Durante unos días ni Max ni Amelia me permitieron ir a la universidad. Aunque me animaban a que hablara con mis amigos por teléfono para decirles que mi padre no quería que fuera. Todos sabíamos que los teléfonos estaban intervenidos, así que nadie decía una palabra de más, sólo preguntaban cuándo iría.
Una noche, cuando mi padre estaba durmiendo y yo tenía la luz del cuarto apagada, oí un ruido en la cocina. Me levanté pensando que sería Amelia quien se habría levantado a por un vaso de agua. Estaba en la despensa levantando la trampilla.
—¿Dónde vas?
—Vuelve a la cama.
—Dime dónde vas —insistí.
—No te metas en esto. Vete a la cama.
—Por favor… confía en mí.
—Está bien, ven conmigo.
La seguí a través de la trampilla hasta el sótano. Luego descubrió el hueco y lo iluminó con la pequeña linterna. Allí estaba Konrad. Amelia colocó la escalera y bajamos los dos. Le abrace con alivio.
—¡Estabas aquí!
—Sí, aquí estoy, convirtiéndome en un topo, creo que de estar a oscuras me voy a quedar ciego.
—He venido a decirte que mañana intentaremos pasar al otro lado. Garin nos ayudará. Albert ha estudiado los planos. Si todo es como asegura, estamos a unos cinco o seis kilómetros del otro lado, mejor dicho, de una salida de alcantarilla del Berlín Occidental. Allí te estará esperando.
—Si alguien ve entrar a Garin en esta casa… —Konrad estaba preocupado.
—Trabajamos juntos, no es tan extraño que pueda venir a cenar. Intentaremos que nadie le vea entrar. Habrá gente vigilando. En realidad llevan días haciéndolo para saber si la policía o la Stasi nos siguen los pasos. No han visto nada sospechoso. Parece que no estamos entre sus prioridades.
—Puede que te salve ser amiga de ese coronel de la KGB.
—No lo sé, en todo caso lo intentaremos mañana. Ahora come esto que te he traído y descansa.
Cuando regresamos a la cocina yo estaba alterado.
—De manera que tienes a Konrad ahí escondido y no me habías dicho nada.
—¡Cállate, Friedrich! Esto no es un juego. Tú y tus amigos os habéis metido en un problema muy serio. Ya sabes que a algunos los han enviado a campos de trabajo. ¿Crees que no han hablado? Claro que lo han hecho, y habrán dado nombres, el tuyo entre otros. Por eso vino aquella noche Iván Vasiliev. Es él quien te ha salvado. Pensó que tu participación no era importante, que eras uno más del grupo de estudiantes rebeldes. Pero nos dio un aviso. No habrá más chiquilladas por tu parte.
—Tampoco han detenido a Ilse, y ella era la amiga de Magda.
—¿Cómo iban a detener a la sobrina de un miembro del Comité Central? Además, Ilse no sabía nada, os había conocido el día anterior cuando Konrad os la presentó junto a Magda.
—¿Su tío es miembro del Comité Central?
—Sí, ¿no lo sabías? Por esta vez os habéis librado los dos, pero no podéis volver a tentar a la suerte. Creen que Ilse se asustó en el último momento y decidió no ir a esa reunión. Es lo que ha mantenido su tío. Además, en los informes de Magda no había nada contra Ilse. Magda la utilizó como gancho para acercarse a Konrad. La KVP infiltró a Magda sabiendo la debilidad de Konrad por las mujeres guapas, pero no se interesó por ella, sino que parecía tener fijación por Ilse, de manera que Magda se hizo amiga de Ilse. La sondeaba para saber qué pensaba, pero Ilse no parecía muy preocupada por las cosas de la política, a su familia les va bien, son parte de la Nomenklatura. Pero Magda insistió tanto, que se dejó convencer para acercarse a Konrad. Él no desconfió de ellas, Magda fue muy convincente respecto a su rechazo al régimen, de manera que bajó la guardia y cometió un gran error invitándolas a participar en esa reunión en la imprenta donde se iba a reunir la plana mayor del comité de dirección de la oposición en la universidad y de los círculos intelectuales.
—¿Y cómo sabes todo esto?
—Por un amigo.
