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Durante unos cinco o seis años Amelia no colaboró ni con los norteamericanos ni con los británicos. Continuaba siendo amiga de los miembros de su antiguo grupo, pero ya no se veían tanto como antes, aunque en un par de ocasiones vinieron a casa a cenar, pero no hablaban de sus actividades, sólo de la marcha de la política y de la vida cotidiana.

Garin era su ángel de la guarda. Había dado la cara por ella y la mantenía a su lado, pero nunca le pidió que le ayudara en sus actividades de espionaje.

En esos años, desde mitad de los cincuenta hasta los sesenta, Amelia perdió buena parte de su alegría. Todas las mañanas a las seis y media se despertaba, hacía el desayuno, recogía la casa, levantaba a Max, le ayudaba a asearse, y después salíamos juntos, me acompañaba hasta la escuela y ella se dirigía al Ministerio de Cultura. Regresaba a casa a mediodía con el tiempo justo para obligar a mi padre a que comiera algo, y luego regresaba al trabajo hasta las seis.

La rutina se había instalado en su vida y eso era una fuente de infelicidad. Durante muchos años había vivido en el borde del abismo y de repente se había quedado vacía.

Mi padre era feliz. Ya no sufría pensando en lo que le pudiera pasar a Amelia y, por tanto, a nosotros. Prefería la monotonía, el ir envejeciendo sin más sobresaltos que padecer la escasez como el resto de los alemanes, aunque gracias a que Otto trabajaba para el Politburó, a veces nos obsequiaba con productos que no habrían estado a nuestro alcance, pues eran de origen occidental y sólo se los podían permitir los miembros del Politburó.

Al igual que en la Unión Soviética, la Nomenklatura de la República Democrática tenía privilegios de los que carecían el resto de los ciudadanos. Garin era especialmente hábil a la hora de hacerse con algunos de estos productos que repartía generosamente entre sus amigos.

Según me iba haciendo mayor, más admiraba lo solícita que Amelia era con mi padre. Le cuidaba como si se tratara de su bien más preciado. Pensaba que debía de quererle mucho para compartir la vida con él cuando ella podría haber tenido una existencia mejor.

Amelia pasaba de los cuarenta años, pero conservaba un aspecto tan frágil que parecía más joven. Aún no tenía canas y estaba muy delgada. Cuando paseábamos, yo observaba cómo la miraban, era muy atractiva y creo que Garin estaba secretamente enamorado de ella. Incluso Konrad, que estaba casado y tenía dos hijos, la miraba de reojo cuando ella no se daba cuenta.

En realidad Amelia parecía ignorar el efecto que causaba en los demás, y ésa lejanía creo que aumentaba su atractivo. Yo me sentía orgulloso de que una mujer así quisiera a mi padre.

Recuerdo que en 1960 celebraron con nosotros mi entrada en la Universidad Humboldt de Berlín Este. Konrad intentaba convencerme de que debía ser físico porque así tendría un gran futuro, pero yo estaba decidido a ser médico, como lo había sido mi padre.

—Cuidaré de él aunque no sea alumno mío —se comprometió Konrad con mi padre.

—Procura que no se meta en líos como tú —le rogó Amelia.

Para los jóvenes estudiantes de la universidad, cada día era más patente la diferencia entre Berlín Oriental y Berlín Occidental. Todos los días miles de berlineses iban a trabajar a Berlín Occidental, que los aliados estaban convirtiendo en un escaparate de propaganda del capitalismo. Imagínese la frustración, o mejor dicho, la esquizofrenia de vivir entre dos mundos con dos monedas diferentes.

Para la República Democrática, Berlín Occidental era más que un escaparate, era una gran base militar con más de doce mil soldados entre norteamericanos, británicos y franceses. Y no les gustaba tener aquella fuerza militar en la puerta de su casa.

La política oficial de Ulbricht venía siendo la de proponer la unificación de Alemania; en realidad proponía la formación de una confederación donde no hubiera tropas extranjeras. De esa manera aparecía ante los militantes izquierdistas del resto del mundo como un hombre de paz que hacía propuestas de paz que no se llevaban a cabo por la codicia de los imperialistas de Occidente. Pura propaganda, claro. Su idea de la reunificación alemana pasaba por sumir a la Alemania Federal en el mismo sistema colectivista en que vivía la República Democrática.

Pero de lo que sí era consciente era de la sangría que suponía que continuaran emigrando muchos alemanes de la República Democrática.

Nunca olvidaré la noche del 13 de agosto de 1961. Yo estaba en mi cuarto estudiando cuando un ruido me hizo levantar la vista y vi ante mis ojos a un grupo de soldados y militantes del Partido Comunista extendiendo una alambrada de espinos. Nuestra casa, ya se lo dije, era «frontera» con Berlín Occidental.

—¡Papá! ¡Amelia! ¡Mirad por la ventana!

Los tres nos apretujamos mirando por la ventana de la sala cómo los soldados seguían extendiendo el alambre de espinos.

—La frontera —musitó Amelia.

—¿Qué frontera? —pregunté yo, que no concebía que Berlín no fuera toda ella una única ciudad.

—Churchill hablaba de un Telón de Acero… bueno, pues bien, ese telón lo están extendiendo también en Berlín —respondió ella.

—Pero es ridículo. ¿Qué pretenden con ese alambre de espinos? Lo único que van a conseguir es dificultar el paso al otro lado, y son miles los berlineses de este lado que todos los días van a trabajar al otro sector —concluí yo.

Amelia me acarició el rostro con mimo, como si aún fuera un niño pequeño que no entendiera lo que estaba pasando.

Mi padre permanecía en silencio, con la mirada perdida en el ojo con el que aún veía, y un rictus de crispación en todo el rostro.

—Deberíamos irnos, tal vez aún podamos —dijo Amelia.

—No, no me iré, pero no te impediré que lo hagas —contestó mi padre, visiblemente alterado.

Ella no respondió. ¿Qué podía decirle? Él sabía que jamás nos abandonaría, pasara lo que pasase. Pero Amelia tenía razón, debimos irnos. ¿Qué sentido tenía allí nuestra vida? En realidad nunca entendí el empecinamiento de mi padre por que permaneciéramos en Berlín Este. A veces pensaba que necesitaba castigarse por haber pertenecido a la Wehrmacht y jurado lealtad a Hitler.

Al día siguiente, Garin le explicó a Amelia que se había enterado de que el alambre de espino era sólo el primer paso.

—Quieren construir un muro de más de tres metros de altura.

—Pero ¿qué van a conseguir con eso? La gente tendrá que continuar yendo a trabajar al otro lado.

—La separación definitiva de Alemania. Creo que van a preparar un documento diciendo que sólo hay una Alemania legítima, la nuestra. Y puede que se restrinja el paso a Berlín Oeste. Ya veremos.

Garin tuvo razón. Pasar al Oeste se convirtió en una pesadilla. Se necesitaba un permiso y sobre todo acreditar el porqué. Era más fácil entrar en nuestro Berlín, ya que los visitantes no tenían la menor intención de quedarse para siempre.

