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Soy el más apasionado observador de personas que jamás haya existido. Las observo en mi interior y también fuera de mí. En mí el pasado y el presente se entremezclan con extrañas compulsiones. Y mientras mi carne sufre el proceso de su gran metamorfosis, mis sentidos experimentan extraordinarias percepciones, como si me apercibiera de todo en primer plano. Tengo una vista y un oído extremadamente agudos; así como un olfato portentosamente fino. Soy capaz de detectar e identificar feromonas hasta tres por millón. Lo sé. Lo he comprobado. No podéis ocultar demasiado a mis sentidos. Creo que os horrorizaría averiguar lo que soy capaz de detectar simplemente con el olfato. Vuestras feromonas me revelan lo que hacéis o lo que tenéis intención de hacer. ¡Y qué decir del gesto y la postura! En una ocasión pasé medio día contemplando a un anciano sentado en un banco de Arrakeen. Era descendiente en quinta generación de Stilgar el Naib y ni siquiera lo sabía. Estuve estudiando el ángulo de su cuello los pliegues de piel que formaban su papada, sus labios resecos, la humedad del contorno de sus narices, los poros que tenía detrás de las orejas y los mechones de pelo gris que sobresalían de la capucha de su anticuado destiltraje. Ni una sola vez se percató de que lo estaban observando. ¡Ah! Stilgar se hubiera dado cuenta al cabo de un segundo o dos a lo sumo. Pero ese anciano esperaba simplemente a alguien que no apareció. Al final se puso de pie y se alejó tambaleándose. Se hallaba entumecido después de tanto estar sentado. Supe que jamás volvería a verle en carne y hueso. Se encontraba a las puertas de la muerte y su agua con toda seguridad se malgastaría. Bien, eso ya poco importaba.

Los Diarios Robados

A Leto le parecía el lugar más atractivo del universo aquel donde aguardaba la llegada de su actual Duncan Idaho. Se trataba, según proporciones humanas, de un espacio gigantesco que constituía el corazón de la intrincada red de catacumbas sobre las cuales se erigía su ciudadela. Varias estancias radiales de treinta metros de altura por veinte de ancho nacían a modo de rayos del cubículo central en el que ahora se encontraba. Su carro estaba colocado en el centro de dicho cubículo, en una cámara abovedada circular de cuatrocientos metros de diámetro y cien de altura en su punto máximo, situado encima de él.

Estas dimensiones le resultaban tranquilizadoras.

Era primera hora de la tarde en la Ciudadela, pero la única luz de la estancia procedía del difuso resplandor anaranjado de unos pocos globos luminosos flotantes a suspensión, graduados a su mínima intensidad. La luz dejaba en sombras gran parte de las estancias radiales, pero la memoria de Leto recordaba sin fallo la posición exacta de cuanto contenían: el agua, los huesos, el polvo de sus antepasados y de los Atreides que allí habían vivido y fallecido desde los tiempos de Dune. Todos ellos se encontraban en aquel lugar, así como unos cuantos recipientes llenos de melange colocados allí para dar la impresión de que constituían la totalidad de su provisión, en el supuesto de llegarse a producir tal contingencia.

Leto sabía perfectamente qué motivo impulsaba al Duncan que tenía ante él. Idaho se había enterado de que los tleilaxu estaban fabricando un nuevo Duncan, otro ghola confeccionado según las instrucciones precisas del Dios Emperador, y este Duncan temía que fuera a reemplazársele tras casi sesenta años de servicio. Siempre era una causa de esta índole lo que provocaba la insurrección de los Duncans. Pocas horas antes un enviado de la Cofradía se había presentado ante Leto a fin de comunicarle que los Ixianos habían hecho entrega de una pistola láser a este Duncan.

Leto emitió una risita sofocada. La Cofradía seguía mostrándose extremadamente sensible hacia todo cuanto pudiera amenazar su magra provisión de especia. A sus miembros les aterrorizaba pensar que Leto fuese el último eslabón con los gusanos de arena, productores de las enormes reservas originales de melange.

Si me extingo por falta de agua, no volverá a haber jamás ni un gramo de especia.

Aquél era el temor de la Cofradía. Y sus historiadores-contables aseguraban que Leto poseía el más importante depósito de melange de todo el universo. Ya por sí solo este hecho convertía a la Cofradía en un aliado digno casi de toda confianza.

