4

Tomé una decisión. Hacía tiempo que había terminado la carrera y trabajaba como médico en el hospital de Berlín. En aquellos años había consolidado mi relación con Ilse, quien me insistía en que nos casáramos o nos fuéramos a vivir juntos. Yo me resistía porque me parecía que dejar a Amelia y a Max era tanto como desertar. Él era un inválido cuya salud empeoraba día a día y Amelia le dedicaba cada minuto de su vida. Hasta aquella noche había creído que les unía un amor que no conocía límites, pero ahora sabía que lo que les unía era más fuerte y doloroso que el amor.

Hacía tiempo que Ilse había dejado de vivir con sus padres, y decidí marcharme a su casa aquella misma noche. Busqué un par de bolsas y metí algo de ropa. Salí de la casa sin hacer ruido.

Al día siguiente fui con Ilse a recoger el resto de mis cosas. Mi padre no entendía que hubiera adoptado una decisión tan repentina.

—Me parece bien, pero así… sin decirnos nada —se lamentó.

—O lo hago así o nunca seré capaz de marcharme.

—Friedrich tiene derecho a buscar su propio camino y a tener su propia vida. Hemos tenido la suerte de tenerle con nosotros más tiempo del que podíamos esperar —intervino Amelia—, pero te echaremos de menos.

Me callé y no dije que yo también les extrañaría a ellos, porque en aquel momento necesitaba alejarme.

—Vendremos a menudo, ¿verdad, Ilse?

—Pues claro que sí. Además, mi estudio no está tan lejos de aquí, andando no se tarda más de media hora.

Pero mis visitas fueron espaciándose, y me sentía culpable por ello. Necesitaba encontrarme a mí mismo, poner en orden mis sentimientos. Sabía que mi padre sufría porque no iba a verle y que eso deterioraba su salud, pero no era capaz de cambiar mi actitud. Incluso cuando nació mi primer hijo tampoco hice nada para que mi padre disfrutara de su condición de abuelo.

Una noche, Amelia me telefoneó alarmada. Mi padre parecía estar sufriendo un ataque y me pedía que fuera cuanto antes.

Cuando llegué creía que se moría, estaba sufriendo una crisis cardíaca, afortunadamente llegamos a tiempo al hospital.

Mis colegas del departamento de cardiología me habían advertido de que no tuviera muchas esperanzas, pero no contaban con la voluntad de mi padre de seguir viviendo. Estuvo hospitalizado un mes y luego le dieron el alta. A partir de ese momento me impuse a mí mismo no hacerle sufrir más de lo que ya sufría y convertí en costumbre visitarle todas las tardes cuando salía del hospital y antes de ir a casa.

Con Amelia mi relación había cambiado desde la noche en que la oí hablar con Albert, y me daba rabia que ella no me reprochara mi cambio de actitud. Simplemente lo aceptaba como parecía aceptar todo lo que le había sucedido a lo largo de su vida.

A mi padre le alegró que Ilse y yo comenzáramos a llevar a los niños con frecuencia. Le gustaba leerles cuentos y enseñarles a jugar al ajedrez. Amelia, por su parte, ejercía como la mejor de las abuelas. Pero ella seguía siendo algo más que una apacible abuela.

Ilse trabajaba en un instituto de Investigación, donde algunos de sus compañeros científicos eran contrarios al régimen. Ella conocía y simpatizaba con muchos de los opositores, pero se mantenía alejada de sus actividades.

Hasta que un día se vio implicada en un suceso.

Fue a primera hora de la mañana, porque a Ilse siempre le gustaba llegar una hora antes que el resto de sus compañeros, decía que así tenía tiempo para organizar la jornada. Creía estar sola, cuando uno de sus colegas entró en la sala.

—Hola, Erich. ¿Qué haces tan temprano aquí?

Él no respondió y cayó al suelo desmayado. Ilse se asustó, se acercó a él y vio que estaba sangrando. Le incorporó como pudo e intentó reanimarle.

—No avises a nadie —le suplicó él con apenas un hilo de voz.

—Estás herido, necesitas un médico.

—¡Por favor, no lo hagas!

