¿Sabéis lo que suelen decir los guerrilleros? Pretenden que sus rebeliones son invulnerables a la guerra económica porque carecen de economía, alegando ser parásitos de aquellos a quienes se proponen derribar. Los muy necios no valoran la moneda con la que tendrán inevitablemente que pagar. El esquema es inexorable en sus fracasos degenerativos. Se ve repetido en los sistemas de esclavitud, de los estados liberales, de las religiones organizadas en castas, de las burocracias socializantes, en cualquier sistema, en suma, que cree y mantenga dependencias. Tolera un parásito por demasiado tiempo, y no podrás vivir sin un huésped.
Los Diarios Robados
Leto y Siona permanecieron todo el día tumbados a la sombra de las dunas, moviéndose tan sólo a medida que el sol avanzaba en el cielo. Él le enseñó cómo protegerse bajo una manta de arena del tórrido calor del mediodía, aunque nunca fue excesivo en la franja de guijarros situada entre las dunas.
Por la tarde, Siona se acurrucó contra Leto en busca de calor, un calor que él sabía que poseía en exceso aquellos días.
Hablaban esporádicamente. Él le explicaba las gracias de los Fremen que antaño dominaran estas tierras, y ella exploraba el caudal de conocimientos secretos que él albergaba.
Una de las veces, él comentó:
—Te parecerá extraño, pero aquí es donde me siento más humano.
Sus palabras no consiguieron hacerla plenamente consciente de su propia vulnerabilidad y del hecho de que pudiera morir en aquellos parajes. Aún estando sin hablar, no empleaba la mascarilla facial del destiltraje.
Leto reconoció la motivación inconsciente que ocultaba este fracaso, pero sabía bien la inutilidad de intentar subsanarlo.
A última hora de la tarde, cuando el frío de la noche comenzaba a apoderarse del desierto, empezó a deleitarla con canciones de la Larga Caminata que no habían sido conservadas por la Historia Oral. A él le agradó que le gustara una de sus favoritas, «La Marcha de Liet».
—La melodía es antiquísima —dijo él—; una música pre-espacial, procedente de la antigua Terra.
—¿Por qué no la cantáis otra vez?
Eligió a uno de sus mejores barítonos, un artista fallecido muchos años atrás, que había llenado más de una sala de conciertos.
El muro del pasado-más-allá-del-recuerdo
Me oculta de una antigua catarata
Donde se precipitan las aguas
Y juegos de espumas
Excavan grutas en la arcilla
Bajo el rumor de un torrente
Cuando él terminó, ella guardó silencio unos instantes y luego dijo:
—Qué extraña canción para una marcha.
—Les gustaba porque podían disecarla.
—¿Disecarla?
—Antes de que nuestros antepasados Fremen llegaran a este planeta, la noche era el momento de contar historias, cantar y recitar poesías. En los tiempos de Dune, sin embargo, eso se reservaba para lo que llamaban la falsa oscuridad, las tinieblas del día en el interior del Sietch. La noche era cuando podían salir a caminar, como nosotros ahora.
—Pero dijisteis disecar.
—¿Qué significa esa canción? —preguntó él.
—Es… simplemente una canción.
—¡Siona!
Ella escuchó enojo en su voz y permaneció callada.
—Este planeta es hijo del gusano —le advirtió él—. Y yo soy ese gusano.
Con sorprendente despreocupación, ella le contestó:
—Entonces decidme vos qué significa.
—El insecto goza de tanta libertad con respecto a su colmena como gozamos nosotros con respecto a nuestro pasado —dijo él—. Allí están las grutas y todos los mensajes escritos en la espuma de la corriente.
—Prefiero canciones que se puedan bailar —replicó ella.
