15

Conozco el mal de mis antepasados porque yo soy esa gente. El equilibrio resulta en extremo delicado. Sé que muy pocos de cuantos leéis mis palabras habéis pensado en vuestros antecesores de esta forma. No se os ha ocurrido que vuestros antepasados eran supervivientes y que la supervivencia exige a veces decisiones salvajes, una especie de brutalidad ciega e inmotivada que la humanidad civilizada porfía con mucho empeño en eliminar. ¿Qué precio pagaríais por conseguir suprimirla? ¿Aceptaríais vuestra propia extinción?

Los Diarios Robados

Mientras se vestía para presentarse por primera vez como Comandante en jefe de las Habladoras Pez, Duncan Idaho trataba de librarse de una pesadilla. Le había despertado por dos veces, y en ambas ocasiones había salido al balcón a contemplar las estrellas, rugiéndole aún el sueño en la cabeza.

¡Mujeres… mujeres desarmadas con armaduras negras… lanzadas contra él con el ronco y necio griterío de una turba… agitando unas manos chorreantes de sangre… y que al abalanzarse sobre él abrían la boca mostrando unos horrendos colmillos!

En aquel instante se despertó.

La luz de la mañana no logró contrarrestar los efectos de la pesadilla.

Le habían asignado una habitación en la torre norte. El balcón daba a un paisaje de dunas que se extendía hasta un lejano farallón rocoso adornado en la base con algo que parecía ser una aldea de chozas de adobe.

Idaho se abotonaba el blusón del uniforme mientras contemplaba la escena.

¿Por qué escogerá Leto sólo mujeres para su ejército?

Varias Habladoras Pez sumamente atractivas se habían ofrecido a pasar la noche con su nuevo comandante, pero Idaho las había rechazado.

¡No era propio de un Atreides utilizar el sexo como persuasión!

Bajó la vista para contemplar su atuendo: uniforme negro, ribeteado en dorado, con un halcón rojo en el costado izquierdo. Eso, cuanto menos, le resultaba conocido. Brillaban por su ausencia toda insignia o distintivo de rango.

—Conocen de sobra tu rostro —le había explicado Moneo.

¡Qué extraño hombrecillo, ese Moneo!

Este pensamiento interrumpió las meditaciones de Idaho. Una breve reflexión le indicó que Moneo no era bajo de estatura. Muy dueño de sí mismo sí, pero no más bajo que yo. Moneo, sin embargo, daba la impresión de ser una persona retraída y al mismo tiempo sosegada.

Idaho lanzó una mirada a su habitación. Estaba amueblada con una serie de comodidades rayanas en el sibaritismo: mullidos almohadones, mecanismos ocultos bajo paneles de barnizada madera oscura. El cuarto de baño ofrecía una elegante combinación de azulejos de color azul pastel y un conjunto de bañera y ducha capaz al menos para seis personas. Toda la estancia invitaba a la molicie; en ella se podían recrear los sentidos con el recuerdo de pasados placeres.

—Muy inteligente —murmuró Idaho.

Los suaves golpes que sonaron en la puerta fueron seguidos por una voz femenina que decía:

—¿Comandante? Ha llegado Moneo.

Idaho lanzó una mirada a los tostados ocres del lejano farallón.

—¿Comandante? —El tono de voz sonó algo más elevado.

—Adelante —contestó Idaho.

Entró Moneo, cerrando la puerta tras de sí. Vestía blusón y pantalones de un blanco deslumbrante que obligaba a fijar la vista en su rostro. Lanzó una mirada que abarcó toda la habitación.

—Así que este es el cuarto que te han asignado. ¡Condenadas mujeres! Supongo que lo harían con su mejor intención, pero a estas alturas debieran estar ya más enteradas.

—¿Cómo es posible que conozcan mis gustos?

En el momento de pronunciar su pregunta se percató Idaho de su propia estupidez. No soy el primer Duncan Idaho que ve Moneo en su vida. Moneo se limitó a sonreír y alzarse de hombros.

—No quise ofenderte, Comandante. ¿Te encuentras cómodo en este alojamiento?

