23

De ese revoltijo de recuerdos que puedo convocar a voluntad, emergen ciertas formas. Son como un segundo lenguaje que percibo con toda claridad. Los signos socio-alarmantes que inducen a una sociedad a adoptar las posturas de defensa o ataque son para mí como gritos perfectamente audibles. Como pueblo, se reacciona contra las amenazas que ponen en peligro a la inocencia y a los jóvenes indefensos. Sonidos, visiones y olores inexplicables provocan los arrestos que uno ha olvidado que posee. Al asustarse se aferra uno a su lengua materna porque todos los demás sonidos coordinados suenan extraños. Y se exige un ropaje aceptable porque en atavío extraño resulta amenazador. Esto es programación de sistemas a su más primitivo nivel. Las células recuerdan.

Los Diarios Robados

Las Habladoras Pez subalternas que actuaban de pajes a la entrada del salón de audiencias de Leto introdujeron ante el Dios Emperador a Duro Nunepi, el embajador tleilaxu. Era temprano para una audiencia, y Nunepi veía cambiado el horario que le habían anunciado, pero así y todo avanzaba con calma, sin más que un muy leve indicio de resignada conformidad.

Sobre la plataforma elevada del fondo del salón, Leto esperaba en silencio acomodado en su carro. Al ver avanzar a Nunepi no pudo evitar compararle en su recuerdo con la cabeza de un periscopio surcando las aguas con su casi imperceptible estela. El recuerdo esbozó una leve sonrisa en los labios de Leto. Aquel era Nunepi, un hombre orgulloso, de facciones pétreas, que había ido ascendiendo de categoría en la dirección de los asuntos tleilaxu. No siendo él un Danzarín Rostro, consideraba a estos especímenes como sus sirvientes personales, los componentes que formaban el agua en la cual él se movía. Y había que ser un auténtico experto para distinguir su estela; Nunepi era en efecto un elemento de cuidado, que había dejado sus huellas en el ataque perpetrado en el Camino Real.

A pesar de lo temprano de la hora, Nunepi vestía de uniforme con todos los atributos de su cargo diplomático, es decir amplios pantalones negros, sandalias negras con ribetes dorados, y una floreada chaquetilla roja abierta en el pecho que revelaba un torso velludo en el cual relucía el escudo tleilaxu realizado en oro y piedras preciosas.

A la protocolaria distancia de diez pasos, Nunepi se detuvo y abarcó con una larga mirada a la hilera de Habladoras Pez armadas que, dispuestas en semicírculo, montaban guardia alrededor de Leto. Los ojos grises de Nunepi brillaban con secreto regocijo al elevar la mirada al Dios Emperador y saludar inclinándose con una leve reverencia.

En aquel momento, con una pistola láser enfundada al cinto, entró en el salón Duncan Idaho, que fue a colocarse junto al rostro enmarcado del Dios Emperador. La aparición de Idaho indujo a Nunepi a realizar un detenido examen del aspecto del ghola, examen que no satisfizo al embajador.

—Encuentro particularmente repugnantes a los Morfocambiantes —declaró Leto.

—Yo no soy uno de ellos, Señor —replicó Nunepi, con una voz baja de cultivado acento con apenas un rastro de vacilación en ella.

—Pero eres su representante, y sólo por eso resultas molesto —le espetó Leto.

Nunepi esperaba una franca declaración de hostilidad, pero aquel no era un lenguaje diplomático, y tanto le irritó que tuvo el atrevimiento de aludir sin recato a lo que él consideraba la fuerza de los tleilaxu.

—Señor, al preservar una porción del Duncan Idaho original y abasteceros de gholas reproducidos a su imagen y semejanza, siempre hemos supuesto que…

—Duncan —exclamó Leto, mirando a Idaho—. Si te lo ordeno, Duncan, ¿querrás capitanear una expedición para exterminar a los tleilaxu?

—Con sumo placer, mi Señor.

—¿Aún cuando ello signifique la pérdida de tus células originales y la de todos los tanques axlotl?

—No tengo muy buenos recuerdos de los tanques, Señor, y esas células no son yo.

—Señor, ¿en qué os he ofendido? —preguntó Nunepi.

Leto frunció el ceño. ¿Esperaba acaso este estúpido inepto que el Dios Emperador hablara abiertamente del reciente ataque de los Danzarines Rostro?

—Me han llegado noticias —repuso Leto— de que tú y tu gente habéis estado esparciendo mentiras sobre lo que vosotros llamáis «mis repugnantes costumbres sexuales».

Nunepi se quedó boquiabierto. La acusación era una pura patraña, y además completamente inesperada. Pero Nunepi se dio cuenta de que si lo negaba nadie le creería, pues era el propio Dios Emperador quien lo afirmaba. Se trataba de un ataque de desconocidas dimensiones. Nunepi empezó a responder mirando a Idaho.

