Y ahora consideremos el caso de la tortuga y el águila.
La tortuga es una criatura terrestre. No se puede vivir más cerca del suelo (sin estar debajo de él). Su horizonte no va más allá de unos centímetros. La velocidad que puede alcanzar es la que necesitas para perseguir y abatir a una lechuga. La tortuga ha sobrevivido mientras el resto de la evolución pasaba junto a ella y la dejaba atrás ya que, básicamente, era demasiado complicada de comer y no representaba una amenaza para nadie.
Y después tenemos al águila. Una criatura del aire y las alturas, cuyo horizonte se extiende hasta el límite del mundo. Ojos lo bastante agudos para detectar los movimientos de un animalito de voz chillona a medio kilómetro de distancia. Toda poder, toda control. La muerte súbita que llega volando. Uñas lo bastante afiladas para desayunarse cualquier cosa que sea más pequeña que ella y obtener, como mínimo, un desayuno rápido de cualquier cosa que sea mayor.
Y el águila pasará horas posada en un risco escrutando los reinos del mundo hasta detectar algún movimiento lejano, y en ese momento de pronto se concentrará, concentrará, concentrará en el pequeño caparazón que se mece entre los arbustos allá abajo en el desierto. Y entonces el águila se lanzará desde lo alto del risco…
Y un minuto después la tortuga descubre que el mundo se está alejando de ella. Y ve el mundo por primera vez, ya no a unos centímetros del suelo sino a doscientos metros, qué gran amiga tengo en el águila.
Y entonces el águila la suelta.
Y casi siempre la tortuga se precipita hacia su muerte. Todo el mundo sabe por qué la tortuga hace esto. La gravedad es una costumbre a la que cuesta mucho renunciar. Nadie sabe por qué el águila hace esto. No cabe duda de que hay un buen almuerzo en una tortuga pero, teniendo en cuenta el esfuerzo que requiere, la verdad es que hay un almuerzo mucho mejor en prácticamente cualquier otra cosa. Lo que ocurre es, simplemente, que las águilas disfrutan atormentando a las tortugas.
Pero el águila, por supuesto, no es consciente de que está tomando parte en una forma muy tosca de selección natural.
Algún día una tortuga aprenderá a volar.
La historia tiene lugar en tierras desérticas de tonos marrones y anaranjados. Cuándo comienza y cuándo termina ya es más problemático, pero al menos uno de sus comienzos tuvo lugar a miles de kilómetros de distancia, en las montañas que hay alrededor del Cubo.[1] Una de las preguntas filosóficas recurrentes es:
«¿Hace ruido un árbol que cae en el bosque cuando no hay nadie para oírlo?» Lo cual dice algo acerca de la naturaleza de los filósofos, porque en un bosque siempre hay alguien. Puede que sólo sea un tejón que se pregunta qué habrá sido ese crujido, o una ardilla que no acaba de entender por qué de pronto todo el paisaje se está desplazando velozmente hacia arriba, pero es alguien. Como mínimo, y si el árbol ha caído hacia el interior del bosque, millones de dioses menores lo habrán oído.
Las cosas simplemente ocurren, una detrás de otra. Les da igual quién se entere. Pero la Historia… Ah, la Historia es otra cosa. La Historia tiene que ser observada. De otra manera no sería Historia. En el fondo no es más que… bueno, cosas que ocurren una detrás de otra.
Y, por supuesto, tiene que ser controlada. De lo contrario podría acabar convirtiéndose en cualquier cosa.
Porque la Historia, en contra de lo que afirman las teorías populares, es reyes y fechas y batallas. Y esas cosas tienen que ocurrir en el momento apropiado. Esto es difícil. En un universo caótico hay demasiadas cosas que pueden salir mal. Es ridículamente fácil que el caballo de un general pierda una herradura en el peor momento, que alguien no entienda bien una orden, o que el portador del mensaje vital sea asaltado por unos hombres con palos y problemas financieros. Y después están las historias descabelladas, esos brotes parasitarios que crecen sobre el árbol de la Historia e intentan inclinarlo en algún sentido.
Así que la Historia tiene sus cuidadores.
Viven… bueno, a efectos prácticos viven allá donde son enviados, pero su hogar espiritual se encuentra en un valle escondido en las altísimas Montañas del Carnero de Mundo Disco, que es donde se guardan los libros de Historia.
No estamos hablando de libros donde los acontecimientos del pasado son clavados como otras tantas mariposas en un corcho, sino de los libros de los que se deriva la Historia. Hay más de veinte mil de ellos; cada uno mide tres metros de alto y está encuadernado en plomo, y las letras son tan pequeñas que tienen que ser leídas con lupa.
Cuando la gente dice «Está escrito…», está escrito aquí.
En realidad no hay tantas metáforas circulando por ahí como cree la gente.
Cada mes el abad y dos monjes van a la caverna en la que están depositados los libros. Antes eso era responsabilidad exclusiva del abad, pero se incluyó a otros dos monjes de confianza después del desafortunado caso del abad número 59, quien consiguió ganar un millón de dólares a base de pequeñas apuestas antes de que los otros monjes empezaran a sospechar.
Además, es peligroso entrar allí solo. La mera concentratividad de la Historia, rezumando silenciosamente para llover sobre el mundo, puede llegar a ser abrumadora. El tiempo es una droga. En cantidades excesivas, mata.
El abad número 493 entrelazó sus manos arrugadas y se dirigió a Lu-Tze, uno de sus monjes más veteranos. El aire puro y la vida tranquila del valle secreto hacían que todos los monjes fueran veteranos; además, cuando trabajas con el Tiempo cada día, siempre se te acaba pegando un poco.
—El lugar es Omnia —dijo el abad—, en la costa klatchiana.
—Me acuerdo —dijo Lu-Tze—. ¿No había allí un joven llamado Ossory?
—Las cosas deben ser… observadas cuidadosamente —dijo el abad—. Hay presiones. Libre albedrío, predestinación… el poder de los símbolos… el momento crucial… Bueno, ya sabes.
—No he estado en Omnia desde… oh, hará unos setecientos años —dijo Lu-Tze—. Un lugar muy seco. Y diría que no hay ni una tonelada de suelo bueno en todo el país.
—Bueno, tendrás que ir —dijo el abad.
—Me llevaré mis montañas —dijo Lu-Tze—. El clima les sentará bien.
Y también se llevó su escoba y su esterilla para dormir. Los monjes de la Historia no son muy aficionados a las posesiones. Han descubierto que la mayoría de las cosas acaban gastándose en un par de siglos.
Lu-Tze tardó cuatro años en llegar a Omnia. Por el camino tuvo que presenciar un par de batallas y un asesinato, ya que de otra manera no habrían sido más que acontecimientos casuales.
Era el Año de la Serpiente Nocional, o doscientos años después de la Declaración del Profeta Abismo.
Lo cual quería decir que la llegada del Octavo Profeta era inminente.
Eso era lo bueno de la Iglesia del Gran Dios Om. Tenía unos profetas muy puntuales. Podías poner en año tu calendario por ellos, siempre que dispusieras de uno lo bastante grande.
Y, como suele ocurrir en esos momentos en que se está esperando a un profeta, la Iglesia redoblaba sus habituales esfuerzos por ser santa. Era algo muy parecido al súbito ajetreo que tiene lugar dentro de cualquier gran organización cuando se espera la llegada de los auditores, pero aquí tendía a consistir en que se sospechara que ciertas personas se habían vuelto menos santas y se las ejecutara de cien ingeniosas maneras. Esto se considera un barómetro muy fiable del estado de la devoción individual en la mayoría de las religiones realmente populares. Entonces surge cierta tendencia a afirmar que las cosas están yendo cuesta abajo con una rapidez que no desentonaría en un campeonato nacional de tobogán, que la herejía debe ser extirpada de raíz, e incluso de brazo y pierna y ojo y lengua, y que ha llegado el momento de hacer borrón y cuenta nueva. Generalmente se considera que la sangre es el líquido que produce los mejores borrones.
Y ocurrió que en aquel entonces el Gran Dios Om habló a Brutha, el Elegido:
—¡Psst! —Brutha, que estaba en el huerto del Templo, se quedó inmóvil con la azada suspendida en el aire y miró alrededor.
—¿Es a mí? —preguntó.
La primavera menor acababa de empezar y hacía un día magnífico. Las ruedas de oraciones giraban alegremente, impulsadas por la brisa que bajaba de las montañas. Las abejas ganduleaban alrededor de los arbustos de las judías, aunque procuraban zumbar como locas para dar la impresión de que estaban trabajando duro. Un águila solitaria describía círculos en las alturas.
Brutha se encogió de hombros y volvió a concentrarse en los melones.
Y así fue como el Gran Dios Om volvió a hablar a Brutha, el Elegido:
—¡Psst! —Brutha titubeó. No cabía duda de que algo le había hablado desde el aire. Quizá fuera un demonio. El hermano Nhumrod, el maestro de los novicios, tenía mucho que decir sobre el tema de los demonios. ¿Pensamientos impuros y demonios? Todo el mundo sabía que una cosa llevaba a la otra. Brutha era incómodamente consciente de que probablemente ya iba siendo hora de que le tocara algún demonio.
En esos casos había que mostrar firmeza de ánimo y repetir los Nueve Aforismos Fundamentales.
Y una vez más el Gran Dios Om habló a Brutha, el Elegido:
—¿Estás sordo, muchacho? —La azada chocó contra el suelo recalentado. Brutha se volvió. Estaban las abejas, el águila y, al fondo del huerto, el viejo hermano Lu-Tze removiendo distraídamente el montón de estiércol con una horquilla. Las ruedas de oraciones giraban tranquilizadoramente a lo largo de los muros.
Brutha hizo el signo con que el profeta Ishkible había ahuyentado a los espíritus.
—Atrás, demonio —murmuró.
—Ya estoy detrás de ti.
Brutha se volvió una vez más, moviéndose muy despacio. El huerto seguía vacío.
Huyó.
Muchas historias comienzan mucho antes del principio, y la de Brutha tuvo sus orígenes miles de años antes de su nacimiento.
En el mundo hay billones de dioses. Hay más dioses que mosquitos en un pantano. La inmensa mayoría de ellos son demasiado pequeños para verlos y nunca llegan a ser adorados, al menos por nada más grande que las bacterias, las cuales nunca dicen sus oraciones y no son lo que se dice demasiado exigentes en cuestión de milagros. Son los dioses menores, los espíritus de los lugares donde se cruzan los caminos de dos hormigas, los dioses de los microclimas que hay entre las raíces de las hierbas. Y la mayor parte de ellos se quedan así.
Porque les falta fe.
Un puñado de ellos, no obstante, terminan subiendo de categoría. El cambio puede ser provocado por cualquier cosa. Un pastor busca a una oveja perdida, la encuentra entre los zarzales y dedica un par de minutos a levantar un montoncito de piedras en señal de agradecimiento general a cualquier espíritu que pueda haber por ahí. O un árbol de forma peculiar llega a ser asociado con una cura para la enfermedad. O alguien talla una espiral encima de una piedra solitaria. Porque lo que necesitan los dioses es que crean en ellos, y lo que quieren los humanos es dioses.
La cosa suele detenerse ahí. Pero a veces va más lejos. Más rocas son añadidas, más piedras son levantadas, un templo es edificado allí donde antes se alzaba el árbol. El dios se vuelve más fuerte y la fe de sus adoradores lo impulsa hacia arriba como mil toneladas de combustible para cohetes. Para unos cuantos, el cielo es el límite.
Y a veces ni siquiera eso.
El hermano Nhumrod estaba luchando con los pensamientos impuros en la intimidad de su severa celda cuando oyó la ferviente voz que procedía del dormitorio de los novicios.
El joven Brutha estaba prosternado delante de una estatua de Om en Su manifestación como rayo, temblando y balbuceando fragmentos de oraciones.
Había algo inquietante en ese muchacho, pensó Nhumrod. Era la forma en que te miraba cuando le hablabas, como si realmente te estuviera escuchando.
Nhumrod salió de su celda y empujó al joven prosternado con la punta del bastón.
—¡Levanta, muchacho! ¿Se puede saber qué estás haciendo en el dormitorio a estas horas del día? ¿Mmmm? —Brutha consiguió girar sobre sí mismo sin dejar de permanecer pegado al suelo y se aferró a los tobillos del sacerdote.
—¡Voz! ¡Una voz! ¡Me habló! —gimoteó.
Nhumrod suspiró. Ah. Ya estaban en terreno familiar. Las voces no tenían secretos para él. Las oía continuamente.
—Levanta, muchacho —dijo en un tono ligeramente más afable.
Brutha se levantó.
Era, y Nhumrod ya se había quejado de ello en otras ocasiones, demasiado mayor para ser un novicio como era debido. De hecho, era unos diez años demasiado mayor. Dadme un chaval de hasta siete años de edad, había dicho siempre Nhumrod.
Pero Brutha moriría siendo un novicio. Cuando hicieron las reglas, nunca se les había ocurrido pensar en la posibilidad de que algún día llegara a haber algo como Brutha.
Su roja cara de buen chico se alzó hacia el maestro de los novicios.
—Siéntate en tu cama, Brutha —dijo Nhumrod.
Brutha obedeció de inmediato. Brutha no conocía el significado de la palabra desobediencia. Esa sólo era una de entre las muchas palabras cuyo significado desconocía.
Nhumrod se sentó junto a él.
—Veamos, Brutha —dijo—, tú ya sabes lo que les ocurre a las personas que dicen cosas que no son ciertas, ¿verdad? —Brutha asintió, ruborizándose.
—Muy bien. Ahora háblame de esas voces.
Brutha estrujó el extremo de su túnica entre sus manos.
—Era más bien como una voz, maestro —dijo.
—… como una voz —dijo el hermano Nhumrod—. ¿Y qué dijo esa voz? ¿Mmmm?
Brutha titubeó. Ahora que pensaba en ello, la verdad era que la voz no había dicho gran cosa. Sólo había hablado. Y en cualquier caso resultaba bastante difícil hablar de ello con el hermano Nhumrod, quien tenía la costumbre de mirar fijamente los labios de quien le estaba hablando para repetir lo último que le decían prácticamente en el instante en que se lo decían. Además, el hermano Nhumrod siempre estaba tocando las cosas —paredes, muebles, gente— como si temiera que el universo desapareciera si no se mantenía lo más pegado posible a él. Y tenía tantos tics nerviosos que estos se veían obligados a hacer cola. El hermano Nhumrod era el vivo retrato de la normalidad para alguien que había sobrevivido a cincuenta años en la Ciudadela.
—Bueno… —comenzó Brutha.
El hermano Nhumrod alzó una flaca mano. Brutha pudo ver las venas azul pálido en ella.
—Y también estoy seguro de que ya sabes que existen dos clases de voces que son oídas por aquellos que dedican su vida a las cosas del espíritu —dijo el maestro de novicios. Una ceja empezó a estremecerse.
—Sí, maestro. El hermano Murduck nos habló de eso —dijo Brutha, mansamente.
—… habló de eso. Sí. A veces, cuando El en Su infinita sabiduría lo considera conveniente, el Dios habla a un elegido y entonces ese elegido se convierte en un gran profeta —dijo Nhumrod—. Estoy seguro de que tú nunca tendrías el atrevimiento de considerarte uno de ellos, ¿verdad? ¿Mmmm?
—No, maestro.
—… maestro. Pero hay otras voces —dijo el hermano Nhumrod, y ahora su voz había adquirido un ligero temblor—, voces insinuantes y seductoras y convincentes, ¿verdad? ¿Voces que siempre están esperando el momento de pillarnos con la guardia baja?
Brutha se relajó. Aquello ya le sonaba un poco más.
Todos los novicios conocían la existencia de aquella clase de voces. Con la diferencia de que normalmente hablaban de cosas que se entendían a la primera, como los placeres de la manipulación nocturna y la deseabilidad general de las chicas. Lo cual demostraba que en lo tocante a las voces no eran más que unos novicios. El hermano Nhumrod oía la clase de voces que, en comparación, eran un oratorio al completo. Algunos de los novicios más osados disfrutaban animando al hermano Nhumrod a que hablara del tema de las voces. Resultaba muy instructivo, decían. Especialmente cuando empezaban a aparecerle gotitas de saliva en las comisuras de los labios.
Brutha escuchó.
El hermano Nhumrod era maestro de novicios, pero no era el maestro de novicios. Sólo era maestro del grupo que incluía a Brutha. Había otros grupos. En la Ciudadela posiblemente hubiera alguien que supiese cuántos había en total. En algún lugar siempre había alguien cuyo trabajo consistía en saberlo todo.
La Ciudadela ocupaba todo el corazón de la ciudad de Kom, en las tierras situadas entre los desiertos de Klatch y las junglas y llanuras de Maravillolandia. Se extendía a lo largo de kilómetros, con sus templos, iglesias, escuelas, dormitorios, huertos y torres creciendo unas sobre y alrededor de otras de una forma que sugería lo que habría ocurrido si un millón de hormigas hubieran tratado de construirse un hormiguero individual al mismo tiempo.
Cuando salía el sol, sus reflejos sobre las puertas del Templo central resplandecían como las llamas de una hoguera. Las puertas eran de bronce y medían treinta metros de altura. Sobre ellas, en letras de oro ribeteadas de plomo, estaban escritos los Mandamientos. De momento había quinientos doce, y sin duda el próximo profeta añadiría los suyos.
El resplandor reflejado del sol se esparcía sobre las decenas de miles de firmes-en-la-fe que se afanaban debajo de él para mayor gloria del Gran Dios Om.
Probablemente nadie sabía cuántos eran. Ciertas cosas tienden a lo crítico por sí solas. Desde luego sólo había un cenobiarca, el Soy Superior. De eso no cabía duda. Y seis archisacerdotes. Y treinta soyes menores. Y centenares de obispos, diáconos, subdiáconos y sacerdotes. Y más novicios que ratas en un silo de trigo. Y artesanos, y criadores de toros, y torturadores, y vírgenes vestigiales…
Cualesquiera que fueran tus habilidades, siempre había un sitio para ti en la Ciudadela.
Y si tu habilidad consistía en hacer las preguntas equivocadas o perder las guerras justas, ese sitio podía ser los hornos de la pureza, o los pozos de justicia de la Quisición.
Un sitio para todos. Y todos en su sitio.
El sol batía el huerto del templo.
El Gran Dios Om intentaba mantenerse dentro de la sombra proyectada por un melón. Allí probablemente estaba a salvo, entre aquellos muros y con las torres de oración rodeándolo por todas partes, pero las precauciones nunca estaban de más. Había tenido suerte una vez, pero esperar volver a tenerla hubiese sido pedir demasiado.
Lo malo de ser un dios es que no tienes a nadie a quien rezar.
Om se arrastró decididamente hacia el anciano que estaba removiendo el estiércol con una pala hasta que, después de grandes esfuerzos físicos, pensó que ya se encontraba lo bastante cerca para ser oído.
Y de esta manera habló:
—¡Eh, tú! —No hubo respuesta, ni siquiera la más leve sugerencia de que algo hubiera sido oído.
Om perdió los estribos y convirtió a Lu-Tze en un miserable gusano atrapado en la más profunda letrina del infierno, y después se enfadó todavía más cuando vio que el anciano seguía manejando tranquilamente su pala.
—¡Que los diablos del infinito llenen de azufre tus pulmones! —gritó.
Eso no cambió mucho las cosas.
—Viejo y encima sordo —masculló el Gran Dios Om.
O quizá había alguien que sabía todo lo que se podía llegar a saber sobre la Ciudadela. Siempre hay alguien que recopila conocimientos, no porque le gusten sino de la misma manera en que una urraca colecciona cosas que brillan o una mosca frigánea colecciona guijarros y trocitos de rama. Y siempre hay alguien que tiene que hacer todas las cosas que es preciso hacer pero que otras personas prefieren no tener que hacer o, siquiera, admitir que existen.
La tercera cosa en que se fijaba la gente cuando veía a Vorbis era su estatura. Vorbis medía metro noventa, pero estaba más flaco que un palo, con lo que hacía pensar en una persona de proporciones normales modelada en arcilla por un niño a la que luego se hubiera aplanado con un rodillo.
La segunda cosa en que se fijaba la gente cuando veía a Vorbis eran sus ojos. Sus antepasados procedían de una de esas tribus del corazón del desierto que, a través de la evolución, habían desarrollado la peculiar característica de tener los ojos oscuros: no sólo oscuros en la pupila, sino casi negros en el globo ocular. Eso dificultaba muchísimo saber hacia dónde estaba mirando Vorbis. Era como si llevara puestas unas gafas de sol debajo de la piel. Pero lo primero en que se fijaban era su cráneo. El diácono Vorbis era calvo por designio propio.
Tan pronto como eran ordenados, la mayoría de los ministros de la Iglesia se dejaba crecer la barba y el cabello hasta tales extremos que podías perder una cabra entre ellos. Pero Vorbis se afeitaba. Vorbis relucía. Y la falta de pelo parecía contribuir a su poder. No amenazaba. Vorbis nunca amenazaba. Se limitaba a producir la sensación de que su espacio personal irradiaba hasta unos cuantos metros de su cuerpo, y de que quienquiera que se acercase a Vorbis se estaba entrometiendo en algo importante. Superiores cincuenta años más viejos que Vorbis sentían un súbito deseo de disculparse por haber interrumpido lo que fuera que estuviese pensando en aquellos momentos.
Era casi imposible saber en qué estaba pensando y nadie se lo preguntaba nunca. La razón más obvia para ello era que Vorbis estaba al frente de la Quisición, cuya labor consistía en hacer todas aquellas cosas que era preciso hacer y que otras personas preferían no tener que hacer.
A esa clase de personas no les preguntas en qué están pensando, porque podría ser que se volvieran muy lentamente y dijeran:
«En ti.» El cargo más alto que se podía llegar a alcanzar dentro de la Quisición era el de diácono, una regla instituida hacía centenares de años para evitar que aquella rama de la Iglesia llegara a volverse demasiado grande para sus botas.[2] Pero con una mente como la suya, decían todos, a esas alturas Vorbis ya habría podido ser archisacerdote.
Vorbis no perdía el tiempo con esa clase de trivialidades. El sabía muy bien cuál era su destino. ¿Acaso el mismísimo Dios no se lo había dicho?
—Bueno, estoy seguro de que ahora ya tendrás un poco más claras las cosas —dijo el hermano Nhumrod, dándole una palmadita en el hombro a Brutha.
Brutha tuvo la impresión de que se esperaba de él una réplica específica.
—Sí, maestro —dijo—. Estoy seguro de que así será.
—… será. Tienes el sagrado deber de resistirte a las voces en toda ocasión —dijo Nhumrod, todavía dándole palmaditas.
—Sí, maestro. Así lo haré. Especialmente si me dicen que haga cualquiera de las cosas de las que me habéis hablado.
—… hablado. Bien. Bien. Y si vuelves a oírlas, ¿qué harás? ¿Mmmm?
—Venir a decíroslo —respondió Brutha obedientemente.
—… decíroslo. Bien. Bien. Así me gusta oír —dijo Nhumrod—. Eso es lo que les digo a todos mis muchachos.
Recuerda que siempre estoy aquí para solucionar cualquier pequeño problema que se te pueda presentar.
—Sí, maestro. Y ahora, ¿vuelvo al huerto?
—… huerto. Me parece que sí. Me parece que sí. Y no más voces, ¿me oyes? —Nhumrod meneó el dedo de la mano que no estaba ocupada dando palmaditas. Una mejilla se frunció.
—Sí, maestro.
—¿Qué estabas haciendo en el huerto?
—Removía la tierra entre los melones, maestro —dijo Brutha.
—¿Melones? Ah. Melones —dijo Nhumrod lentamente—. Melones. Melones. Bueno, en cierta manera eso lo explica un poco, por supuesto.
Un párpado aleteó locamente.
No era sólo que el Gran Dios le hubiera hablado a Vorbis, dentro de los confines de su cabeza. Tarde o temprano, todo el mundo acababa hablándole a un exquisidor. Era una mera cuestión de aguante.
Últimamente Vorbis ya no solía bajar a ver trabajar a los exquisidores. Los exquisidores no tenían por qué hacerlo. Mandaba instrucciones, recibía informes. Pero circunstancias especiales merecían su atención especial.
Hay que aclarar que había muy poco de lo que reírse en el sótano de la Quisición, al menos no si tenías un sentido del humor mínimamente normal. No había alegres letreritos en los que dijera: No Es Necesario Ser Despiadadamente Sádico Para Trabajar Aquí, ¡¡Pero Ayuda!! Pero había cosas que podían sugerirle a un hombre con dos dedos de frente que el Creador de la humanidad tenía un sentido de la diversión realmente muy oblicuo, y despertar en su corazón una rabia capaz de asaltar las puertas del cielo.
Los tazones, por ejemplo. Dos veces al día, los exquisidores hacían un alto en el trabajo para tomar café. Sus tazones, que cada uno se había traído de casa, estaban agrupados alrededor de la cafetera encima del fogón del horno central que, de paso, también calentaba los hierros y cuchillos.
En los tazones había leyendas como Un Presente de la Gruta Sagrada de Ossory, o Al Papá Más Grande Del Mundo. La mayoría de ellos estaban desportillados, y no había dos tazones iguales.
Y también estaban las postales en las paredes. Era tradicional que, cuando un exquisidor se iba de vacaciones, mandara un grabado en madera toscamente coloreado del paisaje local con algún mensaje apropiadamente jovial y arriesgado al dorso. Y, clavada con chinchetas, también estaba la conmovedora carta del Exquisidor de Primera Clase Ishmale Papi Quoom, dando las gracias a los muchachos por haber recogido nada menos que setenta y ocho obols para su regalo de jubilación y el precioso ramo de flores para la señora Quoom, indicando que siempre recordaría sus días en el pozo número 3, y que vendría encantado a echarles una mano siempre que anduvieran un poco escasos de personal.
