18

La actividad lúdica incesante origina sus propias condiciones sociales, que han sido similares en todas las épocas. Para defenderse de los ataques, la gente adopta un estado de alerta permanente. Y se advierte el gobierno absoluto del autócrata. Todo lo nuevo se convierte en zona fronteriza peligrosa, nuevos planetas, nuevos distritos de explotación económica, nuevas ideas o nuevos instrumentos, visitantes, todo se convierte en sospechoso. Y se instaura un fuerte feudalismo, disimulado a veces bajo la forma de un politburó u otra estructura similar pero siempre presente. La sucesión hereditaria sigue las líneas de poder. Domina la sangre de los poderosos. Los virreyes del cielo o sus equivalentes distribuyen la riqueza. Y ellos saben que deben controlar la herencia o dejar que el poder se vaya fundiendo lentamente. Bien, ¿comprendéis ahora la Paz de Leto?

Los Diarios Robados

—¿Se ha informado a la Bene Gesserit de los cambios de horario introducidos en el programa?

El séquito había entrado en la primera de las gargantas, ésta de poca profundidad, que tras salvar los escarpados altibajos del terreno conducían en recodos hasta el puente por donde habían de cruzar el río Idaho. El sol se hallaba en el primer cuadrante de la mañana, y algunos cortesanos empezaban a despojarse de sus capas. Idaho avanzaba por el flanco izquierdo con un pequeño grupo de Habladoras Pez, empezando a mostrar su uniforme trazas de polvo y sudor. Marchar al ritmo de una peregrinación real era bastante cansado.

Moneo tropezó y estuvo a punto de caer.

—Efectivamente, Señor, se les ha informado.

El cambio de horarios no había sido fácil, pero Moneo había aprendido a esperar órdenes y contraórdenes repentinas durante la celebración del Festival. Por ello disponía siempre de algún plan de emergencia preparado.

—¿Siguen solicitando una Embajada permanente en Arrakis? —preguntó Leto.

—Así es, Señor. Las hice llegar nuestra habitual respuesta.

—Hubiera bastado un simple no —dijo Leto—. Ya no necesitan que se les recuerde que aborrezco sus pretensiones religiosas.

—Sí, Señor. —Moneo se mantenía justo dentro de los límites de la distancia prescrita junto al carro de Leto. El Gusano se hallaba muy presente esa mañana, con todos los signos corporales bien patentes a los ojos de Moneo. Se debía sin duda a la humedad del aíre, que indefectiblemente lo hacía asomar a la superficie.

—La religión conduce siempre al despotismo retórico —dijo Leto—. Antes de la Bene Gesserit, los Jesuitas constituyeron el más claro ejemplo de lo que acabo de decir.

—¿Los Jesuitas, Señor?

—Te habrás topado con ellos en los libros de historia.

—No estoy seguro, Señor. ¿En qué época vivieron?

—No tiene importancia. Para ilustrar el despotismo retórico basta con un estudio de la Bene Gesserit. Como es de esperar, no empiezan por engañarse ellas mismas con ello.

Mal momento para las Reverendas Madres, se dijo Moneo. Les va a pronunciar un sermón, cosa que ellas detestan. Y esto podría traer serios problemas.

—¿Cuál fue su reacción? —preguntó Leto.

—Según me han dicho, se llevaron una decepción, pero no insistieron en el tema.

Y Moneo pensó: Será mejor que las prepare para nuevas decepciones. Y habrá que mantenerlas apartadas de las delegaciones de Ix y los tleilaxu.

Moneo agitó la cabeza. Todo esto podía conducir a una peligrosa conjura. Habría que comunicárselo al Duncan.

—Conduce a profecías que por su propia naturaleza contribuyen a cumplirse y a la justificación de toda clase de obscenidades —siguió perorando Leto.

—¿Esto… el despotismo retórico, Señor?

—¡Sí! ¡Defiende al mal con murallas de santurronería resistentes a todos los argumentos contrarios al mal!