Para aprovechar la espera, Leto se puso a realizar los ejercicios de manos y dedos recomendados por su adiestramiento Bene Gesserit. Sus manos eran su orgullo. Recubiertos por la membrana gris de piel de trucha de arena, sus largos dedos y sus pulgares oponibles podían utilizarse en forma muy semejante a una mano humana. Las casi inútiles aletas que antaño fueran sus piernas y sus pies le producían ahora más incomodidad que vergüenza, pues podía arrastrarse, rodar y sacudir el cuerpo con sorprendente velocidad, pero a veces caía sobre las aletas y ello le producía dolor.

¿Qué estaba demorando al Duncan?

Leto imaginó al hombre vacilando, mirando por una ventana hacia el etéreo horizonte del Sareer. Aquel día el aire palpitaba de calor. Antes de descender a la cripta, Leto se había detenido unos instantes descubriendo un espejismo en el sudoeste. El reflejo del calor centelleando a través de la arena le envió una imagen compuesta por una banda de Fremen de Museo atravesando penosamente a pie un Sietch de decorado para entretenimiento de turistas.

Hacía fresco en la cripta, siempre hacía fresco, y la iluminación siempre era tenue. Los túneles radiales, enormes agujeros negros, ascendían o bajaban en suave pendiente para facilitar el desplazamiento del Carro Real. Algunos de ellos, dejando atrás muros falsos, recorrían varios kilometros; eran pasajes que el propio Leto había construido por sí solo con herramientas ixianas, túneles de alimentación y pasadizos secretos. Al centrar su atención en la entrevista que iba a celebrar, Leto sintió en su interior un incipiente nerviosismo, emoción que le pareció sumamente interesante y con la que recordaba haber vibrado en otros tiempos. Leto se daba cuenta de que con el tiempo le había ido tomando afecto al actual Duncan, y que deseaba con un débil rayo de esperanza que aquel hombre lograra sobrevivir a la entrevista que se avecinaba. A veces lo conseguían. Era poco probable que el Duncan le lanzara una amenaza de muerte, aunque no se podía pasar por alto ese azar, pues existía. En una ocasión Leto había tratado de explicarle justamente eso a uno de los anteriores Duncans… precisamente aquí, en esta misma estancia.

—Te parecerá extraño que yo con mis poderes hable de azar y casualidad —había dicho Leto, y el Duncan replicó irritado:

—¡Vos no dejáis nada al azar! ¡Os conozco bien!

—¡Qué ingenuidad! El azar es la naturaleza de nuestro universo.

—El azar no. El mal. Y vos sois el autor del mal.

—¡Bravo, Duncan! El mal constituye un profundo placer. Es en las distintas maneras de ocuparnos del mal donde aguzamos nuestra inventiva.

—¡Vos ya no sois siquiera humano! —Qué enfadado se había mostrado el Duncan.

Leto encontró esta acusación irritante, como un granito de arena en un ojo. Se asía con innegable encarnizamiento a los restos de su antigua personalidad humana, aunque la irritación era el sentimiento más próximo a la ira a que podía llegar.

—Tu vida se esta convirtiendo en un cliché —le acusó Leto.

Al oír lo cual el Duncan había sacado un pequeño explosivo de entre los pliegues de la túnica que vestía como uniforme. ¡Qué sorpresa!

Leto adoraba las sorpresas, hasta las desagradables.

¡Esto es algo que no había previsto!, y así se lo dijo al Duncan, extrañamente indeciso en aquel instante, que lo que más requería era decisión.

—Esto podría mataros —dijo el Duncan.

—Lo siento, Duncan. No me hará más que una pequeña herida.

—¡Pero habéis dicho que no lo habíais previsto! —La voz del Duncan se había vuelto chillona.

—Duncan, Duncan, la predicción absoluta significa para mí la muerte. Qué indeciblemente aburrida es la muerte.

En el último momento el Duncan había hecho ademán de lanzarle el explosivo hacia un costado, pero la inestabilidad del material lo había hecho explotar antes de hora. El Duncan había muerto. Ah, bien, los tleilaxu siempre tenían otro de repuesto en sus tanques axlotl.

