El modelo de gobierno de las monarquías y sistemas similares contiene un valioso mensaje para todas las formas políticas. Mis recuerdos me aseguran que cualquier tipo de gobierno podría aprovecharse de este mensaje. Los gobiernos sólo resultan de utilidad para los gobernados en cuanto que restringen sus inherentes tendencias hacia la tiranía. Las monarquías poseen algunas excelentes cualidades a pesar de sus características estelares. Son capaces de reducir la naturaleza parasitaria y las dimensiones de la burocracia administrativa. Son capaces de tomar, en caso necesario, decisiones rápidas. Satisfacen esa ancestral exigencia humana de una jerarquía paternal tribal o feudal en la que cada persona conoce el lugar que le corresponde. Es útil conocer el lugar al que uno pertenece aún cuando ese lugar sea sólo temporal. Resulta mortificante verse atado a un lugar en contra de la propia voluntad. Por eso procuro enseñar la lección de la tiranía del mejor modo posible: con el ejemplo. A pesar de que estas palabras no lleguen a leerse sino después del paso de eones, mi tiranía no habrá caído en el olvido. Mi Senda de Oro lo asegura. Y ya que conocéis mi mensaje, espero que os mostréis extremadamente cuidadosos respecto a los poderes que delegáis en cualquier gobierno.
Los Diarios Robados
Leto se preparaba con paciente cuidado para su primera entrevista privada con Siona desde la expulsión de ésta, en su infancia, de las Escuelas de Habladoras Pez de la Ciudad Sagrada. Le había comunicado a Moneo que la recibiría en la Pequeña Ciudadela, altiva atalaya que había hecho construir en las comarcas centrales del Sareer. Los visitantes llegaban a ella por vía aérea, en tóptero. Leto se trasladaba allí como por arte de magia.
Con sus propias manos, en los primeros tiempos de su ascensión al trono, Leto había utilizado una máquina ixiana para excavar un túnel secreto que por debajo del Sareer conducía hasta esta torre, realizando todo el trabajo por sí solo. En aquellos tiempos, algunos gusanos de arena salvajes vagaban todavía por el desierto, por lo cual había revestido el túnel con macizas paredes de sílice fundido incrustando innumerables burbujas de agua, repelente de gusanos, en sus capas exteriores. El túnel preveía el desarrollo máximo que alcanzaría su cuerpo y la utilización de un Carro Real, vehículo que en aquella época no era sino una quimera de su imaginación.
En las horas frías que preceden al alba del día asignado para la entrevista con Siona, Leto descendió a la cripta, dando orden a la guardia de que no se le molestase bajo ningún pretexto. Su carro le condujo por uno de los sombríos pasadizos radiales de la cripta en el que abrió una puerta oculta, llevándole menos de una hora hasta la Pequeña Ciudadela.
Uno de sus mayores placeres consistía en salir solo a la arena. Sin el carro. Sin más que su cuerpo de pre-gusano para transportarle. El calor de su paso a través de las dunas en las primeras luces del día provocaba la aparición de una estela de vapor que le obligaba a avanzar constantemente. Tan sólo se detuvo al hallar una oquedad relativamente seca situada a cinco kilómetros de distancia. Allí quedó tumbado, en el centro de una incómoda zona de humedad producida por su mismo rastro, su gran cuerpo justo fuera de la alargada sombra de la torre que se extendía hacia el este cruzando las dunas.
Desde la distancia, los tres mil metros de altura de la torre la hacían parecer una inverosímil aguja apuñalando al cielo. Sólo la inspirada combinación de las órdenes de Leto y la imaginación ixiana lograron concebir una estructura susceptible de sustentar el edificio. De ciento cincuenta metros de diámetro, la torre se asentaba en unos cimientos que se hundían en la arena la misma distancia que se elevaba al cielo. La magia del plastiacero y de las aleaciones superligeras la hacían flexible al viento y resistente a la abrasión de los chorros de arena.
Leto disfrutaba tanto de aquel lugar que racionaba sus visitas, habiendo confeccionado una larga lista de reglas personales que debía cumplir. Esas reglas constituían lo que él denominaba la «Gran Necesidad».