Y todo aquello significaba esto: que no hay prácticamente ningún exceso de la mente psicopática más enloquecida que no pueda ser reproducido, sin necesidad de esforzarse demasiado, por un cabeza de familia normal y decente que va a trabajar cada día y tiene un trabajo que hacer.
A Vorbis le encantaba saberlo. Un hombre que supiera eso sabía todo lo que necesitaba saber sobre las personas.
En aquel momento Vorbis estaba sentado junto al banco sobre el que yacía lo que, técnicamente hablando, todavía era el cuerpo tembloroso del hermano Sasho, anteriormente su secretario.
El diácono levantó la mirada hacia el exquisidor de servicio, el cual asintió. Vorbis se inclinó sobre el secretario encadenado.
—¿Cuáles eran sus nombres? —repitió.
—… no lo sé…
—Sé que les entregaste copias de mi correspondencia, Sasho. Son herejes traidores que pasarán la eternidad en los infiernos. ¿Te reunirás con ellos?
—… no sé ningún nombre…
—Yo confiaba en ti, Sasho. Me espiaste. Traicionaste a la Iglesia.
—… ningún nombre…
Vorbis suspiró. Y entonces vio que uno de los dedos de Sasho subía y bajaba por debajo del grillete.
Haciéndole señas.
—¿Si?
Vorbis se inclinó un poco más sobre el cuerpo.
Sasho abrió el ojo que le quedaba.
—… verdad…
—¿Sí?
—… La Tortuga Se Mueve…
Vorbis se irguió sin que su expresión hubiera cambiado. Su expresión rara vez cambiaba a menos que él así lo quisiera. El exquisidor lo miró con horror.
—Ya veo —dijo Vorbis. Se levantó y llamó al exquisidor con una inclinación de la cabeza—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí abajo?
—Dos días, señor.
—¿Y puedes mantenerlo con vida durante…?
—Quizá dos días más, señor.
—Entonces hazlo. Hazlo —dijo Vorbis—. Después de todo, tenemos el deber de preservar la vida el mayor tiempo posible. ¿No es así?
—Eh… Sí, señor.
—Herejía y mentiras por todas partes —suspiró Vorbis—. Y ahora tendré que encontrar otro secretario. Qué fastidio.
Transcurridos veinte minutos, Brutha empezó a sentirse un poco más tranquilo. Las voces de sirena del mal sensual parecían haberse ido.
Siguió con los melones. Se sentía capaz de entenderlos. Los melones parecían mucho más comprensibles que la mayoría de las cosas.
—¡Eh, tú! —Brutha se irguió.
—No te oigo, oh súcubo repugnante —dijo.
—Pues claro que me oyes, muchacho. Bien, lo que quiero que hagas es…
—¡Me he tapado las orejas con los dedos!
—Allá tú. Si quieres parecer un jarrón, por mí adelante. Y ahora…
—¡Estoy canturreando una tonada! ¡Estoy canturreando una tonada!
El hermano Preptil, el maestro de música, había descrito la voz de Brutha diciendo que siempre le hacía pensar en un buitre disgustado por llegar demasiado tarde al burro muerto. El canto coral era obligatorio para los novicios, pero después de una considerable insistencia por parte del hermano Preptil, se había otorgado una dispensa especial para Brutha. La visión de su gran cara redonda contraída por el esfuerzo de complacer ya era bastante terrible, pero lo peor era tener que escuchar su voz, la cual era ciertamente potente y estaba llena de firme convicción, columpiándose de un lado a otro a través de la melodía sin llegar a darle nunca.
En vez de Canto, le pusieron Melones Extra.
Una bandada de cuervos se apresuró a alzar el vuelo desde las torres de oración.
Después de un coro completo de Y pisotea a los impíos con pezuñas de hierro al rojo vivo, Brutha se destapó los oídos y se arriesgó a echar un rápido vistazo.
Aparte de las protestas lejanas de los cuervos, todo estaba en silencio.
Funcionaba. Confía en el Dios, decían. Y él siempre lo había hecho. Hasta allí donde llegaba su memoria.
Brutha cogió su azada y, muy aliviado, se volvió nuevamente hacia los melones.
La hoja de la azada estaba a punto de chocar contra el suelo cuando Brutha vio a la tortuga.
Era pequeña y básicamente amarilla y cubierta de polvo. Su caparazón estaba bastante mellado. Tenía un solo ojo vidrioso, ya que el otro había sido víctima de uno de los millares de peligros que acechan a cualquier criatura de movimientos muy lentos que viva a tres centímetros del suelo.
Brutha miró alrededor. Los huertos ocupaban la parte central del complejo del Templo, y se hallaban rodeados por unos muros muy altos.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, pequeña criatura? —preguntó—. ¿Volando?
La tortuga lo contempló monópticamente. Brutha sintió una punzada de nostalgia. En las colinas arenosas de su hogar había habido muchas tortugas.
—Podría darte un poco de lechuga —dijo Brutha—. Pero no creo que las tortugas estén permitidas en los huertos. ¿No sois alimañas? La tortuga seguía mirándolo fijamente. Prácticamente nada puede mirar tan fijo como una tortuga.
Brutha se sintió obligado a hacer algo.
—Hay uvas —dijo—. Probablemente no sea pecado darte una. ¿Te apetecería una uva, pequeña tortuga?
—¿Y a ti te apetecería ser una abominación en el pozo más profundo del caos? —dijo la tortuga.
Los cuervos, que habían huido a los muros exteriores, volvieron a alzar el vuelo entre una vigorosa ejecución de El camino de los infieles es un nido de espinas.
Brutha abrió los ojos y volvió a sacarse los dedos de los oídos.
—Sigo aquí —dijo la tortuga.
Brutha titubeó. Estaba empezando a percatarse, muy lentamente, de que los demonios y los súcubos no se presentan luciendo la apariencia de una tortuguita vieja. Hacerlo no les hubiese servido de mucho. Incluso el hermano Nhumrod habría tenido que admitir que, en lo tocante a erotismo desbocado, se podían hacer cosas bastante mejores que una tortuga tuerta.
—No sabía que las tortugas pudieran hablar —dijo.
—No pueden —dijo la tortuga—. Lee mis labios.
Brutha se inclinó sobre ella.
—No tienes labios —dijo.
—No, ni cuerdas vocales propiamente dichas —convino la tortuga—. Lo estoy haciendo directamente dentro de tu cabeza, ¿entiendes?
—¡Cáspita!
—Lo entiendes, ¿verdad?
—No.
La tortuga puso el ojo en blanco.
—Hubiese tenido que saberlo. Bueno, da igual. No tengo por qué perder el tiempo con los jardineros. Ve y tráeme al mandamás. Venga, venga.
—¿El mandamás? —preguntó Brutha. Se llevó la mano a la boca—. ¿No te estarás refiriendo… al hermano Nhumrod?
—¿Quién es ese? —preguntó la tortuga.
—¡El maestro de los novicios!
—¡Oh, Yo! —exclamó la tortuga—. No —prosiguió, en una imitación cantarina de la voz de Brutha—. No me estaba refiriendo al maestro de los novicios. Me refiero al sumo sacerdote o como quiera que se haga llamar. Supongo que hay uno, ¿no?
Brutha asintió vagamente.
—El sumo sacerdote, ¿de acuerdo? —dijo la tortuga—. Sumo. Sacerdote. Sumo. Sacerdote.
Brutha volvió a asentir. Sabía que había un sumo sacerdote. El problema estribaba en que, si bien Brutha podía llegar a abarcar por los pelos la estructura jerárquica existente entre su persona y el hermano Nhumrod, era totalmente incapaz de tomar en consideración cualquier posible clase de relación entre Brutha el novicio y el cenobiarca. Brutha era teóricamente consciente de que existía tal cargo, así como toda una inmensa estructura canónica con el sumo sacerdote en la cima y Brutha muy firmemente situado en la base, pero la veía de la misma manera en que una ameba podría ver el tramo de cadena evolutiva que se interponía entre ella y, por ejemplo, un asesor fiscal. Todo el trayecto hasta la cumbre consistía en un eslabón perdido detrás de otro.
—No puedo ir a pedirle al… —Brutha titubeó. La mera idea de hablar con el cenobiarca era tan aterradora que bastó para hacerlo callar—. ¡No puedo pedir a nadie que vaya a pedir al gran cenobiarca que venga a hablar con una tortuga!
—¡Conviértete en una sanguijuela del barro y consúmete en los fuegos del castigo! —gritó la tortuga.
—No hay ninguna necesidad de maldecir —dijo Brutha.
La tortuga estaba tan furiosa que se puso a dar saltitos.
—¡Eso no era una maldición! ¡Era una orden! ¡Soy el Gran Dios Om!
Brutha parpadeó.
—No, no lo eres —dijo después—. Yo he visto al Gran Dios Om —sacudió una mano trazando la forma de los cuernos sagrados, conscientemente—, y no tiene forma de tortuga. Viene como un águila, o un león, o un gran toro. En el Gran Templo hay una estatua de Om. Mide siete cubitos de alto. Tiene bronce y de todo lo demás. Está pisoteando infieles. Cuando eres una tortuga no puedes pisotear infieles. Quiero decir que, bueno, lo único que podrías hacer sería mirarlos con cara de pocos amigos. La estatua tiene cuernos de oro de verdad. Donde yo vivía antes había una estatua de un cubito de altura en la aldea vecina, y también era un toro. Por eso sé que no eres el Gran Dios… (cuernos sagrados) Om.
La tortuga dejó de dar saltitos.
—¿Con cuántas tortugas parlantes te has encontrado en la vida? —preguntó sarcásticamente.
—No lo sé —dijo Brutha.
—¿Qué quieres decir con eso de que no lo sabes?
—Bueno, puede que todas las tortugas hablen —dijo Brutha juiciosamente, exhibiendo la clase de lógica extremadamente personal que le había hecho acreedor de Melones Extra—. Es sólo que a lo mejor no han dicho nada cuando yo andaba por allí.
—Soy el Gran Dios Om —dijo la tortuga con voz amenazadora e inevitablemente baja—, y dentro de poco serás un sacerdote muy infortunado. Ve a traerlo.
—Novicio —dijo Brutha.
—¿Qué?
—Novicio, no sacerdote. No me dejan…
—¡Tráelo!
—Pero es que no creo que el cenobiarca haya venido nunca a nuestro huerto de hortalizas —dijo Brutha—. De hecho, creo que ni siquiera sabe qué es un melón.
—Me da igual —dijo la tortuga—. Tráelo ahora mismo o la tierra temblará, la luna se pondrá roja como la sangre, fiebres y pústulas afligirán a la humanidad, y acontecerán diversas desgracias más. Hablo en serio —añadió.
—Veré qué puedo hacer —dijo Brutha, retrocediendo.
—¡Y te advierto que teniendo en cuenta las circunstancias, estoy siendo muy razonable! —gritó la tortuga mientras lo veía marchar.
» ¡Y no cantas nada mal, ojo! —añadió, como si acabara de ocurrírsele.
» ¡Los he oído peores! —mientras la no muy limpia túnica de Brutha desaparecía a través de la entrada—. Me recuerda aquella ocasión en que la plaga se abatió sobre Pseudópolis —murmuró la tortuga mientras los pasos de Brutha se desvanecían en la lejanía—. Y menudo llanto y crujir de dientes hubo entonces, vaya que sí. —Suspiró—. Grandes días. ¡Grandes días! Muchos creen sentir la llamada del sacerdocio, pero en realidad lo que oyen es una voz interior que dice: «Es un trabajo a cubierto en el que nunca hay que levantar grandes pesos. ¿O es que quieres pasar toda tu vida detrás de un arado igual que tu padre?» Brutha, en cambio, no se limitaba a creer. El realmente Creía. Esa clase de cosa habitualmente resulta muy embarazosa cuando ocurre en una familia temerosa del Dios, pero Brutha sólo tenía a su abuela, y ella también Creía. La abuela de Brutha creía de la misma manera en que el hierro cree en el metal. Era la clase de mujer que todo sacerdote teme en una congregación, la que se sabe de memoria todos los cantos y todos los sermones. En la Iglesia omniana las mujeres eran admitidas en el templo de muy mala gana, y tenían que permanecer en un silencio absoluto y bien tapadas dentro de su propia sección detrás del pulpito, porque así se evitaba que la visión de una mitad de la raza humana hiciera que los miembros varones de la congregación oyesen voces muy parecidas a las que acosaban al hermano Nhumrod tanto cuando dormía como cuando estaba despierto. El problema estribaba en que la abuela de Brutha tenía la clase de personalidad que puede proyectarse a sí misma a través de una plancha de plomo, y además la combinaba con una hosca devoción dotada de la solidez de una broca de diamante.
Si la abuela de Brutha hubiera nacido hombre, el omnianismo habría encontrado a su octavo profeta bastante más pronto de lo esperado. Tal como estaban las cosas, la abuela de Brutha organizaba con una terrible eficiencia la limpieza del templo, el sacar brillo a las estatuas y la lapidación de las sospechosas de adulterio.
Así fue como Brutha creció en posesión del más firme y absoluto conocimiento de todo lo referente al Gran Dios Om. Brutha creció sabiendo que los ojos de Om no se apartaban de él en ningún momento, especialmente en lugares como el excusado, y que estaba rodeado de demonios al acecho a los que sólo mantenían a raya la robustez de su fe y el peso del bastón de la abuela, que se guardaba detrás de la puerta en aquellas raras ocasiones en las que no estaba siendo utilizado. Brutha podía recitar hasta el último versículo de los siete Libros de los Profetas, y hasta el último Precepto. Conocía todas las Leyes y Canciones. Especialmente las Leyes.
Los omnianos eran un pueblo temeroso del Dios.
Tenían mucho que temer.
La habitación de Vorbis estaba ubicada en la Ciudadela superior, lo cual era realmente inusitado para un simple diácono. Él no lo había pedido. Vorbis rara vez tenía que pedir nada. El destino tiene su propia manera de marcar a los suyos.
También era visitado por algunos de los hombres más poderosos de la jerarquía de la Iglesia.
Nunca por los seis archisacerdotes o por el cenobiarca en persona, naturalmente. Ellos no eran tan importantes, porque después de todo sólo estaban en la cima. A la gente que de verdad dirige las organizaciones normalmente se la encuentra varios niveles más abajo, allí donde todavía es posible conseguir que se hagan las cosas.
A las personas les gustaba hacerse amigas de Vorbis, principalmente debido al ya mencionado campo mental que les sugería, de la más sutil de las maneras, que no querían ser enemigas suyas.
Dos de ellas estaban sentadas con él en aquel momento. Eran el general Soy Fri'it, quien pese a lo que pudieran sugerir los registros oficiales era el hombre que controlaba a la mayor parte de la Legión Divina, y el obispo Drunah, secretario del Congreso de Soyes. Quienes pensaran que eso no confería demasiado poder, nunca habían sido secretarios de minutas en una reunión de ancianos ligeramente sordos.
De hecho ninguno de los dos hombres se encontraba allí. No estaban hablando con Vorbis. Era una de esas reuniones. Muchísimas personas nunca hablaban con Vorbis, y hacían todo lo posible para no tener que reunirse con él. Algunos abates de los monasterios más lejanos habían sido convocados recientemente a la Ciudadela, viajando en secreto hasta una semana entera a través de terreno tortuoso, sólo para estar absolutamente seguros de que no formarían parte de las figuras entrevistas que visitaban la habitación de Vorbis. Durante los últimos meses, al parecer Vorbis había tenido tantos visitantes como el Hombre de la Máscara de Hierro.
Tampoco estaban hablando. Pero si hubieran estado allí, y si hubieran estado manteniendo una conversación, esta habría discurrido de la siguiente manera:
—Y ahora —dijo Vorbis—, la cuestión de Efebia.
El obispo Drunah se encogió de hombros.[3]
—El asunto carece de importancia, dicen. Los efebios no suponen ninguna amenaza.
Los dos hombres miraron a Vorbis, un hombre que nunca levantaba la voz. Siempre costaba mucho saber qué estaba pensando Vorbis, y en bastantes ocasiones seguía siendo difícil saberlo incluso después de que te lo hubiera dicho.
—¿De veras? ¿A esto hemos llegado? —dijo—. ¿Los efebios no suponen ninguna amenaza? ¿Después de lo que le hicieron al pobre hermano Murduck? ¿Después de los insultos a Om? Esto no puede ser pasado por alto.
¿Qué se ha propuesto hacer?
—No más guerras —dijo Fri'it—. Luchan como posesos. No. Ya hemos perdido demasiados hombres.
—Tienen dioses poderosos —dijo Drunah.
—Tienen mejores arcos —dijo Fri'it.
—No hay más Dios que Om —dijo Vorbis—. Aquello a lo que los efebianos creen rendir culto sólo es un tropel de demonios y genios del desierto. Suponiendo que a eso le pueda llamar culto, claro está. ¿Habéis visto esto? —Empujó hacia ellos un rollo de papel.
—¿Qué es? —preguntó Fri'it cautelosamente.
—Una mentira. Una historia que no existe y nunca existió… El… Las cosas… —Vorbis titubeó, tratando de recordar una palabra que había caído en desuso hacía ya mucho tiempo—. Como las… historias que se cuentan a los niños cuando son demasiado pequeños… Palabras para que la gente diga… El…
—Oh. Una obra de teatro —dijo Fri'it. La mirada de Vorbis lo clavó a la pared.
—¿Sabes de estas cosas?
—Yo… Cuando fui a Klatch, en una ocasión… —balbuceó Fri'it. Y se recuperó con un visible esfuerzo. Había mandado a cien mil hombres en combate. No se merecía aquello. Descubrió que no se atrevía a mirar la expresión de Vorbis—. Bailan danzas —dijo con voz átona—. En sus días sagrados. Las mujeres llevan campanillas en sus… Y cantan canciones. Sobre los primeros días del mundo, cuando los dioses… —Se calló—. Era repugnante —dijo. Chascó los nudillos, un hábito suyo siempre que estaba nervioso.
—En esta obra salen sus dioses —dijo Vorbis—. Hombres con máscaras. ¿Podéis creerlo? Tienen un dios del vino. ¡Un viejo borracho! ¡Y la gente dice que Efebia no representa ninguna amenaza! Y esta…
Tiró otro rollo de papel, este más grueso, encima de la mesa.
—Esta es mucho peor. Pues si bien rinden culto a falsos dioses equivocadamente, su error radica en su elección de los dioses, no en el culto que les rinden. Pero esta…
Drunah la examinó cautelosamente.
—Creo que hay otras copias, incluso en la Ciudadela —dijo Vorbis—. Esta pertenecía a Sasho. Y creo que fuiste tú quien lo recomendó para que entrara a mi servicio, Fri'it.
—Siempre me pareció un joven muy inteligente y despierto —dijo el general.
—Pero desleal —dijo Vorbis—, y ahora está recibiendo su justa recompensa. Lo único que hay que lamentar es que no se le haya podido inducir a darnos los nombres de sus compañeros de herejía.
Fri'it trató de no dejarse arrastrar por la súbita oleada de alivio. Sus ojos se encontraron con los de Vorbis.
Drunah rompió el silencio.
— De Chelonian Mobile —leyó en voz alta—. «La Tortuga Se Mueve.» ¿Qué significa?
—Bastaría con decíroslo para que vuestras almas corrieran peligro de pasar mil años en el infierno —dijo Vorbis. Sus ojos no se habían apartado de Fri'it, que ahora estaba contemplando fijamente la pared.
—Me parece que es un riesgo que podríamos asumir —dijo Drunah.
Vorbis se encogió de hombros.
—El escritor afirma que el mundo… viaja a través del vacío encima del lomo de cuatro enormes elefantes —dijo.
Drunah se quedó boquiabierto.
—¿Encima de sus lomos? —preguntó.
—Eso afirma —dijo Vorbis sin dejar de mirar a Fri'it.
—¿Y qué sostiene a los elefantes?
—El escritor dice que están de pie encima del caparazón de una enorme tortuga —dijo Vorbis. Drunah sonrió nerviosamente.
—¿Y qué sostiene a la tortuga? —preguntó.
—No le veo sentido alguno a especular acerca de qué la sostiene —replicó secamente Vorbis—, ¡dado que no existe!
—Claro, claro —se apresuró a decir Drunah—. Pura curiosidad, nada más.
—La curiosidad casi siempre es perniciosa —dijo Vorbis—. Hace que la mente se adentre por caminos especulativos. Pero el hombre que ha escrito esto anda libremente por Efebia, ahora.
Drunah miró el papel.
—Aquí dice que subió a un barco que puso rumbo hacia una isla en el límite y que miró por el borde y…
—Mentiras —dijo Vorbis sin inmutarse—. Y aunque no lo fuesen daría igual. La verdad está dentro, no fuera.
En las palabras del Gran Dios Om, tal como fueron transmitidas por sus profetas elegidos. Nuestros ojos pueden engañarnos, pero nuestro Dios nunca nos engañará.
—Pero…
Vorbis miró a Fri'it. El general estaba sudando.
—¿Sí? —dijo.
—Bueno… Efebia es un lugar en el que unos locos tienen ideas de lo más locas. Todo el mundo lo sabe. Quizá sería más sensato dejar que se cocieran en su propia locura, ¿no?
Vorbis meneó la cabeza.
—Por desgracia, las ideas descabelladas e inestables muestran una preocupante tendencia a circular y echar raíces.
Fri'it tuvo que admitir que eso era verdad. Sabía por propia experiencia que las ideas sensatas y obvias, como la inefable sabiduría y el infalible buen juicio del Gran Dios Om, parecían tan incomprensiblemente oscuras a los ojos de muchas personas que tenías que matarlas para que entendieran cuán equivocadas habían estado, mientras que ciertas personas encontraban tan atractivas las nociones peligrosas, insensatas y nebulosas que —Fri'it se frotó pensativamente una cicatriz— dichas personas se escondían en lo alto de las montañas y te tiraban rocas hasta que las obligabas a bajar mediante el hambre. Preferían morir a ser sensatas. Fri'it llevaba muchos años siendo sensato. Se había dado cuenta de que lo sensato era no morir.
—¿Qué proponéis? —dijo.
—El Consejo quiere parlamentar con Efebia —dijo Drunah—. Ya sabéis que he de organizar una delegación para que parta mañana.
—¿Cuántos soldados? —preguntó Vorbis.
—Sólo un guardaespaldas. Después de todo, nos han asegurado que respetarán el salvoconducto —dijo Fri'it.
—«Nos han asegurado que respetarán el salvoconducto» —dijo Vorbis. Sonó como una larguísima maldición—. ¿Y una vez dentro…? Fri'it quería decir: He hablado con el comandante de la guarnición efebiana, y me parece que es un hombre de honor, aunque naturalmente en realidad es un despreciable infiel y un vil gusano. Pero aquello no era la clase de cosa que le pareciese prudente decir a Vorbis, así que la sustituyó por otra.
—Nos mantendremos en guardia —dijo.
—¿Podemos sorprenderlos? Fri'it titubeó.
—¿Nosotros? —dijo.
—Yo encabezaré la delegación —propuso Vorbis. Hubo un brevísimo intercambio de miradas entre él y el secretario—. Me… me gustaría alejarme de la Ciudadela durante un tiempo. Un cambio de aires. Además, no deberíamos permitir que los efebianos piensen que merecen la atención de un miembro superior de la Iglesia.
Sólo estaba pensando en las posibilidades, en el caso de que se nos provocara…
El nervioso chasquido de los nudillos de Fri'it fue como el trallazo de un látigo.
—Les hemos dado nuestra palabra…
—No puede haber tregua con los infieles —dijo Vorbis.
—Pero hay ciertas consideraciones prácticas —dijo Fri'it con el tono más seco que se atrevió a emplear—. El palacio de Efebia es un auténtico laberinto. Lo sé. Hay trampas. Nadie puede entrar allí sin un guía.
—¿Cómo entra el guía? —preguntó Vorbis.
—Supongo que se guía a sí mismo —dijo el general.
—Sé por propia experiencia que siempre hay otra manera —dijo Vorbis—. En todas las cosas siempre hay otro camino. Que el Dios nos mostrará a Su debido tiempo, de eso podemos estar seguros.
—Todo sería más fácil si hubiera una falta de estabilidad en Efebia, desde luego —dijo Drunah—. No cabe duda de que alberga ciertos… elementos.
—Y sería la puerta que nos abriría la totalidad de la costa del Derecho —dijo Vorbis.
—Bueno…
—El Djel, y después Tsort —repuso Vorbis.
Drunah trató de no ver la expresión de Fri'it.
—Es nuestro deber —dijo Vorbis—. Nuestro sagrado deber. No debemos olvidar al pobre hermano Murduck.
Iba desarmado y estaba solo.
Las enormes sandalias de Brutha chapaleaban a lo largo del corredor enlosado hacia la austera celda del hermano Nhumrod.
El novicio estaba tratando de componer mensajes dentro de su cabeza. Maestro, hay una tortuga que dice…
Maestro, esta tortuga quiere… Maestro, a que no lo adivina, me he encontrado con una tortuga entre los melones y me he enterado de que…
Brutha nunca se había atrevido a pensar en sí mismo como un profeta, pero tenía una idea bastante clara de cómo terminaría cualquier entrevista que empezara de aquella manera.
