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Por extraño que parezca, muchas grandes contiendas como las que se ven surgir en mis diarios no resultan siempre patentes para los que en ellas participan. Mucho depende de lo que sueña la gente en el recóndito secreto de su corazón. Por mi parte, siempre he prestado idéntico interés a la configuración de las acciones. En mi diario bulle entre líneas la lucha con la opinión de la propia humanidad sobre sí misma, encarnizada batalla librada en un campo en el que ciertos motivos de nuestro más sombrío pasado surgen como emergiendo de un embalse inconsciente para convertirse en acontecimientos con los que nos vemos obligados no sólo a vivir sino a pelear. Es el monstruo quimérico de la hidra de siete cabezas, que ataca siempre por el lado ciego. En consecuencia, elevo mis plegarias para que cuando hayáis recorrido mi tramo de la Senda de Oro, dejéis de ser inocentes infantes danzando al son de una música que no podéis oír.

Los Diarios Robados

Nayla avanzaba con paso firme y resuelto al subir la escalera circular que conducía al salón de audiencias del Dios Emperador, situado en la última planta de la torre sur de la Ciudadela. Cada vez que cruzaba el arco sudoeste de la torre, las angostas aberturas de las aspilleras arrojaban doradas líneas de polvo sobre su camino. Sabía que la pared central junto a la que pasaba ocultaba un ascensor de manufactura ixiana de suficiente tamaño como para trasladar la ingente mole de su señor al salón superior, y ciertamente capaz de acoger las dimensiones relativamente más reducidas de su cuerpo, pero no la incomodaba la obligación de tener que subir por la escalera.

La brisa que penetraba por las aspilleras le trajo el olor a piedra foguera de la arena impelida por el viento. El sol de la tarde extraía destellos a las hojuelas de mineral rojo de la pared interna que centelleaban con fuegos de rubí. De vez en cuando, lanzaba por alguna rendija una mirada a las dunas que se extendían a sus pies, pero en ninguna ocasión se detuvo a admirar la belleza de cuanto la rodeaba.

—Tienes una paciencia heroica, Nayla —le había dicho una vez el Señor.

El recuerdo de aquellas palabras la reconfortó.

Desde el interior de la torre, Leto seguía paso a paso la ascensión de Nayla por la larga escalera de caracol que circundaba en espiral el tubo ixiano, observando su avance a través de un transmisor ixiano, aparato que proyectaba su imagen, reducida a una cuarta parte de su tamaño, a una zona de enfoque tridimensional situada directamente delante de sus ojos.

Con cuánta precisión se mueve, pensó.

La precisión, él lo sabía, procedía de una apasionada simplicidad.

Vestía su uniforme azul de Habladora Pez, y una capa-túnica sin el halcón en el pecho. Una vez traspasado el puesto de guardia de la entrada de la torre, se había echado hacia atrás la máscara cibus que él le obligaba a utilizar durante estas visitas personales. El cuerpo de Nayla, robusto y musculado, se parecía al de muchas de sus guardias, pero su rostro era único y distinto de todos los de su recuerdo, era casi cuadrado, con una boca tan ancha que parecía sobresalir de las mejillas, ilusión causada por las profundas arrugas que flanqueaban sus comisuras; tenía los ojos de color verde claro, y el pelo, que llevaba muy corto, como marfil antiguo. La frente aumentaba el efecto cuadrado de la cara, pues era casi plana, con unas cejas pálidas que solían pasar inadvertidas a causa de lo intenso de sus ojos. La nariz era una línea recta y poco marcada que terminaba en la boca de labios finos.

Cuando Nayla hablaba, sus grandes mandíbulas se abrían y cerraban como las de un animal primitivo. Su fuerza, conocida por pocas personas fuera del campo de las Habladoras Pez, era allí legendaria. Leto la había visto levantar a un hombre que pesaba cien kilos con una sola mano. Su presencia en Arrakis se había decidido en un principio sin la intervención de Moneo, aunque el mayordomo sabía bien que Leto empleaba a sus Habladoras Pez como agentes secretos.