Durante unos instantes, tumbado allí en la arena, se sintió liberado de las cargas de la Senda de Oro. Moneo, su fiel y responsable Moneo, se ocuparía de que Siona llegara puntual, justo a la caída de la tarde. Leto disponía pues de un día entero para descansar y meditar, para divertirse y fingir que se hallaba libre de toda preocupación, para beber el crudo sustento de la tierra con un glotón frenesí que jamás podía permitirse ni en Onn ni en la Ciudadela. En esos lugares, se veía obligado a limitarse a practicar furtivas orgías en estrechos pasadizos en los que sólo su cautela presciente le permitía evitar las bolsas de agua que contenían. Aquí, en cambio podía sentirse en contacto con la arena, disfrutar de ella, alimentarse de ella y fortalecerse. La arena crujía bajo su lomo mientras se revolcaba contorsionando el cuerpo con puro placer animal. Sentía su organismo de gusano restaurado, notando aquella sensación eléctrica que enviaba mensajes de salud a todos los rincones de su cuerpo.
El sol se hallaba ya alto en el horizonte y trazaba una línea de oro al lado de la torre. El aíre olía a polvo amargo y a un aroma de lejanos cactus espinosos que habían respondido al rastro de humedad de la mañana. Despacio al principio, después con mayor rapidez, abandonó el lugar donde reposaba describiendo un amplio círculo alrededor de la torre y pensando en Siona.
No debía haber ya más retraso. Tenía que ser sometida a prueba. Moneo lo sabía tan bien como él.
Justamente aquella misma mañana Moneo le había dicho:
—Señor, hay en ella una terrible violencia.
—Sufre un principio de adicción a la adrenalina —había replicado Leto—. Está en la fase del pavo frío.
—¿Del pavo qué, Señor?
—Es una antigua expresión. Significa que debe ser sometida a una desintoxicación absoluta y disponerse a sufrir un shock-necesidad.
—Ah… ya entiendo.
Por una vez Leto pensó que Moneo sí entendía. Moneo había pasado por su propia fase del pavo frío.
—Los jóvenes generalmente se muestran incapaces de tomar decisiones difíciles, a menos que estas decisiones vayan asociadas a una violencia inmediata y a la consecuente aparición del brusco flujo de adrenalina —había explicado Leto.
Moneo había guardado silencio, reflexionando, recordando, para decir a continuación:
—Es muy peligroso. Constituye un grave peligro.
—Esa es la violencia que notas en Siona. Los viejos pueden adherirse a ella, pero los jóvenes se revuelcan en ella.
Describiendo círculos alrededor de su torre a la creciente luz del día y disfrutando cada vez más del contacto con la arena a medida que se iba secando, Leto pensó en aquella conversión. Aminoró la velocidad de su recorrido por la arena. El viento que soplaba desde detrás de él transportaba el oxígeno liberado y un olor a piedra quemada hasta su olfato humano. Realizó una profunda inspiración, elevando su aguda percepción hasta niveles desconocidos.
Este día preliminar respondía a un múltiple propósito. Pensó en la próxima entrevista de modo muy similar a como un antiguo torero pensaría de su primer examen de un astado. Siona poseía sus propios cuernos, si bien Moneo se aseguraría de que no acudiera a esta entrevista con ningún arma. Leto tenía que estar seguro, sin embargo, de conocer todas las ventajas y todos los puntos débiles de Siona. Y tendría que crear en ella, en lo posible, nuevas susceptibilidades, pues debía ser preparada para la prueba templando sus fuerzas psíquicas con picas bien plantadas.
Poco después del mediodía, saciado ya su organismo de gusano, Leto regresó a la torre, se encaramó a su carro y, accionando los suspensores, subió a lo más alto de la torre, y allí entró por una puerta que se abría solamente a su mandato. Pasó el resto del día metido en su guarida, pensando, maquinando.
Justo a la caída de la tarde el susurrante sonido de las alas de un ornitóptero señaló la llegada de Moneo.
El fiel Moneo.
