Mis expediciones a través de mis recuerdos ancestrales me enseñan muchas cosas. Las normas de conducta, ah, las normas de conducta. Los liberales fanáticos son los que más me preocupan. Desconfío de los extremos. Escarba en un conservador, y encontrarás a un hombre que prefiere el pasado antes que el futuro. Escarba en un liberal, y hallarás a un aristócrata en ciernes. ¡Es así! Los gobiernos liberales se convierten irremisiblemente en aristocracias. Las burocracias traicionan la verdadera intención de las personas que forman dichos gobiernos. Desde el primer momento, los hombrecitos que formaron los gobiernos que prometieron equiparar las cargas sociales se hallaron inopinadamente en manos de aristocracias burocráticas. Ya se sabe que todas las burocracias siguen esta pauta, pero qué hipocresía descubrirla incluso bajo una enseña comunizada. Ah… bien, si las pautas me enseñan alguna cosa, es que se repiten y se repiten incansablemente. Mis congojas, en conjunto, no son más angustiosas que las de los demás, y al menos yo enseño una lección nueva.
Los Diarios Robados
Hacía ya un buen rato que había oscurecido el Día de Audiencias cuando Leto recibió a la delegación Bene Gesserit. Moneo había preparado a las Reverendas Madres para el retraso reiterándoles las tranquilizadoras promesas del Dios Emperador.
Al informar de ello a su Señor, Moneo había añadido:
—Esperan una sustanciosa recompensa.
—Veremos —replicó Leto—, veremos. Ahora dime, ¿qué te preguntaba el Duncan al entrar?
—Quería saber si alguna vez habíais hecho azotar a alguien.
—¿Y tú respondiste?
—Que no quedaba constancia en ningún expediente, ni yo jamás había contemplado antes semejante castigo.
—¿Su respuesta?
—Esto no es propio de los Atreides.
—¿Se piensa que estoy loco?
—No dijo tal cosa.
—Hay algo más, según veo. ¿Qué es lo que preocupa a nuestro nuevo Duncan?
—Ha conocido a la embajadora ixiana, Señor, y encuentra a Hwi Noree muy atractiva. Quería saber si…
—¡Hay que impedirlo, Moneo! Confío en ti para que impidas por todos los medios cualquier relación entre el Duncan y Hwi.
—Como mi Señor desee.
—¡Sí, lo ordeno, lo ordeno! Puedes retirarte y preparar nuestra entrevista con esas Bene Gesserit. Las recibiré en el Falso Sietch.
—Señor, ¿tiene algún significado la elección de tal lugar para celebrar la audiencia?
—Puro capricho. Al salir dile al Duncan que reúna a un grupo de guardias y salga a mantener el orden en las calles.
Mientras esperaba en el Falso Sietch la llegada de la delegación Bene Gesserit, Leto recordó este diálogo, encontrándolo ciertamente divertido. Podía imaginar perfectamente la reacción de las turbas de la Ciudad Sagrada al ver aparecer a un trastornado Duncan Idaho al mando de un destacamento de Habladoras Pez.
Como el veloz silencio de las ranas al sentir acercarse a un predador.
Ahora que se encontraba en el Falso Sietch, Leto se alegró de haberlo elegido para la entrevista. Edificio de forma libre y cúpulas irregulares situado a las afueras de Onn, el Falso Sietch tenía casi un kilómetro de ancho. Había sido la primera morada de los Fremen de Museo, y ahora se había convertido en su escuela, en cuyas aulas y corredores patrullaban las Habladoras Pez.
El salón de actos donde se encontraba Leto, una estancia ovalada de unos doscientos metros de longitud, se hallaba iluminada por gigantescos globos que flotaban en un aislamiento verdiazul a unos treinta metros del suelo. La luz apagaba los pardos, marrones y ocres de las paredes de imitación de piedra con que se había decorado todo el edificio. Leto aguardaba instalado en una plataforma baja al fondo de la sala, mirando al exterior a través de una ventana semicircular más larga que su cuerpo. La abertura, que tenía una altura de más de cuatro pisos, enmarcaba una vista que incluía un vestigio de la antigua Muralla Escudo, conservado a causa de sus cuevas en las que un grupo de soldados Atreides fueron brutalmente asesinados por los Harkonnen. La gélida luz de la Primera Luna plateaba el contorno del gran acantilado. Numerosas fogatas punteaban sus riscos indicando lugares en los que ningún Fremen hubiera osado traicionar su presencia. Leto veía parpadear las hogueras cuando la gente pasaba por delante de ellas; eran sin duda Fremen de Museo ejercitando su derecho a ocupar los recintos sagrados.
