Estoy empezando a odiar el agua. La piel de trucha de arena que impulsa mi metamorfosis ha adquirido ya la sensibilidad del gusano. Moneo y muchas de mis guardias conocen mi aversión. Sólo Moneo sospecha la verdad, es decir, que esto constituye un hito importante. En él siento mi final, que ocurrirá no pronto para como Moneo mide el tiempo, pero si lo bastante para como yo lo soporto. Las truchas de arena se abalanzaban sobre el agua en los tiempos de Dune, lo cual fue un problema durante las primeras fases de nuestra simbiosis. A fuerza de voluntad logré dominar aquella necesidad, entonces y durante el período que tardamos en alcanzar un estado de equilibrio. Ahora debo evitar el agua porque no existen más truchas de arena que las semialetargadas criaturas que componen mi epidermis. Sin las truchas de arena que devuelvan este mundo al desierto que fue, Shai-Hulud no emergerá; el gusano de arena no puede desarrollarse hasta que la tierra esté reseca. Yo soy su única esperanza.
Los Diarios Robados
Era ya media tarde cuando el Cortejo Real enfiló el descenso de la última cuesta que iba a conducirlo al interior del recinto de la Ciudad Sagrada. Una inmensa muchedumbre, a la que trataban de contener nutridas hileras de corpulentas Habladoras Pez, ataviadas con uniformes de la casa Atreides y las mazas en cruz y enlazadas, se agolpaba en las calles para darle la bienvenida.
Al ver acercarse a la comitiva real, un ensordecedor clamor de vítores y aplausos se elevó de la multitud. En aquel momento las Guardias Habladoras Pez empezaron a salmodiar:
—¡Siaynoq! ¡Siaynoq! ¡Siaynoq!
Aquella repetida palabra resonando entre los elevados edificios de la ciudad produjo un extraño efecto en la muchedumbre, que no se hallaba iniciada en su significado. Una oleada de silencio invadió las aglomeradas avenidas mientras las guardias continuaban repitiendo su salmodia. La gente contemplaba amedrentada a las mujeres armadas con sus mazas, encargadas de escoltar el paso de la comitiva, a las mujeres que repetían su grito con la mirada fija en el rostro de su Señor.
Idaho, que marchaba con las Guardias Habladoras Pez detrás del Carro Real, oía la salmodia por primera vez, y sintió el pelo de su nuca ponérsele de punta.
Moneo caminaba junto al carro sin mirar a derecha ni a izquierda. En una ocasión le había preguntado a Leto el significado de aquella palabra.
—Yo exijo a mis Habladoras Pez un único ritual —había dicho Leto. Se encontraban entonces en el Salón de Audiencias situado bajo la plaza central de Onn, con Moneo fatigado tras un día agotador dedicado a dirigir y acomodar el flujo de dignatarios que atestaban la ciudad para participar en las celebraciones y festejos de su Festival Decenal.
—¿Qué tiene que ver con ello esa palabra que salmodiaban, Señor?
—El ritual se llama Siaynoq, que quiere decir la Fiesta de Leto. Consiste en la adoración de mi persona en mi presencia.
—¿Es un ritual antiguo, Señor?
—Lo poseían los Fremen antes ya de ser Fremen. Pero las claves de los secretos del Festival murieron con los más viejos. Ahora tan sólo yo los recuerdo. Por eso he recreado el festival a mí propia semejanza y para mis propios fines.
—¿Entonces los Fremen de Museo no utilizan este ritual?
—No, jamás. Este ritual es mío y solo mío. Y exijo sobre él derecho eterno, porque este ritual soy yo.
—Es una palabra extraña. Jamás había oído nada parecido.
—Posee muchos significados, Moneo. Si te los digo, ¿sabrás guardar el secreto?
—¡Es orden de mi Señor!
—No compartas jamás con nadie ni reveles a las Habladoras Pez esto que ahora voy a decirte.
—Lo juro, Señor.
—Muy bien. Siaynoq significa honrar al que habla con sinceridad. Significa el recuerdo de cosas dichas con sinceridad.
—Pero, Señor, ¿la sinceridad no significa acaso que el que habla cree… tiene fe en lo que se dice?
—Sí, pero Siaynoq contiene también la idea de la luz como aquello que revela la realidad. Pues se continúa arrojando luz sobre aquello que se ve.
—Realidad… qué palabra tan ambigua, Señor.
—¡En efecto! Pero Siaynoq alude también a la fermentación porque la realidad, o la creencia de que se conoce la realidad, que es lo mismo, provoca siempre un fermento en el universo.
—¡Todo eso en una única palabra, Señor!
—¡Y mucho más! Siaynoq contiene también la llamada a la oración y el nombre del Ángel del Registro, Sihaya, que interroga a los que acaban de morir.
—Una gran carga para una sola palabra.
—Las palabras pueden acarrear cualquier carga que nosotros deseemos. Todo lo que se requiere es concordancia y una tradición sólida, capaz de sustentar lo que se desea construir.