—¿Mi padre sabe algo?
—Tu padre no sabe nada ¿Es que quieres darle un disgusto? No, no le digas nada.
—¿Han interrogado a Ilse?
—Le han dado un aviso, nada más.
—Mañana os ayudaré a buscar la salida de las cloacas.
—No, es mejor que te quedes en casa. Si tu padre se despertara o alguien viniera…
—¿Por qué nos traicionó Magda?
—No os traicionó, estaba haciendo su trabajo. Era una agente de la KVP. Llevaba dos años en la universidad intentando introducirse en los círculos de oposición. No tenía prisa, quería coger a la plana mayor de la organización, y a fe que estuvo a punto de conseguirlo. Si Konrad no hubiera actuado con tanta ligereza… pero siempre le han perdido las mujeres guapas como Ilse.
Estaba asustado, y mucho. De repente me daba cuenta de lo cerca que había estado del abismo y admiré aún más a Amelia por su sangre fría. Desde pequeño supe que ella era especial y que hacía cosas especiales, pero ahora descubría hasta dónde era capaz de llegar, y sobre todo me asombraba su frialdad.
Amelia actuaba como si nuestra vida no se hubiera salido del cauce de la cotidianidad de manera que mi padre no sospechara nada.
Al día siguiente Garin se presentó a cenar. Hacía mucho tiempo que no lo hacía.
Le abrí yo la puerta y me sonrió.
—Hola, Friedrich, hacía tiempo que no nos veíamos. ¡Vaya, ya eres un hombre!
Mi padre le dio la bienvenida y mientras Amelia preparaba la cena, le retó a una partida de ajedrez. No es lo que más le gustaba a Garin, pero aceptó.
Cuando terminamos de cenar, charlamos un rato sobre el trabajo de Amelia y de Garin y del Congreso por la Paz que estaban ayudando a organizar.
—Vendrán jóvenes de todo el mundo. ¡Pobrecillos! De verdad creen que están haciendo algo por la paz, pero en realidad son títeres de Moscú, como lo somos todos nosotros —se lamentó Garin.
—Pero los jóvenes actúan de buena voluntad —les defendió Max.
—Sí, y se manifiestan en sus países por todo aquello por lo que nunca les permitirían manifestarse ni aquí ni en la Unión Soviética. Los agentes de la agitprop son auténticos maestros que han convencido a los movimientos de izquierdas de la maldad intrínseca de la burguesía. Pero están logrando su propósito, que es el de controlar el pensamiento de estos colectivos y dirigirles hacia el objetivo final que es una sociedad enteramente comunista.
»Por eso desconfían de los intelectuales, es decir, de todo aquél que piensa por sí mismo y no sigue las directrices marcadas por Moscú. El partido no puede permitir que los escritores o los artistas decidan lo que el Estado necesita en materia cultural. Es el Estado quien debe decidir qué es lo que hay que crear, cómo y cuándo —explicó Garin.
—¡Menuda aberración! —No pude reprimir mi opinión.
Mi padre dijo que estaba cansado y ayudé a Amelia a llevarle a la cama mientras Garin quitaba la mesa y llevaba los platos a la cocina.
—No te quedes hasta muy tarde, mañana tienes clase —me recomendó mi padre.
—No te preocupes, estudiaré un rato y enseguida me iré a dormir.
Cerré la puerta de la habitación y seguí a Amelia hasta la cocina, donde Garin había comenzado a lavar los platos.
—¿Te has encontrado con algún vecino al entrar? —le preguntó a Garin.
—No, y no había nadie en la calle, ningún coche, nadie. Mi gente lleva todo el día vigilando la casa y los alrededores, dicen que no han visto nada sospechoso, de manera que podemos estar tranquilos.
—Estar tranquilos sería una insensatez —respondió Amelia.
Les ayudé a abrir la trampilla que daba al sótano y les vi deslizarse y oí el golpe seco amortiguado por el colchón que habíamos puesto debajo. Lo que sucedió a continuación me lo contaron después.
Konrad estaba adormilado, pero enseguida se espabiló y les ayudó a quitar el bloque de ladrillos que permitía acceder a las cloacas.
Llevaban linternas y una cuerda, y también pistolas por lo que pudiera pasar. Amelia se había cargado al hombro una bolsa con algunas herramientas.
