando sobre sus cortas y rechonchas patas, volvió con paso decidido a la cueva hasta que llegó a la cabeza de Brutha, la cual embistió.

—¿Pash?

—Sólo comprobaba si aún estabas vivo.

—Fgfl.

—Pues sí, estás vivo.

Om volvió a su posición de vigilancia en la entrada de la cueva.

Se decía que había oasis en el desierto, pero nunca estaban en el mismo sitio dos veces. El desierto no podía ser cartografiado. Se comía a los que intentaban hacer mapas.

Igual que hacían los leones. Om se acordaba de ellos. Unas criaturas muy flacas, no como los leones de la sabana de Maravillolandia. Más lobo que león, más hiena que cualquiera de esas dos cosas. No valientes, pero con una especie de feroz y desgarbada cobardía que era mucho más peligrosa…

Leones.

Oh, cielos…

Tenía que encontrar leones.

Los leones bebían.

Brutha despertó cuando la luz de la tarde se arrastraba a través del desierto. Su boca sabía a serpiente.

Om le estaba empujando el pie con la cabeza.

—Venga, venga, que te estás perdiendo lo mejor del día.

—¿Hay algo de agua? —murmuró Brutha con voz pastosa.

—La habrá. A sólo ocho kilómetros de aquí. Hemos tenido una suerte realmente asombrosa.

Brutha se levantó. Cada músculo le dolía.

—¿Cómo lo sabes?

—Puedo sentirla. Soy un dios, ya sabes.

—Dijiste que sólo podías sentir las mentes. Om maldijo. Brutha no olvidaba las cosas.

—Es más complicado que eso —mintió Om—. Confía en mí. En marcha, ahora que todavía queda un poco de luz. Y no te olvides del señor Vorbis.

Vorbis se había hecho un ovillo. Miró a Brutha con ojos desenfocados y en cuanto este le ayudó, se puso en pie como un hombre que todavía está dormido.

—Me parece que quizá haya sido envenenado —dijo Brutha—. Hay criaturas marinas con aguijones. Y corales venenosos. No para de mover los labios, pero no consigo entender qué trata de decir.

—Tráetelo —dijo Om—. Tráetelo. Oh, sí.

—Anoche querías que lo abandonara —dijo Brutha.

—¿De veras? —dijo Om, irradiando inocencia con toda su concha—. Bueno, a lo mejor he estado en Ética.

He cambiado de parecer. Ahora veo que está con nosotros para un propósito. Nuestro viejo y querido Vorbis.

Cógelo.

Simonía y los dos filósofos estaban en lo alto del risco y, mirando más allá de las resecas tierras de labor de Omnia, contemplaban la roca distante de la Ciudadela. Al menos dos de ellos así lo hacían.

—Dame una palanca y un punto en el cual apoyarla, y cascaría ese lugar como si fuera un huevo —dijo Simonía mientras guiaba a Didáctilos a lo largo del estrecho sendero por el que estaban bajando.

—Parece grande —dijo Urna.

—¿Ves ese resplandor? Son las puertas.

—Parecen enormes.

—Estaba pensando en la embarcación —dijo Simonía—. La forma en que se movía, y… Algo así podría tirar abajo las puertas, ¿verdad?

—Tendrías que inundar el valle —dijo Urna.

—Si fuera sobre ruedas, quería decir.

—Ja, sí —dijo Urna sarcásticamente. Había sido un día muy largo—. Sí, en el caso de que yo pudiera disponer de una fragua y de media docena de herreros y de un montón de ayuda. ¿Ruedas? No hay problema. Pero…

—Habrá que ver qué se puede hacer —repuso Simonía.

El sol rozaba el horizonte cuando Brutha, su brazo alrededor de los hombros de Vorbis, llegó a la siguiente isla de rocas. Aquella era más grande que la de la serpiente. El viento había esculpido la piedra dándole formas delgadas e improbables que parecían dedos. Hasta había plantas creciendo en las rendijas de la roca.

—Aquí hay agua en algún sitio —dijo Brutha.

—Siempre hay agua, hasta en los peores desiertos —dijo Om—. Uno, oh, puede que dos litros de lluvia al año.