Vimos desde nuestra ventana cómo al alambre de espinos le siguió la construcción de un muro de cemento que alcanzó los tres metros de alto y un perímetro de cincuenta y cinco kilómetros. Ahora el único paisaje que teníamos ante los ojos era aquel bloque de hormigón ante el cual patrullaban día y noche los soldados. Había apenas un metro nada más salir del pequeño jardín que delimitaba el edificio donde vivíamos; a continuación estaba el alambre de espinos, y tras él, el Muro. Yo tenía la sensación de vivir en una cárcel, me ahogaba, lo mismo que Amelia, pero mi padre lo aceptó sin quejas.

—No pueden soportar que la gente continúe marchándose, eso está poniendo en jaque la economía —les justificaba.

Fue aquel otoño de 1961 cuando Amelia se encontró con Iván Vasiliev. Como todas las mañanas, salíamos juntos y caminábamos un trecho hasta separarnos, ella para ir al ministerio y yo a la universidad. Íbamos hablando en árabe. Nos gustaba hacerlo cuando estábamos a solas. Amelia decía que sólo hablándolo no lo olvidaríamos. Quizá fuera su instinto, quizá la mirada insistente del hombre, pero de repente Amelia aflojó el paso.

—Amelia, Amelia Garayoa —escuchamos decir a alguien a nuestra espalda.

Un hombre que debía rondar los sesenta años era quien había pronunciado el nombre de Amelia. Ella se le quedó mirando fijamente, intentando buscar en sus recuerdos a quién se correspondía aquel rostro.

—Iván Vasiliev —dijo el hombre hablando en ruso mientras le tendía la mano—. ¿Recuerda Moscú? Yo trabajaba con Pierre Comte.

—¡Dios mío! —exclamó ella.

—Sí, es toda una sorpresa que nos hayamos vuelto a encontrar.

—¿Qué hace aquí?

—Bueno, eso estaba pensando yo cuando la he visto, ¿qué hace usted en Berlín?

—Vivo aquí, con mi familia.

—¿Su familia? Bueno, es natural que haya rehecho su vida después de la muerte de Pierre.

—Así es. ¿Sigue usted…? Bueno… ¿Sigue trabajando en el mismo lugar…?

—¿Quiere saber si formo parte de la KGB? Ésa es una pregunta que usted no me debe hacer, ni yo debo contestar. ¿Quién es este joven?

—Mi hijo. Friedrich, te presento a Iván Vasiliev…

El hombre me miró de arriba abajo, lo cual hizo que me sintiera incómodo. Era más alto que yo, más fuerte, y aunque vestía un traje, me pareció que tenía aspecto militar.

—Si tienen tiempo, les invito a un café —propuso Iván Vasiliev.

—Lo siento, Friedrich tiene que llegar a tiempo a clase y dentro de quince minutos yo he de estar trabajando.

—¿Dónde trabaja usted?

—En un departamento del Ministerio de Cultura.

—Quizá me permita acompañarla, así recordaremos viejos tiempos.

Iba a despedirme, pero decidí que yo también acompañaría a Amelia al trabajo. Estaba tensa, pálida, como si aquel hombre fuera un fantasma.

—Siempre quise decirle que sentí mucho lo que pasó. Fue una imprudencia por parte de Pierre ir a Moscú.

—Le ordenaron hacerlo.

—Debió seguir las recomendaciones de Igor Krisov.

—¿Ha vuelto a verle?

—¿A Krisov? No, nunca. Puede que esté muerto. No lo sé.

—¿Qué hace aquí? —insistió Amelia.

—Como usted sabe la Unión Soviética presta una valiosa ayuda a nuestros camaradas de la República Democrática. Me han destinado aquí como asesor en el Ministerio de Seguridad.

—De manera que ahora sí confían en usted.

—Sí.

—Incluso mucho, de lo contrario no le habrían enviado aquí…

—Bueno, ahora que ya cree saber que cuento con la confianza de los míos, ¿qué me dice de usted?

—No hay nada especial que contar. Vivo en Berlín.

—¿Y por qué en este Berlín? Una joven como usted encajaría mejor en la otra zona.

—Usted no sabe nada de mí. ¿No recuerda que yo también era militante comunista?

—Tiene razón, apenas tuvimos tiempo de conocernos. Fue usted muy valiente intentando salvar a Pierre con ayuda de ese periodista norteamericano. Casi lo consigue.

Llegamos a la puerta del ministerio y se despidieron con un apretón de manos. Él le preguntó nuestra dirección para visitarnos, y Amelia no tuvo más remedio que proporcionársela.

Cuando ella se fue, aquel hombre volvió a mirarme de arriba abajo.

—Así que es usted hijo de Amelia…

—Bueno, en realidad… se podría decir que soy como su hijo, me ha criado ella. Mi padre y Amelia viven juntos hace una eternidad.

—¿Y a qué se dedica su padre?

—Desgraciadamente fue herido durante la guerra, está inválido, no tiene piernas.

—Les visitaré una tarde de éstas, espero que ni a usted ni a su padre les moleste.

—¡Oh, no!, venga cuando quiera, los amigos de Amelia son siempre bienvenidos.

Cuando regresé a casa por la noche, encontré a Amelia contándole a mi padre lo sucedido. Fue en ese momento cuando descubrí que Amelia había estado enamorada de un agente soviético que se llamaba Pierre.

—Iván Vasiliev se portó bien conmigo, aunque tenía miedo —nos explicó Amelia—. Cuando fuimos a Moscú, a Pierre le pusieron a las órdenes de Vasiliev. Fue muy correcto con él, aunque Pierre me comentaba que parecía inseguro, pero que era un buen hombre. Fue él quien me dijo que habían detenido a Pierre porque sospechaban de él al haber sido uno de los agentes controlados por Igor Krisov, otro espía al que acusaban de traición por haber desertado. Cuando conocí a Iván Vasiliev era sobre todo un hombre con miedo; ahora parece cambiado, no sólo porque ha envejecido… es como si ahora le fuese bien.

—Me preocupa que sea un hombre de la KGB —afirmó Max.

—A mí también —aceptó Amelia.

Iván Vasiliev se presentó en nuestra casa dos días después. Trajo una botella de vino del Rhin, un paquete de salchichas y un trozo de pastel.

Se mostró encantador, ayudó a Amelia a preparar las salchichas y a mí a poner la mesa, y jugó una partida de ajedrez con mi padre. Si le sorprendió que hubiera sido oficial de la Wehrmacht no lo dijo, aunque escuchó con interés cuando ella explicaba cómo Max había pertenecido a un grupo de oposición a Hitler.

—Una sola bala habría evitado la guerra, pero ninguno de nosotros se atrevió a dispararla contra el Führer —admitió mi padre.

—No creo que los rusos puedan sentirse muy orgullosos del Pacto Ribbentrop-Molotov —dijo Amelia, intentando provocar a Iván Vasiliev.

—Pura táctica. Stalin en aquel momento evitó la guerra —replicó aquel hombre.

—Sólo la aplazó y destrozó la moral de miles de comunistas que jamás entendieron que la Unión Soviética pactara con Hitler —respondió Amelia.

—Sin nosotros jamás se hubiera derrotado a Hitler —sentenció Iván Vasiliev.

