Esta mañana nací en un yurt al borde de una llanura donde pastan los caballos en las tierras, de un planeta que dejó de existir. Mañana naceré otra persona en cualquier lugar. Aún no he escogido. Esta mañana, sin embargo, ¡ah, esta vida! Cuando mis ojos supieron enfocar, miré la hierba pisada bañada por el sol y vi a unas gentes vigorosas dedicadas a la dulce actividad de las tareas cotidianas de sus vidas. ¿Dónde… dónde fue a parar tanto vigor?
Los Diarios Robados
Las tres personas que corrían hacia el norte por entre las sombras de la luna a través del Bosque Prohibido cubrían un trecho de casi medio kilómetro, y el último corredor se encontraba a menos de cien metros de distancia de los feroces lobos-D que los perseguían. En medio del silencio se oían los jadeos de las fieras resoplando ansiosas por dar caza a la presa que acosaban.
Con la primera luna brillando en el firmamento, había bastante luz en la espesura, y pese a tratarse de las más elevadas latitudes de Arrakis, continuaba sintiéndose el calor de un agobiante día de verano. El vientecillo nocturno del Último Desierto del Sareer transportaba aromas de resina y la húmeda emanación procedente del mantillo del suelo. De vez en cuando la brisa del mar de Kynes, situado al otro lado del Sareer, barría las huellas de los fugitivos con un ligero olor a salitre y pescado.
Por un capricho del destino, el último corredor se llamaba Ulot, que en lengua fremen significa «Amado Rezagado». Ulot era bajo de estatura y poseía una tendencia a la obesidad que le había obligado a añadir la incomodidad de una dieta a las penalidades que comportaba el entreno para esta aventura. Aún tras haber adelgazado mucho para la desesperada carrera que le esperaba, seguía teniendo la cara redonda, con unos grandes ojos oscuros, sensibles a cualquier alusión a su gordura.
Ulot se daba cuenta ya de que no podía seguir corriendo mucho más; perdido el resuello, jadeaba agotado y en ocasiones se tambaleaba. Así y todo no llamó a sus compañeros; sabía que no podían ayudarle. Todos habían prestado el mismo juramento, sabiendo que no tenían más defensa que las antiguas virtudes y la lealtad fremen; seguían siendo válidas aún cuando todo lo que antaño fuera fremen tenía ahora un rancio sabor a arcaico, relatos antiguos aprendidos a fuerza de oírlos recitar a los Fremen de Museo.
Era la lealtad fremen lo que mantenía a Ulot callado pese a ser plenamente consciente de la fatalidad de su destino. Hermosa demostración de las antiguas cualidades, y conmovedora ciertamente puesto que ninguno de los corredores poseía más conocimiento de las virtudes que imitaban que el de los libros y las leyendas de la Historia Oral.
Los lobos-D se acercaban a Ulot ganándole terreno; los gigantescos bultos grises casi tan altos como los hombros de un hombre avanzaban a saltos, gruñendo de ansiedad, con las cabezas enhiestas y los ojos clavados en la figura de su víctima, traicionada por los brillantes rayos de la luna.
El pie izquierdo de Ulot tropezó con una raíz, y estuvo a punto de caer. Aquello renovó sus energías, y consiguió acelerar el paso, ganando quizás un cuerpo de distancia a sus perseguidores. Ayudándose con enérgicos movimientos de los brazos, respiraba ruidosamente, con la boca abierta.
Los lobos-D no alteraron el paso. Sus sombras plateadas avanzaban entre chasquidos envueltos en los potentes efluvios verdes de sus bosques. Sabían que tenían ganada la batalla, como tantas otras veces.
Nuevamente, Ulot tropezó. Recuperó el equilibrio apoyándose en un arbusto y continuó su jadeante carrera, resollando, temblándole las piernas, que se rebelaban contra tan agotador esfuerzo. No le restaban energías para acelerar el paso otra vez.