—Me gusta la vista.

—Pero no el mobiliario. —Se trataba de una afirmación.

—Eso podrá arreglarse —replicó Idaho.

—Me ocuparé de ello.

—Supongo que habrás venido a explicarme cuáles son mis deberes.

—En lo que esté a mi alcance. Comprendo lo extraño que debe parecerte todo al principio. Esta civilización es completamente distinta de la que tú conociste.

—Me doy perfecta cuenta. ¿De qué manera murió mi… predecesor?

Moneo se alzó de hombros. Parecía ser su gesto habitual, pero no tenía nada de molesto.

—No fue lo bastante rápido como para escapar a las consecuencias de cierta decisión que había tomado —contestó Moneo.

—Explícate mejor.

Moneo suspiró. Los Duncans eran siempre así: arrogantes y exigentes.

—Lo mató la rebelión. ¿Deseas conocer los detalles?

—¿Me serían de alguna utilidad?

—No.

—Exijo para hoy mismo un informe completo de esa rebelión, pero antes quiero saber por qué no hay hombres en el ejército de Leto.

—Estas tú.

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Sostiene una teoría muy curiosa acerca de los ejércitos. La he discutido con él infinidad de veces. Pero ¿no quieres desayunar antes de que te la explique?

—¿No podemos hacer ambas cosas a la vez?

Moneo se volvió hacia la puerta y pronunció una única palabra:

—¡Ahora!

El efecto fue inmediato, y para Idaho resultó fascinador. Un enjambre de jóvenes Habladoras Pez invadió la habitación. Dos de ellas sacaron una mesa y dos sillas plegables de detrás de un panel de madera y las colocaron frente al mirador. Otras pusieron la mesa, preparándola para dos personas, mientras que las restantes entraban los alimentos: fruta fresca, bollos calientes, y una humeante bebida vagamente perfumada con especia y cafeína. Todo ello se ejecutó con una rapidez, un silencio y una eficacia que testimoniaban una larga práctica. Salieron tal como habían entrado, sin pronunciar palabra.

Idaho se encontró sentado a la mesa frente a Moneo al cabo de un minuto de haber dado comienzo tan curiosa operación.

—¿Cada mañana es así?

—Solo si tú lo deseas.

Idaho probó la bebida: era melange y café. Reconoció la fruta; se trataba de paradan, el melón blando de Caladan.

Mi fruta preferida.

—Me conocéis bastante bien —comentó Idaho.

Moneo asintió.

—Es la práctica. Pasemos ya a tu pregunta.

—Y a la curiosa teoría de Leto.

—Sí. Afirma que el ejército tradicional exclusivamente masculino resultaba demasiado peligroso para la población civil de base.

—¡Qué tontería! Sin el ejército no hubiera habido…

—Conozco perfectamente tu argumento. Pero él opina que el ejército masculino fue una reliquia de la función de pantalla delegada en los machos no reproductores de la manada prehistórica. Afirma que es curioso constatar que eran siempre los machos maduros los que enviaban a los jóvenes a la guerra.

—¿Qué significa eso de función de pantalla?

—Los que se encontraban siempre fuera, en la línea de peligro, protegiendo al núcleo de machos reproductores, hembras y crías. Los primeros en soportar la embestida del predador.

—¿Y qué tiene eso de peligroso para los civiles? Idaho probó un pedazo de melón, encontrándolo perfecto, maduro y en su punto.

—Nuestro Señor Leto sostiene que, al verse privado de un enemigo externo, el ejército masculino se volvía siempre contra su propia población. Siempre.

—¿Para luchar por las hembras?

—Tal vez. Sin embargo, es evidente que él no opina que fuera así de simple.

—No veo qué tiene esta teoría de curiosa.

—Aún no la has oído toda.

—¿Queda algo más?

—En efecto. En su opinión, el ejército exclusivamente masculino muestra una fuerte tendencia hacia las actividades homosexuales.

Idaho miró a Moneo echando fuego por los ojos.

—Yo jamás…

—Claro que no. Él se refiere a la sublimación, a las energías contenidas, a las desviaciones y a todo lo demás.

