Los Duncan siempre se extrañan de que escoja a mujeres para mis fuerzas de combate, pero es que mis Habladoras Pez son un ejército temporal en todos los sentidos. Así como pueden mostrarse crueles y violentas, las mujeres son completamente distintas de los hombres en su dedicación a la batalla. La cuna de la génesis las predispone en último extremo a un comportamiento más protector de la vida. Ellas han demostrado ser las que mejor mantienen la Senda de Oro. Hago hincapié en esto en mis designios para su adiestramiento. Durante un tiempo se las aparta de los quehaceres cotidianos. Les ofrezco oportunidades singulares que pueden recordar con placer el resto de su vida. Alcanzan la mayoría de edad en compañía de sus hermanas, preparándose para acontecimientos más profundos. Lo que se comparte en tal camaradería prepara siempre para grandes cosas. El velo de la nostalgia envuelve los días vividos con sus hermanas haciéndolos distintos de lo que fueron. Así, de este modo, cambia hoy la historia. Los coetáneos no habitan todos el mismo tiempo. El pasado cambia siempre, pero pocos se dan cuenta.
Los Diarios Robados
Al caer la tarde, tras enviar recado a las Habladoras Pez, Leto descendió a la cripta. Le parecía más oportuno comenzar su primera entrevista con el nuevo Duncan Idaho en una estancia sombría donde el ghola oyera a Leto describirse a sí mismo antes de contemplar con sus propios ojos aquel cuerpo de pre-gusano. Había una pequeña cámara excavada en piedra negra a poca distancia de la rotonda central de la cripta, que convenía a la perfección a este propósito. Se trataba de una sala lo bastante capaz como para acoger a Leto con su carro, pero era de techo bajo y estaba iluminada por varios globos luminosos ocultos que él mismo cuidaba de graduar. Poseía la acostumbrada puerta única, dividida en dos secciones: una que se abría al vaivén para dar paso al Carro Real, y otra, más reducida, adaptada a las proporciones humanas.
Leto se deslizó con su Carro Real penetrando en la sala, selló la puerta grande, y dejó abierta la pequeña. A continuación se dispuso a enfrentarse con la penosa experiencia que le aguardaba.
El aburrimiento, inconveniente principal, se estaba convirtiendo en un auténtico problema, pues el modelo de ghola de los tleilaxu acusaba una monotonía rayana en el tedio. En cierta ocasión Leto había mandado aviso a los tleilaxu de que no enviasen más Duncans, pero ellos se habían percatado de que en este particular podían desobedecerle.
¡A veces pienso que tan sólo lo hacen para mantener viva la desobediencia!
Los tleilaxu confiaban en un detalle de capital importancia que sabían les protegía en otros asuntos.
La presencia de un Duncan complace al Paul Atreides que habita en mí.
Así se lo había explicado Leto a Moneo al iniciar el mayordomo su servicio en la Ciudadela: «Los Duncans deben venir a mí no sólo con la preparación que les dispensan los tleilaxu, sino con mucho más. Queda a tu cargo el que mis huríes suavicen a los gholas, que las mujeres contesten a algunas de sus preguntas». «¿Qué clase de preguntas, Señor?». «Ellas ya saben».
Con el paso de los años, Moneo había aprendido ya, por supuesto, todos estos trámites.
Fuera de la sombría sala, Leto oyó la voz de Moneo y luego el sonido de la guardia de Habladoras Pez que acompañaba los pasos claramente vacilantes del nuevo ghola.
—Por esa puerta —dijo Moneo—. Dentro estará oscuro y, al entrar tú, cerraremos la puerta. Pasa y espera a que Nuestro Señor Leto te dirija la palabra.
—¿Por qué estará oscuro? —La voz del Duncan rezumaba agresivo recelo.
Idaho fue empujado hacia el interior de la sala, y la puerta se selló tras él.
Leto sabía perfectamente lo que estaba viendo el ghola: sombras entre sombras y tinieblas, y una tal oscuridad que ni siquiera podía ubicarse el lugar de donde procedía una voz. Como de costumbre, Leto puso en juego la voz de Paul Muad’Dib.
—Me complace verte de nuevo, Duncan.
—¡Yo no os veo!
Idaho era un guerrero, y el guerrero ataca. Eso aseguró a Leto que el ghola era una copia fiel del original. El proceso ético-moralizante con el que los tleilaxu reavivaban la conciencia y los recuerdos pre-mortem de un ghola dejaba siempre algunas incertidumbres en la mente de los gholas. Algunos de los Duncans creían haber amenazado a un auténtico Paul Muad’Dib. Este así se lo figuraba.