Ella les guio por las cloacas siguiendo el mapa que Albert le había proporcionado a Garin. En dos ocasiones estuvieron a punto de encontrarse de frente con los soldados que patrullaban por allí, pero pudieron esconderse.
—Éste es el punto en el que, según el mapa, las cloacas continúan hacia el otro lado —señaló Amelia.
—Pero la pared está tapiada y han colocado una reja en el agua… no sé cómo podremos pasar.
—Si hacemos un hueco en el Muro, los soldados podrían oírnos —dijo Konrad.
—Sí, por eso creo que lo más conveniente es que intentemos romper la reja y pasar nadando —indicó Amelia.
—¿Nadando entre estas aguas fétidas? —Konrad parecía asustado.
—Es la mejor solución. Hemos traído herramientas para intentar forzar la reja —insistió Amelia.
Garin palpó la pared, intentando calibrar su densidad.
—Creo que Amelia tiene razón. Ayúdame, intentaré ver si puedo mover la reja.
Amelia ató la cuerda en la cintura de Garin y sacó de la bolsa unas gafas de buceo que eran mías.
—Póntelas, a lo mejor las necesitas.
—¿De dónde las has sacado? —preguntó Garin.
—Son de Friedrich, te irán bien.
—¿Es profundo? —Quiso saber Konrad.
—Me temo que sí, al menos creo que los pies no me llegan al fondo. Creo que voy a vomitar, el olor es insoportable.
Se colocó las gafas de buceo y metió la cabeza en el agua. Al cabo de un minuto la volvió a sacar.
—¡Qué asco! Dame las herramientas, intentaré cortar la reja, pero el hueco no es demasiado ancho, espero que no nos quedemos atascados al pasar.
—¿Quieres que te ayude? —Se ofreció Konrad.
—Sí, será más fácil si intentamos romperla entre los dos.
Estaban intentando forzar la reja cuando a los lejos oyeron las voces y los pasos rotundos de los soldados.
—Vienen directos hacia aquí, y no hay ningún lugar donde escondernos —advirtió Amelia.
—¡Ven aquí! —Garin le tendió la mano y Amelia no se lo pensó y se metió en aquellas aguas negras.
—Cuando les escuchemos más cerca meteremos dentro la cabeza —indicó Garin.
—No podré —se quejó Konrad.
—O lo hacemos o nos descubrirán y nos matarán aquí mismo. Y te aseguro que no es una manera gloriosa de morir. Aguantaremos arriba hasta el último segundo, y luego tendremos que permanecer aquí debajo hasta que se vayan —insistió Garin.
Sin decir ni una palabra, Amelia se acercó a Konrad y le anudó en la cintura la cuerda que sujetaba a Garin, después se la ató también ella.
—¡Pero qué haces! —En el tono de voz de Konrad había una nota de histeria.
—Es mejor que permanezcamos juntos, si uno tiene la tentación de salir, los otros no lo permitirán.
Se quedaron en silencio y con la linterna apagada mientras escuchaban cómo los pasos de la patrulla retumbaban cada vez más cerca. Un haz de luz iluminó el agua y ellos se sumergieron.
Garin conservaba las gafas de buceo pero Amelia y Konrad no tenían nada que les protegiera el rostro.
Apenas podían aguantar un segundo más bajo el agua. Amelia sentía que la cabeza le iba a explotar, y Konrad hacía esfuerzos por salir del agua, pero Garin y ella se lo impedían sujetándole por las muñecas. De repente Garin soltó a Konrad y tiró de ellos hacia arriba. Volvía a reinar la oscuridad y permanecieron en silencio unos minutos que les parecieron eternos. No querían encender la linterna por si acaso los soldados seguían cerca. Cuando por fin lo hicieron, los tres temblaban de frío y de asco.
—Hay que intentar romper la reja como sea. —Garin volvió a meter la cabeza bajo el agua. Tardaron más de una hora hasta que lograron romper varios barrotes que dejaban un hueco por el que se podía pasar.
—Quién sabe lo que nos encontraremos más adelante. —Konrad estaba preocupado.