Moneo lanzó una mirada cautelosa al cuerpo de Leto, observando la forma en que se retorcían sus manos, con movimientos casi espasmódicos, y las contracciones de los grandes segmentos anillados. ¿Qué voy a hacer si el Gusano se apodera de él aquí? Un sudor helado perló la frente de Moneo.

—Se alimenta de conceptos deliberadamente deformados para desacreditar a la oposición —insistía Leto.

—¿Todo eso, Señor?

—Los Jesuitas lo llamaban «asegurar la base de poder». Conduce directamente a la hipocresía, que se ve siempre traicionada por el vacío existente entre las acciones y las explicaciones. Jamás coinciden.

—Debo estudiar este punto con más detenimiento, Señor.

—Y en último término gobierna empleando el sentimiento de culpabilidad, porque la hipocresía provoca la caza de brujas y reclama la designación de víctimas propiciatorias.

—Realmente trágico, Señor.

El cortejo había doblado un recodo donde se había horadado la roca para ofrecer una vista del puente todavía distante.

—¿Me estas prestando atención, Moneo?

—Naturalmente. Señor.

—Estoy describiendo una de las herramientas de la base del poder religioso.

—Me doy cuenta de ello, Señor.

—Entonces, ¿por qué estás tan asustado?

—Hablar del poder religioso me intranquiliza siempre, Señor.

—¿Quizá porque tú y las Habladoras Pez lo ejercéis en mi nombre?

—Será por eso, Señor.

—Las bases del poder son extremadamente peligrosas porque atraen a personas que no están en su sano juicio, personas con tantas ansias de poder que no se detienen ante ningún obstáculo con tal de ejercerlo. ¿Me comprendes?

—Sí, Señor. Por eso satisfacéis vos tan pocas solicitudes de las que os llegan para formar parte de vuestro gobierno.

—¡Excelente, Moneo!

—Gracias, Señor.

—Replegado en las sombras de toda religión acecha un Torquemada —dijo Leto—. No habrás encontrado jamás ese nombre. Lo sé porque yo mismo ordené que se borrara de todos los textos y documentos históricos.

—¿Por qué, Señor?

—Porque era una obscenidad. Porque a la gente que se mostraba disconforme con él los convertía en antorchas vivientes.

Moneo bajó el tono de su voz.

—¿Como los historiadores que provocaron vuestras iras, Señor?

—¿Cuestionas acaso mis acciones, Moneo?

—¡Eso jamás, Señor!

—Bien. Los historiadores murieron pacíficamente. Ni uno solo de ellos sintió el dolor producido por las llamas. Torquemada, en cambio, se deleitaba en encomendar a su dios los gritos de sus víctimas agonizantes en la hoguera.

—Qué espantoso, Señor.

El cortejo dobló otro recodo desde el que se divisaba el puente. La distancia no parecía acortarse.

Una vez más, Moneo escudriñó la mole de su Dios Emperador. El Gusano no daba la impresión de haber progresado, pero aún se sentía su apariencia. Moneo percibió la amenaza de aquella imprevisible presencia, la Santa Presencia capaz de matar sin previo aviso.

Moneo se estremeció.

¿Cuál sería el significado de aquel extraño… sermón? Moneo sabía que pocos eran los que alguna vez habían oído hablar al Dios Emperador de este modo. Se trataba a la vez de un privilegio y una carga, del precio que había que pagar por la paz de Leto. Generación tras generación se sucedían en orden y concierto bajo los dictados de esa paz. Solo el círculo íntimo de la Ciudadela tenía conocimiento de las infrecuentes rupturas de esta paz, los Incidentes, tal nombre recibían, que las Habladoras Pez recibían encargo de solventar anticipándose a la violencia.

¡Anticipación!

Moneo lanzó una mirada a Leto, que ahora guardaba silencio. Los ojos del Dios Emperador se hallaban cerrados, y una expresión de reflexiva melancolía le nublaba la cara. Ese era otro de los signos del Gusano, y bien malo por cierto. Moneo se echó a temblar.