—Oigo la voz de Paul pero no le veo —dijo Idaho sin tratar de disimular su frustración, antes el contrario, acentuándola con la voz.
¿Por qué se entretenía un Atreides con este juego estúpido? ¡Paul estaba muerto y más que muerto desde hacía mucho tiempo, y éste era Leto, el portador de los recuerdos resucitados de Paul… y de muchos otros más, si las historias tleilaxu eran dignas de crédito!
—Te han dicho que no eres sino el último producto de una larga serie de duplicados —dijo Leto.
—No tengo recuerdo alguno de eso.
Leto captó la histeria del Duncan apenas disimulada por la bravata del guerrero. Las malditas tácticas tleilaxu de restauración post-tanque habían producido el caos mental acostumbrado. Este Duncan llegaba en un estado crítico, casi convencido de que estaba loco. Leto sabía que para tranquilizar a aquel pobre desgraciado habría que poner en juego los métodos más sutiles y las palabras más acertadas de aliento, lo cual resultaría emocionalmente agotador para ambos.
—Ha habido muchos cambios, Duncan —dijo Leto—. Sin embargo, hay algo que no cambia. Siempre seré un Atreides.
—Dijeron que vuestro cuerpo estaba…
—Sí, eso ha cambiado.
—¡Los malditos tleilaxu! Me incitaron a matar a alguien que… bueno, que se parecía a vos. De repente recordé quién era yo… y enfrente tenía a… ¿Pudo existir un ghola Muad’Dib?
—Sería uno de los Danzarines Rostro, te lo aseguro.
—Era idéntico, y hablaba de modo tan parecido a… ¿Estáis seguro?
—Un actor, simplemente ¿Sobrevivió?
—¡Claro! Así reavivaron mis recuerdos. Me explicaron todo este maldito asunto. ¿Es verdad?
—Es verdad, Duncan. Lo detesto, pero lo permito para disfrutar del placer de tu compañía.
Las víctimas potenciales sobreviven siempre, pensó Leto. Al menos en los Duncans que yo he visto. Ha habido fallos, el falso Paul degollado y los Duncans desperdiciados. Pero siempre quedan células cuidadosamente conservadas del original.
—¿Y qué le ocurre a vuestro cuerpo? —preguntó Idaho.
Muad’Dib ya podía retirarse; Leto recobró su voz habitual.
—Acepté las truchas de arena como piel. Desde entonces ellas me han ido transformando.
—¿Por qué?
—Te lo explicaré a su debido momento.
—Los tleilaxu me dijeron que vuestro aspecto es el de un gusano de arena.
—¿Qué te dijeron mis Habladoras Pez?
—Me dijeron que erais Dios. ¿Por qué les dais este nombre?
—Se trata de una vieja fábula. Las primeras sacerdotisas hablaban en sueños con los peces. De ese modo conocían secretos muy valiosos.
—¿Cómo lo sabéis?
—Yo soy esas mujeres… y todo cuanto sucedió antes y después de ellas.
Leto oyó a la reseca garganta de Idaho tragar saliva y luego decir:
—Ahora comprendo la oscuridad. Me estáis dando tiempo para que me adapte.
—Siempre fuiste listo, Duncan.
Salvo cuando no lo eras.
—¿Cuánto tiempo hace que os estáis transformando?
—Más de tres mil quinientos años.
—Entonces lo que me dijeron los tleilaxu es verdad.
—Ahora raras veces se atreven a mentir.
—Eso es mucho tiempo.
—Mucho.
—¿Los tleilaxu me han… reproducido muchas veces?
—Muchas.
Ya es hora de que preguntes cuántas, Duncan.
—¿Cuántos ha habido?
—Te dejaré ver las fichas personalmente.
Y así empieza, pensó Leto.
Este diálogo daba siempre la impresión de satisfacer a los Duncans, pero no había forma de eludir la naturaleza de la pregunta:
—¿Cuántos ha habido?
Los Duncans no hacían distinciones físicas, aunque los gholas de un mismo patrón no intercambiaban recuerdos mutuos.
—Recuerdo mi muerte —dijo Idaho—. Espadas Harkonnen, a centenares, tratando de alcanzaros a vos y a Jessica.
Leto reprodujo la voz de Muad’Dib para agilizar momentáneamente el juego:
—Yo estaba allí, Duncan.