—Sea lo que sea, no tenemos otra opción que seguir. Esperemos que los soldados no se den cuenta de que hay tres barrotes sueltos —contestó Garin.
Nadaron un buen rato hasta llegar a una isleta. Amelia consultó el mapa de Albert.
—Diez metros a la derecha deberíamos de encontrar unas escaleras de hierro que suben a la superficie hasta la boca de una alcantarilla. Espero que no nos hayamos equivocado y salgamos delante de la sede de la Stasi —bromeó Amelia.
Caminaron en silencio esos diez metros y encontraron las viejas escaleras de hierro que llevaban hacia la superficie.
Garin subió primero seguido por Konrad, y detrás Amelia.
Tal y como había acordado, Garin golpeó cuatro veces la tapa de la alcantarilla y ésta comenzó a levantarse.
—¡Gracias a Dios que estáis aquí! —Escucharon decir a Albert James.
Unos hombres aguardaban junto a dos coches aparcados al lado de la boca de la alcantarilla, y uno de ellos se acercó con una manta que puso sobre los hombros de Konrad.
—Hemos de volver —afirmó Amelia mirando a Garin.
—¿Ha sido difícil? —Quiso saber Albert.
—Sobre todo repugnante —y Garin acompañó con una risa su respuesta.
—Gracias, Amelia. —El tono de voz de Albert era sincero.
—No tienes por qué darme las gracias. Si de mí depende, no permitiré que nadie caiga en manos de la Stasi.
Amelia y Garin abrazaron a Konrad y le desearon suerte.
—Imagínate cómo se van a poner los sabuesos cuando descubran que estás aquí. —Garin parecía feliz de imaginarlo.
—Creo que deberíais de ser prudentes y no anunciarlo demasiado pronto o eso les volverá locos y empezarán a detener a gente —les aconsejó Amelia.
—No te preocupes, seremos prudentes y… bueno, un día de estos iré a verte —se despidió Albert.
Les recorrió un escalofrío cuando sintieron cómo se cerraba la rejilla de la alcantarilla sobre sus cabezas mientras bajaban a la profundidad de las cloacas.
—¿Sabes, Amelia?, me sorprende que no estés aterrada andando por este lugar, yo he tenido ganas de gritar unas cuantas veces —admitió Garin.
—No es la primera vez que ando por las cloacas… llegué a conocer muy bien las de Varsovia. Unos amigos me enseñaron a no tener miedo.
—Siempre logras sorprenderme. Viéndote… bueno… nadie diría que eres capaz de hacer nada de lo que haces.
Tuvieron suerte y no se toparon con ninguna patrulla, aunque Garin tardó más de lo previsto en colocar las rejas para que parecieran fijas. Cuando les vi subir por la trampilla del sótano que daba a la cocina respiré tranquilo.
—Son las seis de la mañana, pensaba que os había pasado algo.
—¿Por qué no preparas café mientras nos quitamos toda esta mierda? —me pidió Amelia.
Le dio a Garin una toalla y entró en el baño con la recomendación de que no hiciera ruido para no despertar a Max. Tuve que entrar a pedirle que saliera de la ducha para que pudiera entrar Amelia, que parecía agotada.
—Creo que tardaré años en quitarme este olor. Ahora salgo.
Mientras Garin bebía una taza de café, Amelia aprovechó su turno para la ducha.
—Lo más complicado será que salgas sin que nadie te vea —dije yo, preocupado, y sin dejar de mirar por la ventana.
—Si hubiera alguien sospechoso afuera, ya nos habrían avisado. Mi gente tenía órdenes de permanecer cerca toda la noche hasta que yo apareciera.
Se marchó un poco antes de que lo hiciéramos Amelia y yo.
—Estás agotada, hoy no deberías ir a trabajar.
—¿Y qué excusa doy? Es mejor comportarnos con normalidad.
El camino hacia las cloacas desde nuestro sótano era un lugar demasiado importante como para que Albert James no intentara utilizarlo en otras ocasiones. Así que no había pasado un mes desde la fuga de Konrad cuando Albert James fue en busca de Amelia.
Salía del ministerio cuando un anciano que caminaba con un bastón y unas gafas oscuras tropezó con ella.
—Disculpe —le pidió el anciano.
