Nuestro antecesor, Assur-nasir-apli, conocido como el más cruel entre los crueles, se apoderó del trono tras degollar a su propio padre e iniciar el reinado de la espada. Sus conquistas incluyeron la región del lago Urumia que le abrió las puertas de Commagene y Khabur. Su hijo recibió tributo de los Suitas y también de Tiro, Sidón, Gebel y hasta de Jehu, hijo de Omri, cuyo solo nombre sembraba el terror entre millares. Las conquistas iniciadas por Asur-nasir-apli levantaron en armas los territorios de Media y posteriormente Israel, Damasco, Edom, Aspad, Babilonia y Umlias. ¿Recuerda alguien ahora estos nombres y lugares? Os he dado claves suficientes. Tratad de localizar el planeta.
Los Diarios Robados
En la profunda garganta del Camino Real que descendía hasta el llano donde se erigía el puente sobre el río Idaho, el aire estaba estancado, en suspenso. La ruta discurría ahora hacia la derecha dejando atrás la inmensa barrera de tierra, piedra y rocas creada por el hombre. Moneo, que caminaba junto al Carro Real, contemplaba la cinta empedrada del camino que, tras salvar una estrecha serranía, conducía a la filigrana de plastiacero que era el puente divisado a un kilómetro de distancia.
El río, hundido aún en un barranco, se replegaba sobre sí mismo describiendo una curva a la derecha y luego se precipitaba en línea recta a través de múltiples cascadas hasta el extremo opuesto del Bosque Prohibido, donde las murallas que circundaban todo el territorio descendían casi hasta el nivel del agua. Allí, a las afueras de Onn, se extendían las huertas y frutales de que se alimentaba la ciudad.
Moneo, contemplando el distante tramo del río visible desde el lugar donde se encontraban, vio que las rocas que coronaban el barranco se hallaban bañadas por la luz, mientras que las aguas borboteaban aún en las sombras rotas tan sólo por el pálido esplendor plateado de las cascadas.
Ante su vista la calzada que conducía al puente brillaba al sol flanqueada por las sombras de los barrancos de erosión, semejantes a enormes flechas negras colocadas allí para indicar el camino. Pese a lo temprano de la hora, el calor agobiaba ya el camino, cuyo aire tremolaba anunciando el sofocante día que se avecinaba.
Estaremos ya en la ciudad antes de que arrecie el calor, pensó Moneo.
Avanzaba corriendo con la fatigada paciencia que solía invadirle en ese punto, con la atención fija en los Fremen de Museo y la petición con que habían de salirles al paso. Sabía que saldrían de uno de los barrancos de erosión, en cualquier lugar antes de cruzar el puente, pues tal era lo que con ellos había convenido. Imposible detenerlos a estas alturas, y el Dios Emperador mostraba todavía signos del Gusano.
Leto oyó a los Fremen antes de que cualquier miembro de su séquito pudiera verlos u oírlos.
—¡Escucha! —exclamó. Moneo se puso alerta.
Leto balanceó el cuerpo en el carro, arqueó la parte delantera, y sacó la cabeza de la burbuja para investigar.
Moneo conocía perfectamente aquellos movimientos. Los sentidos del Dios Emperador, superiores en agudeza a los de todos cuantos le rodeaban, habían percibido una perturbación en el camino. Los Fremen empezaban a subir hacia la calzada. Moneo se retrasó un paso para desplazarse hasta el límite de la posición que le obligaba a ocupar el protocolo. Entonces también lo oyó él.
Era ruido de gravilla suelta.
Del fondo de los barrancos que bordeaban ambos lados de la ruta, y a unos cien metros de distancia del Cortejo Real, aparecieron los primeros Fremen.
Duncan Idaho corrió a colocarse junto a Moneo. Aminorando el paso, le preguntó:
—¿Son estos los Fremen?
—Sí —contestó Moneo, con la atención fija en el Emperador, que había vuelto a acomodar su mole en el carro.
Los Fremen de Museo se congregaron en mitad del camino y comenzaron a despojarse de sus mantos, mostrando sus túnicas de color rojo y morado. Moneo contuvo la respiración. Los Fremen se habían ataviado de peregrinos, con una especie de prendas negras asomando por debajo de las túnicas. Los situados en las filas delanteras comenzaron a agitar unos rollos de papel, mientras el grupo al unísono comenzaba a cantar y bailar en dirección al Cortejo Real.