Uno de los lobos-D, una hembra de gran tamaño, se emparejó con Ulot acercándosele por el flanco izquierdo. Con un giro fulgurante, saltó cruzándosele en el camino. Unos colmillos descomunales desgarraron el hombro de Ulot, haciéndole tambalear pero sin que llegase a caer. A los olores del bosque se añadió el acerbo tufo de la sangre. Un macho menos corpulento le alcanzó en la cadera derecha, y entonces Ulot cayó chillando. La manada entera se precipitó sobre él, y los gritos cesaron en un abrupto final.
Sin detenerse a devorar a su presa, los lobos-D reanudaron su persecución. Sus hocicos husmeaban los senderos del bosque y los errantes efluvios del ambiente, en busca del rastro cálido de los otros dos humanos que escapaban corriendo.
El siguiente corredor de la fila se llamaba Kwuteg, nombre de rancio abolengo en Arrakis pues se remontaba a los tiempos de Dune.
Un antepasado suyo había servido en el Sietch Tabr como Maestro de los Destiladores de Muerte, pero aquello había ocurrido hacía más de tres mil años y quedaba perdido en un pasado en el que muchos habían dejado de creer. Kwuteg corría con las largas zancadas de su cuerpo alto y delgado, excelentemente preparado para tal ejercicio. De su rostro aguileño nacía un cabellera negra y lacia que le caía hacia atrás. Al igual que sus compañeros, vestía un ceñido traje de carreras de punto de algodón negro, que revelaba la acción de sus nalgas musculadas y de sus muslos nervudos, así como el ritmo profundo y regular de su respiración. Sólo su paso, notablemente lento para Kwuteg, traicionaba el hecho de haberse herido la rodilla derecha al descender por los precipicios artificiales que circundaban la fortaleza de la Ciudadela del Dios Emperador en el Sareer.
Kwuteg oyó los chillidos de Ulot, luego el brusco y potente silencio, y los renovados aullidos de caza de los lobos-D.
Trató de que su mente no creara la imagen de otro amigo destrozado por las fauces de los monstruosos guardianes de Leto, pero la imaginación se le burló empleando contra él sus malas artes. Profiriendo mentalmente una maldición contra el tirano, sin malgastar aliento en pronunciarla, Kwuteg concentró sus esfuerzos en aprovechar la única oportunidad que se le ofrecía de alcanzar el santuario del río Idaho. Sabía lo que sus amigos pensaban de él, hasta la misma Siona: todos le tenían por prudente y conservador. Ya de niño ahorraba sus energías hasta el último momento, dosificando sus reservas como un avaro.
A pesar de la herida de la rodilla, Kwuteg aceleró el paso. Sabía que el río estaba cerca. El dolor de la rodilla había dejado de ser una tortura para convertirse en un ardor que le quemaba la pierna y el costado. Conocía muy bien los límites de su resistencia, y sabía también que Siona se hallaría ya casi en la orilla. Ella, que era la más veloz de todos, transportaba el paquete sellado que contenía los objetos robados en la fortaleza del Sareer. Kwuteg concentró sus pensamientos en aquel paquete, mientras continuaba corriendo.
¡Sálvalo, Siona! ¡Úsalo para destruirle!
Los febriles gañidos de los lobos-D devolvieron a Kwuteg a la realidad. Los tenía demasiado cerca. En aquel momento supo que no conseguiría escapar de ellos.
¡Pero Siona tiene que escapar!