—Es cierto, pero si el Führer no hubiera invadido la Unión Soviética, ¿qué habrían hecho? ¿Le habrían permitido que continuara con sus atrocidades?

—La historia es la que es, no la que pudo ser o dejar de ser. Hitler se equivocó al atacarnos, lo mismo que Napoleón. Y aquí estamos.

No sé por qué, pero mi padre simpatizó con Iván Vasiliev y éste con él. Parecían sentirse cómodos el uno con el otro. Después de esa noche fueron otras muchas las que compartimos con Iván Vasiliev. Al principio Amelia estaba tensa, pero poco a poco se relajó. Era evidente que él era uno de los miembros de la KGB destinado en Berlín, luego debía de contar con la confianza absoluta de sus jefes. Si había sobrevivido a las purgas de Stalin es que era un hombre duro e inteligente.

Amelia le contó a Garin su reencuentro con Iván Vasiliev y le pidió que se lo dijera a Albert James.

—¿Quieres volver a la acción? —le propuso Garin.

—No, de ninguna manera. Si te pido que se lo digas a Albert es porque ambos coincidimos con él en Moscú hace muchos años.

—De manera que hace mucho tiempo que os conocéis…

—Mucho más del que puedas imaginar.

—Tener como amigo a alguien de la KGB es una gran oportunidad…

—¿Oportunidad para qué? Ya te he dicho que no quiero volver a trabajar ni para Albert ni para nadie. Estamos bien así, Max ahora es feliz, duerme tranquilo y yo también.

Pero la suerte no estaba de nuestra parte. Walter, el hijo de Iris, que ya era un jovencito que tenía trece o catorce años, se presentó una noche de improviso en nuestra casa. Estábamos en vísperas de Navidad, aunque el partido había desterrado la festividad sustituyéndola por vacaciones de invierno, de manera que no había clases.

—Mi madre me ha dicho que venga aquí y que avises a Garin. Cree que sospechan de ella y que la van a detener.

Walter estaba asustado y temblaba. Tenía el rostro enrojecido y hacía un gran esfuerzo para no llorar.

Amelia intentó tranquilizarle. Me mandó que le trajera un vaso de agua de la cocina y le pidió que se sosegara.

—Y ahora cuéntame lo que ha sucedido —le pidió a Walter.

—No lo sé. Mi madre lleva varios días nerviosa, dice que está segura de que la siguen. Se pasa las noches mirando a la calle a través de las cortinas. No quiere que responda al teléfono, y me ha prohibido que lleve a ningún amigo a casa. Esta tarde, cuando he llegado, la he encontrado con todas las luces apagadas. Me ha dado un dinero que tenía guardado, dólares norteamericanos, y me ha mandado aquí. Me ha dicho que no debía ponerme en contacto ni con Garin, ni con Konrad, ni con Otto, que eso ya lo harías tú, y que confiara en ti, que si alguien podía salvarme eras tú. Luego me ha dicho que viniera aquí pero no directamente, que debía coger varios autobuses en direcciones distintas, y también caminar, y cuando estuviera seguro de que nadie me seguía, venir a tu casa. No sé lo que pasa, sólo que ella estaba muy asustada.

—No puede quedarse aquí —intervino Max—. Si están siguiendo a Iris, tarde o temprano buscarán en casa de todos sus amigos y también vendrán aquí, y si encuentran a Walter, creerán que sabemos dónde está ella.

—Pues se quedará —respondió Amelia, plantándose ante Max con una furia que me sorprendió.

—No he dicho que no debamos ayudarle, sino que no debe estar aquí —respondió él muy serio.

—¿Y dónde quieres que le lleve?

—Al sótano —intervine yo—, allí no le encontrarán.

En el sótano se acumulaban nuestros antiguos muebles y los trastos viejos de los vecinos. Nosotros teníamos la llave.

—Buena idea, Friedrich —dijo mi padre.

—Pero está todo sucio y la bombilla apenas alumbra —se quejó Amelia.

—Pero allí es fácil esconderle. Yo sé de un lugar en el sótano donde no le encontrarán —insistí.

—¿Qué lugar? —preguntó Amelia con curiosidad.

—Cuando era pequeño me gustaba explorar el sótano. Iba con mi linterna, y bueno… un día casi me caí en un agujero que no había visto nunca porque estaba tapado con una madera muy fina. Descubrí un hueco, creo que ahí debían guardar carbón porque las paredes, que son de ladrillo, están muy sucias. Yo utilizaba para bajar una pequeña escalera de hierro que encontré entre los trastos viejos.

—Nunca nos hablaste de tu descubrimiento —me reprochó mi padre.

—Todos tenemos secretos, y ése era el mío.

—Pero Walter no estará bien allí… —protestó Amelia.

—Podemos preparar un escondite por si acaso la policía viniera aquí —insistí.

Aceptaron mi plan, y sin hacer ruido, cada uno con una linterna, fuimos al sótano Amelia, Walter y yo. Walter puso cara de horror cuando vio el sótano oscuro y el hueco del que les había hablado. Pero Amelia nos envió a casa a por los utensilios de limpieza.

—Lo prepararemos sólo por si te tienes que ocultar.

Cuando salió del agujero estaba tiznada de negro hasta el último cabello, pero parecía contenta.

—Bueno, ahora está mucho mejor. Y con esas mantas que he puesto en el suelo y esa almohada estarás bien si tienes que esconderte. No sé por dónde, pero entra aire. Mañana bajaremos para ver mejor, pero tengo la impresión de que ese hueco debe dar a alguna parte.

A la mañana siguiente, Amelia se levantó temprano para ir a trabajar, deseaba llegar cuanto antes para ver a Garin. A mí me encargó que cuidara de Walter y que no le permitiera salir con ninguna excusa.

—Garin, anoche Walter vino a casa. Nos ha contado que Iris cree que la siguen.

—Anoche fueron a detenerla.

—¡Dios mío!

—Hace unos días Iris me dijo que creía que su jefe sospechaba de ella y estaba segura de que la seguían. Una tarde en la que su jefe se despidió hasta el día siguiente, Iris se quedó, como solía hacer, un rato más con la excusa de ordenar papeles. Era el momento que aprovechaba para microfilmar documentos. Pero él regresó a por algo que se le había olvidado, ella escuchó sus pasos y le dio tiempo a guardar la cámara, pero los papeles que estaba microfilmando no tuvo tiempo de esconderlos. Su jefe le preguntó qué hacía, y ella respondió que estaba buscando un documento que creía que se le había traspapelado. Él no la creyó aunque se comportó como si aceptara la explicación.

—¡Dónde está! ¡Dime dónde se la han llevado!

—A ninguna parte. Tenía una pastilla de cianuro como la tenemos todos nosotros por si nos detienen. Ya lo sabes, tú tenías una igual. No permitió que la detuvieran. Solía decir que ella no podría soportar que la torturasen. Cuando la policía fue a buscarla a su casa, tiró la puerta y la encontró muerta.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Por un amigo que trabaja en el Ministerio de Exteriores, cerca del departamento de Iris. Lo que ha pasado es un secreto a voces. Ahora están buscando a Walter.

—Está en mi casa, pero le esconderé.

