La comprensión de lo que soy se produce en esa conciencia intemporal que ni acumula ni descarta, ni estimula ni defrauda. Yo creo un campo sin esencia ni centro, un campo en el que hasta la muerte se torna una simple analogía. No deseo resultado alguno. Simplemente permito ese campo que no tiene objetivos ni deseos, ni perfecciones, ni tan siquiera visiones de fines o propósitos. En ese campo todo cuanto existe es la conciencia primaria, omnipotente. Ella es la luz que entra a raudales por las ventanas de mi universo.
Los Diarios Robados
Salía el sol, lanzando su violento resplandor sobre las dunas. Leto sentía la arena bajo su cuerpo como una suave caricia. Sólo sus oídos humanos que oían el abrasivo raspar de su pesada mole le enviaban una sensación contradictoria. Se trataba de un conflicto sensorial que ya había aprendido a aceptar. Oía a Siona andar detrás de él, con una ligereza en las pisadas, con un leve salpicar de arena al encaramarse a una duna para colocarse a su nivel. Cuanto más perduro, más vulnerable me torno, pensó.
Este pensamiento le acudía con frecuencia a la mente en los días que acudía a su desierto. Miró hacia arriba. El cielo no tenía ni una nube, y poseía una azul intensidad que los tiempos de Dune, tan remotos, no habían conocido.
¿Qué era un desierto sin un cielo sin nubes?
Lástima que estuviera privado de la tonalidad plateada de Dune.
Varios satélites ixianos controlaban este cielo, no siempre con la perfección que él hubiera deseado. Tal perfección constituía una utopía mecánica imposible de conseguir tan pronto intervenía la mano de obra humana. De todos modos, los satélites funcionaban con la suficiente eficacia como para regalarle esta mañana de quietud e inmensidad desérticas. Hizo que sus pulmones humanos la absorbieran con una profunda inspiración y se puso a escuchar, aguardando la llegada de Siona. La muchacha se había detenido. Él sabía que estaba admirando la vista.
Leto pensó en su propia imaginación como si fuera un mago que hubiese utilizado todos los elementos necesarios para producir el ambiente físico de este momento. Él sentía los satélites, instrumentos finísimos que orquestaban la música del baile de las masas de aire cálido y frío, controlando y ajustando perennemente las poderosas corrientes verticales y horizontales. Le divertía recordar que los ixianos habían creído que él iba a utilizar tan exquisita maquinaria para una nueva versión del despotismo hidráulico, reteniendo la humedad para privar de ella a quienes desafiasen decretos o castigando a otros con terribles tormentas. ¡Qué sorpresa se habían llevado al descubrir su error!
Mis medios de control son más sutiles.
Despacio, suavemente, comenzó a moverse reptando por la superficie de arena, dejándose resbalar por la pendiente de la duna, sin mirar ni una vez hacia atrás, hacia la delgada aguja de su torre, sabiendo que pronto se desvanecería en la neblina del calor diurno.
Siona le seguía con una docilidad extraña en ella. Las dunas habían producido el efecto apetecido. Había leído los diarios robados y había escuchado las advertencias de su padre. Ahora se encontraba con que no sabía qué pensar.
—¿Qué es ésta prueba? —le había preguntado a Moneo—. ¿Qué me hará?
—Nunca es igual.
—¿La tuya en qué consistió?
—Contigo será diferente. Si te contara mi experiencia sólo serviría para confundirte.
Leto había escuchado en secreto mientras Moneo preparaba a su hija, vistiéndola con un destiltraje Fremen auténtico, echándole un manto oscuro por los hombros, ajustando correctamente los canales de bombeo del calzado. Moneo no había olvidado.