¡Fremen de Museo!, pensó Leto. ¡Qué pequeñez de miras, qué estrechez de horizontes los suyos! ¿Pero de qué me quejo? Son lo que yo hice de ellos.
Entonces oyó a la delegación Bene Gesserit. Venían entonando una salmodia de solemne sonido, cuajada de vocales.
Las precedía Moneo con un destacamento de Habladoras Pez, que se situaron en la repisa de Leto. Moneo permaneció en el suelo del salón, justo debajo del rostro de Leto; miró al Dios Emperador, y se volvió de cara al salón.
Entonces entraron las Bene Gesserit. Eran diez y avanzaban en dos filas, encabezadas por dos Reverendas Madres, que vestían sus seculares túnicas negras.
—La de la izquierda es Anteac, y Luyseyal la de la derecha —dijo Moneo.
Sus nombres recordaban a Leto los comentarios, suspicaces y vehementes, de Moneo acerca de las Reverendas Madres antes de celebrarse la entrevista. Moneo no soportaba a las brujas.
—Ambas son Decidoras de Verdad —le había dicho Moneo—. Anteac es mucho más anciana que Luyseyal, pero esta última lleva fama de ser la mejor Decidora de Verdad de toda la orden. Notaréis que Anteac tiene una cicatriz en la frente, cuyo origen no hemos podido descubrir. Luyseyal es pelirroja y de aspecto extremadamente juvenil para una mujer de su reputación.
Al contemplar a las Reverendas Madres acercarse con todo su cortejo, Leto sintió el veloz resurgir de sus recuerdos. Las mujeres llevaban puesta la capucha del manto tapándoles la cara. Las postulantes y asistentas iban detrás a respetuosa distancia… todo concordaba. Algunas normas de conducta no cambiaban. Estas mujeres podrían estar entrando en un Sietch real para aceptar el homenaje de auténticos Fremen.
Sus cabezas conocen lo que sus cuerpos niegan, pensó.
La penetrante visión de Leto distinguió la cautela servil que brillaba en sus ojos, pero ellas avanzaban por la inmensa estancia con la seguridad de quien se sabe dueño de un gran poder religioso.
A Leto le complacía pensar que la Bene Gesserit poseía tan sólo los poderes que él autorizaba, y las razones de su indulgencia le parecían bien claras. De todos los ciudadanos de su Imperio, las Reverendas Madres eran lo más parecido a él, y aunque sus recuerdos quedasen limitados únicamente a sus antepasados femeninos y a las identidades femeninas colaterales de su herencia ritual, cada una de ellas existía como parte integrante de una comunidad.
Las Reverendas Madres se detuvieron a los diez pasos obligatorios de la plataforma de Leto, y el cortejo se abrió colocándose a ambos lados de ellas.
Una de las diversiones de Leto consistía en saludar a esta delegación con la voz y la actitud de su abuela Jessica. Las Bene Gesserit ya lo esperaban y, sabiéndolo, no quiso decepcionarlas.
—Bienvenidas, Hermanas —les dijo. Era una nueva voz de contralto, decididamente la controlada inflexión femenina del timbre de Jessica, con un levísimo toque de burla, voz registrada y estudiada a menudo en el capítulo de la Orden.
En el momento de pronunciar estas palabras, Leto percibió una sensación de amenaza. A las Reverendas Madres les molestaba siempre que las saludase en esa forma, pero esta vez la reacción comportaba matices algo distintos. Moneo también lo notó. Levantó un dedo y la guardia se acercó a Leto.
Fue Anteac la que tomó primero la palabra para decir:
—Señor, esta mañana hemos contemplado el lamentable espectáculo que ha tenido lugar en la plaza. ¿Qué ganáis con tales bufonadas?
De modo que ese es el tono que deseamos imponer, pensó Leto.
Hablando con su propia voz, le respondió:
—Disfrutáis temporalmente de mi favor. ¿Queréis acaso que eso cambie?
—Señor —replicó Anteac—, nos disgusta que castigarais de ese modo a un embajador. ¿Qué ganáis con ello?
—No gano nada. Al contrario, pierdo.
Luyseyal dijo en voz alta:
—Eso no hace más que reforzar los rumores de opresión.
—Me pregunto por qué tan poca gente consideró a las Bene Gesserit como opresores.
Anteac, entonces, dirigiéndose a su compañera, le dijo:
—Si el Dios Emperador desea informarnos, así lo hará. Vayamos al propósito de nuestra embajada.
Leto sonrió.
—Podéis acercaros las dos. Dejad a vuestras asistentas y acercaos.
Moneo se apartó dos pasos a la derecha al ver que las Reverendas Madres se acercaban con aquel, su característico caminar que era un silencioso deslizarse hasta tres pasos de la plataforma del Emperador.
