Cuando me propuse guiar a la humanidad por mi Senda de Oro prometí enseñarle una lección que jamás olvidaría. Conozco una norma de conducta muy profunda que los humanos niegan con sus palabras aún cuando con sus acciones la confirmen. Dicen que buscan seguridad y calma, la condición que ellos llaman paz. Pero incluso al hablar van creando ya las semillas del tumulto y la violencia. Si llegan a encontrar su calmada seguridad, se retuercen inquietos en ella. Qué aburrida la encuentran. Mírales ahora. Mira lo que hacen mientras registro estas palabras. Ah, yo les doy interminables eras de tranquilidad forzosa, que perduran y perduran pese a sus muchos esfuerzos por escapar al caos. Creedme, el recuerdo de la Paz de Leto morará con ellos para siempre. Después buscarán su calmada seguridad sólo con extrema cautela y constante tenacidad.
Los Diarios Robados
Muy en contra de su voluntad, Idaho se encontró al amanecer con Siona a su lado a bordo de un ornitóptero Imperial que los conducía a un lugar seguro. El aparato volaba hacia el este, en dirección al arco dorado de la luz solar que disipaba las tinieblas de un paisaje compuesto por una verde cuadrícula de plantaciones. El tóptero era un aparato de gran tamaño, lo bastante capaz para transportar a un pequeño pelotón de Habladoras Pez y a sus dos invitados. La piloto y capitana del pelotón, una mujer fornida con una cara que en opinión de Idaho no había sonreído jamás, respondía al nombre de Inmeir. Estaba sentada en el asiento del piloto, justamente delante de Idaho, con dos musculosas guardias una a cada lado. Cinco guardias más estaban sentadas detrás de Idaho y Siona.
—Dios me ha ordenado que te saque de la Ciudad —le había dicho Idaho, acercándose al puesto de mando situado en el sótano de la plaza central—. Es por tu propia seguridad. Regresaremos mañana por la mañana para Siaynoq.
Idaho, fatigado tras una noche de alarmas, había intuido la inutilidad de discutir «las órdenes del propio Dios». Inmeir parecía enteramente capaz de llevárselo a rastras bajo uno de sus brazos. Le había hecho salir del puesto de mando a una noche helada y cuajada de estrellas, que brillaban como las facetas de innumerables diamantes. Sólo al reconocer a Siona aguardando a bordo del tóptero había comenzado a preguntarse Idaho el propósito de esta excursión.
A lo largo de la noche, Idaho había ido comprobando que no toda la violencia que azotaba Onn procedía de la organización de los rebeldes. Al preguntar por Siona, Moneo le había enviado recado de que «mi hija está a salvo y fuera de problemas», añadiendo al final del mensaje: «La entrego a tu cuidado».
A bordo del tóptero, Siona no había contestado a ninguna de las preguntas de Idaho, e incluso en este momento seguía sentada a su lado sumida en un hosco silencio. Le recordaba a sí mismo en aquellos primeros días de amargura en los que había jurado venganza contra los Harkonnen. Le extrañaba el resentimiento de la muchacha. ¿Qué podía inducirla a ello?
Sin saber por qué, Idaho se encontró comparando a Siona con Hwi Noree. Encontrarse con Hwi no había sido fácil, pero al final lo había conseguido pese a las inoportunas demandas de las Habladoras Pez de que atendiera a ciertos asuntos en otro lugar.
Gentil, ese era el epíteto que le cuadraba a Hwi. Actuaba desde un núcleo de permanente gentileza que, a su modo, era algo de un enorme poder, y que él encontraba intensamente atractivo.
Tengo que verla otra vez.
Por el momento no podía sino pelear contra el hosco silencio de Siona, sentada a su lado. Bien… contra silencio, silencio.
Idaho se dedicó a contemplar el paisaje. Aquí y allá se veían las luces arracimadas de las aldeas que comenzaban a apagarse a medida que se acercaba la salida del sol. El desierto del Sareer se hallaba muy distante, y éstas eran tierras que por su aspecto nadie hubiera dicho que fueran yermas.
Algunas cosas no cambian demasiado, pensó. Simplemente se van de un sitio y se transforman en otro.
