Mi llegada a Tel Aviv no comenzó con buen pie. El interrogatorio al que me sometió el policía de la aduana me irritó.
—¿A qué ha venido a Israel?
—A hacer turismo.
—¿Conoce a alguien aquí?
—No, no conozco a nadie.
—¿Le han entregado algún regalo para alguna persona de Israel o de los Territorios?
—No, nadie me ha dado nada ni yo traigo ningún regalo.
Luego tuve que detallar dónde me iba a alojar y qué recorrido pensaba hacer por el país.
Ya de malhumor, alquilé un coche para ir hasta Jerusalén mientras pensaba que, en relación con la seguridad, los israelíes eran un poco paranoicos, incluso más que los norteamericanos.
El Sheraton de Jerusalén, situado en un lugar céntrico, se hallaba no muy lejos del King David, el hotel histórico de la ciudad, aunque si quería ir a la ciudad vieja tenía que dar un paseo. Aunque me dije que no estaba allí para hacer turismo, decidí que cuando terminara de trabajar, buscaría un momento para visitar los Santos Lugares y llevar un recuerdo a mi madre. Pensé en lo contradictoria que era, tan moderna para algunas cosas, pero tan católica y tradicional en otras.
El profesor Avi Meir resultó ser un anciano encantador que se mostró dispuesto a recibirme de inmediato.
—Ayer me telefoneó el profesor Soler anunciándome su llegada. Si no tiene ningún otro compromiso, le espero para cenar a las ocho.
Acepté de buen grado. Salvo tres cafés, no había tomado nada en todo el día, y estaba hambriento. Después de darme una ducha, le pedí al conserje del hotel que me explicara cómo llegar a la dirección que me había dado el profesor Meir.
El profesor vivía en la segunda planta de una casa de sólo tres pisos. Él mismo abrió la puerta y me dio un apretón de manos que me sorprendió por su firmeza, teniendo en cuenta que era la mano de un hombre de edad avanzada. Calculé que estaría cerca de los noventa, pero se movía como si tuviera muchos menos.
La casa era sencilla, con estanterías en todas las paredes y libros apilados por el suelo. En la sala de estar había una mesa redonda perfectamente dispuesta para la cena.
—Siéntese, estará hambriento después del viaje. No sé usted, pero yo nunca como en los aviones.
Cenamos con apetito. Además de un pescado cocinado al horno, el profesor había dispuesto varias ensaladas, hummus y una cesta de pan ácimo.
—Le gustará el pescado, se llama Pilatia Galilea, aunque creo que ustedes lo llaman San Pedro; es del mar de Galilea, un amigo me lo ha traído hoy.
Dimos buena cuenta de la cena mientras le contaba que necesitaba información sobre el campo de Ravensbrück y la confirmación de si allí habían tenido prisionera a mi bisabuela.
—No somos judíos, pero mi bisabuela estuvo muy implicada en la guerra, trabajó para los aliados. Si usted pudiera arreglarme una cita con alguien del Museo del Holocausto, se lo agradecería mucho. Tanto como esta magnífica cena —bromeé.
El profesor se quedó en silencio mirándome fijamente, como si quisiera leer mis pensamientos más íntimos. Luego, antes de responder, me sonrió.
—Haré algo mejor, le presentaré a alguien que estuvo en Ravensbrück.
—¡No es posible! ¿Aún quedan supervivientes de ese campo de prisioneros?
—Cada vez somos menos, pero aún no nos hemos muerto todos. ¿Sabe?, a veces pienso que cuando el último de nosotros desaparezca, no quedará ningún testimonio de lo que fue aquello, porque el mundo tiende a olvidar, no quiere recordar.
—Hay libros, documentales, el Museo del Holocausto… Nunca se perderá la memoria de lo que sucedió —intenté animarle.
—¡Bah! Todos esos testimonios no dejan de ser una gota en el inmenso mar. Los hombres necesitan olvidar sus crímenes… Volviendo a lo que nos ocupa, mañana le presentaré a alguien que le puede ayudar, alguien que sobrevivió a Ravensbrück lo mismo que yo sobreviví a Auschwitz.
—Muchas gracias, profesor, en realidad es mucho más de lo que yo esperaba.
—Iré a buscarle a las doce a su hotel, pero antes quiero que haga algo. Visite el Museo del Holocausto, acuda usted a primera hora de la mañana. Luego le será más fácil comprender.
