Los Duncans me preguntan a veces si comprendo las exóticas ideas de nuestro pasado. Y si las comprendo, por qué no puedo explicárselas. El conocimiento, en opinión de los Duncans, reside tan sólo en los detalles. Yo trato de decirles que todas las palabras son plásticas. Las imágenes verbales comienzan a distorsionarse en el momento mismo de su pronunciación. Las ideas incrustadas en un idioma requieren el empleo de ese mismo idioma para su expresión. Esa es la esencia misma del significado de la palabra exótico. ¿Veis como empieza a distorsionarse? La traducción se retuerce en presencia de lo exótico. El Galach que yo hablo aquí se impone. Se trata de un marco de referencia exterior, un sistema particular. En todos los sistemas acechan peligros. Los sistemas incorporan las creencias inexploradas de sus creadores. Adopta un sistema, acepta sus creencias, y contribuyes a fortalecer la resistencia al cambio. ¿Sirve de algo que les diga a los Duncans que no existen lenguajes para ciertas cosas? Ahhh, pero los Duncans creen que todos los lenguajes son míos.
Los Diarios Robados
Durante dos días y dos noches enteros Siona no hizo uso de su mascarilla facial, perdiendo agua, valiosa agua, con cada respiración. E hizo falta mencionar el consejo de los Fremen a los niños antes de que Siona recordase las palabras de su padre. Leto le había hablado finalmente en la tercera mañana de su travesía, al detenerse bajo la sombra de una duna en la planicie azotada por el viento del erg.
—No desperdicies tu aliento, pues contiene el calor y la humedad de tu vida.
Él sabía que tardaría tres días más en el erg, y otras tres noches, antes de conseguir agua. Era la quinta mañana desde su partida de la torre de la Pequeña Ciudadela, y habían penetrado durante la noche en una zona de bajos montículos de arena, no dunas; las dunas se vislumbraban en la distancia, y hasta los vestigios de la Cresta Habbanya formaban una delgada línea interrumpida allá a lo lejos, si se sabía el lugar donde mirar. Ahora Siona sólo se sacaba la mascarilla facial del destiltraje para hablar. Sus labios estaban oscuros y ensangrentados.
Tiene la sed de la desesperación, pensó él, dejando que sus sentidos explorasen los alrededores. Pronto alcanzará el momento de la crisis. Su percepción sensorial le decía que seguían estando solos en esta zona situada en el borde de la llanura. Hacía pocos minutos que había amanecido, y la luz creaba barreras de reflexión de polvo que se retorcían subiendo y bajando empujadas por el incesante viento. Sus sentidos filtraron el viento para poder escuchar otros detalles: el jadeo agitado de Siona, el rumor de un pequeño desprendimiento de arena de las rocas que tenían al lado, el raspar de su cuerpo gigantesco contra la delgada superficie de la arena.
Siona levantó su máscara facial, pero la retuvo en la mano para ponérsela de inmediato.
—¿Cuánto tardaremos en encontrar agua? —preguntó.
—Tres noches.
—¿Hay alguna dirección mejor para llegar?
—No.
Ella había aprendido por fin a apreciar la economía Fremen con importante información. Ahora bebió con ansia unas pocas gotas de su bolsillo de recuperación.
Leto reconoció el mensaje transmitido por sus movimientos, gestos familiares de Fremen in extremis. Siona era ahora plenamente consciente de una experiencia común entre sus antepasados: el patiyeh, la sed al borde de la muerte.
Las pocas gotas almacenadas en su bolsillo de recuperación se agotaron. La oyó chupar aire. Se puso de nuevo la mascarilla y, con voz apagada, dijo:
—No lo conseguiré ¿verdad?
Leto la miró a los ojos, advirtiendo la claridad de pensamiento producida por la proximidad de la muerte, una penetrante clarividencia raramente alcanzada de otro modo. Ponía de relieve exclusivamente lo necesario para sobrevivir. Sí, se encontraba inmersa en el tedah ri-agrimi, la agonía que abre la mente. Pronto tendría que tomar la decisión final que ya creía haber tomado. Leto conocía por los signos que ahora se le exigía tratar a Siona con exquisita cortesía. Tendría que contestar cada pregunta con extrema franqueza, pues en cada pregunta acechaba un juicio.
—¿Lo conseguiré? —insistía ella.