Era en verdad una respuesta poco seria, pero Leto decidió tomarla como un deseo de cambiar de tema. Le habló entonces de la danza matrimonial de las mujeres Fremen, cuyos pasos se inspiraban en la rapidez de los torbellinos de arena. Era evidente por la extasiada atención con que escuchaba Siona que podía ver a las mujeres girando velozmente ante los ojos internos de Leto, con sus oscuras cabelleras acompañando el ritmo de la danza y cayendo desgreñadas sobre rostros por mucho tiempo muertos.
Era ya casi de noche cuando él terminó de hablar.
—Ven —dijo—. El amanecer y el crepúsculo siguen siendo la hora de las siluetas. Vamos a ver si hay alguien que comparta con nosotros el desierto.
Siona le siguió hasta la cima de una duna, desde la cual contemplaron el amplio panorama de la oscuridad cayendo sobre las extensiones del desierto. Solamente había un pájaro en el cielo, planeando sobre sus cabezas, sin duda atraído por sus movimientos. Por la envergadura de sus alas y su forma, Leto reconoció en él a un buitre, y así se lo dijo a Siona.
—¿Pero qué comen? —preguntó ella.
—Cualquier animal muerto o a punto de morir.
Eso la impresionó, y se quedó contemplando cómo el resplandor último del sol doraba las plumas del solitario pájaro.
Leto aprovechó la ocasión para decir:
—Algunas personas, pocas, se aventuran todavía a cruzar mi Sareer. A veces un Fremen de Museo se aparta de su grupo y se pierde. La verdad es que sólo sirven para los rituales. Y además están los bordes del desierto, y los restos de lo que dejan mis lobos.
Al oír esto, ella se apartó con una rápida vuelta de su lado, pero no sin que él advirtiera la angustia que la consumía. Siona estaba siendo dolorosamente probada.
—El día en el desierto tiene poco atractivo —dijo él—. Esta es otra razón de que viajemos de noche. Para un Fremen la imagen del día es la de la arena impulsada por el viento, borrando las huellas de sus pasos.
Los ojos de Siona estaban empañados de lágrimas cuando se volvió hacia él, pero su rostro estaba sereno.
—¿Qué vive, pues, aquí ahora?
—Los buitres, unas pocas alimañas nocturnas, algún vestigio de vida vegetal procedente de los viejos tiempos, y algunos bichos que habitan en madrigueras.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque aquí es donde nacieron y no les permito conocer nada mejor.
Era casi de noche, y lucía aquel repentino resplandor que su desierto adquiría a aquella hora. Él la estuvo contemplando a la luz de aquella claridad, advirtiendo que ella no había comprendido aún su otro mensaje, aunque sabía que el mensaje había penetrado en ella y pronto supuraría.
—Siluetas —comentó ella, recordando sus anteriores palabras—. ¿Qué esperabais encontrar cuándo subimos aquí?
—Tal vez gente a lo lejos. Nunca se sabe.
—¿Qué gente?
—Ya te lo he dicho.
—¿Qué hubierais hecho si hubierais visto a alguien?
—La costumbre Fremen era tratar a la gente alejada con hostilidad hasta que arrojaban arena al aire.
Mientras él pronunciaba estas palabras, la oscuridad cayó sobre ellos como una cortina, y Siona se convirtió en un movimiento fantasmal a la luz de las estrellas.
—¿Arena? —repitió.
—Arrojar arena es un gesto muy profundo. Quiere decir: «Compartimos la misma carga. La arena es nuestro único enemigo. Esto es lo que bebemos. La mano que coge arena no puede empuñar un arma». ¿Entiendes esto?
—¡No! —respondió ella con burla, mintiendo desafiante.
—Lo entenderás —replicó él.
Sin decir una palabra, ella echó a andar por el arco de la duna donde se hallaban, alejándose de él a grandes pasos con enojado exceso de energía. Leto se demoró deliberadamente, constatando con interés que instintivamente había elegido la dirección correcta. En su interior se sentían bullir los viejos recuerdos Fremen.
En el punto en que la duna descendía para encadenarse con otra, ella se detuvo a esperarle. Él observó que la mascarilla facial de su destiltraje permanecía abierta, colgando suelta. No era momento aún de reprenderla por eso. Ciertas sensaciones inconscientes debían dejarse que siguieran su curso natural.