—Señor, si en alguna forma nosotros…

—¡Mírame a mí! —le interrumpió Leto.

Nunepi no perdió un instante en trasladar la mirada al rostro de Leto.

—Te voy a comunicar una cosa de una vez por todas —dijo Leto—. Yo no tengo costumbres sexuales. Ni una.

Gotas de sudor corrían por la cara de Nunepi, que miraba a Leto con la fija intensidad de un animal atrapado. Cuando logró emitir un sonido, su voz no era ya el bajo y pulido instrumento de un diplomático sino un tembloroso y amedrentado farfulleo.

—Señor, yo… Debe haber un error…

—¡Cállate, tleilaxu traidor! —rugió Leto, y añadió a grandes gritos—: ¡Yo soy un vector metamórfico del gusano de arena sagrado, Shai-Hulud! ¡Yo soy vuestro Dios!

—Perdónanos, Señor —murmuró Nunepi.

—¿Perdonaros? —La voz de Leto rezumaba misericordia y comprensión—. Por supuesto que os perdono. Esa es la misión de Dios: perdonar. Vuestro crimen os es perdonado. Pero vuestra estupidez merece un castigo.

—Señor, si pudiera…

—¡Silencio! La asignación de especia de los tleilaxu queda anulada por esta década. Os quedáis sin nada. En cuanto a ti, personalmente a ti, ahora mis Habladoras Pez te sacarán a la plaza.

Dos corpulentas guardias avanzaron y agarraron a Nunepi por los brazos. Luego levantaron la mirada hacia Leto en espera de instrucciones.

—Al llegar a la plaza —dijo Leto—, será despojado de sus vestidos y públicamente azotado. Su castigo será cincuenta azotes.

Nunepi trató de desasirse de las guardias, con el rostro contraído de furia y consternación.

—Señor, os recuerdo que soy el Embajador de…

—Tú no eres más que un delincuente común, y como tal serás tratado. —Y Leto hizo una leve inclinación de cabeza a sus guardias, que comenzaron a llevarse a rastras a Nunepi.

—¡Ojalá te hubieran matado! —gritó Nunepi—. Ojalá…

—¿Quién? —voceó Leto—. ¿Quién había de matarme? ¿No sabes que a mí no se me puede dar muerte?

Los guardias acabaron de sacar a rastras del salón a Nunepi, que seguía gritando:

—¡Soy inocente! ¡Soy inocente! —Sus protestas se fueron desvaneciendo.

Idaho se acercó a Leto.

—¿Sí, Duncan? —le preguntó Leto.

—Señor, todos los delegados y embajadores temerán vuestras iras al enterarse de esto.

—Sí. Les acabo de dar una lección de responsabilidad.

—¿Señor?

—Participar en una conspiración, al igual que pertenecer a un ejército, libera a las personas del sentimiento de responsabilidad personal.

—Pero esto causará problemas, Señor. Mejor será que aumentéis la guardia.

—¡No quiero ni una sola guardia más!

—Pero estáis invitando a…

—Estoy invitando a que se produzca un pequeño disparate militar.

—Eso es lo que yo…

—Duncan, yo soy un maestro. Tenlo siempre presente. Inculco la lección a base de repetirla.

—¿Qué lección?

—La naturaleza fundamentalmente suicida de la estupidez militar.

—Señor, no acierto a…

—Duncan, piensa en ese inepto de Nunepi. Él es la esencia de esta lección.

—Disculpad mi torpeza, Señor, pero no alcanzo a comprender esta teoría sobre la estupidez militar.

—Creen que el hecho de arriesgar la vida les autoriza a emprender cualquier tipo de violencia contra cualquier persona que elijan como enemigo. Tienen la mentalidad del invasor. Nunepi, estoy seguro, no se siente responsable de nada que haya podido cometer contra los extranjeros.

Idaho miró hacia la gran puerta por donde las guardias se habían llevado a Nunepi.

—Él lo intentó y perdió la partida, Señor.

—Pero él se burló de las restricciones del pasado y ahora no quiere pagar el precio.

—Para su pueblo es un patriota.

—¿Y cómo se ve a sí mismo, Duncan? Como un instrumento de la historia.

Idaho bajó la voz y se acercó más a Leto.

—¿Y en qué os diferenciáis vos, Señor?

Leto se rio.

—Ah, Duncan, cuánto me agrada tu perspicacia. Has observado que en último extremo soy el extranjero por antonomasia. ¿Te has preguntado si también puedo llegar a perder la partida?

—Debo admitir que la idea me ha cruzado por la mente.

—Hasta los perdedores pueden embozarse bajo el orgulloso manto del «pasado», amigo.