—No se preocupe… no ha sido nada…
—¿Puede ayudarme a cruzar la calle? —le pidió el anciano que parecía estar ciego.
—Desde luego, ¿en qué dirección va?
Él se lo explicó y ella se ofreció a acompañarle un trecho hasta dejarle en un lugar seguro. No habían terminado de cruzar la calle cuando la voz del anciano se transformó en la de Albert James.
—Me alegro de verte.
Ella se sobresaltó y a punto estuvo de soltarle del brazo, pero se contuvo.
—Veo que te has convertido en un experto en disfraces.
—Bueno, tú también los has utilizado.
—¿Qué quieres?
—Que vuelvas.
—No, ya te lo dije, no insistas.
—Ayudaste a Konrad.
—Konrad es un amigo, tenía la obligación de hacerlo. ¿Cómo está?
—Feliz, como te puedes imaginar. Dentro de unos días aparecerá públicamente y recibirá la bienvenida de nuestra universidad.
—Me alegro por él.
—Necesitamos ese acceso a las cloacas.
—Es muy peligroso, terminarán descubriendo que algunos barrotes de la reja están sueltos. Y cuando lo hagan, prepararán una trampa para cogernos, y tú lo sabes.
—Debemos correr ese riesgo.
—Pero es que yo no quiero correr ese riesgo.
—Puedes salvar vidas…
—¡Vamos, Albert! No intentes conmoverme.
—Ayúdanos, Amelia, te pagaremos bien; el doble de lo que recibías.
—No, y no insistas.
—Tengo que hacerlo.
—Pues no lo hagas, y ahora he de irme, creo que podrás encontrar el camino solo —le dijo con ironía.
—Necesito tu sótano, Amelia.
—Y Max y Friedrich me necesitan a mí. Y además no estoy dispuesta a ayudar a tus amigos alemanes del Oeste, no mientras tengan a su lado a gente que colaboró con Hitler.
Pero Amelia terminó cediendo y no por la insistencia de Albert James, sino para hacer un favor a Otto.
Otto había intimado con el ayudante de un destacado miembro del Comité Central, que decía no compartir los designios de la Alemania de la República Democrática.
El hombre gozaba de algunos privilegios, pero no había podido soportar ver cómo algunos de sus amigos habían terminado en campos de trabajo por haber mostrado alguna opinión discrepante ante oídos afectos al régimen. Tenía miedo e información, una combinación que resultaba propicia para que Otto le convenciera de que se pasara a la República Federal.
—Lleva muchos años trabajando en el Comité Central, conoce todos sus entresijos, y tiene información estratégica que puede ser muy útil —le explicó Otto a Amelia.
—¿Y yo qué tengo que ver con esto?
—Garin me ha dicho que tú puedes ayudarme a sacarle de aquí. Albert está esperando a que te decidas.
—¡Por Dios, Otto, me estás poniendo entre la espada y la pared!
—Veras, él es un hombre muy especial, tiene alma de artista a pesar de trabajar como burócrata. Es… bueno, es homosexual, aunque pocos lo saben; para el partido ésa es una debilidad imperdonable. Tenía un amigo escritor que un buen día desapareció. Ha podido averiguar que está en un campo de trabajo donde le están reeducando. Teme que ni siquiera su posición le salve de las sospechas de la Stasi. Ayúdame a sacarle de Berlín.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si te está engañando para conocer el alcance de la red y para que la Stasi os detenga a todos?
—No, no lo es. Además, no me he comprometido a nada. Sólo le he dicho que le presentaré a un amigo que le puede ayudar. Le sacaremos sin que él sepa adónde va. Cuando quiera darse cuenta, ya estará en el otro lado.
—No es tan fácil pasar al otro lado.
—Lo sé, pero en todo caso él no sabrá cuándo va a pasar. Amelia, creo que le siguen los pasos. Su amigo el escritor no se ha recatado criticando a nuestros políticos, bien es verdad que lo ha hecho en círculos restringidos, pero ya sabes que la Stasi tiene ojos y oídos en todas partes.
—Lo pensaré.
A Amelia le fastidiaba dar marcha atrás en lo que le había dicho al periodista: que nunca más trabajaría para ningún servicio secreto. Después de darle muchas vueltas llegó a un acuerdo consigo misma y con Albert.