Al ver que se acercaba, ella dijo:
—¿Es buena esta dirección? ¿Como cualquier otra?
—Si no la abandonas, sí —contestó él.
Ella levantó la mirada a las estrellas y él la vio identificar la constelación de los Jalones, aquellas flechas Fremen que habían guiado a sus antepasados a través del desierto. También observó, sin embargo, que esta identificación era puramente intelectual, sin haber llegado a aceptar todavía los demás elementos que bullían en su interior.
Leto elevó sus segmentos frontales para atisbar en la oscuridad. Avanzaban en dirección norte, levemente desviadas hacia el oeste, por una ruta que antaño conducía a través de la Cresta Habbanya y la Caverna de los Pájaros hacia el erg situado bajo la Falsa Muralla oeste para alcanzar finalmente el Paso del Viento. Ninguno de esos lugares se conservaba. A su olfato llegó un soplo de brisa fresca con efluvios de pedernal, y más humedad de la que le resultaba agradable.
Una vez más fue Siona quien emprendió la marcha, más despacio esta vez, manteniendo la dirección correcta a base de consultar de vez en cuando a las estrellas. Confiaba en que Leto confirmara el camino, pero era ella la que guiaba ahora la expedición. Él percibió el torbellino que agitaba sus cautelosos pensamientos, y supo con certeza lo que de ellos saldría. Poseía el principio de esa intensa lealtad hacia los compañeros de viaje en la que los habitantes del desierto siempre habían confiado.
Lo sabemos, pensó. Si te separas de tus compañeros, te pierdes entre las dunas y las rocas. En el desierto el viajero solitario es hombre muerto. Solamente el gusano vive solo en estas tierras.
La dejó adelantarse para que el roce de la arena a su paso no dejase un rastro demasiado prominente. Ella tenía que pensar en la parte humana de su organismo. Y él contaba con que la lealtad trabajase para él. Siona era frágil, sin embargo, y rebosaba rabia contenida, más rebelde que cualquiera de los que jamás hubiese puesto a prueba.
Leto se dejó resbalar detrás de ella, repasando el programa genético y destacando lo más esencial de la muchacha para preparar un sustituto si es que ella fracasaba.
A medida que la noche progresaba, Siona avanzaba con mayor lentitud. La Primera Luna se hallaba alta en el cielo y la Segunda Luna había rebasado ya la línea del horizonte cuando se detuvo a tomar un descanso e ingerir algún alimento.
Leto se alegró de detenerse. La fricción con la arena le había provocado un predominio del gusano y el aire que le rodeaba estaba impregnado de las exhalaciones químicas debidas a sus ajustes de temperatura. El aparato que él denominaba su supercargador de oxigeno liberaba su contenido con uniforme regularidad, haciéndole plenamente consciente de la producción de proteínas y recursos aminoácidos que su organismo de gusano había adquirido para acomodarse a la relación placentaria con sus células humanas. El desierto aceleraba el ritmo de su metamorfosis final.
Siona se había detenido junto a la cima de una duna estrellada.
—¿Es cierto que coméis arena? —le preguntó al ver que él se acercaba.
—Sí, lo es.
Ella miró a su alrededor, al horizonte helado de la luna.
—¿Por qué no hemos traído un emisor de señales?
—Quería que aprendieras algo sobre las posesiones.
Ella se acercó y él notó su aliento cerca de su cara. Estaba perdiendo demasiada humedad en el aire reseco de la noche. Y sin embargo, no recordaba todavía el aviso de Moneo. Sería una lección amarga, sin duda alguna.
—No os comprendo en absoluto —dijo ella.
—Y, sin embargo, eso es justamente lo que tienes que hacer.
—¿De veras?
—¿Cómo si no puedes darme algo valioso a cambio de lo que yo te estoy dando?
—¿Qué me estáis dando?