—¡Una petición, Señor! —exclamaban los jefes—. ¡Oid nuestra petición!
—¡Duncan! —bramó Leto—. ¡Despeja el camino!
Al escuchar el grito de su Señor, un grupo de Habladoras Pez salió de entre los cortesanos, Idaho les ordenó con un gesto que avanzaran y comenzó a correr en dirección a la turba de Fremen. Las guardias se ordenaron en formación de falange, y Duncan Idaho ocupó la posición del vértice.
Leto cerró violentamente la cubierta burbuja de su carro, aceleró su velocidad, y comenzó a gritar a través de un amplificador:
—¡Despejad el camino! ¡Despejad el camino!
Los Fremen de Museo, viendo que la guardia se abalanzaba contra ellos y que a los gritos de Leto el carro ganaba velocidad, hicieron como que abrían un paso por el centro del camino. Moneo, obligado a correr para no distanciarse del vehículo real, y atento momentáneamente al ruido de las pisadas de los cortesanos que corrían detrás de él, vio con gran sorpresa el primer cambio de programa de los Fremen.
En efecto, como un solo hombre, la desordenada turba de cantores arrojaron sus mantos de peregrino, revelando unos uniformes negros idénticos al utilizado por Idaho.
¿Qué están haciendo?, se preguntó Moneo.
En el preciso momento en que se hacía esta pregunta, Moneo vio diluirse las facciones de las caras de sus atacantes a la manera de los Danzarines Rostro, y adoptar todas ellas la identidad de Duncan Idaho.
—¡Danzarines Rostro! —gritó alguien.
También Leto se había desconcertado ante lo confuso de los acontecimientos, ensordecido por el ruido de las pisadas que corrían por el camino y por los gritos que ordenaban a las Habladoras Pez formarse en orden de combate. Había aumentado la velocidad del carro para acortar la distancia que le separaba de su guardia y entonces, tras poner en funcionamiento una sirena, había empezado a tocar la bocina de distorsión con que iba provisto su vehículo. Un ruido blanco ensordeció la escena, desorientando incluso a algunas de las Habladoras Pez que se hallaban condicionadas para él.
En ese momento los peregrinos se despojaron de sus ropas y comenzaron su maniobra de transformación, convirtiendo sus caras en una innumerable repetición de Duncan Idahos. Leto oyó gritar: «¡Danzarines Rostro!», e identificó al que lo había proferido, un funcionario consorte del Departamento de Contabilidad Real.
La reacción inicial de Leto fue de regocijo.
Guardias y Danzarines Rostro se lanzaron al ataque. Los cánticos de los suplicantes se vieron reemplazados por gritos y bramidos, entre los cuales Leto distinguió órdenes tleilaxu. Un espeso nudo de Habladoras Pez se formó en torno a la figura negra de su Duncan. Las Guardias obedecían las reiteradas instrucciones de Leto de que protegiesen a su comandante-ghola.
¿Pero cómo le distinguirán de los demás?
Leto frenó el carro hasta casi detenerlo. A su izquierda veía a las Habladoras Pez blandiendo sus mazas. El sol centelleaba en los puñales. Luego se oyó el sordo zumbido de las pistolas láser, sonido que la abuela de Leto describió una vez como «el más horrible de todo nuestro universo». Nuevos gritos y chillidos emergieron de las filas de vanguardia.
Leto reaccionó al escuchar el primer zumbido de las pistolas láser. Con un brusco giro a la derecha apartó el Carro Real del centro de la calzada, cambió la suspensión del vehículo de ruedas a suspensores, y lo lanzó como un ariete contra un nutrido grupo de Danzarines Rostro que pugnaban por unirse desde aquel lado a la refriega. Describiendo un arco muy cerrado, aplastó a varios más por el otro lado, percibiendo el crujiente impacto de los cuerpos contra el plastiacero y un chorro de sangre, antes de salirse del camino y precipitarse a uno de los barrancos de erosión. Los pardos bordes dentados del barranco pasaron como rayos por su lado. Se lanzó hacia arriba y de un salto cruzó el curso del río, avanzando hacia un baluarte rocoso que se elevaba junto al Camino Real. Allí, fuera del alcance de las pistolas láser, se detuvo y se volvió para contemplar la escena.
