38

¿Conocéis la leyenda de la gran reserva de melange? Sí, yo también conozco esa historia. Un mayordomo me la relató un día para entretenerme. La leyenda dice que existe una reserva de melange, una reserva gigantesca, grande como una montaña. La reserva está escondida en las profundidades de un remoto planeta. No es Arrakis ese planeta. No es Dune. La especia fue escondida allí hace muchísimo tiempo, antes incluso del Primer Imperio y de la Cofradía Espacial. La leyenda afirma que Paul Muad’Dib acudió a aquel planeta y vive todavía junto a esa reserva de especia, que le mantiene vivo, esperando. El mayordomo no comprendió por qué esta historia me turbaba tanto.

Los Diarios Robados

Idaho temblaba de cólera mientras cruzaba a zancadas los grandes vestíbulos de plastipiedra gris que le separaban de sus aposentos en la Ciudadela. Ante cada puesto de guardia que pasaba la soldado saludaba con un seco gesto al que Idaho no contestaba. Sabía que estaba causando inquietud entre ellas, pues nadie podía confundir el estado de ánimo del Comandante, pero ello no aminoró el ritmo decidido de su paso. Los sordos taconazos de sus botas resonaban a lo largo de los muros.

Tenía todavía en la boca el sabor del almuerzo, aquella comida típicamente Atreides, que se comía con palillos y que consistía en un plato de cereales mixtos condimentados con hierbas y gratinados al horno con picadillo de pseudocarne picante, regado con un vaso de zumo de cidrit.

Moneo le había encontrado sentado a la mesa en el comedor de oficiales, solo, en un rincón, con un programa de operaciones regionales desplegado junto al plato.

Sin esperar invitación alguna. Moneo se había sentado frente a Idaho, apartando de delante el programa de operaciones.

—Vengo con un mensaje del Dios Emperador —dijo Moneo.

El tono de su voz, tenso y controlado, advirtió a Idaho que no se trataba de un encuentro casual. Las demás comensales también lo percibieron. Un intenso silencio se produjo entre las mujeres de las mesas vecinas, difundiéndose rápidamente por todo el comedor. Idaho dejó sus palillos.

—¿Sí?

—Estas fueron las palabras textuales del Dios Emperador —dijo Moneo—: «Tengo la desgracia de que Duncan Idaho se haya enamorado de Hwi Noree. Este infortunado incidente no debe continuar».

La cólera apretó los labios de Idaho que, sin embargo, no contestó.

—Este disparate nos pone a todos en peligro —continuó diciendo Moneo—. Noree es la prometida del Dios Emperador.

Idaho trató de dominar su cólera, pero sus palabras le traicionaron:

—¡Pero él no puede casarse con ella!

—¿Por qué no?

—¿A qué clase de juego está jugando, Moneo?

—Soy portador de un único mensaje, nada más —puntualizó Moneo.

La voz de Idaho se tornó baja y amenazadora:

—Pero confía en ti.

—El Dios Emperador comprende tus sentimientos —mintió Moneo.

—¡Comprende mis sentimientos! —exclamó Idaho, creando un nuevo vacío de silencio en la sala.

—Noree es una mujer sumamente atractiva —dijo Moneo—. Pero no es para ti.

—El Dios Emperador ha hablado y no existe apelación —replicó Idaho con desdén.

—Veo que captas el mensaje —dijo Moneo.

Idaho hizo ademán de levantarse de la mesa.

—¿Adónde vas? —le preguntó Moneo.

—¡A aclarar este asunto con él ahora mismo!

—Eso sería un suicidio seguro —contestó Moneo con voz tranquila.

Idaho le miró echando fuego por los ojos, percatándose repentinamente de la intensidad con que le escuchaban las Habladoras Pez de las mesas vecinas. Una expresión, que Muad’Dib hubiera reconocido de inmediato, animó el rostro de Idaho: «Actuar para la galería del diablo», la había llamado Muad’Dib.

—¿Sabes lo que decían siempre los primeros Duques Atreides? —preguntó Idaho, burlón.

—¿Es oportuno hablar de ello?

—Decían que todas las libertades desaparecen cuando levantas los ojos hacia un príncipe absoluto.