Él percibió toda la amargura, y un levísimo olor a especia procedente del alimento seco que estaba ingiriendo.
—Te ofrezco la oportunidad de estar a solas conmigo, de compartirlo todo conmigo, y tú pasas este rato sin interés alguno. Lo estás desperdiciando.
—¿Qué dijisteis antes acerca de las posesiones? —preguntó ella.
Él oyó la fatiga de su voz, pues el mensaje del agua comenzaba a gritar en su interior.
—Aquellos Fremen de los viejos tiempos estaban vivos, magníficamente vivos —dijo él—, y su interés por la belleza se limitaba exclusivamente a lo útil. No conocí jamás a un Fremen avaricioso.
—¿Y eso qué significa?
—En los viejos tiempos, todo lo que uno llevaba consigo al desierto era necesario, y no se llevaba absolutamente nada más. Tu vida ya no está libre de posesiones, Siona, porque de lo contrario no hubieras pedido un emisor de señales.
—¿Por qué no es necesario un emisor de señales?
—Porque no aprenderías nada de él.
Él describió un círculo alrededor de ella, siguiendo la ruta marcada por los Jalones.
—Ven. Empleemos esta noche para nuestro beneficio.
Ella se apresuró a colocarse junto al rostro enmarcado en la cogulla y a caminar a su lado.
—¿Y qué ocurre si no aprendo vuestra maldita lección?
—Probablemente morirás —respondió él.
Eso la obligó a guardar silencio durante un rato. Ella avanzaba fatigada y despacio a su lado, sin permitirse más que alguna mirada de soslayo, ignorando su cuerpo de gusano y concentrándose en los visibles vestigios de su humanidad. Al cabo de un rato dijo:
—Las Habladoras Pez me dijeron que ordenasteis la cópula de la cual nací.
—Cierto.
—Dicen que mantenéis un registro y que ordenáis estas uniones Atreides para vuestros propios fines.
—Eso también es cierto.
—Entonces la Historia Oral dice la verdad.
—Pensé que creías en la Historia Oral al pie de la letra.
Pero ella seguía una única línea de pensamiento.
—¿Y si alguno de nosotros se niega cuando vos ordenáis tal unión?
—Permito un cierto margen de tolerancia siempre y cuando existan los niños que he ordenado.
—¿Ordenado? —Se sentía ultrajada.
—Sí. Eso es lo que he dicho.
—¡No podéis vigilar todos los dormitorios ni seguirnos a todos nosotros en cada minuto de nuestras vidas! ¿Cómo sabéis que vuestras órdenes se cumplen?
—Tengo medios de saberlo.
—¡Entonces sabréis que yo no voy a obedeceros!
—¿Tienes sed, Siona?
Ella se sobresaltó.
—¿Qué?
—La gente sedienta habla de agua, no de sexo.
Ella siguió sin sellar su mascarilla facial y él pensó: Las pasiones Atreides siempre fueron impetuosas, incluso a expensas de la razón.
Al cabo de dos horas, dejadas atrás las dunas, llegaron a una llanura de guijarros azotada por el viento. Leto se dirigió hacia ella con Siona a su lado. Ella miraba con frecuencia a la constelación de los Jalones. Ambas lunas se hallaban ya bajas en el horizonte, y su luz arrojaba sombras alargadas detrás de cada guijarro.
En cierto modo, Leto encontraba esas extensiones más cómodas de atravesar que la arena, pues la roca sólida era mejor conductor del calor que la arena, por lo cual se aplanaba contra la roca, aliviando el funcionamiento de sus dolorosos procesos químicos. Ni los guijarros ni tan siquiera las piedras le causaban molestia alguna.
Siona, en cambio, avanzaba aquí con mayor dificultad, torciéndose los tobillos a cada paso.