—Pero…

—¡Por favor! Ayúdame a esconderme. ¡Te lo ruego!

Se puso nerviosa, sin saber qué hacer. Pensó en telefonearme al hospital, pero sabía que los teléfonos estaban intervenidos, y si me pedía que acudiera de inmediato, sospecharían.

Sin saber cómo, Ilse logró llevarle hasta un cuarto que servía de almacén.

—Tendré que buscar a alguien para que nos ayude a sacarte de aquí. ¿Puedes decirme qué ha sucedido?

—Una redada… han disparado… pero he logrado huir.

Ilse no sabía qué hacer, no quería comprometerme, pero tampoco confiaba en nadie lo suficiente como para pedir ayuda. Sin embargo sabía que había una persona en quien sí podía confiar, que no preguntaría nada, que la ayudaría.

Encerró a Erich en el cuarto, y salió corriendo del Instituto de las Ciencias para ir a casa de Amelia y de Max.

Amelia abrió la puerta y vio la desesperación y el miedo en el rostro de Ilse.

—¡Ayúdame! No sé qué hacer.

Le contó lo que sucedía y Amelia le pidió que se tranquilizara y que aguardara unos minutos.

La acompañó al instituto, donde a aquellas horas ya empezaban a llegar científicos y empleados. Entraron caminando tranquilamente. Amelia le pidió a Ilse que actuara con naturalidad.

Llegaron hasta el almacén e Ilse abrió la puerta.

Le sorprendió que Amelia sacara del bolso una venda y que después de examinar de dónde provenía la sangre, vendara fuertemente el torso de Erich.

—¿Podrá andar?

—No lo sé…

—Tendrá que hacerlo si quiere salir de aquí.

Escucharon ruidos y gritos.

—Ahora ve a averiguar qué pasa y cuando lo sepas, vuelve aquí —le ordenó.

Ilse salió tambaleándose, estaba muerta de miedo. Se encontró en el pasillo a su jefe.

—¡Vaya, Ilse, estás aquí…! Menuda se está armando. Tenemos que ir todos al salón de actos. Al parecer la policía está siguiendo la pista a alguien que podría haberse escondido aquí.

—¿Aquí?

—Sí, anoche hubo una reunión de ésas en las que la gente se dedica a despotricar contra el Gobierno. Como siempre, algún infiltrado puso en alerta a la KVP y hubo una redada. Alguien disparó y mató a un policía, y puedes imaginar cómo están. Hay cientos de detenidos.

—Pero aquí…

—Parece ser que a primera hora de la mañana una mujer vio por los alrededores a un hombre que apenas podía andar, se lo ha dicho a un vigilante y éste ha llamado a la policía, que ya estará a punto de llegar. El director ha ordenado que vayamos todos al salón de actos para identificarnos.

—Ahora voy, estaba en el baño y he salido al oír ruido, pero me he dejado el bolso allí.

Regresó al pequeño almacén y cuando les explicó a Amelia y Erich lo que estaba pasando, éste dijo que se entregaría.

—De ninguna manera, te matarán —afirmó Amelia.

—No tengo otra salida.

—Ya veremos.

A través de la megafonía se instaba a todos los empleados a acudir al salón de actos para identificarse antes de que llegara la policía.

—No tenemos más remedio que salir de aquí, y tú tendrás que mantenerte erguido aunque te duela.

Salieron del almacén, Ilse y Amelia sujetaban a Erich una por cada costado. En el pasillo ya no había nadie. Oyeron pasos que se acercaban y casi se dieron de bruces con un vigilante del edificio, un hombre del que todos sospechaban que era informante de la Stasi.

—Ustedes… ¿por qué no están con todo el mundo?… —les preguntó el vigilante.

—Trabajamos… —Ilse iba a sacar su identificación del bolso.

El vigilante dirigió la mirada a Erich y se dio cuenta de que le traspasaba la sangre a través de la chaqueta. Ilse estaba buscando su identificación pero el hombre debió de pensar que iba a sacar un arma. Fue él quien sacó su pistola y la encañonó, pero un segundo después cayó desplomado ante el estupor de la propia Ilse y de Erich.

En la mano de Amelia había un arma con silenciador.

