Los siguientes pasajes pertenecen a la traducción realizada por Hadi Benotto de los volúmenes descubiertos en Dar-es-Balat:
Yo, Leto Atreides II, nací hace más de tres mil años estándar, contando desde el momento en que ordeno imprimir estas palabras. Mi padre fue Paul Muad’Dib. Mi madre fue su consorte fremen, Chani. Mi abuela materna fue Faroula, herbolaria famosa entre los fremen. Mi abuela paterna fue Jessica, producto del programa genético de la Bene Gesserit en su búsqueda de un varón capaz de igualar los poderes de las Reverendas Madres de la Orden. Mi abuelo materno fue Liet-Kynes, el planetólogo que inició la transformación ecológica de Arrakis. Mi abuelo paterno fue El Atreides, descendiente de la casa de Atreus y cuyo linaje se remontaba en línea directa a sus antepasados griegos.
Mi abuelo paterno murió como tantos griegos de noble alcurnia, intentando dar muerte a su mortal enemigo, el viejo barón Vladimir Harkonnen. Ambos descansan ahora sin paz alguna en mis ancestrales recuerdos. Ni siquiera mi padre se siente satisfecho. Yo he llevado a cabo lo que él temió hacer, y ahora su sombra debe compartir las consecuencias.
La Senda de Oro así lo exige. ¿Y qué es, me diréis, la Senda de Oro? Pues nada más y nada menos que la supervivencia de la humanidad. A nosotros los que poseemos poderes de presciencia, a nosotros los que conocemos los escollos y trampas del porvenir humano, nos corresponde desde siempre esa responsabilidad.
Lo que vosotros podáis sentir al respecto, vuestras mezquinas penas y alegrías, incluso las angustias o el delirio, apenas nos concierne. Mi padre poseía estos poderes. Yo los poseo en mayor grado. De vez en cuando nos está permitido lanzar una mirada entre los velos del Tiempo.
Este planeta de Arrakis desde el cual gobierno mi imperio multigaláctico no es ya lo que fue en los tiempos en que se conocía con el nombre de Dune. En aquella época el planeta entero era un desierto. Ahora no queda más que este reducido vestigio, mi Sareer. Ya no vaga en libertad el gusano de arena gigante produciendo la especia melange, la única fuente. ¡Qué extraordinaria sustancia! Ningún laboratorio ha logrado jamás sintetizarla. Y es la sustancia más valiosa que jamás descubrió la humanidad.
Sin melange para poner en funcionamiento la presciencia lineal de los Pilotos de la Cofradía, la gente atraviesa las distancias interestelares del espacio a paso de caracol. Sin melange, la Bene Gesserit no puede dotar a las Decidoras de Verdad ni a las Reverendas Madres. Sin las propiedades geriátricas de la melange, la gente vive y muere de acuerdo con el antiguo parámetro, es decir, poco más de un centenar de años, más o menos. Ahora bien, la única especia disponible se conserva en almacenes y depósitos de la Cofradía y de la Bene Gesserit. Ciertas pequeñas cantidades se hallan en poder de los vestigios de las Grandes Casas, y luego existe mi gigantesca provisión que todos codician. ¡Ah, cómo desearían saquearme! Pero no se atreven; saben que antes que entregarla, la destruiría.
No. Se acercan a mí sumisos y me solicitan la melange. Y yo la distribuyo cual recompensa o la retengo como castigo. Y eso lo detestan.
Es mi poder, les digo. Es mi privilegio. Me sirve para crear la Paz. Hace más de tres mil años que disfrutan de la Paz de Leto. Consiste en una tranquilidad forzosa que la humanidad conoció tan sólo durante brevísimos períodos antes de mi ascensión al trono. Por si lo habéis olvidado, dedicaos a estudiar la Paz de Leto en estos, mis diarios. Comencé esta crónica el primer año de mi administración, en los primeros dolores de mi metamorfosis, siendo aún básicamente humano, incluso en apariencia. La piel de trucha de arena que yo acepté (y mi padre rechazó) y que me proporcionó una fuerza descomunalmente amplificada además de una virtual inmunidad contra el ataque convencional y la vejez, esa piel cubría todavía una figura reconocible como humana: dos piernas, dos brazos, un rostro humano enmarcado en los pliegues enrollados de la trucha de arena.
