No podéis comprender la historia a menos que comprendáis sus flujos, sus corrientes, y la manera en que cada caudillo se mueve entre estas fuerzas. Un caudillo procura perpetuar las condiciones que crean la necesidad de su caudillaje. Y así, el caudillo exige la presencia del extranjero. Os conmino a que estudiéis con tiento mi carrera. Yo soy a la vez caudillo y extranjero. No cometáis el error de suponer que sólo instituí la Iglesia que era el Estado. Esa fue mi función como caudillo, y dispuse de numerosos modelos históricos que imitar. Como clave de mi papel como extranjero, echad una ojeada a las artes de mi época. Son artes bárbaras. ¿La poesía favorita? La Épica. ¿El ideal dramático popular? El Heroísmo. ¿Las Danzas? Salvajemente abandonadas. Desde el punto de vista de Moneo, acierta al describirlo como peligroso. Estimula la imaginación. Hace a la gente sentir la falta de aquello de lo cual les privé. ¿De qué les privé? Del derecho a participar en la historia.
Los Diarios Robados
Idaho, tumbado en su catre con los ojos cerrados, oyó caer un peso en el otro catre. Se sentó a la luz de la media tarde que entraba sesgada por la única ventana de la habitación, reflejando el blanco de las baldosas del suelo en el amarillo pálido de las paredes.
Siona, vio, acababa de entrar, y se había tendido en su jergón. Ya leía uno de los libros que llevaba con ella a todas partes en una mochila de tela verde.
Balanceó los pies hacia el suelo y lanzó una ojeada a toda la habitación.
¿Por qué libros?, se preguntó.
¿Cómo podía considerarse ese cajón espacioso y de techo elevado ni aún remotamente Fremen? Una amplia mesa-escritorio de un plástico local marrón oscuro separaba los dos catres. Había dos puertas. Una conducía directamente al exterior, a un jardín. La otra daba acceso a un lujoso cuarto de baño cuyos baldosines azul pálido brillaban bajo una ancha claraboya. El baño contenía, entre sus muchos servicios funcionales, una bañera empotrada en el suelo y una ducha, cada una al menos de dos metros cuadrados de superficie. La puerta de entrada a este sibarítico recinto permanecía abierta e Idaho oía ruido a agua saliendo del grifo. Siona se mostraba extrañamente aficionada a bañarse con exceso de agua.
Stílgar, Naib de Idaho en los viejos tiempos de Dune, hubiera contemplado aquel cuarto de baño con desdén. «¡Vergonzoso!», hubiera dicho, «¡Decadente!», «¡Débil!». Lo cierto es que Stilgar hubiera utilizado muchos términos despectivos para describir todo aquel poblado que osaba compararse a un auténtico síetch Fremen.
Se oyó un crujir de papel al pasar Siona una página del libro. Estaba tumbada con la cabeza apoyada en dos almohadas y una fina túnica blanca cubriéndole el cuerpo. La túnica se le adhería aún en ciertos puntos debido a la humedad del baño que acababa de tomar.
Idaho agitó la cabeza. ¿Qué contenían esas páginas que tanto atraían su interés? Llevaba leyéndolas y releyéndolas desde su llegada a Tuono. Los libros eran delgados pero numerosos, y no ostentaban más que números en sus cubiertas negras. Idaho había visto ya hasta el número nueve.
Depositó los pies en el suelo, se puso de pie, y se acercó a la ventana. Fuera a lo lejos se veía a un viejo cavando unos macizos de flores. El jardín quedaba rodeado de edificios por tres lados y estaba adornado con flores de gran tamaño, rojas por fuera, que al abrirse dejaban ver un centro blanco. Los cabellos grises que el anciano llevaba al descubierto parecían una especie de rara floración que destacaba entre el blanco de los pétalos y el rubí de los capullos. Idaho percibió un olor a estiércol y hojas enmohecidas que servía de fondo a un fragante perfume floral.
¡Un Fremen cuidando flores al aire libre!
Siona no hacía comentario alguno sobre su extraña lectura. Me está tentando, pensó Idaho. Quiere que sea yo quien pregunte.