¿Era capaz Leto de anticipar incluso sus propios accesos de salvaje violencia? Era la anticipación de la violencia lo que difundía temblores de horror y espanto a lo largo y ancho del Imperio. Leto sabía dónde había que apostar a los guardias para sofocar un levantamiento transitorio. Lo sabía antes de que se produjera el acontecimiento.

Sólo de pensar en estos temas a Moneo se le secaba la boca, pues había ocasiones, o así lo creía él, en que el Dios Emperador traspasaba cualquier mente pudiendo leer hasta los más recónditos pensamientos. Cierto que Leto empleaba espías. De vez en cuando una figura embozada pasaba junto a las Habladoras Pez de subida al refugio de la torre de Leto o bajaba a la cripta. Eran espías, sin duda alguna, pero Moneo sospechaba que Leto los empleaba tan sólo para confirmar lo que ya sabía.

Como corroborando los callados temores de Moneo, Leto dijo:

—No te fuerces a comprender mis métodos, Moneo. Deja que la comprensión se produzca por sí sola.

—Lo intentaré, Señor.

—No, no lo intentes tan sólo, hazlo. Dime, ¿han anunciado ya que no va a haber cambio alguno en las asignaciones de especia?

—Todavía no, Señor.

—Retrasa el anuncio. Estoy cambiando de idea. Sabes, por supuesto, que habrá nuevas ofertas de sobornos.

Moneo suspiró. Las sumas que se le ofrecían en concepto de soborno habían alcanzado cifras astronómicas, y sin embargo Leto parecía divertirse con esta escalada.

—Finge que las aceptas —le había dicho anteriormente—. A ver hasta dónde llegan. Hazles creer que al fin te dejas sobornar.

Ahora, al doblar un nuevo recodo que ofrecía una vista sobre el puente, Leto preguntó:

—¿Te ha ofrecido un soborno la Casa de Corrino?

—Sí, Señor.

—¿Conoces la leyenda que afirma que algún día la Casa de Corrino recuperará su antiguo poderío y esplendor?

—La he oído alguna vez, Señor.

—Da orden de matar a los Corrino. Es trabajo para el Duncan. Con eso lo probaremos.

—¿Tan pronto, Señor?

—Es del dominio público que la melange prolonga la vida humana. Que se conozca que la especia también puede acortarla.

—Como Vos ordenéis, Señor.

Moneo reconoció el tono inconfundible de su respuesta. Constituía su forma de hablar en las ocasiones en que no podía formular las graves y profundas objeciones que sentía. Sabía además que Leto estaba al corriente de aquel conflicto y que le divertía sobremanera. La diversión le afligió amargamente.

—No te impacientes conmigo, Moneo —le dijo Leto.

Moneo sofocó su sentimiento de amargura. La amargura no provocaba más que peligros. Los rebeldes eran unos amargados. Los Duncans rezumaban amargura poco antes de morir.

—El tiempo tiene un sentido distinto para Vos que para mí, Señor —replicó Moneo—. Ojalá pudiera conocer el vuestro.

—Podrías, pero no lo conseguirás.

Moneo captó la velada reprensión de la respuesta y guardó silencio, centrando sus pensamientos en los problemas que planteaba la melange. No era frecuente que Leto hablase de la especia, y cuando lo hacía era o bien para conceder asignaciones o retirarlas, o bien para distribuir recompensas, o bien para enviar a las Habladoras Pez en pos de algún depósito recién descubierto. La mayor reserva de especia que existía, Moneo lo sabía bien, se hallaba en algún lugar conocido tan sólo por el Dios Emperador. A los pocos días de ingresar en el Servicio Real para desempeñar las funciones de Mayordomo, Moneo, cubierto el rostro por una capucha que le impedía toda visión, había sido conducido por el propio Dios Emperador hasta aquel lugar secreto, luego de recorrer un laberinto de tortuosos pasadizos que por intuición creía que eran subterráneos.