Muchas personas daban por sentado que Brutha era idiota. Lo cierto era que parecía uno, desde su rostro redondo y franco hasta sus pies tirando a planos y sus gruesos tobillos. También tenía el hábito de mover los labios mientras pensaba profundamente, como si estuviera ensayando cada frase. Y eso se debía a que era precisamente aquello lo que estaba haciendo. El pensar no era algo que le saliera con facilidad. La mayoría de las personas piensan automáticamente, con el pensamiento danzando a través de su cerebro como la electricidad estática a través de una nube. Al menos, así se lo parecía a Brutha. En cambio él tenía que ir construyendo los pensamientos trocito a trocito, como si estuviera levantando una pared. Una corta vida de que se rieran de él por tener un cuerpo como un barril y pies que daban la impresión de estar a punto de salir corriendo en direcciones opuestas había desarrollado en Brutha la tendencia a pensarse muchísimo todo lo que decía.
El hermano Nhumrod estaba prosternado en el suelo delante de una estatua de Om Pisoteando a los Infieles y tenía los dedos metidos en los oídos. Las voces estaban volviendo a hacerle pasar un mal rato.
Brutha tosió. Y volvió a toser.
El hermano Nhumrod levantó la cabeza.
—¿Hermano Nhumrod? —dijo Brutha.
—¿Qué?
—Eh… ¿Hermano Nhumrod?
El hermano Nhumrod se destapó los oídos.
—¿Sí? —dijo con voz malhumorada.
—Ejem. Hay algo que deberíais ver. En él. En el huerto. ¿Hermano Nhumrod?
El maestro de novicios se incorporó. El rostro de Brutha era una reluciente imagen de la preocupación.
—¿Qué quieres decir?
—En el huerto. Es difícil de explicar. Ejem. He descubierto… de dónde venían las voces, hermano Nhumrod.
Y dijisteis que me asegurara y viniera a contároslo.
El anciano sacerdote miró fijamente a Brutha. Pero si alguna vez hubo una persona incapaz de ser taimada de o cualquier clase de sutileza, esa era Brutha.
El miedo es una tierra extraña. Básicamente produce obediencia igual que el trigo, que crece en hileras y de esa manera facilita arrancar las malas hierbas. Pero a veces produce las patatas del desafío, las cuales florecen en el subsuelo.
La Ciudadela tenía montones de subsuelo. Estaban los pozos y túneles de la Quisición. Había sótanos y alcantarillas, salas olvidadas, callejones sin salida, espacios detrás de antiguos muros, e incluso cavernas naturales en la misma roca.
Esta era una de ellas. El humo del fuego que ardía en su centro se abría camino por una grieta en el techo y, finalmente, terminaba llegando al laberinto de incontables chimeneas y conductos de iluminación de arriba.
Había una docena de figuras entre las sombras temblorosas. Llevaban capuchas de tela basta sobre ropas que no llamaban la atención, toscas prendas hechas de harapos que podrían ser quemadas fácilmente después de la reunión para que los dedos errantes de la Quisición no encontraran nada incriminatorio. Algo en la manera de moverse de la mayoría de aquellas figuras sugería hombres que estaban acostumbrados a ir armados. Aquí y allá, había pistas. Una postura. El tono en que era pronunciada una palabra.
En una pared de la caverna había un dibujo. Era vagamente ovalado, con tres pequeñas extensiones en la parte de arriba —la del medio un poquito más grande que las otras dos— y tres abajo, la del medio ligeramente más larga y puntiaguda. Una tortuga dibujada por un niño.
—Por supuesto que irá a Efebia —dijo una máscara—. No se atreverá a no ir. Tendrá que detener el río de la verdad, en su fuente.
—Entonces debemos aprovechar su viaje para sacar toda el agua que podamos —dijo otra máscara.
—¡Debemos matar a Vorbis!
—No en Efebia. Cuando eso ocurra, debe ocurrir aquí. Para que de esa manera la gente se entere. Cuando seamos lo bastante fuertes.
—¿Seremos bastante fuertes alguna vez? —preguntó una máscara. Su propietario se lamió los nudillos nerviosamente.
—Hasta los campesinos saben que algo va mal. No puedes detener el progreso de la verdad. ¿Quieres contener el río de la verdad mediante una presa? Entonces la presa se llena de filtraciones. ¡Ja! Vorbis dijo que le habían dado muerte en Efebia.
—Uno de nosotros debe ir a Efebia y salvar al Maestro. Si es que realmente existe.
—Existe. Su nombre está en el libro.
—Didáctilos. Un nombre extraño. Significa Dos-Dedos, sabéis.
—En Efebia deben de cubrirlo de honores.
—Traedlo aquí, a ser posible. Y el Libro.
Una de las máscaras parecía no estar muy segura. Sus nudillos volvieron a crujir.
—Pero ¿realmente creéis que la gente se agrupará… detrás de un libro? La gente necesita algo más que un libro.
Son campesinos. No saben leer.
—¡Pero pueden escuchar!
—Aun así… Necesitan verlo… Necesitan un símbolo.
—¡Tenemos uno!
Cada figura enmascarada se volvió instintivamente hacia el dibujo en la pared, apenas visible a la luz de las llamas pero grabado en sus mentes. Estaban contemplando la verdad, que a menudo puede impresionar.
—¡La Tortuga Se Mueve!
—¡La Tortuga Se Mueve!
—¡La Tortuga Se Mueve! —El líder asintió.
—Y ahora —dijo—, lo echaremos a suertes…
El Gran Dios Om hervía de ira, o al menos lo intentaba con todas sus fuerzas. Hay un límite a la cantidad de hervor iracundo que se puede llegar a producir a tres centímetros por encima del suelo, pero Om estaba decidido a rebasarlo.
Maldijo silenciosamente a un escarabajo, lo que es como echar agua dentro de un estanque. En todo caso, nada pareció cambiar. El escarabajo se fue.
Maldijo a un melón hasta la octava generación, pero no ocurrió nada. Probó con una plaga de pústulas. El melón siguió inmóvil, madurando ligeramente.
Sólo porque estaba teniendo un pequeño problema pasajero, el mundo entero creía poder aprovecharse de él.
Bueno, pues cuando Om hubiera recobrado su legítima forma y poder, se dijo, entonces Se Tomarían Medidas.
Las tribus de los Escarabajos y los Melones desearían que nunca se las hubiera creado. Y algo realmente horrible les ocurriría a todas las águilas. Y… y habría un sagrado mandamiento concerniente a la plantación de más lechugas…
Cuando el muchachote volvió con el hombre de piel cerúlea, el Gran Dios Om no estaba para bromas. Desde el punto de vista de una tortuga, además, incluso el humano más hermoso sólo es un par de pies, una distante cabeza puntiaguda y, perdido en algún lugar por allí arriba, el extremo menos atractivo de un par de fosas nasales.
—¿Qué es esto? —gruñó Om.
—Es el hermano Nhumrod —dijo Brutha—. El maestro de novicios. Es muy importante.
—¡No te he dicho que me trajeras a un viejo pederasta gordinflón! —gritó la voz dentro de su cabeza—. ¡Tus ojos serán ensartados en haces de fuego por esto!
Brutha se arrodilló en el suelo.
—No puedo ir a ver al Sumo Sacerdote —dijo lo más pacientemente posible—. Los novicios ni siquiera pueden entrar en el Gran Templo salvo en ocasiones especiales. Si me pillaran, la Quisición me enseñaría En Qué Había Errado. Es la Ley.
—¡Idiota! —gritó la tortuga.
Nhumrod decidió que había llegado el momento de hablar.
—Novicio Brutha —dijo—, ¿por qué le estás hablando a una pequeña tortuga?
—Pues porque… —Brutha se interrumpió—. Porque ella me está hablando… ¿no? —El hermano Nhumrod contempló la cabecita tuerta que asomaba del caparazón.
Nhumrod era básicamente un buen hombre. A veces los demonios y los diablos introducían pensamientos turbadores en su cabeza, pero Nhumrod se aseguraba de que no salieran de allí y no merecía en ningún sentido literal del término ser llamado lo que le había llamado la tortuga y que, de hecho y si lo hubiera oído, habría pensado que era algo relacionado con los pies. Y Nhumrod sabía que era posible oír voces atribuidas a demonios y, en ocasiones, a dioses. Las tortugas eran nuevas. Las tortugas hacían que se sintiera un poco preocupado por Brutha, al que siempre había considerado como una montaña de carne bonachona que hacía, sin ninguna clase de queja, absolutamente todo lo que se le pidiera que hiciese. Por supuesto que muchos novicios se ofrecían voluntarios para limpiar las letrinas y las jaulas de los toros, impulsados por la extraña convicción de que la santidad y la devoción tenían algo que ver con el hecho de que los excrementos te llegaran hasta las rodillas.
Brutha nunca se ofrecía voluntario para nada, pero si se le decía que hiciese algo entonces lo hacía, no impulsado por cualquier deseo de impresionar, sino simplemente porque se le había dicho que lo hiciera. Y ahora estaba hablando con tortugas.
—Me parece que debo decirte que no está hablando, Brutha —dijo el hermano Nhumrod.
—¿No podéis oírla?
—No puedo oírla, Brutha.
—Me dijo que era… —Brutha titubeó—. Me dijo que era el Gran Dios Om.
Después se encogió sobre sí mismo. En ese momento su abuela ya le habría atizado con algún objeto pesado.
—Ah. Bueno, Brutha, verás… —dijo el hermano Nhumrod, estremeciéndose levemente—, esta clase de cosa no es desconocida entre los jóvenes que han sido Llamados a la Iglesia recientemente. Me atrevería a decir que cuando sentiste la Llamada oíste la voz del Gran Dios, ¿verdad? ¿Mmmm?
Usar metáforas con Brutha era perder el tiempo. Recordaba haber oído la voz de su abuela. Más que Llamado, Brutha había sido Enviado. Pero asintió de todas maneras.
—Y en tu… entusiasmo, es muy natural que pensaras que oías al Gran Dios hablándote —prosiguió Nhumrod.
La tortuga había empezado a dar saltitos.
—¡Te fulminaré con una lluvia de rayos! —gritó.
—He descubierto que la clave está en el ejercicio sano —dijo Nhumrod—. Y abundante agua fría.
—¡Te retorcerás sobre los pinchos de la condenación!
Nhumrod se inclinó, cogió a la tortuga y la sostuvo cabeza abajo. Las patas de la tortuga se agitaron furibundamente.
—¿Cómo ha llegado aquí, mmmm?
—No lo sé, hermano Nhumrod —respondió Brutha obedientemente.
—¡Tu mano se marchitará y se te caerá! —gritó la voz dentro de su cabeza.
—Las tortugas son unos bichos muy sabrosos, sabes —dijo el maestro de novicios. Vio la expresión en el rostro de Brutha—. Míralo de esta manera —prosiguió—. ¿Se manifestaría a Sí Mismo el Gran Dios Om —cuernos sagrados— en una criatura tan humilde como esta? Un toro, sí, por supuesto, un águila, ciertamente, y me parece que en una ocasión un cisne… Pero ¿una tortuga?
—¡A tus órganos sexuales les saldrán alas y se irán volando!
—Después de todo —siguió diciendo Nhumrod, ignorante del coro secreto que aullaba en la cabeza de Brutha—, ¿qué clase de milagros podría hacer una tortuga? ¿Mmmm?
—¡Mandíbulas de gigantes aplastarán tus tobillos!
—¿Convertir lechuga en oro, quizá? —dijo el hermano Nhumrod, en los tonos joviales de quienes han sido bendecidos con la más absoluta ausencia de todo sentido del humor—. ¿Aplastar hormigas con sus patas? Jajaja.
—Jajá —dijo Brutha obedientemente.
—Me la llevaré a la cocina para que no te estorbe —dijo el maestro de novicios—. Las tortugas hacen una sopa excelente. Y así ya no oirás más voces, puedes estar seguro. El fuego cura todas las Locuras, ¿sí?
—¿Sopa?
—Eh… —dijo Brutha.
—¡Tus intestinos serán enrollados alrededor de un árbol hasta que lo lamentes!
Nhumrod recorrió el huerto con la mirada. Parecía estar repleto de melones, pepinos y calabazas. Se estremeció.
—Montones de agua fría, eso es lo principal —dijo—. Montones y más montones. —Volvió a centrar su atención en Brutha—. ¿Mmmm? Y se fue en dirección a las cocinas.
El Gran Dios Om estaba panza arriba dentro de una cesta en una de las cocinas, medio enterrado debajo de un manojo de hierbas y unas cuantas zanahorias.
Una tortuga que haya quedado panza arriba intentará enderezarse, en primer lugar, estirando el cuello al máximo y tratando de utilizarlo como palanca. Si eso no da resultado, entonces agitará frenéticamente las patas para ver si el movimiento la desplaza hasta enderezarla.
Una tortuga panza arriba es la novena cosa más patética de todo el multiuniverso.
Una tortuga panza arriba que además sabe qué va a ocurrirle a continuación es… Bueno, como mínimo esa tortuga ocupa el puesto número cuatro en la lista de cosas más patéticas del multiuniverso.
La forma más rápida de matar a una tortuga para el puchero es sumergirla en agua hirviendo.
La Ciudadela estaba llena de cocinas, almacenes y talleres de artesanos pertenecientes a la población civil de la Iglesia.[4] Aquella cocina sólo era uno más entre muchos sitios parecidos, un sótano con el techo ennegrecido por el humo cuyo punto focal era el arco de un hogar. Las llamas rugían cañón arriba. Los perros que hacían girar los espetones trotaban dentro de sus ruedas. Los trinchantes subían y bajaban sobre las tablas de madera.
A un lado del enorme hogar, entre otros varios calderos ennegrecidos, el agua de un pequeño puchero ya empezaba a burbujear.
—¡Los gusanos de la venganza se comerán tus fosas nasales ennegrecidas! —gritó Om, sacudiendo violentamente las patas. La cesta se bamboleó.
Una mano peluda entró en la cesta y cogió las hierbas.
—¡Los halcones picotearán tu hígado! Una mano volvió a entrar en la cesta y cogió las zanahorias.
—¡Padecerás mil heridas!
Una mano entró en la cesta y cogió al Gran Dios Om.
—¡Los hongos caníbales de…!
—¡Calla! —siseó Brutha, metiéndose la tortuga debajo de la túnica.
Fue hacia la puerta, pasando desapercibido entre el caos culinario general.
Uno de los cocineros lo miró y arqueó una ceja.
—He de llevármela —farfulló Brutha, sacando la tortuga y sacudiéndola a modo de aclaración—. Ordenes del diácono.
El cocinero frunció el ceño y después se encogió de hombros. Los novicios estaban considerados por todo el mundo como la forma de vida más vil, pero las órdenes de la jerarquía debían ser obedecidas sin hacer preguntas, a menos que el que preguntaba quisiera tener que enfrentarse a preguntas mucho más importantes, como la de si es posible o no ir al cielo después de haber sido asado vivo.
Cuando estuvieron en el patio, Brutha se apoyó contra la pared y respiró hondo.
—¡Tus globos oculares se…! —comenzó a gritar la tortuga.
—Una palabra más y vuelves a la cesta —dijo Brutha.
La tortuga calló.
—Tal como están las cosas, seguro que me meteré en un buen lío por haber faltado a Religión Comparativa con el hermano Roncha —dijo Brutha—. Pero el Gran Dios ha tenido a bien hacerlo miope y probablemente el pobre hombre ni se enterará de que no estoy allí, sólo que si se da cuenta entonces tendré que decir lo que he hecho porque decirle mentiras a un hermano es un pecado, y el Gran Dios me mandará al infierno por un millón de años.
—Creo que en este caso podría mostrarme misericordioso —dijo la tortuga—. No te caerían más de mil años, y eso como máximo.
—Mi abuela me dijo que cuando muriese iría al infierno de todas maneras —dijo Brutha, sin hacerle caso—. Estar vivo es pecaminoso. Y es lógico, porque cuando estás vivo tienes que pecar cada día.
Miró a la tortuga.
—Sé que no eres el Gran Dios Om (cuernos sagrados), porque si yo tocara al Gran Dios Om (cuernos sagrados) las llamas consumirían mis manos. El Gran Dios nunca se convertiría en una tortuga, como dijo el hermano Nhumrod. Pero en el Libro del Profeta Cena se dice que cuando Cena estaba vagando por el desierto los espíritus del suelo y el aire le hablaron, así que me he preguntado si no serás uno de esos espíritus.
La tortuga lo miró con su único ojo sin decir nada. Luego habló.
—¿Un tipo alto? ¿Con mucha barba y ojos que le bailaban en las órbitas?
—¿Qué? —dijo Brutha.
—Me parece que me acuerdo de él —dijo la tortuga—. Los ojos se le movían cuando hablaba. Y siempre estaba hablando. Consigo mismo. Se daba mucho de narices con las rocas.
—Vagó por el desierto durante tres meses —dijo Brutha.
—Ah, entonces eso lo explica —dijo la tortuga—. Allí no hay mucho que comer aparte de hongos.
—Quizá seas un demonio —dijo Brutha—. El Septateuco nos prohíbe conversar con los demonios. Mas al resistirnos a ellos, dice el profeta Fruni, nuestra fe puede volverse más fuerte y…
—¡Mil abscesos abrasarán tus dientes!
—¿Cómo dices?
—¡Juro por mí que soy el Gran Dios Om, el más grande de todos los dioses!
Brutha golpeó suavemente el caparazón de la tortuga con los nudillos.
—Deja que te enseñe algo, demonio.
Si escuchaba con atención, podía sentir cómo crecía su fe.
Aquella no era la gran estatua de Om, pero era la que quedaba más cerca. Estaba ubicada en el nivel del pozo reservado para los prisioneros y los herejes. Y estaba hecha de planchas de hierro unidas mediante remaches.
Los pozos estaban desiertos salvo por un par de novicios que empujaban una carreta en la lejanía.
—Es un gran toro —dijo la tortuga.
—¡Es la imagen del Gran Dios Om en una de sus encarnaciones mundanas! —dijo Brutha orgullosamente—. ¿Y tú dices que eres él?
—Es que últimamente no me he encontrado demasiado bien —dijo la tortuga.
Su flaco cuello se estiró todavía más.
—Hay una puerta en su espalda —dijo—. ¿Por qué hay una puerta en su espalda?
—Para poder meter dentro a los que han pecado —dijo Brutha.
—¿Por qué hay otra en su tripa?
—Para que se puedan sacar las cenizas purificadas —dijo Brutha—. Y el humo sale de sus ollares, como una señal para los impíos.
La tortuga torció el cuello para contemplar las hileras de puertas aseguradas con barras. Después alzó el ojo hacia los muros cubiertos de hollín. Acto seguido lo bajó hacia la en ese momento vacía zanja para el fuego que había debajo del toro de hierro. Llegó a una conclusión. Su único ojo parpadeó.
—¿Personas? —dijo finalmente—. ¿Asáis personas dentro de él?
—¡Ahí lo tienes! —exclamó Brutha triunfalmente—. ¡Y de esta manera demuestras que no eres el Gran Dios Om! El sabría que por supuesto que no quemamos personas ahí dentro. ¿Quemar personas ahí dentro? ¡Eso sería inaudito!
—Ah —dijo la tortuga—. ¿Entonces qué…?
—Sirve para la destrucción de materiales heréticos y demás desechos —dijo Brutha.
—Muy sensato —dijo la tortuga.
—Los pecadores y criminales son purificados por el fuego en los pozos de la Quisición o, en ocasiones, delante del Gran Templo —dijo Brutha—. El Gran Dios lo sabría.
—Me parece que debo de haberlo olvidado —murmuró la tortuga.
—El Gran Dios Om (cuernos sagrados) sabría que El Mismo dijo a su profeta Wallspur… —Brutha tosió y asumió el bizqueo con las cejas fruncidas indicador de que se estaba reflexionando muy en serio—. «Que el fuego sagrado destruya al incrédulo.» Lo pone en el versículo sesenta y cinco.
—¿Yo dije eso?
—En el Año de la Hortaliza Misericordiosa el obispo Kreeblephor convirtió a un demonio sólo con el poder de la razón —dijo Brutha—. El demonio ingresó en la Iglesia y llegó a subdiácono. O eso se dice.
—No tengo nada contra el uso de las armas… —comenzó la tortuga.
—Tu lengua mentirosa no puede tentarme, reptil —dijo Brutha—. ¡Pues soy fuerte en mi fe! La tortuga gruñó a causa del esfuerzo.
—¡Serás fulminado por mil rayos!
Una nubecilla negra muy, muy pequeña apareció encima de la cabeza de Brutha y un rayo muy, muy pequeño le chamuscó ligeramente una ceja.
La descarga tuvo aproximadamente la misma potencia que la chispa que salta del pelaje de un gato en un día seco y cálido.
—¡Ay!
—¿Ahora ya crees en mí? —preguntó la tortuga.
En el techo de la Ciudadela soplaba un poco de brisa. También ofrecía una buena vista de las altiplanicies del desierto.
Fri'it y Drunah esperaron un poco para recuperar el aliento.
Después Fri'it dijo:
—¿Estamos seguros aquí arriba?
Drunah miró hacia arriba. Un águila describía círculos sobre las colinas resecas. Se encontró preguntándose qué tan buen oído tendría un águila. Ciertamente eran muy buenas en algo. ¿Sería la audición? Un águila podía oír a una criatura a medio kilómetro por debajo de ella en el silencio del desierto. Qué demonios… No podía hablar, ¿verdad?
—Probablemente —dijo.
—¿Puedo confiar en ti?
—¿Puedo confiar en ti?
Fri'it tabaleó con los dedos encima del parapeto.
—Uh —dijo.
Y ese era el problema. El problema al que se enfrentaban todas las sociedades realmente secretas, y consistía en que eran, bueno, secretas. ¿Cuántos miembros tenía el Movimiento de la Tortuga? Nadie lo sabía con exactitud. ¿Cómo se llamaba el hombre que estaba junto a ti? Otros dos miembros lo sabían, porque lo habrían presentado, pero ¿quiénes eran detrás de aquellas máscaras? Porque el conocimiento era peligroso. Si sabías algo, las exquisiciones podían írtelo sacando lentamente. Por eso te asegurabas de no saber. Eso hacía que la conversación se volviera mucho más fácil durante las reuniones de célula, e imposible fuera de ellas.
Era el problema de todos los aspirantes a conspiradores a lo largo de la historia: cómo conspirar sin llegar a dirigir palabras a un posible compañero de conspiración en el que no confiabas y que, en caso de que dichas palabras fueran repetidas, orientarían hacia ti el atizador incriminatorio al rojo vivo de la culpabilidad.
Las gotitas de sudor que perlaban la frente de Drunah sugerían que el secretario estaba dando vueltas a los mismos razonamientos. Pero no lo demostraban. Y para Fri'it, el no morir había llegado a convertirse en un hábito Hizo crujir los nudillos nerviosamente.
—Una guerra santa —dijo.
Eso no era demasiado arriesgado. Después de todo, la frase no incluía ninguna pista verbal acerca de lo que en verdad pensaba Fri'it de la perspectiva. No había dicho: «Dios, una guerra santa no, ¿es que ese hombre se ha vuelto loco? Un misionero idiota consigue que lo maten, alguien escribe unos cuantos disparates sobre la forma del mundo, ¿y tenemos que ir a la guerra?» Si se lo presionaba, de hecho hasta el extremo de estirarlo y fracturarlo, Fri'it siempre podía afirmar que el significado había sido: «¡Por fin! ¡Una oportunidad que no debemos dejar escapar de morir gloriosamente por Om, el único Dios verdadero, quien Pisoteará a los Impíos con Pezuñas de Hierro!» Eso no habría cambiado mucho las cosas, porque las declaraciones nunca cambiaban las cosas una vez que habías ido a parar a los profundos niveles donde la acusación tenía el estatus de prueba, pero al menos quizá haría que uno o dos exquisidores tuvieran la sensación de que podían haberse equivocado.
—Claro que la Iglesia se ha mostrado bastante menos militante durante el último siglo —dijo Drunah contemplando el desierto—. Ha estado demasiado ocupada con los problemas cotidianos del imperio.
Una aseveración. En la que no había ni una sola rendija dentro de la que pudieras introducir un desarticulador de huesos.
—Estuvo la cruzada contra los hodgsonitas —dijo Fri'it con voz distante—. Y la subyugación de los melchioritas. Y la resolución del falso profeta Zeb. Y la corrección de los ashelianos, y la absolución de los…
—Pero todo eso no fue más que política —dijo Drunah.
—Hmmm. Sí. Por supuesto, tienes razón.
—Y, naturalmente, uno jamás podría dudar de la sabiduría de una guerra librada para aumentar el culto y la gloria del Gran Dios.
—No. Nadie podría dudar de ello —dijo Fri'it, que había atravesado muchos campos de batalla el día siguiente a una gloriosa victoria, cuando tenías amplia oportunidad de ver qué significaba vencer. Los omnianos prohibían el uso de drogas. En momentos como ese la prohibición se volvía difícil de soportar, porque no te atrevías a dormir por miedo a tus sueños.
—¿Acaso no declaró el Gran Dios, a través del profeta Abismo, que no hay sacrificio más grande y honorable que dar la vida por el Dios?
—Desde luego que lo declaró —dijo Fri'it.
No pudo evitar recordar que Abismo llevaba cincuenta años como obispo en la Ciudadela cuando el Gran Dios lo Eligió. Ningún enemigo había venido hacia él blandiendo una espada y soltando alaridos. Abismo nunca había mirado a los ojos a alguien que quería verlo muerto —pensándolo mejor, por supuesto que lo había hecho, todo el tiempo, porque naturalmente la Iglesia tenía su vida política—, pero al menos en ese momento aquellas personas no tenían en su mano el medio necesario para alcanzar dicho fin.
—Morir gloriosamente por la fe de uno es algo muy noble —canturreó Drunah, como si estuviera leyendo las palabras en un tablón de avisos interno.
—Eso nos dicen los profetas —murmuró Fri'it.