Las planicies resultaban muy arduas para los humanos no habituados a ellas, pensó. Si permanecían cerca del suelo, no divisaban más que el gran vacío, aquella misteriosa inmensidad sobre todo a la luz de la luna, con las dunas destacando en la distancia, una distancia que parecía no acortarse jamás a pesar del avance del viajero, nada, nada en ningún sitio, excepto el viento aparentemente eterno, unas pocas rocas y, si se levantaba la mirada, una multitud de estrellas sin piedad. Aquella zona era el desierto del desierto.
—Aquí fue donde la música Fremen adquirió su eterna soledad —dijo él—, no allá arriba en las dunas. Aquí es donde realmente se aprende a pensar que el cielo debe ser el rumor fresco del agua de una fuente y la protección, cualquier protección, de ese viento incesante.
Ni siquiera estas palabras le recordaron a ella que debía ajustarse la mascarilla facial. Leto empezaba a desesperar.
La mañana les sorprendió adentrados en la llanura.
Leto se detuvo junto a tres grandes peñascos amontonados, uno de los cuales era de mayor altura que sus lomos. Siona se apoyó en él un momento, gesto que devolvió en cierto modo las esperanzas a Leto. Luego ella se apartó de un empujón y fue a encaramarse al peñasco más alto. Él la observó subida allá arriba, contemplando el paisaje.
Sin ni siquiera mirarlo, Leto sabía lo que ella veía: arena en el horizonte, elevándose cual niebla y oscureciendo el sol naciente. Por lo demás no había sino la llanura y el viento.
La roca sobre la que se hallaba situado estaba fría a causa de las rigurosas temperaturas matinales del desierto, y el frío resecaba el aire, lo que para él resultaba mucho más agradable. Sin Siona hubiera proseguido la marcha, pero ella se encontraba visiblemente exhausta. Al bajar de la roca se apoyó contra él una vez más, y él tardó casi un minuto en darse cuenta de que se había puesto a escucharle.
—¿Qué oyes? —preguntó.
—Un sordo rumor en vuestro interior.
—El fuego jamás se apaga del todo.
Eso pareció interesarla. Se apartó de su lado y, dando un rodeo, fue a colocarse ante su rostro.
—¿Fuego?
—Todos los seres vivientes llevan un fuego en su interior; algunos son muy lentos, otros muy potentes. El mío es más violento que casi todos los demás.
Ella encogió los brazos, apretujándose para protegerse del frío.
—¿No tenéis frío?
—No, pero veo que tú sí.
Replegó el rostro hacia el interior de la cogulla, y en el arco inferior de su primer segmento se formó una depresión.
—Es casi como una hamaca —le dijo—. Si te acurrucas aquí, estarás caliente.
Sin vacilar, ella aceptó la invitación.
Aun cuando él la había preparado para ello, encontró la confiada reacción de Siona muy emocionante, y tuvo que luchar contra un sentimiento de compasión mucho más poderoso que los que había experimentado antes de conocer a Hwi. Pero aquí no podía haber lugar para la compasión, se dijo. Siona mostraba claros signos de que probablemente iba a morir, y él debía prepararse para tal decepcionante contingencia.
Siona se tapó la cara con un brazo, cerró los ojos y se quedó dormida.
Desde el punto de vista popular humano sabía que las cosas que aquí hacía sólo podían parecer crueles y despiadadas, por lo cual se veía obligado a fortalecerse retirándose al interior de sus recuerdos y seleccionando deliberadamente el tema errores de nuestro común pasado. El acceso de primera mano a las equivocaciones de la humanidad constituía ahora su mayor fuerza. El conocimiento de las equivocaciones le había enseñado a encontrar soluciones a largo plazo. Tenía que mostrarse constantemente atento a las consecuencias. Si las consecuencias se perdían o quedaban ocultas, las lecciones no servían para nada.
Pero cuanto más cerca se hallaba de su transformación total en gusano de arena, más le costaba tomar decisiones que los demás llamaban inhumanas. Antaño lo había hecho con facilidad, pero a medida que su humanidad se le escapaba, se sentía cada vez más lleno de preocupación e inquietudes humanas.