—¿Sois pues igual a Nunepi en eso?

—Las religiones militares y misioneras comparten esta ilusión del «pasado orgulloso», pero pocas comprenden el grave peligro que para la humanidad encierra su postura, que es el crear un falso sentido de libertad de la responsabilidad de las propias acciones.

—Extrañas son vuestras palabras, Señor. ¿Cómo debo interpretar su significado?

—Su significado es el que tú entiendas. ¿Eres acaso incapaz de escuchar?

—¡Tengo orejas, Señor!

—¿Seguro? No las veo.

—Vedlas, Señor, aquí y aquí —dijo Idaho, señalándose las orejas.

—Pero no oyen. Por lo tanto ni tienes orejas aquí, ni oyes.

—¿Os estáis burlando de mí, Señor?

—Oír es decir. Lo que existe no puede transformarse en si mismo puesto que ya existe. Ser es ser.

—Vuestras extrañas palabras…

—No son más que palabras. Las he dicho. Ya no están. Nadie las ha oído, por lo tanto ya no existen. Si ya no existen, quizás sea posible hacer que vuelvan a existir, y entonces tal vez las oiga alguien.

—¿Me hostigáis acaso para burlaros de mí?

—Yo no hostigo con nada sino con palabras. Y lo hago sin temor a ofenderte, pues acabo de enterarme de que careces de orejas.

—No os comprendo, Señor.

—Este es el principio del conocimiento: el descubrimiento de alguna cosa que no comprendemos.

Antes de que Idaho pudiera responder, Leto hizo un pequeño gesto a una de las guardias más cercanas, y ella agitó una mano ante un panel de control cristalino empotrado en la pared situada detrás del estrado del Dios Emperador. En el centro de la estancia apareció una imagen tridimensional del castigo de Nunepi.

Idaho descendió del estrado para observar detenidamente la escena. Se transmitía desde una ligera elevación que dominaba la plaza, y la impresión de realidad veíase aumentada por el audible griterío de la muchedumbre que se había congregado para contemplarla nada más conocerse la noticia. Nunepi estaba atado a dos patas de un trípode, con las piernas abiertas y los brazos ligados juntos encima de la cabeza, casi en el vértice del triángulo. Se le había despojado de sus ropas, que yacían en el suelo a su alrededor hechas jirones. Una corpulenta Habladora Pez, con el rostro enmascarado, estaba junto a él sujetando en la mano un improvisado látigo confeccionado con cuerda de fibra de elacca, uno de cuyos extremos había sido deshilachado en hebras finas semejantes a alambres. Idaho creyó reconocer en la enmascarada a la Amiga de su primera entrevista.

A una señal de una oficial de la Guardia, la Habladora Pez enmascarada adelantó un paso y, describiendo un arco velocísimo, descargó el látigo elacca sobre la espalda desnuda de Nunepi.

Idaho hizo una mueca de dolor. La multitud emitió un grito sofocado.

En el lugar golpeado por el látigo aparecieron unos verdugones, pero Nunepi no profirió ni un quejido.

El látigo volvió a caer. Esta vez la sangre marcó las líneas del segundo golpe.

Nuevamente el látigo azotó la espalda de Nunepi, haciendo manar más sangre.

Leto sintió una remota tristeza. Nayla es demasiado fogosa, pensó. Le va a matar, y eso traerá problemas.

—¡Duncan! —llamó.

Idaho cesó de contemplar fascinado la escena en el momento en que la muchedumbre elevaba un gemido en respuesta a algún golpe especialmente sangriento.

—Envía a alguien a que detenga el castigo después de veinte latigazos —ordenó Leto—. Que anuncien que la magnanimidad del Dios Emperador ha reducido el castigo.

Idaho levantó una mano en señal a una de sus guardias, que asintió y salió corriendo de la estancia.

—Ven aquí, Duncan —dijo Leto.

Picado todavía por lo que creía una burla de Leto, Idaho regresó junto al Emperador.

—Todo lo que hago es para enseñar una lección.

Idaho se obligó a no mirar de nuevo la escena del castigo de Nunepi.

—¿Eran aquellos sonidos los quejidos de Nunepi? Los gritos de la multitud traspasaron a Idaho. Levantó la vista y se quedó mirando a Leto directamente a los ojos.

—Tienes una pregunta en la mente —dijo Leto.

—Muchas preguntas, Señor.

—Hazlas todas.

—¿Cuál es la lección del castigo de este necio? ¿Qué decimos cuando nos pregunten?

—Diremos que a nadie le está permitido blasfemar contra el Dios Emperador.

—Una lección sangrienta, Señor.

—No tanto como otras que he enseñado.

Idaho agitó la cabeza con evidente consternación.

—¡No va a salir nada bueno de todo esto!

—¡Exactamente!