Este paisaje, que le recordaba los exuberantes jardines de Caladan, le hizo pensar en el verdeante planeta en que los Atreides vivieran durante tantas generaciones antes de trasladarse a Dune. Divisó estrechos caminos, caminos de mercados con un disperso tráfico de vehículos tirados por unos animales de seis patas que adivinó que eran chaballos. Moneo le había dicho que estos equinos, adaptados a las necesidades del terreno, eran las principales bestias de carga no sólo del planeta sino de todo el Imperio.
—Una población que camina es más fácil de controlar.
Las palabras de Moneo resonaron en la memoria de Idaho al mirar hacia abajo. Delante del tóptero se extendía una comarca de ricos pastos ondulada por suaves colinas caprichosamente divididas por muros de piedra negra. Idaho distinguió ovejas y varias otras clases de reses. El tóptero sobrevolaba ahora un angosto valle todavía en tinieblas con una estrecha cinta de agua discurriendo por sus profundidades. Una única luz y una columna de humo azul que subía desde las sombras del valle constituían todos los indicios de que se hallaba habitado.
De repente Siona se irguió y palmeó al piloto en el hombro, señalando al mismo tiempo hacia un punto a la derecha del aparato.
—¿Aquello de allí no es el Goygoa? —preguntó.
—Sí —contestó Inmeir sin volverse, con voz entrecortada e invadida por una emoción que Idaho no supo a qué atribuir.
—¿No es un lugar seguro? —preguntó Siona.
—Sí lo es.
Siona miró a Idaho y le dijo:
—Ordénale que nos lleve a Goygoa.
Sin saber por qué la obedecía, Idaho dijo:
—Llévanos a ese lugar.
Inmeir se volvió entonces y sus facciones, que por la noche Idaho había considerado como una inexpresiva masa pétrea, revelaron las señales inequívocas de una profunda emoción. Con la boca torcida y el ojo derecho parpadeando de nerviosismo, Inmeir suplicó:
—A Goygoa no, Comandante. Hay mejores…
—¿Acaso el Dios Emperador te ordenó llevarnos a algún lugar en particular? —preguntó Siona.
Inmeir, que estaba furiosa por la interrupción, no miró a Siona directamente. Respondió:
—No, pero…
—Entonces llévanos a ese Goygoa —dijo Idaho.
Inmeir volvió a concentrar su atención en los mandos del tóptero, e Idaho cayó sobre Siona al ladearse bruscamente el aparato para dirigirse a una oquedad acurrucada en las verdes colinas.
Idaho alargó la cabeza por encima del hombro de Inmeir para mirar a su destino. En el centro de la oquedad se divisaba un pueblo construido con la misma piedra negra de los muros de los prados. En las laderas que rodeaban el pueblo Idaho distinguió huertas y frutales dispuestos en terrazas que ascendían hasta un pequeño collado, sobre el que se cernían varios halcones planeando en los primeros albores del día.
Mirando a Siona, Idaho pregunto:
—¿Qué es eso de Goygoa?
—Ya verás.
Inmeir hizo descender el tóptero para aterrizar con gran suavidad en una verde franja de terreno en las afueras del pueblo. Una de las Habladoras Pez abrió la puerta del aparato que quedaba situada frente al pueblo. El olfato de Idaho se vio de inmediato asaltado por una penetrante mezcla de aromas, entre los cuales destacaban un olor a hierba cortada y estiércol y el acre perfume de los fuegos de cocina. Saltó del aparato y se encontró frente a una calle de pueblo que iba llenándose de gente que salía de sus casas para contemplar a los visitantes. Idaho vio que una mujer de edad, vestida con un traje largo verde, se inclinaba para murmurarle algo a un niño, que al instante echó correr calle arriba.
—¿Te gusta este lugar? —le preguntó Siona, colocándose de un salto a su lado.
—Parece agradable.
Siona miró a Inmeir al ver que la piloto y las demás Habladoras Pez se reunían con ellos en la hierba.
—¿Cuándo regresamos a Onn?
—Tú no vuelves —respondió Inmeir—. Mis órdenes son llevarte a la Ciudadela. El Comandante sí regresa.
—Ya veo —asintió Siona—. ¿Cuándo nos iremos?
—Mañana al amanecer. Voy a hablar con el jefe del pueblo para la cuestión del alojamiento.