Procuraba no pensar en Hwi, porque la rabia amenazaba con devorarle si lo hacía. Recordaba muy bien el término Fremen que describía aquella intensa emoción: Kanawa, la anilla de hierro de los celos. ¿Dónde está Hwi? ¿Qué estará haciendo en este momento?
La puerta del jardín se abrió sin que llamaran y entró Teishar, un ayudante de Garun. Tenía una cara color de muerto surcada por arrugas oscuras, los ojos hundidos, con un círculo amarillento alrededor de las pupilas, y el pelo semejante a hierba vieja que se deja pudrir al exterior. Vestía una túnica marrón y era de aspecto innecesariamente feo, como un espíritu siniestro y primitivo. Teishar cerró la puerta y se quedó de pie, mirándoles.
Detrás de Idaho sonó la voz de Siona:
—Y bien, ¿de qué se trata?
Fue entonces cuando Idaho notó que Teishar parecía extrañamente excitado, vibrando de emoción.
—El Dios Emperador… —Teishar carraspeó y comenzó de nuevo—. ¡El Dios Emperador va a venir a Tuono!
Siona se sentó en la cama, juntando los pliegues de su túnica sobre las rodillas. Idaho se volvió para mirarla y luego miró otra vez a Teishar.
—¡Se casará aquí, aquí en Tuono! —exclamó él—. ¡Será una ceremonia a la antigua usanza Fremen! ¡El Dios Emperador y su prometida serán huéspedes de Tuono!
Dominado enteramente por los efectos del Kanawa, Idaho, con los puños apretados, le miró enfurecido. Teishar hizo una brusca inclinación de cabeza, dio media vuelta y se marchó dando un portazo.
—Deja que te lea una cosa, Duncan —dijo Siona.
Idaho permaneció unos instantes meditando sus palabras. Con los brazos caídos y los puños todavía apretados, dio media vuelta y se la quedó mirando. Siona estaba sentada en el borde de su catre, con un libro en la mano, e interpretó su silencio como asentimiento.
—«Algunos creen —leyó— que hay que llegar a un compromiso entre la integridad y una cierta dosis de trabajo sucio para poder adjudicar genio a una obra. Dicen que el compromiso empieza justo al salir del sancta sanctorum con la intención de realizar los propios ideales. Moneo dice que mi solución es permanecer en el interior del santuario y enviar a otros a que realicen el trabajo sucio que a mí me corresponde».
Levantó los ojos y miró a Idaho.
—El Dios Emperador. Sus propias palabras.
Lentamente, Idaho relajó la tensión de sus puños. Sabía que necesitaba distracción, y le interesaba que Siona hubiera salido de su silencio.
—¿Qué es ese libro? —preguntó.
Brevemente, Siona le explicó cómo ella y sus compañeros se habían apoderado de los planos de la Ciudadela y de unas copias de los diarios de Leto.
—Pero ya lo sabías —añadió ella—. Mi padre dejó bien claro que hubo espías que traicionaron nuestra incursión.
Él vio las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.
—¿Nueve de los vuestros muertos por los lobos?
Ella asintió.
—¡Eres un pésimo comandante! —dijo él.
Ella se enfureció, pero antes de que pudiera replicar él ya preguntaba:
—¿Quién se encargó de traducirlos?
—Esta es de Ix. Dicen que la Cofradía descubrió la clave.
—Sabíamos que nuestro Dios Emperador se complacía en la conveniencia —declaró Idaho—. ¿Eso es todo lo que tiene que decir?
—Léelo tú mismo. —Rebuscó en la mochila situada junto al catre y sacó de ella el primer volumen de la traducción, que lanzó al catre de él. Y mientras Idaho se dirigía a buscarlo, ella le increpó:
—¿Qué quieres decir con eso de que soy un comandante pésimo?
Él cogió el libro y, encontrándolo pesado, observó que estaba impreso en papel de cristal.
—Hubierais tenido que armaros contra los lobos —dijo, abriendo el volumen.
—¿Con qué armas? Todas las que hubiéramos podido conseguir hubieran resultado totalmente inefectivas.
—¿Pistolas láser? —preguntó él, pasando una página.
—¡Toca una pistola láser en Arrakis, y el Gusano se entera de inmediato!
Él pasó otra página.