Rígido de miedo. Moneo se inclinó hacia Idaho y moviendo apenas los labios, le dijo con una voz que no era más que un susurro:

—No digas esas cosas aquí.

—¿Porque una de esas mujeres informará de ello?

Moneo agitó la cabeza con desespero.

—Eres mucho más imprudente que cualquiera de los otros.

—¿Sí?

—Por favor. Es peligroso en extremo adoptar esta actitud.

Idaho oyó el nervioso movimiento que agitaba al comedor.

—Tan sólo puede matarnos —replicó Idaho. Con un murmullo tenso, Moneo exclamó:

—¡Estúpido! ¡El Gusano puede dominarle a la menor provocación!

—¿El Gusano, dices? —La voz de Idaho era innecesariamente elevada.

—Debes confiar en él —dijo Moneo.

Idaho lanzó una mirada a derecha e izquierda.

—Sí, creo que eso lo han oído todas.

—Él es millones y millones de personas unidas en ese cuerpo —dijo Moneo.

—Eso he oído decir.

—Él es Dios y nosotros somos mortales —insistió Moneo.

—¿Y cómo puede un Dios hacer cosas mal hechas? —replicó Idaho.

Moneo apartó la silla de la mesa con un empujón y, poniéndose en pie de un salto, exclamó:

—¡Yo me lavo las manos! —Y dando media vuelta se marchó a toda prisa del comedor.

Idaho lanzó una mirada a su alrededor, notando que era el centro de atención, que todas las miradas de las guardias estaban centradas en él.

—Moneo no juzga, pero yo sí —declaró.

Le sorprendió entonces atisbar algunas pocas sonrisas irónicas entre las mujeres. Todas ellas reanudaron su comida.

Al cruzar el vestíbulo de la Ciudadela, Idaho iba rememorando la conversación fijándose en las peculiaridades de la conducta de Moneo. El terror podía reconocerse y aún comprenderse, pero le había parecido descubrir algo mucho peor que el miedo a la muerte… mucho, mucho peor.

El Gusano puede dominarle.

Idaho pensó que estas palabras se le habían escapado involuntariamente a Moneo, revelando más de lo que quería.

Más imprudente que cualquiera de los otros.

Le molestaba a Idaho que se le comparara consigo-mismo-como-un-desconocido.

¿Cuán cuidadosos habían sido los otros?

Idaho llegó frente a la puerta de sus aposentos, puso la mano sobre la cerradura a palma, y vaciló. Se sentía como un animal acosado escondiéndose en su guarida. Seguro que para entonces las guardias del comedor ya habrían informado a Leto de aquella conversación. ¿Qué haría el Dios Emperador? La mano de Idaho cruzó con un movimiento la cerradura, y la puerta se abrió hacia adentro. Penetró en la antesala de su apartamento y selló la puerta mientras se la quedaba mirando.

¿Enviará a sus Habladoras Pez a por mí?

Idaho lanzó una mirada a la zona de entrada de su apartamento. Se trataba de un espacio convencional: percheros y estantes para ropas y calzado, un espejo de cuerpo entero, un armario para guardar las armas. Miró la puerta cerrada de aquel armario. Ni una sola de las armas que contenía constituía una amenaza real para el Dios Emperador. No había ni siquiera una pistola láser… aunque incluso las pistolas láser eran totalmente inefectivas contra el Gusano, según todos los informes.

Sabe que le desafiaré.

Idaho emitió un suspiro y dirigió la mirada hacia el arco de entrada que conducía a la zona de estar. Idaho había sustituido su mullido mobiliario por piezas más pesadas y más duras, algunas de ellas inconfundiblemente Fremen, sacadas de las arcas de los Fremen de Museo.

¡Fremen de Museo!

Idaho escupió y pasó bajo el arco. Dos pasos después de haber penetrado en la sala se detuvo, sobresaltado. La suave luz de las ventanas orientadas al norte le mostró a Hwi Noree sentada en el bajo diván del aposento. Llevaba un vestido azul brillante cuyos pliegues realzaban sugestivamente su figura. Al oírle entrar, Hwi levantó la vista.

—Gracias a los dioses, no te han hecho daño —dijo.