—Hay que sacarle de Berlín. Es lo que Iris hubiera querido, siempre decía que algún día se marcharía con Walter para emprender una nueva vida. Estaba ahorrando para poder hacerlo. Soñaba con vivir en el otro Berlín, ya ves, tan lejos y tan cerca de aquí.

—Pero ¿cómo le sacaremos?

—No lo sé, tengo que ponerme en contacto con Albert. No es fácil salir de aquí, ya lo sabes.

—Pero debéis tener alguna ruta de escape…

—Todos los intentos de saltar el Muro ya sabes cómo terminan.

—Puede que nos estemos precipitando, contra Walter no tienen nada, es un niño.

—Un huérfano al que encerrarán en una institución del Estado y al que tratarán como al hijo de una traidora. ¿Te imaginas lo que eso significa? Eso no es lo que Iris hubiese querido y tú lo sabes. Si supone un problema para ti, trataré de sacarlo esta noche de tu casa, ya nos las arreglaremos. —El tono de voz de Garin era cortante.

—¡Sabes que quiero a Walter! También quería a Iris, haré lo que sea.

—Entonces ocúltale hasta que yo te diga. Cuando sepa cómo sacarle de Berlín, te lo diré. Al menos estamos de suerte, en la escuela no le echarán en falta porque son las vacaciones de invierno.

—Pero la policía le estará buscando y lo harán en las casas de los amigos de Iris.

—Sí, es posible que alguno de nosotros recibamos alguna visita. Ya sabes que hemos procurado ser discretos y que no nos vieran juntos, pero es inevitable que alguien nos haya visto, de manera que debemos estar preparados para todo. Tú también.

—Hace mucho tiempo que no veía a Iris…

—Lo sé, pero eso no te librará de que la policía registre tu casa. ¿Dónde vas a esconderlo?

—Puedo ocultarlo en el sótano. Friedrich encontró un agujero donde debían de guardar el carbón. Creo que allí no le encontrarán.

—Procura actuar con naturalidad, hacer vuestra vida normal. Yo me pondré en contacto contigo cuando sepa cómo sacar a Walter.

—Quizá podría saltar el Muro, ya sabes que pasa por delante de mi casa.

—No se te ocurra hacer nada. Espera a que te avise.

Mi padre pidió que le colocáramos la silla de ruedas junto a la ventana para así poder estar atentos a cualquier cosa que se saliera de lo habitual.

Walter apenas salía de mi habitación. Yo procuraba estar con él todo el tiempo posible, pero Amelia me insistió en que debía salir y estar con mis amigos. No quería que me echaran en falta y alguno se presentara en casa. Ella misma acudía todos los días a trabajar puntualmente aguardando impaciente a que Garin le dijera qué hacer. Todos los días le preguntaba, pero él aún no tenía la respuesta.

Iván Vasiliev nos sorprendía a menudo presentándose en casa sin avisar. Solía excusar su presencia explicando que pasaba cerca y que había decidido acercarse a saludarnos. Siempre era bienvenido por mi padre, que disfrutaba con él jugando al ajedrez y compartiendo una copa de coñac de una botella que Iván Vasiliev le había regalado. Nunca venía con las manos vacías. Las tiendas especiales donde compraban los jerarcas estaban bien surtidas de productos de Occidente, de manera que no era raro verle llegar con mantequilla holandesa, vino español, aceite italiano o queso francés. Para nosotros eran lujos fuera de nuestro alcance y se lo agradecíamos sinceramente. Creo que para él éramos lo más parecido a una familia.

Pero en aquellos días, de quien menos queríamos recibir una visita era precisamente de Iván Vasiliev.

El timbre de la puerta nos sobresaltó. Amelia estaba haciendo la cena y Walter ponía la mesa. Empujé a Walter a mi habitación, ya no había tiempo de esconderle en el sótano.

Iván Vasiliev me entregó sonriente un par de botellas que traía en la mano.

—¡Ah, querido Friedrich, no he podido resistir la tentación de pasar a visitaros para traer este pequeño obsequio a Amelia!

Eran dos botellas de aceite de oliva español que Amelia le agradeció sinceramente.

—¿Te quedarás a cenar? Estoy preparando una tortilla, y ahora con este aceite… ya verás, el sabor será mucho mejor.

—Tenía la esperanza de que te apiadaras de este pobre hombre solitario —respondió Iván Vasiliev mientras buscaba acomodo junto a Max.

Amelia parecía tranquila, como si fuera una noche cualquiera, pero mi padre y yo estábamos nerviosos y nos costaba ocultarlo. Aún recuerdo cómo temía que Walter hiciera algún ruido que le delatara, y me preguntaba que si eso sucedía, qué haría Iván Vasiliev, ¿nos haría detener?

—Max, amigo mío, te veo preocupado. Y a ti también, Friedrich ¿Sucede algo?

—Nada de importancia, pero ya sabes cómo somos los padres respecto al futuro de los hijos. Friedrich quiere especializarse en medicina interna, y Max le dice que debe ser más ambicioso.

—Pues creo que tu padre tiene razón. Eres un alumno brillante que puede aspirar a más que a ser un médico generalista. Un buen cirujano, un neurólogo, un especialista, siempre tiene más peso.

—¿Para qué? Prefiero hacer lo que me gusta, y lo que me gusta es ser como mi padre —respondí yo, siguiendo el juego de Amelia.

—No quiere hacerme caso —se lamentó Max.

—O sea que no he llegado en un buen momento…

—¡Claro que sí! Gracias a ti se ha acabado la discusión, y así podremos cenar tranquilos. —Amelia le sonreía con una inocencia tal que parecía auténtica.

La tortilla estaba buenísima, e Iván Vasiliev le prometió a Amelia que volvería a conseguir más botellas de aceite de oliva español con la condición de que le invitara a degustar lo que condimentara con el aceite. Después jugó una partida de ajedrez con mi padre, pero éste estaba distraído y no lograba centrarse, de manera que Iván Vasiliev no insistió en darle la revancha.

—Volveré pronto, queridos amigos. Y… cuídate mucho, Amelia.

—Sí, claro, ya lo hago.

Cuando Iván Vasiliev se marchó, nos preguntamos por aquella recomendación. Mi padre sugirió que aquella visita no había sido casual, como tampoco las últimas palabras del soviético. Pero Amelia no nos permitió seguir especulando.

El pobre Walter se había quedado sin cena, y tuvo que conformarse con una taza de leche y un bizcocho.

—Tenemos que estar más atentos, hoy ha sido Iván Vasiliev quien nos ha cogido desprevenidos, pero ¿y si llega a ser la KVP…? —advirtió mi padre.

—Nuestra casa está encima del sótano, quizá deberíamos hacer un agujero y conectarlos —propuse yo.

—¡Estás loco! Se enteraría todo el vecindario si comenzamos a dar golpes para hacer un agujero en el suelo, y además no sabemos lo sólido que es, ni con qué nos vamos a encontrar —objetó mi padre.