—Parece como si no tuvieran pies —había comentado Moneo, irritado, en una ocasión.
Al recordar esa escena, Leto observó con qué atención vigilaba Moneo a las dos mujeres. Se mostraban amenazadoras, pero Moneo no osaba protestar por su proximidad: el Dios Emperador lo había ordenado, y así había de ser.
Leto dirigió entonces su atención a las asistentas que esperaban en el lugar donde se había detenido el cortejo. Vestían túnicas negras desprovistas de capuchas, y distinguió en ellas ciertos detalles insignificantes que hablaban de ceremonias y rituales prohibidos: un amuleto, un minúsculo dije, la coloreada punta de un pañuelo arreglado de forma que proyectara más color. Leto sabía que las Reverendas Madres permitían tales actividades porque ya no podían compartir la especia como antes.
Sustitutos rituales.
Se habían producido cambios significativos en los últimos diez años; una austeridad desconocida impregnaba las directrices de la Orden.
Están emergiendo, se dijo Leto. Los antiguos misterios aún se encuentran aquí. Las ancestrales normas de conducta habían permanecido aletargadas en los recuerdos de la Bene Gesserit durante todos estos años.
Ahora están empezando a resurgir. Debo advertir a mis Habladoras Pez.
Volvió a contemplar a las Reverendas Madres.
—¿Traéis alguna pregunta o solicitud?
—¿Qué se siente siendo lo que sois? —preguntó Luyseyal.
Leto parpadeó. Interesante ataque. Llevaban más de una generación sin practicarlo. Bien… ¿por qué no?
—A veces mis sueños se ven interrumpidos y dirigidos a extraños lugares —respondió—. Si mis recuerdos cósmicos son una telaraña, como las dos sabéis muy bien, tratad de imaginar las dimensiones de mi telaraña y a dónde pueden conducir tales recuerdos y tales sueños.
—Mencionáis nuestro innegable conocimiento —dijo Anteac—. ¿Por qué no podemos por fin unir nuestras fuerzas con vos? Tenemos más puntos en común que divergencias.
—¡Antes me aliaría con esas degeneradas Grandes Casas que no saben más que lamentar sus perdidas riquezas!
Anteac permaneció inmóvil, pero Luyseyal, señalando a Leto con el dedo, dijo:
—¡Os estamos ofreciendo comunidad y colaboración!
—¿Y yo insisto en el conflicto?
Anteac se agitó nerviosa y luego replicó:
—Dicen que el principio del conflicto se originó en la primera célula y que jamás se ha deteriorado.
—Ciertas cosas son, en efecto, incompatibles —asintió Leto.
—¿Entonces cómo puede mantener nuestra Orden su comunidad? —inquirió Luyseyal.
Endureciendo la voz, Leto respondió:
—Como muy bien sabéis, el secreto de la comunidad consiste en suprimir lo incompatible.
—La colaboración puede resultar muy valiosa —dijo Anteac.
—Para vosotras, no para mí.
Anteac emitió un profundo suspiro.
—En ese caso, Señor, habladnos de los cambios físicos que se han producido en vuestra persona.
—Alguien más aparte de vos debe estar enterado de ellos para poder registrarlos —dijo Luyseyal.
—¿Por si me ocurre alguna desgracia? —preguntó Leto.
—¡Señor! —protestó Anteac—. Nosotras no…
—Me seccionáis con palabras cuando preferiríais instrumentos más cortantes —le interrumpió Leto—. La hipocresía me ofende.
—Debo protestar, Señor —dijo Anteac.
—Sí, sí, ya me doy cuenta. Os estoy oyendo.
Luyseyal avanzó unos milímetros en dirección a la plataforma, mereciendo una reprobadora mirada de Moneo, que levantó la vista hacia Leto.
La expresión de Moneo demandaba acción, pero Leto prefirió ignorarle, curioso por conocer las intenciones de Luyseyal. La sensación de amenaza procedía de la pelirroja.
¿Qué es esta mujer?, se preguntó Leto ¿Podría tratarse de un Danzarín Rostro, después de todo?
No, no presentaba ninguno de los signos característicos. Luyseyal ofrecía un aspecto elaboradamente relajado, sin la más leve mueca o contracción de sus facciones que pudiera poner a prueba las dotes de observación del Dios Emperador.
—¿No vais a hablarnos, Señor, de vuestros cambios físicos? —reiteró Anteac.
¡Desviación!, pensó Leto.
Mi cerebro está creciendo enormemente —respondió—. La mayor parte de mi antiguo cráneo humano se ha disuelto, con lo cual los límites del crecimiento de mi cortex cerebral y su correspondiente sistema nervioso han desaparecido.