Leto hizo emerger de su refugio una plataforma de aterrizaje. El tóptero se deslizó por ella con las alas plegadas y se detuvo con suavidad. Leto miró al exterior a través de la creciente oscuridad. Vio salir a Siona, que se apresuró a entrar, asustada por la pavorosa altura a que se hallaba. Vestía un manto blanco sobre un uniforme negro desprovisto de insignias. Al entrar en la torre lanzó una furtiva mirada hacia atrás y luego centró su atención en la mole de Leto, que esperaba en su carro casi en el centro exacto de la torre. El tóptero se elevó y desapareció sumido en la oscuridad. Leto dejó la plataforma desplegada y la puerta abierta.
—Hay un balcón al otro lado de la torre. Iremos allí —dijo Leto.
—¿Por qué? —La voz de Siona expresaba tan sólo puro recelo.
—Dicen que es un lugar fresco —repuso Leto—, y verdaderamente siento una leve sensación de frío en las mejillas cuando las expongo a la brisa que entra por él.
La curiosidad la hizo aproximarse a él. Leto cerró la puerta.
—La vista nocturna desde el balcón es magnífica —dijo.
—¿Por qué estamos aquí?
—Porque aquí no nos escuchará nadie.
Leto hizo girar el carro y lo desplazó silenciosamente hasta el balcón. La tenue iluminación oculta del refugio de Leto permitió a la muchacha distinguir sus movimientos. Él la oyó seguirle.
El balcón era un semicírculo situado en el arco sudeste de la torre, con una ornamentada barandilla que llegaba a la altura del pecho de un hombre. Siona se acercó a ella y paseó la vista por el panorama que se divisaba.
Leto captó la receptividad de la muchacha. Había que decir alguna cosa, dirigida exclusivamente a ella. Fuese lo que fuese, la escucharía y respondería desde lo más profundo de su ser. Leto miró por encima de ella hasta el borde del Sareer, donde la muralla artificial que lo limitaba era una delgada línea oscura apenas visible a la luz de la Primera Luna que se elevaba en el horizonte. Su visión amplificada distinguió el distante movimiento de un convoy procedente de Onn, tenue resplandor de luces de los vehículos de tracción animal que serpenteaba por el elevado camino que conducía a la Aldea de Tabur.
Podía convocar a voluntad una imagen-recuerdo de la aldea, acurrucada entre la vegetación que crecía en la franja húmeda que se extendía al pie de la muralla por su parte interior. Sus Fremen de Museo cultivaban allí palmeras datileras, pastos y hasta algunas huertas. No era como en los viejos tiempos, cuando cualquier lugar habitado, hasta un diminuto valle con unas pocas plantas alimentadas con el agua de una única cisterna, parecía exuberante en comparación con las grandes extensiones de arena. La Aldea de Tabur era un paraíso de verdor comparado con el Sietch Tabr. Todos los habitantes del pueblo sabían que, poco más allá del límite de la muralla del Sareer, corrían las aguas del río Idaho en una línea larga y recta que ahora, a la luz de la luna, se veía plateada. Los Fremen de Museo no podían escalar la pared vertical de la cara interna de la muralla, pero sabían que el agua estaba allí. Y la tierra también lo sabía. Si un habitante de Tabur aplicaba el oído al suelo, la tierra hablaba con el sonido de los lejanos rápidos del río.
Habría pájaros nocturnos ahora en sus orillas, pensó Leto, animales que en otro planeta vivirían al sol. Pero Dune había operado en ellos una magia evolutiva y seguían viviendo a merced del Sareer. Leto había visto a los pájaros trazar sombras mudas en el agua, y cuando se inclinaban para beber, se formaban ondas que el río se llevaba.
Incluso a esta distancia, Leto sentía un poder en aquella agua lejana, algo enérgico surgido de su pasado que se apartaba de él como la corriente que fluía hacia el sur para regar las tierras de labor y los bosques. El agua exploraba regiones de suaves colinas, a orillas de una abundante vegetación que había reemplazado todo el desierto de Dune excepto este único vestigio, este Sareer santuario del pasado.
Leto recordó el estruendoso empuje de la maquinaria ixiana que había abierto este curso de agua en el paisaje. Parecía tan reciente, poco más de tres mil años atrás, un momento para él.