Cuando me quité la capucha estábamos bajo tierra.

El lugar había producido en Moneo verdadero pavor. Enormes recipientes de melange atestaban una estancia gigantesca tallada en la roca viva e iluminada por globos luminosos de antiguo diseño coronados por arabescos de metal. La especia resplandecía azul radiante en la plateada penumbra. Y el olor a canela amarga, inconfundible. Se oía cerca un gotear de agua, y sus voces resonaban contra la piedra.

—Un día toda esta cantidad se habrá agotado —había comentado Leto.

Impresionado, Moneo había replicado:

—¿Y qué harán entonces la Cofradía y la Bene Gesserit?

—Lo mismo que ahora pero con mayor violencia.

Contemplando a su alrededor la gigantesca estancia con ingente reserva de melange, Moneo no pudo pensar más que en ciertos sucesos que sabía que se estaban produciendo en esos momentos: asesinatos sanguinarios, incursiones piratas, casos de espionaje, intrigas. El Dios Emperador mantenía encubiertos los peores, pero lo que restaba no era para alegrar a nadie.

—La tentación —murmuró Moneo.

—La tentación, en efecto.

—¿No habrá melange nunca jamás, Señor?

—Algún día regresaré a la arena, y entonces seré yo la fuente de la especia.

—¿Vos, Señor?

—Y produciré algo igual de prodigioso, más truchas de arena, un producto híbrido y altamente reproductor.

Temblando ante esta revelación, Moneo se quedó mirando la figura envuelta en sombras del Dios Emperador que hablaba de tales portentos.

—Las truchas de arena —explicaba el Dios Emperador— se unirán entre sí formando grandes burbujas vivientes que absorberán el agua de este planeta manteniéndola embolsada en el subsuelo. Exactamente igual que en los tiempos de Dune.

—¿Toda el agua, Señor?

—La mayor parte. Dentro de trescientos años el gusano de arena reinará de nuevo en estas tierras. Será una nueva especie de gusano, lo prometo.

—¿Cómo, Señor?

—Poseerá conciencia animal y desconocida astucia. Y la especia será más arriesgada de buscar y mucho más peligrosa de conservar.

Moneo había levantado la vista hacia el techo rocoso de la estancia, perforando la roca en su imaginación hasta llegar a la superficie.

—¿Y nuevamente todo será desierto, Señor?

—Las corrientes de agua se cegaran de arena. Las cosechas, resecas por falta de humedad, se perderán. Los árboles quedarán cubiertos por grandes dunas móviles. Y la muerte de arena se extenderá por todos los rincones hasta que… hasta que una sutil señal se escuche en las tierras yermas.

—¿Qué señal, Señor?

—La señal del próximo ciclo, la venida del Hacedor, la venida del Shai-Hulud.

—¿Seréis Vos, Señor?

—¡Sí! El gran gusano de arena emergerá una vez más de las profundidades, y esta tierra volverá a convertirse en dominio de la especia y del gusano.

—¿Y la gente, Señor? ¿Qué será de toda la gente?

—Morirán muchos. Las factorías alimenticias y la abundancia y riqueza de estas tierras se agotarán. Privados de alimento, los animales carnívoros morirán.

—¿Habrá hambre, Señor?

—La desnutrición y las antiguas enfermedades asolarán la tierra y sólo los más fuertes sobrevivirán… los más fuertes y los más brutales.

—¿Y es necesario que así sea, Señor?

—Las alternativas son peores.

—Explicadme esas alternativas, Señor.

—Con el tiempo las conocerás.

Al avanzar junto al Dios Emperador bajo el sol de la mañana del día de la peregrinación a Onn, Moneo tuvo que admitir que ciertamente ahora sabía ya cuáles eran los males que aparecían como alternativas.

Moneo sabía que para la mayor parte de los dóciles ciudadanos del Imperio el firme conocimiento que él albergaba en la cabeza permanecía oculto en la Historia Oral, en las leyendas y relatos narrados por los escasos profetas, santones o visionarios que ocasionalmente aparecían en uno u otro planeta obteniendo un efímero número de seguidores.