Al inclinarse para abrocharse las botas, Moneo había levantado la vista y le había dicho:
—Aparecerá el Gusano. Eso es todo lo que puedo decirte. Debes encontrar una nueva manera de vivir en presencia del Gusano. —Luego se había puesto de pie para explicarle el funcionamiento del destiltraje y cómo reciclaba el agua de su cuerpo. Le hizo tirar del tubo de un bolsillo de recuperación y chupar de él, y luego sellar de nuevo el tubo.
—Estarás sola con él en el desierto —le había dicho Moneo—. Shai-Hulud nunca está lejos cuando sale al desierto.
—¿Y si me niego a ir? —preguntó Siona.
—Irás… pero tal vez no regreses.
Esta conversación se había desarrollado en la cámara situada en la planta baja de la Pequeña Ciudadela, mientras Leto esperaba arriba, en su refugio. Bajó al tener noticia de que Siona ya se hallaba a punto, dejándose caer en la oscuridad de las horas que preceden al alba accionando los suspensores de su carro. El carro había entrado en la cámara de la planta baja después de que salieran de ella Siona y Moneo. Mientras Moneo cruzaba la planicie hasta su ornitóptero y partía entre el susurro del batir de las alas, Leto había ordenado a Siona que comprobase que la puerta quedaba bien sellada y que levantase la mirada para contemplar la inverosímil altura de la torre.
—La única salida es cruzar el Sareer —dijo.
Entonces la alejó de la torre, sin ordenarle siquiera que siguiese, confiando tan sólo en el sentido común, la curiosidad y las dudas de la muchacha.
El avance reptante de Leto le hizo descender por la empinada ladera de la duna, continuar hacia una descarnada zona del cimiento rocoso de la base, y luego volver a subir por una falda arenosa en un ángulo agudo, creando así un camino por donde Siona pudiera seguirle. Los antiguos Fremen llamaban a esos rastros de compresión «el regalo de Dios para el caminante fatigado». Avanzaba despacio, dejando que Siona tuviera tiempo de darse cuenta de que estos eran sus dominios, su hábitat natural.
Al coronar la cima de otra duna, se volvió para observar el avance de la muchacha. Se mantenía sobre el rastro que él había formado, y sólo se detuvo al llegar a la cumbre. La mirada de Siona se dirigió una vez al rostro del Dios Emperador, y luego describió un círculo completo para examinar el horizonte. Él oyó el jadeo de su respiración. La neblina del calor ocultaba ya la punta de la torre. La base, desde lejos, parecía un distante afloramiento.
—Así era todo —dijo él.
El desierto tenía algo que llegaba al alma eterna de la gente por cuyas venas corría sangre Fremen, lo sabía. Había elegido este lugar por sus especiales características: una de las dunas era un poco más elevada que las demás.
—Contempla bien la vista —le dijo, y descendió por la ladera opuesta para apartar su mole del radio de visión de la muchacha.
Siona se dio vuelta una vez más.
Leto conocía la sensación que producía en el interior de la muchacha lo que estaba contemplando. Excepto por la insignificante y confusa línea de la base de su torre, no existía la menor elevación en la raya del horizonte: todo era llano, absolutamente llano. Ni una planta, ni un solo movimiento de un ser vivo. Desde el punto de observación de la muchacha habría una distancia de unos ocho kilómetros hasta el punto en que la curvatura del planeta ocultaba lo que se extendía más allá.
Desde el lugar donde se había detenido, justo debajo de la cumbre de la colina, se oyó la voz de Leto que decía:
—Este es el verdadero Sareer. Tan sólo se conoce cuando se llega hasta aquí para contemplarlo. Esto es todo lo que queda del bahr bela ma.
—El océano sin agua —musitó ella.
Nuevamente se volvió para examinar el horizonte completo.
No soplaba viento, y Leto sabía que sin viento el silencio devoraba el alma humana. Siona empezaba a sentir la pérdida de todos los puntos de referencia conocidos. Estaba abandonada en un peligroso espacio.