—Soy un repuesto ¿no es cierto? —inquirió Idaho.
—Así es, en efecto —replicó Leto.
—¿El otro yo, cómo… quiero decir, cómo murió?
—Todo lo físico, la carne, se va deteriorando. Está en la ficha.
Leto esperó paciente, preguntándose cuánto tardaría este Duncan en sentirse insatisfecho con tan insípida excusa.
—¿Cuál es vuestro aspecto en realidad? —preguntó Idaho—. ¿Cómo es ese cuerpo de gusano de arena que los tleilaxu me describieron?
—Con el tiempo producirá gusanos de arena de varias clases. Ahora se encuentra ya en las últimas fases de su metamorfosis.
—¿Qué queréis decir con eso de varias clases?
—Tendrá más ganglios. Será consciente.
—¿No podría encenderse alguna luz? Quisiera veros.
Leto manipuló los focos. Una luz intensa alumbró la sala. Las negras paredes y los focos, dispuestos de antemano, hicieron que la iluminación se concentrara en Leto, poniendo de manifiesto hasta sus más íntimos detalles.
Idaho paseó la vista por el facetado cuerpo de color gris plateado, observando los rudimentarios inicios de los anillos de un gusano, los sinuosos pliegues, la flexible epidermis… las diminutas protuberancias que antaño fueran los pies y las piernas, una de ellas algo más corta que la otra. Volvió a observar los brazos y las manos de forma neta y bien definida, y finalmente levantó la mirada hacia el rostro con su piel sonrosada casi perdida en la inmensidad de la cogulla gris, como una intrusión ridícula en aquel cuerpo.
—Bien, Duncan —dijo Leto—. Se te había advertido.
Idaho, enmudecido, gesticuló indicando el cuerpo de pre-gusano.
Leto preguntó por él:
—¿Por qué?
Idaho asintió.
—Sigo siendo un Atreides, Duncan, y te aseguro por el honor sagrado de este nombre, que hubo para ello poderosas razones.
—¿Qué podría obligar a…?
—Lo sabrás a su debido tiempo.
Idaho se limitó a sacudir la cabeza.
—No es una revelación agradable —dijo Leto—. Es preciso que antes te enteres de otras cosas. Confía en la palabra de un Atreides.
Con el paso de los siglos, Leto había observado que esta invocación a la profunda lealtad de Idaho hacia todo lo Atreides apagaba de inmediato la inagotable fuente de preguntas personales. Una vez más, la fórmula dio resultado.
—De modo que debo servir nuevamente a los Atreides —dijo Idaho—. Suena conocido. ¿Lo es?
—En muchos aspectos, viejo amigo.
—Viejo para vos, tal vez, pero no para mí. ¿En qué consiste mi servicio?
—¿No te lo dijeron las Habladoras Pez?
—Me dijeron que iba a estar al mando de Vuestra Guardia de Honor, seleccionada entre lo mejor de todas las guarniciones. Esto no lo comprendo. ¿Un ejército de mujeres?
—Necesito un compañero de confianza capaz de ponerse al mando de mi guardia. ¿Alguna objeción?
—¿Por qué mujeres?
—Existen entre ambos sexos ciertas diferencias de comportamiento que hacen a las mujeres extremadamente aptas para este papel.
—Con eso no contestáis a mi pregunta.
—¿Te parecen acaso inadecuadas?
—Algunas, sin embargo, eran guapas, pero…
—¿Otras fueron, ah… blandas contigo?
Idaho se sonrojó. A Leto esta reacción le parecía encantadora. Los Duncan se encontraban entre los pocos humanos de estos tiempos capaces de sonrojarse. Era comprensible. Ese sentido del honor personal era producto de su más temprana educación; muy caballeresco.
—No entiendo cómo confiáis en las mujeres para que os protejan —dijo Idaho. El rubor iba desapareciendo despacio de sus mejillas, y su mirada era feroz.
—Siempre he confiado en ellas igual que confío en ti, con mi vida.
—¿De qué debemos protegeros?
—Moneo y mis Habladoras Pez te informarán de todo.
Idaho bailoteó nervioso, balanceando el cuerpo al compás de los latidos del corazón y mirando a su alrededor sin fijar la vista en un punto concreto. Con la brusquedad de quien ha tomado una repentina decisión, volvió a centrar su atención en Leto.
—¿Cómo debo llamaros?
Era la señal de aceptación que Leto había estado esperando.
—¿Te parece bien «Mi Señor Leto»?