Uno de los flotantes globos luminosos, situado encima de Leto, comenzó a emitir señales intermitentes. La excitación se apoderó de él. ¡La señal de Moneo! El fiel Moneo avisaba a su Dios Emperador de que el Duncan descendía a la cripta.

La puerta del ascensor humano situado entre los dos pasadizos radiales del arco noroeste del cubículo se abrió de pronto. El Duncan avanzó, figura diminuta a esa distancia pero no por ello capaz de ocultar a los ojos de Leto hasta los más ínfimos detalles de su persona: Una arruga en la manga del uniforme a la altura del codo revelaba que su dueño había estado apoyado en algún sitio con la barbilla en la mano. Sí, se le notaban todavía las marcas de la mano en la barbilla. El olor del Duncan le precedía: su nivel de adrenalina había alcanzado cotas muy elevadas.

Leto permaneció en silencio mientras el Duncan se aproximaba, prestando atención a los detalles. El Duncan caminaba aún con toda la elasticidad de la juventud, cosa que indudablemente debía agradecer a una mínima ingestión de melange en su dieta, y vestía el viejo uniforme Atreides, negro con un halcón dorado en el costado izquierdo. Interesante réplica aquella. «Yo sirvo el honor de los antiguos Atreides». Su cabello, negro y ensortijado, parecía un gorro de astracán, y sus facciones angulosas, de pómulos salientes, eran como plasmadas en piedra.

Los tleilaxu fabrican bien a sus gholas, pensó Leto.

El Duncan llevaba una cartera plana confeccionada con un tejido de fibras marrón oscuro que había utilizado durante varios años. Generalmente contenía el material con el que preparaba sus informes, pero hoy aparecía abultada por algún objeto de mayor peso.

La pistola láser ixiana.

Idaho concentró su atención en el rostro de Leto al avanzar hacia él. Seguía siendo desconcertantemente Atreides, con sus magras facciones y sus ojos de aquel azul total que en las personas nerviosas llegaba a producir un efecto de pura intrusión física. Acechaba hundido dentro de una cogulla formada por pliegues de piel de trucha gris que, como bien sabía Idaho, podían desplegarse con un rápido reflejo defensivo, semejante a un gigantesco parpadeo que en lugar de ocultar los ojos le cubriera la cara. Dentro de aquel marco gris resaltaba el cutis sonrosado que inducía a pensar que el rostro de Leto era una obscenidad, una fracción de humanidad atrapada en un medio extraño.

Deteniéndose a tan sólo seis pasos de distancia del Carro Real, Idaho no trató de disimular la cólera que le dominaba. Ni siquiera pensó en si Leto habría advertido la pistola láser. Este imperio se había desviado en demasía de las antiguas normas éticas Atreides, para convertirse en un desbordamiento impersonal que aplastaba al inocente en su camino. ¡Había que poner fin a tal estado de cosas!

—He venido a hablaros de Siona y otros asuntos —dijo Idaho, colocando la cartera de forma que pudiera extraer fácilmente la pistola láser.

—Muy bien. —La voz de Leto rezumaba aburrimiento.

—Siona fue la única que escapó, pero dispone todavía de una organización rebelde formada por compañeros suyos.

—¿Crees acaso que no estoy enterado?

—¡Conozco vuestra peligrosa tolerancia para con los rebeldes! Lo que ignoro es el contenido del paquete que robó.

—Oh, eso. Son los planos completos de la Ciudadela.

Durante breves instantes Idaho, comandante en jefe de la Guardia de Leto, quedó anonadado por el gravísimo riesgo que ello comportaba para la seguridad de su señor.

—¿Y la dejasteis escapar con eso?

—Yo no, tú lo hiciste.

Idaho retrocedió ante tal acusación. Sin apresuramiento, la reciente decisión de asesinar al emperador recobró su influencia.

—¿No se llevó nada más? —preguntó Idaho.

—Junto con los planos había dos volúmenes, copias de mi diario. También los cogió.

Idaho estudió el rostro impasible de Leto.

—¿Qué contiene ese diario? A veces decís que se trata de un diario, otras de una crónica.

—Tiene un poco de ambas cosas. Hasta podría llamarse un libro de texto.

—¿Os inquieta que se apoderase de esos libros?