¡Ahhh, ese rostro! Aún lo tengo, y es la única porción de piel humana que expongo ante el universo. Todo el resto de mi carne se halla recubierta por los cuerpos entrelazados de esos minúsculos vectores de la arena profunda que tal vez un día se conviertan en gusanos de arena gigantes.
Y así será… un día así será.
A menudo pienso en mi metamorfosis final, esa semejanza de la muerte. Sé cómo debe producirse, pero ignoro el momento y los demás jugadores. Esta es la única cosa que yo no puedo saber. Sólo sé si la Senda de Oro continúa o termina. Como hago que estas palabras queden registradas, la Senda continua, y por este motivo, al menos, estoy contento.
Ya no siento los filamentos de las truchas de arena clavárseme en la carne para extraer el agua de mi cuerpo y almacenarla en sus receptáculos placentarios. Ahora formamos virtualmente un solo cuerpo, ellas son mi epidermis y yo la fuerza que mueve el conjunto… la mayor parte del tiempo.
En el momento de escribir este relato, definirme con el término conjunto peca de grosero e impreciso. Soy lo que podría llamarse un pre-gusano. Mi cuerpo mide unos siete metros de longitud y algo más de dos metros de diámetro, posee anillos en casi toda su extensión, y presenta en un extremo mi rostro Atreides situado a la altura de un hombre, con mis brazos y manos (bastante reconocibles como humanos) colocados justo debajo. ¿Mis piernas y mis pies? Bien, los tengo casi atrofiados del todo. En realidad, son puras aletas y se han ido desplazando, colocándose en la parte trasera de mi cuerpo. Todo mi conjunto pesa aproximadamente cinco toneladas antiguas. Adjunto estos datos porque sé que tendrán interés para la historia.
¿Cómo traslado ese peso descomunal de un lado para otro? Generalmente en mi Carro Real, que es de manufactura ixiana. ¿Os extraña? La gente odiaba y temía a los ixianos aún más de lo que me odiaban y temían a mí. Antes el diablo, decían, pues ¿quién sabe, quién sabe lo que los ixianos son capaces de inventar o fabricar?
Yo, ciertamente, no lo sé. No en su totalidad.
Pero siento una cierta simpatía por los ixianos, por la inconmovible firmeza con que creen en su tecnología, en su ciencia y en sus máquinas. Es esta fe robusta (qué importa cuál sea su contenido) lo que nos acerca a los ixianos y a mí y hace que nos entendamos bien. Ellos fabrican para mí numerosos aparatos y piensan que así se ganan mi gratitud. Estas mismas palabras que ahora estáis leyendo fueron impresas con un instrumento ixiano al que llaman dictatel. En el momento en que me pongo a pensar, de cualquier modo que sea, el dictatel se pone en funcionamiento, y sin más requisito que seguir pensando de ese modo las palabras van quedando impresas en hojas de cristal riduliano de una molécula de grosor. Algunas veces ordeno imprimir copias en material más deleznable. Dos de esas copias fueron las que me robó Siona.
¿No es maravillosa mi Siona? A medida que comprendáis la importancia que tiene para mí, tal vez os preguntéis si no hubiera debido dejarla morir en el bosque. No lo dudéis: la muerte es algo muy personal. Raras veces interfiero con ella, y jamás lo haría en el caso de alguien que deba ser puesto a prueba como Siona. La podría dejar morir en cualquier fase. Después de todo, podría educar a un nuevo candidato en muy poco tiempo, tal como yo mido el tiempo.
De todos modos, me fascina. La estuve contemplando en el bosque. Con mis instrumentos ixianos la estuve contemplando, preguntándome cómo no vaticiné esta aventura. Pero Siona es… Siona. Por eso no hice gesto alguno para detener a los lobos. Hubiera sido un error hacerlo: los lobos-D no son más que una prolongación de mi propósito, y mi propósito es ser el mayor predador de todos los tiempos.
Los Diarios de Leto II