27

Cada día que pasa os tornáis progresivamente irreales, más ajenos y remotos de lo que yo me siento en ese nuevo día. Y soy la única realidad y, en cuanto que diferís de mí; vosotros vais perdiendo realidad. Cuando más curioso me vuelvo, menos lo son quienes me adoran. La religión suprime la curiosidad. Lo que yo hago mengua a quien me adora. Por eso llegará la hora en que no haré nada y todo lo devolveré a la gente que, amedrentada, se encontrará ese día sola y se verá forzada a actuar por sí misma.

Los Diarios Robados

Era un rumor distinto a todos, el rumor de una muchedumbre que esperaba y procedía del largo túnel hacia el que avanzaba Idaho a la cabeza del Carro Real: murmullos nerviosos magnificados en un inmenso murmullo, el arrastrar de unos pies gigantescos, el rozar de un enorme vestido. Y el olor: aquella inconfundible mezcla de sudor dulzón y el lechoso aliento de la excitación sexual.

Inmeir y las Habladoras Pez de la escolta habían traído a Idaho aquí poco después de la primera luz de alba, descendiendo inmediatamente tras entregarlo a otras Habladoras, con Inmeir obviamente muy contrariada de tener que conducir a Siona a la Ciudadela, pues aquello significaba perderse la ceremonia ritual de Siaynoq.

Su nueva escolta, vibrante de contenida emoción, le había guiado hasta una zona situada en lo más profundo de los subterráneos de la plaza, un lugar que no aparecía señalado en ninguno de los planos de la ciudad que Idaho había estudiado. Se trataba de un laberinto, primero en una dirección, luego en otra, a través de corredores lo bastante amplios como para permitir el paso del Carro Real. Idaho perdió la cuenta de la dirección que llevaban, y se encontró reflexionando sobre lo acaecido la noche anterior.

Los aposentos donde se alojaron en Goygoa, aunque reducidos y de una austeridad espartana, habían resultado confortables: dos camas por habitación, cada habitación un cajón de paredes encaladas con una sola ventana y una puerta. Las habitaciones se encontraban a lo largo de un pasillo de un edificio designado con el nombre de Casa de Huéspedes de Goygoa.

Y Siona tenía razón. Sin ni siquiera preguntarle su opinión, Idaho había sido alojado con ella, actuando Inmeir como si aquello fuera un hecho aceptado.

En el momento en que la puerta se cerraba tras ellos, Siona le había dicho:

—Si me tocas, intentaré matarte —sus palabras fueron pronunciadas con tan brusca sinceridad que Idaho casi se echó a reír.

—Prefiero la intimidad. Considérate sola.

Había dormido receloso, con un sueño ligero, recordando noches de peligro al servicio de los Atreides, la prontitud del combate. La habitación no quedó a oscuras casi en ningún momento, pues las cortinas de la ventana dejaban filtrar la luz de la luna, y hasta las estrellas se reflejaban en las encaladas paredes. Descubrió que se hallaba nervioso y sensible hacia Siona, hacia su olor, sus movimientos, su respiración. Varias veces se despertó del todo para escuchar, advirtiendo en dos de estas ocasiones que también ella estaba despierta y escuchando.

El amanecer y el traslado de Onn habían representado un gran alivio. Después de desayunar un zumo de frutas frío, Idaho se había alegrado de salir al frío de la oscuridad que precede al alba para dirigirse a paso vivo hasta el tóptero. No habló directamente con Siona, y descubrió que le molestaban las miradas de curiosidad de las Habladoras Pez.

Siona sólo le dirigió la palabra una vez, asomándose fuera del tóptero al desembarcar él en la plaza, para decirle:

—No me ofendería contar con tu amistad.

Qué curiosa manera de expresarlo. Se había sentido vagamente violento.

—Sí… claro, naturalmente.

Luego, su nueva escolta se lo había llevado, dejándole finalmente en la sala terminal del laberinto. Allí le aguardaba Leto, aposentado en su Carro Real. El punto de reunión consistía en un ensanchamiento de un pasillo que se extendía hacia la derecha de Idaho. Las paredes eran de un marrón oscuro veteado con líneas de oro, que resplandecían a la amarilla luz de los globos luminosos.

Sin perder un momento, la escolta se colocó detrás del carro, dejando a Idaho de pie frente al rostro de Leto enmarcado en su cogulla.