Siona se movió volviéndose para mirarle, pero Leto permanecía en silencio, con la atención fija más allá de la muchacha. Una luz ámbar pálido brillaba en el horizonte, reflejo de una ciudad en unas nubes lejanas. Por su dirección y distancia Leto sabía que se trataba de la ciudad de Wallport, trasladada a las zonas cálidas de sur desde su antaño austera ubicación en las frías luces del norte. El resplandor de la ciudad era como una ventana que se abría a su pasado. Y sintió su rayo golpeándole el pecho a través de la gruesa y escamosa membrana que había sustituido a su epidermis humana.
Soy vulnerable, pensó.
Y, sin embargo, sabía que era el dueño de este lugar. Y sabía que el planeta era su dueño.
Yo formo parte de él.
Devoraba la tierra directamente, rechazando sólo el agua. Su boca humana y sus pulmones quedaban relegados a respirar lo justo para sustentar unos escasos vestigios de humanidad… Y a hablar.
Hablando a la espalda de Siona, Leto dijo:
—Me gusta hablar, y temo el día en que no pueda participar de una conversación.
Con cierta desconfianza, ella se dio la vuelta y le miró a la luz de la luna, con evidente repugnancia en su expresión.
—Reconozco que a los ojos humanos soy un monstruo en muchos aspectos —dijo él.
—¿Por qué estoy aquí?
¡Directamente al tema! No se desviaría. La mayoría de los Atreides habían sido así, pensó Leto. Era una característica que confiaba mantener al reproducirles. Revelaba un sentido interno de identidad.
—Necesito averiguar que ha hecho el tiempo contigo —dijo él.
—¿Para qué necesitáis saberlo?
Un leve temor en la voz, pensó Leto. Piensa que voy a interrogarla acerca de su insignificante rebelión y a indagar los nombres de sus cómplices supervivientes.
Al ver que permanecía en silencio, ella preguntó:
—¿Os proponéis matarme igual que matasteis a mis compañeros?
Así pues se ha enterado de la pelea ante la Embajada. Y se figura que yo conozco todas sus anteriores actividades subversivas. ¡Moneo la ha estado instruyendo, maldita sea!… Bueno, quizás yo en sus circunstancias hubiera hecho lo mismo.
—¿Sois realmente un Dios? —preguntó ella—. No entiendo por qué mi padre cree eso.
Tiene dudas, pensó. Aún me queda espacio para maniobrar.
—Las definiciones varían —replicó él—. Para Moneo soy un Dios… y esa es una verdad irrefutable.
—Pero fuisteis humano.
Él comenzó a disfrutar de la agilidad intelectual de la muchacha, que poseía aquella certera e insaciable curiosidad, sello característico de los Atreides.
—Sientes curiosidad por mí —replicó—. A mí me pasa lo mismo. Siento curiosidad por ti.
—¿Qué os hace suponer que siento curiosidad?
—De niña solías observarme atentamente. Esta noche veo en tus ojos la misma expresión.
—Sí, todo el rato me pregunto qué debe sentirse siendo vos.
Él la observó un instante. La luz de la luna proyectaba sombras bajo sus ojos, ocultándolos, y él se permitió pensar que los ojos de Siona tenían el azul total de los suyos propios, el azul de la adicción a la especia. Con ese detalle imaginario, Siona poseía un singular parecido con Ghani, fallecida tantísimo tiempo atrás. Sobre todo en el corte de la cara y en el emplazamiento de los ojos. Estuvo a punto de comentárselo a Siona, pero tras pensarlo un momento prefirió callarlo.
—¿Coméis alimentos humanos? —preguntó Siona.
—Durante mucho tiempo después de adquirir la piel de trucha de arena mi estómago sintió las punzadas del hambre —contestó él—. De vez en cuando trataba de ingerir algún alimento, pero mi estómago lo rechazaba. Los filamentos ciliares de las truchas de arena cubrían casi por completo mi organismo humano, y comer se convirtió en una molesta actividad. Actualmente ingiero tan sólo sustancias que a veces contienen un poco de especia.
