43

En la cuna de nuestro pasado, me encontraba tendido de espaldas en una caverna tan baja que sólo pude penetrar en ella retorciéndome, no gateando. Allí, a la luz danzante de una tea de resina, pinté en el techo y las paredes las criaturas de la caza y las almas de mi pueblo. Qué iluminador es mirar hacia atrás y contemplar a través de un círculo perfecto la antigua pugna por obtener el momento visible del alma. Todo el tiempo vibra ante la llamada: «¡Aquí estoy!». Con la mente informada por los artistas gigantes que vinieron después; contemplo huellas de manos y músculos esbeltos pintados en la roca con carbón y tintes vegetales. ¡Cuánto más que simples acontecimientos mecánicos somos! Y mi conciencia anticivil pregunta: «¿Por qué no quieren abandonar la caverna?».

Los Diarios Robados

La invitación para visitar a Moneo en su estudio le llego a Idaho a última hora de la tarde. Idaho había pasado el día sentado en el diván de su habitación, pensando. Todos sus pensamientos derivaban de la facilidad con que le había tirado al suelo en el pasillo, aquella mañana.

No eres más que un modelo anticuado.

Con cada pensamiento, Idaho se sentía disminuido. Notaba desvanecerse su voluntad de vivir, dejando un montón de cenizas allí donde su cólera se había extinguido.

No soy más que el recipiente de un poco de esperma útil para sus propósitos, pensó.

Era un pensamiento que invitaba a la muerte o al hedonismo, y no lograba más que sentirse empalado por una espina del destino, hostigado por fuerzas irritantes que le zaherían por todos los costados.

La joven mensajera con su aseado uniforme azul no era sino una irritación más. Entró al escuchar la respuesta del comandante, emitida en voz baja, y se detuvo bajo el arco de entrada de la antesala, vacilando hasta averiguar su estado de ánimo.

Qué deprisa corren las noticias, pensó.

La vio allí, enmarcada en el portal, como una encarnación de la esencia de las Habladoras Pez, más voluptuosa que algunas pero no más descaradamente sexual. El uniforme azul no empañaba la gracia de sus caderas ni la firmeza de sus pechos. Él miró su rostro malicioso, adornado por una mata de cabello rubio cortado al estilo de las asistentas.

—Moneo me envía a deciros que os espera en su despacho —le comunicó.

Idaho había estado varias veces en ese despacho, pero todavía lo recordaba del primer día que lo viera. Sabía al entrar en la pieza que era el lugar donde Moneo pasaba la mayor parte de su tiempo. Había una mesa de madera oscura con finas vetas doradas que mediría unos dos metros de largo por uno de ancho, de escasa altura y sustentada por unas patas macizas, en medio de un sinfín de almohadones grises. La mesa le había parecido a Idaho un mueble selecto y de gran valor, elegido para que destacase. La mesa y los almohadones, que eran del mismo gris que las paredes, el suelo y el techo, constituían todo el mobiliario de la estancia.

Considerando el elevado y poderoso cargo de su ocupante, se trataba de una habitación pequeña —no mediría más de cinco metros por cuatro— pero de techo alto. La luz procedía de dos estrechas ventanas de vidrios traslúcidos que se abrían, una frente a la otra, en las paredes más estrechas del rectángulo. Las ventanas daban, desde considerable altura, una al borde noroccidental del Sareer, con los boscosos límites del Bosque Prohibido, y la otra al sudoeste, proporcionando un hermoso panorama sobre las dunas.

Contraste.

La mesa subrayaba de modo interesante este pensamiento inicial. La superficie parecía haber sido deliberadamente arreglada para producir una impresión de desorden. Finas hojas de papel de cristal se hallaban dispersas por la superficie, permitiendo tan sólo leves atisbos de la excepcional calidad de la madera que se encontraba debajo. Algunas de las hojas se hallaban cubiertas por una fina escritura. Idaho reconoció palabras en Galach y otros cuatro idiomas, incluida la rara lengua transite de Perth. Otras varias hojas mostraban dibujos de mapas y esquemas y otras, en fin, se hallaban garabateadas con los negros trazos de la escritura a pincel que caracterizaba el inconfundible estilo de la Bene Gesserit. Lo más interesante de todo habían sido cuatro rollos blancos de un metro de largo, copias tridimensionales de una computadora ilegal. Sospechaba que la terminal se hallaba oculta detrás de uno de los paneles de la pared.