Leto se permitió esbozar una leve sonrisa que Idaho interpretó como una negativa. En aquel instante, una momentánea tensión estremeció el cuerpo de Leto al ver que Idaho se agachaba para alcanzar la delgada cartera. ¿Sacaría el arma o los informes? Aunque el núcleo de su cuerpo poseía una poderosa resistencia al calor, Leto sabía que tenía ciertas zonas, especialmente la cara, vulnerables.

Idaho sacó un informe de la cartera y, antes incluso de que empezara a leerlo, Leto había ya captado todas las señales. Idaho no estaba ofreciendo información, sino buscando respuestas. Idaho deseaba tan solo una justificación para una línea de acción previamente elegida.

—Hemos descubierto la existencia de un Culto a Alia en Giedi Prime —manifestó Idaho.

Leto permaneció en silencio mientras Idaho le iba notificando los detalles. Qué aburrimiento. Leto dejó vagar sus pensamientos. Los adoradores de la hermana fallecida de su padre sólo le servían actualmente de distracción ocasional. En cambio los Duncans, como era de esperar, veían en tal actividad una especie de amenaza solapada.

Idaho dio fin a la lectura. Sus apuntes eran competentes, sin duda alguna. Tediosamente competentes.

—Eso no es más que un renacimiento del culto a Isis —declaró Leto—. Mis sacerdotes y sacerdotisas tendrán un poco de diversión suprimiendo esta religión y a sus secuaces.

Idaho agitó la cabeza como respondiendo a una voz que hablara en su interior.

—La Bene Gesserit tenía noticia de ese culto.

Eso si le interesaba a Leto.

—La Orden jamás me ha perdonado que me apoderara de su programa genético —dijo.

—Esto no tiene nada que ver con la genética.

Leto disimuló un ligero regocijo. Los Duncans se mostraban siempre extremadamente susceptibles en relación al tema de la genética, pese a que de vez en cuando algunos de ellos demostraban su valor de sementales.

—Ya veo —replicó Leto—. Bueno, las Bene Gesserit están locas de remate, pero la locura constituye una caótica reserva de sorpresas. Y algunas sorpresas pueden ser muy valiosas.

—No alcanzo a ver ningún valor en ésta.

—¿Crees que la Orden se halla detrás de este culto? —preguntó Leto.

—Sí.

—Explícate.

—Tenían un santuario. Lo llamaban «El santuario del cuchillo crys».

—¿Ya no lo tienen?

—Y su sacerdotisa principal ostentaba el título de «Mantenedora de la luz de Jessica». ¿Os sugiere alguna cosa?

—¡Qué encantador! —esta vez Leto no trató de disimular su regocijo.

—¿Qué tiene de encantador?

—Han unido a mi abuela y a mi tía en una única divinidad.

Idaho sacudió la cabeza lentamente, sin comprender. Leto se concedió una breve pausa interna, más corta que un parpadeo. La abuela-que-albergaba-en-su-interior no se interesaba demasiado por este culto de Giedi Prime, y le exigía que amurallara sus recuerdos y su identidad preservándolos de los ataques del exterior.

—¿Cuál te imaginas que es el propósito de este culto?

—Evidente. Establecer una religión rival a fin de socavar los fundamentos de vuestra autoridad.

—Demasiado simple. Las Bene Gesserit serán lo que se quiera, pero no son tontas.

Idaho permaneció en silencio, aguardando una explicación.

—Quieren más especia —dijo Leto—. Más Reverendas Madres.

—¿Y por eso os hostigan? ¿Para que compréis su benevolencia?

—Me decepcionas, Duncan.

Idaho no supo hacer más que quedarse mirando a Leto, que consiguió exhalar un suspiro, acto harto complicado e incongruente con su nueva forma. Los Duncans solían mostrarse más inteligentes, pero Leto supuso que a éste la traición que tramaba le había nublado la razón.

—Eligieron Giedi Prime para establecerse —continuó diciendo Leto—. ¿Qué te sugiere eso?

—Giedi Prime fue el baluarte de los Harkonnen, pero eso pertenece a la antigua historia.

—Tu hermana murió allí a manos de los Harkonnen. Tienes razón en asociar a los Harkonnen y Giedi Prime en tus pensamientos. ¿Por qué no mencionaste antes este hecho?

—No creí que tuviera importancia.