—¿Coméis… melange?
—A veces.
—¿Pero ya no tenéis apetitos humanos?
—No dije tal cosa.
Ella se lo quedó mirando, aguardando.
Leto admiró la manera en que dejaba en suspenso preguntas implícitas, esperando que funcionasen con el resultado apetecido. Era inteligente, y había aprendido mucho durante su corta vida.
—El hambre de mi estómago era una sensación negra, un dolor que no conseguía aliviar —contestó él—. Entonces corría, corría como un demente entre las dunas.
—¿Corríais…?
—En aquel tiempo mis piernas, en proporción con mi cuerpo, eran más largas. Podía desplazarme con relativa facilidad. Pero el dolor del hambre jamás me ha abandonado. Creo que es hambre de mi perdida humanidad.
Advirtió en ella el inicio de una involuntaria compasión, el comienzo de las dudas.
—¿Y tenéis todavía ese… dolor?
—Ahora no es más que una leve molestia —contestó él—. Ese es uno de los síntomas de que estoy alcanzando la etapa final de mi metamorfosis. Dentro de unos pocos cientos de años habré regresado a la arena.
La vio apretar los puños.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué lo hicisteis?
—Este cambio no ha sido del todo malo. Hoy, por ejemplo, ha sido un día muy agradable. Me encuentro muy bien.
—Hay otros cambios que nosotros no vemos —replicó ella—. Sé que tiene que haberlos. —Relajó la tensión de las manos.
—Mi visión y mi oído se han tornado extremadamente agudos, pero no así el tacto. Excepto en mi rostro, ya no siento las cosas como antes. Y eso lo añoro.
De nuevo percibió la involuntaria compasión, el esfuerzo por alcanzar un enfático entendimiento. ¡Siona deseaba saber!
—Cuando se vive tanto tiempo —dijo ella—, ¿cómo se siente el paso del Tiempo? ¿Transcurre con mayor rapidez a medida que pasan los años?
—Eso es muy extraño, Siona. A veces el tiempo vuela, y en cambio otras transcurre con lentitud.
Progresivamente, durante el curso de la conversación, Leto había ido atenuando las luces ocultas de su refugio, acercándose más y más a Siona. Ahora las apagó del todo, dejando como toda iluminación los rayos de la luna. La parte delantera de su carro salía hasta el balcón, hallándose su rostro sólo a dos metros de distancia de Siona.
—Mi padre me ha dicho que cuanto más viejo os hacéis, más despacio pasa el tiempo. ¿Es eso lo que le dijisteis?
Comprobando mi veracidad, pensó Leto. Luego, no es una Decidora de Verdad.
—Todas las cosas son relativas pero, comparado con la medida humana del tiempo, es cierto.
—¿Por qué?
—Está relacionado con el resultado final de mi transformación. Un día el tiempo se detendrá para mí y quedaré congelado como una perla atrapada en el hielo. Mis nuevos cuerpos se dispersarán, cada uno con una perla escondida en su interior.
Ella dio media vuelta y apartó la vista de él para fijarla en el desierto. Entonces, sin mirarle, dijo:
—Hablándoos así aquí en la oscuridad, llego casi a olvidar lo que sois.
—Por eso elegí esta hora para nuestra entrevista.
—¿Pero por qué este lugar?
—Porque es el último sitio en que me siento a gusto.
Ella se volvió de espaldas a la barandilla, se apoyó y, mirándole, le dijo:
—Quiero veros.
Entonces él encendió todas las luces del refugio, incluidos los potentes globos blancos situados en el alero del balcón. Al encenderse las luces, de una ranura de la pared salió un panel transparente, de fabricación ixiana, que selló el balcón por detrás de Siona. Ella lo sintió deslizarse a su espalda y se sobresaltó, pero en seguida asintió con la cabeza, como dando a entender que comprendía. Creyó que se trataba de una defensa contra un posible ataque, pero no lo era; la pared transparente no tenía otro propósito que evitar a los húmedos insectos de la noche.
Siona se quedó observando a Leto, recorriendo lentamente su cuerpo con la mirada, deteniéndose en las protuberancias que antaño fueran sus piernas, examinando luego los brazos y las manos y centrando por último su atención en la cara.