¡Qué sorpresa!
Las carcajadas sacudieron su gigantesco cuerpo con convulsiones incontenibles y temblorosas. Lentamente, su risa se fue calmando.
Desde su atalaya, Leto dominaba el puente y la zona del combate. Los cadáveres yacían desparramados en confuso desorden alfombrando la escena de la batalla y los barrancos de los lados. Divisó entre ellos elegantes atavíos cortesanos, uniformes de Habladoras Pez, y el negro ensangrentado del disfraz de los Danzarines Rostro. Los cortesanos supervivientes se habían congregado al fondo en un apretado grupo, mientras que las Habladoras Pez corrían por entre los caídos asegurándose de que los atacantes estaban muertos propinando una certera puñalada a todos los cadáveres.
Leto escudriñó la escena buscando el uniforme negro de su Duncan. No vio ningún uniforme como aquel de pie. Ni uno solo. Leto contuvo una oleada de frustración, y luego vio a un racimo de Habladoras Pez agrupadas entre los cortesanos, y en medio una… una figura desnuda.
¡Desnuda!
¡Era su Duncan! ¡Desnudo! ¡Claro! ¡El único Duncan Idaho sin uniforme no era un Danzarín Rostro!
Nuevamente las carcajadas le estremecieron. Sorpresas por todos lados. Qué inesperado para los atacantes. Evidentemente, no habían calculado aquella reacción.
Leto condujo nuevamente el carro hacia el camino, colocó las ruedas otra vez en posición, y se dirigió hacia el puente. Lo cruzó con una sensación de hastío, rememorando aburrido los innumerables puentes que había visto en sus recuerdos y las numerosas veces que los habría cruzado para contemplar los estragos y despojos causados por una batalla. Terminaba de cruzarlo cuando Idaho, separándose del grupo de guardias, corrió hacia él saltando y esquivando los cadáveres. Leto detuvo el carro y se quedó observando a la figura desnuda que se acercaba corriendo. El Duncan parecía un guerrero griego, un mensajero que corriera hacia su comandante para informarle del resultado de la batalla. La condensación de la historia aturdió los recuerdos de Leto.
Con un patinazo, Idaho se detuvo junto al carro, y Leto abrió la cubierta transparente de la burbuja.
—¡Danzarines Rostro, malditos ellos! —jadeó Idaho.
Sin intentar disimular su regocijo, Leto preguntó:
—¿De quién fue la idea de despojarte de tu uniforme?
—¡Mía! ¡Pero no me dejaron pelear!
Entonces llegó Moneo corriendo con un grupo de guardias. Una de las Habladoras Pez le lanzó a Idaho un manto azul de una de las guardias, al tiempo que le gritaba:
—¡Estamos intentando reunir un uniforme completo entre todos los cadáveres!
—El mío lo desgarré —explicó Idaho.
—¿Escapó alguno de los Danzarines Rostro? —preguntó Moneo.
—Ni uno —respondió Idaho—. Debo admitir que vuestras mujeres son buenas luchadoras, pero no me dejaron penetrar en…
—Porque tienen instrucciones de protegerte —dijo Leto—. Siempre protegen al más valioso…
—¡Murieron cuatro sacándome de allí! —dijo Idaho.
—En total hemos sufrido más de treinta bajas, Señor —informó Moneo—. Aún no hemos finalizado el recuento.
—¿Cuántos Danzarines Rostro? —quiso saber Leto.
—Parece que eran una cincuentena, Señor —contestó Moneo, en voz baja y con expresión afligida.
Leto empezó a reírse.
—¿De qué os reís? —preguntó Idaho—. Más de treinta personas de nuestro…
—¡Qué ineptos se han vuelto esos tleilaxu! —exclamó Leto—. ¿No te das cuenta de que tan sólo quinientos años atrás hubieran sido mucho más eficientes, mucho más peligrosos? ¡Imagínatelos preparando esta estúpida mascarada y sin calcular tu brillante reacción!