—Goygoa, qué nombre tan extraño —dijo Idaho—. ¿Cómo debía ser este lugar en los tiempos de Dune?
—Yo lo sé —contestó Siona—. Aparece en los antiguos mapas como Shuloch, que significa «lugar embrujado». La Historia Oral dice que aquí se cometieron grandes crímenes antes de que todos sus habitantes fuesen aniquilados.
—Jacurutu —murmuró Idaho, recordando las viejas leyendas de los ladrones de agua. Miró a su alrededor buscando restos de dunas y serranías, pero no vio nada; tan sólo dos ancianos de rostro plácido que regresaban en compañía de Inmeir. Vestían pantalones azules desteñidos y camisas harapientas, y andaban descalzos.
—¿Conocías este lugar? —preguntó Siona.
—Tan sólo como un nombre de Leyenda.
—Algunos dicen que hay fantasmas —dijo ella—, pero yo no lo creo.
Inmeir se detuvo delante de Idaho, indicando a los dos hombres que esperaran detrás de ella.
—Las habitaciones son modestas pero convenientes —declaró—, a menos que prefiráis alojaros en una de las residencias privadas. —Y al decir estas palabras se volvió y miró a Siona.
—Lo decidiremos luego —respondió la muchacha. Y cogiendo a Idaho del brazo añadió—: El Comandante y yo deseamos pasear por Goygoa para admirar sus vistas.
Inmeir abrió la boca para decir alguna cosa, pero guardó silencio.
Idaho hizo pasar a Siona ante los rostros rebosantes de curiosidad de los dos ancianos del pueblo.
—¡Enviaré a dos guardias con vosotros! —gritó Inmeir.
Siona se detuvo y girándose, contestó:
—¿No es seguro Goygoa?
—Este es un sitio muy tranquilo —dijo uno de los dos hombres.
—Entonces no necesitamos guardias —replicó Siona—. Que se queden vigilando el aparato.
Y echó a andar hacia el pueblo con Idaho.
—Muy bien —dijo Idaho, desasiéndose de Siona—. ¿Qué le pasa a este lugar?
—Es muy probable que lo encuentres muy tranquilo. No tiene nada que ver con el antiguo Shuloch. Muy tranquilo.
—Tú estás tramando algo —dijo Idaho, caminando junto a ella—. ¿Qué es?
—Siempre he oído decir que los gholas no cesaban de hacer preguntas. Yo también deseo que se me contesten algunas.
—¿Ah, sí?
—¿Cómo era, en tus tiempos, Leto?
—¿Cuál de ellos?
—Sí, olvidaba que hubo dos: el abuelo y nuestro Leto. Me refiero a nuestro Leto, claro.
—Era un niño, es todo lo que sé.
—La Historia Oral dice que una de sus primeras novias era de este pueblo.
—¿Novias? Creí que…
—Cuando todavía tenía aspecto humano. Fue poco antes de la muerte de su hermana cuando comenzó a transformarse en el Gusano. La Historia Oral afirma que las novias de Leto desaparecieron en los laberintos de la Ciudadela Imperial, sin que jamás volvieran a ser vistas excepto como rostros y voces transmitidas por holo. Ahora hace miles de años que no ha tenido novia.
Habían llegado a una pequeña plaza cuadrada situada en el centro del pueblo; tendría unos cincuenta metros de lado, y estaba adornada con un estanque de agua clara y pretiles bajos. Hacia allí cruzó Siona, tomando asiento al borde del estanque y palmeando a su lado, invitando a Idaho a que se le reuniera. Idaho lanzó primero una mirada a su alrededor, notando que la gente observaba atisbando detrás de las cortinas de las ventanas y que los niños murmuraban señalándole con el dedo. Se dio media vuelta y se quedó mirando a Siona.
—¿Qué ocurre en este lugar?
—Ya te he dicho. Háblame de cómo era Muad’Dib.
—Era el mejor amigo que pudiera tener un hombre.
—Así pues, la Historia Oral es cierta. Pero llama al califato de sus herederos El Desposyni, que suena a siniestro.
Me está mostrando el cebo, pensó Idaho.