Moneo lanzó una sobresaltada mirada de alarma a Leto. ¿Por qué revelaba el Dios Emperador tan vital información? Esas dos la venderían, sin duda.
Pero las dos mujeres se sentían evidentemente impresionadas por dicha información, que las hacía vacilar en los proyectos elaborados de antemano.
—¿Posee un centro vuestro cerebro? —preguntó Luyseyal.
—Yo soy el centro —contestó Leto.
—¿Localización? —inquirió a su vez Anteac, con un gesto vago que abarcaba a toda la persona del Dios Emperador. Luyseyal, deslizándose, se acercó unos milímetros a la repisa.
—¿Qué valor asignáis a la información que os estoy revelando? —dijo Leto.
Las dos mujeres no traicionaron el menor cambio de expresión, lo cual ya fue en si mismo sobradamente revelador. Una ligera sonrisa revoloteó en los labios de Leto.
—El ansia de los negocios y el tráfico comercial os domina —acusó Leto—. Hasta la Bene Gesserit se ha contagiado de la mentalidad suk.
—No merecemos tal acusación —protestó Anteac.
—Oh, sí la merecéis. La mentalidad suk domina en todo mi Imperio. Los usos del mercado no han hecho más que aumentar y agudizarse por la ingente demanda de nuestro tiempo. Todos nos hemos vuelto comerciantes.
—¿Incluso vos, Señor? —dijo Luyseyal.
—Estás poniendo a prueba mis iras —replicó Leto—. Eres especialista en eso, ¿no es cierto?
—¿Señor? —La voz de Luyseyal sonó tranquila, desdeñosamente controlada.
—No se debe confiar en los especialistas —añadió Leto—. Los especialistas son maestros de la exclusión, expertos en la estrechez.
—Confiamos ser los arquitectos de un futuro mejor —dijo Anteac.
—¿Mejor que cuál? —replicó Leto.
Luyseyal se aproximó una fracción de paso a Leto.
—Esperamos establecer nuestros criterios conforme a vuestro juicio, Señor —contestó Anteac.
—Si seríais arquitectos. Si, para edificar paredes más altas, ¿verdad? No olvidéis. Hermanas, que os conozco bien. Sois unas magníficas proveedoras de subterfugios.
—La vida sigue, Señor —repuso Anteac.
—Cierto. Y también el universo.
Luyseyal se acercó nuevamente unos milímetros, haciendo caso omiso a la furibunda mirada de Moneo.
Entonces fue cuando Leto percibió el olor, y casi estalló en una fuerte carcajada.
¡Esencia de especia!
Traían consigo un poco de esencia de especia. Conocían las antiguas historias sobre los gusanos de arena y la esencia de especia, claro está. Era Luyseyal la que la llevaba encima, creyéndola veneno específico contra los gusanos de arena. Evidente, las crónicas de la Bene Gesserit y la Historia Oral concordaban sobre este particular. La esencia destruía al gusano, precipitando su disolución y convirtiéndolo al final de un proceso en truchas de agua que, a su vez, producirían nuevos gusanos, y así sucesivamente.
—Se ha producido en mí otro cambio físico que quiero que conozcáis —dijo Leto—. Aún no soy un verdadero gusano de arena, no del todo. Consideradme más bien una criatura colectiva con alteraciones sensoriales.
La mano izquierda de Luyseyal se desplazó casi imperceptiblemente hacia un pliegue de su túnica. Moneo se dio cuenta y miró a Leto en espera de instrucciones, pero el emperador se limitó a devolver la velada mirada de los ojos de Luyseyal.
—Existen muchas falacias en eso de los olores —dijo Leto.
La mano de Luyseyal vaciló.
—Perfumes y esencias —continuó diciendo él—. Los recuerdo todos, hasta los cultos de la ausencia de olor. La gente usaba desodorantes en las axilas y en el escroto para enmascarar los olores naturales. ¿Sabíais eso? ¡Naturalmente que sí!
La mirada de Anteac se dirigió hacia Luyseyal.
Ninguna de las dos se atrevió a replicar.
—La gente sabía instintivamente que sus feromonas les traicionaban —añadió Leto.
Las dos mujeres estaban inmóviles, escuchándole. De todos sus súbditos, las Reverendas Madres eran las mejor dotadas para captar su oculto mensaje.
—Quisierais desposeerme de las riquezas de mis recuerdos —declaró Leto en tono acusador.
—Nos sentimos celosas —confesó Luyseyal.
—Habéis leído mal la historia de la esencia de especia —dijo Leto—. Para la trucha de arena es como si fuera agua.