—Iban armados con pistolas láser —dijo Idaho.
Leto retorció sus abultados segmentos frontales y, hacia la mitad del dosel de su carro, señaló un agujero cuyos bordes, arrugados y derretidos revelaban ser producto de una quemadura.
—También me dispararon debajo, en varios sitios, pero por fortuna no alcanzaron ni las ruedas ni los suspensores.
Idaho se quedó mirando el agujero del dosel, observando que coincidía con el cuerpo de Leto.
—¿No os alcanzó este disparo? —pregunto.
—Sí —contestó Leto.
—¿Estáis herido?
—Soy inmune a los rayos láser —mintió Leto—. Cuando tengamos tiempo te lo demostraré.
—Pues yo no soy inmune —replicó Idaho—, ni vuestra guardia tampoco. Tendríamos que llevar todos un cinturón escudo.
—Los escudos están prohibidos en todo el Imperio —dijo Leto—. Es delito capital estar en posesión de un escudo.
—La cuestión de los escudos… —se aventuró a decir Moneo.
Idaho, creyendo que Moneo solicitaba una explicación acerca de estos artefactos, dijo:
—Los cinturones desarrollan un campo de fuerza capaz de repeler cualquier objeto que trate de penetrar en él a velocidad peligrosa. Tienen, sin embargo, un inconveniente grave. Si se intersecta un campo de fuerza con un rayo láser, la explosión resultante equivale a la de una gran bomba de fusión. Y así, atacante y atacado desaparecen juntos.
Moneo se limitó a quedarse mirando a Idaho, que asentía con la cabeza.
—Ya veo por qué están prohibidos —dijo al fin—. Supongo que la Gran Convención contra las armas atómicas continúa vigente y operando con óptimos resultados.
—Efectivamente, aún funciona mejor desde que localizamos las atómicas de la Familia y las pusimos a buen recaudo —replicó Leto—. Pero ahora no tenemos tiempo de discutir tales asuntos.
—De un asunto si deberíamos hablar —dijo Idaho—. Andar por aquí al descubierto es demasiado arriesgado. Tendríamos que…
—Es la tradición, y no vamos a quebrantarla —dijo Leto.
Moneo se inclinó hacia Idaho para decirle al oído:
—Estas irritando a Nuestro Señor Leto.
—Pero…
—¿No has pensado cuánto más fácil resulta controlar a una población andante? —preguntó Moneo.
Idaho dio un brinco y se quedó mirando a Moneo, al comprender de repente su sugerencia.
Leto aprovechó la oportunidad para comenzar a dictar órdenes.
—Moneo, ocúpate de que no quede aquí rastro alguno del ataque, ni una mancha de sangre, ni un jirón de un uniforme, nada.
—Sí, Señor.
Idaho se dio la vuelta al oír pasos de gente que se acercaba y vio que todos los supervivientes, incluso los heridos, pertrechados con vendajes de emergencia, se habían acercado a escuchar.
—Y todos vosotros —añadió Leto, dirigiéndose al grupo que se había congregado en torno al carro—, no digáis sobre este asunto una palabra. Dejad que los tleilaxu se preocupen.
Miró a Idaho.
—Duncan ¿cómo entraron esos Danzarines Rostro en mi territorio, donde sólo mis Fremen de Museo están autorizados a vagar en libertad?
Idaho lanzó una mirada involuntaria a Moneo.
—Señor, es culpa mía —declaró Moneo—. Yo fui quien dispuso que los Fremen os entregaran aquí su petición. Hasta incluso tranquilicé las aprensiones de Duncan Idaho respecto a ellos.
—Recuerdo vagamente que mencionaste la petición —replicó Leto.
—Pensé que quizás os divirtiera, Señor.
—Las peticiones no me divierten, me molestan. Y me molestan especialmente la de aquellos que se hallan presentes en mi estructura y esquema de gobierno con el único propósito de preservar formas de vida y costumbres arcaicas.
—Señor, habíais mencionado tantas veces el aburrimiento de estas peregrinaciones a…
—¡Yo no estoy aquí para aliviar el aburrimiento de los demás!
—¿Señor?