Leto apartó la vista de la imagen de Nayla, y por la amplia abertura situada a su lado contempló el desierto extendiéndose hacia el sur. Los colores de las lejanas rocas danzaban en su conciencia, pardas, doradas, ámbar oscuro. En un distante acantilado había una línea de un rosa exacto al de una pluma de garceta. Las garcetas ya no existían salvo en la memoria de Leto, pero él podía situar aquella cinta rosa pastel de piedra frente a un ojo interior, y era como si la extinguida ave pasara volando ante su vista.

La ascensión, lo sabía bien, estaría empezando a fatigar hasta a la misma Nayla. Esta se detuvo por fin a descansar, dos peldaños después de dejar atrás la señal de los tres cuartos, exactamente en el punto donde descansaba siempre que subía a la torre. Formaba parte de su precisión, una de las razones por las que él la había hecho volver de la lejana guarnición de Seprek.

Por el ventanal situado junto a Leto apareció un halcón de Dune, suspendido en el aire a pocas alas de distancia del muro de la torre. Tenía la vista fija en las sombras que bordeaban el pie de la Ciudadela; Leto sabía que a veces salían de ellas pequeños animales. En el horizonte, más allá del vuelo del halcón, divisó una línea confusa de nubes.

Qué extrañas cosas eran éstas para los viejos Fremen que habitaban en él: nubes sobre Arrakis, lluvia y agua al descubierto.

Leto recordó las voces interiores; A excepción de este último desierto, mi Sareer, la transformación de Dune en el verdeante Arrakis ha progresado inexorablemente desde los primeros días de mi reinado.

La influencia de la geografía sobre la historia solía pasar inadvertida, pensó Leto. Los humanos tendían a contemplar más la influencia de la historia sobre la geografía.

¿Quién es el dueño de este vado del río? ¿De este verde valle? ¿De esta península?

Ninguno de nosotros.

Nayla había reanudado su ascensión con la mirada fija en los escalones que le faltaban por subir. Leto encerró en ella sus pensamientos.

En muchos aspectos es la asistente más útil que jamás he tenido. Yo soy su Dios. Me adora incondicionalmente. Incluso cuando bromeo atacando su fe, lo toma como si de una prueba se tratara. Se sabe superior a toda prueba.

Cuando le ordenó unirse a la conspiración, insistiéndole en que obedeciera en todo a Siona, no puso reparo alguno. Cuando Nayla dudaba, aún llegando a formular sus dudas con palabras, sus propios pensamientos bastaban para devolverle la fe… o habían bastado. Últimamente, sin embargo, ciertos mensajes especificaban que Nayla precisaba de la Santa Presencia para vigorizar su fuerza interior.

Leto recordó su primera conversación con Nayla, con ella temblando de ansiedad por agradar.

—Aunque Siona te envíe a matarme, debes obedecer. Jamás debe sospechar que estás a mi servicio.

—Nadie puede mataros, mi Señor.

—Pero tú debes obedecer a Siona.

—Por supuesto. Tal es la orden de mi Señor.

—Debes obedecerla en todo.

—Así lo haré, mi Señor.

Otra prueba. Nayla no pone en duda mis pruebas, Las considera como picadas de pulgas. ¿Su Señor se lo manda?, Nayla obedece. No debo permitir que nada altere esta relación.

Hubiera sido una Shadout soberbia en los viejos tiempos, pensó Leto. Era ésta una de las razones por las que había regalado a Nayla un cuchillo crys, auténtico, originario del Sietch Tabr. Había pertenecido a una de las esposas de Stilgar.

Nayla lo llevaba enfundado en una vaina oculta bajo su túnica, más como un talismán que como un arma. Se lo había entregado cumpliendo el ritual original, ceremonia que le había sorprendido evocando emociones que creía enterradas para siempre.

—Este es el diente de Shai-Hulud.

Y había tendido la hoja hacia ella, con sus manos de piel plateada.

—Acéptalo y pasarás a formar parte del pasado y del futuro. Mancíllalo y el pasado te privará de futuro.