—Huelo algo —dijo Brutha, mientras sus pies dejaban de pisar arena y pasaban a hacer crujir la gravilla de caliza alrededor de los peñascos—. Algo que huele bastante mal.

—Levántame por encima de tu cabeza. Om examinó las rocas.

—Muy bien. Ahora vuelve a bajarme. Y ve hacia esa roca que parece… que parece tener un aspecto muy inesperado, realmente.

Brutha la miró.

—Pues sí que lo tiene —graznó pasados unos momentos—. Asombra pensar que ha sido esculpida por el viento.

—El dios del viento tiene mucho sentido del humor —dijo Om—. Aunque su humor es bastante básico.

Grandes lascas habían ido cayendo junto a la base de la roca con el paso de los años, formando una especie de rimero con, aquí y allá, orificios llenos de sombras.

—Ese olor… —comenzó Brutha.

—Probablemente animales que vienen a beber el agua —dijo Om.

El pie de Brutha chocó con algo blanco amarillento que salió despedido hacia las rocas, entre las que rebotó haciendo un ruido parecido al que produciría un saco de cocos. Los ecos se oyeron con toda claridad en el silencio asfixiante y vacío del desierto.

—¿Qué era eso?

—Decididamente no era un cráneo —mintió Om—. No te preocupes…

—¡Hay huesos por todas partes!

—¿Y? ¿Qué esperabas? ¡Esto es un desierto! ¡Aquí la gente muere! ¡Morirse es una ocupación muy popular en estos parajes!

Brutha cogió un hueso. Él era, como el mismo Brutha sabía muy bien, estúpido. Pero nadie roía sus propios huesos después de haber muerto.

—Om…

—¡Aquí hay agua! —gritó Om—. ¡La necesitamos! Pero… ¡Probablemente también habrá uno o dos inconvenientes!

—¿Qué clase de inconvenientes?

—¡De la clase peligros naturales!

—¿Como…?

—Bueno, ¿sabes qué son los leones? —dijo Om desesperadamente.

—¿Aquí hay leones?

—Bien… ligeramente.

¿Ligeramente leones?

—Sólo un león.

—Sólo un…

… generalmente es una criatura solitaria. Los más temibles son los machos viejos, a los que sus rivales más jóvenes obligan a buscar refugio en las regiones más inhóspitas. Son astutos y tienen muy mal carácter, y en su nueva y precaria vida le han perdido el miedo al hombre…

El recuerdo se fue soltando gradualmente de las cuerdas vocales de Brutha y se desvaneció.

—¿De esa clase? —concluyó Brutha.

—Una vez que haya comido ni se dará cuenta de que estamos ahí —dijo Om.

—¿Sí?

—Después se duermen.

—¿Después de haber comido? —Brutha miró a Vorbis, medio desplomado junto a una roca.

—¿Después de haber comido? —repitió.

—Le estaríamos haciendo un favor —dijo Om.

—¡Al león, sí! ¿Quieres usar a Vorbis como cebo?

—No va a sobrevivir al desierto. Y de todas maneras, él les ha hecho cosas mucho peores a miles de personas. Moriría por una buena causa.

—¿Una buena causa?

—A mí me gusta.

Hubo un gruñido, procedente de algún lugar entre las piedras. Sin que fuese muy fuerte, estaba claro que aquel sonido tenía tendones. Brutha retrocedió.

—¡Nosotros no arrojamos gente a los leones como si tal cosa!

—El lo hace.

—Sí. Yo no.

—De acuerdo. Subiremos a lo alto de una de esas piedras y cuando el león empiece con él, tú puedes partirle la cabeza con una roca. Probablemente sólo perderá un brazo o una pierna. Nunca los echará de menos.

—¡No! ¡No puedes hacerle eso a una persona sólo porque está indefensa!

—¿Sabes que no se me ocurre ningún momento mejor?

Hubo otro gruñido procedente del montón de rocas.

Sonó más próximo.

La mirada de Brutha recorrió desesperadamente los huesos dispersos. Entre ellos, medio escondida por los restos, había una espada. Era vieja, no estaba muy bien hecha y había sido mellada por la arena. Brutha la cogió cautelosamente, tomándola de la hoja.