Leto miró la duna siguiente. En aquella dirección llegarían a una baja cadena de colinas, antiguas montañas convertidas ahora en un montón de escombros y de escoria. Siguió descansando, callado, dejando que el silencio trabajara para él. Era incluso agradable imaginar que las dunas continuaban sin fin, como en los viejos tiempos, cubriendo toda la superficie del planeta. Pero hasta esas pocas dunas degeneraban; sin las originales tormentas de coriolis de Dune, el Sareer no recibía más impulso que la caricia de una fuerte brisa y de algunos vórtices de arena que no producían sino efectos locales.
Uno de esos «diablos del viento» bailoteaba a media distancia en dirección al sur. La mirada de Siona siguió su recorrido y luego, bruscamente, dijo:
—¿Tenéis una religión personal?
Leto tardó un instante en componer su respuesta. Era asombroso cómo el desierto provocaba siempre pensamientos relacionados con la religión.
—¿Te atreves a preguntarme si poseo una religión personal? —replicó.
Sin revelar ninguna señal de los miedos que él sabía que sentía, Siona se volvió y se lo quedó mirando. La audacia siempre había sido signo distintivo de los Atreides, se recordó a si mismo.
Y al ver que ella no contestaba nada, Leto dijo:
—Eres una Atreides de pura cepa.
—¿Esta es vuestra respuesta? —preguntó.
—¿Qué es lo que realmente quieres saber, Siona?
—¡En lo que vos creéis!
—¡Ah! Preguntas por mi fe. Bien, pues creo que algo no puede emerger de la nada sin intervención divina.
Su respuesta la dejó perpleja.
—¿Cómo puede un…?
—Natura non fecit saltus —dijo él.
Ella agitó la cabeza, sin comprender la antigua cita que había surgido de sus labios.
Leto tradujo para ella:
—La naturaleza no procede a saltos.
—¿Qué idioma era ese? —preguntó ella.
—Una lengua que ya no se habla en ningún rincón de mi universo.
—¿Entonces por qué la usasteis?
—Para estimular tus recuerdos antiguos.
—¡No tengo ninguno! ¡Sólo quiero saber por qué me trajisteis aquí!
—Para darte a probar el sabor de tu pasado. Ven aquí y súbete a mi espalda.
Al principio ella titubeó, pero luego, comprendiendo la futilidad que significaría desafiarle, descendió de la duna y se subió trepando a sus espaldas.
Leto esperó hasta sentirla arrodillada sobre su lomo. No era lo mismo que en los viejos tiempos que había conocido, pues ella carecía de garfios de doma y no podía montarle de pie. Elevó sus segmentos frontales, despegándose ligeramente de la superficie.
—¿Por qué he de hacer esto? —preguntó ella, en un tono que revelaba lo ridícula que se sentía.
—Quiero que conozcas cómo nuestro pueblo recorría orgulloso estas tierras montando a lomos de un gusano de arena gigante.
Él empezó a deslizarse descendiendo por la ladera de la duna. Siona había visto hologramas que representaban esta escena y conocía intelectualmente de qué se trataba esta experiencia, pero el pulso de la realidad era una cosa muy distinta, y él sabía que la disfrutaría.
Ahhh…, Siona, pensó, ni siquiera empiezas a sospechar cómo voy a ponerte a prueba.
Leto endureció entonces sus sentimientos. No debo tener piedad. Si muere, que muera. Si alguno de ellos muere, es porque resulta obligado, nada más.
Y tuvo que recordarse que esto se aplicaba incluso a Hwi Noree. Era simplemente que no todos ellos podían morir.
Se percató de ello cuando notó que Siona comenzaba a disfrutar de la sensación de ir montada a sus espaldas, notando un leve cambio en el peso al apuntalarse ella bien en sus piernas para levantar la cabeza.