—Creo que Friedrich tiene razón —replicó Amelia, a quien las objeciones de Max no habían convencido—, si alguien se presenta de improviso, no nos daría tiempo a sacar de aquí a Walter. Tampoco podemos confinarle todo el tiempo en ese agujero oscuro del sótano. Comunicaremos nuestra casa con el sótano; lo haremos nosotros mismos con cuidado, procurando no hacer demasiado ruido. Si los vecinos preguntan, diremos que estamos haciendo una pequeña obra porque la casa está un poco deteriorada.

—¿Cuándo empezamos? —Yo estaba entusiasmado con que Amelia hubiera aceptado mi propuesta.

—Ahora mismo, pero haremos el agujero desde abajo. Veremos si se oye el ruido.

Walter y yo bajamos al sótano con una linterna y calculamos el lugar que creíamos que se correspondía con la cocina. Empezamos a picar el techo del sótano. Amelia bajó al cabo de unos minutos asegurando que no se oía demasiado ruido, pero que aun así debíamos tener cuidado. Envolvimos las herramientas en trapos para amortiguar el ruido de los golpes, y trabajamos un buen rato, hasta que Amelia nos mandó ir a dormir.

En un par de días habíamos hecho el agujero. Podíamos haberlo terminado la noche que comenzamos, pero Amelia no nos lo permitió. Prefería que fuéramos despacio para no llamar la atención. El agujero en el techo del sótano coincidía con una pequeña despensa junto a la cocina donde Amelia guardaba la escoba, el recogedor, la plancha y otros utensilios de la casa. Disimulamos lo mejor que pudimos el agujero, pero antes comprobamos que Walter cabía por él y colocamos en el sótano un viejo colchón para que cuando se deslizara no se rompiera una pierna. Casi deseaba que Iván Vasiliev nos volviera a visitar para comprobar la efectividad de mi idea.

Garin le dijo a Amelia que Albert ya estaba al tanto de la situación y que se había comprometido a hacerse cargo de Walter.

Una tarde en la que Amelia cogió el autobús para regresar a casa, un hombre se sentó a su lado. Parecía un trabajador de alguna fábrica. Cabello gris, bigote, gorra calada, gafas, gruesos guantes y bufanda, y un abrigo desgastado por el uso.

—Ni hables ni te muevas.

A Amelia le costó no hacerlo. Reconocía la voz de Albert James en aquel hombre cuyo aspecto la resultaba desconocido.

—Hemos comprobado que nadie vigila tu casa. Hacía mucho tiempo que no veías a Iris, quizá sea por eso, o quizá porque no se atreven a vigilar a una amiga del coronel de la KGB Iván Vasiliev.

—Le pedí a Garin que te explicara la aparición de Iván Vasiliev.

—Y lo hizo. Recuerdo bien lo de Moscú, pero entonces tú decías que era un pusilánime, un hombre asustado. Ahora es todo un coronel, con una medalla al valor conseguida en el frente. Y uno de los hombres más peligrosos que existen. Sabemos que ha colocado topos en lugares estratégicos de Occidente, pero no sabemos dónde. Sólo que hay información sensible que llega a sus manos. Es amigo tuyo, y por tanto puedes ayudarnos.

—¿A traicionarle? No, no lo voy a hacer.

—Es curioso, no te importó engañar a Max y tienes escrúpulos para hacerlo con el coronel Vasiliev.

—Sé que es muy sutil la línea entre la mentira y la traición, pero yo nunca sentí que traicionaba a Max. Sabía que queríamos lo mismo, acabar con Hitler. Pero no voy a discutir eso contigo. Ya no trabajo para ti. Creía que estabas aquí para sacar a Walter.

—Sí, a eso he venido, pero también para pedirte que nos ayudes a descubrir a un topo que Vasiliev ha infiltrado no sabemos dónde, pero que tiene acceso a información nuestra y de los británicos.

—Con quienes seguís compartiéndolo todo.

—Casi todo. Son nuestros primos hermanos.

—Ya te he dicho que no voy a volver a trabajar para vosotros.

—Piénsalo. Iré a por Walter esta noche.

—¿Cómo le sacarás?

—Eso permíteme que no te lo diga.

Cuando Amelia llegó a casa, pidió a Walter que se preparara.

—Te irás esta noche.

—Yo… yo quiero quedarme aquí, con vosotros.

—No es posible y tú lo sabes. Estarás bien, ya lo verás y cumplirás los sueños de tu madre. Vas a tener una buena vida, te lo prometo.

Pero Walter se echó a llorar, esta vez no reprimió las lágrimas tantas veces silenciadas desde la muerte de su madre.

Max vigilaba la calle y no vio a ningún coche ni a nadie sospechoso. Pero de repente creyó ver una sombra acercarse al jardín que daba acceso al edificio.

—Puede que sea Albert. Ojalá, dentro de dos minutos los focos de los guardias iluminarán la zona.

Mi padre tenía cronometrado cada cuánto tiempo los focos iluminaban nuestra zona por las noches, y lo que tardaban las patrullas en pasar.

Amelia salió al portal y abrió la puerta, esperaba que fuera Albert y se quedó esperando en la oscuridad.

Era él. Entró con paso rápido en nuestra casa. Al igual que le había pasado a Amelia, también a nosotros nos costó reconocerle.

Walter se había escondido en la despensa y tenía la trampilla levantada por si tenía que esconderse en el sótano.

—Muy ingenioso —admitió Albert cuando le contamos lo que habíamos hecho.

Amelia le explicó que sólo nosotros teníamos llave del sótano, y que yo había encontrado un hueco en el suelo que podía servir de escondite.

—Hay aire, lo que no sé es de dónde proviene.

—¿Me dejas una linterna para echar un vistazo? —pidió Albert.

—Sí, claro que sí, pero ¿no se hará tarde? —preguntó Amelia, nerviosa de que pasara el tiempo y eso dificultara que pudiera llevarse a Walter.

Acompañé a Albert al sótano, deslizándonos por el agujero que habíamos hecho en la despensa. Le ayudé a examinar el hueco que había en el suelo del sótano. Encendió una cerilla para ver de dónde llegaba el aire y descubrimos una fisura en una pared.

—Es un muro delgado que da a alguna parte, incluso… no sé, pero parece que se escucha algún ruido, puede que haya algún túnel de metro cerca de aquí…

—Lo mismo es la cloaca, en el jardín que da al edificio hay una alcantarilla, está disimulada por las plantas. La tapa no se puede levantar. Cuando era pequeño lo intenté en varias ocasiones. Me gustaba jugar a descubridor de tesoros, y bajar a las alcantarillas me parecía toda una aventura. Pero no lo conseguí.

Subimos a casa, y Albert preguntó cuántos metros nos separaban del Muro.

—Dos metros de la alambrada y veinte del Muro, pero si tienes razón y en ese hueco del sótano se filtra aire de las alcantarillas, debes saber que han tapiado todas las compuertas que dan al otro lado de la ciudad, y que hay patrullas vigilando continuamente las cloacas. Imagino que si Friedrich tiene razón y en el jardín hay una rejilla que da entrada a las cloacas, este tramo debe de estar aún más vigilado puesto que nos encontramos cerca del Muro —comentó mi padre.

—Me gustaría volver a echarle un vistazo. Veré si me puedo hacer con un mapa de cómo estaban las cloacas de Berlín antes de la guerra. Si fuera así… quizá nos podría servir para sacar a gente de aquí.