—Duncan, caminarás delante de mí cuando salgamos para Siaynoq —dijo Leto.

Idaho contempló los pozos de azul oscuro que eran los ojos de Emperador, irritado por el misterioso secreto y el obvio ambiente de diversión privada que exhalaba ese lugar. Pensaba que todo cuanto le habían explicado de Siaynoq no hacía más que aumentar su misterio.

—¿Soy verdaderamente el Comandante en jefe de vuestra guardia, Señor? —preguntó, con el rencor pesándole en la voz.

—¡Por supuesto! Y voy a concederte un gran honor. Pocos son los varones adultos que hayan participado alguna vez de Siaynoq.

—¿Qué ocurrió anoche en la ciudad?

—Brotes de violencia en algunas zonas. Esta mañana, en cambio, todo está en calma.

—¿Heridos?

—De poca consideración.

Idaho asintió. Los poderes prescientes de Leto le habían advertido de cierto peligro para su Duncan, de ahí la huida a la rural seguridad de Goygoa.

—Has estado en Goygoa —dijo Leto—. ¿Te has sentido tentado a quedarte?

—¡No!

—No te enfades conmigo. No fui yo quien te envió a Goygoa.

Idaho suspiró.

—¿Cuál fue el peligro que exigió que me alejarais de la ciudad?

—No eras tú quien corrías peligro —dijo Leto—. Pero suscitas en mis guardias excesivos afanes de superación, y las actividades de anoche no requerían tanto.

La respuesta de Leto desconcertó a Idaho. Jamás se había creído capaz de inspirar especial heroísmo, a menos que personalmente lo exigiese. Pero había caudillos cuya sola presencia enardecía a las tropas. Leto I, el abuelo del actual, había sido de ésos.

—Eres extremadamente valioso para mí, Duncan —le dijo Leto.

—Bien… sí… pero aún no soy un semental a vuestra disposición.

—Tus deseos serán respetados, por supuesto. Hablaremos de este asunto en cualquier otra ocasión.

Idaho lanzó una mirada a la escolta de Habladoras Pez, que escuchaban atentas y con los ojos bien abiertos.

—¿Hay brotes de violencia siempre que venís a Onn? —preguntó Idaho.

—Va por ciclos. En este momento los descontentos están sometidos, por lo que disfrutaremos de paz durante una temporada.

Idaho miró entonces al inescrutable rostro de Leto.

—¿Qué le ocurrió a mi predecesor?

—¿No te lo han contado mis Habladoras Pez?

—Me dijeron que había muerto en defensa de su Dios.

—Y a ti te ha llegado un rumor contrario.

—¿Qué ocurrió?

—Murió porque se hallaba demasiado cerca de mí. No lo envié a un lugar seguro a tiempo.

—Un lugar como Goygoa.

—Hubiera preferido que acabara allí sus días en paz, pero bien sabes tú, Duncan, que no buscas precisamente la paz.

Idaho tragó saliva, notando de pronto un nudo en la garganta.

—A pesar de todo, quisiera conocer los detalles de su muerte. Tiene familia y…

—Conocerás los detalles, y no temas por su familia. Esta a mi cargo, y me ocupo de mantenerlos a salvo a distancia. Ya sabes cómo me persigue la violencia. Esa es una de mis funciones. Es muy lamentable que aquellos a quienes amo y admiro tengan que sufrir por esta causa.

Idaho frunció los labios, insatisfecho con lo que acababa de oír.

—Serena tus dudas, Duncan —le dijo Leto—. Tu predecesor murió porque se encontraba demasiado cerca de mí.

La escolta de Habladoras Pez se mostraba inquieta. Idaho les lanzó una mirada, y luego se volvió hacia la derecha para observar el túnel.

—Sí, es hora ya de irse —dijo Leto—. No hagamos esperar a las mujeres. Marcha delante mío sin avanzar demasiado, e iré respondiendo a tus preguntas sobre Siaynoq.

Obedeciendo, porque no se le ocurrió otra alternativa conveniente, Idaho se retiró con un taconazo y se situó en cabeza del cortejo. Detrás de sí oyó el crujir del carro al ponerse en movimiento y las débiles pisadas de la escolta que lo seguían.

De pronto, el carro se tornó silencioso con una brusquedad tal que hizo que Idaho se girase sobresaltado. Inmediatamente comprendió la razón.