—¿Por qué no debo hablar de esto a las Habladoras Pez?
—Porque es una palabra especialmente reservada para ellas, y les ofende el que yo la comparta con un varón.
Los labios de Moneo se apretaron en una fina línea que evocaba el recuerdo al penetrar al lado del Carro Real en el recinto de la Ciudad Sagrada. Había oído a las Habladoras Pez cantar al Dios Emperador en su presencia muchas veces desde aquella ocasión en que obtuviera la primera explicación, y desde entonces había añadido incluso sus propios significados a la extraña palabra.
Significa misterio, prestigio. Significa poder. Invoca la licencia de actuar en el nombre de Dios.
—¡Siaynoq! ¡Siaynoq! ¡Siaynoq!
La palabra sonaba agria a oídos de Moneo.
Se hallaban ya en el interior de la ciudad, llegando casi a su plaza central. La luz del sol poniente iluminaba el Camino Real que el cortejo iba dejando atrás, daba gran esplendor a los vistosos atavíos de los habitantes de la ciudad, y brillaba en las caras arrobadas de las Habladoras Pez apostadas a lo largo del recorrido.
Idaho, que avanzaba junto al carro con la guardia, provocó la primera alarma mientras duraba la salmodia al preguntar su significado a una de las guardias de su grupo.
—No es una palabra para hombres —respondió la Habladora Pez—, pero a veces Nuestro Señor Leto comparte Siaynoq con un Duncan.
¡Un Duncan! Se lo había preguntado a Leto un poco antes, sin conseguir más que disgustarse por sus continuas evasivas.
—Lo sabrás dentro de poco.
Idaho relegó a segundo plano su interés por la salmodia y se dedicó a mirar a su alrededor con curiosidad de turista. Como preparación para sus deberes de Comandante en jefe de la Guardia, Idaho había solicitado información sobre la historia de Onn, descubriendo que compartía el perverso regocijo de Leto ante el hecho de que el río Idaho estuviera discurriendo cerca.
Se encontraban en aquella ocasión en una de las amplias estancias abiertas de la Ciudadela, una pieza aireada e invadida por el sol de la mañana, amueblada con unas grandes mesas sobre las cuales varias archiveras Habladoras Pez habían desplegado planos del Sareer y de Onn. Leto había conducido su carro hasta una pequeña rampa que le permitía contemplar los planos, mientras que Idaho estaba de pie ante una mesa atestada de ellos, examinando el que correspondía a la Ciudad Sagrada.
—Extraño trazado el de esta ciudad —comentó Idaho.
—Fue concebida para un propósito primordial: la exposición y contemplación pública del Dios Emperador.
Idaho levantó la vista para dirigirla al enorme cuerpo segmentado que reposaba en el carro, y luego la detuvo en el rostro enmarcado en su cogulla, preguntándose si llegaría alguna vez a acostumbrarse a contemplar sin extrañeza aquella insólita figura.
—Pero eso ocurre sólo una vez cada diez años —replicó Moneo.
—Sí, en efecto, durante la gran participación.
—¿Y simplemente se cierra en los períodos comprendidos entre dos festivales?
—Bueno, tienen en ella su sede las embajadas, las oficinas de las agencias comerciales, las escuelas de Habladoras Pez, los cuadros de servicios y mantenimiento, y los museos y las bibliotecas.
—¿Y qué espacio ocupan todas estas entidades? —Idaho golpeó suavemente el plano con los dedos—. ¿Una décima parte de la ciudad como mucho?
—Bastante menos.
Idaho dejó vagar su mirada por el plano, pensativo.
—¿Hay algún otro propósito en este trazado, Señor?
—Responde básicamente a la necesidad de exponer públicamente mi persona. Una vez cada diez años.
—Pero debe haber funcionarios, empleados del gobierno y hasta operarios y obreros. ¿Dónde vive esta gente?
—En general en los suburbios.
Idaho señaló el plano.
—¿Esas gradas de apartamentos?
—Fíjate en los balcones, Duncan.
—Todos alrededor de la plaza. —Se inclinó para estudiar el esquema—. ¡Esa plaza tiene dos kilómetros de ancho!
—Fíjate que los balcones están dispuestos en escalones justo hasta el círculo de espiras. Las espiras están reservadas para los ciudadanos más selectos.
—¿Y así todos pueden contemplaros en la plaza?
—¿No te gusta, acaso?
—¡No hay siquiera una barrera energética que os proteja!
—Qué blanco tan atractivo ofrezco, ¿verdad?
—¿Por qué lo hacéis?
—Existe una leyenda deliciosa sobre el trazado de Onn, que yo fomento cuanto puedo. Se dice que en tiempos vivió aquí un pueblo que exigía a su rey caminar entre sus súbditos una vez al año en total oscuridad, desarmado y desprovisto de toda armadura. Este legendario rey se ataviaba con un vestido luminiscente para realizar su paseo por entre la muchedumbre envuelta en sombras de sus súbditos. Y ellos, sus súbditos, para esta ocasión, vestían de negro, y jamás se les registraba en busca de armas.