Fri'it sabía que los designios del Gran Dios eran inescrutables. No cabía duda de que Om escogía a Sus profetas, pero parecía como si hubiera que echarle una mano para que pudiera seleccionarlos. Quizá estaba demasiado ocupado para escoger por Sí Mismo. Últimamente parecía haber muchas más reuniones, muchos más asentimientos y muchos más intercambios de miradas incluso durante los servicios en el Gran Templo.
Desde luego, el joven Vorbis parecía estar envuelto por una aureola especial, y era asombroso lo fácil que resultaba pasar de un pensamiento a otro. Un hombre marcado por el destino, desde luego. Una diminuta parte de Fri'it, la parte que había pasado una considerable porción de su vida en tiendas, a la que le habían arrojado muchas lanzas y había tomado parte en combates tan confusos que el aliado podía matarte con tanta facilidad como el enemigo, añadió: o al menos marcado por algo. Era una parte de él que debería pasar todas las eternidades en todos los infiernos, pero ya tenía mucha práctica en eso.
—Supongo que ya sabes que de joven viajé mucho, ¿no? —dijo.
—He oído decir que contabas cosas muy interesantes de tus viajes por tierras paganas —dijo Drunah educadamente—. Se suelen mencionar campanillas.
—¿Te he hablado alguna vez de las Islas Marrones?
—Más allá del fin del mundo —dijo Drunah—. Me acuerdo. Donde los abalorios crecen en los árboles y las muchachas encuentran bolitas blancas dentro de las ostras. Bucean para encontrarlas, decías, y no llevan…
—Me he acordado de otra cosa —dijo Fri'it. Era un recuerdo solitario, perdido allí fuera con nada más que matorrales bajo un ciclo púrpura—. Allí el mar siempre está muy picado. Hay grandes olas, mucho más grandes que las del Mar del Círculo, comprendes, y los hombres van remando a pescar más allá de ellas. Sobre extrañas tablas de madera. Y cuando desean volver a la orilla, esperan a que venga una ola y entonces… se ponen de pie, encima de la ola, y esta los lleva hasta la playa.
—Prefiero la historia de las muchachas que bucean en el mar —dijo Drunah.
—A veces hay olas muy grandes —dijo Fri'it sin hacerle caso—. Nada las detendría. Pero si cabalgas sobre ellas, no te ahogas. Eso es algo que aprendí.
Drunah vio el brillo en sus ojos.
—Ah —dijo, asintiendo—. Cuán maravilloso es por parte del Gran Dios poner ejemplos tan instructivos en nuestro camino.
—El truco está en calcular la fuerza de la ola —dijo Fri'it—. Y cabalgarla.
—¿Y qué les ocurre a los que no saben calcularla?
—Se ahogan. A menudo. Algunas de las olas son muy grandes.
—Sí, esa suele ser la naturaleza de las olas. Comprendo.
El águila seguía describiendo círculos sobre el desierto. Si había entendido algo, no lo dejaba traslucir.
—Un hecho que no estaría de más recordar —dijo Drunah con súbita jovialidad—. Por si uno llega a encontrarse alguna vez en tierras paganas.
—Cierto.
Los diáconos cantaban los deberes de la hora desde las torres de oración repartidas por los contornos de la Ciudadela.
Brutha hubiese debido estar en clase. Pero los sacerdotes preceptores no eran demasiado estrictos con él.
Después de todo, Brutha podía recitar palabra por palabra cada Libro del Septateuco y se sabía de memoria todas las plegarias e himnos, gracias a su abuela. Probablemente daban por sentado que estaba siendo útil en alguna parte, haciendo útilmente algo que nadie más que ría hacer.
Brutha removía la tierra entre los bancales de judías para que estuvieran más ordenados. El Gran Dios Om, que actualmente era el pequeño dios Om, comía una hoja de lechuga.
Toda mi vida, pensó Brutha, he sabido que el Gran Dios Om —hizo el signo de los cuernos sagrados sin demasiado entusiasmo— era una… una gran barba en el cielo, o a veces, cuando baja al mundo, como un enorme toro o león o… algo grande, de todas maneras. Algo hacia lo que tienes que levantar la mirada.
Y de alguna manera una tortuga no es lo mismo. Lo estoy intentando, de veras… pero no es lo mismo. Y oírla hablar de los septarcas como si sólo hubieran sido unos… unos viejos chiflados… Es como un sueño.
La mariposa de la duda cobró forma dentro de las selvas del subconsciente de Brutha y movió un ala experimental, ignorante de lo que la teoría del caos tiene que decir acerca de esa clase de cosas.
—Ya me encuentro mucho mejor —dijo la tortuga—. Hacía meses que no me sentía tan bien.
—¿Meses? —dijo Brutha—. ¿Cuánto tiempo llevas… enfermo?
La tortuga puso la pata encima de una hoja.
—¿Qué día es hoy?
—El diez de gruñe —dijo Brutha.
—¿Sí? ¿De qué año?
—Esto… El de la Serpiente Nocional… ¿Qué quieres decir con qué año?
—Entonces… tres años —dijo la tortuga—. Una lechuga realmente magnífica. Y soy yo quien lo dice, ojo. En las colinas no encuentras lechugas. Un poco de llantén, algún que otro matorral espinoso. Hágase otra hoja.
Brutha arrancó una de la planta más próxima. Y mirad, pensó, se hizo otra hoja.
—¿E ibas a ser un toro? —preguntó.
—Abrí los ojos (mi ojo) y era una tortuga.
—¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡No lo sé! —mintió la tortuga.
—Pero tú… tú eres omnicognosciente —dijo Brutha.
—Eso no significa que lo sepa todo.
Brutha se mordió el labio.
—Um. Sí. Es justo lo que significa.
—¿Estás seguro? —Sí.
—Creía que eso era omnipotente.
—No. Eso quiere decir que lo puedes todo. Y así es. Es lo que pone en el Libro de Ossory. Fue uno de los Grandes Profetas, ya sabes. Bueno, espero —añadió Brutha.
—¿Quién le dijo al tal Ossory que yo era omnipotente?
—Tú.
—No. Yo no se lo dije.
—Bueno, él dijo que se lo dijiste.
—Ni siquiera recuerdo a nadie que se llamara Ossory —masculló la tortuga.
—Le hablaste en el desierto —dijo Brutha—. Tienes que acordarte. ¿Metro noventa de estatura? ¿Con una barba muy larga? ¿Y un cayado enorme? ¿Y el resplandor de los cuernos sagrados emanando de su cabeza? —Titubeó. Pero había visto las estatuas y los iconos sagrados. No podían estar equivocados.
—Nunca he conocido a nadie así —dijo el pequeño dios Om.
—Puede que fuera un poquito más bajo —admitió Brutha.
—Ossory. Ossory —dijo la tortuga—. No… No puedo decir que…
—Dijo que le hablaste desde dentro de una columna de fuego —dijo Brutha.
—Oh, ese Ossory —dijo la tortuga—. Columna de fuego. Sí.
—Y le dictaste el Libro de Ossory —dijo Brutha—. El cual contiene las Indicaciones, las Puertas, las Abjuraciones y los Preceptos. Ciento noventa y tres capítulos.
—Me parece que no hice todo eso —dijo Om con voz dubitativa—. Estoy seguro de que me acordaría de ciento noventa y tres capítulos.
—¿Y entonces qué le dijiste?
—Que yo recuerde, le dije: «¡Eh, veré qué se puede hacer!» —dijo la tortuga.
Brutha la miró fijamente. Parecía sentirse un poco avergonzada, en la medida en que eso es posible para una tortuga.
—Incluso a los dioses les gusta descansar —dijo.
—¡Cientos de miles de personas viven según las Abjuraciones y los Preceptos! —rugió Brutha.
—¿Y? No se lo estoy impidiendo —dijo Om.
—Si tú no los dictaste, ¿quién lo hizo?
—A mí no me lo preguntes. ¡No soy omnicognosciente!
Brutha estaba temblando de ira.
—¿Y el profeta Abismo? Supongo que dio la casualidad de que alguien le entregó los Codicilos, ¿verdad?
—No era yo.
—¡Están escritos en tablas de plomo de tres metros de alto!
—Oh, bueno, en ese caso tuve que ser yo, ¿verdad? Siempre tengo una tonelada de tablas de plomo a mano por si me encuentro con alguien en el desierto, ¿verdad?
—¡Qué! Si no fuiste tú, ¿quién fue?
—No lo sé. ¿Por qué debería saberlo? ¡No puedo estar en todas partes a la vez!
—¡Eres omnipresente!
—¿Quién lo dice?
—¡El profeta Hashimi!
—¡No lo he visto en mi vida!
—¿Oh? ¿Oh? Entonces supongo que no le diste el Libro de la Creación, ¿verdad?
—¿Qué Libro de la Creación?
—¿Quieres decir que no lo sabes?
—¡No!
—¿Entonces quién se lo dio?
—¡No lo sé! ¡Quizá lo escribió él mismo!
Brutha se llevó la mano a la boca, horrorizado.
—¡Ezo é blafemia!
—¿Cómo dices?
Brutha bajó la mano.
—¡He dicho que eso es blasfemia!
—¿Blasfemia? ¿Cómo puedo blasfemar? ¡Soy un dios!
—¡No te creo!
—¡Ja! ¿Quieres otro rayo?
—¿A eso lo llamas rayo?
Brutha se había puesto rojo y estaba temblando. La tortuga inclinó la cabeza melancólicamente.
—De acuerdo. De acuerdo. No era gran cosa, lo admito —dijo—. Si me encontrara mejor, habrías quedado reducido a un par de sandalias de las que salía humo. —Parecía muy abatida—. No lo entiendo. Esto nunca me había ocurrido antes. Tenía intención de ser un gran toro blanco rugiente durante una semana, y acabo siendo una tortuga durante tres años. ¿Por qué? No lo sé, y eso que se supone que lo sé todo. Según esos profetas tuyos que dicen que se han encontrado conmigo, de todas maneras. ¿Sabes que nadie me había oído nunca? ¡He intentado hablar con pastores de cabras y similares, y ni se dieron cuenta! Estaba empezando a pensar que era una tortuga que soñaba con ser un dios. Así de mal estaban las cosas.
—Quizá lo seas —dijo Brutha.
—¡Que tus piernas se hinchen hasta parecer dos troncos! —chilló la tortuga.
—Pero… pero… —balbuceó Brutha—. Estás diciendo que los profetas sólo eran… ¡unos hombres que escribieron cosas!
—¡Eso es lo que fueron!
—¡Sí, pero no cosas que tú les dijiste!
—Puede que algunas sí que se las haya dicho —dijo la tortuga—. He olvidado tantas cosas durante los últimos años.
—Pero si has estado aquí abajo como una tortuga, ¿quién ha estado escuchando las plegarias? ¿Quién ha estado aceptando los sacrificios? ¿Quién ha estado juzgando a los muertos?
—No lo sé —dijo la tortuga—. ¿Quién lo hacía antes?
—¡Tú!
—¿Yo lo hacía?
Brutha se metió los dedos en los oídos y empezó a cantar la tercera estrofa de Mirad, los infieles huyen de la ira de Om.
Un par de minutos después la tortuga sacó la cabeza de la concha.
—Bueno —dijo—, y antes de que los incrédulos sean quemados… ¿les cantáis primero?
—¡No!
—Ah. Una muerte misericordiosa. ¿Puedo decir algo?
—Si intentas tentar mi fe una vez más…
La tortuga no dijo nada. Om rebuscó entre los borrosos restos de su memoria. Después arañó el polvo con una garra.
—Recuerdo… un día… de verano… cuando tenías trece años…
La vocecita reseca siguió hablando. La boca de Brutha formó una O que se fue agrandando lentamente.
—¿Cómo has sabido eso? —preguntó finalmente.
—Crees que el Gran Dios Om ve todo lo que haces, ¿verdad?
—Eres una tortuga, no puedes haber…
—Cuando casi tenías catorce años y tu abuela te había dado una paliza por robar nata de la despensa, cosa que en realidad no habías hecho, te encerró en tu habitación y entonces dijiste: «Ojalá estuvieras…»
Habrá una señal, pensó Vorbis. Siempre hay una señal para el hombre que las espera. Un hombre sabio siempre se pone en el camino de Dios.
Estaba dando un paseo por la Ciudadela. Cada día se paseaba por algunos de los niveles inferiores, aunque naturalmente nunca a la misma hora y siempre por una ruta distinta. Si Vorbis extraía algún placer de la vida, al menos de alguna manera que pudiera ser reconocida por un ser humano normal, era viendo las caras de los miembros más humildes del clero cuando estos doblaban una esquina y se encontraban cara-a-mentón con el diácono Vorbis de la Quisición. Siempre había esa pequeña aspiración de aire que indicaba una conciencia culpable. Las conciencias estaban para eso, por supuesto. La culpabilidad era la grasa sobre la que giraban los engranajes de la autoridad.
Vorbis dobló una esquina y vio, esbozado apresuradamente en la pared de enfrente, un óvalo con cuatro toscas patas y una cabeza y una cola todavía más toscas.
Sonrió. Últimamente parecía haber más. Que la herejía creciera, que saliera a la superficie como una pústula.
Vorbis sabía cómo había que manejar la lanceta.
Pero aquel par de segundos de reflexión hizo que pasara de largo por otra esquina y, en vez de doblar por ella, salió a la luz del sol.
Pese a todo su conocimiento de los recodos de la iglesia, por un momento Vorbis se sintió perdido. Aquel era uno de los huertos amurallados. Alrededor de un magnífico seto de alto y decorativo maíz klatchiano, los emparrados de las judías alzaban hacia el sol brotes rojos y blancos; entre las hileras de judías, los melones se iban cociendo poco a poco sobre el suelo polvoriento. De la manera normal, Vorbis hubiera percibido y aprobado aquel uso del espacio tan eficiente, pero de la manera normal nunca se habría encontrado ante un robusto novicio que se revolcaba en el polvo con los dedos metidos en los oídos.
Vorbis miró a Brutha. Después lo empujó suavemente con la punta de su sandalia.
—¿Qué te ocurre, hijo mío?
Brutha abrió los ojos.
No había muchos miembros superiores de la jerarquía a los que pudiera reconocer. Hasta el mismísimo cenobiarca era un puntito lejano entre la multitud. Pero todo el inundo reconocía a Vorbis el exquisidor. Había algo en él que se proyectaba dentro de tu consciencia a los pocos días de tu llegada a la Ciudadela. El Dios meramente debía ser temido a la manera un tanto distraída de aquello que se ha convertido en costumbre temer, pero Vorbis inspiraba auténtico horror.
Brutha se desmayó.
—Qué raro —dijo Vorbis.
Un siseo lo hizo darse la vuelta.
Había una pequeña tortuga cerca de su pie. Mientras Vorbis la observaba, la tortuga trató de retroceder sin apartar la mirada de él al tiempo que seguía silbando como una tetera.
Vorbis la cogió y la examinó minuciosamente, dándole vueltas entre sus manos. Acto seguido recorrió con la mirada el muro del jardín hasta que encontró un sitio donde estaba dando el sol y puso al reptil allí, panza arriba.
Después de pensárselo unos momentos, cogió un par de guijarros de uno de los bancales de hortalizas y los metió debajo de la concha para que los movimientos de la criatura no pudieran enderezarla.
Vorbis creía que ninguna ocasión de adquirir conocimiento esotérico debería ser pasada por alto, e hizo una anotación mental para regresar dentro de unas horas a ver cómo iban las cosas, si el trabajo se lo permitía.
Después concentró su atención en Brutha.
Había un infierno para los blasfemos. Había un infierno para quienes se oponían a la autoridad legítimamente constituida. Había toda una serie de infiernos para los mentirosos. Probablemente había un infierno para los niños que deseaban que sus abuelas estuvieran muertas. Había infiernos más que suficientes.
Esta era la definición de eternidad: el espacio de tiempo concebido por el Gran Dios Om para asegurar que todos recibieran el castigo que merecían.
Los omnianos tenían muchísimos infiernos.
En aquel momento, Brutha estaba pasando por todos ellos.
El hermano Nhumrod y el hermano Vorbis lo miraban mientras Brutha se revolvía en su catre como una ballena embarrancada.
—Es el sol —dijo Nhumrod, casi calmado una vez superada la conmoción inicial de que el exquisidor hubiera ido en su busca—. El pobre chico se pasa el día entero trabajando en ese huerto. Tenía que ocurrir.
—¿Habéis probado a pegarle? —preguntó el hermano Vorbis.
—Lamento decir que pegar al joven Brutha es como tratar de azotar un colchón —dijo Nhumrod—. Dice «¡Ay!», pero creo que sólo porque sabe que eso es lo que se espera de él. Brutha tiene muy buena disposición. Es el muchacho del que os he hablado.
—No parece muy espabilado —dijo Vorbis.
—No lo es —dijo Nhumrod.
Vorbis asintió aprobadoramente. La inteligencia indebida en un novicio tenía su parte buena y su parte mala. A veces podía ser canalizada para mayor gloria de Om, pero a menudo causaba… Bueno, no es que causara problemas, porque Vorbis sabía muy bien qué había que hacer con la inteligencia mal aplicada, pero sí que daba un trabajo innecesario.
—Y sin embargo me decís que sus preceptores lo tienen muy bien conceptuado —dijo.
Nhumrod se encogió de hombros.
—Es muy obediente —dijo—. Y… bueno, está su memoria.
—¿Qué pasa con su memoria?
—Pasa que hay muchísima —dijo Nhumrod.
—¿Tiene buena memoria?
—Decir que tiene buena memoria sería quedarse muy corto. Su memoria es soberbia. Se sabe a la perfección todo el Sept…
—¿Hmmmm? —dijo Vorbis.
Nhumrod se dio cuenta de cómo lo estaba mirando el diácono.
—Tan a la perfección como es posible llegar a saber algo en este mundo tan imperfecto —murmuró.
—Un joven aficionado a las lecturas devotas —dijo Vorbis.
—Esto… Pues no —dijo Nhumrod—. No sabe leer. Ni escribir.
—Ah. Un vago.
El diácono no era hombre que perdiera el tiempo con las zonas grises. La boca de Nhumrod se abrió y se cerró mientras buscaba las palabras apropiadas.
—No —dijo—. Brutha lo intenta. Estamos seguros de que lo intenta. Es sólo que no parece ser capaz de distinguir… Bien, el caso es que no consigue entender la relación existente entre los sonidos y las letras.
—¿Le habéis pegado por eso, al menos?
—No parece surtir mucho efecto, diácono.
—¿Y entonces cómo es que ha llegado a ser un pupilo tan capaz?
—Escuchando —dijo Nhumrod.
Nadie escuchaba como Brutha, pensó. Eso volvía muy difícil enseñarle. Era como… como estar dentro de una enorme caverna. Todas tus palabras se desvanecían en aquellas profundidades imposibles de llenar que había dentro de la cabeza de Brutha. Su concentrado ensimismamiento podía reducir a los preceptores desprevenidos a un silencio balbuceante, a medida que cada palabra que articulaban sus labios se precipitaba en los oídos de Brutha.
—Lo escucha todo —dijo Nhumrod—. Y lo observa todo. Se lo va guardando todo.
Vorbis miró a Brutha.
—Y nunca le he oído decir una palabra más alta que otra —prosiguió Nhumrod—. A veces los otros novicios se burlan de él. Lo llaman El Gran Buey Tonto. Sabéis a qué me refiero, ¿verdad?
La mirada de Vorbis recorrió las manos como jamones y las piernas como troncos de árbol de Brutha.
Después pareció sumirse en profundas reflexiones.
—No sabe leer ni escribir —dijo finalmente—. Pero decís que es en extremo leal, ¿no?
—Leal y devoto —dijo Nhumrod.
—Y dotado de una buena memoria —murmuró Vorbis.
—Es algo más que eso —dijo Nhumrod—. Lo suyo no se parece en nada a la memoria.
Vorbis pareció llegar a una decisión.
—Que venga a verme en cuanto se haya recuperado —dijo. Nhumrod puso cara de horror.
—Sólo deseo hablar con él —dijo Vorbis—. Quizá pueda serme de utilidad.
—¿Sí, mi señor?
—Porque sospecho que el Gran Dios Om obra de maneras misteriosas.
En las alturas. Ningún sonido salvo el siseo del viento en las plumas.
El águila flotaba en la brisa y observaba los edificios de juguete de la Ciudadela.
Había caído en algún lugar de allí, y ahora no conseguía encontrarla. En algún lugar de allí abajo, en aquel pequeño retazo de verde.
Las abejas zumbaban entre los brotes de las judías. Y el sol batía la concha invertida de Om.
También hay un infierno para las tortugas.
Om ya estaba demasiado cansado para agitar las patas. Eso era lo único que podías hacer, agitar las patas. Y estirar el cuello todo lo que pudieras y moverlo de un lado a otro con la esperanza de que pudieras usarlo como palanca para enderezarte.
Si no tenías creyentes morías, y generalmente eso era lo que preocupaba a un dios menor. Pero también morías si morías.
En la parte de su mente que no estaba muy ocupada pensando en el calor, Om podía sentir el terror y la perplejidad de Brutha. No hubiese debido hacerle aquello al chico. Por supuesto que no lo había estado observando. ¿Qué dios hacía tal cosa? ¿A quién le importaba lo que hiciera la gente? Lo importante era la fe. Om había sacado el recuerdo de la mente del chico para impresionarlo, igual que un prestidigitador que saca un huevo de la oreja de alguien.
Estoy panza arriba, y cada vez tengo más calor, y voy a morir…
Y con todo… con todo… aquella maldita águila lo había dejado caer encima de un montón de estiércol. Un poco juguetona aquella águila, ¿no? Todo un lugar construido con rocas encima de una roca en un paraje rocoso, y aterrizaba sobre la única cosa que interrumpiría su caída sin interrumpir al mismo tiempo el curso de su existencia. Y realmente cerca de un creyente.
Curioso, muy curioso. Hacía que te preguntaras si existiría alguna clase de providencia divina, salvo por el hecho de que tú eras la providencia divina… y estabas panza arriba, y cada vez tenías más y más calor, y te preparabas para morir…
Aquel hombre que lo había puesto panza arriba. La expresión que había en aquel rostro apacible. Om la recordaría. Esa expresión, no de crueldad, sino de algún otro nivel del ser. Aquella expresión de terrible paz…
Una sombra cruzó el sol. Om alzó su único ojo hacia el rostro de Lu-Tze, quien lo contempló con suave compasión invertida. Y después le dio la vuelta. Y luego cogió su escoba y se fue, sin mirar atrás.
Om se quedó muy quieto, conteniendo la respiración. Y después se sintió mucho más animado.
Ahí arriba hay alguien que me quiere, pensó. Y da la casualidad de que ese alguien soy Yo.
El sargento Simonía no desplegó su tira de papel hasta haber vuelto a su alojamiento.
No le sorprendió encontrarse con el dibujito de una tortuga. Era el afortunado.
Había vivido para un momento como aquel. Alguien tenía que traer al escritor de la Verdad, para que fuese un símbolo para el movimiento. Y tendría que ser él. La única pega era que no podría matar a Vorbis.
Pero eso tenía que ocurrir allí donde pudiera ser visto.
Un día. Delante del Templo. Porque de otra manera nadie lo creería.
Om avanzaba por un pasillo arenoso.
Después de la desaparición de Brutha había estado remoloneando durante un rato. Remolonear es otra de las cosas que se les dan muy bien a las tortugas. Prácticamente son campeonas mundiales en eso.
Aquel condenado muchacho no daba una a derechas, pensó. Le estaba bien empleado por tratar de hablarle a un novicio que apenas sabía expresarse.
Aquel anciano tan flaco no había podido oírlo, por supuesto. Ni el chef. Bueno, el viejo probablemente estaba sordo. En cuanto al cocinero… Om tomó nota de que, cuando hubiera recuperado todos sus poderes divinos, a aquel cocinero le esperaría un destino especial. Om todavía no estaba muy seguro de en qué iba a consistir exactamente, pero tendría algo que ver con el agua hirviente y cabía esperar que en un momento u otro también hubiese zanahorias.
Saboreó la idea unos instantes. Pero ¿dónde lo dejaba eso? En aquel maldito huerto, como una tortuga. Om sabía cómo había llegado allí —contempló con un sordo terror aquel puntito en el cielo que el ojo de la memoria sabía era un águila— y más valía que fuera encontrando una salida de carácter más terrestre a menos que quisiera pasar el próximo mes escondiéndose debajo de las hojas de un melón.
Otro pensamiento le pasó por la cabeza. ¡Muy sabrosas! Cuando volviera a tener todo su poder, Om dedicaría bastante tiempo a diseñar unos cuantos infiernos nuevos. Y un par de Preceptos nuevos, también. No comerás la Carne de la Tortuga. Ese estaba bien. Le sorprendió que no se le hubiera ocurrido antes. Perspectiva, esa era la clave.
Y si se le hubiera ocurrido uno como Te Asegurarás De Recoger A Cualquier Tortuga En Apuros Y La Llevarás Allí Donde Ella Quiera Ir, Y Esto Es Importante, Eres Un Águila unos cuantos años antes, ahora no estaría metido en semejante lío.
Bueno, a lo hecho pecho. Tendría que dar con el cenobiarca. Alguien como un sumo sacerdote tendría que ser capaz de oírle.
Y estaría en alguna parte de este sitio. Los sumos sacerdotes tendían a no moverse mucho. El cenobiarca debería ser fácil de localizar. Y si bien actualmente podía ser una tortuga, Om seguía siendo un dios. No podía ser muy difícil, ¿verdad? Tendría que subir. Una jerarquía significaba precisamente eso. Localizabas al que estaba arriba de todo subiendo.