—No cobraré ni un marco por ayudar a sacar gente de Berlín. Lo haré cuando yo quiera y dirigiré yo cada operación, desde el día y la hora hasta quién vendrá conmigo para ayudarme.
Albert intentó convencerla para que aceptara alguna remuneración, pero ella se negó en redondo.
Tras sacar al burócrata del Comité Central, otros hombres pasaron por el sótano de nuestra casa. Hasta que Amelia decidió cegar aquella vía de escape después de una de las visitas de Vasiliev.
Creo que fue a principios de los años setenta cuando Iván nos anunció que regresaba a Moscú.
Se había presentado de improviso cargado de bolsas con regalos de despedida.
Dos botellas de coñac para Max, otra de vodka, aceite de oliva, jabón suave, mantequilla, mermelada, unos vaqueros para mí… Parecía el Abuelo Invierno repartiendo sus regalos de Año Nuevo.
—He venido a despedirme, regreso a Moscú.
Le preguntamos, preocupados, qué había pasado para que tuviera que regresar.
—La edad, amigos míos, tengo que jubilarme.
—Pero ¿por qué? ¡Aún eres joven! —exclamó Amelia.
—No, no lo soy, voy a cumplir setenta y cinco, ya es hora de descansar. En realidad debería haber regresado hace tiempo.
—El camarada Leónidas Brézhnev tampoco es un niño —dije yo, pesaroso por la marcha de Iván Vasiliev, a quien había llegado a apreciar a pesar de ser de la KGB.
—¡Ah, mi querido Friedrich! Para los políticos no rigen las mismas consideraciones que para el resto de los hombres. Nuestro líder está en la cumbre; tras el cese de Nikolái Podgorni, es el primer dirigente que se convierte en jefe del Estado a la vez que secretario general del partido. Todo el poder está en sus manos. Espero llegar a tiempo para celebrar el sesenta aniversario de la revolución. Dicen que el camarada Brézhnev está preparando una celebración extraordinaria.
Jugó la última partida de ajedrez con Max como siempre hacía, y alabó la tortilla de patatas de Amelia. Después de la cena, mientras tomábamos un vaso de vodka, buscó la mirada de ella.
—¿Sabes?, nuestros amigos de la Stasi están preocupados por algunas de las últimas fugas. Se preguntan qué vía de escape, que aún no han descubierto, estarán utilizando los norteamericanos para sacar a algunos traidores de Berlín. Hay un joven comandante que dice tener una idea de lo que puede estar pasando. Puede que sí o puede que no. Los jóvenes son ambiciosos, pero a veces aciertan. ¿Sabes lo que cree? Pues que pueden estar utilizando las cloacas. ¡Imagínate! De manera que van a vigilarlas noche y día hasta comprobar si el comandante tiene razón. ¿Y sabes por qué nuestro comandante ha llegado a esa conclusión? Te lo diré, porque un periódico sensacionalista alemán ha dejado entrever entre líneas que hay un paso secreto entre los dos Berlines que sólo tiene un problema: el mal olor. Hace años que descubrí que no es necesario tener muchos agentes en Occidente, basta con leer los periódicos. Los periodistas occidentales creen que su sacrosanta obligación es contar cuanto saben. Y yo se lo agradezco. En fin, muy pronto darán con ese paso secreto maloliente, si es que existe. Si de mí hubiera dependido, creo que hace mucho tiempo habría cazado a ese ratón tan escurridizo. Pero nuestros amigos de la Stasi son autosuficientes, en realidad aceptan nuestros consejos y colaboración pero no nos necesitan. Son el mejor servicio de espionaje del mundo… a excepción de la KGB, claro está. Pero la realidad es que para nosotros Alemania es una buena plataforma desde la cual actuar en el resto del mundo. Esto no es ningún secreto para nadie, ¿no os parece?
—¿Crees que de verdad podrías haber cazado a ese ratón? —preguntó Amelia con curiosidad, poniéndome a mí nervioso.
—Claro que sí, pero a veces nuestros amigos se muestran demasiado orgullosos y no quieren que metamos las narices en sus asuntos. Aunque creo que ese joven comandante va a empezar a dar los pasos que yo habría dado.