—Se trataba de una prueba, Señor. Eso es todo —dijo Anteac.
—¿Queríais ponerme a prueba?
—Culpad de ello a nuestra curiosidad —contestó Anteac.
—Yo también siento curiosidad. Colocad la esencia de especia en la plataforma junto a Moneo. Yo la guardaré.
Lentamente, demostrando con la serenidad de sus movimientos que no pretendía realizar ataque alguno, Luyseyal metió la mano bajo los pliegues de su túnica y sacó un frasquito cuyo contenido brillaba con un intenso fulgor azul. Con sumo cuidado, lo colocó en la plataforma, sin el menor gesto que indicase que pudiera intentar alguna acción desesperada.
—Decidora de Verdad de la cabeza a los pies —declaró Leto.
Ella condescendió a agradecer el elogio con una débil mueca que quería pasar por una sonrisa, y luego se retiró colocándose junto a Anteac.
—¿Dónde obtuvisteis la esencia de especia? —preguntó Leto.
—La compramos a unos contrabandistas —contestó Anteac.
—Hace más de dos mil quinientos años que no existe un solo contrabandista —replicó Leto.
—Quien no gasta, no malgasta —repuso Anteac.
—Ya veo. Y ahora deseáis revalorizar lo que consideráis producto de vuestra paciencia, ¿no es así?
—Hace tiempo que venimos observando la evolución de vuestro cuerpo, Señor —dijo Anteac—. Pensamos que… —Se permitió realizar un leve alzarse de hombros, gesto que no desdecía de su rango y que ella no prodigaba.
Leto frunció los labios para responder:
—Yo no puedo alzarme de hombros.
—¿Nos castigaréis? —preguntó Luyseyal.
—¿Por entretenerme?
Luyseyal lanzó una mirada al frasco que reposaba en la plataforma.
—Juro que os recompensaré —manifestó Leto—. Lo juro.
—Preferiríamos protegeros en nuestra comunidad, Señor —dijo Anteac.
—No esperéis una recompensa exagerada —advirtió Leto.
Anteac asintió.
—Vos tratáis con los ixianos, Señor. Tenemos motivos para creer que tal vez conspiren contra vos.
—Les temo tanto como a vosotras.
—Estaréis sin duda informado de lo que los ixianos se traen entre manos —dijo Luyseyal.
—De vez en cuando Moneo me trae la copia de algún mensaje interceptado a personas o grupos de mi Imperio. Me entero de toda clase de historias.
—Estamos hablando de una nueva abominación, Señor —exclamó Anteac.
—¿Creéis que los ixianos son capaces de producir una inteligencia artificial? —preguntó—. ¿Consciente en la forma en que vosotras sois conscientes?
—Nos tememos que así sea, Señor —contestó Anteac.
—¿Pretendéis hacerme creer que el Jihad Butleriano sigue vigente en las filas de la Bene Gesserit?
—Desconfiamos de lo desconocido que pueda producir la tecnología imaginativa —repuso Anteac.
Luyseyal se inclinó hacia Leto.
—Los ixianos alardean de que su máquina trascenderá al Tiempo en la forma en que vos lo hacéis, Señor.
—Y la Cofradía afirma que existe un caos temporal alrededor de los ixianos —replicó Leto en mofa—. ¿Habremos, pues, de temer cualquier tipo de creación?
Anteac se irguió con rigidez.
—A vosotras os digo la verdad, pues reconozco vuestras aptitudes —dijo Leto. ¿No queréis acaso reconocer las mías?
Luyseyal asintió con un brusco movimiento de cabeza.
—Tleilax e Ix han firmado una alianza con la Cofradía, y pretenden nuestra plena colaboración.
—¿Y a quien más teméis es a Ix?
—Tememos todo lo que no podemos controlar —repuso Anteac.
—Y a mí no me controláis.
—¡Sin Vos, la gente nos necesitaría! —exclamó Anteac.
—¡He aquí finalmente la verdad! —replicó Leto—. Venís a mí como a un oráculo, a pedirme que tranquilice vuestros temores.
La voz de Anteac sonó entonces frígidamente controlada:
—¿Es capaz Ix de construir un cerebro mecánico?
—¿Un cerebro? ¡Por supuesto que no!
Luyseyal pareció relajarse, pero Anteac permaneció inmóvil. No se sentía satisfecha de la respuesta del oráculo.
¿Por qué será que la estupidez se repite con tan monótona precisión?, se preguntó Leto. Sus recuerdos le ofrecían innumerables escenas equiparables a esta: cuevas, grutas, sacerdotes y sacerdotisas arrobados en éxtasis divino, voces portentosas pronunciando peligrosas profecías entre los vahos de narcóticos sagrados.