Bamboleándose un poco y con su concha meciéndose de un lado a otro, el antiguo Gran Dios Om se dispuso a explorar la Ciudadela erigida a su mayor gloria.
Y aunque trataba de no fijarse demasiado, no pudo evitar darse cuenta de que las cosas habían cambiado mucho en tres mil años.
—¿Yo? —dijo Brutha—. Pero, pero…
—No creo que tenga intención de castigarte —dijo Nhumrod—. Aunque el castigo es lo que te tienes más que merecido, por supuesto. Todos nos lo tenemos más que merecido —añadió piadosamente.
—Pero ¿por qué?
—¿… por qué? Dijo que sólo quería hablar contigo.
—¡Pero es que un exquisidor no puede querer oír nada de lo que yo tenga que decir! —gimió Brutha.
—Estoy seguro de que no estarás cuestionando los deseos del diácono —dijo Nhumrod.
—No. No. Por supuesto que no —dijo Brutha. Agachó la cabeza.
—Buen chico —dijo Nhumrod, y le palmeó la espalda hasta allí donde podía llegar con la mano—. Y ahora vete. Estoy seguro de que todo irá bien. —Y luego, porque a él también le habían enseñado que siempre había que decir la verdad, añadió—: Probablemente.
Había pocos peldaños en la Ciudadela. El discurrir de las muchas procesiones que marcaban los complejos rituales del Gran Om exigía pendientes largas y suaves. Los peldaños que había eran lo bastante bajos para que pudieran ser salvados por hombres muy ancianos a los que les costaba bastante andar, y había muchos hombres así de ancianos en la Ciudadela.
La arena procedente del desierto entraba continuamente. Pequeñas dunas se iban acumulando en los escalones y en los patios, pese a todo lo que pudiera hacer un ejército de novicios armados con escobas.
Pero una tortuga cuenta con unas patas muy poco eficientes.
—Construirás Peldaños Todavía Más Bajos —siseó Om, izándose hasta lo alto de uno de ellos.
Muchos pies retumbaban juntos a él, pasando a escasos centímetros de distancia. Aquella era una de las principales rutas de la Ciudadela, ya que llevaba al Lugar de Lamentación, y cada día era hollada por millares de peregrinos.
En una o dos ocasiones una sandalia errante chocó con su concha y lo hizo girar locamente.
—¡Tus pies saldrán volando de tu cuerpo y serán enterrados en un hormiguero! —gritó Om.
Eso lo hizo sentirse un poquito mejor.
Otro pie chocó con él y lo hizo resbalar por las piedras. Om acabó chocando con una reja metálica curva colocada muy abajo en una pared. Sólo un veloz agarrarse con sus mandíbulas evitó que se deslizara entre los barrotes. Om acabó suspendido de la boca encima de un sótano.
Los músculos de la mandíbula de una tortuga son increíblemente fuertes. Om se meció un poco, agitando las patas. Muy bien. Una tortuga que vivía en un paisaje rocoso lleno de cañadas estaba acostumbrada a aquel tipo de cosas. Lo único que debía hacer era enganchar una pata en…
Tenues sonidos atrajeron su atención. Hubo un tintineo metálico seguido por un gemido muy débil.
Om volvió su ojo de un lado a otro.
La reja daba a la parte superior de la pared de una habitación muy larga y de techo bajo iluminada por los pozos de luz que atravesaban toda la Ciudadela.
Vorbis lo había dejado muy claro. Los exquisidores nunca deberían trabajar entre las sombras, dijo, sino a plena luz.
Donde pudieran ver con claridad lo que estaban haciendo.
Al igual que podía verlo Om.
Siguió suspendido de la reja durante un rato, incapaz de apartar el ojo de la hilera de bancos.
En general, Vorbis desaprobaba los hierros al rojo vivo, las cadenas con pinchos y las cosas con taladros y grandes tornillos ajustables, a menos que fuera para exhibirlas públicamente en un día de Ayuno importante.
Como él decía siempre, era asombroso lo que podías llegar a hacer con un simple cuchillo.
Pero muchos de los exquisidores preferían los viejos métodos.
Pasado un tiempo, Om se izó muy lentamente reja arriba, con los músculos del cuello temblando. Moviéndose tan despacio como si estuviera pensando en otra cosa, primero rodeó un barrote con una pata delantera y después pasó la otra. Sus patas traseras se agitaron durante unos momentos, y después Om logró enganchar una uña en la áspera piedra.
Un momento de esfuerzo y volvió a salir a la luz.
Se fue andando muy despacio, manteniéndose cerca de la pared para evitar los pies. En cualquier caso no tenía más alternativa que ir despacio, pero ahora iba despacio porque estaba pensando. A la mayoría de los dioses les cuesta mucho andar y pensar al mismo tiempo.
Cualquiera podía ir al Lugar de Lamentación. Esa era una de las grandes libertades del omnianismo.
Había toda clase de maneras de presentar peticiones al Gran Dios, pero dependían mayormente de cuánto podías permitirte, lo cual era la manera en que había que hacer las cosas. Después de todo, los que habían tenido éxito en el mundo lo habían hecho con la aprobación del Gran Dios, porque era imposible creer que hubieran logrado salir adelante con Su desaprobación. De la misma manera, la Quisición podía actuar sin posibilidad de error. La sospecha era una prueba. ¿Cómo podía ser de otra manera? El Gran Dios nunca hubiese considerado adecuado introducir la sospecha en las mentes de Sus exquisidores a menos que fuese justo que debiera estar allí.
Si creías en el Gran Dios Om, la vida podía ser muy simple. Y a veces también muy corta.
Pero siempre estaban los poco previsores, los estúpidos y aquellos que, debido a algún defecto o descuido en esta vida o en una pasada, ni siquiera podían permitirse un pellizco de incienso. Y el Gran Dios, en Su sabiduría y Su misericordia tal como era filtrada a través de Sus sacerdotes, había pensado en ellos.
En el Lugar de Lamentación se podían elevar oraciones y súplicas. Con toda seguridad serían escuchadas.
Incluso podían ser atendidas.
Detrás del Lugar, que era un cuadrado de doscientos metros de lado, se alzaba el Gran Templo.
Allí, sin la menor sombra de duda, el Dios escuchaba.
O al menos en algún sitio cercano…
Millares de peregrinos visitaban el Lugar cada día.
Un talón chocó con la concha de Om y lo lanzó contra la pared. A mitad del rebote una muleta se estrelló contra el borde de su concha y lo mandó multitud adentro, girando como una moneda. Om rebotó en el petate de una anciana que, como muchos otros, creía que la eficacia de su petición se vería incrementada por la cantidad de tiempo que pasara en el cuadrado.
El dios parpadeó. Aquello era casi tan serio como las águilas. Era casi tan serio como el sótano… no, quizá nada fuera tan serio como el sótano…
Captó unas palabras antes de que otro pie lo hiciera salir despedido.
—Nuestra aldea lleva tres años padeciendo la sequía… ¿Un poquito de lluvia, oh Señor?
Rotando sobre la parte superior de su concha mientras se preguntaba vagamente si la respuesta apropiada podría hacer que la gente dejara de atizarle puntapiés, el Gran Dios masculló:
—No hay problema.
Otro pie chocó con Om, invisible para los devotos entre el bosque de piernas. El mundo se había convertido en un manchón borroso.
Oyó que una voz muy anciana y llena de desesperación decía:
—Señor, Señor, ¿por qué tienen que llevarse a mi hijo para que ingrese en la Legión Divina? ¿Quién cuidará de la granja ahora? ¿No podrías llevarte a algún otro muchacho?
—No te preocupes, que enseguida lo arreglo —graznó Om.
Una sandalia le dio debajo de la cola y le hizo cruzar varios metros de cuadrado. Nadie miraba hacia abajo. Se creía que mirar fijamente los cuernos dorados del techo del Templo mientras se rezaba proporcionaba una potencia añadida a la plegaria. Cuando la presencia de la tortuga era vagamente registrada como un impacto en el tobillo, un empujón automático con el otro pie se encargaba de quitarla de en medio.
—… mi esposa, que ha enfermado de…
—¡Oído!
Puntapié.
—… limpia el pozo de nuestra aldea, que se ha ensuciado con…
—¡Hecho! —Puntapié.
—… las langostas vienen cada año, y…
—¡Lo prometo, sólo que…! —Puntapié.
—… perdido en los mares estos cinco meses…
—¡… dejad de darme patadas! —La tortuga aterrizó, con el lado derecho hacia arriba, en un breve espacio despejado.
Visible…
Una parte muy grande de la vida animal consiste en reconocer pautas, las formas del cazador y el cazado. Para el ojo de alguien que meramente pasaba por allí el bosque es, bueno, sólo bosque; para el ojo de la paloma es un borroso fondo verde carente de importancia que sirve de telón a ese halcón que no has visto estaba posado en la rama de un árbol. Para el puntito minúsculo del gavilán que caza en las alturas, la totalidad del panorama del mundo no es más que niebla comparada con la presa que intenta escabullirse entre la hierba.
El águila saltó al cielo desde su puesto de observación en los mismos Cuernos.
Por fortuna, la misma consciencia de las formas que tanto hacía destacar a la tortuga en un cuadrado lleno de humanos que iban de un lado a otro hizo que el único ojo de la tortuga se volviera hacia arriba con temerosa expectación.
Las águilas son criaturas muy tercas. Una vez que se les ha metido entre ceja y ceja la idea del almuerzo, tiende a permanecer allí hasta que es satisfecha.
Había dos Legionarios Divinos delante de los aposentos de Vorbis. Ambos miraron de soslayo a Brutha mientras este llamaba tímidamente a la puerta, como si estuvieran buscando una razón para lanzarse sobre él.
Un sacerdote canoso y bajito abrió la puerta y llevó a Brutha hasta una pequeña habitación apenas amueblada, donde le señaló un taburete.
Brutha se sentó. El sacerdote desapareció detrás de una cortina. Brutha echó un vistazo a la habitación y…
Fue engullido por la negrura. Antes de que pudiera moverse, y los reflejos de Brutha no destacaban por su coordinación ni en las mejores de las circunstancias, una voz habló junto a su oreja:
—Y ahora, hermano, nada de pánico. Te ordeno que no te dejes llevar por el pánico.
Había tela delante del rostro de Brutha.
—Asiente, muchacho.
Brutha asintió. Te pasaban una capucha por encima de la cara. Eso todos los novicios lo sabían. En los dormitorios se contaban historias. Te tapaban la cara con una tela para que los exquisidores no supieran sobre quién estaban trabajando…
—Muy bien. Ahora iremos a la habitación contigua. Cuidado con donde pones los pies.
Unas manos lo ayudaron a levantarse y lo guiaron a través del suelo. A través de las nieblas de la incomprensión Brutha sintió el roce de la cortina, y después le hicieron bajar unos escalones y lo llevaron hasta una habitación con el suelo de arena. Las manos lo hicieron girar unas cuantas veces, firmemente pero sin ninguna aparente animadversión, y después lo condujeron por un pasillo. Hubo el susurro de otra cortina, y después la sensación indefinible de un espacio más grande.
Después, mucho después, Brutha se dio cuenta de una cosa: no había terror alguno. Una capucha había sido deslizada sobre su cabeza en la habitación del jefe de la Quisición, y no se le había ocurrido ni por un solo instante aterrorizarse. Porque tenía fe.
—Detrás de ti hay un taburete. Siéntate.
Brutha se sentó.
—Puedes quitarte la capucha.
Brutha se quitó la capucha.
Parpadeó.
Sentadas en taburetes al otro extremo de la habitación, con un Legionario Sagrado a cada lado de ellas, había tres figuras. Brutha reconoció el rostro aquilino del diácono Vorbis; los otros dos eran un hombre corpulento y no muy alto, y uno muy gordo. No de constitución sólida y robusta, como Brutha, sino un auténtico montón de sebo.
Los tres vestían austeras túnicas grises.
No había ni rastro de hierros para marcar, o de escalpelos siquiera.
Los tres lo estaban mirando.
—¿Novicio Brutha? —dijo Vorbis. Brutha asintió.
Vorbis soltó una suave risita, de la clase que se les escapa a las personas muy inteligentes cuando están pensando en algo no muy divertido.
—Y por supuesto algún día tendremos que llamarte hermano Brutha —dijo—. ¿O incluso padre Brutha? Sería un tanto desconcertante, creo yo. Más valdrá evitarlo. Me parece que tendremos que asegurarnos de que llegues a ser el subdiácono Brutha lo más pronto posible. ¿Qué opinas de eso?
Brutha no opinaba nada. Era vagamente consciente de que se estaba hablando de un ascenso, pero se le había quedado la mente en blanco.
—Bien, dejémoslo —dijo Vorbis, con la leve exasperación de alguien que se da cuenta de que tendrá que cargar con la mayor parte del peso de la conversación—. ¿Reconoces a los eruditos padres que hay a mi izquierda y a mi derecha?
Brutha meneó la cabeza.
—Perfecto. Tienen algunas preguntas que hacerte.
Brutha asintió.
El hombre muy gordo se inclinó hacia adelante.
—¿Tienes lengua, muchacho? —Brutha asintió. Y después, teniendo la impresión de que quizá no bastara con eso, la presentó para que fuera inspeccionada.
Vorbis puso una mano tranquilizadora sobre el brazo del gordo.
—Me parece que nuestro joven amigo está un poquito impresionado —dijo con afabilidad.
Sonrió.
—Y ahora Brutha (ten la bondad de guardar la lengua), voy a hacerte algunas preguntas. ¿Comprendes? —Brutha asintió.
—Cuando entraste por primera vez en mis aposentos, pasaste unos segundos en la antesala. Haz el favor de describírmela.
Brutha lo miró con ojos de rana. Pero las turbinas del recuerdo cobraron vida sin que él se lo ordenara, derramando sus palabras en el vestíbulo de su mente.
—Es una habitación cuadrada de unos tres metros de lado. Con paredes blancas. En el suelo hay arena excepto en el rincón junto a la puerta, donde son visibles las losas. En la pared de enfrente hay una ventana, a unos dos metros de altura. En la ventana hay tres barrotes. Hay un taburete de tres patas. Hay un icono sagrado del profeta Ossory, tallado en madera de afacia y adornado con incrustaciones de hoja de plata. En la esquina inferior izquierda del marco hay un arañazo. Debajo de la ventana hay un estante. En el estante sólo hay una bandeja.
Vorbis entrelazó sus largos y delgados dedos delante de su nariz.
—¿En la bandeja? —dijo.
—¿Perdón, señor?
—¿Qué había en la bandeja, hijo mío?
Un torbellino de imágenes desfiló ante los ojos de Brutha.
—En la bandeja había un dedal. Un dedal de bronce. Y dos agujas. En la bandeja había un trozo de cordel. Había nudos en el cordel. Tres nudos. Y en la bandeja había nueve monedas. Había una copa de plata encima de la bandeja, adornada con un motivo de hojas de afacia. Había una daga de hoja larga, creo que era acero, con una empuñadura negra en la que había siete rebordes. En la bandeja había un pequeño trozo de tela negra. Había un punzón para escribir y una pizarra…
—Háblame de las monedas —murmuró Vorbis.
—Tres de ellas eran céntimos de la Ciudadela —dijo Brutha—. Dos lucían los Cuernos, y una la corona séptuple. Cuatro de las monedas eran doradas y muy pequeñas. Había escritas en ellas cosas que… que no pude leer, pero si me dierais un punzón para escribir… creo que podría…
—¿Esto es alguna clase de truco? —dijo el hombre gordo.
—Os aseguro que el muchacho no puede haber visto la habitación durante más de un segundo —dijo Vorbis—. Háblanos de las otras monedas, Brutha.
—Las otras monedas eran grandes. Eran de cobre. Eran derechmi de Efebia.
—¿Cómo lo sabes? No son nada comunes en la Ciudadela.
—Ya las había visto en una ocasión, mi señor.
—¿Cuándo fue?
El rostro de Brutha se frunció en una mueca de esfuerzo.
—No estoy seguro… —dijo.
El gordo miró a Vorbis y sonrió.
—Ja —dijo.
—Creo… —dijo Brutha— que fue por la tarde. Pero podría haber sido por la mañana. Alrededor de mediodía. El 3 de grune del año del Escarabajo Perplejo. Unos mercaderes vinieron a nuestra aldea.
—¿Qué edad tenías en aquel entonces? —preguntó Vorbis.
—Me faltaba un mes para cumplir tres años, mi señor.
—No me lo creo —dijo el gordo.
La boca de Brutha se abrió y se cerró un par de veces. ¿Cómo lo sabía el gordo? ¡No había estado allí!
—Podrías estar equivocado, hijo mío —dijo Vorbis—. Eres un muchacho ya crecido de… ¿diecisiete, dieciocho años? Nos parece que realmente es imposible que te acuerdes de una moneda extranjera que viste durante unos momentos hace quince años.
—Pensamos que te lo estás inventando —dijo el gordo.
Brutha no dijo nada. ¿Por qué iba a inventarse lo que fuese? ¿Por qué inventárselo, cuando simplemente estaba sentado dentro de su cabeza?
—¿Puedes recordar todo lo que te ha ocurrido a lo largo de tu vida? —preguntó el hombre corpulento, que había estado observando a Brutha con atención durante todo el interrogatorio. Brutha se alegró de la interrupción.
—No, mi señor. Sólo la mayoría de las cosas.
—¿Olvidas cosas?
—Uh. A veces hay cosas de las que no me acuerdo.
Brutha había oído hablar del olvido, aunque le costaba imaginárselo. Pero había épocas de su vida, especialmente de los primeros años de ella, en las cuales no había… nada. No se trataba de un desgaste de la memoria, sino de grandes estancias cerradas con llave en la mansión de su recuerdo. No habían sido olvidadas, no más de lo que una habitación cerrada con llave cesa de existir, pero… cerradas con llave.
—¿Qué es lo primero que puedes recordar, hijo mío? —preguntó Vorbis afablemente.
—Había una luz intensa, y entonces alguien me pegó —dijo Brutha.
Los tres hombres lo miraron con ojos inexpresivos. Después se volvieron el uno hacia el otro. Brutha, a través de la congoja de su terror, oyó fragmentos de susurros.
«¿Qué podemos perder?» «Ridículo, y probablemente demoníaco…» «Hay muchas cosas en juego…» «Una posibilidad, y estarán esperando que nosotros…» Y así sucesivamente.
La mirada de Brutha recorrió la habitación.
El mobiliario no era una prioridad en la Ciudadela. Estanterías, taburetes, mesas… Entre los novicios corría el rumor de que los sacerdotes de lo más alto de la jerarquía tenían muebles de oro, pero aquí no había ni rastro de ellos. La estancia era tan severa como cualquier alojamiento de los novicios aunque poseía, quizá, una severidad más opulenta: más que la desnudez impuesta por la pobreza, lo que imperaba allí era una rigidez buscada.
—¿Hijo mío?
Brutha se apresuró a volver los ojos hacia el diácono. Vorbis miró a sus colegas. El hombre corpulento asintió.
El gordo se encogió de hombros.
—Ahora debes volver a tu dormitorio, Brutha —dijo Vorbis—. Antes de que te vayas, un sirviente te dará algo de comer y una bebida. Mañana al amanecer te presentarás en la Puerta de los Cuernos, y vendrás conmigo a Efebia. Habrás oído hablar de la delegación a Efebia, ¿no?
Brutha meneó la cabeza.
—Quizá no hay razón por la que hubieras debido —dijo Vorbis—. Vamos a hablar de asuntos políticos con el Tirano. ¿Entiendes? Brutha meneó la cabeza.
—Bien —dijo Vorbis—. Muy bien. Oh, y… ¿Brutha?
—¿Sí, mi señor?
—Olvidarás esta reunión. No has estado en esta habitación. No nos has visto aquí.
Brutha lo miró. Aquello no tenía ningún sentido. No podías olvidar cosas con sólo desearlo. Algunas cosas se olvidaban a sí mismas —las cosas que había dentro de aquellas habitaciones cerradas con llave—, pero eso era debido a algún mecanismo al cual él no podía acceder. ¿Qué querría decir aquel hombre?
—Sí, mi señor —dijo.
Parecía lo más sencillo.
Los dioses no tienen a nadie a quien rezarle.
El Gran Dios Om fue hacia la estatua más próxima, avanzando poco a poco con el cuello estirado mientras aquellas patas tan poco eficientes subían y bajaban frenéticamente. Daba la casualidad de que la estatua era él mismo como un toro pisoteando a un infiel, aunque eso no lo consoló demasiado.
Sólo era cuestión de tiempo antes de que el águila dejara de describir círculos y bajara en picado.
Om sólo llevaba tres años siendo una tortuga, pero junto con la forma había heredado una cierta reserva de instintos, y muchos de ellos giraban alrededor del terror más total y absoluto hacia la única criatura salvaje que había encontrado una manera de comer tortuga.
Los dioses no tienen nadie a quien rezarle.
Om estaba deseando que no fuera aquel el caso.
Pero todo el mundo necesita a alguien.
—¡Brutha!
Brutha no tenía muy claro cuál iba a ser su futuro inmediato. Era evidente que el diácono Vorbis lo había eximido de sus obligaciones como novicio, pero no tenía nada que hacer durante el resto de la tarde.
Gravitó hacia el huerto. Había matas de judías que atar, y Brutha agradeció que las hubiera. Con las judías siempre sabías qué terreno pisabas. No te decían que hicieras cosas imposibles, como por ejemplo olvidar.
Además, si iba a ausentarse durante una temporada, entonces tendría que cubrir los melones y explicarle unas cuantas cosas a Lu-Tze.
Lu-Tze iba incluido con los huertos.
Cada organización cuenta con alguien como él. Pueden estar manejando una escoba en oscuros pasillos, o vagando entre los estantes al fondo de las tiendas (donde son la única persona que sabe dónde está lo que sea) o mantener alguna clase de relación ambigua pero claramente esencial con el cuarto de calderas. Todo el mundo sabe quiénes son y nadie se acuerda de una época en la que no estuvieran allí, o sabe adónde van cuando no están, bueno, allí donde están habitualmente. De vez en cuando, ciertas personas ligeramente más observadoras que la inmensa mayoría de las personas, algo que pensándolo bien no es demasiado difícil, se paran a pensar en ellas… y después pasan a hacer alguna otra cosa.
Lo más curioso, en particular dado su silencioso deambular de huerto en huerto por toda la Ciudadela, era que Lu-Tze nunca demostraba mucho interés por las plantas. Lo suyo era el suelo, el estiércol, el abono, el polvo y el mantillo, y los medios de trasladar todas esas cosas de un sitio a otro. Generalmente estaba manejando una escoba, o removiendo un montón de abono. Una vez que alguien ha echado semillas en algo, deja de interesarse por ese algo.
Cuando Brutha entró en el huerto, Lu-Tze estaba rastrillando los senderos. El rastrillar senderos era algo que siempre se le había dado muy bien. Dejaba pequeñas pautas y delicadas curvas que resultaban muy relajantes.
Cuando andaba por ellos, Brutha siempre se sentía tentado de pedir disculpas por pisarlos.
Casi nunca hablaba con Lu-Tze, porque con Lu-Tze en realidad daba igual lo que se le dijera. El anciano siempre se limitaba a asentir y sonreía en cualquier caso.
—Estaré fuera durante algún tiempo —dijo Brutha, hablando en voz muy alta y articulando con claridad cada palabra—. Espero que envíen a algún otro para que cuide de los huertos, pero hay algunas cosas que es necesario hacer…
Asentimiento, sonrisa. El anciano lo siguió pacientemente a lo largo de las hileras mientras Brutha iba hablando de judías y de hierbas.
—¿Entiendes? —preguntó Brutha después de diez minutos de aquello.
Asentimiento, sonrisa. Asentimiento, sonrisa, seña con la mano.
—¿Qué?
Asentimiento, sonrisa, seña con la mano. Asentimiento, sonrisa, seña con la mano, sonrisa.
Lu-Tze fue con sus pasitos de cangrejo ermitaño hasta la pequeña área situada al fondo del huerto amurallado que contenía sus montículos, las tablas de las macetas y todos los otros cosméticos de la belleza hortícola. Brutha sospechaba que el anciano dormía allí.
Asentimiento, sonrisa, seña con la mano.
Junto a un rimero de palos para judías, un par de caballetes sostenían una mesa puesta al sol. La mesa estaba tapada con una esterilla de paja y encima de la esterilla había media docena de rocas puntiagudas, ninguna de las cuales tendría más de un palmo de altura.
Alrededor de ellas se habían dispuesto muy cuidadosamente unos cuantos palitos. Delgados trocitos de madera daban sombra a algunas partes de las rocas. Pequeños espejos metálicos dirigían la luz del sol hacia otras áreas.
Conos de papel situados en ciertos ángulos parecían estar canalizando la brisa hacia puntos muy precisos.
Brutha nunca había oído hablar del arte del bonsái, y de cómo se aplicaba a las montañas.
—Son… muy bonitas —dijo sin saber qué cara poner.
Asentimiento, sonrisa, coger una pequeña roca, tómala, tómala.
—Oh, de verdad yo no podría… Tómala, tómala. Sonrisa, asentimiento.
Brutha tomó la montañita. Tenía una extraña, irreal pesadez: a su mano le parecía que pesaba cosa de medio kilo, pero dentro de su cabeza pesaba miles de toneladas muy, muy pequeñas.
—Uh. Gracias. Muchísimas gracias.
Asentimiento, sonrisa, un cortés empujoncito con la mano.
—Es muy… montañosa. Asentimiento, sonrisa.
—Y eso de la cima en realidad no puede ser nieve, ¿verdad?
—¡Brutha!
Brutha se apresuró a levantar la cabeza. Pero la voz había venido de dentro.