—¡Dios mío! —gritó Ilse.

—¡Cállate! Si no le disparo te habría matado, creía que ibas a sacar un arma. Y ahora, andando.

Ilse estaba aterrorizada, lo mismo que Erich, pero la obedecieron. Estaban en la segunda planta y llegaron a la primera, en la calle se encontraron a los primeros empleados que, tras ser identificados, abandonaban el edificio quedándose en la puerta.

—¿Qué hay en la planta de abajo?

—Laboratorios…

—¿Alguna puerta que dé a ese jardín?

—Sí, sí…

—Iremos abajo, buscaremos una salida o saldremos por una ventana, ahí no se ve policía, procuraremos mezclarnos con los que han salido, luego nos dirigiremos a tu coche. ¿Lo habéis comprendido?

Erich e Ilse asintieron. Hicieron cuanto les dijo, salieron por una puerta lateral al jardín trasero y caminaron hacia donde estaban el resto de los empleados.

—Sonríe, Erich, y procura que la bufanda te tape esa parte de la chaqueta. A pesar de que te he apretado el vendaje, sangras.

Ilse aún no sabe cómo fueron capaces de llegar al aparcamiento. Amelia les llevó a casa, y cuando pudieron tumbar a Erich en la cama, él se desmayó. Tuvieron que explicarle a Max lo sucedido.

—Tienes que ayudar a este hombre, tú eres médico —le pidió Amelia.

—No puedo, sabes que no puedo. Hace más de cuarenta años que dejé de ser médico. Además, no tendría con qué hacerlo.

—Improvisa, Max, dime qué puedes necesitar, buscaré el botiquín, algo habrá…

—Se está desangrando…

—Examina la herida, al menos sabrás si le ha afectado algún órgano vital.

—¿Cómo voy a hacerlo desde esta silla?

—Max, si no lo haces, este hombre morirá. Tú juraste hace muchos años que salvarías vidas, pues hazlo.

Entre Ilse y Amelia ayudaron a mi padre a colocarse cerca de Erich. Le examinó y dijo que la bala había salido, pero no pudo asegurar que no tuviera ningún órgano afectado. Les dijo cómo limpiar y cauterizar la herida, aunque les advirtió que necesitaría una transfusión de sangre cuanto antes porque, de lo contrario, no resistiría.

—Eso no podrá ser —respondió Amelia—, al menos por ahora.

Amelia mandó a Ilse que fuera a nuestra casa y se ocupara de los niños.

—Cuando llegue Friedrich, dile que venga. Mientras, no hables con nadie; si te llama alguien de tu oficina, dile que te asustaste y te fuiste a casa.

—Pero la policía encontrará a ese hombre…

—Claro que lo encontrará.

—Y nos buscará.

—No. Nadie nos vio. Tienes que estar tranquila, y mañana cuando vayas al trabajo comportarte como los demás, muestra curiosidad y horror por lo que ha pasado.

—Yo… quiero darte las gracias, por mi culpa estás en este lío.

—No me des las gracias, Friedrich nunca me hubiese perdonado que no cuidara de ti.

—La pistola… ¿por qué llevaste una pistola? No sabía que tenías una…

—Es mejor prevenir. Y ahora márchate, yo cuidaré de Erich.

Mi padre apenas podía creer lo que estaba escuchando. Cuando Ilse se marchó, miró enfadado a Amelia.

—Otra vez… ¿no puedes terminar nunca?

—¿Hubieras preferido que no ayudara a Ilse o incluso que hubiera permitido que la mataran? No tuve elección.

—¡Sí, claro que tuviste elección! Llevas años justificando lo que haces con esa frase: no tuve elección. Pero siempre hay elección, Amelia, siempre.

—No para mí, Max, no para mí. ¿Crees que morirá? —le preguntó señalando a Erich.

—Ha perdido mucha sangre, necesita una transfusión, de lo contrario le puede fallar el corazón.

—No podemos hacer más que esperar, puede que cuando venga Friedrich sepa qué más podemos hacer.

—Es peligroso que se quede aquí, deben de estar buscándolo por todo Berlín.

—Pero nadie le relaciona con nosotros.