—Habéis puesto en funcionamiento los suspensores —comentó, volviendo a mirar al frente.

—He retraído las ruedas porque las mujeres se agolparán a mi alrededor y no quiero aplastarles los pies.

—¿Qué es Siaynoq? ¿Qué es en realidad? —preguntó Idaho.

—Ya te lo he dicho; es la Gran Participación.

—¿Huelo a especia?

—Tienes el olfato fino. Hay una pequeña cantidad de melange en las obleas.

Idaho agitó la cabeza.

Deseoso de comprender este acontecimiento, Idaho le había preguntado directamente a Leto en la primera oportunidad que encontró después de llegar a Onn:

—¿En qué consiste la Fiesta de Siaynoq?

—Compartimos una oblea, nada más. Hasta yo tomo parte en la ceremonia.

—¿Algo parecido al ritual Católico Naranja?

—Ah, no, no se trata de mi carne. Es una simple participación en la que se les recuerda que ellas son sólo hembras, como tú eres sólo varón, pero que yo soy todo. Y ellas participan de ese todo.

A Idaho no le agradó el tono de estas palabras.

—¿Sólo varón?

—¿Sabes a quién satirizan en la fiesta, Duncan?

—¿A quién?

—A los hombres que las han ofendido. Escúchalas cuando hablen en voz baja entre ellas.

Idaho había aceptado eso como una advertencia: «No ofendas a las Habladoras Pez. Incurres en sus iras con riesgo de tu vida».

Ahora, al avanzar delante de Leto por el túnel, pensó que había oído las palabras correctamente, pero que no significaban nada para él, y por ello, hablando hacia atrás por encima del hombro, preguntó:

—No entiendo eso de la participación.

—Estaremos juntos en la ceremonia ritual. Ya lo veras. Lo captarás sin darte cuenta. Mis Habladoras Pez son las depositarias de un conocimiento especial, de una línea ininterrumpida que tan sólo ellas comparten. Ahora tú participarás de ello, y ellas te amarán por eso. Escúchalas con atención. Están abiertas a ideas de afinidad. Su ternura para con ellas mismas no conoce límites.

Más palabras, pensó Idaho, Más misterio.

Apreció una gradual ampliación del túnel; el techo se elevaba, y se veían más globos luminosos graduados en un naranja intenso. A unos trescientos metros de distancia divisó el elevado arco de una abertura tras el cual aparecía una luz roja oscura en la que se vislumbraban caras resplandecientes balanceándose despacio a derecha e izquierda. Los cuerpos que se veían bajo esas caras parecían una oscura muralla de vestidos. En el aire flotaba el denso olor del sudor de la excitación.

Al aproximarse a las mujeres, Idaho distinguió un paso que se abría entre ellas y que conducía a través de una suave rampa ascendente a una plataforma baja situada a su derecha. Un gran techo abovedado de gigantescas proporciones coronaba la estancia, iluminado por globos luminosos graduados en rojo.

—Sube por la rampa de la derecha —le ordenó Leto—. Párate justo después del centro de la plataforma y vuélvete de cara a las mujeres.

Idaho levantó la mano derecha para demostrar que lo había oído. Empezaba a adentrarse ahora en el gran espacio abierto, y sus dimensiones le acobardaron. Impuso a sus ojos, entrenados para ello, la tarea de calcular las medidas mientras ascendía hacia la plataforma y dedujo que la sala, de forma cuadrada con las esquinas redondeadas, tendría cuando menos unos mil cien metros de lado. Se hallaba atestada de mujeres, e Idaho se acordó de que estas eran solamente las representantes de los lejanos regimientos de Habladoras Pez dispersos por todo el Imperio, tres mujeres elegidas de cada planeta. Allí estaban de pie, tan aglomeradas que Idaho dudaba de que alguna pudiera caer al suelo. Tan sólo habían dejado un espacio de unos cincuenta metros de ancho en torno a la plataforma en la que Idaho acababa de detenerse y desde donde contemplaba la escena. Todas las caras estaban vueltas hacia él, mirándole: caras, caras, sólo caras.

Inmediatamente un atronador grito de «¡Siaynoq! ¡Siaynoq!» llenó la sala.

Idaho quedó ensordecido. Este grito se habrá oído en toda la ciudad, pensó, a menos que nos hallemos a muchos metros bajo tierra.