Bajó la vista hasta el frasco iridiscente que reposaba en la plataforma junto a Moneo. ¿Cuál sería el valor actual de aquel objeto? Incalculable. Era la esencia, concentrada del destilado de riqueza.
—Ya habéis pagado los servicios del oráculo —dijo—. Me divierte concederos el máximo valor.
Las Reverendas Madres se pusieron alerta.
—¡Escuchadme! —exclamó—. Lo que teméis no es lo que teméis.
A Leto le agradó en efecto de su frase. Suficientemente prodigiosa para cualquier oráculo.
Anteac y Luyseyal le contemplaron en actitud de súplica sumisa.
Detrás de ellas se oyó carraspear a una asistenta.
La identificarán y luego le propinarán una reprimenda, pensó Leto.
Anteac, que había tenido tiempo suficiente de meditar las palabras de Leto, dijo:
—Una verdad oscura no es la verdad.
—Pero he dirigido vuestra atención por el camino correcto —afirmó Leto.
—¿Nos estáis diciendo acaso que no temamos a esa máquina? —preguntó Luyseyal.
—Disponéis de la facultad de la razón —repuso Leto—. ¿Por qué venís a mendigar ante mí?
—Porque carecemos de vuestros poderes —contestó Anteac.
—Os quejáis de no sentir la sutil finura de las olas del Tiempo. No sentís mi continuidad. ¡Y teméis a una simple máquina!
—Entonces no vais a respondernos —dijo Anteac.
—No cometáis el error de creerme ignorante de los métodos y maneras de vuestra Orden —les advirtió—. Estáis vivas. Vuestros sentidos se hallan exquisitamente sintonizados. Yo esto no lo detengo, y vosotras tampoco deberíais hacerlo.
—¡Pero los ixianos juegan con mecanismos automáticos! —exclamó Anteac.
—Piezas discretas, elementos finitos ligados entre sí —asintió—. Una vez puestos en movimiento, ¿quién podrá detenerlos?
Luyseyal descartó toda pretensión de autodominio a la manera Bene Gesserit, sutil reconocimiento de los poderes de Leto, y con una voz que era casi un chirrido replicó:
—¿Sabéis de lo que alardean los ixianos? ¡De que su máquina será capaz de predecir vuestras acciones!
—¿Y por qué habría yo de temer tal cosa? Cuanto más se acerquen a mí, más querrán ser mis aliados. Porque ellos a mí no pueden conquistarme, pero yo si puedo conquistarlos a ellos.
Anteac hizo como que iba a replicar, pero se detuvo al notar que Luyseyal la tocaba en el brazo.
—¿Os habéis aliado ya con Ix? —preguntó Luyseyal—. Hemos oído decir que celebrasteis una larga entrevista con Hwi Noree, la embajadora.
—No tengo aliados —repuso él—. Tan solo servidores, alumnos y enemigos.
—¿Y no teméis a la máquina de los ixianos? —insistió Anteac.
—¿Es acaso la automatización sinónimo de inteligencia consciente? —preguntó Leto.
Los ojos de Anteac se abrieron portentosamente, y se velaron al replegarse ella en sus recuerdos. Leto se sintió a pesar suyo fascinado por lo que debía estar encontrando en su interior, dentro de su turba interna.
Algunos de esos recuerdos los compartimos, pensó.
Y entonces Leto sintió lo seductor y atractivo que sería colaborar en comunidad con las Reverendas Madres. Sería una relación tan familiar, tan de apoyo mutuo… y tan mortal. Anteac trataba una vez más de persuadirle; dijo:
—La máquina no puede anticipar todos los problemas de importancia para los humanos. Es la diferencia entre unas cuantas piezas de serie y una continuidad ininterrumpida. Nosotros disponemos de esto último; las máquinas se hallan confinadas a lo primero.
—Seguís teniendo el poder de la razón —dijo él.
—¡Compartir! —exclamó Luyseyal. Esta palabra se trataba en realidad de una orden a Anteac, que revelaba con abrupta brusquedad cuál de las dos mujeres dominaba, la más joven sobre la anciana.
Exquisito, pensó Leto.
—La inteligencia se adapta —añadió Anteac.
Austera también hasta en la concisión de sus palabras, pensó Leto, disimulando su regocijo.
—La inteligencia es creadora —dijo—. Lo cual significa enfrentarse a respuestas desconocidas, es decir, encararse con la novedad.
—O sea, con una posibilidad como la de la máquina ixiana —replicó Anteac, con unas palabras que eran más una declaración que una pregunta.
—¿No es interesante comprobar que el hecho de ser una magnífica Reverenda Madre no resulta suficiente?