Él se lanzó entonces, siguiendo el recorrido de un curvo barracán, uniéndose a Siona en el disfrute de las viejas sensaciones. Apenas sí vislumbraba los vestigios de las colinas que se elevaban en el horizonte justo delante de él. Eran como una semilla del pasado aguardando impasibles, como un recuerdo de la fuerza autónoma y expansiva que opera en el desierto. Logró olvidar un instante que en este planeta tan sólo una reducida porción de su superficie permanecía desértica, y que la dinámica del Sareer existía en un precario entorno.
No obstante, la ilusión del pasado había renacido. Lo notó a medida que avanzaba. Fantasía, por supuesto, se dijo a sí mismo, una fantasía obligada a desvanecerse mientras perdurase su forzada tranquilidad. Aunque el majestuoso barracán que ahora atravesaba no era tan inmenso como los del pasado. Ninguna de las dunas era tan grande.
De repente este desierto mantenido como tal le pareció ridículo. Y casi se detuvo en una franja de guijarros que se extendía entre dos dunas, reanudando el avance, aunque con más lentitud pues trató de enumerar los elementos necesarios que hacían funcionar todo el sistema. Dio en imaginar la rotación del planeta estableciendo grandes corrientes de aire que transportaban aire frío y después caldeado en enorme volumen a regiones nuevas, todo ello controlado y gobernado por aquellos minúsculos satélites equipados con instrumentos ixianos y platinas concentradoras de calor. Si los elevados monitores veían alguna cosa era en parte al Sareer como un «desierto en relieve» con sus altas murallas y sus muros de aire frío circundándolo. Lo cual tendía a causar la aparición de hielo en los bordes, exigiendo nuevos y más numerosos ajustes meteorológicos.
No era tarea fácil, y por este motivo Leto perdonaba las ocasionales equivocaciones que pudieran cometerse.
Al avanzar nuevamente hacia las dunas, perdió aquel sentido de delicado equilibrio, descartando el recuerdo de las pétreas extensiones baldías que rodeaban a las extensiones arenosas del centro, y se entregó al goce y al disfrute de su «océano petrificado», con su congelado y aparentemente inmóvil oleaje. Viró entonces hacia el sur avanzando en paralelo a las colinas.
Sabía que a la mayoría de la gente les ofendía su infatuación por el desierto. Se sentían incómodos y se marchaban. Siona, sin embargo, no podía marcharse. Mirase adonde mirase, el desierto exigía que se reconociese su existencia. Iba en silencio montada a sus espaldas, pero él sabía que tenía los ojos llenos de lágrimas y que sus recuerdos más antiguos comenzaban a bullir.
Al cabo de tres horas llegó a una región de dunas cilíndricas semejantes a lomos de ballenas, algunas de las cuales medían más de ciento cincuenta kilómetros de largo contando desde el ángulo que ofrecían al viento dominante. Detrás de ellas se extendía un corredor de guijarros que, avanzando entre montículos, conducía a una zona de dunas estrelladas de casi cuatrocientos metros de altura. Finalmente penetraron en la región de dunas trenzadas del erg central, donde las altas presiones y la elevada carga eléctrica del aire elevó su ánimo. Sabía que Siona estaba experimentando la gran fascinación del mismo hechizo.
—Aquí es donde nacieron las canciones de la Larga Caminata, que conserva íntegras la Historia Oral.
Ella no respondió, pero él supo que le había oído.
Leto aminoró el paso y comenzó a dialogar con Siona, hablándole de su pasado Fremen. Percibió el despertar de su interés, pues llegaba incluso a hacer preguntas, pero también notó cómo la iban invadiendo los miedos. Desde el punto en que se hallaban ni siquiera la base de la Pequeña Ciudadela era visible. Nada de cuanto la rodeaba había sido construido por el hombre. Y ella imaginaba que él se dedicaba a charlar, tratando de temas intrascendentes para posponer algo portentoso.
—La igualdad entre nuestros hombres y mujeres tuvo su origen aquí —explicó.