—Las crónicas oficiales, por vos autorizadas, afirman que todos los Atreides descienden de vos y de vuestra hermana, Ghanima —dijo ella—. La Historia Oral afirma lo contrario.
—La Historia Oral es la correcta. Tú desciendes de Harq al-Ada. Ghani y yo nos casamos tan sólo nominalmente. Se trató de una maniobra para consolidar el poder.
—¿Igual que vuestro matrimonio con esa ixiana?
—Eso es distinto.
—¿Tendréis hijos?
—Nunca he estado capacitado para tener hijos. Elegí mi metamorfosis antes de que eso fuera posible.
—O sea que pasasteis de la infancia a… —señaló con un gesto—… ¿esto?
—No hubo nada entre las dos cosas.
—¿Cómo puede tener un niño capacidad para tomar esa decisión?
—Fui uno de los niños más ancianos que este universo ha visto. Ghani fue la otra.
—¡Y esa historia sobre vuestros recuerdos ancestrales!
—Es cierto. Estamos todos aquí. ¿No afirma lo mismo la Historia Oral?
Ella se volvió con rapidez y le dio la espalda, tensa y rígida. Una vez más, Leto se sintió fascinado por ese gesto humano: rechazo unido a vulnerabilidad. Entonces ella se volvió de nuevo y centró su atención en el rostro enmarcado en los pliegues de su cogulla.
—Poseéis todos los rasgos de los Atreides —dijo.
—Los obtuve con la misma limpieza de sangre que tú.
—Sois tan anciano… ¿Por qué no tenéis arrugas?
—Ningún componente de mi organismo humano envejece en la forma habitual.
—¿Es por este motivo que os hicisteis esto a vos mismo?
—¿Para disfrutar de una larga vida? No.
—No entiendo cómo puede tomar nadie tal decisión —murmuró ella por lo bajo, y en voz alta exclamó—: ¡No conocer jamás el amor…!
—¡No digas tonterías! —exclamó él—. No te estás refiriendo al amor, te refieres al sexo.
Ella se alzó de hombros.
—¿Crees que lo más terrible a lo que renuncié fue el sexo? No. La pérdida más dolorosa fue algo muy distinto.
—¿Qué fue? —Lo preguntó de mala gana, traicionando así lo emocionada que estaba.
—No puedo andar entre mis semejantes sin llamar la atención. Ya no soy uno de vosotros. Estoy solo. ¿Amor? Mucha gente me ama, pero mí aspecto les mantiene apartados de mí. Estamos separados, Siona, por un abismo que ningún otro ser humano se atreve a cruzar.
—¿Ni siquiera la ixiana?
—Sí, si ella pudiera lo haría, pero no puede. No es una Atreides.
—¿Queréis decir con eso que yo… sí podría? —Se llevó la mano al pecho, señalándose con un dedo.
—Si existieran truchas de arena suficientes. Por desgracia todas las que existen las llevo en mi cuerpo, aprisionando mí carne. No obstante, si yo muriera…
Ella agitó la cabeza, horrorizada ante tal pensamiento.
—La Historia Oral lo relata con toda claridad —replicó él—. Y no debemos olvidar que tú crees en la Historia Oral.
Ella continuaba agitando ostensiblemente la cabeza.
—No hay secreto alguno —dijo él—. Las primeras fases de la transformación son las más críticas. La propia consciencia debe proyectarse simultáneamente hacia el interior y hacia el exterior, emparejándose con el Infinito. Podría darte la melange suficiente para conseguirlo. Con la melange suficiente se puede sobrevivir a esos terribles momentos iniciales… y a todos los demás.
Ella se estremeció incontrolablemente, con los ojos fijos en él.
—Te das cuenta de que te estoy diciendo la verdad ¿no es cierto?
Ella asintió, efectuó una profunda y temblorosa inspiración, y replicó:
—¿Por qué lo hicisteis?
—La alternativa era mucho más horrenda.
—¿Qué alternativa?
—Con el tiempo, quizás llegues a comprenderla. Moneo la ha comprendido.