La joven mensajera de Moneo carraspeó para sacar a Idaho de su ensimismamiento.

—¿Qué debo responder a Moneo? —preguntó.

Idaho la miró a la cara.

—¿Te gustaría que te dejara embarazada? —le preguntó.

—¡Comandante! —El estupor de la muchacha procedía no tanto de la sugerencia de Idaho como de su inexplicable incongruencia.

—Ahhh, sí, Moneo. ¿Qué le decimos a Moneo?

—Aguarda vuestra respuesta, Comandante.

—¿Servirá realmente de algo que responda? —preguntó Idaho.

—Moneo me ordenó que os comunicara que desea mantener una conversación con vos y con Dama Hwi juntos.

Idaho sintió un vago resurgir de su interés.

—¿Hwi está con él?

—Ha sido llamada, Comandante. —La mensajera carraspeó una vez más—. ¿Desea mi Comandante que venga a visitarle aquí esta noche, más tarde?

—No. Gracias de todos modos. He cambiado de idea.

Pensó que la muchacha sabía ocultar bien su desilusión, pero lo cierto fue que, con voz absolutamente normal, añadió:

—¿Debo anunciar pues que acudiréis a visitar a Moneo?

—Sí. Di que sí. —Y con un gesto le indicó que se retirase.

Después de su partida, Idaho pensó en ignorar simplemente la invitación recibida aunque, a pesar de todo, sentía crecer cierta curiosidad al respecto. ¿Moneo quería hablar con él estando Hwi presente? ¿Por qué? ¿Pensaba acaso que eso induciría a Idaho a escapar corriendo? Idaho tragó saliva. Cada vez que pensaba en Hwi, el vacío de su pecho se llenaba de emoción. Un mensaje de aquella índole no podía ignorarse. Lazos de terrible poder le ligaban a Hwi.

Se puso en pie, notando los músculos entumecidos por su prolongada inactividad, sintiéndose impulsado por la curiosidad y aquella fuerza irresistible de acudir a la cita. Salió al corredor, ignoró las indiscretas miradas de las guardias ante las que pasaba, y se dejó llevar por aquella irresistible fuerza interior hasta el despacho de Moneo.

Hwi se encontraba ya allí cuando Idaho entró en la habitación. Estaba frente a Moneo, al otro lado de la mesa atestada de papeles y documentos en confuso desorden, con los pies, calzados con zapatillas rojas, encogidos bajo el almohadón gris en el que estaba sentada. Idaho vio que vestía una larga túnica marrón con un cinturón verde trenzado, entonces ella se dio la vuelta, y él ya no pudo mirar otra cosa más que su cara. Formó con los labios su nombre sin llegar a pronunciarlo.

También ella se ha enterado, pensó él.

Sorprendentemente, este pensamiento le fortaleció. Las reflexiones de aquel día comenzaban a tomar forma en su mente.

—Toma asiento, Duncan, te lo ruego —dijo Moneo, indicando un almohadón situado junto a Hwi. Su voz aparecía teñida por un desacostumbrado tono vacilante, que pocas personas excepto Leto conocían en él. Mantenía la vista fija en la desordenada superficie de su mesa. Los inclinados rayos del sol poniente, reflejados en un pisapapeles dorado en forma de árbol caprichoso con frutas de pedrería coronando una montaña de cristal, arrojaban una delicada filigrana de luces y sombras sobre el desorden de la mesa.

Idaho se acomodó en el almohadón indicado, observando que la mirada de Hwi le seguía hasta que se encontró sentado. Ella miró entonces a Moneo, y a él le pareció advertir una sombra de enojo en su expresión. El habitual uniforme blanco de Moneo estaba abierto en la garganta, revelando un cuello surcado de arrugas y afeado por una incipiente papada. Idaho se lo quedó mirando fijamente a los ojos, dispuesto a esperar y a que fuese Moneo quien iniciase la conversación.