—Los Fremen de Museo no saben ni entienden nada de las antiguas costumbres. Sólo sirven para reproducir los movimientos. Esto, como es natural, les aburre, y sus peticiones sólo buscan introducir cambios. Eso es lo que me molesta. No voy a permitir cambio alguno. Bien, dime: ¿Quién te informó de la supuesta petición?
—Fueron los propios Fremen —respondió Moneo—. Una dele… —Se interrumpió, frunciendo el ceño.
—¿Conocías a los componentes de esa delegación?
—Por supuesto, Señor; de lo contrarío…
—Están muertos —dijo Idaho.
Moneo le miró sin comprender.
—Los que se pusieron en contacto contigo fueron muertos y sustituidos por Danzarines Rostro.
—He sido muy descuidado —manifestó Leto—. Hubiera debido enseñaros a todos cómo detectar a un Danzarín Rostro. Bien, corregiremos este fallo ahora que se vuelven tan estúpidamente descarados.
—¿Por qué se muestran tan atrevidos? —preguntó Idaho.
—Tal vez para distraernos de otra cosa —sugirió Moneo.
Leto sonrió a Moneo. A pesar de hallarse bajo la tensión de una amenaza personal, la mente del mayordomo funcionaba con toda normalidad. Le había fallado a su Señor confundiendo a unos Danzarines Rostro con unos Fremen, y Moneo intuía que la continuación de su servicio pudiera depender de las cualidades que habían movido originariamente al Dios Emperador a elegirle para el puesto que ocupaba.
—Y ahora tenemos tiempo de organizarnos —dijo Leto.
—¿Distraernos de qué? —preguntó Idaho.
—De otra conspiración en la que también participan —repuso Leto—. Piensan que les voy a castigar severamente por esto, pero la esencia tleilaxu permanece a salvo gracias a ti, Duncan.
—Aquí no querían fracasar —replicó Idaho.
—Pero se trataba de una contingencia para la cual estaban preparados —dijo Moneo.
—Ellos creen que nunca les destruiré porque tienen en su poder las células originales de mi Duncan Idaho —dijo Leto—. ¿Lo entiendes ahora, Duncan?
—¿Y tienen razón? —preguntó Idaho.
—Cada vez la tienen menos —replicó Leto; y dirigiéndose a Moneo añadió—: No hay que llevar a Onn ninguna señal que revele este suceso. Nuevos uniformes, guardias de repuesto para sustituir a los muertos y heridos… todo exactamente igual que estaba.
—Hay algunos muertos entre los cortesanos, Señor —dijo Moneo.
—¡Reemplázalos!
Moneo se inclinó.
—Sí, Señor.
—¡Y manda traer un dosel nuevo para mi carro!
Leto hizo retroceder levemente el carro, giró y enfiló hacia el puente, gritando a Idaho:
—¡Duncan, me acompañarás tú!
Lentamente al principio, con la desgana patente en todos sus movimientos, Idaho abandonó a Moneo y al resto del cortejo y, apresurando el paso, se situó junto a la burbuja abierta del carro, desde donde se puso a caminar con el rostro vuelto hacia Leto.
—¿Qué te preocupa, Duncan? —preguntó Leto.
—¿Pensáis en mí como en vuestro Duncan?
—Claro; igual que tú piensas en mí como en tu Leto.
—¿Cómo es que no supisteis que iba a producirse este ataque?
—¿Mediante mí tan alardeada presciencia?
—Sí.
—Hace mucho tiempo que los Danzarines Rostro no merecen mi atención.
—Supongo que esto ahora habrá cambiado.
—No en demasía.
—¿Por qué no?
—Moneo tiene razón. No voy a permitir que me distraigan.
—¿Podían realmente haberos matado?
—Cabía la posibilidad. ¿Sabes, Duncan?, pocos comprenden el gran desastre que significaría mi muerte.
—¿Qué traman los tleilaxu?
—Una trampa, creo yo. Una trampa encantadora. Duncan, me han enviado una señal.
—¿Qué clase de señal?
—Se ha producido una nueva escalada en los desesperados motivos que impulsan a algunos de mis súbditos.
Dejaron atrás el puente y comenzaron a subir a la atalaya de Leto. Idaho caminaba en un silencio en estado de ebullición.