Sus agudos sentidos detectaron la repentina tensión del miedo en ambas mujeres.
¡Decidoras de Verdad, realmente!
—Hacéis bien en temerme —declaró. Y elevando el tono de su voz preguntó—: Decidme, ¿cómo sabéis que estáis vivas?
Al igual que Moneo en repetidas ocasiones, las Reverendas Madres notaron en su voz las mortales consecuencias que tendría para ellas fracasar en la respuesta. Y a Leto le fascinó observar que ambas mujeres lanzaban una mirada a Moneo antes de contestar.
—Yo soy el espejo de mi misma contestó Luyseyal, con una estereotipada respuesta a la manera Bene Gesserit que Leto encontró ofensiva.
—Yo no necesito de instrumentos preestablecidos para manejar mis problemas humanos —fue la respuesta de Anteac, que añadió—: Vuestra pregunta es sofomórfica.
Leto se echó a reír a carcajadas.
—¿Qué me dirías de abandonar la Bene Gesserit para unirte a mi?
Él la vio considerar y luego rechazar esta propuesta, sin tratar de ocultar el regocijo que le había producido.
Leto se dirigió entonces a la desconcertada Luyseyal:
—Si esto cae fuera de tus criterios, entonces es que estas engranada con la inteligencia y no con la automatización. —Y pensó: Esta Luyseyal no volverá a dominar jamás a la vieja Anteac.
Luyseyal, que estaba muy enojada, no se tomó la molestia de disimularlo. Replicó:
—Se rumorea que los ixianos os han proporcionado máquinas construidas a semejanza de la mente humana. Si tan pobre opinión tenéis de ellos, ¿por qué…?
—No debe permitírsele salir de la Sala Capitular sin escolta —comentó Leto, dirigiéndose a Anteac—. Tiene miedo de enfrentarse a sus propios recuerdos.
Luyseyal palideció, pero guardó silencio.
Leto se dispuso a estudiarla con frialdad.
—La prolongada e inconsciente relación de nuestros antepasados con las máquinas nos ha enseñado alguna cosa, ¿no crees?
Luyseyal se limitó a mirarle echando fuego por los ojos, sin atreverse a arriesgar su vida por desafiar abiertamente al Dios Emperador.
—¿Dirías que por lo menos conocemos el atractivo de las máquinas? —preguntó Leto.
Luyseyal asintió.
—Una máquina en buen estado puede resultar más de fiar que un sirviente humano —declaró Leto—. Las máquinas, al menos, no se permiten distracciones emotivas.
Luyseyal recobró el habla para replicar:
—¿Significa eso acaso que pensáis levantar la prohibición Butleriana contra las máquinas abominables?
—Te juro —replicó Leto, con el desdén helándole la voz— que si vuelves a hacer una nueva demostración de estupidez, te haré ejecutar públicamente. ¡Yo no soy vuestro oráculo!
Luyseyal abrió la boca, y volvió a cerrarla sin decir nada.
Anteac tocó a su compañera en el brazo, produciendo un inmediato temblor en todo el cuerpo de Luyseyal. Y con una exquisita demostración de su dominio de la Voz, dijo dulcemente:
—Nuestro Dios Emperador no desafiará jamás abiertamente las proscripciones del Jihad Butleriano.
Leto le dirigió una sonrisa como gentil elogio a su actitud. Qué gran placer producía contemplar a una gran profesional desempeñando con eficiencia su cometido.
—Eso tendría que ser evidente para toda inteligencia de mediano orden —replicó—. Existen ciertos límites impuestos por mí mismo, lugares y preceptos con los que jamás interferiré.
Contempló a las dos mujeres asimilando la múltiple complejidad de sus palabras, sopesando su significado y su posible intencionalidad. ¿Se proponía el Dios Emperador distraerlas, dirigiendo su atención hacia los ixianos mientras él actuaba en otro frente? ¿Estaba diciendo acaso a la Bene Gesserit que había llegado el momento de tomar partido en contra de los ixianos? ¿Era posible que sus palabras no respondieran más que a sus aparentes motivos? Fuesen cuales fuesen las razones del Dios Emperador, no podían ignorarse, pues se trataba indudablemente del ser más tortuoso que jamás produjera el universo.
Leto frunció el ceño a Luyseyal, sabiendo que ello no haría más que aumentar la confusión de las mujeres, y dijo:
—Quiero subrayar para ti, Marcus Claire Luyseyal, una lección de las antiguas civilizaciones supermecanizadas que por lo visto tú no has aprendido. Las máquinas condicionan a quienes las emplean a utilizar a sus semejantes como si fueran máquinas.