Moneo le devolvió la mirada, observando que Idaho seguía vistiendo el uniforme negro que usaba en su encuentro de la mañana. Advertíanse incluso leves trazas de suciedad en la pechera, recuerdo del suelo del pasillo al que había sido arrojado por Moneo. En cambio Idaho no llevaba ya el antiguo cuchillo Atreides. Aquel detalle preocupó a Moneo.

—Mi actuación de esta mañana fue imperdonable —dijo Moneo—. Por tanto no voy a pedirte que me excuses. Te pido simplemente que trates de comprender.

Hwi no pareció sorprenderse de este comienzo, observó Idaho, lo cual revelaba en gran parte lo que habían estado hablando antes de su llegada.

Al ver que Idaho no contestaba, Moneo añadió:

—No tenía derecho alguno a incomodarte.

Idaho sintió nacer en sí una curiosa reacción a las palabras y a la actitud de Moneo. Aún albergando el sentimiento de hallarse superado y desplazado, de encontrarse a demasiada distancia de su tiempo, no sospechaba ya que Moneo pudiera estar jugando con él. Algo había convertido al mayordomo en una roca de honestidad. Esa convicción colocaba el universo de Leto, el mortal erotismo de las Habladoras Pez, el innegable candor de Hwi, todo en suma, a la luz de una nueva relación, una nueva dimensión que Idaho se sentía capaz de comprender. Era como si los tres ocupantes de la estancia fuesen los últimos seres humanos de todo el universo. Y así, con un tono de autodesaprobación, dijo:

—Tenías todo el derecho a defenderte cuando te ataqué. Me alegra que fueras tan hábil.

Idaho se volvió hacia Hwi, pero antes de que pudiera hablar Moneo dijo:

—No te molestes en defenderme. Creo que su antipatía hacia mí es inconmovible.

Idaho agitó la cabeza.

—¿Es que sabe todo el mundo lo que voy a decir antes de que lo diga, o lo que voy a pensar antes de que lo piense?

—Una de tus más admirables cualidades —dijo Moneo—. No ocultas jamás tus sentimientos. Nosotros —se alzó de hombros— somos necesariamente más circunspectos.

—¿Habla en nombre tuyo?

Ella puso su mano en la de Idaho.

—Yo hablo por mí misma.

Moneo de inclinó para observar sus manos entrelazadas, y se recostó nuevamente en su almohadón. Con un suspiro dijo:

—No debéis hacerlo.

Idaho apretó con más fuerza la mano de Hwi, sintiendo que ella hacía lo mismo.

—Antes de que me lo preguntéis alguno de los dos —dijo Moneo—, mi hija y el Dios Emperador no han regresado aún de la prueba.

Idaho notó el esfuerzo que tuvo que hacer Moneo para hablar con serenidad. Hwi también se dio cuenta.

—¿Es cierto eso que dicen las Habladoras Pez? —preguntó Hwi—. ¿Que si fracasa, Siona morirá?

Moneo permaneció en silencio, su rostro convertido en una máscara de piedra.

—¿Se parece a la prueba de la Bene Gesserit? —preguntó Idaho—. Muad’Dib decía que las pruebas de la Orden trataban de averiguar si uno era verdaderamente humano.

La mano de Hwi se puso a temblar. Idaho, al notarlo, se la quedó mirando:

—¿Te sometieron a la prueba?

—No —contestó Hwi—, pero oí a las jóvenes hablar de ella. Decían que había que pasar por una auténtica tortura sin perder el sentido del propio ser.

Idaho devolvió la mirada a Moneo, advirtiendo el inicio de un tic nervioso en el ojo izquierdo del mayordomo.

—¡Moneo! —susurró Idaho, comprendiendo de repente—. A ti sí te puso a prueba.

—No siento deseo alguno de hablar de pruebas —contestó Moneo—. Estamos aquí para decidir qué hacer acerca de vosotros dos.