—Por el otro extremo —dijo Om.

—¡Ya lo sé!

—¿Sabes usar una de esas cosas?

—¡No lo sé!

—Espero que seas uno de esos chicos que aprenden deprisa.

El león salió de su cubil lentamente.

Los leones del desierto, ya se ha dicho, no son como los leones de la sabana. Lo habían sido, cuando el gran desierto era una verde tierra boscosa.[7] Entonces había tiempo para pasar la mayor parte del día tumbado, posando majestuosamente entre uno y otro banquete de carne de cabra.[8] Pero los bosques se habían convertido en praderas y después las praderas se habían convertido en, bueno, imitaciones de praderas, y las cabras y las personas y, finalmente, incluso las ciudades, se fueron de allí.

Los leones se quedaron. Si estás lo bastante hambriento, siempre hay algo que comer. La gente seguía teniendo que cruzar el desierto. Había lagartos. Había serpientes. Como nicho ecológico no era gran cosa, pero los leones se aferraban a él con la rigidez insensata de un cadáver, que era en lo que se convertían prácticamente todas las personas que se encontraban con un león del desierto.

Alguien ya se había encontrado con aquel.

Su melena estaba enredada. Viejas cicatrices surcaban su pelaje. Se arrastró hacia Brutha, tirando penosamente de sus patas traseras inservibles.

—Está herido —dijo Brutha.

—Oh, estupendo. Y hay montones de carne en uno de estos bichos —dijo Om—. Un poco correosa, pero…

El león se desplomó, con la parrilla para tostadas que tenía por pecho subiendo y bajando convulsivamente.

Una lanza sobresalía de su flanco. Las moscas, que siempre son capaces de encontrar algo para comer en cualquier desierto, remontaron el vuelo en un enjambre.

Brutha bajó la espada. Om metió la cabeza en su concha.

—Oh, no —murmuró—. Veinte millones de personas en este mundo, y el único que cree en mí es un suicida…

—No podemos dejarlo tirado ahí —dijo Brutha.

—Podemos. Podemos. Es un león. A los leones se los deja en paz, ¿entiendes?

Brutha se arrodilló. El león abrió un ojo amarillo medio cubierto de costras. Estaba tan débil que ni siquiera podía morder a Brutha.

—Vas a morir, vas a morir. Y en este desierto no encontraré a nadie que crea en mí…

Los conocimientos de anatomía animal de Brutha eran rudimentarios. Aunque algunos de los exquisidores tenían un conocimiento realmente envidiable de los interiores del cuerpo humano que les está negado a aquellos a los que no se les permite abrirlo mientras todavía funciona, la medicina como tal no estaba muy bien vista en Omnia. Pero en algún lugar, en cada aldea, había alguien que oficialmente no ponía en su sitio los huesos rotos y que no sabía unas cuantas cosas sobre ciertas plantas, y que se mantenía fuera del alcance de la Quisición gracias a la frágil gratitud de sus pacientes. Y de esa manera cada campesino acababa adquiriendo una partícula de conocimiento. Un dolor de muelas agudo puede atravesar casi cualquier fe.

Brutha agarró el astil de la lanza. El león gruñó cuando Brutha la movió un poco.

—¿No puedes hablarle? —preguntó Brutha.

—Es un animal.

—Tú también. Podrías tratar de calmarlo. Porque si se pone nervioso…

Om se concentró.

De hecho la mente del león sólo contenía dolor, toda una nebulosa de dolor en expansión que se imponía incluso al hambre de fondo normal. Om trató de rodear el dolor y hacer que se disipara en un lento fluir… e intentó no pensar en lo que ocurriría si se iba. A juzgar por su aspecto, el león llevaba días sin comer.

El león gruñó cuando Brutha retiró la punta de la lanza.

—Omniana —dijo Brutha—. No llevaba mucho tiempo en su flanco. Debe de haberse encontrado con los soldados cuando iban a Efebia. Tienen que haber pasado cerca de aquí. —Arrancó otra tira de su túnica y trató de limpiar la herida.