—¿Y qué habrías hecho con el ratón? —insistió Amelia.
Iván extendió la mano y luego cerró el puño antes de soltar una carcajada.
—Mi querida Amelia, en este juego la obligación del ratón es intentar burlar al gato, y la obligación del gato es comerse al ratón. Ambos lo saben, es parte de su razón de ser. Sí, te aseguro que yo me habría comido al ratón.
—¿Fuera quien fuese?
Se miraron durante unos segundos. Amelia sostuvo la mirada fría de Iván Vasiliev esperando la respuesta.
—Sí.
—Lo entiendo.
Yo me había quedado inmóvil, aterrado por el alcance de la conversación. No entendía lo que Amelia estaba haciendo. Mi padre también la miraba sorprendido.
—Continúas siendo un buen comunista.
—Nunca he dejado de creer.
—¿A pesar de Stalin?
—Cometió errores, persiguió a inocentes, pero hizo a Rusia grande, y por eso se le recordará.
—También por sus crímenes, Iván, también por sus crímenes.
—Ni siquiera él consiguió que yo dejara de creer que en el comunismo está la verdad.
Iván Vasiliev se despidió de nosotros con afecto. Creo que de verdad sentía la que iba a ser una separación definitiva.
—No he entendido ese duelo que habéis mantenido sobre el ratón y el gato. —Max estaba pidiendo una explicación.
—No era ningún duelo, sólo curiosidad.
—Parecía… no sé, como si uno de los dos fuera el ratón y el otro el gato… no me ha gustado… no sé… —Max estaba preocupado.
—No tienes por qué inquietarte, era sólo un juego.
—Y lo de las cloacas… No he podido evitar recordar que tú llegabas al gueto de Varsovia a través de las cloacas, de manera que no es descabellado que aquí a alguien se le haya ocurrido lo mismo.
Después de que acostáramos a Max, le hice una señal a Amelia para que fuéramos a hablar a la cocina.
—¿Crees que sabe algo? —pregunté, nervioso.
—Puede ser, o quizá sólo tiene sospechas.
—Pero lo que ha dicho es que él no habría dudado en acabar con quien sea que se ha dedicado a sacar a la gente a través de las cloacas.
—Sí, lo habría hecho, y estaría en su derecho.
—Aunque se tratara de ti…
—Sí, naturalmente. Él tiene que cumplir con su deber, de la misma manera que nosotros cumplimos con el nuestro. Cada uno actúa de acuerdo con sus principios.
—He pasado un miedo horrible… no entiendo cómo has podido plantear la conversación en esos términos.
—Era algo que ambos teníamos que decirnos. ¿Sabes?, le echaré mucho de menos.
Amelia habló con Garin para advertirle de que nunca más utilizarían el sótano de nuestra casa para llegar a las cloacas.
—Se acabó, o nos descubrirán. Friedrich va a tapiar el hueco de nuestro sótano que daba paso a las cloacas. Lo siento, pero no voy a poner en peligro a mi familia.
Albert James no tuvo más remedio que aceptar la decisión de Amelia; además, no le quedaban demasiadas fuerzas para pelear con ella. Le habían diagnosticado un cáncer en el pulmón y se retiraba del servicio.
Una tarde vino a casa. Cuando oímos el sonido del timbre, no podíamos imaginar que podía ser él.
Iba disfrazado de pastor luterano, y llevaba una peluca que le ocultaba buena parte de la frente. Fui yo quien abrió la puerta y me quedé inmóvil al no saber quién era.
Nos pidió a mi padre y a mí que le permitiéramos hablar a solas con Amelia. Llevé a mi padre a su cuarto y cerré la puerta, pero dejé entreabierta la de mi habitación. No me resignaba a no poder escuchar lo que tuviera que decir a Amelia.
Le describió la enfermedad, el dolor agudo que le quemaba el pecho, y le dijo que los médicos no eran optimistas en cuanto al tiempo que le quedaba de vida.
—No sé si serán meses o un par de años, pero el tiempo que me quede lo pasaré con Mery.
—¿Lady Mery?
—Mi esposa.
Amelia se quedó unos segundos en silencio.
—No me has hablado de ella… No sabía que te habías casado.