—Ya te he dicho que no trabajo para ti. —Amelia hablaba en voz baja pero con furia.

—¿Te negarías a salvar vidas? Porque a veces es de lo que se trata, de salvar la vida de alguien. No imaginas lo difícil que es sacar a la gente de aquí, cada vez más. Hemos desarrollado nuestro ingenio, pero no más que los rusos o los de la KVP. ¿No lees los periódicos? Hace dos semanas murió otro hombre intentando saltar el Muro. ¿Cuántos más crees que van a morir?

—Se te hace tarde —le cortó mi padre.

—Sí, tienes razón. Gracias por haber cuidado de Walter.

—No me des las gracias, le queremos —dijo Amelia.

Salieron de casa y se perdieron entre las sombras de la noche. No sé si Amelia llegó a saber cómo le sacaron de Berlín. Y si lo supo, nunca nos lo dijo.

La posibilidad de que nuestro sótano conectara con las cloacas había prendido en Amelia. De manera que en cuanto pudo, ella misma comenzó a intentar hacer un agujero en la pared del hueco del sótano por donde creíamos que se filtraba aire. Yo la ayudé, pese a las protestas de mi padre, que nos conminaba a que lo dejáramos estar. No nos costó mucho hacer un pequeño agujero, pero la negrura era absoluta, de manera que con un haz de luz de la linterna iluminamos la oscuridad temiendo lo que podíamos encontrar. Oíamos ruido de agua y pudimos ver que el agujero daba a otro hueco que a su vez conectaba con las cloacas.

—No se escucha nada, de manera que abriremos más la brecha en la pared y me deslizaré al otro lado con una linterna, quiero ver adónde llega —dijo Amelia.

—Ya has oído a mi padre, los soldados patrullan las cloacas y con más motivo en los lugares cercanos al Muro. Es peligroso.

—Sí, ya lo sé, pero mientras lo hago, ve pensando en cómo podemos disimular el agujero. Si los soldados pasan, no creo que se metan en este hueco que da al nuestro; pero aun así, debemos disimularlo lo mejor posible.

—Pero ¿para qué quieres hacer esto? —pregunté, nervioso.

—No lo sé, quién sabe si algún día lo podemos necesitar.

—Déjame que te acompañe, habrá ratas.

—No, iré sola. No es la primera vez que ando por las cloacas. Ya sé cómo huelen y qué me puedo encontrar.

Fuimos quitando los ladrillos con cuidado, hasta que Amelia pudo saltar al otro lado. Vi cómo se perdía en las profundidades del subsuelo berlinés con tan sólo un haz de luz. Pasó cerca de una hora y me asusté porque a lo lejos escuché pisadas fuertes y voces. No respiré tranquilo hasta que la vi regresar. Olía a suciedad, tenía las manos raspadas y las botas mojadas, pero parecía contenta.

—¿Se te ha ocurrido algo para disimular el paso?

—Sí, haremos un bloque con los ladrillos que hemos ido quitando, luego los volveremos a poner, y así, en caso de necesidad, será fácil levantarlos. Pero dime, ¿qué ha pasado? He escuchado voces.

—Y yo también, casi me muero del susto. Tuve que apagar la linterna. Había una patrulla, creo que eran cinco o seis hombres, hablaban entre ellos, pasaron cerca de mí, pero no me vieron. Me quedé muy quieta hasta que les oí alejarse.

—De manera que mi padre tiene razón y hay soldados patrullando las cloacas…

—Así es. Ahora vayamos a casa, mañana volveré a bajar.

—¿Para qué?

—Quién sabe si encontramos la manera de llegar al otro lado…

—Es imposible, mi padre ha dicho que han cegado todas las compuertas.

—Ya, pero las aguas residuales continúan pasando…

—¡No pretenderás meterte en esas aguas! —exclamé, horrorizado.

—Ya veremos, ya veremos…

Unos días después, mientras Amelia estaba en el archivo ordenando unas carpetas, Garin se acercó a ella. Estaban lejos de las miradas del resto de los funcionarios del departamento, de manera que podían hablar tranquilos.

—Walter ha llegado bien, quería que lo supieras.

—¡Gracias a Dios!

—Albert se ha arriesgado mucho.

—¿Cómo le sacó?

—No lo sé.

—¡Vamos, Garin!

—Lo que sí me ha pedido Albert es que te diga que irá a visitarte. Al parecer tienes un sótano muy interesante.

—Ya le dije que se olvidase de mí.

Garin sonrió, se encogió de hombros y salió del archivo.

Ni mi padre ni Amelia sabían que yo pertenecía a un grupo de estudiantes que se reunía periódicamente con Konrad. Hablábamos de política y organizábamos actividades dentro de la universidad en las que, con mucha cautela, intentábamos burlar la censura.

Obras de teatro, lecturas de textos, música… todo nos servía para creer que estábamos haciendo una dura oposición a las autoridades de la República Democrática. Sin duda en la universidad había informadores de la policía, pero estábamos convencidos de que nuestro grupo era impenetrable.

Nadie entraba sin el visto bueno de Konrad, de manera que cuando él se presentó con dos chicas a los ensayos de una obra de teatro que estábamos preparando, no desconfiamos de ellas.

—Os presento a Ilse y a Magda, son dos de mis mejores alumnas.

Además de la obra de teatro, estábamos organizando una jornada de protesta en la universidad. Íbamos a reclamar más libertad, y que liberaran a un profesor de historia al que habían detenido acusándole de actividades contrarias a la República Democrática.

Pensábamos organizar una marcha silenciosa por el campus y llevar pancartas con una sola palabra escrita: «Libertad». No se gritarían consignas, marcharíamos en silencio. Creíamos que una manifestación silenciosa sería muy efectista. También preparábamos octavillas reclamando la libertad del profesor detenido con las que pensábamos inundar todo el recinto.

Me quedé prendado de Ilse nada más verla. Parecía una valkiria: rubia, alta, delgada, con los ojos azul oscuro… Era una belleza. Magda también, aunque era diferente a Ilse. El cabello de Magda era negro, la piel muy blanca, los ojos verdes. No era tan alta como Ilse, ni tan delgada, pero era imposible no fijarse en ella.

Se acercaba la fecha de la manifestación y Konrad había previsto una reunión en la pequeña imprenta en la que imprimía nuestro material clandestino. Ninguno de nosotros sabía dónde estaba la imprenta, pero lo más importante es que a la reunión iba a acudir la plana mayor que dirigía la oposición en la universidad y en los círculos intelectuales que apoyaba el movimiento clandestino.

—Creo que Ilse y Magda deberían venir a la reunión. Así conocerán al resto de la gente. Friedrich, tú irás a buscarlas —dijo Konrad.

—Pero no sé dónde está la imprenta —respondí yo.

—Ya lo sé, una vez que estés con las chicas, iréis al parque y allí os encontraréis con otro grupo. No os preocupéis, alguien aparecerá para guiaros.

Ilse y Magda aceptaron encantadas. Estaban deseando conocer al resto del grupo.

Aquella noche dormí mal y a la mañana siguiente Amelia notó mis ojeras.