—¡Queremos comérnoslo, no curarlo! —gritó Om—. ¿En qué estás pensando? ¿Crees que se mostrará agradecido?

—Quería que lo ayudaran.

—Y pronto querrá que le den de comer, ¿o es que no has pensado en eso?

—Me miraba de una manera patética.

—Probablemente nunca había visto una semana de comidas paseándose de un lado a otro encima de un par de piernas.

Lo de la semana de comidas no era verdad, reflexionó Om. Allí en el desierto, Brutha estaba perdiendo peso con la rapidez de un cubito de hielo. ¡Eso lo mantenía vivo! Aquel muchacho era un camello de dos patas.

Brutha fue hacia el montón de rocas, haciendo crujir los guijarros y los huesos que se removían bajo sus pies.

Los peñascos formaban un laberinto de cuevas y túneles medio abiertos. A juzgar por el olor, el león llevaba mucho tiempo viviendo allí, y había vomitado con bastante frecuencia.

Brutha contempló la cueva más próxima durante un rato.

—¿Qué hay de tan fascinante en el cubil de un león? —preguntó Om.

—La manera en que tiene escalones que bajan por él, creo —dijo Brutha.

Didáctilos podía sentir la presencia de la multitud. Llenaba el granero.

—¿Cuántos hay? —preguntó.

—¡Cientos! —dijo Urna—. ¡Hasta se han sentado en las vigas! Y… ¿maestro?

—¿Sí?

—¡Incluso hay uno o dos sacerdotes! ¡Y docenas de soldados!

—No te preocupes —dijo Simonía, reuniéndose con ellos encima de la plataforma improvisada con toneles de higos—. Son creyentes en la Tortuga, igual que tú. ¡Tenemos amigos en lugares inesperados!

—Pero yo no… —comenzó a decir Didáctilos débilmente.

—Aquí no hay nadie que no odie a la Iglesia con toda su alma —dijo Simonía.

—Pero eso no es…

—¡Sólo esperan a que alguien los guíe!

—Pero yo nunca…

—Sé que podemos contar contigo. Eres un hombre de razón. Urna, ven aquí. Hay un herrero al que quiero que conozcas…

Didáctilos volvió la cara hacia la multitud. Podía sentir el cálido silencio de sus miradas.

Cada gota tardaba minutos.

Era hipnótico. Brutha se encontró mirando fijamente cada gota en proceso de desarrollo. Era casi imposible verla crecer, pero llevaban miles de años creciendo y goteando.

—¿Cómo es posible? —preguntó Om.

—El agua se infiltra en el suelo después de las lluvias —dijo Brutha—. Se acumula en las rocas. ¿Es que los dioses no saben esas cosas?

—No necesitamos saberlas. —Om miró alrededor—. Vámonos. Odio este sitio.

—Sólo es un viejo templo. Aquí no hay nada.

—A eso me refería.

Estaba medio lleno de arena y escombros. La luz entraba a través de los agujeros del techo para caer sobre la pendiente por la que habían bajado. Brutha se preguntó cuántas de las rocas esculpidas por el viento en el desierto habían sido edificios en un lejano pasado. Aquel debía de haber sido enorme, quizá una gran torre. Y entonces había llegado el desierto.

Allí no había voces susurrantes. Hasta los dioses menores se mantenían alejados de los templos abandonados, por la misma razón por la que los humanos se mantienen alejados de los cementerios. El único ruido era el plink ocasional del agua.

Goteaba en un pequeño estanque delante de lo que parecía un altar, y desde allí había abierto un surco a lo largo de las losas del suelo que terminaba en un pozo redondo, el cual no parecía tener fondo. Había unas cuantas estatuas, todas ellas caídas: habían sido de proporciones bastante toscas y carentes de cualquier clase de detalle, cada una de ellas un modelo de barro hecho por un niño que después hubiera sido cincelado en granito. Los muros habían estado cubiertos de alguna clase de bajorrelieves, pero estos se habían desprendido salvo en unos cuantos sitios, donde mostraban extraños dibujos consistentes principalmente en tentáculos.

—¿Quiénes vivían aquí? —preguntó Brutha.