—¿Estás segura de que ningún vecino os ha visto entrar?

—No, no estoy segura. Creo que no, pero no estoy segura.

—Somos demasiado viejos para que nos torturen o nos manden a un campo de trabajo. Supongo que si te descubren, nos matarán. —Max parecía desesperado.

—A ti no te harán nada, es obvio que no has podido participar en la fuga de este hombre, yo soy la única responsable.

—¿Crees que puedo vivir sin ti?

—Sí, claro que puedes. Tienes a Friedrich y a Ilse y a tus nietos que te quieren. No me necesitas tanto como crees.

—Mi vida se reduce a ti.

—No, Max, he sido yo quien ha reducido tu vida.

Me asusté al llegar a casa y ver el estado de nervios de Ilse. Había escuchado a lo largo de todo el día rumores sobre lo sucedido, incluso la había telefoneado para preguntarle si estaba bien. Me pareció asustada, pero creí que era porque todo había sucedido en el edificio en el que trabajaba.

Ilse insistió en que fuera a casa de mi padre. Erich estaba muy grave pese a los esfuerzos de Amelia y de Max. Cuando llegué, le puse una inyección y le di un calmante más potente que los que le había suministrado Amelia.

—O le llevamos a un hospital o no sé qué puede pasar —les dije, aunque en realidad sí lo sabía.

Erich entreabrió los párpados e intentó hablar aunque estaba muy débil.

—Avisad a mis amigos, ellos…

—De ninguna manera. Tus amigos y tú os habéis comportado como aficionados. Si les llamamos, terminaremos todos en las dependencias de la KVP o de la Stasi —le cortó Amelia.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —pregunté yo, preocupado.

—Tú mantenle con vida, yo procuraré que pueda ir a algún lugar seguro.

—En el sótano no resistiría —dije yo, temiendo que le quisiera trasladar al agujero de allí abajo.

—No, no es ahí donde quiero llevarle. Aún no es muy tarde, voy a telefonear a un amigo.

Media hora después Garin llegaba a casa de mi padre. Hacía años que no le veía y me impresionó verle convertido en un anciano, aunque aún conservaba el porte recio y el bigote, a pesar de que ahora era totalmente canoso.

Amelia le contó lo sucedido. Primero rio, y después le dio una palmada en la espalda.

—Eres imprevisible, siempre lo has sido. Llevas años retirada, y de repente matas a un vigilante y te traes a casa a un fugitivo. ¿Qué quieres que haga?

—Sálvale, y si es posible, sácale de Berlín.

—Lo que me pides no se hace de un día para otro, hay que prepararlo todo, y no es fácil. Tengo que consultar a mi gente, arriesgamos mucho.

—No sólo está en juego su vida —Amelia señaló a Erich—, sino la de mi familia: Friedrich, mi nuera, los niños. Si no fuera por ellos no te lo pediría. Tienes que hacerme este favor, Garin. Me lo debes.

Durante unos minutos permaneció en silencio. Después se encogió de hombros, en lo que parecía un gesto de resignación.

—Haré lo que pueda, no te prometo nada. Pero tendrás que esconderle hasta que podamos sacarle de aquí.

—¿Cuánto tiempo? —Quiso saber Amelia.

—No lo sé, dos o tres días, quizá más.

—Puede que no aguante tanto.

—Bueno, si se muere, asunto terminado; será más fácil desprendernos del cadáver que sacarle vivo de Berlín.

—¡Cómo podéis hablar así! —Max no podía contener la furia.

—Vamos, viejo amigo, en mi negocio no caben los sentimentalismos. Haré lo que pueda por ayudar a salvar el cuello de Amelia, es ella quien ha matado a un vigilante para salvar a tu nuera y a su amigo. Y ella me ha recordado que le debo algo, de manera que tengo que pagar la deuda y así estaremos en paz.

No podía quedarme sentado esperando a que Erich se muriera, ni permitir que Amelia corriera con todos los riesgos. Regresé al hospital con la excusa de examinar a uno de mis enfermos que estaba en cuidados intensivos.