—Tus amigos consiguieron al final pistolas láser.
—¡Y mira cómo respondió él!
Idaho leyó unas líneas y comentó:
—Había venenos a vuestra disposición. Ella tragó saliva horrorizada.
Idaho la miró.
—Al final envenenasteis a los lobos, ¿no es así?
Con la voz reducida casi a un puro susurro, ella contestó:
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no lo hicisteis antes?
—No… sabíamos… que podíamos… hacerlo.
—Pero no te molestaste en comprobarlo. Un comandante pésimo.
—¡Él es tan tortuoso! —exclamó Siona.
Idaho leyó un párrafo del libro antes de prestar atención a Siona.
—Eso apenas empieza a describirlo. ¿Has leído todo esto?
—¡Hasta la última letra! Algunos pasajes varías veces.
Idaho miró la página que tenía abierta y leyó en voz alta:
—«He creado lo que me proponía: una potente tensión espiritual a lo largo y ancho de mi Imperio. Pocos imaginan la fuerza que tiene eso. ¿De qué energías me serví para crear esta circunstancia? Yo no soy tan fuerte. El único poder que poseo es el control de la prosperidad individual. Ello comprendía todas las cosas que hago. Entonces, ¿por qué busca la gente mi presencia atendiendo a otro tipo de razones? ¿Qué es lo que podría conducirlos a una muerte segura en el inútil intento de alcanzar mi presencia? ¿Quieren acaso ser santos? ¿Creen que así alcanzan la visión de Dios?».
—Es de un cinismo absoluto —comentó Siona, con las lágrimas anegándole la voz.
—¿Cómo fue la prueba a que te sometió? —le preguntó Idaho.
—Me mostró… me mostró su Senda de Oro.
—Esa adecuada y útil…
—Es auténtica, Duncan. —Levantó la mirada hacia él, con las lágrimas brillándole en los ojos—. ¡Pero si alguna vez constituyó una razón válida para nuestro Dios Emperador, no es razón suficiente para justificar aquello en lo que se ha convertido!
Idaho efectuó una honda inspiración y luego dijo:
—¡Llegar los Atreides a eso!
—¡El Gusano debe desaparecer! —exclamó Siona.
—Me pregunto cuándo llegará aquí —dijo Idaho.
—Esa rata asquerosa amiga de Garun no lo mencionó.
—Hemos de preguntarlo.
—No disponemos de armas —dijo Siona.
—Nayla tiene en su poder una pistola láser —dijo él—. Tenemos cuchillos… y cuerda. He visto cuerda en uno de los cuartos de almacenamiento de Garun.
—¿Y eso para actuar contra el Gusano? —preguntó ella—. Aunque pudiéramos hacernos con la pistola láser de Nayla, ya sabes que ni se enteraría.
—Pero el carro, ¿es a prueba de rayos láser? —preguntó Idaho—. Pregúntale a Nayla si emplearía su pistola láser contra el carro del Gusano.
—¿Y si se niega?
—Mátala.
Siona se puso de pie, dejando el libro a un lado.
—¿Cómo vendrá el Gusano a Tuono? —preguntó Idaho—. Es demasiado grande y pesado para hacerlo en un tóptero corriente.
—Garun nos lo dirá —replicó Siona—. Pero me figuro que vendrá como suele desplazarse habitualmente. —Levantó los ojos al techo que ocultaba la Muralla que circundaba el perímetro del Sareer—. Creo que vendrá en peregrinación acompañado por todo su séquito. Supongo que seguirá el Camino Real, empleando los suspensores para descender hasta aquí. —Miró a Idaho—: ¿Qué hay de Garun?
—Extraño individuo —contestó Idaho—. Desea desesperadamente ser un Fremen auténtico. Sabe que los actuales no tienen nada que ver con lo que fueron en mi tiempo.
—¿Cómo eran en tu época, Duncan?
—Tenían un dicho que los describía perfectamente —respondió Idaho—. «No te encuentres jamás en compañía de alguien con quien no quisieras morir».
—¿Le dijiste eso a Garun? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Y qué te contestó?
—Dijo que yo era la única persona así que jamás había conocido.
—Garun será al final más sabio que todos nosotros.