Leto apretó los labios, dibujando una estrecha línea con la boca. La alusión a su hermana había turbado visiblemente al Duncan. Al fin y al cabo, aquel hombre sabía intelectualmente que no era más que el último ejemplar de una larga serie de reproducciones en carne y hueso, producidas todas ellas en los tanques axlotl de los tleilaxu a partir de unas cuantas células originales. El Duncan no podía huir de los recuerdos que aquella alusión había hecho revivir. Sabía que los Atreides le habían rescatado de la esclavitud de los Harkonnen.

Y por más cosas que sea, pensó Leto, yo sigo siendo un Atreides.

Idaho preguntó:

—¿Qué queréis decir con todo eso?

Leto determinó que la situación exigía un grito. Procuró que sonara fuerte:

—¡Los Harkonnen acaparaban especia!

Idaho retrocedió un paso entero.

Leto continuó diciendo, con voz menos estridente:

—En Giedi Prime existe una reserva de melange por descubrir. La Orden trataba de escamotearla con sus triquiñuelas religiosas como tapadera.

Idaho estaba anonadado. Una vez pronunciada, la respuesta era evidente.

Y yo no di con ella, pensó.

El grito de Leto le conmocionó, obligándole a recobrar su papel de Comandante en jefe de la Guardia Real. Idaho tenía un somero conocimiento del sistema económico del imperio, simplificado al máximo: los intereses estaban prohibidos, los barriles se pagaban al contado y en metálico. Las únicas monedas existentes ostentaban la efigie encapuchada de Leto: el Dios Emperador. Y todo el sistema se basaba única y exclusivamente en la especia, sustancia cuyo valor ya desmesurado seguía aumentando. Un hombre podía llevar consigo el precio de todo un planeta en su equipaje de mano.

«Controla la moneda y los tribunales. Deja lo demás para la chusma», pensó Leto. Fue el viejo Jacob Broom quien pronunció esta frase, y Leto aún escuchaba al anciano riéndose satisfecho. «Las cosas no han cambiado mucho, Jacob».

Idaho tomó aliento.

—Es preciso notificar de inmediato al Departamento de Asuntos Religiosos:

Leto guardó silencio.

Aceptándolo como una invitación para seguir hablando, Idaho reanudó la lectura de sus informes, a los que Leto prestó tan solo una parte de su atención. Era como un circuito de control que solo registrase las palabras y acciones de Idaho sin más participación que cierta intensificación ocasional para dar paso a algún comentario interno:

Y ahora quiere hablarme de los tleilaxu.

Ese es terreno peligroso para ti, Duncan.

Pero ello abrió un nuevo camino para las reflexiones de Leto.

Los mañosos tleilaxu producen todavía a mis Duncans a partir de células originales. Con ello cometen un acto prohibido por la religión, y ambos lo sabemos. Yo no permito la manipulación artificial de la genética humana. Pero los tleilaxu conocen cuánto aprecio a los Duncans para el puesto de Comandantes en jefe de mi Guardia. No creo que sospechen lo mucho que me divierte eso. Me divierte que actualmente lleve el nombre de Idaho un río donde antes hubo una montaña. Esa montaña ya no existe. La derribamos para obtener material con que edificar las altas murallas que circundan mi Sareer.

Como es natural, los tleilaxu saben que de vez en cuando engendro a los Duncans según mi propio programa. Los Duncans representan fuerza mestiza… y mucho más. Todo peso debe tener su contrapeso.

Mi intención era aparear a éste con Siona, pero ahora tal vez no sea posible.

¡Ah! Dice que quiere que yo «suprima» a los tleilaxu. ¿Por qué no me lo pregunta directamente? «¿Estáis pensando en sustituirme?».

Siento la tentación de decírselo.

Una vez más, la mano de Idaho se alargó hacia la cartera. El monitor introspectivo de Leto no dejó de registrar ni la más leve palpitación.

¿La pistola láser o más informes? Más informes.

El Duncan se muestra cauteloso. Quiere obtener no sólo la seguridad de que permanezco ignorante de sus intenciones, sino nuevas pruebas de que soy «indigno» de su confianza. Le asaltan dudas y vacilaciones. Es su carácter. Le he dicho una y mil veces que no voy a utilizar mi presciencia para vaticinar el momento de mi salida de este antiguo cuerpo. Y sin embargo, duda. Siempre ha sido un indeciso.