Robé un par de bolsas de sangre y unas cuantas agujas hipodérmicas, así como otro material que pensaba me podía ser útil, y me dispuse a regresar a casa de mi padre. Estaba a punto de salir del hospital cuando me encontré con el director médico que estaba de guardia.

—¿Qué haces por aquí?

—He venido a ver a un paciente, llevo años tratándole y le han operado esta tarde. Prometí a su esposa que vendría a interesarme por su estado.

—Pareces preocupado…

—Lo estoy, mi padre no se encuentra bien, está muy débil. Hace un rato estuve con él y no le encontré demasiado bien, puede que antes de ir a casa vaya a echarle otro vistazo.

La transfusión de sangre reanimó a Erich, aunque seguía teniendo fiebre alta. Volví a inyectarle antibióticos. No podía hacer más, no había manera de saber si tenía una hemorragia interna o el pulmón destrozado.

Durante dos días Erich estuvo entre la vida y la muerte, hasta que apareció Garin.

—Un amigo vendrá dentro de media hora con una camioneta, pero ¿cómo le sacaremos de aquí?

—Ya he pensado en eso. Le bajaremos al sótano y le meteremos en un viejo arcón. Ya lo he preparado, he puesto un colchón dentro, y he hecho un par de agujeros en un lado para que pueda respirar.

—Has pensado en todo. —Garin parecía admirado de la propuesta de Amelia.

—Eso creo. Friedrich me ayudará a bajarle por la trampilla que une la cocina con el sótano.

Seguimos las instrucciones de Amelia. Si algún vecino husmeaba, se encontraría a unos hombres llevándose unos cuantos muebles viejos del sótano.

No pude resistir la tentación de preguntarle a Garin cómo iban a trasladar a Erich.

—Ésa es una pregunta que yo no te voy a contestar y que tú no deberías hacerme.

—Al menos podremos avisar a su familia de que se encuentra a salvo…

No pude terminar la frase, Amelia y Garin se enfurecieron, parecían a punto de pegarme.

—¡Estás loco! Nos pondrías en peligro a todos. Le salvamos la vida, le llevamos al otro lado, y tendrá que estar calladito al menos durante un año. Ya se le pasará a su familia el sufrimiento cuando puedan saber que está vivo. Pero ahora no debes acercarte a nadie que le conozca, ni familia ni amigos. Díselo a Ilse o de lo contrario… —El tono de Garin era amenazante.

Ilse aún tiembla cuando recuerda lo que sucedió. Si Amelia no hubiera disparado, ahora estaría muerta. De manera que siempre le agradeceremos a Amelia que hiciera lo que hizo. Era la segunda vez que nos salvaba a los dos, porque si a Ilse le hubiera sucedido algo… no sé qué habría hecho yo.

Unos días más tarde fui a ver a mi padre. Estaba en la cama, no se sentía demasiado bien.

—No ha querido levantarse —comentó Amelia.

Había sufrido dos infartos, tenía un problema grave de circulación, y en su mirada se notaba el cansancio de una larga vida confinado en un cuerpo mutilado. Pensé que mi padre se estaba rindiendo, que le abandonaba el deseo de vivir.

Mientras dormitaba, sentí los ojos de Amelia clavarse en mi rostro.

—Escuchaste mi última conversación con Albert James… —No me lo preguntaba, era una afirmación.

—Sí —no quise mentirle.

—Lo sé. Te gustaba escuchar detrás de las puertas, intentar entender algunas de las cosas extrañas que veías. Tu padre y yo lo sabíamos y nos cuidamos de no hablar demasiado cuando estabas despierto. Aquella noche sabía que estabas escuchándonos. Y para mí supuso un alivio que lo hicieras. Necesitaba que supieras lo que le hice a tu padre, no imaginas las veces que le pedí a Max que te dijera la verdad, pero él se negaba, decía que saber la verdad te haría daño. ¿Sabes?, me sentía una impostora contigo.

—Te he odiado por lo que le hiciste a mi padre.

—Es justo. No podías hacer otra cosa.

—¿No te importa?

—Me importa más no pagar mis deudas y haber tenido que arrastrar esa impostura sobre mi conciencia.

—Eres una mujer extraña, Amelia.

—Ahora estamos en paz.