—Novias mías —les dirigió la palabra Leto—, bienvenidas seáis a Siaynoq.

Idaho levantó la vista hacia Leto y observó el fulgor de sus ojos azules y la radiante expresión de su rostro. Era Leto quien había exclamado un día: «¡Esta maldita santidad!», pero en el fondo se recreaba en ella.

¿Habrá visto Moneo alguna vez esta asamblea?, se preguntó Idaho. Se trataba de un extraño pensamiento, pero Idaho creía conocer su origen. Tenía que existir algún otro mortal con quien pudiera hablar de este suceso. Su escolta le había dicho que Moneo había sido enviado a despachar ciertos «asuntos de estado» cuyos detalles ignoraban. Al enterarse de ello, Idaho había creído captar un nuevo elemento en el sistema de gobierno de Leto. Los canales de poder se dirigían directamente desde Leto al populacho, pero esas líneas no acostumbraban a cruzarse, lo cual suponía un sinfín de requisitos, incluidos servidores de probada confianza dispuestos a aceptar la responsabilidad de cumplir ciertas órdenes sin hacer preguntas.

—Pocos ven al Emperador cometer atrocidades —había dicho Siona—. ¿Concuerda eso con los Atreides que conociste?

Con estos pensamientos revoloteándole en la mente, Idaho contempló a la masa de Habladoras Pez concentradas en la sala. ¡La adulación de sus ojos! ¡Y el temeroso respeto! ¿Cómo había logrado Leto esto? ¿Por qué?

—Amadas mías —invocó Leto. Su voz resonó sobre las caras vueltas hacia él, transportada hasta los más remotos rincones de la sala por sutiles amplificadores ixianos ocultos en el Carro Real.

Las difusas imágenes de las caras de las mujeres invadieron la memoria de Idaho con el recuerdo de la advertencia de Leto: ¡Incurre en sus iras con riesgo de tu vida!

Qué fácil resultaba aceptar esa advertencia en este lugar. Una palabra de Leto, y esas mujeres destrozarían a un culpable en un segundo. Sin dudar, sin preguntar, pasarían directas a la acción. Idaho comenzó a descubrir una nueva dimensión del valor de esas mujeres como ejército. El peligro personal jamás las detendría, ¡pues servían a Dios!

El Carro Real emitió un débil crujido al arquear Leto sus segmentos frontales para levantar la cabeza.

—¡Vosotras sois las guardianas de la fe! —proclamó Leto.

Y ellas, con una sola voz, contestaron:

—¡Señor, te obedecemos!

—¡En mi vivís eternamente! —exclamó Leto.

—¡Somos el infinito! —contestaron.

—¡Os amo como jamás amé a nadie! —gritó Leto.

—¡Amor! —gritaron ellas.

Idaho sintió temblar todo su cuerpo, pensando que el peso de esta adulación podría derribarle. Quería echar a correr, y al mismo tiempo deseaba quedarse y aceptar el homenaje del poder concentrado en aquella sala. ¡Poder, allí había poder! Entonces, con voz menos potente, Leto ordenó:

—Cambiad la guardia.

Las mujeres inclinaron sin vacilar la cabeza, con un único movimiento. A la derecha de Leto apareció una hilera de mujeres ataviadas de blanco. Avanzaron hasta el espacio libre situado debajo de la plataforma, e Idaho observó que varias de ellas llevaban en brazos a niños recién nacidos y otros cuya edad no pasaría de los dos años.

De la explicación general proporcionada a Idaho de antemano, éste dedujo que esas mujeres eran las que abandonaban el servicio activo de las Habladoras Pez, algunas para convertirse en sacerdotisas, otras para dedicarse por entero a sus hijos, pero ninguna cesando en realidad de hallarse al servicio de su Dios.

Al mirar a los niños, Idaho pensó en lo más hondo que el recuerdo de esta experiencia calaría en la memoria de los niños varones. Acarrearían su misterio a lo largo de toda su vida, recuerdo perdido en la conciencia pero siempre presente, matizando a partir de este momento todo su comportamiento.

La última de las recién llegadas se detuvo debajo de Leto y levantó la mirada para contemplarle, y las demás mujeres de la sala elevaron sus rostros hacia el Dios Emperador.