Esta lúgubre estancia absorbe su voz, y si no fuera por mi percepción, la malsana humedad de este recinto enmarcaría la evidencia química de sus temores. Yo desvanezco su voz por causa de mi inmediata percepción. Qué aburrido se ha vuelto este Duncan. Esta relatando de nuevo la historia, la historia de la rebelión de Siona, para poder formular, sin duda, advertencias personales acerca de su última escapada.

—No se trata de una rebelión corriente —dice.

¡Eso me devuelve la atención! Necio. Todas las rebeliones son corrientes y extremadamente aburridas. Todas están copiadas del mismo modelo, y todas se parecen la una a la otra. Su fuerza motriz es la adicción a la adrenalina y el deseo de adquirir poder personal. Todos los rebeldes son pequeños aristócratas. Por eso puedo transformarlos con tanta facilidad.

¿Por qué no me escucharán nunca los Duncans cuando les explico todo esto? Esta discusión la he mantenido ya con este mismo Duncan. Fue uno de nuestros primeros enfrentamientos, aquí mismo, en la cripta.

—El arte del buen gobierno exige que no cedáis nunca la iniciativa a los elementos radicales —dijo.

Qué pedante. En toda generación surgen radicales, y no hay que tratar de impedirlo. Eso es lo que quiere decir con esto de «ceder la iniciativa». Él quiere aplastarlos, suprimirlos, controlarlos, eliminarlos. Él es la prueba viviente de la poca diferencia que existe entre la mentalidad policial y la militar.

Se lo dije.

—A los radicales sólo hay que temerlos cuando se les trata de suprimir. De lo contrario hay que demostrar que uno está dispuesto a utilizar lo mejor de cuanto ofrecen.

—Son peligrosos, son peligrosos. —Cree que, a fuerza de repetirla, llega a crearse una verdad.

Despacio, paso a paso, le voy guiando hacia mi camino, y hasta incluso hace ver que está escuchando.

—Esta es su debilidad, Duncan. Los radicales siempre ven las cosas en términos excesivamente simplistas: blanco y negro, bien y mal, ellos y nosotros. Al tratar los asuntos complejos de ese modo, destrozan toda posible aproximación abriendo paso al caos. El arte del buen gobierno, como tú le llamas, es el dominio del caos.

—Nadie puede hacer frente a todas las sorpresas.

—¿Sorpresas? ¿Quién habla de sorpresas? El caos no es ninguna sorpresa. Posee unas características perfectamente predecibles. En primer lugar, destruye el orden robusteciendo las fuerzas de los extremos.

—¿No es eso acaso lo que los radicales pretenden? ¿Acaso no intentan trastocar el sistema para hacerse con el poder?

—Eso es lo que ellos creen que están haciendo. En realidad, lo que hacen es crear nuevos extremistas, nuevos radicales, continuando así el viejo proceso.

—¿Y qué me decís de un radical capaz de comprender una situación compleja, que se presenta haciendo gala de esta actividad?

—Ese no es un radical. Es un rival para el poder.

—¿Pero qué hay que hacer con él?

—O ganas su colaboración o le matas. Así se origina la lucha por el poder, ya a nivel de manada.

—Sí, pero ¿y los Mesías?

—¿Los Mesías como mi padre?

Al Duncan le desagrada esta pregunta. Sabe que de un modo muy especial yo soy mi padre. Sabe que puedo hablar con la voz y la personalidad de mi padre, que los recuerdos son precisos, inéditos e ineludibles.

De mala gana, replica:

—Bien… si así lo queréis.

—Duncan, yo soy todos ellos y lo sé. No ha existido jamás un rebelde verdaderamente desinteresado. Todos son unos hipócritas, conscientes de ello o inconscientes, qué más da.

Esto aviva un pequeño avispero en mis ancestrales recuerdos. Algunos de ellos no renunciaron jamás a la creencia de que ellos y sólo ellos poseían la solución de los problemas de la humanidad. Bien, en eso se parecen a mí. Simpatizo con ellos, aunque ello no me impide decirles que el fracaso constituye la demostración de su falacia.