Se arriesgó a volver la cabeza, y vio a uno de los lobos acercársele por el lado. Súbitamente intuyó la estrategia que emplearían sus perseguidores, y en el momento en que el lobo saltaba para darle alcance Kwuteg también saltó. Colocando un árbol entre él y la manada, se agachó de repente, agarró a la fiera que le acosaba por una de las patas traseras y, sin detenerse, comenzó a voltear al cautivo agitándolo a modo de zurriago para dispersar a los demás. Hallando al animal menos pesado de lo que se imaginaba y casi agradeciendo el cambio de acción, se volvió contra sus atacantes y, blandiendo su látigo viviente, eliminó con un fulgurante molinete a dos de ellos, que cayeron desplomados entre el crujir de cráneos fracturados. Pero no podía defenderse sin ayuda, y a los pocos instantes un lobo flaco le atacaba por la espalda, lanzándole contra un árbol y privándole de su zurriago.
—¡Huye! —gritó.
La manada se abalanzó sobre él, y Kwuteg apresó al lobo flaco clavándole los dientes en la garganta. Le mordió con toda la furia de su desesperación. Un chorro de sangre de lobo le salpicó la cara, cegándole por un instante. Rodando por el suelo sin saber a ciencia cierta hacia donde dirigirse, Kwuteg agarró a otro lobo. Aquello desconcertó a unos cuantos componentes de la manada, que se dispersaron gañendo asustados y atacando a sus propios heridos. Los más, sin embargo, permanecieron atentos a su presa. Sus fauces, provistas de aguzados colmillos, desgarraron la garganta de Kwuteg.
También Siona había oído el chillido de Ulot, y después el inconfundible silencio seguido de los aullidos de los lobos al reanudar la manada su despiadada persecución. Se sintió invadida de tal cólera que temió estallar. Se había incluido a Ulot en esa aventura a causa de su capacidad analítica, de su habilidad para obtener una visión de conjunto de un problema a partir tan sólo de unas pocas de sus partes. Había sido Ulot quien, utilizando la indispensable lupa, presente siempre entre sus utensilios de trabajo, había examinado los dos extraños volúmenes hallados junto a los planos de la Ciudadela.
—Me parece que están en clave —había comentado.
Y Radi… pobre Radi, había sido el primero del grupo en morir…
Radi había dicho:
—No podemos llevar más peso. Tíralos.
Pero Ulot había objetado:
—Las cosas sin importancia no se esconden de esta forma.
Kwuteg se había puesto del lado de Radi:
—Vinimos en busca de los planos de la Ciudadela y ya los tenemos. Esos libros pesan mucho.
Pero Siona se había mostrado conforme con Ulot:
—Yo los llevaré.
Aquello había puesto fin a la discusión.
Pobre Ulot.
Todos sabían que era el peor corredor del grupo. Ulot era lento para casi todas las cosas, pero en claridad mental no le aventajaba nadie.
Es responsable y de toda confianza.
Ulot no les había defraudado.
Siona consiguió dominar su cólera, y utilizó su energía para acelerar el paso. Las ramas de los árboles le azotaban el cuerpo en su veloz carrera a la luz de la luna. Acababa de penetrar en ese vacío que se produce al correr, en el que el tiempo se queda en suspenso y no existe nada más que el movimiento y la conciencia del propio cuerpo realizando el esfuerzo para el cual se ha preparado.
Los hombres la encontraban muy bella cuando corría, y Siona lo sabía. Llevaba el largo cabello negro fuertemente sujeto en un cola para que no le molestase, y había acusado a Kwuteg de insensatez cuando él se negó a seguir su ejemplo en este particular.
¿Dónde está Kwuteg?
Su cabello no era igual que el de Kwuteg. Tenía ese color castaño oscuro que a veces se confunde con el negro pero que no llega a serlo, no como el de Kwuteg.
Por esos caprichos de las leyes genéticas, sus facciones reproducían exactamente las de una remota antepasada suya: Un rostro suavemente ovalado, de boca llena y generosa, y ojos refulgentes de vivacidad sobre una nariz proporcionada y pequeña. El cuerpo se le había ido enflaqueciendo al cabo de varios años de correr, pero los hombres la consideraban una mujer sumamente atractiva.
¿Dónde está Kwuteg?