—Vuestras Habladoras Pez niegan que los hombres y las mujeres sean iguales. —Su voz, impregnada de interrogativa incredulidad, era un localizador mucho más exacto que la sensación de transportarla agazapada sobre su lomo. Leto se detuvo en el cruce de dos dunas trenzadas para liberar el oxígeno generado en su cuerpo por el calor.
—Hoy las cosas han cambiado —dijo él—. Pero los hombres y las mujeres poseen indudablemente exigencias evolutivas diferentes. Con los Fremen, en cambio, existía una cierta interdependencia, lo cual fomentaba la igualdad en lugares como este, donde las cuestiones de supervivencia son de una urgencia inmediata.
—¿Por qué me habéis traído aquí? —preguntó.
—Mira hacia atrás —le dijo él.
La sintió volverse. Entonces ella preguntó.
—¿Qué se supone que debo ver?
—¿Hemos dejado algún rastro? ¿Ves por donde hemos pasado?
—Hace un poco de viento ahora.
—¿Ha cubierto nuestro rastro?
—Creo que sí.
—Este desierto nos hizo lo que fuimos y somos —declaró él—. Este es el verdadero museo de todas nuestras tradiciones. En realidad, ninguna de esas tradiciones se ha perdido.
Leto avistó una pequeña tormenta de arena, una ghibli, cruzando el horizonte hacia el sur. Pudo distinguir las delgadas cintas de polvo y arena que avanzaban ante él. Seguro que Siona también lo había visto.
—¿Por qué no me decís para qué me habéis traído aquí? —preguntó ella. El miedo se le transparentaba en la voz.
—Ya te lo he dicho.
—¡No, no me lo habéis dicho!
—¿Qué distancia hemos recorrido, Siona?
Ella pensó antes de contestar:
—¿Treinta kilómetros? ¿Veinte?
—Mucho más —replicó él—. Me muevo muy aprisa en mis tierras. ¿No sentías el viento acariciarte la cara?
—Sí. —Y de mal humor—: ¿Para qué me habéis hecho venir tan lejos?
—Baja y colócate donde pueda verte.
—¿Por qué?
Bien, pensó. Cree que la voy a abandonar aquí alejándome a toda velocidad sin que pueda atraparme.
—Baja y te lo explicaré.
Ella se dejó resbalar desde el lomo y, dando un rodeo, fue a colocarse ante su cara.
—El tiempo vuela cuando los sentidos disfrutan —dijo él—. Llevamos fuera unas cuatro horas. Habremos recorrido sesenta kilómetros.
—¿Qué tiene eso de importancia?
—Moneo puso algunos alimentos secos en la faltriquera de tu manto —dijo él—. Come algo y te lo explicaré.
Ella encontró un cubo de promotor seco en la faltriquera y comenzó a masticarlo mientras le contemplaba. Era el auténtico alimento de los antiguos Fremen, hasta incluso en la ligera adición de melange.
—Has sentido tu pasado —declaró él—. Ahora debes ser sensibilizada hacia tu futuro, hacia la Senda de Oro.
Ella tragó saliva.
—Yo no creo en vuestra Senda de Oro.
—Si quieres vivir, tienes que creer en ella.
—¿Es esa vuestra prueba? ¿Tener fe en el gran Dios Leto o morir?
—No tienes que creer en mí en absoluto. Quiero que tengas fe en ti misma.
—¿Y para eso tiene importancia la distancia que hemos recorrido?
—Así tendrás una idea de la distancia que te queda por recorrer.
Ella se llevó una mano a la mejilla.
—Yo no…
—Justo en el sitio donde estás —dijo él—, te encuentras en el inconfundible centro del Infinito.
Ella lanzó una mirada a derecha e izquierda, a las ininterrumpidas extensiones del desierto.
—Vamos a salir andando de mi desierto juntos. Solos los dos.
—Vos no andáis —replicó ella con desdén.