—¡Vuestra condenada Senda de Oro!
—Nada de condenada. Santa en todo caso.
—Pensáis que soy una estúpida incapaz de…
—Pienso que eres inexperta, pero dueña de unas aptitudes cuyo potencial y capacidad ni tú misma sospechas.
Ella efectuó tres inspiraciones profundas para recobrar su dominio, y entonces dijo:
—Si no podéis procrear con la ixiana, ¿qué…?
—Niña, ¿por qué insistes en el malentendido? No se trata del sexo. Antes de la aparición de Hwi, no podía emparejarme con nadie. No existía otro ser como yo. En toda la inmensidad del vacío cósmico, yo era el único.
—¿Y ella es… como vos?
—Sí. Deliberadamente. Los ixianos la hicieron así.
—¿La hicieron…?
—¡No seas estúpida! —exclamó—. Ella es la esencia destilada de la trampa. Ni siquiera su propia víctima puede rechazarla.
—¿Por qué me decís esas cosas? —murmuró ella.
—Robaste dos volúmenes de mis diarios —dijo él—. Has leído la traducción de la Cofradía, y ya conoces lo que puede atraparme.
—¿Lo sabíais?
Él advirtió el descaro retornar a su mirada, la arrogancia de su propio poder.
—Claro que lo sabíais —dijo ella, respondiendo a su propia pregunta.
—Ese era mi secreto —replicó él—. No sabes cuantas veces he amado a un compañero y he tenido que verle separarse de mi… como está ocurriendo ahora con tu padre.
—¿Vos… le amáis?
—Y amé a tu madre. A veces se van deprisa; otras con una torturante lentitud. Cada vez me quedo atormentado y vencido. Puedo fingirme insensible y tomar las decisiones necesarias, decisiones que incluso quitan la vida, pero no puedo escapar al sufrimiento. Durante mucho, mucho tiempo, esos diarios que robaste lo afirman y es verdad, esa fue la única emoción que conocí.
Él vio las lágrimas en sus ojos, pero la línea de su mandíbula revelaba todavía su enojada resolución.
—Nada de todo ello os da derecho a gobernar —declaró ella.
Leto contuvo una sonrisa. Por fin llegaban a la raíz de la rebeldía de Siona.
¿Con qué derecho? ¿Dónde yace la justicia de mi gobierno? ¿Al imponerles mis normas con el peso de las armas de mis Habladoras Pez, hago quizás justicia al impulso evolutivo de la humanidad? Conozco bien la cháchara revolucionaria, los tramposos parloteos, las frases rimbombantes.
—Distas mucho de ver tu propia mano rebelde en el poder que empuño.
La juventud de Siona requería todavía esperar su momento.
—Yo nunca os elegí para que gobernarais —dijo ella.
—En cambio, me fortaleces.
—¿De qué modo?
—Con tu oposición. Yo afilo mis garras en gentes como tú.
Ella no pudo evitar lanzar una súbita mirada a las manos de Leto.
—Una forma de hablar —especificó él.
—Así que por fin os he ofendido —replicó ella, escuchando tan sólo la cólera cortante del tono y las palabras del Dios Emperador.
—No me has ofendido. Somos parientes, y tenemos derecho a decir las cosas claras dentro de la familia. Lo cierto es que tengo mucho más que temer yo de ti que tú de mí.
Esto la cogió por sorpresa, aunque fue momentánea. Él la vio tensar la espalda con convicción y luego dudar, inclinando la barbilla y elevando después la mirada hacia él.
—¿Qué podría temer el gran Dios Leto de mí?
—Tu ignorante violencia.
—¿Estáis diciendo con eso que sois físicamente vulnerable?
—No volveré a advertírtelo, Siona. Existen ciertos límites en los juegos de palabras que estoy dispuesto a tolerar. Tú y los ixianos sabéis bien que son aquellos a quienes amo los que son físicamente vulnerables. Pronto casi todo el Imperio conocerá ese hecho. Esta clase de información viaja de prisa.
—¡Y entonces todos preguntarán qué derecho tenéis a gobernar!