—¿A todo lo demás de qué? —Idaho se sentía irritado y molesto por lo que consideraba un ataque a su imagen varonil.

—Actitudes adolescentes, muchachos solos en compañía, pullas y chanzas destinadas exclusivamente a molestar y herir, lealtad limitada tan sólo a los miembros de la manada… cosas de este género.

Con gran frialdad, Idaho le preguntó:

—¿Y cuál es tu opinión?

Moneo volvió la cabeza y, contemplando el paisaje, contestó:

—Yo me recuerdo a mí mismo una cosa que él ha dicho, y que a mi juicio es cierta. Él es todos los soldados de la historia de la humanidad. Una vez me propuso ofrecerme un desfile de varios ejemplos, escenas de adolescencia de ciertas celebridades militares. Yo decliné su oferta. He leído la historia con atención, y soy capaz de reconocer esta característica por mí mismo.

Moneo se volvió y clavó fijamente la mirada en los ojos de Idaho.

—Piensa en ello, comandante.

Idaho, que se enorgullecía de su propia honestidad, le comprendió de pronto. ¿Cultos de juventud y adolescencia preservados en el estamento militar? Tenía trazas de verdad. Conocía algunos ejemplos por experiencia propia…

Moneo asintió.

—El homosexual, latente o manifiesto, que mantiene esa condición por razones puramente psicológicas, tiende a recrearse en una conducta que busca causar dolor, bien sea infligiéndoselo a sí mismo, bien a los demás. Nuestro Señor Leto afirma que esta tendencia se remonta al comportamiento de verificación de la manada prehistórica.

—¿Tú lo crees?

—Sí.

Idaho se llevó a la boca un pedazo de melón. Había perdido toda su dulzura. Lo ingirió y dejó la cuchara.

—Tendré que reflexionar sobre todo esto.

—Por supuesto.

—No comes nada —observó Idaho.

—Me levanté antes del amanecer y desayuné entonces. —Moneo señaló a su plato—. Estas mujeres tratan constantemente de tentarme.

—¿Y lo consiguen?

—A veces.

—Tienes razón. Esta teoría es bastante curiosa. ¿Hay algo más que la complete?

—Oh… dice que, cuando consigue liberarse de las restricciones adolescente-homosexuales, el ejército masculino es esencialmente violador. La violencia suele ser homicida y no pertenece a una conducta de supervivencia.

Idaho frunció el ceño.

Una prieta sonrisa revoloteó un instante en los labios de Moneo.

—Nuestro Señor Leto afirma que tan sólo la disciplina de los Atreides y las limitaciones de la moral impidieron excesos y atropellos en tus tiempos.

Un profundo suspiro conmovió a Idaho.

Moneo se reclinó en la silla, meditando unas palabras pronunciadas por el Dios Emperador: «Por mucho que busquemos la verdad, el conocimiento de ella en uno mismo suele ser desagradable. Y no sentimos simpatía alguna hacia el que nos la dice».

—¡Esos malditos Atreides! —exclamó Idaho.

—Yo soy un Atreides —replicó Moneo.

—¡Cómo! —Idaho experimentó una desagradable sorpresa.

—Su programa genético —dijo Moneo—. Estoy seguro de que los tleilaxu te lo mencionaron. Desciendo directamente de la unión de su hermana con Harq al-Ada. Idaho se inclinó hacia él.

—Entonces, dime, Atreides, ¿cómo son las mujeres mejores soldados que los hombres?

—Les resulta más fácil madurar.

Idaho agitó la cabeza, desconcertado.

—Poseen una cierta fuerza física que las catapulta desde la adolescencia a la madurez —explicó Moneo—. Como dice Nuestro Señor Leto: «Llevar a un hijo en las entrañas nueve meses lo transforma a uno por completo».

Idaho se apoyó en la silla.

—¿Y qué sabe él de eso?

Moneo se limitó a quedárselo mirando hasta que Idaho recordó de pronto la multitud de seres, varones y hembras, que habitaban en Leto. La comprensión de aquella idea se reflejó en su rostro, y Moneo la percibió rememorando unas palabras del Dios Emperador: «Tus palabras le marcan con el aspecto que deseas que tenga».