—No lo sé.

—¿A qué dios adoraban?

—No lo sé.

—Las estatuas están hechas de granito, pero no hay granito por aquí cerca.

—Entonces es que eran muy devotos. Lo trajeron de muy lejos.

—Y el bloque del altar está lleno de surcos.

—Ah. Eso quiere decir que eran extremadamente devotos. Serían para que se escurriera la sangre.

—¿De veras crees que hacían sacrificios humanos?

—¡No lo sé! ¡Quiero salir de aquí!

—¿Por qué? Hay agua y se está fresco…

—Porque… aquí vivía un dios. Un dios poderoso. Miles de humanos lo adoraban. Puedo sentirlo. ¿Sabes? Irradia de las paredes. Un Gran Dios. Poderosos eran sus dominios y magnífica era su palabra. Los ejércitos marchaban en su nombre y conquistaban y mataban. En fin, esa clase de cosas. Y ahora nadie, ni tú, ni yo, nadie, sabe siquiera quién era el dios o cómo se llamaba o qué aspecto tenía. Los leones beben en los lugares sagrados y esas cositas viscosas con ocho patas, hay una junto a tu pie, cómo se llaman, las que tienen antenas, se arrastran debajo del altar. ¿Lo entiendes ahora?

—No —dijo Brutha.

—¿No temes a la muerte? ¡Eres un humano! —Brutha pensó en ello. A unos metros de allí, Vorbis contemplaba el retazo de cielo.

—Está despierto. Sólo que no habla.

—¿Y qué más da que hable o esté callado? No te he preguntado por él.

—Bueno… a veces… cuando me toca catacumbas… Es la clase de sitio en que no puedes evitar… Quiero decir que con los cráneos y todas esas cosas… y el Libro dice…

—Cállate —dijo Om, con una nota de amargo triunfo en su voz—. No lo sabes. Eso es lo que impide que todos enloquezcan, la incertidumbre, ese vago presentimiento de que al final las cosas podrían salir bien después de todo. Pero para los dioses es distinto. Nosotros sabemos. ¿Conoces esa historia sobre el gorrión que entra volando en una habitación?

—No.

—Todo el mundo la conoce.

—Yo no.

—¿Eso de que la vida es como un gorrión que entra volando en una habitación? ¿Y que fuera sólo hay oscuridad? ¿Y el gorrión vuela a través de la habitación y sólo hay un instante de luz y calor?

—¿Hay alguna ventana abierta? —preguntó Brutha.

—¿No puedes imaginar qué se siente siendo ese gorrión, y sabiendo de la oscuridad? ¿Sabiendo que después no habrá nada que recordar, nunca, excepto ese único momento de luz?

—No.

—No, claro que no puedes. Pero eso es lo que se siente siendo un dios. Y este sitio… es un depósito de cadáveres.

Brutha recorrió con la mirada el viejo templo lleno de sombras.

—Sí, claro. ¿Y tú sabes lo que se siente siendo humano? —La cabeza de Om desapareció dentro de su concha por un instante, lo más cerca del encogimiento de hombros que podía llegar.

—¿En comparación con un dios? —dijo tras volver a sacar la cabeza—. Es fácil. Nace. Obedece unas cuantas reglas. Haz lo que te dicen que hagas. Muere. Olvida.

Brutha lo miró fijamente.

—¿Pasa algo? —Brutha meneó la cabeza. Después se levantó y fue hacia Vorbis.

El diácono había bebido agua de las manos ahuecadas de Brutha. Pero ahora había en él una extraña cualidad de desconexión. Vorbis andaba, bebía, respiraba. O algo lo hacía. Su cuerpo lo hacía. Los oscuros ojos se abrieron, pero no parecían estar contemplando nada que Brutha pudiera ver. No había ninguna sensación de que alguien estuviera mirando a través de ellos. Brutha estaba seguro de que si se iba, Vorbis seguiría sentado encima de las losas resquebrajadas hasta terminar desplomándose sin hacer ningún ruido. El cuerpo de Vorbis estaba presente, pero el paradero de su mente probablemente no fuese localizable en ningún atlas normal.