Se permitió esbozar una tensa sonrisa, preguntándose los motivos de Siona para actuar de esa forma. Parecía estar esperando algún suceso importante, se la notaba nerviosa… incluso asustada… pero con un matiz de elación. Nada de lo que decía podía considerarse más que pura charla, comentarios intrascendentes para ocupar los minutos hasta… ¿hasta qué?
El leve sonido de unos pasos que corrían interrumpió las reflexiones de Idaho. Se volvió y vio a un niño de unos ocho años que se dirigía corriendo hacia él por una calle lateral. Sus pies descalzos levantaban al correr nubecitas de polvo, y se oía gritar con desespero a una mujer un poco más arriba de la calle. El niño se detuvo a unos diez pasos de Idaho y se quedó mirándolo con una mirada ansiosa, de tal intensidad que Idaho la encontró perturbadora. El niño parecía vagamente conocido, era un muchachito robusto de ensortijado pelo negro, de inacabadas facciones que preludiaban al hombre que sería, pómulos más bien salientes y una línea plana entre las cejas. Vestía un mono de un azul desteñido que traicionaba sus muchos lavados, pero que se veía una prenda de una ropa excelente. Parecía de algodón punji tejido a canutillo, lo que hacía que ni los desgastados bordes se deshilacharan.
—Tú no eres mi padre —dijo el niño, y echando a correr calle arriba, desapareció detrás de una esquina.
Idaho se dio media vuelta y se quedó mirando a Siona con el ceño fruncido, temiendo pronunciar la pregunta que martilleaba en su interior: ¿Era este un hijo de mi predecesor? Conocía la respuesta sin necesidad de hacerla: el rostro familiar, todas las características del genotipo. Yo de niño. El darse cuenta de ello le dejó con una sensación de vacío, con un sentimiento de frustración. ¿Tengo alguna responsabilidad?
Siona se cubrió la cara con las manos y se encogió de hombros. Las cosas no habían sucedido tal como ella se había imaginado. Se sentía traicionada por sus propios deseos de venganza. Idaho no era simplemente un ghola, un ser ajeno e indigno de consideración. Le había visto caerse sobre ella en el tóptero, percibiendo las emociones que revelaba su rostro. Y aquel niño…
—¿Qué le ocurrió a mi predecesor? —preguntó Idaho. Su voz, sin inflexión alguna, sonaba con tono acusador.
Ella se descubrió el rostro, advirtiendo la contenida furia que se reflejaba en el de él.
—No lo sabemos a ciencia cierta —repuso—. Un día entró en la Ciudadela, y no volvió a salir más.
—¿Ese era su hijo?
Siona asintió.
—¿Seguro que no mataste tú a mi predecesor?
—Yo… —Agitó la cabeza, horrorizada por las dudas y la latente acusación de sus palabras.
—¿Ese niño era el motivo de que viniéramos aquí?
Ella tragó saliva y contestó:
—Sí.
—¿Y qué se supone que debo hacer con él?
Ella se alzó de hombros, sintiéndose sucia y culpable a causa de su acción.
—¿Y su madre? —preguntó Idaho.
—Vive con los otros en esa calle. —Siona indicó con la cabeza la dirección en que había partido el muchacho.
—¿Hay otros?
—Hay un hijo mayor… y una hija… ¿Te gustaría…? Quiero decir, podría disponer…
—¡No! El niño tenía razón. Yo no soy su padre.
—Lo siento —musitó Siona—. Nunca hubiera debido hacer esto.
—¿Por qué eligió él este lugar? —preguntó Idaho.
—¿El padre… tu…?
—¡Mi predecesor!
—Porque este era el pueblo de Irti, y ella no quiso marcharse. Eso es lo que la gente decía.
—¿Irti… la madre?
—Esposa, según el ritual antiguo; el de la Historia Oral.
Idaho miró a su alrededor, a las fachadas de piedra de los edificios que cercaban la plaza, las ventanas con sus cortinas, las puertas estrechas.
—¿De modo que aquí vivía?
—Siempre que podía.
—¿Cómo murió, Siona?
—De verdad, no lo sé… Pero el Gusano ha matado a otros. ¡Eso lo sabemos seguro!
—¿Cómo lo sabéis? —La traspasó con una mirada acusadora de tal intensidad que ella tuvo que desviar la suya.