Idaho miró a derecha e izquierda. Las mujeres vestidas de blanco atestaban el espacio situado debajo de la plataforma, al menos a lo largo de quinientos metros en ambas direcciones. Algunas elevaban a sus hijos, presentándolos a Leto, y en todas el pavor y la sumisión eran absolutos. Idaho intuía que si Leto lo ordenase estas mujeres arrojarían a sus hijos aplastándolos contra la plataforma. ¡Por él harían cualquier cosa!

Leto inclinó sus segmentos frontales desde el carro con un suave movimiento ondulado y, contemplándolas con benigna sonrisa, les dijo con voz dulce y acariciadora:

—Os entrego la recompensa que vuestra lealtad y servicio se merecen. Pedid y se os dará.

La sala entera retumbó al oírse la respuesta:

—¡Se os dará!

—¡Todo lo mío es tuyo! —dijo Leto.

—¡Todo lo mío es tuyo! —gritaron las mujeres.

—Participad conmigo en la callada plegaria por mi intercesión en todas las cosas, para que la humanidad no perezca.

Con un gesto unánime, todas las cabezas de la sala se inclinaron. Las mujeres vestidas de blanco estrecharon en sus brazos a sus hijos, contemplándoles. Idaho percibió la silenciosa unidad que las vinculaba como una fuerza que intentase penetrar en él para invadirle. Abrió la boca e inspiró profundamente, luchando contra algo que le producía la sensación de una invasión física, mientras su mente rebuscaba frenética algo en que agarrarse, algo que le protegiese.

Esas mujeres formaban un ejército cuya fuerza y cohesión Idaho no había sospechado. Sabía que no lograba comprender dicha fuerza, sin poder más que observarla y constatar su existencia.

Esto era lo que Leto había creado.

Entonces le vinieron a la mente ciertas palabras que Leto pronunciara durante una entrevista en la Ciudadela: «En un ejército masculino la lealtad vincula al soldado con el mismo ejército antes que con la civilización que fomenta la existencia del ejército. En un ejército femenino, la lealtad vincula al soldado con el caudillo».

Idaho se dedicó a contemplar la prueba visible de la creación de Leto, viendo ante sus ojos la penetrante exactitud de estas palabras, temiendo esa misma exactitud.

Me ofrece participar de esto, pensó Leto.

Su propia respuesta a las palabras de Leto le pareció ahora a Idaho completamente pueril.

—No veo la razón —había contestado Idaho.

—La mayoría de la gente no son criaturas de razón.

—¡Ningún ejército, masculino o femenino, garantiza la paz! ¡Vuestro Imperio no es pacífico! ¡Vos sólo…!

—¿Te han proporcionado ya mis Habladoras Pez nuestras crónicas?

—Sí, pero también he paseado por vuestra ciudad y he podido contemplar a vuestro pueblo. ¡Vuestro pueblo es agresivo!

—¿Lo ves, Duncan? La paz fomenta la agresión.

—Y vos afirmáis que vuestra Senda de Oro…

—No se trata de paz precisamente. Se trata de tranquilidad, terreno fértil para el desarrollo de una estructura rígida de clases y otras muchas formas de agresión.

—¡Habláis en metáforas!

—Hablo de observaciones acumuladas que me aseguran que la postura pacífica es la postura del derrotado. Es la postura de la víctima. Y las víctimas invitan a la agresión.

—¡Vuestra maldita tranquilidad forzosa! ¿Para qué sirve?

—Cuando el enemigo no existe, hay que inventar uno. La fuerza militar que se ve privada de un objetivo externo acaba por volverse contra su propio pueblo.

—¿Cuál es pues vuestro juego?

—Modificar el deseo del hombre por la guerra.

—¡La gente no desea la guerra!

—La gente desea el caos, y la guerra es la forma de caos más asequible de todas.

—No creo nada de todo esto. Os divertís con un juego peligroso que sólo vos conocéis.

—Muy peligroso. Enderezo antiguas fuentes de conducta humana para modificar su curso. El peligro reside en que fácilmente podría suprimir las fuerzas de la supervivencia humana. Pero te aseguro que mi Senda de Oro sobrevive.

—¡No habéis logrado suprimir el antagonismo!

—Desvío las energías de un lugar para dirigirlas a otro. Lo que no se puede controlar hay que utilizarlo.

—¿Qué es lo que impide a vuestro ejército femenino hacerse con el poder?

—Soy su caudillo.