La manada de lobos guardaba silencio, y aquello la llenó de alarma. Lo mismo había ocurrido antes de que acabaran con Radi. Igual había sucedido cuando capturaron a Setuse.
Se dijo que aquel silencio presagiaba tal vez algo distinto. A Kwuteg tampoco se le oía… y era un hombre muy fuerte.
Siona sintió una punzada en el pecho, preludio del jadeo que sus muchos kilómetros de entreno le aseguraban que no iba a tardar en producirse. El sudor seguía manando de sus poros humedeciendo el fino traje negro de carreras que vestía. Sujeto a los hombros, cuidadosamente sellado para protegerlo de la travesía a nado del río, llevaba el paquete con su valioso contenido. Concentró sus pensamientos en los planos de la Ciudadela que iban doblados en él.
¿Dónde guardará Leto su provisión de especia?
Tenía que ser en el interior de la Ciudadela; forzosamente tenía que ser allí. La especia de la melange que tanto codiciaban la Bene Gesserit, la Cofradía y todos los demás… era una recompensa que bien valía el peligro que arrostraba por ella.
Y aquellos dos volúmenes cifrados. Kwuteg tenía razón en una cosa: el papel de cristal riduliano era, efectivamente, muy pesado. Pero compartía la tremenda excitación de Ulot: algo importante ocultaban aquellas líneas en clave.
Una vez más los furiosos aullidos de caza de los lobos resonaron en el bosque detrás de ella.
¡Corre, Kwuteg, corre!
En aquel momento, justamente delante de ella y a través de los árboles, divisó la franja de terreno despejado que bordeaba la orilla del río Idaho y un poco más allá el reflejo de la luna sobre la superficie bruñida de las aguas.
¡Corre, Kwuteg!
Anheló con desespero escuchar algún sonido de Kwuteg, cualquier sonido. Tan sólo quedaban ellos dos de los once que habían iniciado la carrera. Nueve habían pagado esta aventura con su vida: Radi, Aline, Ulot, Setuse, Inineg, Onemao, Hutye, Memar y Oala.
Siona pronunció mentalmente sus nombres, y con cada uno de ellos elevó una callada plegaria a los antiguos dioses, no al tirano Leto. Con especial devoción se encomendó a Shai-Hulud.
Invoco en mi oración a Shai-Hulud, que habita en la arena.
De repente se halló fuera del bosque, aislada a la luz de la luna, en medio de la franja de terreno segado que se extendía a lo largo del río. A poca distancia, tras una estrecha playa de guijarros, el agua la invitaba a zambullirse. La playa brillaba plateada contra la oscura y mansa superficie de las aguas.
Un penetrante alarido procedente de la espesura estuvo a punto de hacerla tropezar. Dominando los salvajes aullidos de los lobos, reconoció la voz de Kwuteg que la llamaba sin nombrarla con un único grito inconfundible, con una única palabra que condensaba innumerables conversaciones, que contenía un mensaje salvador de vida y muerte:
—¡Huye!
Los aullidos de la manada se convirtieron entonces en una horrible barahúnda de frenéticos gañidos, sin que volviera a oírse ya nada de Kwuteg. En aquel instante Siona comprendió de qué modo empleaba Kwuteg las últimas energías que le quedaban de vida.
Los está entreteniendo para ayudarme a escapar.
Obedeciendo al grito de Kwuteg, se precipitó hacia la orilla del río. Después del calor de la carrera, el frío del agua la sobresaltó. De momento se sintió algo aturdida y se alejó chapoteando, tratando de nadar y recobrar el aliento. El precioso paquete flotaba a sus espaldas, chocando contra su nuca.