—No dudo de las historias de mis antepasados —contestó Siona—. Las cuentan a trozos, una nota aquí, un susurro allá, un relato incompleto, pero las creo. ¡Y mi padre también las cree!
—Moneo no me ha dicho nada de esto.
—Si algo se puede decir de los Atreides, es que somos leales —replicó ella—. Sabemos cumplir nuestra palabra.
Idaho abrió la boca como para hablar, y la cerró sin pronunciar palabra. ¡Claro, también Siona es una Atreides! Esta idea le conmovió. Ya lo sabía, pero no lo había aceptado. Siona era en cierto modo una rebelde, una proscrita cuyas acciones merecían la desaprobación y casi el castigo de Leto. Los límites de permisividad del Dios Emperador estaban algo confusos, pero Idaho intuía que existían.
—No debes hacerle ningún daño —le había dicho Leto—. Ha de ser puesta a prueba.
Idaho se dio la vuelta, quedando de espaldas a Siona.
—No sabes nada con certeza —dijo—. Palabras, indicios, puros rumores.
Ella no contestó.
—¡Es un Atreides! —exclamó Idaho.
—¡Es el Gusano! —replicó Siona, con un veneno en la voz que casi podía tocarse.
—¡Tu maldita Historia Oral no es más que una colección de chismorreos! —acusó Idaho—. Solo un estúpido podría darle crédito.
—Todavía confías en él —dijo Siona—. Pero ya cambiarás.
Idaho se volvió con rapidez y la miró, echando fuego por los ojos.
—Tú no has hablado nunca con…
—¡Sí! Cuando era niña.
—Aún eres una niña. Él es todos los Atreides que han existido, todos ellos. Es terrible, pero yo conocí a esa gente. Eran mis amigos.
Siona no hizo más que agitar la cabeza.
Nuevamente Idaho se dio la vuelta. Se sentía como si le hubiesen exprimido todas sus emociones, espiritualmente sin apoyo. Sin quererlo, echó a andar cruzando la plaza en dirección a la calle por donde había desaparecido el muchacho. Siona se le acercó corriendo y se puso a caminar a su lado, pero él no le prestó atención.
Era una calle estrecha flanqueada por casas de piedra de un piso y puertas retiradas al fondo de unos arcos, todas ellas cerradas. Las ventanas eran la versión reducida de las puertas. A su paso se agitaban las cortinas.
Al llegar a la primera bocacalle, Idaho se detuvo y miró hacia la derecha por donde el niño se había marchado. Dos viejas de pelo blanco vestidas con largas faldas negras y blusas verde oscuro cuchicheaban con las cabezas juntas un poco más abajo. Al ver a Idaho se callaron y se quedaron mirándole con franca curiosidad. Él les devolvió la mirada, después examinó la calle. Estaba vacía.
Idaho se volvió hacia las dos mujeres y pasó por su lado casi rozándolas. Ellas se apartaron para dejarle paso y se volvieron para observarle. Miraron a Siona una sola vez y luego volvieron a concentrar su atención en Idaho. Siona caminaba en silencio a su lado, con una extraña expresión en el rostro.
¿Tristeza?, se preguntó Idaho. ¿Remordimientos? ¿Curiosidad? Era difícil decirlo. Le interesaban más las puertas y ventanas ante las que pasaban.
—¿Habías estado antes de Goygoa? —preguntó Idaho.
—No —respondió Siona con voz sumisa, como temerosa de hablar.
¿Por qué estoy andando por esta calle?, se preguntó Idaho, y en el momento de formularse esta pregunta conoció la respuesta: Esa mujer, Irti… ¿Qué clase de mujer podría atraerme a mí a Goygoa?
A su derecha se levantó la punta de una cortina e Idaho divisó una cara: el niño de la plaza. La cortina cayó y luego la descorrieron, apareciendo una mujer de pie junto a la ventana. Idaho se quedó mirando enmudecido su cara, clavado en el suelo a mitad de un paso. Era un rostro de mujer conocido sólo por sus más secretas fantasías, un dulce rostro ovalado de penetrantes ojos oscuros, boca llena y sensual…
—Jessica —murmuró.
—¿Qué has dicho? —preguntó Siona.
Idaho no pudo responder. Era la cara de Jessica, resucitada de un pasado que él creía enterrado para siempre, una diablura genética: la madre de Muad’Dib recreada en otro ser.