Oh, no, pensó con abatimiento.
Empujó la montañita hacia las manos de Lu-Tze.
—Pero, esto, guárdamela, ¿sí?
—¡Brutha!
Todo aquello había sido un sueño, ¿verdad? Antes de que yo fuera importante y los diáconos me hablaran.
—¡No, no ha sido ningún sueño! ¡Ayúdame!
Los suplicantes se dispersaron cuando el águila hizo una pasada por encima del Lugar de Lamentación.
Después viró, a un par de metros del suelo, y se posó en la estatua del Gran Om Pisoteando al Infiel.
Era un ave magnífica, de un marrón dorado y con los ojos amarillos, y examinó a la multitud con inexpresivo desdén.
—¿Es una señal? —preguntó un hombre con una pata de palo.
—¡Sí! ¡Una señal! —dijo una mujer joven junto a él.
—¡Una señal!
Los suplicantes se congregaron alrededor de la estatua.
—Es una plaga con alas, eso es lo que es —dijo una vocecita desde algún lugar alrededor de sus pies.
—Pero ¿una señal de qué? —dijo un anciano que llevaba tres días acampado en el cuadrado.
—¿Qué quieres decir con «de qué»? ¡Es una señal! —dijo el hombre de la pata de palo—. No tiene por qué ser una señal de nada en concreto. Preguntar de qué es una señal es una clase de pregunta bastante sospechosa.
—Tiene que ser una señal de algo —dijo el anciano—. Eso es un como-se-llame referencial. Un gerundio, eso.
Podría ser un gerundio.
Una flaca figura apareció en el borde del grupo, moviéndose subrepticiamente pero con una sorprendente rapidez. Llevaba la djeliba de las tribus del desierto, pero debajo de su cuello había una bandeja suspendida de una tira. Encima de la bandeja había una ominosa sugerencia de cosas dulces y pegajosas cubiertas de polvo.
—Podría ser un mensajero del mismísimo Gran Dios —dijo la mujer.
—Es una maldita águila, eso es lo que es —dijo una voz resignada desde algún punto en la base de la estatua.
—¿Dátiles? ¿Higos? ¿Sorbetes? ¿Reliquias sagradas? ¿Indulgencias frescas? ¿Lagartos? ¿Un pinchito? —preguntó el hombre de la bandeja esperanzadamente.
—Pues yo creía que cuando El aparecía en el mundo lo hacía como un cisne o un toro —dijo el hombre de la pata de palo.
—¡Ja! —dijo la voz de la tortuga sin que nadie le hiciera caso.
—Eso siempre me ha extrañado un poco —dijo un joven novicio al fondo de la multitud—. Quiero decir que…Bueno, ya sabéis… ¿Cisnes? Están un poco… faltos de virilidad, ¿no?
—¡Así seas lapidado hasta morir por haber blasfemado! —chilló la mujer—. ¡El Gran Dios oye cada palabra irreverente que sale de tus labios!
—¡Ja! —desde debajo de la estatua. Y el hombre de la bandeja avanzó un poquito más con su paso aceitoso, diciendo: «¿Delicias klatchianas? ¿Avispas con miel? ¡Compradlas ahora que están frías!»
—Aunque no le falta algo de razón —dijo el anciano con una voz entre pesadísima e incontenible—. Lo que quiero decir es que hay algo muy divino en un águila. La reina de las aves, si no me equivoco.
—No es más que un pavo adornado —dijo la voz que hablaba desde debajo de la estatua—. Con un cerebro del tamaño de una nuez.
—Un ave muy noble, el águila. Y muy inteligente, además —dijo el anciano—. Un hecho interesante: las águilas son las únicas aves que han encontrado una manera de comer tortuga. ¿Lo sabíais? Las cogen, vuelan hasta muy alto y las dejan caer sobre las rocas. El impacto rompe la concha, y así es como las abren. Asombroso.
—Algún día —dijo una voz apagada desde abajo—, volveré a estar en forma y entonces lamentarás muchísimo haber dicho eso. Lo lamentarás durante muchísimo tiempo. Puede que incluso llegue al extremo de crear todavía más Tiempo sólo para que puedas lamentarlo dentro de él. O… No; te convertiré en una tortuga. A ver si te gusta, ¿eh? Ese silbido del viento alrededor de tu caparazón, el suelo que se va volviendo más grande a cada momento que pasa. ¡Eso sí sería un hecho interesante!
—Eso suena horrible —dijo la mujer, levantando la vista hacia la fija mirada del águila—. Me pregunto qué pasa por la cabeza de esa pobre criatura cuando la deja caer.
—Su caparazón, señora —dijo el Gran Dios Om, encogiéndose para tratar de meterse todavía un poco más hacia dentro del saliente de bronce.
El hombre de la bandeja parecía bastante abatido.
—Os diré lo que voy a hacer —murmuró—. Dos bolsitas de dátiles azucarados por el precio de una, ¿qué os parece? Y conste que eso es cortarme la mano que me da de comer.
La mujer miró la bandeja.
—¡Pero si hay moscas encima de todo! —dijo.
—Son pasitas, señora.
—¿Y entonces por qué se van volando? —quiso saber la mujer. El hombre bajó la mirada. Volvió a alzar los ojos hacia el rostro de la mujer.
—¡Un milagro! —exclamó, manoteando dramáticamente—. ¡El tiempo de los milagros ha llegado!
El águila se removió nerviosamente.
Reconocía a los humanos únicamente como secciones móviles del paisaje que, durante la estación en que las ovejas eran llevadas a pastar en lo alto de las colinas, podían ir asociadas al lanzamiento de piedras cuando el águila caía en picado sobre el corderito recién nacido, pero que por lo demás tenían tan poca importancia en el gran plan del mundo como los matorrales y las rocas. Pero el águila nunca había estado tan cerca de tantos de ellos. Sus ojos enloquecidos se movieron de un lado a otro.
En ese momento las trompetas resonaron a través del Lugar. El águila miró frenéticamente en torno a ella, forzando al máximo su diminuta mente depredadora en un intento de asimilar aquella repentina sobrecarga.
Alzó el vuelo. Los devotos trataron de apartarse de su camino mientras el águila caía en picado sobre las losas y después se elevaba majestuosamente hacia las torretas del Gran Templo y el caliente cielo.
Por debajo de ella, las puertas del Gran Templo, cada una de las cuales había sido hecha con cuarenta toneladas de bronce sobredorado, fueron abiertas por el hálito (se decía) del Gran Dios, y giraron sobre sus goznes pesada y —y esta era la parte sagrada— silenciosamente.
Las enormes sandalias de Brutha subían y bajaban sobre las losas. Brutha siempre invertía mucho esfuerzo en el correr; corría desde las rodillas hacia abajo, con las pantorrillas moviéndose como las ruedas de paletas de un gran barco fluvial.
Aquello era demasiado. Había una tortuga que decía que era el Dios, y eso no podía ser verdad excepto porque tenía que ser verdad, debido a lo que la tortuga sabía. Y Brutha había sido puesto a prueba por la Quisición. O algo por el estilo. En cualquier caso, no había sido tan doloroso como se le había inducido a esperar.
—¡Brutha!
El cuadrado, que solía hallarse animado por el susurro de un millar de plegarias, había quedado en silencio.
Todos los peregrinos se habían vuelto hacia el Templo.
Brutha, la mente hirviendo con los acontecimientos del día, se abrió paso a través de la súbitamente silenciosa multitud…
—¡Brutha!
Las personas disponen de amortiguadores de la realidad.
Es un hecho generalmente conocido por todos que nueve décimas partes del cerebro no se utilizan y, como la mayoría de los hechos generalmente conocidos por todos, también es falso. Ni siquiera el Creador más estúpido se tomaría la molestia de hacer que la cabeza humana fuese por el mundo cargando con un par de kilos de gelatina grisácea innecesaria si el único propósito real de dicha gelatina fuese, por ejemplo, servir de exquisitez gastronómica a ciertas tribus remotas que viven en valles todavía no explorados. Esas nueve décimas partes del cerebro sí que son utilizadas. Y una de sus funciones es hacer que lo milagroso parezca corriente y convertir lo desusado en usual.
Porque si no fuera así, entonces los seres humanos, enfrentados a la diaria prodigiosidad de todo, irían por ahí luciendo enormes sonrisas de imbecilidad similares a las que lucen los nativos de ciertas tribus remotas cuando las autoridades llevan a cabo una de sus incursiones ocasionales e inspeccionan el contenido de sus invernaderos de plástico verde. Siempre estarían diciendo «¡Ostras!». Y nadie trabajaría mucho.
A los dioses no les gusta que las personas no trabajen mucho. Las personas que no están ocupadas continuamente pueden empezar a pensar.
Una parte del cerebro existe para evitar que esto ocurra. Es muy eficiente. Puede hacer que una persona experimente aburrimiento en mitad de auténticas maravillas. Y el de Brutha estaba trabajando a un ritmo febril.
Por eso Brutha no se percató de inmediato de que había atravesado la última fila de peregrinos y había trotado hasta el centro de una ancha avenida, hasta que se volvió y vio venir a la procesión.
El cenobiarca volvía a sus aposentos, después de haber celebrado —o al menos de haber cabeceado distraídamente mientras su capellán se encargaba de celebrarlo por él— el servicio vespertino.
Brutha giró en redondo, buscando alguna escapatoria. Entonces hubo una tos junto a él y Brutha se encontró alzando la mirada hacia las furiosas caras de un par de soyes menores y, entre ellas, la expresión desconcertada y geriátricamente afable del cenobiarca en persona.
El anciano levantó la mano para bendecir a Brutha con los cuernos sagrados, y después dos miembros de la Legión Divina sujetaron por los codos al novicio y, al segundo intento, lo sacaron rápidamente de la ruta que iba a seguir la procesión y lo lanzaron hacia la multitud.
—¡Brutha!
Brutha cruzó corriendo la plaza hasta llegar a la estatua y se apoyó en ella, jadeando.
—¡Voy a ir al infierno! —murmuró—. ¡Para toda la eternidad!
—¿Ya quién le importa eso? Y ahora… sácame de aquí. —Nadie le estaba prestando ninguna atención. Todos estaban contemplando la procesión. El mero acto de ver pasar la procesión ya era sagrado. Brutha se arrodilló y atisbo por entre las volutas que envolvían la base de la estatua. Un ojo vidrioso le devolvió la mirada.
—¿Cómo has conseguido meterte ahí?
—Por los pelos, créeme —dijo la tortuga—. Te aseguro que cuando vuelva a estar en forma, las águilas serán rediseñadas muy a fondo.
—¿Qué está tratando de hacerte el águila? —preguntó Brutha.
—Quiere llevarme a su nido y darme de cenar —gruñó la tortuga—. ¿Qué crees que quiere hacer? —Luego hubo una corta pausa durante la que Om meditó en la futilidad del sarcasmo en presencia de Brutha: emplear el sarcasmo con él era como lanzarle merengues a un castillo—. Quiere comerme —añadió.
—¡Pero eres una tortuga!
—¡Soy tu Dios!
—Pero actualmente en la forma de una tortuga. Con una concha puesta, quiero decir.
—Eso a las águilas les da igual —dijo la tortuga sombríamente—. Te cogen, te suben hasta unos doscientos metros de altura y después… te dejan caer.
—Urrgh.
—No. Más bien… catacrac… y chof. ¿Cómo crees que he entrado aquí?
—¿Te dejaron caer? Pero…
—Caí sobre un montón de desperdicios en vuestro huerto. Las águilas son así, chico. Un lugar entero hecho de roca y pavimentado con roca encima de una gran roca, y van y fallan el blanco.
—Qué suerte. Una posibilidad entre un millón —dijo Brutha.
—Nunca tuve estos problemas cuando era un toro —dijo la tortuga—. El número de águilas capaces de alzar el vuelo cargando con un toro puede contarse con los dedos de una cabeza. Y de todas maneras, aquí hay cosas peores que las águilas. Hay un…
—Estos bichos son muy sabrosos, sabes —dijo una voz detrás de Brutha.
Brutha se apresuró a levantarse, tortuga en mano y expresión de culpabilidad.
—Oh, hola, señor Dhblah —dijo.
En la ciudad todo el mundo conocía a Me-Corto-La-Mano Dhblah, suministrador de reliquias sagradas sospechosamente nuevas, golosinas sospechosamente viejas y rancias pinchadas en un palito, e higos grumosos que habían dejado muy atrás la fecha de caducidad. Dhblah era una especie de fuerza natural, igual que el viento.
Nadie sabía de dónde venía o adónde iba por la noche. Pero cada amanecer estaba allí, vendiendo cosas pegajosas a los peregrinos. Y los sacerdotes pensaban que obraba muy sabiamente actuando de aquella manera, porque la inmensa mayoría de los peregrinos habían venido allí por primera vez y por consiguiente carecían del requisito esencial necesario a la hora de tratar con Dhblah, que era la experiencia de haber tratado antes con él. El espectáculo de alguien que intentaba despegar una mandíbula de otra sin perder la dignidad era muy familiar en el Lugar. Más de un devoto peregrino, después de mil kilómetros de peligroso viaje, se veía obligado a formular su petición en el lenguaje de signos.
—¿Te apetece sorbete como postre? —preguntó Dhblah—. Sólo un céntimo el vaso, y conste que a ese precio me estoy cortando la mano que me da de comer.
—¿Quién es este imbécil? —preguntó Om.
—No voy a comérmela —se apresuró a decir Brutha.
—¿Vas a enseñarle algún truco, entonces? —dijo Dhblah con expresión dubitativa—. ¿Saltar a través de aros, esa clase de cosas?
—Líbrate de él —dijo Om—. Fulmínalo en la cabeza, qué sé yo, y esconde el cuerpo detrás de la estatua.
—¡Calla! —ordenó Brutha, comenzando a experimentar una vez más los problemas que surgen cuando estás hablando con alguien a quien nadie más puede oír.
—Hombre, tampoco hay por qué ponerse así —dijo Dhblah.
—No estaba hablando con usted —dijo Brutha.
—Hablabas con la tortuga, ¿verdad? —dijo Dhblah, y Brutha puso cara de que lo habían pillado—. Mi mami solía hablar con un jerbo —siguió diciendo Dhblah—. Los animalitos de compañía siempre son una gran ayuda en épocas de estrés. Y en épocas de escasez de alimentos también, por supuesto.
—Este hombre no es honrado —dijo Om—. Puedo leer su mente.
—¿Puedes?
—¿Que si puedo qué? —dijo Dhblah, ladeando la cabeza y mirando fijamente a Brutha—. Bueno, en todo caso te hará compañía durante el viaje.
—¿Qué viaje?
—A Efebia. La misión secreta para hablar con el infiel.
Brutha sabía que no debía sorprenderse. Las noticias circulaban por el mundo de la Ciudadela más deprisa que un incendio de las praderas después de una sequía.
—Oh —dijo—. Ese viaje.
—Dicen que Fri'it va a ir —dijo Dhblah—. Y… ese otro. La eminencia grasienta.
—El diácono Vorbis es una persona encantadora —dijo Brutha—. Ha sido muy bueno conmigo. Me dio algo de beber.
—¿Qué exactamente? Da igual —dijo Dhblah—. Claro que yo nunca diría una palabra contra él, eso por descontado —se apresuró a añadir.
—¿Por qué estás hablando con este estúpido? —quiso saber Om.
—Es… un amigo mío —dijo Brutha.
—Ojalá fuera amigo mío —dijo Dhblah—. Con amigos como Vorbis, nunca puedes tener enemigos. ¿Puedo tentarte con una sultana caramelizada? ¿Un pinchito?
Había otros veintitrés novicios en el dormitorio de Brutha, basándose en el principio de que dormir solo alentaba el pecado. Eso siempre dejaba un tanto perplejos a los novicios, dado que un momento de reflexión sugería que había gamas enteras de pecados que sólo estaban disponibles cuando tenías compañía. Pero eso se debía a que un momento de reflexión era el mayor de todos los pecados. Las personas a las que se permitía estar solas durante demasiado tiempo podían caer en la cavilación solitaria. Todo el mundo sabía que eso frenaba el crecimiento. Para empezar, podía hacer que te cortaran los pies.
Por eso Brutha tuvo que retirarse al huerto, con su Dios chillándole desde el bolsillo de su túnica, donde estaba siendo pinchado por un ovillo de cordel para atar matas, unas tijeras de podar y unas cuantas semillas sueltas.
Finalmente fue extraído del bolsillo.
—Mira, no he tenido ocasión de contártelo —dijo Brutha—. He sido elegido para formar parte de una misión muy importante. Voy a ir a Efebia, en una misión a los infieles. El diácono Vorbis me escogió. Es mi amigo.
—¿Quién es ese?
—Es el exquisidor jefe. Se… asegura de que eres adorado como es debido.
Om percibió el titubeo en la voz de Brutha, y se acordó de la reja. Y de todo el ajetreo que había debajo de ella…
—Tortura a las personas —dijo con voz gélida.
—¡Oh, no! Eso lo hacen los inquisidores. Y además trabajan un montón de horas por no demasiado dinero, o eso dice el hermano Nhumrod. No, los exquisidores sólo… organizan las cosas. El hermano Nhumrod dice que todo inquisidor quiere llegar a ser exquisidor algún día. Por eso aguantan el tener que estar de guardia a todas horas. A veces pasan días enteros sin dormir.
—Torturando personas —dijo el Dios pensativamente. No, una mente como la de aquel hombre del huerto nunca cogería un cuchillo. Otros se encargarían de hacer eso por él. Vorbis disfrutaría con otros métodos.
—Les sacan la maldad y la herejía que llevan dentro —dijo Brutha.
—Pero las personas… quizá… ¿no sobreviven al proceso?
—Pero eso no tiene importancia —se apresuró a decir Brutha—. Lo que nos sucede en esta vida no es realmente real. Puede que haya un poco de dolor, pero eso no tiene importancia. No si asegura menos tiempo en los infiernos después de la muerte.
—Pero ¿y si los exquisidores se equivocan? —preguntó la tortuga.
—No pueden equivocarse —dijo Brutha—. Son guiados por la mano de… por tu mano… tu pata delantera…quiero decir, tu uña —farfulló.
El único ojo de la tortuga parpadeó. Se estaba acordando del calor del sol, de la impotencia, y de una cara que la observaba no con ninguna crueldad sino, peor aún, con interés. Alguien viendo morir a algo sólo para averiguar cuánto tardaba. Recordaría esa cara en cualquier sitio. Y la mente que había detrás de ella, aquella mente que era como una bola de acero.
—Pero supón que algo fuese mal —insistió.
—No entiendo mucho de teología —dijo Brutha—. Pero el testamento de Ossory es muy claro al respecto.
Tienen que haber hecho algo, porque de otra manera tú en tu sabiduría no conducirías a la Quisición hacia ellos.
—¿De veras? —dijo Om, todavía pensando en aquella cara—. Entonces ellos tienen la culpa de que los torturen. ¿Realmente dije eso?
—«Somos juzgados en la vida igual que lo somos en la muerte…» Ossory III, capítulo VI, versículo 56. Mi abuela decía que cuando la gente muere y tiene que comparecer ante ti, antes atraviesa un desierto terrible y luego tú pesas su corazón en unas balanzas —dijo Brutha—. Y si el corazón pesa menos que una pluma, entonces se salvan de los infiernos.
—Santo yo —dijo la tortuga. Y añadió—: Muchacho, ¿se te ha ocurrido pensar que yo podría no ser capaz de hacer todo eso y además estar paseándome por aquí abajo con un caparazón puesto?
—Tú podrías hacer todo lo que quisieras —dijo Brutha.
Om alzó el ojo hacia Brutha.
Realmente cree, pensó. No sabe cómo mentir. La intensidad de la fe de Brutha quemaba como una llama.
—Tienes que llevarme a ese sitio que llaman Efebia —dijo con voz apremiante.
—Haré cualquier cosa que tú quieras que haga —respondió Brutha—. ¿Vas a purificarlo con la pezuña y la llama?
—Podría ser, podría ser —dijo Om—. Pero tienes que llevarme contigo. —Estaba tratando de mantener calmados sus pensamientos más íntimos, por si acaso Brutha los oía. «¡No me dejes tirado aquí!»
—Pero podrías llegar allí mucho más deprisa si te dejara —dijo Brutha—. En Efebia son muy perversos.
Cuanto más pronto sea limpiado, tanto mejor. Podrías dejar de ser una tortuga y volar allí como un viento abrasador y purificar la ciudad.
Un viento abrasador, pensó Om. Y la tortuga pensó en la desolación silenciosa de las profundidades del desierto, y en el parloteo y los suspiros de los dioses que se habían desvanecido para terminar siendo meros genios y voces en el aire.
Dioses que ya no tenían creyentes.
Ni siquiera uno. Con uno solo bastaba.
Dioses que habían sido superados.
Y lo en verdad importante de la llama de la fe de Brutha era esto: en toda la Ciudadela, en todo el día, era la única que había encontrado el Dios.
Fri'it estaba tratando de rezar.
Llevaba mucho tiempo sin hacerlo.
Oh, por supuesto que estaban las ocho plegarias obligatorias de cada día, pero en la hora más tenebrosa de la noche Fri'it las reconocía como lo que realmente eran. Un hábito. Un momento para la reflexión, quizá. Y un método de medir el tiempo.
Se preguntó si había rezado alguna vez, si había abierto nunca su corazón y su mente a algo allí fuera, o allí arriba. Tenía que haberlo hecho, ¿verdad? Quizá cuando era joven. Ni siquiera podía acordarse. La sangre había disuelto los recuerdos.
La culpa era suya. Tenía que serlo. Ya había estado en Efebia antes, y la ciudad de mármol blanco edificada sobre su roca que dominaba el azul Mar del Círculo le había gustado bastante. Y había visitado Djelibeybi, aquellos locos en su pequeño valle fluvial que creían en dioses con cabezas raras y metían a sus muertos en pirámides. Incluso había estado en la lejana Ankh-Morpork, al otro lado del agua, donde estaban dispuestos a rendir culto a cualquier deidad con tal de que él o ella tuviera dinero. Sí, Ankh-Morpork, donde había calles y más calles de dioses, tan pegados los unos a los otros como las cartas en una baraja. Y ninguno de ellos quería prender fuego a ningún otro, o al menos no más de lo que era normalmente el caso en Ankh-Morpork. Sólo querían que los dejaran en paz, para que todo el mundo pudiera ir al cielo o al infierno a su manera.
Y esta noche había bebido mucho, de una reserva secreta de vino cuyo descubrimiento haría que fuese entregado a la maquinaria de los exquisidores en cosa de diez minutos.
Eso había que reconocérselo al viejo Vorbis. Hubo un tiempo en el que la Quisición era sobornable, pero aquello se acabó. El jefe exquisidor había vuelto a lo realmente básico. Ahora había una democracia de cuchillos afilados. Mejor que eso, de hecho. La búsqueda de la herejía se llevaba a cabo todavía más vigorosamente entre los niveles superiores de la Iglesia. Vorbis lo había dejado muy claro: cuanto más subías por el árbol, menos afilada tenía que ser la sierra.
Dadme esa religión de los viejos tiempos…
Volvió a cerrar los ojos, y lo único que pudo ver fue los cuernos del Templo, o sugerencias fragmentadas de la carnicería inminente, o… la cara de Vorbis.
Le había gustado aquella ciudad blanca.
Incluso los esclavos estaban razonablemente satisfechos. Había reglas sobre los esclavos. Había cosas que no podías hacerles a los esclavos. Los esclavos tenían un valor.
Allí había sabido de la Tortuga. Todo había parecido encajar. Suena lógico, había pensado. Tiene sentido. Pero con sentido o sin él, ese pensamiento lo estaba enviando al infierno.
Vorbis sabía de él. Tenía que saberlo. Había espías por todas partes. Sasho había sido útil. ¿Cuánto le había sacado Vorbis? ¿Había dicho Sasho lo que sabía? Por supuesto que habría dicho lo que sabía…
Algo se rompió dentro de Fri'it.
Miró su espada, colgada en la pared.
¿Y por qué no? Después de todo, iba a pasar toda la eternidad en un millar de infiernos…
El conocimiento era libertad, de cierta clase. Cuando lo mínimo que podían hacerte era todo, entonces lo máximo que podían hacerte dejaba de inspirar terror. Si lo iban a hervir por un cordero, ya puestos bien podían asarlo por una oveja.
Se levantó torpemente y, después de un par de intentos, descolgó el cinto de la espada de la pared. Los aposentos de Vorbis no quedaban muy lejos, si conseguía salvar los escalones. Un solo golpe, bastaría con eso.
Podía cortar en dos a Vorbis sin necesidad de esforzarse demasiado. Y quizá… quizá después no ocurriría nada.
Había otros que pensaban como él… en algún sitio. O, en todo caso, siempre podía bajar a los establos, estar muy lejos cuando amaneciera, llegar a Efebia, tal vez, atravesando el desierto.
Llegó a la puerta y buscó el pomo con manos torpes.
Este giró por sí solo.
Fri'it retrocedió tambaleándose mientras la puerta se abría hacia dentro.
Vorbis estaba de pie en el umbral. A la luz temblorosa de la lámpara de aceite, su rostro mostraba una cortés preocupación.
—Disculpad lo tardío de la hora, señor —dijo—. Pero he pensado que deberíamos hablar. Sobre mañana.
La espada cayó de la mano de Fri'it.
Vorbis se inclinó hacia adelante.
—¿Va todo bien, hermano? —preguntó.
Sonrió y entró en la habitación. Dos exquisidores encapuchados entraron detrás de él.
—Hermano —volvió a decir Vorbis. Y cerró la puerta.
—¿Qué tal se va ahí dentro? —preguntó Brutha.