—Sí… Mi Señor. —Idaho miró directamente a los ojos azul Fremen de Leto—. ¿Es cierto lo que dicen vuestras Habladoras Pez, que tenéis… recuerdos de…?
—Estamos todos aquí, Duncan. —Leto pronunció estas palabras con la voz de su abuelo paterno, y añadió—: Hasta las mujeres estamos aquí, Duncan. —Era la voz de Jessica, la abuela materna de Leto.
—Los conociste a todos —dijo Leto—. Y ellos te conocen.
Idaho contuvo el aliento, tembloroso.
—Me costará un poco acostumbrarme a eso.
—Idéntica fue mi reacción inicial —declaró Leto.
Un estallido de risa sacudió el cuerpo de Idaho. Pese a considerarlo exagerado, dada la pobreza de su chiste, Leto no dijo nada.
Luego Idaho dijo:
—Vuestras Habladoras Pez tenían orden de ponerme de buen humor, ¿verdad?
—¿Lo consiguieron?
Idaho estudió el rostro de Leto, reconociendo sus inconfundibles facciones Atreides.
—Vosotros, los Atreides, siempre me conocísteis demasiado bien —dijo Idaho.
—Esto está mejor —replicó Leto—. Veo que empiezas a aceptar que no soy sólo un Atreides, sino todos ellos.
—Paul dijo eso una vez.
—¡Efectivamente! —Por todo lo que el tono y el acento podían trasmitir de su personalidad original, Idaho oyó hablar a Muad’Dib. Amedrentado, tragó saliva y dirigió la mirada a la puerta de la estancia.
—Nos habéis robado algo —dijo—. Más que saberlo, lo intuyo. Esas mujeres… Moneo…
Nosotros contra ti, pensó Leto. Los Duncan siempre escogen el bando humano.
Idaho centró nuevamente su atención en el rostro de Leto.
—¿Qué nos habéis dado a cambio?
—¡A lo largo y ancho del Imperio, la Paz de Leto!
—Y ya veo que todo el mundo se siente feliz y contento. Por eso necesitáis una guardia personal.
Leto sonrió.
—Mi paz es en realidad una tranquilidad forzosa. Los humanos tienen una larga historia de reacciones contra la tranquilidad.
—Y por eso nos entregáis a las Habladoras Pez.
—Y una jerarquía, identificable sin ningún margen de error.
—Un ejército de mujeres —masculló Idaho.
—La última fuerza seductora del varón —dijo Leto—. El sexo fue siempre una manera de someter la agresividad masculina.
—¿Es eso lo que hacen?
—Impiden o mitigan excesos que de lo contrario podrían provocar otro tipo de violencia más dolorosa.
—Y vos les dejáis que crean que sois Dios. A decir verdad, todo esto no me gusta.
—La maldición de la santidad resulta tan ofensiva para mí como para ti.
Idaho frunció el ceño. No era ésta la réplica que esperaba.
—¿A qué clase de juego estáis jugando, mi Señor Leto?
—A uno antiguo pero con reglas nuevas.
—¡Vuestras propias reglas!
—¿Preferirías retroceder a la CHOAM y al Landsraad y a las Grandes Casas?
—Los tleilaxu afirman que el Landsraad no existe, que vos no permitís ningún tipo de autonomía.
—Bien, podría retirarme y dejar paso a la Bene Gesserit. ¿O quizás a los ixianos o a los tleilaxu? ¿Te gustaría que me dedicara a buscar a otro Barón Harkonnen para que asumiera el poder absoluto del Imperio? ¡Di una sola palabra, Duncan, y te aseguro que abdicaré!
Bajo esta avalancha de preguntas, Idaho se limitó a sacudir la cabeza.
—Si no está en las manos adecuadas —dijo Leto—, un poder centralizado monolítico se convierte en un instrumento peligroso y volátil.
—¿Y vuestras manos son las adecuadas?
—De las mías no estoy seguro, Duncan, pero te diré que sí lo estoy de las de mis predecesores. Les conozco.
Idaho dio media vuelta y le volvió la espalda a Leto.
Qué gesto fascinante y tan humano, pensó Leto. El rechazo unido a la aceptación de la propia vulnerabilidad.
El Dios Emperador siguió hablando, dirigiéndose a la espalda de su interlocutor.
—Objetas acertadamente que utilizo a la gente sin su conocimiento ni su consentimiento.
Idaho ladeó la cabeza, quedando de perfil ante Leto, y finalmente la giró por completo para poder mirar a aquel rostro enmarcado en su cogulla, engallándola un poco para escrutar sus ojos de aquel azul total.