Llegados a la cima, Leto paseó la mirada por los lejanos acantilados, y permaneció unos instantes contemplando los desérticos parajes del Sareer.
Las lamentaciones de los miembros de su séquito que habían perdido a algún ser querido en la refriega seguían elevándose en el escenario de la batalla al otro lado del puente. Con su agudo oído, Leto logró identificar la voz de Moneo advirtiéndoles de la necesidad de abreviar sus llantos, pensar en los familiares que les aguardaban en la Ciudadela, y no provocar con su actitud las iras del Dios Emperador, por todos conocidas.
Cuando lleguemos a Onn habrán enjugado sus lágrimas y exhibirán sonrisas de muñecos, pensó Leto. Piensan que les espoleo. ¿Qué importa eso en realidad? Eso es una ínfima molestia entre los que viven poco y los que piensan poco.
La vista del desierto le tranquilizó. Desde este lugar no divisaba el río hundido en su garganta a menos que girase en redondo y mirase en dirección a la Ciudad Sagrada. El Duncan, por fortuna, permanecía en silencio al lado del carro. Desviando la vista ligeramente hacia la izquierda, Leto divisaba uno de los bordes del Bosque Prohibido. Estimulada por la imagen de aquel exuberante paisaje, su memoria comprimió la vasta extensión del Sareer en un débil y minúsculo vestigio de aquel planeta enteramente desierto, antaño tan poderoso que era temido por todos los hombres, incluso por los salvajes Fremen que lo habían habitado.
Es el río, pensó Leto. Si me vuelvo, veré lo que he hecho.
El cauce artificial por el que se precipitaba el río Idaho no era más que una prolongación del Desfiladero abierto con ayuda de explosivos por Paul Muad’Dib en la Muralla Escudo para permitir el paso de sus legiones montadas a lomos de gusanos. Por aquel camino, sepultado ahora bajo las aguas, condujo Muad’Dib a sus huestes Fremen librándolas del polvo de una tormenta de coriolis y abriéndoles las puertas de la historia… y de esto.
Leto oyó las conocidas pisadas de Moneo y los jadeos del mayordomo que ascendía trabajosamente a la atalaya. Moneo llegó junto a Idaho, y se detuvo un instante a recobrar el aliento.
—¿Cuánto falta para que podamos irnos? —pregunto Idaho.
Moneo le indicó con un gesto que guardara silencio y, dirigiéndose a Leto, dijo:
—Señor, hemos recibido un mensaje de Onn. La Bene Gesserit informa que los tleilaxu nos atacarán antes de cruzar el puente.
—Llegan un poco tarde ¿no? comentó Idaho con un bufido.
—No es culpa suya —replicó Moneo—. El capitán de la Guardia de Habladoras Pez no quiso dar crédito a estas palabras.
Varios miembros del cortejo de Leto comenzaron a subir a la atalaya. Algunos parecían drogados, conmocionados aún por el suceso que acababan de vivir. Las Habladoras Pez revoloteaban enérgicas entre ellos, ordenándoles mostrar una actitud menos doliente.
—Suprimid la Guardia destacada en la Embajada de la Bene Gesserit —ordenó Leto—, y enviadles un mensaje diciendo que su audiencia sigue siendo la última, pero que no teman por ello. Decidles que los últimos serán los primeros. Seguro que comprenden la alusión.
—¿Y en cuanto a los tleilaxu? —quiso saber Idaho.
Leto no desvió su atención de Moneo.
—Sí, los tleilaxu. Les mandaremos una señal.
—¿Señor?
—Cuando yo lo ordene, pero no hasta entonces, harás que el embajador tleilaxu sea públicamente azotado y expulsado del país.
—¡Señor!
—¿No estás de acuerdo?
—Si queremos mantener en secreto lo… —Moneo lanzó una mirada por encima del hombro—, ¿qué explicación vamos a dar de los azotes?
—No vamos a dar ninguna explicación.
—¿No vamos a ofrecer razón alguna?
—Ninguna.
—Pero, Señor, los bulos y rumores que eso…
—¡Estoy reaccionando, Moneo! Que sientan esa parte subterránea de mi ser que actúa sin mi conocimiento porque no posee ni el medio ni los recursos del conocimiento.