Sin embargo, me veo obligado a bloquearlos. No tiene sentido extenderse en ellos. Ahora ya son poco más que recordatorios patéticos… como este Duncan que se halla ante mí con su pistola láser…

¡Por todos los dioses! Me ha cogido dormitando. Tiene la pistola láser en la mano, apuntándome a la cara.

—¿Tú, Duncan? ¿También tú me has traicionado?

¿Et tu, Brute?

Todas las fibras de la conciencia de Leto se pusieron en estado de alerta. Notaba en todo el cuerpo contracciones nerviosas y leves sacudidas espasmódicas. La carne de gusano tenía voluntad propia.

Idaho le dirigió la palabra con desdén:

—Dime, Leto. ¿Cuántas veces debo pagar mi deuda de lealtad?

Leto reconoció al punto la verdadera pregunta subyacente en sus palabras: «¿Cuántos otros ha habido como yo?». Los Duncans siempre querían saberlo. Todos ellos lo preguntaban, sin que les satisfaciera ninguna respuesta. Dudaban siempre.

Con su más triste voz de Muad’Dib, Leto replicó:

—¿No te enorgullece mi admiración, Duncan? ¿No te has preguntado nunca qué es lo que me hace desearte como compañero constante a través de los siglos?

—Sí, el saber que soy un perfecto estúpido.

—¡Duncan!

La voz encolerizada de Muad’Dib conseguía siempre anonadar a un Idaho. Pese a que Idaho sabía que ninguna Bene Gesserit había dominado nunca los poderes de la voz como Leto, era de esperar que al oír ésta se impresionara. La pistola láser tembló en su mano.

Aquello fue suficiente. Con un fulgurante movimiento Leto saltó rodando del Carro Real. Idaho jamás le había visto abandonar el carro de ese modo, ni tan solo sospechaba que pudiera hacerlo. Pero Leto necesitaba solamente dos requisitos: una amenaza verdadera, susceptible de ser sentida por su cuerpo de gusano, y el lanzamiento de ese cuerpo. Lo demás era automático y su velocidad sorprendía incluso al propio Leto.

La pistola láser constituía ahora su principal preocupación. Le podía causar unos cuantos rasguños, pero pocos tenían conocimiento de la capacidad del cuerpo de pre-gusano para hacer frente al calor.

Al rodar, Leto zarandeó a Idaho, y la pistola se desvió en el momento de disparar. Una de las inútiles aletas que en otros tiempos fueran las extremidades inferiores de Leto envió un violento estallido de sensaciones a su consciencia. Durante un instante no notó más que dolor. Pero su organismo de gusano quedó en libertad de actuar y sus reflejos desencadenaron un violento paroxismo de contorsiones y caídas. Leto oyó el crujir de unos huesos. La pistola láser cayó muy lejos, en el suelo de la cripta, arrojada por una sacudida espasmódica de la mano de Idaho.

Tras apartarse de Idaho rodando, Leto se preparó para un nuevo ataque que no llegó a producirse. La herida de la aleta seguía enviando señales de dolor, y notó que en la punta había sufrido una quemadura. La piel de trucha había cicatrizado la herida y el dolor se había atenuado, convirtiéndose en una molesta palpitación.

Idaho se agitó. Sin duda alguna había sufrido una herida mortal. Tenía el pecho visiblemente aplastado, y no podía ocultar la tortura que le representaba respirar. A pesar de todo, abrió los ojos y miró a Leto.

¡Qué persistencia la de estas posesiones mortales!, pensó Leto.

—Siona —murmuró Idaho con voz entrecortada.

En aquel instante Leto le vio exhalar el último suspiro.

Interesante, pensó Leto. Es posible que este Duncan y Siona… ¡No! Este Duncan mostró siempre un altanero desdén hacia la insensatez de Siona.

Leto volvió a subir a su Carro Real. Esta vez había escapado por poco. Era evidente que el Duncan apuntaba al cerebro. Leto era siempre consciente de que sus manos y pies eran los puntos más vulnerables de su cuerpo, pero no había permitido que nadie descubriera que el órgano que antaño fuera su cerebro no estaba ya directamente asociado con su cara. Ya no era ni siquiera un cerebro de dimensiones humanas, sino que se había extendido como una informe masa nodal por todo su cuerpo. Esto no lo había dicho a nadie. Tan solo lo había confesado en sus diarios.