—Voy a hacer más ruido que un guisante dentro de una olla —gruñó la tortuga.
—Podría poner un poco más de paja. Y, mira, tengo esto.
Un montón de cosas verdes cayeron sobre la cabeza de Om.
—De la cocina —dijo Brutha—. Mondas y repollo. Lo he robado —añadió—, pero después pensé que si lo hago por ti no puedo estar robando.
El fétido olor de las hojas medio podridas sugería que Brutha había cometido su crimen cuando las hortalizas ya iban de camino al estercolero, pero Om no lo dijo. No era el momento más apropiado.
—Claro —farfulló.
Tenía que haber otros, se dijo. Por supuesto. En el campo. Este lugar es demasiado sofisticado. Pero… había habido todos aquellos peregrinos enfrente del Templo. Aquellos no eran meros campesinos, sino los más devotos.
Aldeas enteras juntaban sus recursos para enviar a una persona que llevaría las peticiones de muchos. Pero no había habido la llama. Había habido miedo, y anhelo, y esperanza. Todas esas emociones tenían su sabor. Pero no había habido la llama.
El águila lo había dejado caer cerca de Brutha. Y al caer Om había… despertado. Podía recordar confusamente todo aquel tiempo pasado como una tortuga, y ahora recordaba haber sido un dios. ¿Hasta qué distancia de Brutha seguiría recordándolo? ¿A un kilómetro? ¿A diez kilómetros? ¿Cómo sería… sentir que el conocimiento se iba escurriendo de su mente, empequeñeciéndolo hasta que no fuese más que un insignificante reptil? Quizá habría una parte de él que siempre recordaría, impotentemente… Se estremeció.
En el momento actual Om era una caja de mimbre que colgaba del hombro de Brutha. La cesta no habría sido cómoda ni en las mejores circunstancias, pero ahora se estremecía ocasionalmente cada vez que Brutha pateaba el suelo con los pies para combatir el frío de antes del amanecer.
Pasado un rato llegaron algunos mozos de cuadra de la Ciudadela, con caballos. Brutha recibió unas cuantas miradas extrañadas. Les sonrió a todos. Parecía lo mejor que se podía hacer.
Empezaba a tener hambre, pero no se atrevía a abandonar su puesto. Le habían dicho que estuviera allí. Pero pasado un rato, los sonidos procedentes de detrás de la esquina hicieron que se desplazara unos cuantos metros para ver qué estaba ocurriendo.
El patio de aquella sección dibujaba una U alrededor de un ala de los edificios de la Ciudadela, y detrás de la esquina parecía como si otro grupo se estuviera preparando para emprender la marcha.
Los camellos no eran algo nuevo para Brutha. Había habido un par en la aldea de su abuela. Pero allí parecía haber centenares de ellos, quejándose como bombas mal engrasadas y oliendo como un millar de alfombras húmedas. Hombres vestidos con djelibas iban y venían por entre ellos y de vez en cuando los golpeaban con palos, que es el método aprobado de manejar a los camellos.
Brutha fue hacia el animal más próximo. Un hombre estaba sujetando cantimploras alrededor de su joroba.
—Buenos días, hermano —dijo Brutha.
—Vete a tomar viento —dijo el hombre sin volverse.
—El profeta Abismo nos dice (capítulo XXV, versículo 6): «Ay de aquel que profana su boca con maldiciones, pues sus palabras serán como polvo» —dijo Brutha.
—¿Eso dice? Bueno, pues él también se puede ir a tomar viento —dijo el hombre en un afable tono conversacional.
Brutha titubeó. Técnicamente, por supuesto, aquel hombre acababa de adquirir la posesión de un millar de infiernos y uno o dos meses de atenciones de la Quisición, pero ahora Brutha podía ver que era un miembro de la Legión Divina: entre las vestimentas del desierto había una espada medio escondida.
Y además tenías que ser un poco indulgente con los legionarios, de la misma manera en que tenías que serlo con los exquisidores. Su a menudo íntimo contacto con los impíos afectaba a sus mentes y ponía en peligro mortal a sus almas. Brutha decidió ser magnánimo.
—¿Y adónde vas a ir con todos esos camellos esta preciosa mañana, hermano?
El soldado ajustó una correa.
—Probablemente al infierno —dijo con una sonrisa sarcástica—. Justo detrás de ti.
—¿De veras? Según las palabras del profeta Ishkible, en verdad que un hombre no necesita ningún camello para llegar al infierno, ni caballo ni mula; porque un hombre puede ir al infierno cabalgando sobre su lengua —dijo Brutha, permitiendo que un leve temblor de desaprobación se infiltrara en su voz.
—¿Algún viejo profeta ha dicho algo sobre los bastardos entrometidos que acaban consiguiendo que les calienten las orejas a puñetazos? —preguntó el soldado.
—«Ay de aquel que alce su mano contra su hermano, tratándolo como haría con un infiel» —dijo Brutha—.
Eso es de Ossory, Preceptos XI, versículo 16.
—«No me toques más las narices y olvida que nos has visto porque de lo contrario te encontrarás metido en un buen lío, amigo mío». Sargento Aktar, capítulo I, versículo 1 —dijo el soldado.
Brutha frunció el ceño. De aquel sí no se acordaba.
—Vete —dijo la voz del Dios dentro de su cabeza—. No te busques problemas.
—Espero que tu viaje resulte agradable —dijo Brutha cortésmente—. Cualquiera que sea el destino.
Retrocedió y fue hacia la puerta.
—Un hombre que tendrá que pasar algún tiempo en los infiernos correctores, si es que yo entiendo de esas cosas —dijo. El dios no dijo nada.
El grupo que iría a Efebia estaba empezando a congregarse. Brutha se hizo a un lado y trató de no estorbar. Vio a una docena de soldados montados, pero a diferencia de los jinetes de los camellos, estos llevaban la reluciente cota de láminas y las capas negras y amarillas que normalmente sólo eran lucidas por los legionarios en ocasiones especiales. Brutha pensó que tenían un aspecto muy impresionante.
Y al final, uno de los sirvientes del establo fue hacia él.
—¿Qué estás haciendo aquí, novicio? —quiso saber.
—Voy a ir a Efebia —dijo Brutha.
El hombre lo miró y después sonrió.
—¿Tú? ¡Pero si ni siquiera has sido ordenado! ¿Vas a ir a Efebia?
—Sí.
—¿Qué te hace pensar eso?
—El hecho de que yo le dije que iría a Efebia —dijo la voz de Vorbis, detrás del hombre—. Y aquí está, del todo obediente a mis deseos.
Brutha se encontraba lo bastante cerca del hombre para verle bien la cara. El cambio que tuvo lugar en su expresión fue como ver una ondulación de grasa atravesando un estanque. Después el sirviente de los establos se volvió como si tuviera los pies clavados a un torno.
—Mi señor Vorbis —dijo untuosamente.
—Y ahora necesitará una montura —dijo Vorbis.
El rostro del encargado de los establos se había puesto amarillo de puro miedo.
—Será un placer. El mejor corcel que hay en el est…
—Mi amigo Brutha es un hombre humilde ante Om —dijo Vorbis—. No pedirá más que una mula, de eso no me cabe ninguna duda. ¿Brutha?
—Yo… no sé montar, mi señor —dijo Brutha.
—Cualquier hombre puede montar una mula —repuso Vorbis—. A menudo, hasta puede montarla muchas veces en una distancia bastante corta. Y ahora, se diría, ¿estamos todos aquí?
Dirigió un enarcamiento de ceja al sargento de la guardia, quien saludó.
—Esperamos al general Fri'it, mi señor —dijo.
—Ah. Sargento Simonía, ¿no?
Vorbis tenía una memoria tremenda para los nombres. Se los sabía todos. El sargento palideció un poco, y después saludó marcialmente.
—¡Sí! ¡Señor!
—Partiremos sin el general Fri'it —dijo Vorbis.
La P de «Pero» se enmarcó a sí misma en los labios del sargento, y allí se desvaneció.
—El general Fri'it tiene otros asuntos que atender —dijo Vorbis—. Asuntos muy urgentes y de la máxima importancia. Sólo él puede atenderlos.
Fri'it abrió los ojos en un espacio gris.
Podía ver la habitación alrededor de él, pero sólo borrosamente y como una serie de contornos trazados en el aire.
La espada…
Había dejado caer la espada, pero quizá podría volver a encontrarla. Dio un paso adelante, sintiendo una tenue resistencia alrededor de los tobillos, y miró hacia abajo.
Allí estaba la espada. Pero sus dedos pasaron a través de ella. Era como estar borracho, pero Fri'it sabía que no estaba borracho. Ni siquiera estaba sobrio. Estaba… súbitamente muy despejado.
Se volvió y contempló la cosa que había obstaculizado brevemente su avance.
—Oh —dijo.
—BUENOS DÍAS.
—Oh.
—AL PRINCIPIO SIEMPRE HAY UN POCO DE CONFUSIÓN. ES DE ESPERAR.
Fri'it, horrorizado, vio cómo la alta figura negra atravesaba el muro gris.
—¡Espera!
Una calavera envuelta en una capucha negra asomó del muro.
—¿SÍ?
—Eres la Muerte, ¿verdad?
—CIERTAMENTE.
Fri'it hizo acopio de lo que quedaba de su dignidad.
—Te conozco —dijo—. Me he enfrentado a ti muchas veces.
La Muerte lo miró en silencio durante unos momentos que se hicieron muy largos.
—NO, NO LO HAS HECHO —dijo finalmente.
—Te aseguro que…
—TE HAS ENFRENTADO A HOMBRES. SI TE HUBIERAS ENFRENTADO A MÍ, TE ASEGURO QUE… LO HABRÍAS SABIDO.
—Pero ¿qué me va a ocurrir ahora?
La Muerte se encogió de hombros.
—¿NO LO SABES? —dijo, y desapareció.
—¡Espera!
Fri'it fue corriendo hacia el muro y se sorprendió al descubrir que no presentaba ninguna barrera. Se encontraba en un pasillo vacío. La Muerte se había esfumado.
Y entonces se dio cuenta de que aquel no era el pasillo que recordaba, con sus sombras y la aspereza de la arena debajo de sus pies.
Aquel pasillo no tenía un resplandor al final, uno que tiraba de él tan irresistiblemente como un imán tira de una limadura de hierro.
No podías aplazar lo inevitable. Porque tarde o temprano, llegabas al sitio al que lo inevitable simplemente iba y te esperaba allí.
Y aquello era lo inevitable.
Fri'it atravesó el resplandor para salir a un desierto. El cielo estaba oscuro y tachonado de grandes estrellas, pero aun así la negra arena que se perdía en la lejanía estaba brillantemente iluminada.
Un desierto. Después de la muerte, un desierto. El desierto. Nada de infiernos, todavía. Quizá hubiese esperanza.
Se acordó de una canción de su infancia. Curiosamente, aquella canción no hablaba de fulminar y aniquilar.
Nadie era pisoteado. No era una canción sobre Om, temible en Su rabia. Era una simple cancioncilla de confección casera, aterradora en su simple y melancólica repetición.
«Tendrás que ir a un desierto solitario…»
—¿Dónde está este lugar? —preguntó con voz enronquecida.
—NO ES NINGÚN LUGAR.
«Tendrás que recorrerlo tú solo…»
—¿Qué hay al final del desierto?
—EL JUICIO.
«Nadie puede recorrerlo por ti…»
Fri'it contempló aquel arenal interminable.
—¿Y he de cruzarlo solo? —murmuró—. Pero la canción dice que es el desierto terrible…
—¿SÍ? Y AHORA, SI ME DISCULPAS…
La Muerte se esfumó.
Fri'it respiró hondo, puramente por la fuerza de la costumbre. Quizá podría encontrar un par de rocas allá fuera.
Una roca pequeña que sostener y una roca grande detrás de la que esconderse, mientras esperaba la llegada de Vorbis…
Y ese pensamiento también era pura costumbre. ¿Venganza? ¿Aquí? Sonrió.
No seas bobo, hombre. Eras un soldado. Esto es un desierto. En vida atravesaste unos cuantos.
Y sobreviviste aprendiendo cómo eran. Hay tribus enteras que saben cómo vivir en las peores clases de desierto. Lamiendo agua del lado de las dunas en que hay sombra, esa clase de cosas… Lo consideran su hogar.
Ponías en un huerto lleno de verdor y pensarían que estabas loco.
El recuerdo llegó por sí solo: un desierto es lo que tú crees que es. Y ahora, puedes pensar con claridad…
Allí no había mentiras. Todas las fantasías se desvanecían. Eso era lo que ocurría en todos los desiertos. Sólo estabas tú, y aquello en lo que creías.
¿Qué es lo que he creído siempre? Que en conjunto, y básicamente, si un hombre vivía como era debido, no según lo que dijera cualquier sacerdote, sino según lo que parecía honesto y decente dentro, entonces al final, más o menos, todo saldría bien.
No podías poner eso en un estandarte. Pero el desierto ya no parecía tan terrible.
Fri'it echó a andar.
La mula era pequeña y Brutha tenía las piernas muy largas: si se hubiese molestado en hacer el esfuerzo, habría podido permanecer de pie y dejar que la mula saliera trotando de debajo de él.
El orden de marcha no era el que algunos hubiesen podido esperar. El sargento Simonía y sus soldados iban delante, a cada lado del camino.
Eran seguidos por los sirvientes, secretarios y sacerdotes menores. Vorbis iba en último lugar, allí donde un exquisidor cabalgaba por derecho propio, como un pastor que cuidara de su rebaño.
Brutha cabalgaba junto a él. Era un honor que hubiese preferido evitar. Brutha era una de esas personas capaces de sudar en un día de ventisca, y el polvo se iba depositando sobre él como una piel rugosa. Pero Vorbis parecía derivar una cierta diversión de su compañía. De vez en cuando le hacía preguntas:
—¿Cuántas leguas hemos recorrido, Brutha?
—Cuatro leguas y siete estadios, señor.
—Pero ¿cómo lo sabes?
Esa era una pregunta a la que Brutha no podía responder. ¿Cómo sabía que el cielo era azul? Simplemente era algo dentro de su cabeza. No podías pensar en cómo pensabas. Era como abrir una caja con la palanqueta que había dentro de ella.
—¿Y cuánto tiempo llevamos viajando?
—Un poco más de setenta y nueve minutos.
Vorbis rió. Brutha se preguntó por qué. El misterio no era por qué él recordaba, sino por qué todos los demás parecían olvidar.
—¿Tus padres poseían esta notable facultad?
Hubo un silencio.
—¿También eran capaces de hacerlo? —preguntó Vorbis pacientemente.
—No lo sé. Sólo estaba mi abuela. Tenía… una buena memoria. Para algunas cosas. —Las transgresiones, ciertamente—. Y muy buena vista y oído. —Lo que su abuela en apariencia era capaz de ver u oír a través de dos paredes, recordaba Brutha, sólo podía calificarse de fenomenal.
Brutha se volvió con cautela sobre la silla de montar. Una nube de polvo flotaba encima del camino a cosa de una legua por detrás de ellos.
—Ahí viene el resto de los soldados —dijo, sólo por conversar.
Aquello pareció sorprender a Vorbis. Quizá fuese la primera vez en años que alguien le dirigía una observación de manera inocente.
—¿El resto de los soldados? —dijo.
—El sargento Aktar y sus hombres, montados en noventa y ocho camellos con muchas cantimploras —dijo Brutha—. Los vi antes de que partiéramos.
—No los viste —dijo Vorbis—. No vienen con nosotros. Te olvidarás de ellos.
—Sí, señor. —La petición de hacer magia de nuevo.
Unos minutos después la nube lejana se apartó del camino y comenzó a subir por la larga cuesta que llevaba a las alturas del desierto. Brutha la observaba disimuladamente, y alzó los ojos hacia las montañas de las dunas.
Un puntito describía círculos sobre ellas.
Brutha se llevó la mano a la boca.
Vorbis oyó el jadeo ahogado.
—¿Qué te ocurre, Brutha? —preguntó.
—Acabo de acordarme del Dios —dijo Brutha, sin pensar.
—Siempre deberíamos acordarnos del Dios —dijo Vorbis—, y confiar en que Él está con nosotros en este viaje.
—Está, está —dijo Brutha, y la convicción absoluta que había en su voz hizo sonreír a Vorbis.
Brutha trató de oír la insistente voz interna, pero no había nada. Por un momento horrible se preguntó si la tortuga no se habría caído de la caja, pero un peso tranquilizador tiraba de la correa.
—Y debemos tener la certeza de que Él estará con nosotros en Efebia, entre los infieles —dijo Vorbis.
—Estoy seguro de que estará —dijo Brutha.
—Y prepararnos para la venida del profeta —dijo Vorbis.
La nube ya había llegado a lo alto de las dunas, y desapareció en la desolación silenciosa del desierto.
Brutha intentó expulsarla de su mente, lo que era como tratar de vaciar un cubo sumergido en el agua. Nadie podía sobrevivir en aquella parte del desierto. No eran sólo las dunas y el calor. Había terrores ocultos en su corazón llameante, donde ni siquiera las tribus enloquecidas iban nunca. Un océano sin agua, voces sin bocas…
Lo cual no quería decir que el futuro inmediato no contuviese terrores de sobra.
Brutha había visto el mar antes, pero los omnianos no eran muy amigos del mar. Eso quizá se debiera a que los desiertos resultaban más difíciles de atravesar. Con todo, mantenían dentro a la gente. Pero a veces las barreras del desierto eran un problema, y entonces tenías que conformarte con el mar.
Il-drim no era más que unos cuantos cobertizos alrededor de un muelle de piedra, en uno de cuyos atracaderos había una trirreme sobre la que ondeaba la oriflama sagrada. Cuando la Iglesia viajaba, los viajeros eran personas muy mayores, por lo que cuando la Iglesia viajaba generalmente lo hacía a lo grande.
El grupo se detuvo en lo alto de una colina y lo contempló.
—Nos hemos ablandado y estamos corrompidos —dijo Vorbis—. En eso nos hemos convertido, Brutha.
—Sí, señor Vorbis.
—Y nos hemos abierto a la influencia perniciosa. El mar, Brutha. Baña costas impías, y da origen a ideas peligrosas. Los hombres no deberían viajar, Brutha. La verdad está en el centro. El error se va infiltrando en ti a medida que viajas.
—Sí, señor Vorbis.
Vorbis suspiró.
—En tiempos de Ossory nos hacíamos a la mar solos en botes hechos con pieles e íbamos allí donde nos llevaran los vientos del Dios. Así es como debería viajar un hombre santo.
Una minúscula chispa de desafío en Brutha declaró que, personalmente, correría el riesgo de sufrir un poquito de corrupción a cambio de viajar con dos cubiertas entre sus pies y las olas.
—He oído decir que en una ocasión Ossory fue a la isla de Erebos navegando sobre una rueda de molino —se atrevió a decir por aquello de mantener la conversación.
—Nada es imposible para aquellos que tienen fe —dijo Vorbis.
—Pruebe a encender una cerilla rascándola contra un trozo de gelatina, caballero.
Brutha se puso rígido. Vorbis tenía que haber oído la voz. Era imposible que no la hubiera oído.
La Voz de la Tortuga acababa de ser oída en la tierra.
—¿Quién es este memo?
—Adelante —dijo Vorbis—. Veo que nuestro amigo Brutha arde en deseos de subir a bordo. El caballo avanzó al trote.
—¿Dónde estamos? ¿Quién es ese tipo? Aquí dentro hace un calor infernal, y te aseguro que sé muy bien de qué estoy hablando.
—¡Ahora no puedo hablar! —siseó Brutha.
—¡Este repollo huele peor que un pantano! ¡Hágase la lechuga! ¡Háganse tajadas de melón!
Los caballos avanzaron a lo largo del muelle y fueron conducidos por la pasarela uno a uno. Para aquel entonces la caja estaba vibrando. Brutha lanzaba miradas culpables a su alrededor, pero nadie más se estaba dando cuenta. A pesar de su tamaño, era fácil pasar por alto a Brutha. Prácticamente todo el mundo tenía cosas mejores que hacer con su tiempo que fijarse en alguien como Brutha. Incluso Vorbis lo había desconectado, y estaba hablando con el capitán.
Brutha encontró un sitio cerca del extremo puntiagudo, donde una de las cosas que sobresalían y estaban llenas de velas le proporcionaba un poco de intimidad. Después, con cierto temor, abrió la caja.
La tortuga habló desde el interior de su concha.
—¿Hay algún águila por los alrededores? —Brutha examinó el cielo.
—No.
La cabeza asomó de la concha.
—Tú… —comenzó a decir.
—¡No podía hablar! —dijo Brutha—. ¡Había gente conmigo en todo momento! ¿No puedes… leer las palabras en mi mente? ¿No puedes leer mis pensamientos?
—Los pensamientos mortales no son así —dijo Om secamente—. ¿Crees que es como ver palabras pintándose a sí mismas a través del cielo? ¡Ja! Es como buscarle sentido a un montón de hierbajos. Intenciones, sí.
Emociones, sí. Pero pensamientos no. La mitad del tiempo ni tú mismo sabes en qué estás pensando, así que no veo por qué debería saberlo yo.
—Porque eres el Dios —dijo Brutha—. Abismo, capítulo LVI, versículo 17: «Om conoce cuanto hay en la mente mortal, y no hay secretos para Él».
—¿Abismo era el que tenía los dientes hechos migas?
Brutha bajó la cabeza.
—Oye, yo soy lo que soy —dijo la tortuga—. No puedo evitar que la gente piense otras cosas.
—Pero sabías lo que yo estaba pensando… en el huerto… —murmuró Brutha.
La tortuga titubeó.
—Eso era distinto —dijo—. No eran… pensamientos. Eso era culpabilidad.
—Creo que el Gran Dios es Om, y creo en Su justicia —dijo Brutha—. Y seguiré creyendo, digas lo que digas y seas lo que seas.
—Me alegra oírlo —dijo la tortuga—. No pierdas de vista ese pensamiento. ¿Dónde estamos?
—En un barco —dijo Brutha—. En el mar. Balanceándonos.
—¿Vamos a ir a Efebia en un barco? ¿Qué tiene de malo el desierto? —Nadie puede atravesar el desierto. Nadie puede vivir en el corazón del desierto.
—Yo lo hice.
—Sólo son un par de días de travesía. —El estómago de Brutha se bamboleó, a pesar de que la embarcación apenas si había dejado atrás el muelle—. Y dicen que el Dios…
—…yo…
—… va a mandarnos buenos vientos.
—¿Eso voy a hacer? Oh. Sí. Cuando se trata de buenos vientos, no hay nadie mejor que yo. El mar estará como una balsa de aceite hirviendo durante toda la travesía, no te preocupes.
—¡Oye, lo de que el aceite estaría hirviendo sólo era una broma! ¡Te juro que no hablaba en serio!
Brutha se agarraba al mástil.
Pasado un rato un marinero vino, se sentó encima de un rollo de soga y lo observó con interés.
—Puede soltarlo, padre —dijo—. Se aguanta solo.
—El mar… Las olas… —murmuró Brutha, hablando con infinita cautela a pesar de que ya no le quedaba nada que vomitar.
El marinero escupió con expresión pensativa.
—Cierto —dijo—. Verá, han de tener esa forma para que puedan encajar con el cielo.
—¡Pero el barco cruje!
—Cierto. Lo hace.
—¿Quieres decir que esto no es una tormenta? —El marinero suspiró y se fue.
Pasado un rato más, Brutha se atrevió a correr el riesgo de soltarse. Nunca se había sentido tan mal.
No era sólo el mareo. Lo peor era que no sabía dónde estaba. Y Brutha siempre había sabido dónde estaba.
Dónde estaba, y la existencia de Om, habían sido las dos únicas certezas de su vida.
Era algo que compartía con las tortugas. Observa andar a cualquier tortuga, y verás que se para periódicamente mientras archiva los recuerdos de lo que lleva de viaje. No por nada, en otro lugar del multiuniverso, los pequeños artefactos para viajar controlados por artefactos pensantes eléctricos son conocidos con el nombre de «tortugas».
Brutha sabía dónde estaba recordando dónde había estado, algo que hacía mediante el recuento inconsciente de los pasos dados y las cosas más notables que iba viendo. En algún lugar dentro de su cabeza había una hebra de memoria que, si la hubieras conectado directamente a lo que fuese que controlaba sus pies, habría hecho que Brutha retrocediera por todos los pequeños senderos de su existencia hasta llegar al lugar en el que había nacido.
Habiendo perdido el contacto con el suelo encima de la superficie mutable del mar, la hebra de Brutha ondulaba sin nada a lo que sujetarse.
Dentro de su caja, Om se bamboleó y tembló al compás de los movimientos de Brutha mientras Brutha se tambaleaba a través de la cubierta en movimiento y llegaba a la barandilla.
Para cualquiera que no fuese el novicio, la embarcación surcaba las olas en un día ideal para navegar. Las aves marinas revoloteaban sobre su estela. Lejos hacia un lado de ella —babor o estribor—, un banco de peces voladores salió a la superficie en un intento de escapar a las atenciones de unos cuantos delfines. Brutha contempló las siluetas grises que zigzagueaban por debajo de la quilla en un mundo donde nunca tenían que contar nada.
—Ah, Brutha —dijo Vorbis—. Dando de comer a los peces, veo.
—No, señor —dijo Brutha—. Estoy vomitando, señor.
Se volvió.
Vio al sargento Simonía, un joven musculoso con la expresión impasible del soldado verdaderamente profesional. Estaba con alguien a quien Brutha reconoció vagamente como la sal número uno o cualquiera que fuese su título. Y también estaba allí el exquisidor, sonriendo.
—¡Él! ¡Él! —gritó la voz de la tortuga.