Al mirar a las mujeres congregadas en la sala, Idaho no pudo negar el atractivo que en ellas ejercía su caudillo. Comprobó también que gran parte de la adulación de las mujeres iba dirigido hacia la propia persona de su jefe. La tentación lo mantenía inalterable: cualquier cosa que quisiera de ellas se la darían… ¡cualquier cosa! El darse cuenta de este hecho le llevó a meditar con mayor profundidad ciertas palabras que Leto pronunciara anteriormente.

Se referían a la explosión de la violencia. Al contemplar a las mujeres entregadas a sus silenciosas plegarias, Idaho recordó lo que dijera Leto:

—Los hombres son susceptibles a fijaciones de clase. Crean sociedades estratificadas, y la sociedad estratificada es en último extremo una invitación a la violencia. Que no se desmorona. Explota.

—¿Y las mujeres no hacen los mismo?

—No a menos que se encuentren completamente dominadas por los hombres o encajonadas en un modelo de conducta varonil.

—Los sexos no pueden ser tan distintos.

—Pues lo son. Las mujeres hacen causa común basándose en el sexo, siendo capaces de abrazar una causa que trascienda clase y casta. Por eso dejo que mis mujeres empuñen las riendas.

Idaho se vio obligado a admitir que esas fervorosas mujeres empuñaban ciertamente las riendas.

¿Qué parcela de ese poder pasaría a mis manos?

¡La tentación era monstruosa! Idaho se encontró temblando a causa de ella. Con glacial brusquedad, comprendió de pronto que aquélla era la intención de Leto: ¡Tentarme!

En la gran sala, las mujeres daban fin a su plegaria y elevaban los ojos a Leto. Idaho pensó que jamás había visto tal éxtasis en ningún rostro humano, ni en los arrebatos del orgasmo, ni en la gloria de la victoria de las armas, jamás había visto nada que pudiera compararse a la intensidad de esta adulación.

—Hoy está junto a mí Duncan Idaho —anunció Leto—. Duncan se encuentra aquí para declarar públicamente su lealtad y que todas podáis oírlo. ¿Duncan?

Idaho sintió un escalofrío físico revolverle las tripas. Leto le ofrecía una bien simple elección: ¡Declara tu lealtad al Dios Emperador o muere!

Si bromeo, vacilo o protesto en cualquier forma, estas mujeres me matarán con sus propias manos.

Una ira sorda invadió a Idaho. Tragó saliva, carraspeo para aclararse la garganta y luego dijo:

—Que nadie ponga en duda mi lealtad. Yo soy leal a los Atreides.

Oyó su propia voz resonar en la gran sala, amplificada por el aparato ixiano de Leto, y este efecto le produjo un sobresalto.

—¡Participamos! —gritaron las mujeres—. ¡Participamos! ¡Participamos!

—Participamos —dijo Leto.

Un enjambre de jóvenes aspirantes a Habladoras Pez, identificables por las cortas túnicas verdes que vestían, invadieron la sala desde diversos puntos, formando pequeños núcleos de movimiento que expandían sus olas por el mar de rostros extasiados. Cada una de ellas portaba una bandeja repleta de pequeñas obleas de color marrón. A medida que las bandejas pasaban entre la muchedumbre, un sinfín de manos alcanzaban su contenido con un gracioso gesto que provocaba una ondulada danza de los brazos. Cada mano tomaba una oblea y la sostenía en alto. Cuando una de las muchachas que portaban las bandejas se acercó a la plataforma y levantó su carga hacia Idaho, Leto dijo:

—Toma dos y ponme una en la mano.

Idaho se hincó de rodillas y tomó dos obleas. Eran crujientes y frágiles. Luego se puso de pie y con cuidado le pasó una a Leto.

Con voz estentórea, Leto preguntó entonces:

—¿Ha sido elegida la Nueva Guardia?

—¡Sí, Señor! —gritaron las mujeres.

—¿Seguiréis siéndome fieles?

—¡Sí, Señor!

—¿Caminaréis por la Senda de Oro?

—¡Sí, Señor!

La vibración de los gritos de las mujeres traspasó a Idaho, aturdiéndole.

—¿Compartimos? —preguntó Leto.

—¡Sí, Señor!