Viendo que el silencio se prolongaba, Moneo carraspeó y dijo:

—La inmensidad de los recuerdos de Nuestro Señor Leto también ha hecho enmudecer mi lengua.

—¿Es honrado con nosotros? —preguntó Idaho.

—Yo lo creo.

—Pero hace tantas… Es decir, este programa genético, por ejemplo. ¿Cuánto tiempo hace que dura?

—Desde el principio de su reinado. Desde el día en que se lo robó a la Bene Gesserit.

—¿Y que pretende con él?

—Ojalá yo lo supiera.

—Pero tú eres…

—Un Atreides y su primer consejero, cierto.

—No me has convencido de que un ejército femenino sea mejor.

—Ellas continúan la especie.

Por fin la frustración y la cólera de Idaho hallaron un objetivo en que descargar.

—¿Eso es lo que estuve haciendo con ellas la primera noche? ¿Procrear?

—Posiblemente. Las Habladoras Pez no toman precaución alguna contra el embarazo.

—¡Maldita sea! No soy ningún animal que pueda trasladarse de establo en establo como un… como un…

—¿Como un semental?

—¡Sí!

—Pero Nuestro Señor Leto se niega a utilizar los métodos tleilaxu de cirugía de los genes y de inseminación artificial.

—¿Qué tienen que ver los tleilaxu con…?

—Ellos son la lección práctica. Hasta yo me doy cuenta. Sus Danzarines Rostro son seres más próximos a una colonia zoológica que a nosotros, los humanos.

—¿Los otros… como yo… hicieron también de semental?

—Algunos sí. Tienes descendientes.

—¿Quiénes?

—Yo soy uno de ellos.

Idaho se quedó mirando a Moneo directamente a los ojos, perdido de improviso en un laberinto de parentescos. Para Idaho los parentescos eran incomprensibles. Moneo evidentemente era mucho mayor que… Pero yo soy… ¿Cuál de los dos era en verdad el más anciano? ¿Cuál el antepasado y cuál el descendiente?

—A veces yo mismo me confundo con todo esto —dijo Moneo—. Si te sirve de ayuda, Nuestro Señor Leto me ha asegurado que no eres descendiente mío, al menos no en el sentido corriente del término. No obstante, podrías muy bien engendrar a algunos de mis descendientes.

Idaho agitó ostensiblemente la cabeza.

—A veces pienso que sólo el propio Dios Emperador es capaz de comprender estas cosas —dijo Moneo.

—¡Eso es distinto! —exclamó Idaho—. Es un asunto divino.

—Nuestro Señor Leto dice siempre que ha creado una santa obscenidad.

No era la respuesta que Idaho esperaba. ¿Qué me esperaba? ¿Una defensa de Nuestro Señor Leto?

—Una santa obscenidad —repitió Moneo. Las palabras le rodaron morosas por la lengua, como si se relamiera.

Idaho clavó en Moneo una mirada indagadora. ¡Odia a su Dios Emperador! No… le teme. ¿Pero no odiamos siempre a lo que tememos?

—¿Por qué crees en él? —preguntó Idaho.

—¿Me estás preguntando si comparto las creencias populares, si soy adepto a su religión?

—¡No! ¿Acaso él sí?

—Creo que en efecto es así.

—¿Por qué? ¿Por qué lo crees?

—Porque dice que no desea crear más Danzarines Rostro. Insiste en que su raza humana, una vez emparejada, procrea como siempre lo ha hecho.

—¿Y qué diantre tiene eso que ver?

—Me has preguntado en qué cree él. Pienso que cree en el azar. Pienso que ese es su Dios.

—¡Eso es pura superstición!

—Teniendo en cuenta las características del Imperio, una superstición muy arriesgada. Idaho miró a Moneo echando fuego por los ojos.

—¡Maldito Atreides! —masculló—. Te atreves a todo.

Moneo percibió antipatía y admiración en la voz de Idaho.

Los Duncans siempre empiezan de este modo.