—¿No es eso asunto nuestro? —preguntó Idaho, notando la mano de Hwi húmeda de sudor.

—Es asunto del Dios Emperador —dijo Moneo.

—¿Aún si Siona fracasa? —preguntó Idaho.

—¡Sobre todo en ese caso!

—¿En qué consistió tu prueba? —preguntó Idaho.

—Me dio una pequeña muestra de lo que es ser el Dios Emperador.

—¿Y?

—Vi todo lo que él es capaz de ver.

La mano de Hwi se agarró convulsa a la de Idaho.

—Entonces es cierto que una vez fuiste un rebelde —dijo Idaho.

—Empecé con amor y plegarias —dijo Moneo—. Luego pasé a la ira y a la rebeldía. Y me transformé en lo que veis ante vosotros. Reconozco cual es mi deber, y lo cumplo.

—¿Y qué te hizo? —quiso saber Idaho.

—Me citó la plegaria de mi infancia: «Entrego mi vida para dedicarme a la mayor gloria de Dios» —dijo Moneo pensativo.

Idaho advirtió la rigidez de Hwi, la fijeza de su mirada en el rostro de Moneo. ¿En qué pensaría?

—Admití que esa había sido mi oración —dijo Moneo—. Y el Dios Emperador me preguntó qué estaba dispuesto a dar si mi vida no bastaba. Me gritó: ¿Qué es tu vida si retienes el gran don?

Hwi asintió, pero Idaho no sintió más que confusión.

—Pude oír la verdad en su voz.

—¿Sois Decidor de Verdad? —le preguntó Hwi.

—En el límite de la desesperación, sí —dijo Moneo—. Pero sólo entonces. Y os juro que me dijo la verdad.

—Algunos Atreides tenían el poder de la Voz —murmuró Idaho.

Moneo agitó la cabeza.

—No. Era la verdad. Él me dijo: «Te miro, y si pudiera derramar lágrimas lo haría. Considera este deseo convertido en acto».

Hwi se inclinó hacia adelante, tocando casi la mesa.

—¿No puede llorar?

—Los gusanos de arena —musitó Idaho.

—¿Cómo? —Hwi se volvió hacia él.

—Los Fremen mataban a los gusanos de arena con agua —dijo Idaho—, y con ello producían la esencia de especia para sus orgías religiosas.

—Pero Nuestro Señor Leto no es aún un gusano de arena completo —dijo Moneo.

Hwi se recostó en su almohadón y contempló a Moneo.

Idaho frunció los labios pensativo. ¿Tendría acaso Leto la prohibición Fremen contra las lágrimas? ¡Qué aterrados se mostraban los Fremen contra tal despilfarro de humedad!

Dar agua a los muertos.

Moneo se dirigió entonces a Idaho:

—Confiaba en que podría convencerte. Nuestro Señor Leto se ha manifestado. Tú y Hwi debéis separaros y no volver a veros nunca más.

Hwi sacó su mano de entre las de Idaho.

—Lo sabemos.

Con resignada amargura, Idaho dijo:

—Conocemos su poder.

—Pero no le comprendéis —replicó Moneo.

—No desearía otra cosa —dijo Hwi. Puso una mano en el brazo de Idaho para silenciarlo—: No, Duncan. Nuestros deseos privados no tienen lugar aquí.

—Tal vez debieras rezarle —dijo Idaho.

Ella se giró con rapidez, y se quedó mirándole fijamente hasta que Idaho bajó la mirada. Cuando por fin habló, en su voz sonó un cascabeleo musical que Idaho desconocía:

—Mi tío Malky decía siempre que Nuestro Señor Leto no respondía jamás a las plegarias. Afirmaba que Leto consideraba las plegarias como un intento de coerción, una forma de violencia contra el dios elegido, que ordena a la divinidad lo que debe hacer: Haz un milagro, Dios mío, o de lo contrario no creeré en ti.

—La plegaria como hibris —replicó Moneo—. Intercesión ante demanda.

—¿Cómo puede ser Dios? —preguntó Idaho—. Él mismo ha admitido que no es inmortal.