Una vez escuchada la respuesta de las mujeres, Leto se metió la oblea en la boca. Todas las madres que estaban situadas bajo la plataforma mordieron un pedazo de la oblea y ofrecieron el resto a sus hijos. Las Habladoras Pez agrupadas tras las mujeres vestidas de blanco bajaron el brazo e ingirieron su oblea.

—Duncan, come tu oblea —le ordenó Leto.

Idaho se la metió en la boca. Su cuerpo de ghola no había sido condicionado para la especia, pero el recuerdo despertó sus sentidos. La oblea tenía un sabor débilmente amargo con un suave toque de melange. Este sabor suscitó viejos recuerdos en la memoria de Idaho: comidas en los sietch, banquetes en la Residencia de los Atreides… igual que en los viejos tiempos, en los que el aroma de la especia lo impregnaba todo.

Al ingerir la oblea Idaho se percató de la quietud que reinaba en la sala, un silencio de aliento contenido en el que resonó con fuerza un leve chasquido del carro de Leto. Idaho se dio la vuelta, buscando el origen del ruido. Leto acababa de abrir un compartimiento de la base del carro y estaba sacando de él una caja de cristal. Leto colocó esa caja en la base del carro, abrió la resplandeciente tapa, y extrajo de ella un cuchillo crys.

Idaho reconoció al punto el arma: el halcón grabado en el extremo del mango, las piedras verdes de la empuñadura.

¡El cuchillo crys de Paul Muad’Dib!

Idaho se sintió hondamente conmovido al contemplar aquel arma, y se quedó mirándola como si la imagen de sus ojos pudiera reproducir a su dueño original.

Leto levantó el cuchillo y lo sostuvo en alto, mostrando su elegante curvatura y su lechosa iridiscencia.

—El talismán de nuestras vidas —declaró Leto.

Las mujeres seguían en silencio, arrobadas por la visión.

—El cuchillo de Muad’Dib —dijo Leto—. El diente de Shai-Hulud. ¿Vendrá de nuevo Shai-Hulud?

La respuesta se produjo en forma de un rumor sumiso, doblemente poderoso en contraste con los anteriores gritos.

—Sí. Señor.

Idaho centró nuevamente su atención en los rostros extasiados de las Habladoras Pez.

—¿Quién es Shai-Hulud? —preguntó Leto.

Nuevamente, el sordo rumor:

—Vos, Señor.

Idaho asintió para sí mismo. Aquí se veía con innegable evidencia que Leto había concentrado una monstruosa reserva de poder que jamás se había desencadenado en esa forma. Leto así lo había manifestado, pero las palabras eran meros ruidos sin sentido comparadas a lo que se veía y percibía en esta gran estancia. Las palabras de Leto, sin embargo, acudieron a la mente de Idaho como si hubiesen esperado este momento para revestirse de su verdadero significado. Idaho recordaba que se encontraban en la cripta, aquel sombrío y húmedo lugar tan del agrado de Leto y que Idaho encontraba repelente, por el polvo de siglos acumulado bajo sus bóvedas y el olor a antigua podredumbre que lo invadía.

—Llevo más de tres mil años formando esta sociedad humana, modelándola, abriendo la puerta que deja atrás la adolescencia para toda la especie —le había dicho Leto.

—¡Nada de lo que decís explica la necesidad de un ejército femenino! —había protestado Idaho.

—El estupor es ajeno a las mujeres. ¿No pedías una diferencia de comportamiento de raíz sexual? Ahí tienes una.

—¡Dejad de cambiar de tema!

—No cambio de tema. El estupor y la violación fueron siempre la recompensa de la conquista militar masculinas. Los hombres no tenían que abandonar sus fantasías adolescentes para dedicarse a la violación.

Idaho recordó la cólera incontenible que le había invadido al escuchar tal ataque.

—Mis huríes someten a los varones —añadió Leto—. Eso es domesticación, algo que las hembras conocen tras siglos y siglos de necesidad.

Idaho se quedó mudo mirando al rostro de Leto enmarcado en su cogulla.

—Domesticar —decía Leto—. Adaptar una ordenada norma de supervivencia. Las mujeres lo aprendieron en manos de los hombres, y ahora éstos deben aprenderlo en manos de las mujeres.

—Pero vos dijisteis…

—Mis huríes suelen someterse al principio a una forma de violación con el único propósito de convertirla en una profunda y obligatoria dependencia mutua.

—¡Maldita sea! Estáis…

—Obligatoria, Duncan, obligatoria.