Pero yo sé a lo que se dedican las Habladoras Pez.

Y también sabía de hombres malvados que se sentaban a la mesa a saciarse de delicados manjares mientras contemplaban las torturas a que eran sometidos otros seres humanos.

Hasta que se presentaban las Habladoras Pez y una sanguinaria degollina ponía fin a tales escenas.

—Me gustaba la manera en que me miraba tu hija —dijo Leto—. No se percataba de que yo lo advertía.

—¡Señor, temo por ella! ¡Es sangre de mi sangre, mi…!

—Mía también, Moneo. ¿No soy acaso un Atreides? Mejor harías temiendo por ti mismo.

Moneo lanzó una temerosa mirada al cuerpo del Dios Emperador. Los signos del Gusano continuaban mostrándose patentes. Moneo miró entonces al cortejo que les seguía y luego al camino que les faltaba por recorrer. Se encontraban ahora en pleno descenso, en una zona escarpada en la que los recodos cortos y pronunciados serpenteaban entre las altas paredes de rocas apiladas por el hombre que constituían la barrera defensiva que circundaba el Sareer.

—Siona no me ofende, Moneo.

—Pero ella…

—¡Moneo! Aquí, en su misteriosa cápsula se encuentra uno de los grandes secretos de la vida. Ser sorprendido, hacer que ocurra algo nuevo, eso es lo que yo más deseo.

—¡Señor, yo!

—¡Nuevo! ¿No es esa una palabra radiante, maravillosa?

—Si vos lo decís. Señor.

Leto se obligó a recordarse a sí mismo: Moneo es mi obra, mi criatura. Yo lo creé.

—Tu hija vale para mí cualquier precio que se le ponga, Moneo. Tú desacreditas a sus compañeros, pero tal vez entre ellos haya alguno al que pueda amar.

Moneo lanzó una involuntaria mirada a Duncan Idaho, que marchaba detrás con la guardia. Idaho escudriñaba el camino como tratando de explorar cada curva antes de llegar a ella. Le desagradaba este lugar, rodeado de altas paredes aptas para cualquier ataque. La noche anterior Idaho había enviado exploradores a las alturas, y Moneo sabía que algunos todavía no habían descendido, por añadidura, les esperaba una zona de abismos y barrancos antes de llegar al río, y no disponían de guardias suficientes para apostarles en cada zona de peligro.

—Tendremos que contar con la ayuda de los Fremen —le había dicho Moneo para tranquilizarle.

—¿Fremen? —A Idaho no le gustaba lo que había oído decir sobre los Fremen de Museo.

—Al menos sabrán dar la alarma si avistan a algún intruso —había replicado Moneo.

—¿Hablaste tú con ellos y les pediste que lo hiciesen?

—Naturalmente.

Moneo no se había atrevido a abordar el tema de Siona con Idaho. Pensaba que habría tiempo de sobra para ello, pero en cambio el Dios Emperador acababa de decir algo sumamente inquietante. ¿Habría habido algún cambio de planes?

Moneo centró nuevamente la atención en el Dios Emperador y bajó la voz.

—¿Amar a un compañero, Señor? Pero vos dijisteis que el Duncan…

—¡Dije amar, no procrear con él!

Moneo se echó a temblar pensando en cómo se había dispuesto de antemano su propio enlace, el dolor de la separación de… ¡No! ¡Mejor no proseguir esos recuerdos! Había habido afecto, incluso verdadero amor… después, pero los primeros días…

—Estás otra vez en la luna, Moneo.

—Perdonadme, Señor, pero cuando habláis de amor…

—¿Piensas que desconozco la ternura?

—No es eso, Señor, pero…

—¿Crees acaso que no tengo recuerdos de amor y engendramiento? —El carro giró con una brusca sacudida hacia Moneo, obligándole a esquivarlo de un salto, asustado por la mirada de fuego que despedían los ojos de Leto.