Su desesperación mantenía todavía un rayo de esperanza.
—Nada es seguro —respondió él.
Eso la sumió en el desespero.
Aquella no había sido la intención de Leto, pero él sabía que ocurría a menudo que una respuesta veraz aunque ambigua se tomase como una confirmación de los temores más profundos.
Ella suspiró.
Su voz, enronquecida por la mascarilla le sondeó una vez más:
—Teníais alguna intención especial para mí en vuestro programa genético. —No se trataba de una pregunta.
—Todo el mundo tiene intenciones —contestó él.
—Pero vos deseáis mi pleno consentimiento.
—Cierto.
—¿Cómo podíais esperar mi consentimiento sabiendo todo lo que a vos se refiere? ¡Sed honrado conmigo!
—Los tres pilares del trípode del consentimiento son el deseo, los datos y la duda. La eficiencia y la honestidad tienen muy poco que ver con ello.
—Por favor, no discutáis conmigo. Sabéis que me estoy muriendo.
—Te respeto demasiado para discutir contigo.
Entonces elevó ligeramente sus segmentos frontales, olfateando el viento. Comenzaba a traer ya el calor del día, pero para su gusto contenía todavía demasiada humedad. Ello le hizo pensar que, cuanto más ordenaba controlar el tiempo, más cosas había que requerían control. Los absolutos no hacían más que acercarle a las vaguedades.
—Decís que no discutís, pero…
—Las discusiones cierran las puertas de los sentidos —dijo él, inclinándose hacia la superficie—, y siempre enmascaran la violencia. Un razonamiento seguido demasiado tiempo desemboca siempre en la violencia. No tengo ninguna intención violenta hacia ti.
—¿Qué queréis decir con el deseo, los datos y la duda?
—El deseo reúne a los participantes. Los datos establecen los límites de su diálogo. La duda enmarca las preguntas.
Ella se acercó para mirarle directamente a la cara, a menos de un metro de distancia.
Qué extraño, pensó él, que el odio pueda entremezclarse de tal forma con la esperanza, el terror y el respeto.
—¿Podríais salvarme?
—Hay un camino.
Ella asintió, y él supo que había llegado a una conclusión equivocada.
—¡Vos queréis cambiar eso por mi consentimiento! —le acusó.
—No.
—Si supero vuestra prueba.
—No es mi prueba.
—¿De quién, pues?
—Deriva de nuestros antepasados comunes.
Siona se dejó caer sentada en la fría roca y permaneció en silencio, sin sentirse dispuesta a pedirle que la dejara descansar en el cálido pliegue de su segmento frontal. Leto creyó oír el blando chillido que aguardaba agazapado en su garganta. Ahora la asaltaban las dudas. Comenzaba a preguntarse si Leto encajaba realmente en su imagen del Último Tirano. Entonces levantó la vista y le miró con aquella terrible claridad que él había identificado en ella.
—¿Qué os hace hacer lo que hacéis?
La pregunta estaba bien construida. Él contestó:
—Mi necesidad de salvar a la gente.
—¿A qué gente?
—Mi definición es mucho más amplia que la de todos los demás, incluso la Bene Gesserit, que cree haber definido lo que es ser humano. Yo me refiero al hilo eterno de toda la humanidad en cualquier definición.
—Estáis tratando de decirme… —Tenía la boca demasiado reseca para hablar. Trató de acumular saliva, y él vio sus movimientos dentro de la mascarilla. No obstante, puesto que su pregunta era evidente, no esperó a que la terminara.
—Sin mí, actualmente no habría nadie en ningún sitio, ni una sola persona. Y el camino hacia esta extinción era muchísimo más horrendo que tus más desatadas fantasías.
—Vuestra supuesta presciencia —replicó ella, con burla.
—La Senda de Oro sigue abierta —dijo él.
—¡No confío en vos!
—¿Porque no somos iguales?
—¡Sí!
—Pero somos interdependientes.
—¿Qué necesidad tenéis de mí?
Ahhh, el grito de la juventud insegura de su posición. Sintió la fuerza dentro de los vínculos secretos de la dependencia, y se obligó a mostrarse dura. ¡La dependencia fomenta la debilidad!
—Tú eres la Senda de Oro —dijo él.
—¿Yo? —apenas fue un susurro.