Me está estudiando, pensó Leto, pero sólo dispone del rostro para medirme.
Los Atreides habían enseñado a su gente a interpretar las sutiles señales de una cara y de un cuerpo, y Duncan Idaho era diestro en esa práctica; ahora, sin embargo, su decepción llegaba a ser visible: aquella situación sobrepasaba su destreza.
Idaho carraspeó.
—¿Qué será lo peor que hayáis de exigirme?
¡Qué típico de un Duncan!, pensó Leto. He aquí una réplica clásica. Idaho rendirá su lealtad a un Atreides, al guardián de su juramento, pero emite una señal de que jamás traspasará los límites personales de su código ético.
—Se te exige defenderme con cuantos medios estimes necesarios, y también que guardes mi secreto.
—¿Qué secreto?
—Que soy vulnerable.
—¿Que no sois Dios?
—No en un sentido total.
—Vuestras Habladoras Pez mencionaron rebeldes.
—Existen.
—¿Por qué?
—Son jóvenes, y aún no he logrado convencerles de que mi método es mejor. Cuesta mucho convencer a los jóvenes. Nacen sabiéndolo todo.
—Jamás oí a un Atreides mofarse de esta guisa de los jóvenes.
—Quizá se deba a mi provecta edad: viejo sumado a viejo. Y mi tarea se dificulta con el pasar de cada generación.
—¿Cuál es esa tarea?
—Ya la irás comprendiendo poco a poco.
—¿Qué ocurre si yo os fallo? ¿Vuestras mujeres me eliminarán?
—Siempre he procurado no agobiar a las Habladoras Pez con sentimientos de culpabilidad.
—¿Pero me abrumaríais a mí?
—Si tú lo aceptas.
—Si os encuentro peor que a los Harkonnen, me volveré contra vos.
Típico de un Duncan. Su medida del mal son los Harkonnen. Qué poco saben del mal.
Leto dijo:
—El Barón devoró planetas enteros. ¿Qué puede haber peor que eso?
—Devorar el Imperio.
—Estoy gestando a mi Imperio en mis entrañas. Moriré dándole a luz.
—Si pudiera creer que…
—¿Quieres ponerte al mando de mi Guardia?
—¿Por qué yo?
—Porque eres el mejor.
—Debe ser peligroso, imagino. ¿Así fue como murieron mis predecesores, realizando tan peligroso trabajo?
—Algunos de ellos.
—¡Ojalá me fuera dado poseer los recuerdos de los otros!
—No podrías poseerlos y ser a la vez el modelo original.
—No obstante, quiero saber de ellos.
—Sabrás, yo te lo digo.
—Así que los Atreides necesitan todavía un puñal afilado, ¿no es cierto?
—Hay trabajos que solamente un Duncan Idaho puede realizar.
—Decís que… nosotros… —Idaho tragó saliva, miró a la puerta, y luego fijó la vista en el rostro de Leto.
Este le habló como Muad’Dib lo hubiera hecho, pero sin transformar la voz, que siguió siendo de Leto.
—Cuando subimos al Sietch Tabr juntos por última vez, gozabas de mi entera lealtad y yo de la tuya. Eso no ha cambiado.
—Aquello fue con tu padre.
—¡Aquello fue conmigo! —La voz de mando de Paul Muad’Dib surgiendo de la mole de Leto siempre impresionaba a los gholas.
Idaho musitó:
—Todos vosotros… en ese único… cuerpo… —Se calló.
Leto guardó silencio. Había llegado el momento de la decisión.
Entonces Idaho se permitió esbozar aquella sonrisa de despreocupación que tan famoso le hiciera en otros tiempos:
—Y ahora me dirijo al primer Leto y a Paul, los que mejor me conocieron: Utilizadme bien porque os amé mucho.
Leto cerró los ojos. Aquellas palabras siempre le afligían. Sabía que era el amor lo que más podía vulnerarle.
Moneo, que había permanecido a la escucha, acudió en su ayuda. Entrando en la estancia, dijo:
—¿Mi Señor me autoriza a acompañar a Duncan Idaho ante la guardia que debe comandar?
—Sí. —Este monosílabo fue todo lo que Leto pudo pronunciar.
Moneo tomó a Idaho del brazo y se lo llevó.
Mi buen Moneo, pensó Leto. Qué bueno es. Me conoce a la perfección, pero dudo que llegue jamás a comprenderme.