—Yo no me siento obligado a…

—La educación lleva tiempo. Tú eres la norma antigua gracias a la cual puede medirse la nueva.

Las palabras de Leto vaciaron momentáneamente a Idaho de toda emoción, excepto una honda sensación de perplejidad.

—Mis huríes enseñan a madurar. Saben que deben supervisar el proceso de maduración de los varones, a través del cual alcanzan ellas su propia maduración. Al final del proceso, las huríes se convierten en esposas y madres, y de este modo conseguimos que los impulsos violentos vayan desarraigándose de sus fijaciones adolescentes.

—¡Tendrá que verse para creerse!

—Lo verás en la Gran Participación.

De pie junto a Leto en la sala de Siaynoq, Idaho tuvo que reconocer que acababa de contemplar una fracción de un poder enorme, algo capaz de generar la clase de universo humano que las palabras de Leto proyectaban.

Leto, entretanto, devolvía el cuchillo crys a su estuche y lo depositaba en su compartimento de la base del Carro Real. Las mujeres le contemplaban en silencio, hasta los niños callaban, sometidos todos los presentes a la grandiosa fuerza que se sentía presente en la sala.

Idaho bajó la mirada hacia los niños, sabiendo por las explicaciones previas de Leto que se les recompensaría concediéndoles un puesto de poder, fueran niños o niñas, todos obtendrían una posición envidiable. Los niños serían dominados por las mujeres durante toda su vida, sufriendo, para utilizar las palabras textuales de Leto, «una fácil transición desde la adolescencia a la edad viril para convertirse en simples reproductores».

Las Habladoras Pez y su progenie vivían una existencia «dominada por una cierta ilusión inasequible para muchas otras personas».

¿Qué ocurrirá con los hijos de Irti?, se preguntó Idaho.

¿Habría estado aquí mi predecesor contemplando a su mujer vestida de blanco participando del ritual de Leto?

¿Qué es lo que Leto me ofrece?

Con ese ejército femenino, un Comandante ambicioso podría apoderarse del Imperio de Leto. ¿Podría, realmente? No… no podría mientras Leto siguiera con vida. Leto decía que las mujeres no eran militarmente agresivas por naturaleza «—No fomento en ellas esta característica. Están acostumbradas a un ritmo cíclico con un Festival Real cada diez años, con el cambio de la Guardia, la bendición de las nuevas generaciones, la plegaria en silencio por las hermanas caídas y los seres queridos desaparecidos para siempre. Siaynoq tras Siaynoq, avanza con previsible mesura. El cambio se convierte en un no cambio».

Idaho apartó la vista de las mujeres vestidas de blanco y sus hijos para mirar a la masa de rostros silenciosos, diciéndose que eso era solo un pequeño núcleo de aquellas ingentes fuerzas femeninas que tendían su sutil telaraña hasta los más remotos rincones del Imperio. Bien podía creer las palabras de Leto:

—El poder no se debilita. Se fortalece con cada década.

¿Para qué fin?, se preguntó Idaho.

Miró a Leto, que alzaba las manos bendiciendo a la masa de sus huríes.

—Pasaremos ahora entre vosotras —dijo Leto.

Las mujeres situadas bajo la plataforma abrieron paso apiñándose hacia atrás. El camino fue abriéndose entre la muchedumbre, como una fisura que agrietase la tierra tras un violento terremoto.

—Duncan, tú me precederás —ordenó Leto.

Idaho tragó saliva, con la garganta reseca. Apoyó una mano en el borde de la plataforma y se dejó caer al vacío, avanzando por la fisura, pues sabía que sólo aquello podía poner fin a su suplicio.

Una rápida ojeada hacia atrás le permitió vislumbrar el carro de Leto descendiendo majestuoso sobre sus suspensores.

Idaho se volvió y avivó el paso.

Las mujeres estrecharon el camino, cerrando filas. Lo hicieron con una extraña quietud, con una atenta fijeza, primero sobre Leto y luego sobre aquel enorme cuerpo de pre-gusano que se deslizaba detrás de Idaho en su carro ixiano.

Idaho avanzaba estoicamente, abriendo paso entre mujeres que desde todas partes se agolpaban para tocarle, para tocar a Leto, o simplemente para rozar el Carro Real. Idaho sintió la pasión contenida en su contacto, y conoció el miedo más profundo de toda su existencia.