—Has leído esos diarios que me robaste —dijo él—. Yo estoy en ellos pero ¿tú dónde estás? Mira lo que he creado, Siona. Y tú, tú no puedes crear nada excepto a ti misma.
—¡Palabras, siempre tramposas palabras!
—Yo no sufro por ser adorado, Siona; sufro por no haber sido jamás apreciado. Quizás… No, no me atrevo a esperar en ti.
—¿Cuál es el propósito de esos diarios?
—Una máquina ixiana los registra. Quiero que se descubran un día lejano. Harán pensar a la gente.
—¿Una máquina ixiana? ¡Desafiáis el Jihad!
—En eso también hay una lección. ¿Qué hacen en realidad tales máquinas? Aumentar el número de cosas que podemos hacer sin pensar. Las cosas que hacemos sin pensar, ahí está el verdadero peligro. Mira el tiempo que has caminado por el desierto sin pensar en emplear tu mascarilla facial.
—¡Podíais haberme avisado!
—Y acrecentar así tu dependencia.
Ella se lo quedó mirando un instante, y luego dijo:
—¿Por qué queríais que me pusiera al mando de vuestras Habladoras Pez?
—Tú eres una Atreides, ingeniosa, con recursos, y capaz de mantener un pensamiento independiente. Te comportas con franqueza simplemente por amor a la verdad, como bien ves. Fuiste engendrada y educada para el mando, lo cual significa libertad de dependencia.
El viento formaba remolinos de polvo y arena a su alrededor, mientras ella escuchaba sopesando sus palabras.
—¿Y si accedo, me salvaréis?
—No.
Estaba tan segura de la respuesta contraria que tuvo que esperar varios latidos de su corazón para llegar a asimilar el monosílabo. En aquel momento el viento amainó ligeramente, exponiendo un amplio panorama sobre el paisaje de dunas que se extendía hasta los vestigios de la Cresta Habbanya. Repentinamente, el aire se heló con aquel frío que tanta humedad robaba a la carne como el tórrido calor del mediodía. Una parte de la consciencia de Leto detectó una oscilación en el control meteorológico.
—¿No? —Se sentía desconcertada y furiosa.
—Yo no hago tratos de sangre con la gente en quien debo confiar.
Ella agitó lentamente la cabeza pero no desvió la mirada que tenía fija en su rostro.
—¿Qué haréis para salvarme?
—Nada me obligará a hacerlo. ¿Por qué crees que podrías hacer por mí lo que yo no haré por ti? Esa no es forma de establecer una interdependencia.
Sus hombros se desplomaron.
—Si no puedo hacer un trato con vos ni tampoco forzaros…
—Entonces debes elegir otro camino.
Qué maravilloso observar el explosivo crecimiento de la consciencia, pensó. Las expresivas facciones de Siona no le ocultaron nada de cuanto ocurría en su interior. Ella le miró a los ojos y clavó en él la vista, como tratando de penetrar por completo en sus pensamientos. Una nueva fuerza reavivó su voz enronquecida.
—¿Desearíais que lo conociera todo de vos, hasta vuestras debilidades?
—¿Robarías lo que yo daría abiertamente?
La luz de la mañana iluminaba con dureza el rostro de la muchacha.
—No os prometo nada.
—Yo tampoco lo exijo.
—¿Pero me daréis a… agua, si os la pido?
—No es sólo agua.
Ella asintió:
—Y yo soy una Atreides.
Las Habladoras Pez habían explicado la lección de aquella especial susceptibilidad de los genes Atreides. Sabían dónde se originaba la especia, y lo que podía hacer en ella. Las maestras de las Escuelas de Habladoras Pez jamás le fallaban, y las leves adiciones de melange de la comida de Siona también habían hecho efecto.
—Esas pequeñas escamas rizadas que tengo junto a la cara —le dijo—. Rasca una de ellas con cuidado, y aparecerán gotas de humedad fuertemente impregnadas de esencia de especia.
Él vio el agradecimiento de sus ojos. Recuerdos que ella ignoraba que lo fuesen le hablaban desde el fondo de su ser. Y ella era el resultado de muchas generaciones en las que la sensibilidad de los Atreides se había incrementado.
Ni siquiera la urgencia de la sed la impulsó a moverse todavía.
Para ayudarla a superar la crisis, él le habló de los niños Fremen que, con ayuda de un palo, buscaban truchas de arena en los bordes de un oasis para rascarlas y apoderarse de su humedad y reponer así los estragos de la sed.