—Citaré las propias palabras de Nuestro Señor Leto —dijo Moneo—. «Yo soy todo cuanto hace falta ver de Dios. Yo soy la palabra convertida en milagro. Yo soy todos mis antepasados. ¿No es eso milagro suficiente? ¿Qué más podría desearse? Pregúntatelo a ti mismo: ¿Dónde existe mayor milagro?».

—Palabras vacías —comentó Idaho con burla.

—Yo también me burlé de él —dijo Moneo—. Yo le arrojé a la cara sus propias palabras de la Historia Oral: «Me entrego para mayor gloria de Dios».

Hwi emitió un grito sofocado.

—Él se rio de mí —dijo Moneo—. Se rio y me preguntó cómo podía entregar algo que ya pertenecía a Dios.

—¿Estabas irritado? —preguntó Hwi.

—Sí, mucho. Él se dio cuenta y me dijo que me enseñaría a entregarme a esa gloria. Me dijo: «Llegarás a darte cuenta de que eres en todos los aspectos un milagro tan portentoso como yo». —Moneo se volvió y miró por la ventana situada a su izquierda—. Me temo que mi ira me hizo sordo y que no estaba en absoluto preparado.

—Ahhh, es muy listo —dijo Idaho.

—¿Listo? —Moneo le miró—. Creo que no. Por lo menos no del modo que tú sugieres. Creo que en ese aspecto Nuestro Señor Leto no es mucho más listo que yo.

—¿No estabas preparado para qué? —preguntó Hwi.

—Para el riesgo —contestó Moneo.

—Pero arriesgaste mucho con tu cólera —dijo ella.

—No tanto como él. Veo en tus ojos, Hwi, que comprendes lo que digo. ¿Te da asco su cuerpo?

—Ya no.

Idaho, en el colmo de la frustración, hizo chirriar los dientes.

—¡A mí me repugna!

—Amor, no debes decir estas cosas.

—Y tú no debes llamarle amor.

—Tú preferirías que Hwi amara a un ser más pérfido y repugnante que cualquier Barón Harkonnen —dijo Idaho.

Moneó frunció los labios y luego dijo:

—Nuestro Señor Leto me ha hablado de ese perverso personaje de tu tiempo, Duncan. No creo que entendieras a tu enemigo.

—Era un monstruo, gordo…

—Era un buscador de sensaciones —dijo Moneo—. La gordura era un efecto secundario, o tal vez algo que experimentar en sí mismo, pues era algo ofensivo y él disfrutaba ofendiendo a la gente.

—El Barón sólo consumió unos cuantos planetas —dijo Idaho—. Leto está consumiendo el universo.

—¡Amor, por favor! —protestó Hwi.

—Déjale que despotrique —le aconsejó Moneo—. Cuando yo era joven e ignorante, como mi hija Siona y este pobre necio, decía también cosas semejantes.

—¿Es por eso por lo que has dejado a tu hija salir a buscar la muerte? —replicó Idaho.

—Amor, eso es muy cruel —dijo Hwi.

—Duncan, uno de tus defectos ha sido siempre buscar la histeria —dijo Moneo—. Te advierto que la ignorancia se convierte fácilmente en histeria. Tus genes producen un gran vigor y es posible que inspires cierto respeto entre las Habladoras Pez, pero tienes pocas dotes de caudillo.

—No trates de enojarme —dijo Idaho—. No voy a atacarte, pero no me acoses demasiado.

Hwi trató de coger la mano de Idaho, pero él se escabulló.

—Conozco mi lugar —dijo Idaho—. Soy un partidario útil, capaz de portar el estandarte Atreides. ¡Llevo a cuestas el negro y el verde!

—Los que no lo merecen, mantienen el poder promoviendo la histeria —dijo Moneo—. La política Atreides es el arte de gobernar sin histeria, el arte de hacerse responsable de los usos del poder.

Idaho se echó hacia atrás, dándose impulso para ponerse en pie.

—¿Cuándo ha sido tu maldito Dios Emperador responsable de algo?