—¿No has dormido bien?

—Supongo que estoy nervioso por los exámenes.

Salimos de casa como todas las mañanas y fuimos andando hasta la parada de autobús en la que nos separábamos. Cuando llegué a la universidad me encontré con Ilse, y hablamos de la reunión de la tarde. Estaba esperando a Magda para entrar en clase, pero se estaba retrasando.

Cuando salí a mediodía para ir a casa, Ilse me alcanzó. Estaba pálida, nerviosa, parecía fuera de sí.

—Ha ocurrido algo… yo… no sé si tiene importancia pero estoy preocupada… Estoy buscando a Konrad pero ya se ha marchado y no tengo el teléfono de su casa, ni su dirección, no sé qué hacer…

—Cálmate y dime qué ha pasado.

—Magda ha llegado tarde esta mañana. Me dijo que se había encontrado mal y que se había quedado un rato más en la cama. No parecía enferma, pero pensé que a lo mejor se había indispuesto por algo pasajero. Pero nos cruzamos con un compañero que le preguntó: «Vaya, Magda, ¿dónde ibas esta mañana tan temprano y con tanta prisa? Te llamé pero ni me oíste… claro que yo también voy deprisa cuando paso delante de la KVP… pero me pareció que tú ibas allí…», y luego él se echó a reír y ella hizo lo mismo; pero yo, que la conozco, sé que se había puesto nerviosa.

—¿Desde cuándo sois amigas?

—La conozco desde que comenzamos la carrera, pero nos hemos hecho amigas este curso. Es muy inteligente, de hecho es la mejor alumna de Konrad.

—Y tú crees…

—No sé, Friedrich… pero me he asustado. Hay informadores por todas partes, sabemos que no debemos fiarnos de nadie… Puede que esté siendo injusta con Magda, es lo más seguro, pero no me quedaba tranquila si no se lo decía a alguien, y como no he encontrado a Konrad… Yo… la verdad es que nunca debí meterme en este lío, no sé, yo no creo que las cosas vayan tan mal como dice Magda, pero aun así… en fin, no me gustaría que a nadie le pasara nada…

—Y yo tengo que ir a buscaros esta tarde a su casa… —me lamenté.

—Bueno, Magda me ha dicho que a lo mejor iríamos solas. Me ha pedido que vaya a buscarla a su casa.

—¿Y cómo pensáis llegar si no sabéis dónde está la imprenta?

—Quiere que tú también vayas a su casa. No sé, Friedrich pero me encuentro mal… no sé qué pensar…

Yo tampoco sabía ni qué pensar ni mucho menos qué hacer. Telefoneé a Konrad pero en su casa me dijeron que no iría a almorzar. Tampoco me atrevía a hablar con otros compañeros y a sembrar dudas sobre Magda. No sabía si Ilse era una paranoica, o si tenía envidia de Magda, o si, por el contrario, sus sospechas estaban fundadas.

Tomé una decisión que resultó ser la acertada. Cuando llegué a casa, le hice una seña a Amelia y cerré la puerta de la cocina. Mi padre estaba adormilado y no nos prestó atención. Le conté todo lo que sucedía, y pude ver su disgusto cuando se enteró de que yo participaba en las actividades de la oposición universitaria.

—No debes ir a casa de esa Magda, puede ser una trampa.

—O puede no ser nada.

—¿Tienes la dirección?

—Sí…

—¿Y a qué hora debes estar allí?

—A las seis.

—Iremos antes.

—¿Iremos?

—Sí, yo iré contigo.

—Pero…

—¡No hay peros! Harás lo que yo te diga.

No protesté y acepté de buena gana. Salimos de casa nada más terminar de comer.

Fuimos andando hasta la dirección de Magda y desde lejos Amelia estuvo vigilando para ver si veía algún movimiento extraño. Faltaban tres horas para la cita y ella parecía dispuesta a que esperáramos allí. Yo ya estaba aburrido cuando vimos pararse un coche cerca de la casa de Magda. La vi descender del vehículo seguida de un hombre y dirigirse a su casa; parecía preocupada. El hombre no estuvo mucho tiempo, porque volvió a salir al cabo de media hora.

—Quédate aquí y no te muevas —me ordenó Amelia.

—¿Dónde vas?

—Tú vigila si ves algo sospechoso, no tardaré mucho.

El tiempo se me hizo eterno, y estaba distraído cuando escuché la voz de Amelia junto a mí.

—No estás atento.

La miré pero no parecía ella. Llevaba unas gafas de cristal grueso que le cubrían parte del rostro, y un gorro gris que nunca antes había visto y que le cubría todo el cabello. Tampoco reconocí el abrigo.

—Pero…

—Cállate y espera. No te muevas pase lo que pase. Dame tu palabra.

—Pero…

—¡Dame tu palabra!

—Sí, te la doy, pero no te entiendo… te has disfrazado y… ¿dónde vas?

—Voy a casa de esa tal Magda.

—Voy contigo.

—No, tú no te moverás de aquí o me pondrás en peligro, y no sólo a mí, tú también lo estarás, y tu padre, y todos tus amigos.

La vi entrar en el portal de Magda. No salió hasta media hora después.

—Llamarás a tu amiga Ilse y le dirás que te has puesto enfermo, y que ella también debería descansar puesto que está acatarrada. Espero que sea lo suficientemente lista como para entender que no debe salir de casa.

—Es mejor que vaya yo a su casa…

—No, no irás a decírselo personalmente. La llamarás y le aconsejarás que se meta en la cama y le diga a todo el mundo que está enferma. ¿Lo has entendido?

—Sí, pero…

—¡Obedece! Tengo que encontrar a Konrad, esa reunión no se puede celebrar.

Y desapareció. Se perdió entre la gente. Obedecí. Llegué a casa y telefoneé a Ilse. Podía notar su estupor cuando le dije que debía meterse en la cama hasta que se restableciera del catarro.

—Pero… ¿y la cita?

—Haz lo que te digo, ya hablaremos.

Me metí en mi cuarto para evitar que mi padre notara mi nerviosismo.

Amelia llegó más tarde que de costumbre, mi padre estaba nervioso por la espera.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó mi padre cuando la oyó cerrar la puerta.

—Mucho trabajo, ya sabes que se va a organizar un Congreso por la Paz, y a nuestro departamento lo han cargado de trabajo. Garin no puede con todo y me ha pedido que me quedara para ayudarle.

Yo había salido de mi cuarto y la miré asombrado de que volviera a ser ella. Las gafas, el gorro de lana, el abrigo… todo había desaparecido.

Cuando entró en la cocina para hacer la cena oímos sonar el timbre. Ambos nos sobresaltamos, pero fue ella quien acudió a abrir la puerta.

—No sé si soy inoportuno… —dijo Iván Vasiliev mostrando su mejor sonrisa.

—¡Claro que no, Iván! Pasa, llegas a tiempo para la cena.

—Gracias, Amelia. Si no fuera por ti, me olvidaría de lo que significa una buena comida. Hoy no he tenido tiempo de traer nada. Estos jovencitos de la universidad han dado mucho trabajo a mis amigos de la KVP —dijo mirándome a los ojos.