—Pero yo soy una Atreides —dijo ella.
—La Historia Oral así lo afirma y no miente —dijo él.
—Entonces podría morir de ello.
—Esa es la prueba.
—¡Queríais hacer de mí una auténtica Fremen!
—¿Y cómo si no enseñarás a tus descendientes a sobrevivir en el desierto cuando yo me haya ido?
Ella se quitó la mascarilla facial y acercó la cara a pocos centímetros de distancia de la suya. Levantó un dedo, y tocó con él una de las escamas rizadas de su cogulla.
—Frótala con cuidado —le dijo Leto.
La mano de Siona obedeció, no a la voz de él, sino a algo que ascendía de dentro de sí misma. Los movimientos del dedo fueron precisos, desencadenando sus propios recuerdos, cosas explicadas entre chiquillos y pasadas de niño en niño… de esa forma en la que sobreviven tantos datos útiles y tanta información inútil. Él giró la cara al máximo y miró de reojo el rostro de ella, tan cercano al suyo. Unas pálidas gotas azules comenzaron a formarse en el borde de la escama. Un penetrante olor a canela les envolvió. Ella se inclinó hacia las gotas. Él vio los poros de su nariz y la forma en que su lengua se movía para sorber la humedad.
Luego se retiró, no porque se hallase satisfecha, sino impulsada por la cautela y el recelo, igual que hiciera Moneo. De tal padre, tal hija.
—¿Cuánto tarda en hacer efecto? —preguntó ella.
—Ya lo está haciendo. Quiero decir… Un minuto o poco más.
—¡No te debo nada por esto!
—No exijo pago alguno.
Ella selló su mascarilla facial.
Él vio las lechosas distancias penetrar en sus ojos. Sin pedirle permiso, ella dio unas palmadas a su segmento frontal, exigiéndole que preparase la cálida hamaca de su carne para acogerla. Él obedeció, y ella se acomodó en la suave dulzura de su curva. Si forzaba la vista hacia abajo, lograba divisarla. Los ojos de Siona permanecían abiertos, pero ya no veían cuanto les rodeaba. Ella sufrió una violenta convulsión y se puso a temblar como un animalito agonizante. Él conocía esta experiencia pero no podía cambiar ni un ápice de ella. Ninguna presencia ancestral permanecería en su conciencia, pero para siempre llevaría ya consigo las claras visiones, los sonidos, los olores. Allí estarían las máquinas buscadoras, el olor a sangre y a entrañas, los seres humanos encogidos de miedo al fondo de sus cavernas, conscientes tan sólo de que no podían escapar… mientras que el movimiento mecánico se aproximaba sin cesar, oyéndose cada vez más cerca… más cerca… más fuerte… más fuerte…
Por dondequiera que buscase, hallaría lo mismo. No había forma de escapar.
Él sintió que la vida de Siona se retiraba. ¡Lucha contra la oscuridad, Siona! Esto era algo que los Atreides sabían hacer muy bien. Pelear para salvar la vida. Y ahora ella peleaba por salvar vidas distintas de la suya. Él notó, sin embargo, el decaimiento, la pérdida terrible de su vitalidad, a medida que ella penetraba más y más en la oscuridad, alcanzando regiones ignotas a las que nadie había llegado. Y empezó a acunarla suavemente, balanceando despacio su segmento frontal. Aquello o el delgado hilo caliente de la determinación, quizás ambas cosas, prevalecerían. A primeras horas de la tarde, su cuerpo, agotado de temblar horas seguidas, se había sumido en un estado parecido al verdadero sueño. Tan solo algún jadeo ocasional traicionaba los ecos de las visiones. Él siguió acunándola, balanceándose despacio.
¿Lograría regresar de aquellas profundidades? Él sintió que las reacciones vitales de la muchacha le tranquilizaban. ¡La fuerza que tenía!
Ella despertó a última hora de la tarde, sintiéndose invadida de repente por una gran quietud y alterado su ritmo respiratorio. Abrió los ojos de golpe, le miró, y se dejó caer rodando del pliegue donde se hallaba recostada; y durante casi una hora permaneció de pie, vuelta de espaldas a él, entregada a silenciosos pensamientos.