Idaho miró detrás de sí, a la puerta sellada por la cerradura a palma, y lanzó una mirada interrogativa a Hwi. Nadie sino unas pocas y seleccionadas guardias podía abrir aquella puerta.

Ella sonrió ante su perplejidad.

—Fuimos nosotros, los ixianos, los que fabricamos esas cerraduras.

Se sintió invadido de temor por ella.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Tenemos que hablar.

—¿De qué?

—Duncan… —Agitó la cabeza—. De nosotros.

—Te han advertido —dijo él.

—Me han dicho que te rechace.

—¡Te envía Moneo!

—Dos guardias que te oyeron en el comedor, ellas me trajeron. Piensan que corres un peligro inmenso.

—¿Y por eso estás aquí?

Se puso de pie de un solo movimiento, pleno de gracia, que le recordó el modo de moverse de Jessica, la abuela de Leto, el mismo control fluido de los músculos, la misma belleza y elegancia de movimientos.

Entonces, como un relámpago, comprendió la verdad:

—Eres una Bene Gesserit.

—¡No! Lo fueron mis maestras, pero yo no soy una Bene Gesserit.

La mente de Idaho se nubló de sospechas. ¿Qué extrañas alianzas y lealtades funcionaban en el Imperio de Leto? ¿Y qué sabía de ello un pobre ghola?

Los cambios que ha habido desde la última vez que viví.

—Supongo que sigues siendo una simple ixiana —dijo.

—Por favor, no te burles de mí, Duncan.

—¿Qué es lo que eres?

—Soy la prometida del Dios Emperador.

—Y le servirás con toda fidelidad.

—Sí, así lo haré.

—Entonces, tú y yo no tenemos nada de qué hablar.

—Excepto de lo que hay entre nosotros.

Él carraspeó.

—¿Qué hay entre nosotros?

—Esta atracción. —Ella levantó una mano al ver que él se ponía a hablar—. Quiero acurrucarme entre tus brazos y encontrar el amor y el abrigo que sé que me pueden dar. Y tú también lo quieres.

Él se puso rígido.

—¡El Dios Emperador lo prohíbe!

—Pero yo estoy aquí. —Avanzó dos pasos hacia él, el vestido ondulándose en las curvas de su cuerpo.

—Hwi… —Él trató de tragar saliva, con la garganta reseca—. Es mejor que te vayas.

—Prudente, pero no mejor —replicó ella.

—Si descubre que has estado aquí…

—No es mi costumbre dejarte así. —De nuevo detuvo su respuesta levantando una mano—. Fui engendrada y educada para un sólo propósito.

Sus palabras llenaron a Idaho de una gélida cautela:

—¿Qué propósito?

—Seducir al Dios Emperador. Oh, él lo sabe. Dice que no cambiaría ni un pelo de mi persona.

—Yo tampoco.

Ella avanzó un paso más. Él percibió la calidad lechosa de su aliento.

—Me hicieron demasiado bien —dijo ella—. Me diseñaron para agradar a un Atreides, y Leto dice que su Duncan es más Atreides que muchos de los nacidos con ese nombre.

—¿Leto?

—¿De qué otro modo debo dirigirme a aquel con quien voy a casarme?

Mientras hablaba, Hwi se había ido inclinando hacia Idaho. Como un imán que hallara su punto de máxima atracción, se acercaron al unísono. Hwi apretó sus mejillas contra el pecho de él, abrazándole con fuerza y acariciando la dureza de sus músculos. Idaho apoyó la barbilla en sus cabellos, embriagado por la fragancia de su aroma.

—Esto es una locura —murmuró.

—Sí.

Él levantó su barbilla y la besó.

Ella se apretó contra su cuerpo.

Ninguno de los dos dudaba de adónde les conduciría este preludio, y así ella no opuso ninguna resistencia cuando él, cogiéndola en sus brazos, la llevó al dormitorio.

Tan sólo una vez habló Idaho.

—No eres virgen.

—Tú tampoco, mi amor.

—Amor —susurró él—. Amor, amor, amor.

—Sí, sí… sí.

En la paz que sucede al orgasmo, Hwi se puso las manos detrás de la cabeza y se estiró, retorciéndose en la cama arrugada. Idaho se sentó volviéndole la espalda, y se quedó mirando por la ventana.