Era sólo que, aquí y ahora y muy de pronto, Brutha se sentía tan solo que incluso Vorbis era una buena compañía.

—¿Por qué pierdes el tiempo con él? ¡Ha hecho matar a miles de personas!

—Sí, pero quizá pensaba que tú querías que murieran.

—Yo nunca dije que quisiera eso.

—Te daba igual —dijo Brutha.

—Pero yo…

—¡Calla!

Om se quedó boquiabierto de puro asombro.

—Podrías haber ayudado a la gente —dijo Brutha—. Pero lo único que hiciste fue fanfarronear y rugir y tratar de asustarlos. Como… como un hombre que golpea a un burro con un palo. Pero personas como Vorbis hicieron que el palo llegara a ser tan eficiente que al final el burro ya sólo cree en el palo.

—Esa parábola necesita que la trabajes un poquito más —dijo Om agriamente.

—¡Estoy hablando de la vida real!

—Yo no tengo la culpa de que la gente no emplee como es debido…

—¡Sí que la tienes! ¡Si les llenas la mente de porquería sólo porque quieres que crean en ti, entonces tendrás la culpa de todo lo que hagan!

Brutha fulminó con la mirada a la tortuga y después, hecho una furia, fue al montón de escombros que dominaba un extremo del templo en ruinas. Empezó a hurgar en él.

—¿Qué estás buscando?

—Tendremos que llevar agua —dijo Brutha.

—No habrá ningún agua que llevar —dijo Om—. La gente se fue. La tierra se acabó, y la gente se acabó con ella. Se lo llevaron todo consigo. ¿Por qué molestarse en buscar?

Brutha no le prestó atención. Había algo debajo de las rocas y la arena.

—¿Por qué preocuparse por Vorbis? —gimoteó Om—. De todas maneras, dentro de cien años estará muerto.

Todos estaremos muertos.

Brutha tiró del trozo de cerámica curva, que cedió a su tirón, y resultó las dos terceras partes de un gran cuenco partido. Había sido casi tan ancho como los brazos extendidos de Brutha, pero estaba demasiado destrozado para que alguien se lo llevara como botín.

No servía para nada. Pero hubo un tiempo en el que había sido útil para algo. Había figuras talladas en relieve alrededor de su borde. Brutha las miró porque quería distraerse con algo mientras la voz de Om seguía hablando dentro de su cabeza.

Las figuras parecían más o menos humanas. Y estaban practicando su religión. Podías deducirlo por los cuchillos (si lo haces por un dios, entonces no es asesinato). En el centro del cuenco había una figura más grande, obviamente importante, alguna clase de dios por el que estaban haciendo lo que hacían…

—¿Qué? —dijo Brutha.

—He dicho que dentro de cien años todos estaremos muertos.

Brutha contempló las figuras que adornaban el cuenco. Nadie sabía quién había sido su dios, y ahora ya no existían. Los leones dormían en los lugares sagrados y…

Chilopoda aridius, el ciempiés común del desierto, le informó su biblioteca residente en la memoria…

… correteaba por debajo del altar.

—Sí —dijo Brutha—. Estaremos muertos. —Levantó el cuenco por encima de su cabeza y se volvió.

Om se metió en la concha.

—Pero aquí… —Brutha rechinó los dientes mientras se tambaleaba bajo el peso—. Y ahora…

Tiró el cuenco. Chocó con el altar, y fragmentos de antigua cerámica subieron por los aires y volvieron a caer ruidosamente. Los ecos retumbaron por todo el templo.

—¡… estamos vivos!

Cogió a Om, que había desaparecido dentro de su concha.

—Y volveremos a casa. Todos nosotros —dijo—. Lo sé.

—Está escrito, ¿verdad? —preguntó Om, su voz ahogada por la concha.

—Está dicho. Y si no estás de acuerdo… Bueno, supongo que una concha de tortuga será un buen recipiente para el agua.

—Tú nunca harías eso.

—¿Quién sabe? Podría hacerlo. Dijiste que dentro de cien años todos estaremos muertos.

—¡Sí! ¡Sí! —exclamó Om con desesperación—. Pero aquí y ahora…

—Exacto.