En la voz de Siona cascabeleó un regocijo que despertó en Leto una brusca cólera. Le costó suprimirla, y pensó que este era un aspecto de las emociones humanas que detestaba. ¡El triunfo jactancioso! Pasó un buen rato antes de atreverse a replicar, y entonces eligió para hacerlo fustigar los puntos vulnerables que a lo largo de la conversación había ido descubriendo.
—Gobierno por el derecho que me da la soledad, Siona. Mi soledad es en parte libertad y en parte esclavitud. Afirma que no puede comprarme ningún grupo humano. Mi esclavitud hacia ti declara que te serviré hasta donde me permita mi capacidad.
—¡Pero los ixianos os han atrapado!
—No. Al contrario. Me han hecho un regalo que me fortalece.
—¡Y os debilita al mismo tiempo!
—Eso también —admitió—. Pero siguen obedeciéndome fuerzas poderosísimas.
—Oh, sí —asintió ella—. Eso lo comprendo muy bien.
—No, no lo comprendes.
—Entonces, estoy segura de que vos me lo explicaréis —le espetó ella.
Con una voz tan baja que ella tuvo que inclinarse para oírla, él dijo:
—No hay nadie más, de ninguna clase, en ningún sitio, que pueda contar conmigo para nada: ni para compartir, ni para el compromiso, ni para el más ligero inicio de un nuevo gobierno. Yo soy el único.
—Ni siquiera esa ixiana puede…
—Es tan igual a mí que no me debilitaría de esa forma.
—Pero cuando se produjo el asalto a la Embajada Ixiana…
—Todavía me irrita la imbecilidad —dijo él.
Ella le miró frunciendo el ceño.
Leto lo encontró un gesto encantador, bajo aquella luz, y tan espontáneo. Sabía que aquello le había hecho pensar, pues estaba seguro de que jamás había reflexionado que los derechos pudieran adherirse a la unicidad.
Y dirigiéndose a su ceñuda mirada, le dijo:
—Jamás ha existido un gobierno como el mío. En ningún momento de nuestra historia. Soy responsable sólo ante mí mismo, y exijo en pago un tributo por todo lo que he sacrificado.
—¡Sacrificado! —repitió ella con desdén, pero él captó las dudas—. Todos los déspotas dicen cosas parecidas. ¡Vos sois responsable sólo ante vos mismo!
—Lo cual convierte en responsabilidad mía a toda criatura viva. Yo velo por ti a través de estos tiempos.
—¿A través de qué tiempos?
—Los tiempos que pudieran haber sido y luego ya no más.
Él vio la indecisión que la invadía. Ella no confiaba en sus propios instintos, en su habilidad innata para la predicción. Daba un salto ocasional, como había hecho al llevarse los diarios, pero la motivación del salto se perdía en la revelación que se sucedía a continuación.
—Mi padre dice que a veces sois muy hermético con las palabras —dijo ella.
—Bien puede saberlo. Pero existe un conocimiento que sólo se adquiere participando de él. No hay manera de asimilarlo simplemente quedándose al margen, contemplando y charlando.
—Esto es a lo que él se refiere —contestó ella.
—Tienes razón —admitió él—. No es lógico. Pero es una luz, un ojo capaz de ver pero que no se ve a sí mismo.
—Estoy cansada de hablar —dijo ella.
—Yo también. —Y pensó: He visto bastante y he hecho bastante. He abierto la puerta de sus dudas. ¡Qué vulnerables son en su ignorancia!
—No me habéis convencido de nada —declaró ella.
—No era tal el propósito de esta entrevista.
—¿Cuál era su propósito?
—Comprobar si estás a punto para la prueba.
—Prueba… —Siona ladeó ligeramente la cabeza hacia la derecha y se lo quedó mirando.
—No te hagas la inocente conmigo —dijo él—. Moneo te lo ha dicho. Y yo te digo que estás lista para ello.
Ella trató de tragar saliva y preguntó:
—¿Qué son…?
—He enviado a buscar a Moneo para que te acompañe de regreso a la Ciudadela —dijo él—. Cuando volvamos a reunirnos, sabremos realmente de qué material estás hecha.