—¿Quiénes fueron tus otros amantes? —preguntó.

Ella se incorporó apoyándose en un codo.

—No he tenido ningún otro amante.

—Pero… —Él se volvió y se la quedó mirando.

—Cuando aún no había cumplido veinte años —dijo ella—, conocí a un muchacho que me necesitaba mucho. —Y sonrió—. Después tuve mucha vergüenza. ¡Qué confiada era! Pensé que había fallado a la gente que confiaba en mí. Pero ellos lo averiguaron y se alegraron mucho. ¿Sabes? Creo que se trataba de una prueba.

Idaho frunció el ceño.

—¿Y ha sido así conmigo? ¿Yo te necesitaba?

—No. Duncan. —Su expresión era seria—. Tú y yo nos hemos entregado el uno al otro para darnos placer porque así es el amor.

—¡Amor! —comentó él con amargura.

Ella dijo:

—Mi tío Malky decía siempre que el amor era un mal negocio porque no se le ofrecen garantías.

—Tu tío Malky era un hombre sabio.

—¡Era tonto! El amor no necesita garantías.

En los labios de Idaho bailó una sonrisa.

Ella se la devolvió.

—El amor se reconoce porque uno desea entregarse sin importarle las consecuencias.

Él asintió.

—Pienso tan sólo en el peligro que corres.

—Estamos donde estamos —dijo ella.

—¿Qué vamos a hacer?

—Conservar este recuerdo mientras vivamos.

—Suenas… tan terminante, tan final.

—Lo soy.

—Pero nos veremos cada…

—Nunca jamás así.

—¡Hwi! —Él se lanzó hacia ella por encima de la cama y enterró la cara en su pecho.

Ella le acarició el pelo.

Con la voz sofocada contra su cuerpo, él dijo:

—¿Y si he engen…?

—Ssss. Si ha de haber un niño, habrá un niño.

Idaho levantó la cabeza y se la quedó mirando:

—¡Pero él se enterará!

—Lo sabrá de todos modos.

—¿Crees que realmente lo sabe todo?

—Todo no, pero esto lo sabrá.

—¿Cómo?

—Porque yo se lo diré.

Idaho se apartó de ella y se quedó sentado en la cama. La cólera y el desconcierto pugnaban por conquistar su expresión.

—Debo hacerlo —dijo ella.

—Si se vuelve contra ti… Hwi, corren rumores. ¡Puedes correr un peligro terrible!

—No. Yo también tengo necesidades. Él lo sabe. No nos hará ningún daño a ninguno de los dos.

—Pero él…

—Él no me destruirá a . Y sabe que haciéndote daño a ti, me destruiría a mí.

—¿Cómo puedes casarte con él?

—Duncan, querido, ¿no te has dado cuenta de que me necesita mucho más que tú?

—Pero, no puede… Quiero decir, no es posible que tú…

—El placer que tú y yo hemos compartido, eso con Leto no lo tendré. Para él es imposible. Me lo ha confesado.

—Entonces por qué no puedes… si te quiere…

—Él tiene placeres más ambiciosos y necesidades de más envergadura. —Se estiró y cogió la mano de Idaho entre las suyas—. Eso lo he sabido desde que comencé a estudiar sobre él. Necesidades mucho más importantes que las que podamos tener nosotros dos.

—¿Qué planes? ¿Qué necesidades?

—Pregúntale.

—¿Tú lo sabes?

—Sí.

—Quieres decir que das crédito a esas historias que…

—Hay mucha honestidad y mucha bondad en él. Lo sé por mis propias reacciones hacia él. Creo que lo que mis amos ixianos hicieron conmigo fue construir un reactivo que revela más de lo que deseaban que yo supiera.

—¡Entonces tú crees en él! —acusó Idaho, intentando apartar su mano de las de ella.

—Si acudes a él, Duncan, y…

—¡Jamás volverá a verme!

—Sí.

Ella llevó la mano de él hasta su boca y le besó los dedos.

—Soy un rehén —dijo él—. Me asustas… vosotros dos juntos…

—Jamás pensé que sería fácil servir a Dios —dijo ella—, pero no creí que fuera tan difícil.