En aquel punto el río Idaho no era demasiado ancho; no alcanzaría los cincuenta metros, y describía una curva suave y majestuosa bordeada de entrantes arenosos poblados de lozanos juncos y cañaverales, testimonio de que las aguas se negaban a discurrir entre las líneas rectas diseñadas por los ingenieros de Leto. Siona se tranquilizó al recordar que los lobos-D habían sido condicionados para detenerse a la orilla del agua. Los límites de su territorio quedaban señalados por el río a este lado, y el muro del desierto al otro. A pesar de todo, recorrió los últimos metros nadando bajo el agua, y no salió a la superficie hasta hallarse en las sombras de un bancal desde donde se volvió para mirar hacia atrás.
La manada entera de lobos se había colocado en formación a lo largo de la orilla, excepto uno de ellos que había descendido hasta el borde del agua y estaba inclinado hacia adelante, con las patas delanteras casi sumergidas en la corriente. Siona le oyó gañir, y supo que el lobo la había divisado. Sin duda alguna. Los lobos-D eran famosos por su agudeza visual. Entre los antepasados de los guardianes del bosque de Leto había Mastines de Larga Vista, y el Emperador criaba a sus lobos por sus extraordinarias dotes visuales. Siona se preguntó si en esta ocasión los lobos llegarían a quebrantar la sumisión a su condicionamiento, pues eran básicamente cazadores de batida. Si el lobo plantado en la orilla se decidía a entrar en el agua, los demás le seguirían. Siona contuvo la respiración. Estaba exhausta. Había recorrido treinta kilómetros, la mitad de los cuales con los lobos-D pisándole los talones.
El lobo plantado en la orilla profirió un gañido y retrocedió de un salto, reuniéndose con sus compañeros. Obedeciendo alguna señal silenciosa, volvieron grupas y regresaron al trote a la espesura.
Siona sabía a dónde se dirigían. Los lobos-D estaban autorizados a devorar cuantas piezas abatieran en el Bosque Prohibido. No era ningún secreto. Era del dominio público. Por esta razón los lobos vagaban por el bosque y se habían convertido en guardianes del Sareer.
—Me las pagarás, Leto —murmuró. Su voz no fue más que un leve susurro, semejante al rumor del agua entre los juncos que se oía a sus espaldas—. Pagarás por Ulot, por Kwuteg y por todos los demás. Me las pagarás.
Se empujó fuera del agua con suavidad, dejándose llevar por la corriente hasta tocar con el pie el fondo de una angosta playa. Lentamente, arrastrando el cuerpo abrumado de fatiga, salió del agua y se detuvo a comprobar que el contenido del paquete sellado no se había mojado. El sello estaba intacto. Lo contempló un instante a la luz de la luna, y luego levantó la mirada dirigiéndola hacia el muro de árboles del otro lado del río.
Qué precio tan alto pagamos. Diez amigos muy queridos.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero Siona pertenecía a la casta de los antiguos fremen, y sus lágrimas fueron pocas. La aventura de cruzar el río y atravesar el bosque mientras los lobos patrullaban las fronteras del norte, para cruzar después el Último Desierto del Sareer y escalar las murallas de la Ciudadela… todo ello adquiría caracteres de sueño en su mente… incluso la huida ante los lobos, que ella había vaticinado pues era seguro que la manada de guardianes descubriría el rastro de los invasores y se hallaría al acecho… todo era un sueño. Pertenecía al pasado.
Conseguí escapar.
Se volvió a sujetar a la espalda el paquete sellado.
He abierto una brecha en tus defensas, Leto.
En aquel momento Siona pensó en los volúmenes cifrados. Estaba segura de que algo oculto en aquellas líneas escritas en clave le abriría el camino para la venganza.
¡Te destruiré, Leto!
No: ¡Te destruiremos, Leto! Eso no era propio de Siona. Lo haría ella misma.
Se dio media vuelta y se dirigió a grandes pasos hacia las huertas que se extendían detrás de la franja segada paralela a la orilla del río. Mientras iba caminando, repitió el juramento que implicaba su nombre completo:
—Siona Ibn Fuad al-Seyefa Atreides es quien te maldice, Leto. ¡Pagarás por ello!