—Nuestro joven amigo no es muy buen marino —dijo Vorbis.
—¡Él! ¡Él! ¡Lo reconocería en cualquier parte!
—Me conformaría con no ser un marino, señor —dijo Brutha, y sintió temblar la caja cuando Om empezó a dar saltos dentro de ella.
—¡Mátalo! ¡Busca algo afilado! ¡Arrójalo por la borda!
—Ven a la proa con nosotros, Brutha —dijo Vorbis—. Según el capitán, hay muchas cosas interesantes que ver.
El capitán esbozó la sonrisita congelada de alguien que se encuentra atrapado entre una espada y una pared.
Vorbis siempre podía encargarse de proporcionarte ambas cosas.
Brutha siguió a los otros tres, y se atrevió a murmurar:
—¿Qué ocurre?
—¡El! ¡El calvo! ¡Arrójalo al mar!
Vorbis se medio volvió, percibió la atención avergonzada de Brutha y sonrió.
—Ensanchará nuestros horizontes mentales, de eso estoy seguro —dijo. Se volvió nuevamente hacia el capitán y señaló un gran pájaro que estaba planeando sobre las olas.
—El Albatros Inútil —dijo el capitán de inmediato—. Vuela desde el Cubo hasta el Bo… —titubeó, pero Vorbis estaba contemplando la vista con aparente afabilidad.
—¡Me puso panza arriba y me dejó al sol! ¡Fíjate en su mente!
—De un polo del mundo al otro, cada año —dijo el capitán, que estaba sudando ligeramente.
—¿De veras? —dijo Vorbis—. ¿Y por qué lo hace? —Nadie lo sabe.
—Exceptuando al Dios, por supuesto —dijo Vorbis. El rostro del capitán se había vuelto de un amarillo enfermizo.
—Por supuesto. Ciertamente —dijo.
—¿Brutha? —gritó la tortuga—. ¿Me estás escuchando?
—¿Y allí arriba? —preguntó Vorbis. El capitán siguió su brazo extendido.
—Oh. Peces voladores —dijo—. Pero en realidad no vuelan —añadió a toda prisa—. Sólo van acumulando velocidad dentro del agua y luego dan un buen salto.
—Una de las maravillas del Dios —dijo Vorbis—. Infinita variedad, ¿eh?
—Sí, desde luego —dijo el capitán.
El alivio empezaba a cruzar su rostro, como un ejército amigo.
—¿Y esas cosas de ahí abajo? —preguntó el exquisidor.
—¿Ellas? Marsopas —dijo el capitán—. Una especie de pez.
—¿Siempre nadan alrededor de los navíos de esta manera?
—A menudo. Sobre todo en las aguas más próximas a Efebia. Vorbis se inclinó sobre la barandilla y no dijo nada. Simonía miraba el horizonte con el rostro absolutamente inmóvil. Eso dejó un vacío en la conversación que el capitán, muy estúpidamente, trató de llenar.
—Siguen a los navíos durante días —dijo.
—Notable. —Otra pausa, un pozo de brea lleno de silencio listo para atrapar a los mastodontes del comentario hecho sin pensar. Exquisidores anteriores habían gritado y arrancado confesiones mediante alaridos y chillidos.
Vorbis nunca hacía eso. Se limitaba a cavar profundos silencios delante de las personas.
—Parecen gustarles —dijo el capitán. Miró nerviosamente a Brutha, que estaba intentando acallar la voz de la tortuga dentro de su cabeza. Allí no había ninguna ayuda disponible.
En vez de Brutha, fue Vorbis quien acudió en su auxilio.
—Eso debe de resultar muy útil en los viajes largos —dijo.
—Uh. ¿Sí? —dijo el capitán.
—Desde el punto de vista de las provisiones —dijo Vorbis.
—Mi señor, no acabo de…
—Debe de ser como disponer de una despensa ambulante —dijo Vorbis.
El capitán sonrió.
—Oh, no, señor. No los comemos.
—¿Seguro que no? Pues yo diría que tienen aspecto de ser bastante apetitosos.
—Oh, pero ya conocéis el viejo dicho, señor…
—¿Dicho?
—Oh, dicen que después de morir, las almas de los marineros se convierten en…
El capitán vio el abismo delante de él, pero la frase ya se había precipitado en la negrura impulsada por una horrible inercia propia.
Durante un rato no hubo más sonido que el siseo de las olas, el chapoteo distante de las marsopas y el retumbar con que el corazón del capitán hacía temblar el cielo.
Vorbis se apoyó en la barandilla.
—Pero por supuesto nosotros no somos presa de tales supersticiones —dijo lánguidamente.
—Bueno, por supuesto que no —dijo el capitán, agarrándose a aquella paja—. Charlas de marineros, ya se sabe. Si vuelvo a oírlo decir alguna vez, mandaré azotar al que…
Vorbis estaba mirando más allá de su oreja.
—¡Eh! ¡Sí, tú! —dijo.
Uno de los marineros asintió.
—Tráeme un arpón —dijo Vorbis.
La mirada del hombre fue de Vorbis al capitán y después se apresuró a obedecer la orden.
—Pero, ah, uh, su señoría no debería tratar de practicar semejante deporte —dijo el capitán—. Ah. Uh. Un arpón es un arma realmente peligrosa en manos no adiestradas. Temo que podríais haceros daño…
—Pero es que no seré yo quien lo use —dijo Vorbis.
El capitán bajó la cabeza y tendió la mano para recibir el arpón.
Vorbis le dio una palmadita en el hombro.
—Y después almorzaréis con nosotros —dijo—. ¿Verdad que sí, sargento? Simonía saludó.
—Como usted diga, señor.
—Sí.
Brutha estaba tumbado entre velas y cordajes en algún lugar debajo de la cubierta. Hacía calor, y el aire olía como huele el aire de cualquier lugar que ha llegado a estar en contacto con una sentina.
Brutha no había comido en todo el día. Al principio estaba demasiado mareado para hacerlo, y después simplemente no había comido.
—Pero el que sea cruel con los animales no significa que sea una… mala persona —se atrevió a decir, con los armónicos de su tono sugiriendo que aquello no se lo creía ni él. La marsopa realmente era muy pequeña.
—Me puso panza arriba —dijo Om.
—Sí, pero los humanos son más importantes que los animales —dijo Brutha.
—Ese es un punto de vista expresado a menudo por los humanos —dijo Om.
—Capítulo IX, versículo 16 del libro de… —comenzó Brutha.
—¿A quién le importa lo que diga algún libro? —gritó la tortuga.
—Pero tú nunca dijiste a ninguno de los profetas que las personas debieran ser buenas con los animales —dijo—. No recuerdo nada acerca de eso. No cuando eras más… grande. Tú no quieres que las personas sean buenas con los animales porque son animales, sólo quieres que las personas sean buenas con los animales porque uno de ellos podría ser tú.
—¡No es una mala idea!
—Y además, él ha sido muy bueno conmigo. No tenía por qué serlo.
—¿Eso piensas? ¿Es eso lo que piensas? ¿Te has fijado en la mente de ese hombre?
—¡Claro que no! ¡No sé cómo hacerlo!
—¿No sabes?
—¡No! Los humanos no podemos…
Brutha no terminó la frase. Vorbis parecía hacerlo. Le bastaba con mirar a alguien para saber qué pensamientos perversos albergaba su mente. Y la abuela había sido igual.
—Los humanos no pueden hacerlo, estoy seguro —dijo—. No podemos leer mentes.
—No me refería a leerlas sino a mirarlas —dijo Om—. Sólo hablaba de ver la forma que tienen. No puedes leer una mente. Ya puestos, también podrías tratar de leer un río. Pero ver la forma no cuesta nada. Las brujas pueden hacerlo como si tal cosa.
—«El camino de la bruja será como un sendero lleno de espinas» —dijo Brutha.
—¿Ossory? —preguntó Om.
—Sí. Pero naturalmente ya lo sabías —dijo Brutha.
—No lo había oído en la vida —dijo la tortuga con amargura—. Ha sido lo que podrías llamar una conjetura basada en la experiencia.
—Lo que tú digas —murmuró Brutha—. Sigo sabiendo que no puedes ser Om. El Dios no hablaría de Sus elegidos de esa manera.
—Yo nunca elegí a nadie —dijo Om—. Ellos se eligieron a sí mismos.
—Si realmente eres Om, deja de ser una tortuga.
—Ya te he dicho que no puedo. ¿Crees que no lo he intentado? ¡Tres años! Y la mayor parte de ese tiempo pensaba que era una tortuga.
—Entonces quizá lo eras. Quizá sólo eres una tortuga que piensa que es un dios.
—No, no. Olvídate de la filosofía, ¿de acuerdo? Empieza a pensar así y acabarás pensando que quizá sólo eres una mariposa que sueña que es un percebe o algo por el estilo. No. Un día todo lo que había en mi mente era la cantidad de pasos necesaria para llegar a la planta más cercana que tuviera unas hojas bajas de aspecto mínimamente decente, y al día siguiente… tenía toda esa memoria llenándome la cabeza. Tres años antes de la concha. No, no me digas que soy una tortuga con grandes ideas.
Brutha titubeó. Sabía que no estaba bien preguntarlo, pero quería saber qué era la memoria. Y de todas maneras, ¿de verdad obraría mal preguntándolo? Si el Dios estaba sentado aquí hablando contigo, ¿podías decir algo que te hiciera pecar? ¿Cuando estabas cara a cara con él? De alguna manera, en aquellas circunstancias el decir ese tipo de cosas ya no parecía tan grave como cuando el Dios se encontraba encima de una nube.
—Que yo recuerde, tenía intención de ser un gran toro blanco —dijo Om.
—Que pisoteaba a los infieles —añadió Brutha.
—No era mi intención básica, pero sin duda se podría haber organizado algún pisoteo que otro. O un cisne, pensé. Algo impresionante. Tres años después, despierto y resulta que he estado siendo una tortuga. Lo que quiero decir es que no se puede caer mucho más bajo, ¿verdad?
Cuidado, cuidado… Necesitas su ayuda, pero no se lo cuentes todo. No le cuentes lo que sospechas.
—¿Cuándo empezaste a pensar…? ¿Cuándo recordaste todo eso? —preguntó Brutha, al que el fenómeno del olvidar le parecía tan extraño y fascinante como a otros hombres hubiese podido parecérselo la idea de volar agitando los brazos.
—Cuando estaba a unos doscientos metros por encima de vuestro huerto —dijo Om—, y puedo asegurarte que es un punto en el que no tiene absolutamente ninguna gracia volverse consciente.
—Pero ¿por qué? —preguntó Brutha—. ¡Los dioses no tienen que seguir siendo tortugas a menos que ellos quieran!
—No lo sé —mintió Om.
Si lo deduce por sí solo, estoy listo, pensó. Es una posibilidad entre un millón. Si hago algo mal, significará volver a una vida donde la felicidad es una hoja que puedes alcanzar.
Una parte de él gritó: ¡Soy un dios! ¡No tengo por qué pensar estas cosas! ¡No tengo por qué ponerme en manos de un humano! Pero otra parte, la parte que podía recordar con toda exactitud lo que había supuesto ser una tortuga durante tres años, susurró: No. Tienes que hacerlo. Si quieres volver a estar allá arriba. Es un estúpido, no tiene agallas y no hay ni una sola gota de ambición en todo su enorme y fofo cuerpo. Esto es lo que hay, y tendrás que trabajar con ello.
La parte divina dijo: Vorbis habría sido mucho mejor. Sé racional. ¡Una mente como esa podría hacer todo lo que se propusiera! ¡Me puso panza arriba! No, puso panza arriba a una tortuga.
Sí. A mí.
No. Tú eres un dios.
Sí, pero un dios que parece estar inexplicablemente decidido a seguir teniendo forma de tortuga.
Si Vorbis hubiera sabido que eras un dios…
Pero Om se acordó de la expresión absorta de Vorbis, en un par de ojos situados delante de una mente tan impenetrable como una bola de acero. Nunca había visto una mente moldeada de esa manera en nada que andará erguido. Allí había alguien que probablemente pondría panza arriba a un dios sólo para ver qué sucedía. Alguien que pondría panza arriba al universo, sin pensar en las consecuencias, sólo porque quería saber qué ocurría cuando el universo quedaba panza arriba…
Pero la única herramienta de que disponía era Brutha, con una mente tan incisiva como un merengue. Y si Brutha llegaba a descubrir que…
O si Brutha moría…
—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Om.
—Muy mal.
—Arrópate más con las velas —dijo Om—. No querrás pillar un resfriado, ¿verdad?
Tiene que haber alguien más, pensó. No puede ser únicamente él quien… El resto del pensamiento era tan terrible que Om trató de expulsarlo de su mente, pero no pudo.
… no puede ser únicamente él quien cree en mí.
Realmente en mí. No en un par de cuernos dorados. No en un gran edificio. No en el miedo a los cuchillos y el hierro al rojo vivo. No en pagar tributos a tu templo porque todos los demás los pagan. Sólo en el hecho de que el Gran Dios Om de verdad existe.
Y ahora ha despertado el interés de la mente más repulsiva que he visto nunca, la de alguien que mata personas para ver si mueren. Una persona del tipo águila si es que alguna vez hubo una.
Om se dio cuenta de que estaba oyendo una especie de murmullo.
Brutha yacía de bruces sobre la cubierta.
—¿Qué estás haciendo? —Brutha volvió la cabeza.
—Rezando.
—Eso está bien. ¿Y qué pides?
—¿No lo sabes?
—Oh.
Si Brutha muere…
La tortuga se estremeció dentro de su caparazón. Si Brutha moría, entonces ya podía oír en los oídos de su mente el silbido del viento en las abrasadoras profundidades del desierto.
Que era adonde iban a parar los dioses menores.
¿De dónde vienen los dioses? ¿Adónde van? El filósofo de las religiones Koomi de Smale intentó responder a estas preguntas en su libro Ego-Video Liber
Deorum, el cual podría traducirse en lengua vernácula como Dioses: una guía para el observador.
La gente decía que tenía que haber un Dios Supremo porque de lo contrario cómo podía existir el universo, ¿eh? Y por supuesto que estaba claro que tenía que haber, dijo Koomi, un Ser Supremo. Pero dado que el universo estaba un tanto liado, también era obvio que el Ser Supremo no lo había creado. Si lo hubiese creado y siendo Supremo, entonces habría hecho un trabajo mucho mejor y se hubiese esmerado bastante más, tomando un ejemplo al azar, en cosas como el diseño de la fosa nasal común. O, para decirlo de otra manera, la existencia de un reloj bastante mal montado probaba la existencia de un relojero ciego. Bastaba con mirar alrededor para ver que se podían introducir mejoras en todas partes.
Aquello sugería que el universo probablemente había sido montado con cierto apresuramiento por un subordinado mientras el Ser Supremo no estaba mirando, de la misma manera en que las minutas de la Asociación de Jóvenes Exploradores salen de fotocopiadoras de oficina esparcidas por todo el país.
Así pues, razonó Koomi, elevar plegarias al Ser Supremo no era muy buena idea. Con eso sólo conseguirías atraer su atención, y podías acabar metiéndote en un buen lío.
Y con todo parecía haber un montón de dioses menores sueltos por ahí. La teoría de Koomi era que los dioses surgen, crecen y prosperan porque se cree en ellos. La creencia es el alimento de los dioses. Inicialmente, cuando la humanidad vivía en pequeñas tribus primitivas, había millones de dioses. Ahora tendía a haber sólo los pocos muy importantes: los dioses locales del trueno y el amor, por ejemplo, tendían a juntarse como charcos de mercurio conforme las pequeñas tribus primitivas se iban uniendo y se convertían en enormes, poderosas tribus primitivas provistas de armas más sofisticadas. Pero cualquier dios podía participar en la competición. Cualquier dios podía empezar siendo pequeño. Cualquier dios podía crecer en estatura a medida que se incrementaban sus creyentes, y empequeñecerse a medida que estos disminuían. Era como un gran juego de serpientes y escaleras.
A los dioses les gustaban los juegos, con tal que fueran ganando.
La teoría de Koomi se basaba en buena medida en la herejía gnóstica, que tiende a poner patas arriba la totalidad del multiuniverso cada vez que los hombres se levantan después de haber estado arrodillados y empiezan a pensar durante dos minutos seguidos, aunque la conmoción de la altitud repentina tiende a hacer que los procesos mentales sean un poco precarios. Pero pone muy nerviosos a los sacerdotes, los cuales tienden a expresar su disgusto de la manera tradicional.
Cuando la Iglesia omniana se enteró de lo que había dicho Koomi, lo exhibió públicamente en cada una de las poblaciones del imperio de la Iglesia para demostrar los fallos esenciales que contenían sus argumentos.
Había un montón de poblaciones, así que tuvieron que cortarlo en trocitos muy pequeños.
Hilachas de nubes se deslizaban por el cielo. Las velas crujían bajo el viento que se estaba levantando, y Om podía oír los gritos de los marineros mientras estos trataban de ir más deprisa que la tormenta.
Iba a ser una gran tormenta, incluso para aquello a lo que estaban acostumbrados los marineros. Espuma blanca coronaba las olas.
Brutha roncaba en su nido.
Om escuchó a los marineros. No eran hombres aficionados a los sofismas. Alguien había matado una marsopa, y todo el mundo sabía qué significaba eso. Significaba que iba a haber una tormenta. Significaba que el barco se hundiría. Era simple causa y efecto. Era peor que mujeres a bordo. Era peor que un albatros.
Om se preguntó si las tortugas podían nadar. Las tortugas podían nadar, de eso estaba bastante seguro. Pero las muy desgraciadas tenían que cargar con el caparazón.
Habría sido demasiado pedir (incluso suponiendo que un dios hubiera tenido alguien a quien pedírselo) que un cuerpo diseñado para moverse por un erial reseco poseyera cualquier propiedad hidrodinámica aparte de las necesarias para hundirse hasta el fondo.
Oh, bueno. Qué se le iba a hacer. Om seguía siendo un dios. Tenía ciertos derechos.
Se deslizó a lo largo de un rollo de soga y reptó cautelosamente hasta el borde de la bamboleante cubierta, donde apoyó su concha en una cuaderna para poder mirar hacia abajo y contemplar las revueltas aguas.
Después habló en una voz inaudible para nada que fuese mortal.
La forma de agua subió hasta el nivel de la cubierta y una vez allí se mantuvo a la altura de Om.
Después desarrolló una cara y abrió una boca.
—¿Y bien? —dijo.
—Saludos, oh Reina del… —comenzó Om. Los ojos de agua se posaron en él.
—Pero si no eres más que un dios menor. ¿Y te atreves a invocarme?
El viento ululaba entre los cordajes.
—Tengo creyentes, así que tengo el derecho —dijo Om. Hubo la más breve de las pausas. Después la Reina del Mar dijo:
—¿Un creyente?
—La cuestión no es que tenga un creyente o que tenga muchos —dijo Om—. Tengo mis derechos.
—¿Y qué derechos exiges, pequeña tortuga? —preguntó la Reina del Mar.
—Salva al navío —dijo Om. La Reina guardó silencio.
—Tienes que acceder a la petición —dijo Om—. Son las reglas.
—Pero puedo fijar el precio —repuso la Reina del Mar.
—Eso también está en las reglas.
—Y será alto.
—Será pagado.
La columna de agua empezó a desplomarse sobre las olas.
—Me lo pensaré.
Om contempló el blanco mar. El barco se escoró, haciendo resbalar a Om cubierta abajo, y después volvió a enderezarse. Una uña delantera logró engancharse en la cuaderna mientras la concha de Om giraba locamente, y por un momento ambas patas traseras se agitaron impotentemente sobre las aguas.
Y entonces una sacudida desprendió a Om.
Algo blanco bajó hacia él mientras pasaba por encima del borde y Om lo mordió.
Brutha chilló y subió la mano, con Om colgando del extremo de ella.
—¡No tenías por qué morder!
El barco se metió en una ola y lanzó a Brutha a la cubierta. Om se soltó y salió rodando.
Cuando Brutha logró levantarse, o al menos ponerse a cuatro patas, vio a los tripulantes de pie alrededor de él.
Dos marineros lo agarraron por los codos mientras una ola chocaba con el casco.
—¿Qué estáis haciendo?
Intentaban evitar mirarlo a la cara. Lo llevaron a rastras hacia la barandilla.
En algún lugar entre los embornales, Om llamaba a gritos a la Reina del Mar.
—¡Lo pone en las reglas! ¡Las reglas!
Cuatro marineros habían cogido a Brutha. Om podía oír, por encima del rugir de la tormenta, el silencio del desierto.
—Esperad —dijo Brutha.
—No es nada personal —dijo un marinero—. No queremos hacerlo.
—Yo tampoco quiero que lo hagáis —dijo Brutha—. ¿Eso sirve de alguna ayuda?
—El mar quiere una vida —dijo el marinero de mayor edad—. La tuya es la más próxima. Bueno, ahora vamos a…
—¿Puedo ponerme en paz con mi Dios?
—¿Qué?
—Si vais a matarme, ¿puedo rezar a mi Dios antes?
—No vamos a matarte —dijo el marinero—. Será el mar quien te matará.
—«La mano que comete el acto es culpable del crimen» —dijo Brutha—. Ossory, capítulo LVI, versículo 93.
Los marineros se miraron. En un momento como aquel probablemente no fuese prudente enemistarse con ningún dios. El barco empezó a caer por la pendiente de una ola.
—Tienes diez segundos —dijo el marinero más viejo—. Eso son diez segundos más de los que se les dan a muchos hombres.
Brutha se tumbó sobre la cubierta, algo en lo que fue considerablemente ayudado por otra ola que embistió el maderamen.
Para su sorpresa, Om fue más o menos consciente de la plegaria. No podía distinguir las palabras, pero la plegaria propiamente dicha era un picor en el fondo de su mente.
—A mí no me mires —dijo, tratando de enderezarse—. Se me han terminado las opciones…
El barco cayó…
… hacia un mar tranquilo.
La tormenta seguía rugiendo, pero sólo alrededor de un círculo que se iba agrandando con el barco en su centro.
Los rayos que acuchillaban el mar los rodeaban como los barrotes de una jaula.
El círculo se prolongó ante ellos. El barco empezó a avanzar con creciente rapidez por un estrecho canal de calma entre muros grises de tormenta que medían un kilómetro de altura. Fuegos eléctricos hervían en las alturas.
Y de pronto desaparecieron.
Detrás de ellos, una montaña grisácea se sentó sobre el mar. Los últimos ecos del trueno se desvanecieron.
Brutha se levantó torpemente, dando traspiés de un lado a otro para compensar un movimiento que ya no estaba allí.
—Y ahora yo… —comenzó.
Estaba solo. Los marineros habían huido.
—¿Om? —dijo Brutha.
—Aquí arriba.
Brutha extrajo a su Dios de entre las algas.
—¡Dijiste que no podías hacer nada! —lo acusó.
—No he sido y…
Om se calló. Habrá un precio, pensó. No será módico. No puede ser módico. La Reina del Mar es una deidad.
Yo también aplasté unas cuantas ciudades en mis tiempos. Fuego sagrado, esa clase de cosas. Si el precio no es alto, ¿cómo te va a respetar la gente?
—Hice algunos arreglos —dijo.
Olas de maremoto. Un barco que se hunde. Un par de ciudades que desaparecen bajo el mar. Será algo así. Si la gente no respeta entonces no temerá, y si no teme, ¿cómo vas a hacer que crean? Parece injusto. Un hombre mató a una marsopa. Claro que a la Reina le da igual quién salga despedido por la borda, de la misma manera en que a él le daba igual qué marsopa mataba. Eso es injusto, porque fue Vorbis quien lo hizo. Vorbis hace que las personas hagan cosas que no deberían hacer…
¿Qué estoy pensando? Antes de ser una tortuga, ni siquiera conocía el significado de la palabra «injusto».
Las escotillas se abrieron. Las personas salieron a cubierta y se agarraron a la barandilla. Estar en cubierta cuando hay tormenta siempre contiene la posibilidad de acabar en las olas, pero incluso esa posibilidad empieza a parecer atractiva después de horas bajo cubierta con caballos asustados y pasajeros mareados.
No hubo más tormentas. El barco avanzaba impulsado por vientos favorables, bajo un cielo despejado y en un mar tan desprovisto de vida como el abrasador desierto.
Los días transcurrieron sin novedades. Vorbis pasaba la mayor parte del tiempo bajo cubierta.
La tripulación trataba a Brutha con cauteloso respeto. Noticias como Brutha circulan muy deprisa.
Allí la costa era dunas con alguna que otra salina pantanosa. Una capa de calina flotaba sobre la tierra. Era la clase de costa donde la perspectiva de que un naufragio te lleve a ella se volvía más temible que la de ahogarse.
No había aves marinas. Incluso los pájaros que habían estado siguiendo al barco para hacerse con las sobras habían desaparecido.
—No hay águilas —dijo Om. Eso había que reconocerlo.
Hacia el anochecer del cuarto día el nada edificante panorama fue puntuado por un destello de luz, en lo alto del mar de dunas. La luz destellaba con una especie de ritmo. El capitán, que a juzgar por su rostro llevaba algún tiempo sin disfrutar regularmente de la compañía del sueño durante la noche, mandó llamar a Brutha.
—Su… Vuestro… El diácono me dijo que lo avisara cuando viera esto —explicó—. Ve a traerlo.
Vorbis ocupaba un camarote cerca de las sentinas, donde el aire era tan espeso como una sopa clara. Brutha llamó a la puerta.
—Adelante.[5]
Allí abajo no había portillas. Vorbis estaba sentado en la oscuridad.
—¿Sí, Brutha?
—El capitán me ha enviado a llamaros, señor. Algo brilla en el desierto.