—¿Ah sí? ¿Qué han hecho? —preguntó Max con curiosidad.

—En la KVP los ánimos están alterados. Alguien ha asesinado a uno de sus informadores. La Stasi exige que la investigación pase a ellos, pero en la KVP se niegan. En fin, las peleas habituales entre departamentos.

—¿Y eso qué tiene que ver con la universidad? —Max seguía interesado en que Iván Vasiliev contara la historia.

—Los jóvenes estaban preparando una manifestación, ¿no has oído nada, Friedrich? Bueno, una manifestación silenciosa pidiendo libertad y sobre todo que se libere a uno de sus profesores que está detenido. Cosas de estudiantes. La policía lo sabía, claro, y tenían preparada una redada. Habrían cogido a una docena de jóvenes y no habría pasado nada más. Pero al parecer los alborotadores tenían prevista una reunión con toda la plana mayor de los activistas universitarios, profesores incluidos. Una buena ocasión para detener a los profesores que corrompen las cabezas de los chicos. Pero el informador debió de cometer algún error y ha aparecido muerto, y curiosamente la reunión no se ha celebrado. En fin, me he pasado la tarde trabajando.

—¿Ahora te dedicas a perseguir estudiantes? —El tono de Amelia estaba cargado de ironía.

—No, querida, a eso no, pero aunque no es asunto mío me gustaría saber quién disparó al informador de la KVP. Lo hizo con un arma occidental, una Walter PPK, de pequeño calibre. Un arma de mujer, según dicen los expertos. Pero un arma es un arma, no importa su tamaño. El asesino tiene buena puntería, un tiro en el corazón. Murió de inmediato. Ya te digo que debió de ser un profesional. Lo que nos lleva a pensar que estos estudiantes revoltosos y sus profesores tienen buenos amigos en Occidente, ¿no crees?

—Pero cualquiera puede tener un arma así —respondió ella.

—¿Cualquiera? ¿Tú qué crees, Friedrich…? ¿Has ido esta tarde a la universidad? No sé si sabes que ha habido una redada… Me alegro de que no estés entre los detenidos.

—¿Y por qué habría de estarlo? Mi hijo ha estado aquí conmigo, y Friedrich sabe que nunca debe meterse en política, nunca; me ha dado su palabra y sé que la cumplirá —le interrumpió oportunamente Max.

—Pero los jóvenes son díscolos y tienen ideas propias, mi querido amigo, aunque me alegro de que Friedrich estuviera aquí, y no tenga nada que ver con los alborotadores.

—Cualquiera puede tener que ver con los alborotadores, todo el mundo se conoce en la universidad —terció Amelia.

—Dejemos hablar a Friedrich —pidió Iván Vasiliev.

Yo debía de estar lívido. Sentía la mirada del coronel traspasarme como si pudiera leer todos mis pensamientos.

—Yo… la verdad es que me ha puesto nervioso lo que ha contado. No es una buena noticia saber que ha habido una redada, que se han podido llevar a gente que conozco… Y… si puedo ser sincero diré que cuando uno es joven sueña con construir un futuro mejor y eso no puede ser un delito.

No sé de dónde saqué fuerzas para esa parrafada, pero pareció impresionar a Iván Vasiliev.

—Vaya, veo que eres valiente saliendo en defensa de tus compañeros. ¿Sabes?, tienes razón, cuando uno es joven quiere cambiar el mundo, sólo que el mundo ya lo cambiamos los de mi generación. Gobierna el pueblo y son los hijos del pueblo quienes ahora van a las universidades; todos somos iguales, y estamos construyendo un mundo mejor para todos. Vosotros los jóvenes lo único que tenéis que hacer es caminar en la misma dirección.

Me quedé callado, me costaba aguantar la mirada de Iván Vasiliev pero también la de mi padre.

—Hay un profesor, un tal Konrad… ha desaparecido, le están buscando. Parece ser que es el principal agitador. Tú le conoces, ¿verdad, Friedrich?

—Es uno de los profesores más queridos de la universidad.

—Nosotros también lo conocemos, incluso en alguna ocasión ha estado en casa, de eso hace mucho tiempo —dijo Amelia con naturalidad.

—¿Y cómo es que lo conocéis, querida?

—Cuando regresamos a Berlín nos lo presentó un amigo, aún no había Muro… y una noche le trajo a cenar. Fue muy amable, y no me pareció un revolucionario peligroso. Pero de eso hace más de quince años.

—¿Y quién era ese amigo que os lo presentó?

—Alguien que desgraciadamente ha muerto. Pero en todo caso vivía en Berlín Occidental. Hace unos años las cosas eran diferentes, los berlineses no estaban separados por ningún muro y la gente iba de un sector a otro… no era tan importante cómo pensara cada uno. Entonces los alemanes de este lado no se habían vuelto todos comunistas.

—Pues el profesor Konrad es ahora el hombre más buscado de Berlín…

—Lo encontrarán, seguro que lo encontrarán. —Amelia hizo esta afirmación con rotundidad.

—Bien, me alegro de que Friedrich no tenga nada que ver con los alborotadores. Ahora debo marcharme, la cena exquisita, como siempre, querida Amelia.

—Gracias, Iván.

—Cuidaos, mis queridos amigos, cuidaos.

Hasta que Iván Vasiliev no se marchó, no respiré tranquilo. Mi padre parecía desconcertado.

—¡Qué raro! No sé, tengo la impresión de que Iván quería decirnos algo… Espero, Friedrich, que no tengas nada que ver con esos activistas de la universidad…

—No te preocupes, papá.

—Y tú, Amelia… no te comprendo. ¿Por qué le has dicho que conocemos a Konrad? Hace años que no lo vemos.

—Porque él ya lo sabe, o si no lo sabe, lo sabrá. Es mejor que vea que no tenemos nada que ocultar. Deben de estar investigando a todos los que conocen a Konrad y en algún momento alguien puede acordarse de que nosotros también lo conocimos.

Como todas las noches ayudé a Amelia a acostar a mi padre y luego me ofrecí para fregar los platos.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté cuando estuvimos solos en la cocina.

—Nada, sólo que has de tener cuidado.

—Ha dicho que han matado a Magda… aunque se ha referido a un informador… se trataba de ella, estoy seguro.

—Eso no nos concierne.

—Con un arma pequeña, de mujer… es lo que ha dicho.

—De eso ni tú ni yo sabemos nada y yo no tengo ningún interés en saberlo.

—Subiste a casa de Magda…

—No.

—Pero te vi entrar en el portal disfrazada de esa manera y tardaste en salir…

—Estuve vigilando, quería saber si salía de la casa alguien a quien no hubiéramos visto. Me marché porque no vi a nadie sospechoso.

—¿No subiste a su piso?

—No, claro que no, ¡qué tontería! —Me mintió.

—¿Y adónde fuiste después…?

—A buscar a unos amigos que pudieran avisar a Konrad.

—Lo conseguiste.

—Parece ser que sí. Lo están buscando y aún no lo han encontrado.

Aquella noche tampoco dormí. No supe hasta unos días después que Konrad estaba en nuestro sótano. Y pasaron años hasta que Amelia me contó lo sucedido aquella tarde.