Moneo había hecho lo mismo. Debía ser un nuevo esquema de conducta de esa rama de los Atreides. Algunos de los precedentes le habían insultado, vociferado injurias contra él, otros se habían alejado de él entre miradas furtivas y tropezones, obligándole a seguirles en su tambaleante huida por la llanura de guijarros. Algunos se habían sentado de cuclillas y se habían quedado mirando al suelo. Pero ninguno le había vuelto la espalda, y para Leto esta nueva actitud constituyó una señal esperanzadora.
—Estas empezando a tener una idea de los lejos a lo que llega mi familia —dijo él.
Ella se volvió, convertida la boca en una línea apretada, pero rehuyó mirarle. Él la vio, en cambio, aceptar la experiencia, comprender lo que pocos mortales podían compartir como ella había compartido: Su singular multitud que convertía a toda la humanidad en su familia.
—Podíais haber salvado a mis amigos en el bosque —le acusó ella.
—Tú también pudiste hacerlo.
Ella apretó los puños y se los llevó a las sienes, al tiempo que le miraba echando fuego por los ojos:
—¡Pero vos lo sabéis todo!
—¡Siona!
—¿Era preciso que lo aprendiera de esta forma? —murmuró.
Él permaneció en silencio, obligándola a responder ella misma a su pregunta. Tenía que llegar a reconocer que la conciencia primaria de Leto operaba a la manera Fremen y que, como las pavorosas máquinas de aquella visión apocalíptica, el predador podía seguir a cualquier ser que dejara una huella.
—La Senda de oro —musitó—. La percibo. —Y luego, mirándole con rabia, añadió—: ¡Es tan cruel!
—La supervivencia siempre ha sido cruel.
—Ellos no podían esconderse —susurró. Y en voz alta añadió—: ¿Qué me habéis hecho?
—Tú intentaste ser una Fremen rebelde —dijo él—. Los Fremen poseían una habilidad portentosa para leer los signos del desierto. Hasta lograban distinguir la imperceptible huella de los rastros del viento en la arena.
Vio aparecer en ella los inicios del remordimiento, flotando en su memoria recuerdos de sus compañeros muertos. Y entonces, sin pérdida de tiempo, pues sabía que a ello seguiría un sentimiento de culpabilidad y después una rabia inmensa contra él, dijo:
—¿Me hubieras creído sí me hubiera limitado a traerte conmigo y explicártelo?
Los remordimientos amenazaban aniquilarla. Abrió la boca tras de la mascarilla facial y jadeó.
—Aún no has sobrevivido al desierto —le dijo él.
Lentamente, sus temblores se fueron apagando. Los instintos Fremen que había instilado en ella comenzaban a funcionar, produciendo su acostumbrado sosiego.
—Sobreviviré —replicó ella, y le miró a los ojos—: Vos nos interpretáis según nuestras emociones, ¿no es así?
—Los principios del pensamiento —asintió él—. Soy capaz de reconocer el más ligero cambio o matiz de la conducta por sus orígenes emocionales.
Él la vio aceptar su propia desnudez de igual modo que Moneo la aceptara con temor y con odio. Pero eso poco importaba. Exploró el tiempo que había de producirse y vio que, efectivamente, Siona sobreviviría al desierto, porque sus huellas aparecían marcadas en la arena junto a las de él… aunque no advirtió señal alguna de su carne en esas huellas. Un poco más allá, sin embargo, descubrió una súbita abertura que revelaba cosas ocultas. El alarido de muerte de Anteac resonó en su consciencia presciente… ¡y las hordas de Habladoras Pez atacando!
Viene Malky, pensó. Nos volveremos a ver Malky y yo.
Leto abrió sus ojos externos y descubrió a Siona que le miraba echando fuego por los ojos.
—¡Aún os sigo odiando! —dijo.
—Odias la necesaria crueldad del predador.
Con maligno regocijo, ella dijo:
—¡Pero vi otra cosa! ¡No puedes seguir mis huellas!
—Razón por la cual debes engendrar un hijo y preservar esta experiencia.
Estaba aún pronunciando estas palabras cuando empezó a llover. La repentina oscuridad del nubarrón y su violento chubasco se produjeron simultáneamente. A pesar de haber captado oscilaciones del control meteorológico, Leto quedó paralizado por la inesperada violencia del chaparrón. Sabía que a veces llovía en el Sareer, con una lluvia velozmente olvidada pues el agua era absorbida, desapareciendo al punto. Los escasos charcos que quedaban se evaporaban tan pronto como volvía a brillar el sol. Casi siempre el chaparrón no llegaba siquiera a tocar el suelo, constituyendo una lluvia fantasmal que se evaporaba al entrar en contacto con la capa de aire abrasador que cubría la superficie del desierto. Pero esta vez la lluvia le había empapado.