—No te lo he dicho, ¿para qué? Tu vida y la mía tomaron rumbos diferentes. En realidad debo agradecerte que me dejaras por Max. No sé si habría soportado todo lo que he hecho sin el apoyo de Mery. Ella me daba fuerzas, y ante cada operación, ante cada peligro, siempre me decía que tenía que salir bien para volver con ella.
—Tus padres estarían contentos, es lo que querían para ti.
—Y tenían razón, tú y yo nunca habríamos sido felices, y no sólo porque no me querías lo suficiente.
—¿Sabes?, hace años que quiero preguntarte algo: ¿qué es lo que te ha hecho cambiar tanto?
—La guerra, Amelia, la guerra. Tú tenías razón, no se podía ser neutral, te lo reconocí hace unos años cuando nos encontramos después de la guerra. Me metí en esto y cuando quise darme cuenta, ni podía ni debía volver atrás.
—Y has venido para despedirte…
—Todos estos años hemos trabajado juntos, pero nuestra relación ha sido tensa, como si estuviéramos enfrentados por algo. Nunca he sabido por qué. Tú estabas con Max y yo con Mery, los dos habíamos elegido, y sin embargo no hemos sido capaces de ser amigos. Ahora que tengo la certeza sobre la cercanía de mi muerte no quiero irme sin reconciliarme contigo. Has sido muy importante en mi vida; antes de casarme con Mery, fuiste la mujer que más he querido y me parecía imposible amar a nadie como te amaba a ti. Después descubrí un amor superior y diferente y te estuve agradecido por haberme abandonado. Pero eres parte de mi historia, Amelia, mi vida no la puedo contar sin ti, y necesito reconciliarme contigo para poder morir en paz conmigo mismo.
Se abrazaron. Y estuvieron abrazados, Amelia lloraba y a Albert se le notaba que hacía esfuerzos para reprimir las lágrimas.
—Ya somos mayores, Amelia, es hora de descansar. Hazlo tú también y… sé que no debería decírtelo, pero ¿no has pensado en regresar a España para estar con los tuyos?
—No hay un solo día en que no piense en mi hijo, en mi hermana, en mis tíos, en Laura… pero no puedo dar marcha atrás. El día en que me fui con Pierre… ese día terminé con lo mejor de mí misma. Claro que les echo de menos, Javier será un hombre, se habrá casado, tendrá hijos y se habrá preguntado por qué le abandoné…
—Si quieres, puedo intentar sacarte de aquí; será peligroso, pero podemos intentarlo.
—No, nunca dejaré a Max, nunca.
—Has sacrificado tu vida por él.
—Yo le quité la suya, es justo que le dé la mía.
—No continúes atormentándote por lo que sucedió en Atenas, tú no sabías que Max iba en ese convoy, no tuviste la culpa.
—Yo apreté el detonador, fui yo quien apretó el detonador a su paso.
—En la guerra hay víctimas inocentes; miles de niños, mujeres y hombres han perdido su vida. Al menos Max está vivo.
—¿Vivo? No, tú sabes que murió aquel día. Le quité la vida. ¿Cómo puedes decir que está vivo? Vive confinado a esa silla de ruedas, sin salir de esa habitación. No le queda familia y tampoco ha querido que buscáramos a alguno de sus antiguos amigos. Sé que la mayoría están muertos, pero acaso quede alguien… Sin embargo no ha querido, no soportaría que nadie que le conociera del pasado le viese reducido a un pedazo de carne sobre una silla de ruedas. Y yo he sido quien le ha condenado a estar en esa silla de ruedas.
Amelia fue en busca de mi padre para que se despidiese de Albert, y luego me llamó a mí. Hice un esfuerzo para no evidenciar mis sentimientos. Estaba en estado de shock: acababa de saber que Amelia había causado la desgracia de mi padre. Yo sabía que él había perdido las piernas en un acto de sabotaje de la Resistencia griega, pero ahora también sabía que quien había apretado el detonador había sido Amelia.
A duras penas logré apretar la mano de Albert para la despedida. Cuando se marchó me encerré en mi habitación y comencé a llorar. La odiaba, la odiaba con toda mi alma, y la quería, la quería con toda mi alma, y me odiaba a mí mismo por quererla.