Nayla había aceptado primero el cuchillo y después la vaina.

—Hazte sangre en un dedo —le había ordenado Leto.

Nayla había obedecido.

—Enfunda el cuchillo. No lo retires jamás sin hacer sangre.

Nuevamente Nayla había obedecido.

Leto contemplaba la imagen tridimensional de Nayla subiendo por la escalera, y sus meditaciones sobre aquella ancestral ceremonia se vieron empañadas por un toque de melancolía. A menos que el cuchillo se calara a la antigua usanza Fremen, la hoja se iría tornando progresivamente frágil hasta quedar inutilizable. Conservaría su forma de cuchillo crys durante toda la vida de Nayla, pero poco tiempo más.

He despilfarrado un fragmento del pasado.

¡Qué tristeza que las Shadouts de antaño se hubiesen convertido en las Habladoras Pez de hoy en día! Y los cuchillos crys se habían usado para estrechar la unión de un servidor con su amo. Sabía que muchos pensaban que sus Habladoras Pez eran en realidad sacerdotisas, la respuesta de Leto a la Bene Gesserit.

«Está creando una nueva religión», había proclamado la Bene Gesserit.

¡Tonterías! No estoy creando ninguna religión. ¡Yo soy la religión!

Nayla entró en el santuario de la torre y se detuvo a tres pasos de distancia de Leto, con los ojos bajos en señal de sumisión.

Enfrascado aún en sus recuerdos, Leto dijo:

—¡Mírame, mujer!

Ella obedeció.

—¡He creado una sagrada obscenidad! ¡Esta religión erigida en torno a mi persona me repugna!

—Sí, mi Señor.

Los ojos verdes de Nayla, prendidos en las doradas almohadillas de sus mejillas, le contemplaron sin interrogar, sin comprender, sin necesidad alguna de respuesta.

Si la enviase a recoger estrellas, iría y lo intentaría. Piensa que nuevamente la estoy poniendo a prueba. La verdad es que esta mujer llegaría a enojarme.

—¡Esta condenable religión debe terminar conmigo! —gritó Leto—. ¿Por qué habría yo de desencadenar una nueva religión sobre mi pueblo? ¡Las religiones destruyen con insidia, desde dentro, a imperios e individuos por igual! ¡Siempre es lo mismo!

—Sí, mi Señor.

—Las religiones sólo crean extremistas y fanáticos, como tú.

—Os doy gracias, mi Señor.

Aquel breve acceso de pseudo-rabia se desvaneció, hundiéndose en las profundidades de los recuerdos de Leto. Nada en el mundo lograba desportillar la pétrea superficie de la fe de Nayla.

—Topri me ha enviado un informe a través de Moneo. Háblame de ese Topri.

—Topri es un gusano.

—¿No es eso lo que me llamáis a mí cuando os reunís los rebeldes?

—Obedezco a mi Señor en todas las cosas.

¡Touché!

—¿Entonces a Topri no vale la pena cultivarlo?

—Siona lo definió correctamente. Es torpe. Dice cosas que luego otros repiten, revelando así su participación en este asunto. A los pocos segundos de que Kobat empezara a hablar, Siona había confirmado su sospecha de que Topri era un espía.

Todo el mundo coincide, hasta Moneo, pensó Leto. Topri es un pésimo espía.

Esta igualdad de pareceres regocijó a Leto. Las mezquinas intrigas enturbiaban un agua que para él permanecía transparente como el cristal. No obstante, los intérpretes seguían conviniendo a sus designios.

—¿Siona no sospecha de ti?

—Yo no soy torpe.

—¿Sabes por qué te he mandado llamar?

—Para poner mi fe a prueba.

Ah, Nayla, qué poco sabes de pruebas.

—Quiero que me des tu opinión de Siona. Quiero verla reflejada en tu rostro, reconocerla en tus movimientos y oírla en tu propia voz —declaró Leto—. ¿Esta lista?