Siona se quitó la mascarilla facial y levantó la cara ansiosa hacia el agua que caía, sin advertir siquiera el intenso dolor que producía en Leto.
Al notar las primeras gotas penetrar bajo las escamas de las truchas de arena, sufrió una convulsión y se enroscó, formando una bolsa, con un tormento rayano en la agonía. Los impulsos opuestos de la trucha de arena y el gusano abrieron una nueva dimensión al significado de la palabra dolor y al sufrimiento. Sintió que se rasgaba como si lo estuvieran destrozando. Las truchas de arena, atraídas por la presencia del agua, se precipitaban a encapsularla, mientras que el gusano se retraía sintiendo en la humedad la presencia de la muerte. De cada punto en que la lluvia le había tocado surgía una columna de humo azul. Los mecanismos internos de su cuerpo comenzaron a fabricar la verdadera esencia de la especia. Envuelto en una humareda azul producida por los charcos de agua en que yacía, comenzó a retorcerse y a gemir.
Las nubes pasaron, y Siona tardó unos minutos en advertir su desespero.
—¿Qué os ocurre?
No pudo contestar. La lluvia había pasado, pero quedaba agua en las oquedades de las rocas y en los charcos que le rodeaban. No tenía salida.
Siona advirtió el humo azul que surgía de todos los puntos en que el agua entraba en contacto con su cuerpo.
—¡Es el agua!
Hacia la derecha se divisaba una pequeña elevación del terreno que el agua no había encharcado. Se dirigió hacia ella entre terribles dolores, gimiendo ante cada nuevo charco. Cuando llegó a ella la elevación se hallaba casi seca. Su tormento fue cesando, y se dio cuenta de que Siona estaba de pie delante de él, tratando de averiguar su condición con palabras de falso interés.
—¿Por qué os duele el agua?
¡Doler! ¡Qué término tan inadecuado! No había modo, sin embargo, de esquivar sus preguntas. Sabía ya lo bastante como para buscar por sí sola la respuesta. Vacilando todavía a causa del dolor, le explicó la relación de la trucha de arena y del gusano con el agua. Ella le escuchaba en silencio.
—Pero la humedad que me disteis…
—Está amortiguada y enmascarada por efecto de la especia.
—Entonces, ¿por qué os arriesgáis a salir sin vuestro carro?
—No se puede ser un Fremen en la Ciudadela o subido en un carro.
Ella asintió.
Él vio la llama de la rebeldía regresar a sus ojos. Ya no tenía por qué sentirse culpable ni dependiente. Ya no podía dejar de creer en su Senda de Oro, pero ¿qué diferencia significaba aquello? ¡Jamás podría perdonar su crueldad! Ella bien podía rechazarle, negarle un lugar en su familia, pues él no era un ser humano, no era como ella en absoluto. ¡Y ella poseía ahora el secreto de su perdición! ¡Rodearle de agua, destruir su desierto, inmovilizarle en un foso de quejidos! ¿Pensaba acaso que podía ocultar de él sus pensamientos tan sólo con darse media vuelta?
¿Y qué puedo hacer yo?, se preguntó. Ella debe vivir, y yo debo demostrar mi no-violencia.
Ahora que sabía algo de la naturaleza de Siona, qué fácil resultaría rendirse, hundirse a ciegas en sus propios pensamientos. Resultaba seductor sentir la tentación de vivir circunscrito en el ámbito de sus recuerdos, pero sus hijos necesitaban aún una nueva lección ejemplar para lograr escapar a la última amenaza de la Senda de Oro.
¡Qué dolorosa decisión! En aquel momento experimentó una oleada de simpatía hacia la Bene Gesserit, porque su dilema se asemejaba al experimentado por la Orden al tener que afrontar el hecho de la existencia de Muad’Dib. El objetivo final de su programa genético, mi padre, y tampoco pudieron contenerlo.
A la brecha una vez más, amigos míos, pensó, ahogando una perversa sonrisa ante su propio histrionismo.