La vida continuó transcurriendo con la monotonía de la cotidianidad. Yo tuve otros dos hijos, mientras mi padre se moría un poco más todos los días.

A finales de los ochenta, los alemanes del Este sentíamos que algo iba a cambiar, la Perestroika rusa estaba trastocando lo que parecía un orden inalterable.

En octubre de 1989, cuando nos disponíamos a celebrar el cuadragésimo aniversario de la República Democrática de Alemania, las manifestaciones y protestas se sucedían por las calles. Por si fuera poco, Gorbachov llegó a decir que sólo continuaría apoyando a la Alemania de la República Democrática si iniciaba una vía de reformas. Aquel día entendimos que estábamos ante el fin de una época.

Los dirigentes del partido comenzaron a preocuparse; tanto, que incluso hicieron público un documento anunciando ciertas reformas. De esa manera trataban de acotar el deseo de cambio de los alemanes. Pero Erich Honecker no estaba de acuerdo y se empeñaba en mantener una línea dura, utilizando la policía para reprimir el descontento que se evidenciaba en las calles.

Un grupo de dirigentes del partido decidió que había que jubilar a Honecker y hacerse con el control del país. El 17 de octubre de 1989 se celebró una reunión del Politburó en el que se fijaron las bases para destituir a Honecker. Al final tuvo que ceder y presentar su dimisión bajo el eufemismo de «motivos de salud». El Comité Central designó a Egon Krenz como secretario general del partido, presidente del Consejo de Estado y del Comité de Defensa Nacional.

Sin embargo, la elección de Krenz no fue recibida como una señal de apertura, y aunque propuso iniciar una nueva etapa no logró que la gente confiara en él.

Todos nosotros seguíamos los acontecimientos con el anhelo del cambio, y empezábamos a atrevernos a hablar con menos cuidado.

A mi padre todos estos acontecimientos parecían dejarle indiferente. Algunos días, tras desayunar, permanecía absorto escuchando las emisoras extranjeras a través de una radio de onda corta que Amelia guardaba como un tesoro. Pero ni los comentarios de ella ni los nuestros parecían interesarle.

El 1 de noviembre recayó y le llevamos al hospital, pero mis colegas dijeron que no había nada que se pudiera hacer y que era mejor dejarle morir tranquilo en casa, de manera que le volvimos a trasladar.

Amelia no se separaba de él ni un minuto. Creo que aquellos días envejeció rápidamente. Hasta entonces, a pesar de que ya tenía setenta y dos años, parecía más joven. Siempre iba correctamente vestida y con el cabello blanco recogido en un moño.

La tarde del 9 de noviembre Amelia me telefoneó para pedirme que fuera de inmediato a casa. Mi padre estaba comenzando a agonizar.

La agonía duró unas horas, con períodos de lucidez en los que pude despedirme de él y decirle cuánto le quería y lo feliz que había sido a su lado.

—No habría querido otra vida que la que he vivido contigo —le dije a mi padre.

Había anochecido y en la calle cientos de personas iban de un lado a otro. Las autoridades habían anunciado que a partir de medianoche se permitiría traspasar la frontera sin permisos especiales.

Miré el muro que se alzaba frente a nuestra casa, ya me había acostumbrado a él y pensé en lo extraño del destino. Mi padre se moría y en la calle miles de personas parecían celebrar algo.

Era cerca de la medianoche cuando Amelia me hizo un gesto para que me acercara a la cama de mi padre. Había abierto los ojos y cogido la mano de Amelia, vi amor en su mirada, luego mi padre me cogió también a mí la mano, y uniendo las de los tres sobre su pecho, expiró.

Amelia y yo permanecimos sin movernos, con nuestras manos sobre su pecho, el pecho de mi padre. Su corazón había dejado de latir y los nuestros latían acelerados por la emoción del momento. Los gritos de la calle nos sacaron de nuestro ensimismamiento. Amelia suavemente le besó en los labios.

Volvimos a escuchar más alboroto y nos acercamos a la ventana. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Eran miles de personas acercándose al Muro, muchos llevaban en las manos picos, martillos y cinceles, y comenzaban a golpearlo con fuerza ante la mirada de los soldados. Permanecimos en silencio viendo aquel espectáculo, hasta que Amelia me miró a los ojos.