—Las Habladoras Pez la necesitan, mi Señor. ¿Por qué os arriesgáis a perderla?

—Forzar el resultado es el modo más seguro de perder lo que más aprecio en ella —replicó Leto—. Debe venir a mí con todas sus fuerzas intactas.

Nayla bajó los ojos.

—Como mi Señor ordene.

Leto reconoció en seguida esta respuesta. Era la reacción de Nayla ante todo aquello que no lograba comprender.

—¿Sobrevivirá a la prueba, Nayla?

—Tal como mi Señor describe esta prueba… —Nayla levantó la mirada hasta el rostro de Leto y se alzó de hombros—. No lo sé, mi Señor. Es, ciertamente, una mujer fuerte. Ella fue la única que sobrevivió a los lobos. Pero está dominada por el odio.

—Es natural. Dime, Nayla, ¿qué se propone hacer con los objetos que me robó?

—¿Acaso Topri no os informó sobre los libros que según dicen contienen Vuestras Santas Palabras?

Qué singular manera de poner ciertos términos en mayúscula usando sólo la voz, pensó Leto. Y secamente replicó:

—Si, sí. Los ixianos tienen una copia, y pronto la Cofradía y la Bene Gesserit se hallarán trabajando de firme en ellos.

—¿Qué son esos libros, mi Señor?

—Son las palabras que destino a mi pueblo. Quiero que se lean. Lo que quiero saber es qué ha dicho Siona de los planos de la Ciudadela que se llevó.

—Dice que debajo de Vuestra Ciudadela existe un gran depósito de melange, mi Señor, y que los planos revelarán su emplazamiento.

—Los planos no revelarán nada. ¿Va a construir un túnel?

—Busca herramientas ixianas para ello.

—Ix no se las proporcionará.

—¿Existe de veras tal depósito de especia, mi Señor?

—Sí.

—Corre una leyenda sobre la defensa de vuestra especia, mi Señor. Dice que todo el planeta de Arrakis será destruido si alguien intenta robar vuestra melange. ¿Es cierto?

—Sí. Y eso haría añicos el Imperio. Nada sobreviviría, ni la Cofradía ni la Bene Gesserit, ni Ix ni los tleilaxu, ni tan siquiera las Habladoras Pez.

Con un estremecimiento, Nayla replicó:

—No dejaré que Siona intente apoderarse de Vuestra especia.

—¡Nayla! ¡Te ordené que obedecieras en todo a Siona! ¿Así es como me sirves?

—¿Mi Señor?

Quedó desconcertada, temerosa de la cólera de Leto, y más próxima a una pérdida de fe de lo que jamás él la hubiera visto. Se trataba de la crisis que él había creado sabiendo de qué modo iba a terminar. Poco a poco, Nayla se fue relajando, y Leto comenzó a divisar la configuración de los pensamientos de la muchacha con igual claridad que si los hubiera formulado verbalmente.

¡La prueba final!

—Regresarás junto a Siona y preservarás su vida con la tuya —ordenó Leto—. Esta es la tarea que yo te impuse y que tú aceptaste. Por esto fuiste escogida. Por eso llevas un cuchillo perteneciente a la casa de Stilgar.

Nayla llevó su mano derecha al cuchillo crys oculto bajo los pliegues del manto.

Cuán cierto es, pensó Leto, que un arma impone a una persona un modelo de conducta predeterminado.

Contempló fascinado el cuerpo rígido de Nayla. Sus ojos verdes se hallaban exentos de cualquier sentimiento que no fuera adoración.

¡El despotismo retórico final… y yo lo menosprecio!

—¡Vete ya! —ladró.

Nayla se dio media vuelta y salió huyendo de la Santa Presencia.

¿Merece la pena todo esto?, pensó Leto.

Pero Nayla le había comunicado lo que él precisaba saber. Nayla había vigorizado su fe, revelando al mismo tiempo con toda exactitud lo que Leto no lograba descubrir en la imagen confusa de Siona. Había que confiar en el instinto de Nayla.

Siona ha alcanzado el estado explosivo que me hacía falta.