—Esto provocará un gran temor, Señor.
Un repentino estallido de risa escapó de la boca de Idaho, que se interpuso entre Moneo y el vehículo real.
—¡Pero si es una finura tratar así a ese embajador! Gobernantes ha habido que a un necio de esa clase lo hubieran hecho matar a fuego lento.
Moneo trató de dirigirse a Leto por encima del hombro de Idaho.
—Pero Señor, tal acción confirmará a los tleilaxu que fuisteis efectivamente atacado.
—Eso ya lo saben —repuso Leto—. Pero no hablarán de ello.
—Y cuando ninguno de los atacantes regrese… —dijo Idaho.
—¿Lo entiendes, Moneo? —siguió diciendo Leto—. Cuando entremos en Onn aparentemente ilesos, los tleilaxu creerán que han sufrido un rotundo fracaso.
Moneo lanzó una mirada a su alrededor, contemplando a las Habladoras Pez y cortesanos que escuchaban hipnotizados esta conversación. Rara vez había oído alguno de ellos un diálogo tan revelador entre el Dios Emperador y sus más íntimos colaboradores.
—¿Cuándo dará mi Señor la señal de castigar al embajador? —preguntó Moneo.
—Durante la audiencia.
Leto oyó acercarse a varios tópteros, divisó el centelleo del sol en sus alas y rotores, y al fijar la vista distinguió el dosel de repuesto para su carro suspendido de uno de ellos. Ordena que el dosel estropeado se lleve a la Ciudadela para que lo reparen —dijo Leto, observando todavía la llegada de los tópteros—. Decid a los operarios que a todos cuantos pregunten contesten que es cosa de rutina, otro dosel estropeado por una tormenta de arena.
—Sí, Señor. —Suspiró Moneo—. Se hará como vos digáis.
—Vamos, Moneo, arriba ese ánimo —le exhortó Leto—. Ven a caminar al lado mío en cuanto reanudemos la marcha. —Y, volviéndose hacia Idaho, añadió—: Toma a unos cuantos guardias y ve a explorar el camino.
—¿Creéis que puede producirse un nuevo ataque?
—No, pero así los guardias tendrán algo que hacer. Y ponte un uniforme nuevo. No quiero que lleves una prenda contaminada por los sucios tleilaxu.
Idaho se alejó para obedecer las órdenes.
Leto hizo entonces señas a Moneo de que se aproximara al carro, y cuando éste se inclinaba hacia el interior del vehículo, con el rostro a menos de un metro de distancia del Emperador, Leto bajo la voz y le dijo:
—Hay una lección muy especial para ti, Moneo, en todo esto.
—Señor, sé que hubiera debido sospechar de los Danzarines…
—¡Nada de Danzarines Rostro! Es una lección para tu hija.
«¿Siona? ¿Qué tiene ella que…?».
—Dile esto: en cierta manera, en una muy frágil manera, ella es como esa fuerza mía interna que actúa sin conocimiento. A causa de ella, de tu hija, yo recuerdo lo que era ser humano… y amar.
Moneo se quedó mirando a Leto sin comprender.
—Transmítele simplemente este mensaje —dijo Leto—. No hace falta que intentes comprenderlo. Limítate a comunicarle mis palabras.
Moneo se retiró.
—Como mi Señor lo ordene.
Leto cerró entonces el dosel de la burbuja, unificando la superficie de la cubierta para que los operarios llegados en los tópteros pudieran cambiarlo.
Moneo se volvió y se quedó contemplando a la gente que esperaba en la pequeña explanada de la atalaya. Entonces notó un detalle que antes le había pasado por alto, un detalle puesto de manifiesto por el desaliño que muchos ostentaban sin haber podido aún remediar. Algunos cortesanos iban equipados con delicados dispositivos para mejorar la audición. Habían estado escuchando. Y tales aparatos sólo podían proceder de Ix.
Tendré que avisar al Duncan y a la Guardia, pensó Moneo.
En cierta manera, consideró este descubrimiento como un síntoma de podredumbre. ¿Cómo podían prohibir tales aparatos cuando casi todos los cortesanos y las Habladoras Pez sabían o sospechaban que el Dios Emperador compraba a Ix máquinas prohibidas?