—Te vas —dije sabiendo que eso es lo que iba a hacer.

—Sí. Ya no tengo nada que hacer aquí.

—Lo entiendo.

Cogió una bolsa y metió algunas prendas de vestir. Luego abrió un cajón de la cómoda y buscó una caja que me entregó.

—Aquí está todo el dinero que gané cuando trabajaba para los norteamericanos. Son dólares, te vendrán bien. También están los documentos que acreditan las posesiones que tuvo tu familia. Quién sabe…

Se acercó a la cama y se puso de rodillas junto al cuerpo de Max. Le acarició el rostro y colocó su cabeza sobre su pecho. Cerró los ojos durante unos segundos, luego se levantó. Nos abrazamos y sentí que mis lágrimas mojaban sus mejillas y que las suyas empapaban las mías.

Se marchó sin que nos dijéramos adiós, aunque ambos sabíamos que se iba para siempre.

La vi salir del portal y acercarse al Muro. Se unió a los miles de berlineses que estaban derribándolo y con sus propias manos comenzó a arrancar pedazos de hormigón y de ladrillo. Al fin los manifestantes habían hecho un gran agujero, y buena parte del Muro estaba derruido. Observé cómo saltaba entre los cascotes y caminaba erguida hacia el otro lado de Berlín donde otros berlineses gritaban y cantaban de alegría. No se volvió, aunque estoy convencido de que sabía que yo estaría mirando. No me moví de allí hasta que la vi perderse entre la gente.

Friedrich se quedó en silencio. Estaba emocionado y había logrado que yo también lo estuviera. Me di cuenta de que Ilse nos observaba desde la puerta, no sé cuánto tiempo llevaba allí.

—Y nunca más volvió —concluyó Ilse.

—No, nunca más.

—Pero ¿no le dijo adónde iba, o qué pensaba hacer?

—No, no dijo nada, simplemente se marchó.

—Alguna vez le ha escrito, le ha telefoneado…

—No, nunca. Tampoco lo esperaba. Aquella noche ella también recuperó la libertad.

Cené con Friedrich von Schumann y su esposa Ilse y especulamos sobre dónde podía haber ido Amelia, pero como decía Friedrich, mi bisabuela era imprevisible.

—No tengo ni idea de dónde murió ni dónde está enterrada. Si lo supiera, iría a poner flores sobre su tumba y a rezar —me aseguró Friedrich.

Les di las gracias a los dos por su generosidad al recibirme, y sobre todo por lo que me habían contado. Les prometí que si averiguaba el lugar donde estaba la tumba de Amelia, se lo comunicaría.

No podía hacer mucho más en Berlín. Nadie podía darme razón de dónde se había ido mi bisabuela, de manera que regresé a Londres convencido de que si le insistía al mayor Hurley y a lady Victoria, terminarían contándome qué había sido de Amelia. Estaba seguro de que ellos lo sabían.

El mayor Hurley pareció sorprendido cuando le telefoneé.

—Ya le dije que no podía contarle nada más. No puedo desvelar secretos oficiales.

—No le pido que me desvele ningún secreto de Estado, sólo que me oriente sobre adónde se fue mi bisabuela. Como comprenderá, a estas alturas a nadie le importa lo que pudiera hacer en 1989 una señora de setenta y dos años que ya estará muerta.

—No insista, Guillermo. No tengo más que decirle.

Lady Victoria se mostró más amable pero igualmente contundente en su negativa.

—Le aseguro que no sé qué fue de Amelia Garayoa, me gustaría ayudarle, pero no puedo.

—Quizá usted pueda convencer al mayor Hurley…

—¡Oh, imposible! El mayor cumple con su deber.

—Pero se trata de saber dónde está enterrada mi bisabuela, no creo que eso sea un secreto de Estado.

—Si el mayor Hurley no le quiere decir más, sus motivos tendrá.

No conseguí una nueva cita ni con el mayor Hurley ni con lady Victoria. El mayor me anunció que se iba unos días a cazar el zorro y lady Victoria pensaba marcharse a California a un torneo de golf.