—Señor, os ruego…

—¡Quizá este cuerpo no haya conocido tal ternura, pero conservo todo su recuerdo!

Moneo observó que los signos del Gusano iban apoderándose del cuerpo del Dios Emperador, sin disponer de más alternativa que aceptar un hecho traicionado ya por su estado de ánimo.

Me hallo en grave peligro. Todos nos hallamos en peligro.

Súbitamente Moneo percibió todos los sonidos que le rodeaban, el crujir del Carro Real, los carraspeos y murmullos del cortejo, el rumor de las pisadas en el camino. El Dios Emperador exhalaba un olor a canela. El aire encerrado en los angostos desfiladeros de roca conservaba todavía el frío de la mañana, y del río subía humedad. ¿Era la humedad lo que hacía surgir al Gusano?

—Escúchame, Moneo, escúchame bien, como si toda tu vida dependiera de ello.

—Sí, Señor —musitó Moneo, sabiendo que, en efecto, su vida dependía del cuidado que pusiera no sólo en escucharle sino en observarle.

—Una parte de mi ser habita sumergida en lo profundo sin ningún pensamiento —dijo Leto—. Esta parte reacciona y actúa cometiendo actos sin respeto ni al conocimiento ni a la lógica.

Moneo asintió, con la atención clavada en el rostro del Dios Emperador. ¿Se estaban tornando vidriosos sus ojos?

—Yo me veo obligado a mantenerme al margen y limitarme a observar estos actos, nada más —dijo Leto—. Una tal reacción podría causarte la muerte. Pero la elección no me corresponde. ¿Me oyes?

—Os oigo, Señor —murmuró Moneo.

—¡No existe la elección en tal proceso! No hay más que aceptarlo, simplemente aceptarlo. No se llega jamás a comprender ni a conocer. ¿Qué me dices a eso?

—Temo lo desconocido, Señor.

—¡Pero yo no lo temo! ¡Dime por qué!

Moneo, que esperaba una crisis de este estilo, ahora que se había producido casi se alegraba de ello. Sabía perfectamente que su vida dependía enteramente de su respuesta. Se quedó contemplando a su Dios Emperador con la mente trabajando a toda velocidad.

—Ello es a causa de todos vuestros recuerdos, Señor.

—¿Sí?

Luego había que completar la respuesta. Moneo se concentró eligiendo las palabras:

—Vos contempláis todo cuanto conocemos… tal como fue en un momento: ¡desconocido! Una sorpresa para Vos… una sorpresa debe ser simplemente algo nuevo, ¿algo que no conozcáis? —A medida que iba hablando, Moneo se dio cuenta de haber puesto un interrogante defensivo en un concepto que hubiera debido ser una simple afirmación, pero el Dios Emperador se limitó a sonreírle.

—Por tan gran sabiduría, Moneo, te concedo lo que pidas. ¿Cuál es tu deseo?

El repentino alivio del mayordomo no sirvió más que para abrir paso a otros temores.

—¿Puedo ordenar que Siona regrese a la Ciudadela?

—Eso no hará más que acelerar el momento de su prueba.

—Debe separársela de sus compañeros, Señor.

—Muy bien.

—Mi Señor es generoso.

—Soy egoísta.

El Dios Emperador se apartó de Moneo y cayó en un profundo silencio.

Al contemplar el gran cuerpo segmentado, Moneo observó que los signos del Gusano habían cedido. Después de todo, había salvado el escollo con bastante habilidad. Pensó entonces en los Fremen y en la petición que tenían preparada, y sintió reavivarse sus temores.

Qué equivocación. No harán más que excitarle de nuevo. ¿Por qué les autorizaría yo a presentar su petición?

Los Fremen estarían aguardándoles un poco más adelante, en ordenada formación en esta orilla del río, con sus estúpidos papeles agitándose en las manos.

Moneo avanzó en silencio, aumentando su aprensión a cada paso.