—¿Qué tiene eso que ver con Onn… y con vos?
—Bueno, pues evidentemente, si el rey salía con vida del paseo, es que era un buen rey.
—¿Vos tampoco efectuáis registros de armas?
—Abiertamente no.
—Pensáis que la gente os identifica con esta leyenda —no se trataba de una pregunta.
—Muchos así lo creen.
Idaho contempló el rostro de Leto hundido en los pliegues grises de su cogulla. Sus ojos completamente azules, de un azul sobre azul, le devolvieron inexpresivos la mirada.
Ojos de melange, pensó Idaho. Pero Leto afirmaba que no consumía ni un gramo de especia, puesto que su organismo proporcionaba toda la que su adicción requería.
—No te agrada mi santa obscenidad, mi forzosa tranquilidad —dijo Leto.
—¡No me agrada que juguéis a ser dios!
—Pero un dios puede dirigir un imperio de igual modo que un director de orquesta dirige una sinfonía, a través de sus movimientos. Mi actuación tan sólo se ve limitada por mi restricción al territorio de Arrakis. Debo dirigir la sinfonía desde aquí.
Idaho agitó la cabeza y contempló una vez más el plano de la Ciudad.
—¿Qué son esos apartamentos situados detrás de las espiras?
—Alojamientos de inferior categoría para nuestros visitantes.
—No ven la plaza.
—Sí la ven. Ciertos aparatos ixianos proyectan mi imagen al interior de esas habitaciones.
—Mientras que el círculo interno os contempla directamente al natural. ¿Cómo entráis en la plaza?
—Ascendiendo en una plataforma de presentación situada en el centro de la plaza y apareciendo públicamente ante los ojos de mi pueblo.
—¿La gente aplaude? —Idaho miró a Leto directamente a los ojos.
—Les está permitido aplaudir.
—Vosotros, los Atreides, siempre os considerasteis personajes de la Historia.
—Qué astucia la tuya al comprender el sentido del aplauso.
Idaho devolvió la mirada al plano de la ciudad.
—¿Y las escuelas de Habladoras Pez están aquí?
—Bajo tu mano izquierda, sí. Esa es la academia donde ingresó Siona para recibir su educación. Entonces tenía diez años.
—Siona… quiero saber más de ella —musitó Idaho.
—Te aseguro que ningún obstáculo entorpecerá este deseo. Idaho, que avanzaba con la comitiva real, salió de su ensueño al notar que la salmodia de las Habladoras Pez disminuía. Delante de él, el Carro Real había iniciado el descenso hacia las salas situadas en los sótanos de la plaza, deslizándose por una larga rampa. Idaho, bañado todavía por la luz del sol, levantó la vista y contempló las brillantes espiras que coronaban el conjunto, aquella realidad para la que los mapas no le habían preparado. Una inmensa muchedumbre se agolpaba en los balcones de las gradas que cerraban el gran ruedo de la plaza, una muchedumbre callada que contemplaba en silencio el paso de la comitiva.
Ni un solo aplauso de los privilegiados, pensó Idaho. El impresionante silencio de la multitud llenó a Idaho de aprensivos presagios.
Penetró en el túnel que descendía al sótano de la plaza, perdiendo de vista la escena exterior. A medida que bajaba, la salmodia de las Habladoras Pez se fue desvaneciendo, sustituida por un creciente ruido de pasos que resonaban con fuerza a todo su alrededor.
Un sentimiento de curiosidad reemplazó a sus opresivos presentimientos y, dejándose llevar de ella, se dedicó a observar lo que le rodeaba. El túnel de suelo plano por el que caminaba poseía iluminación artificial y era inmensamente ancho. Idaho calculó que hasta setenta personas podrían avanzar de frente hacia las entrañas de la plaza.
Aquí no se veían multitudes enardecidas, sino tan sólo una esparcida hilera de Habladoras Pez que no salmodiaban, contentándose con observar el paso de su Dios.
El recuerdo de los planos le permitió a Idaho visionar el esquema del gigantesco complejo situado debajo de la plaza, una ciudad privada dentro de la ciudad, un lugar al que sólo podían acceder sin escolta el Dios Emperador, los cortesanos y las Habladoras Pez. Pero los planos no le habían mostrado los macizos pilares ni aquella sensación de espacios enormes, vigilados, del misterioso silencio interrumpido tan solo por el ruido de pisadas y los crujidos del carro del Dios Emperador.
Idaho miró de pronto a las Guardias Habladoras Pez apostadas a lo largo del túnel, y se dio cuenta de que movían los labios al unísono, con una callada palabra en la boca. Poco trabajo le costó identificarla:
—Siaynoq.