Y dirigiéndose a Moneo, llamó:
—¿Moneo?
—Lo veo, Señor.
Moneo estiró el cuello para mirar por encima del cortejo Bene Gesserit. Duncan Idaho acababa de entrar por la gran puerta del salón, y avanzaba por él en dirección a Leto. No por ello relajó Moneo su cautela ni su desconfianza hacia las Bene Gesserit, pero en cambio reconoció la intención del discurso de Leto. Está comprobando, siempre comprobando.
Anteac carraspeó.
—Señor, ¿qué decís de vuestra recompensa?
—Eres valiente —replicó Leto—. Sin duda por esto te eligieron para esta embajada. Muy bien. Para la próxima década voy a mantener vuestra asignación de especia a su mismo nivel actual. En cuanto a lo demás, he decidido ignorar lo que realmente pretendíais con la esencia de especia. ¿No os parezco generoso?
—Extraordinariamente generoso —contestó Anteac, sin el menor rastro de amargura en la voz.
Duncan Idaho pasó rozando a la mujer y se detuvo junto a Moneo para mirar a Leto:
—Mi Señor, hay… —Se interrumpió y miró a las dos Reverendas Madres.
—Habla sin reservas —ordenó Leto.
—Sí, mi Señor. —Aunque de mala gana, obedeció—. Hemos sido atacados en el borde sudoriental de la ciudad. Supongo que se trata de una maniobra de distracción, pues llegan informes de nuevos brotes de violencia en la Ciudad y en el Bosque Prohibido a cargo de numerosas bandas de saqueo.
—Están cazando a mis lobos —dijo Leto—. En el bosque y en la ciudad están cazando a mis lobos.
Idaho frunció el ceño con desconcierto.
—¿Lobos en la ciudad, Señor?
—Predadores —contestó Leto—. Lobos. Para mí no existen diferencias básicas.
Moneo contuvo el aliento.
Leto le sonrió, pensando qué hermoso era contemplar un momento de comprensión, con el velo de los ojos corrido y la mente abierta.
—He traído conmigo a un nutrido grupo de soldados para defender este lugar —dijo Idaho—. Los he apostado a lo largo de…
—Sabía que lo harías —repuso Leto—. Ahora escucha atentamente dónde quiero que envíes el resto de las tropas.
Y mientras las Reverendas Madres contemplaban la escena en un silencio teñido de pavor y respeto, Leto expuso a Idaho los lugares exactos para las emboscadas, especificando el contingente de cada destacamento, y en ciertos casos hasta el número de personal especializado, el horario, el armamento necesario y la organización precisa para cada ocasión. La prodigiosa memoria de Idaho iba registrando todas las instrucciones. Estaba demasiado inmerso en los preparativos de la acción como para pensar en discutirlos hasta que Leto guardó silencio, momento en que una expresión de temor y desconcierto se reflejó en el rostro de Idaho.
Para Leto fue como penetrar hasta la consciencia esencial de Idaho y leer sus más recónditos pensamientos. Fui soldado de confianza del primer Leto, pensaba Idaho. Aquel Leto, el abuelo de éste, me salvó la vida y me acogió en su casa como a un hijo. Pero aunque aquel Leto tenga una cierta forma de existencia en este… este no es él.
—Mi Señor, ¿para qué me necesitáis a mi?
—Por tu fortaleza y tu lealtad.
Idaho agitó la cabeza.
—Pero…
—Obedece —dijo Leto, observando la forma en que estas palabras eran asimiladas por las Reverendas Madres. La verdad, solo la verdad, pues son Decidoras de Verdad.
—Porque tengo una deuda con los Atreides —dijo Duncan.
—En ella reposa nuestra confianza —replicó Leto—. ¿Duncan?
—Señor. —La voz de Idaho revelaba haber hallado terreno firme que pisar.
—Deja al menos un superviviente en cada acción. De lo contrario todos nuestros esfuerzos resultarán inútiles.
Idaho saludó con una única inclinación brusca de cabeza y se retiró, cruzando el salón tal como había entrado. Y Leto pensó que serían menester unos ojos extremadamente agudos para darse cuenta de que el Idaho que salía ahora era completamente distinto del que había entrado.
Anteac dijo:
—Esto ocurre por haber azotado a ese Embajador.
—Exactamente —concedió Leto—. Explicadle con toda exactitud lo sucedido a vuestra superiora, la muy admirable Reverenda Madre Syaksa. Decidle de mi parte que prefiero la compañía de los predadores a la de la presa. —Y mirando a Moneo, que no le estaba prestando atención, añadió—: Moneo, los lobos de mi bosque han desaparecido. Sustitúyelos por lobos humanos. Ocúpate de ello.