La mujer corrió la cortina, dejando impreso el recuerdo de sus facciones en la mente de Idaho, imagen que él sabía que jamás podría borrar. Tendría más edad que la Jessica con quien había compartido los peligros de Dune: arrugas en la comisura de los labios y en los ojos, la figura algo más llena…
Más maternal, se dijo Idaho. Y luego pensó: ¿Le dije alguna vez… a quién se parecía?
Siona le tiró de la manga.
—¿Quieres entrar a conocerla?
—No. Ha sido una equivocación.
Empezaba a volverse para regresar por donde habían venido, cuando la puerta de la casa de Irti se abrió de par en par. Un joven salió de ella, cerrándola antes de encararse con Idaho.
Idaho calculó que tendría unos dieciséis años, sin que pudiera negar el parentesco: el mismo pelo negro ensortijado, las mismas recias facciones.
—Tú eres el nuevo —dijo el joven. Tenía una voz de acento ya viril.
—Sí. —A Idaho le costaba trabajo responder.
—¿Por qué has venido? —preguntó el muchacho.
—No fue idea mía —contestó Idaho. Le resultó más fácil contestar así, impulsado por un sentimiento de rencor hacia Siona.
El muchacho miró entonces a Siona.
—Nos han llegado noticias de que mi padre ha muerto.
Siona asintió.
El muchacho volvió a mirar a Idaho.
—Vete, por favor, y no vuelvas más. Causas dolor a mi madre.
—Sí —respondió Idaho—. Quisiera que me disculpases ante Dama Irti por esta intrusión. Me trajeron aquí contra mi voluntad.
—¿Quién te trajo?
—Las Habladoras Pez.
El muchacho asintió una vez, con un brusco movimiento de cabeza, y miró de nuevo a Siona:
—Siempre creí que a vosotras, las Habladoras Pez, os enseñaban a tratar a los nuestros con mayor consideración.
—Y con estas palabras dio media vuelta y entró en la casa, cerrando la puerta firmemente tras él.
Idaho echó a andar regresando por el mismo camino por donde habían venido, sujetando del brazo a Siona. Ella tropezó y luego se puso a su lado tras haberse desasido.
—Creyó que yo era una Habladora pez —comentó.
—Claro. Tienes todo el aspecto. —La miró—. ¿Por qué no me dijiste que Irti era una Habladora Pez?
—No lo juzgué importante.
—Ya.
—Así se conocieron.
Habían llegado al punto en que la calle desembocaba en la plaza. Idaho la cruzó a paso vivo, dirigiéndose a las afueras del pueblo, allí donde las viviendas dejaban paso a numerosas huertas y vergeles. Se sentía aislado por el cúmulo de emociones que acababa de vivir, como si su conciencia rechazara un exceso de sentimientos que no pudiera asimilar.
Un muro bajo le bloqueó el camino. Lo saltó, y oyó que Siona le seguía. Los árboles frutales se hallaban en flor, cuajados de flores blancas de corazón naranja sobre el cual destacaban las manchas pardas de los insectos. El aire estaba lleno del zumbido de los insectos y de un suave perfume que le recordó a Idaho el de las flores que poblaban las junglas de Caladan.
Se detuvo al alcanzar la cima de una colina, desde donde se divisaba el limpio trazado rectangular de Goygoa. Los terrados eran planos y negros.
Siona se sentó en la espesa hierba que tapizaba la colina, abrazándose las rodillas.
—No fue como tú querías, ¿verdad?
Agitó la cabeza, y él se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.
—¿Por qué le odias tanto? —preguntó.
—¡No tenemos vida propia!
Idaho miró hacia el pueblo.
—¿Existen muchos pueblos como este?
—¡Así es el aspecto del Imperio del Gusano!
—¿Qué tiene de malo?
—Nada, si no se desea otra cosa.
—¿Quieres decir que esto es lo máximo que permite?
—Esto, unas pocas ciudades donde tiene lugar un mercado… Onn. Me han dicho que hasta las capitales planetarias no son más que pueblos grandes.
—Y yo repito: ¿qué tiene eso de malo?
—¡Es una cárcel!
—Márchate pues de ella.