Moneo bajó la mirada hacia el desorden esparcido por su mesa y, sin levantarla, dijo:

—Es responsable de lo que se ha hecho a sí mismo. —Entonces levantó los ojos, revelando una mirada glacial—: No tienes el coraje, Duncan, de querer averiguar por qué se hizo eso a sí mismo.

—¿Y tú sí?

—Cuando más irritado estaba yo —dijo Moneo—, al verse a sí mismo a través de mis ojos, dijo: «¿Cómo te atreves a sentirte ofendido por mi causa?». Entonces fue —Moneo tragó saliva— cuando me hizo contemplar el horror que él había visto. —Los ojos de Moneo comenzaron a derramar lágrimas, que resbalaron en abundancia por sus mejillas—. Y yo me alegré de no tener que tomar su decisión… de poder contentarme con ser un simple partidario.

—Yo le he tocado —dijo Hwi.

—¿Entonces lo sabes? —le preguntó Moneo.

—Sin haberlo visto, lo sé —contestó ella.

En voz baja, Moneo comentó:

—Yo casi morí de ello. Yo… —Se estremeció y luego miró a Idaho—: No debes…

—¡Malditos todos vosotros! —bramó Idaho; y, dando media vuelta, se marchó de la habitación.

Hwi se quedó contemplando su desaparición, el rostro convertido en una máscara de angustia.

—Ohhh… Duncan —murmuró.

—¿Lo ves? Te equivocaste —dijo Moneo—. Ni tú ni las Habladoras Pez habéis logrado amansarle; pero tú, Hwi, no has hecho más que contribuir a su destrucción.

Hwi dirigió su congoja hacia Moneo.

—No volveré a verle.

Para Idaho, el regreso a sus habitaciones se convirtió en uno de los momentos más duros de su existencia. Trató de imaginar que su rostro era una máscara inmóvil de plastiacero para tratar de ocultar el torbellino de emociones que bullían en su interior. No podía permitir que ninguna de las guardias ante las que pasaba contemplara su dolor. Él no sabía que casi todas habían adivinado la causa de su congoja y sentían compasión por él. Todas ellas habían recibido informes de los Duncans, y habían aprendido a interpretarlos correctamente.

En el corredor, ya cerca de sus habitaciones, Idaho se encontró a Nayla, que venía caminando despacio hacia él. Algo había en su cara, una expresión de indecisión y desconcierto, que le obligó a pararse unos instantes, casi olvidándose de su confusión interna.

—¿Amiga? —le dijo al hallarse a muy pocos pasos de donde estaba ella.

Ella le miró, y su brusco reconocimiento se reflejó en su cara cuadrada.

Qué mujer tan extraña de aspecto, pensó.

—Ya no soy Amiga —contestó ella, y continuó avanzando por el corredor.

Idaho se volvió girando sobre un tacón y se quedó mirando la espalda que se alejaba: aquellos hombros pesados, aquella laboriosa sensación de músculos terribles.

¿Para qué propósitos habría sido criada?, se preguntó.

Fue tan sólo un pensamiento momentáneo. Sus propias preocupaciones volvieron a abrumarle con mayor fuerza que antes. Cubrió con algunas zancadas los pocos pasos que le separaban de su puerta, y entró en sus aposentos.

Una vez en el interior, Idaho permaneció un instante con los brazos caídos y los puños apretados.

Ya no tengo ninguna atadura con ninguna época, pensó. Qué extraño que este pensamiento no le produjera un sentimiento de liberación. Sabía sin embargo que había realizado la acción que comenzaría a liberar a Hwi de su amor por él. Se sintió disminuido. Pronto, ella le recordaría como un necio pequeño y presuntuoso, sujeto sólo a sus propias emociones. Y se veía desaparecer de los intereses inmediatos de Hwi.

¡Y aquel pobre Moneo!

Idaho captó la forma de las cosas que habían formado al complaciente mayordomo. Deber y responsabilidad. Qué seguro refugio ofrecían ambas cosas en momentos que exigían decisiones difíciles.

Yo fui así una vez, pensó Idaho. Pero fue en otra vida, en otro tiempo.