—Es una forma de hablar. Pero tú si andarás. Te lo aseguro.
Ella miró en la dirección de donde habían venido.
—Por eso me preguntabais por el rastro.
—Aun cuando hubiera rastros, no podrías regresar. En mi Pequeña Ciudadela no hay nada que pudieras usar para sobrevivir.
—¿No hay agua?
—Nada.
Ella buscó el tubo del bolsillo de recuperación, chupó de él, y lo guardó de nuevo. Él observó el cuidado que ponía en sellar su extremo, aunque en cambio no se puso la mascarilla facial en la boca, tal como Leto había oído que le aconsejaba su padre.
¡Quería tener la boca libre para seguir hablando!
—Me estáis diciendo que no puedo escapar de vos.
—Vete, si quieres —dijo él.
Ella describió un circulo completo, examinando el terreno.
—Hay un refrán sobre las tierras sin fin que afirma que una dirección es tan buena como cualquier otra —dijo él—. En ciertos aspectos sigue siendo cierto, pero yo no me fiaría de él.
—¿Pero soy realmente libre de marcharme si quiero?
—La libertad puede ser un estado muy solitario —respondió él.
Ella señaló a la pronunciada ladera de la duna sobre la cual se habían detenido.
—Pero podría bajar y…
—Yo en tu lugar, Siona, no bajaría jamás por donde señalas.
Ella le miró echando fuego por los ojos.
—¿Por qué?
—En las laderas pronunciadas de las dunas, a menos que sigas las ondulaciones naturales del terreno, la arena puede resbalar por encima de ti y sepultarte.
Ella contempló la pendiente, asimilando sus palabras.
—¿Ves qué hermosas pueden ser las palabras? —preguntó él.
Ella le miró a la cara.
—¿Nos vamos?
—Aquí se aprende a valorar el ocio. Y la cortesía. No hay prisa.
—Pero no tenemos más agua que la de…
—Si se emplea juiciosamente, ese destiltraje te permitirá sobrevivir.
—¿Pero cuánto tardaremos en…?
—Tu impaciencia me alarma.
—Pero no tenemos más comida que esos pedazos secos de mi bolsillo. ¿Qué comeremos cuando…?
—¡Siona! ¿Te das cuenta de que estás hablando en plural? ¿Qué comeremos? No tenemos agua. ¿Nos vamos? ¿Cuánto tardaremos?
Él notó la sequedad de la boca de la muchacha cuando intentó tragar saliva.
—¿Será posible que seamos interdependientes?
De mala gana, ella replicó:
—Yo no sé cómo sobrevivir aquí.
—¿Y yo sí?
Ella asintió.
—¿Y por qué habría de compartir tan valioso conocimiento contigo? —le preguntó él.
Ella se alzó de hombros con un gesto tan desvalido que le emocionó. Qué aprisa borraba el desierto las actitudes anteriores.
—Compartiré mi conocimiento contigo —dijo él—. Pero tú debes buscar algo muy valioso para compartirlo conmigo.
La mirada de Siona recorrió la longitud entera de su mole, se detuvo un momento en las aletas que antaño fueran piernas, y luego se centró de nuevo en su rostro.
—Un acuerdo que se compra con amenazas no es un acuerdo —declaró.
—Por mi parte no ejerzo violencia alguna.
—Existen muchas clases de violencia —dijo ella.
—¿Y yo te traje aquí para que murieras?
—¿Pude yo hacer algo más que obedecer?
—Es difícil haber nacido Atreides —declaró él—. Créeme, lo sé bien.
—No teníais por qué hacerlo de este modo —replicó ella.
—En eso te equivocas.
Se apartó de ella y comenzó a descender la duna por un rastro sinusoidal. La oyó seguirle, resbalando y a trompicones. Leto se detuvo a la sombra proyectada por la duna.
—Esperaremos aquí a que pase el día —dijo—. Se gasta menos agua viajando por la noche.