—¿Adónde? ¿Cómo? ¿Crees que podemos subir así como así a una nave de la Cofradía y marcharnos, adónde queramos? —Y señalando hacia Goygoa, al lugar donde se divisaba el tóptero con las Habladores Pez sentadas en la hierba a su alrededor, dijo—: Nuestras carceleras no nos dejan marchar.
—Ellas lo hacen. Ellas van adonde quieren.
—¡Ellas van adonde el Gusano las envía!
Apoyó la cara en las rodillas y, con voz apagada, preguntó:
—¿Cómo era la vida en los viejos tiempos?
—Muy distinta, generalmente más peligrosa. —Idaho miró a su alrededor, a las paredes que cercaban pastos, huertas y frutales—. Aquí, en Dune, no existían demarcaciones que señalaran los límites de propiedad de la tierra. Todo pertenecía al Ducado de los Atreides.
—Menos los Fremen.
—Sí, pero ellos sabían a qué lugar pertenecían, a una comarca situada detrás de una determinada escarpadura… o más allá de donde los charcos se vuelven blancos sobre la arena.
—¡Podían ir a donde querían!
—Con ciertas limitaciones.
—Algunos de nosotros añoramos el desierto.
—Tenéis el Sareer.
Ella levantó la cabeza y, furiosa, replicó:
—Eso tan pequeño.
—Una extensión de mil quinientos por quinientos kilómetros no me parece tan pequeña.
Siona se puso de pie.
—¿Le has preguntado el Gusano por qué nos confina de esa forma?
—Es la Paz de Leto, la Senda de Oro, para asegurar nuestra supervivencia. Eso es lo que dice.
—¿Sabes lo que le dijo a mi padre? Yo los espiaba cuando era niña y lo oí.
—¿Qué le dijo?
—Que limita todas nuestras crisis para evitar que se formen de nuevo nuestras fuerzas. Dijo textualmente: «A la gente la sostiene la aflicción, y ahora yo soy la aflicción. A veces los dioses se convierten en aflicciones». Estas fueron sus palabras, Duncan, ¡maldito sea el Gusano!
Idaho, que no dudaba de la veracidad de cuanto Siona le decía, sintió a pesar de todo que sus palabras no lograban conmoverle. Se encontraba pensando, en cambio, en el Corrino a quien tenía orden de matar. Aflicción. El Corrino, descendiente de una Familia que en tiempos rigiera los destinos del Imperio, había resultado ser un hombre de mediana edad, gordo y fofo, que por ansias de poder conspiraba dedicándose al contrabando de especia. Idaho había delegado la ejecución en una Habladora Pez, acto que suscitó en Moneo un inacabable interrogatorio.
—¿Por qué no le diste muerte tú en persona?
—Quería ver cómo se desenvolvían las Habladoras Pez.
—¿Y qué juicio te mereció su actuación?
—Eficiente.
Pero la muerte del Corrino había abrumado a Idaho con una sensación de irrealidad. Un hombrecillo obeso, caído en un charco de su propia sangre, una sombra imprecisa entre las sombras de la noche en una calle empedrada. Era irreal. Idaho recordaba a Muad’Dib diciendo: «La mente impone este marco que denomina realidad. Dicho marco arbitrario tiene tendencia a mostrarse totalmente independiente de lo que afirman los sentidos». ¿Qué realidad movía a Leto?
Idaho contempló a Siona de pie, recortada contra el fondo de colinas, huertas y frutales que componían el paisaje de Goygoa.
—Bajemos al pueblo, a nuestro alojamiento. Quisiera estar un rato a solas.
—Las Habladoras Pez nos habrán instalado en la misma habitación.
—¿Con ellas?
—No. Nosotros dos solos. Por una razón muy simple. El Gusano quiere que yo conciba un hijo del gran Duncan Idaho.
—Me sobro y me basto para elegir a mis amantes —masculló Idaho.
—Estoy segura de que cualquiera de nuestras Habladoras Pez estaría encantada —replicó Siona. Se apartó con un salto de él y echó a correr colina abajo.
Idaho la contempló un instante, observando su cuerpo esbelto y juvenil balanceándose como las ramas de los frutales con el viento.
—No soy un semental —murmuró Idaho—. Esto va a tener que comprenderlo.