Ya en el hotel, sentí la necesidad de hablar con alguien para contarle que había conocido a un hombre excepcional. La larga conversación con Avi Meir me había impresionado. Apenas me habló de su peripecia vital en Auschwitz, en cambio me explicó cómo era la Europa de antes de la guerra, hasta que nos metimos de lleno en una discusión sobre la existencia del Estado de Israel; aquella velada me hizo sentir tan cómodo, que incluso me permití el lujo de criticar abiertamente la política de Israel con los palestinos.
Avi Meir no se amilanó ante mis críticas y polemizamos con la confianza con que sólo lo hacen los buenos amigos. Me sentí muy a gusto.
A la mañana siguiente me levanté temprano. Quería aprovechar el día, así que cogí un mapa de Jerusalén y, gracias también a las indicaciones del recepcionista del hotel, me planté en el Museo del Holocausto con bastante rapidez.
Cuando llegué, me encontré esperando a un grupo de judíos norteamericanos y a los alumnos de un colegio. También había un grupo de turistas españoles que aguardaban a que llegara su guía. Me pegué a ellos para escuchar sus explicaciones.
Salí del museo sobrecogido, con el estómago revuelto y una sensación de náusea. ¿Cómo era posible que toda una nación hubiera enloquecido hasta el punto de haber asesinado masivamente a millones de personas por ser de una raza distinta o por tener otra religión? ¿Por qué no se habían revelado? Me acordé de Max von Schumann y de sus amigos; ellos no estaban de acuerdo con Hitler, pero su oposición era únicamente intelectual. ¿Cuántos alemanes de verdad se jugaron la vida combatiendo a Hitler?
Llegué al hotel al mismo tiempo que el profesor Meir, que sorprendentemente conducía él mismo una vieja camioneta.
—Suba. ¿Viene del museo? El lugar donde vamos no está muy lejos, sólo a doce kilómetros de aquí, ya verá.
Salimos de la ciudad sin que el profesor me dijera adónde me llevaba, tampoco le pregunté. Me pareció que nos estábamos internando por el desierto hasta que de pronto me pareció vislumbrar un oasis verde en el horizonte. Parecía un pueblo, un pequeño pueblo con una cerca de protección y hombres y mujeres armados que vigilaban el perímetro de la población. No eran soldados, sino que parecían gente corriente, vestidos con ropa cómoda, sin ningún distintivo militar.
—Esto es Kiryat Anavim, un kibutz, aquí viven sobre todo judíos rusos. Lo fundaron unos judíos que llegaron de Rusia en 1919. En Israel cada vez quedan menos kibutz; vivir aquí es muy duro, es comunismo puro.
—¿Comunismo?
—No existe la propiedad, todo es de todos y la comunidad provee según las necesidades de cada cual; los niños se educan en la casa comunal, y todos se reparten el trabajo, pero haciendo de todo; usted puede ser ingeniero o médico, pero también le tocará estar en la cocina, o arar. La única diferencia con el comunismo soviético es que aquí hay libertad: cuando alguien se quiere ir, se va; todo cuanto hacen es voluntario. Vivir en el kibutz es muy duro, sobre todo para las nuevas generaciones, los jóvenes de ahora están demasiado mimados y no aguantan una vida espartana.
—No me extraña —respondí en un ataque de sinceridad.
—Yo viví unos cuantos años en un kibutz cuando llegué a Israel, allí conocí a mi esposa y pasé los años más felices de mi vida.
—¿Su esposa?
—Mi esposa murió hace años. Desgraciadamente el cáncer se la llevó. Era rusa, una rusa judía. Vino con sus padres siendo una niña. Fueron de los primeros pioneros, y se asentaron aquí, en Kiryat Anavim.
—¿Tiene hijos?
—Sí, cuatro hijos. Dos han muerto. Daniel, el mayor, en la guerra del sesenta y siete, y Esther en un ataque terrorista al kibutz en el que vivía en el norte del país, cerca de la frontera con Líbano. Me quedan dos: Gedeón vive en Tel Aviv, está a punto de jubilarse, es productor de televisión, tiene tres hijos y dos nietos, así que soy bisabuelo; Ariel, el pequeño, vive en Nueva York. Se casó con una norteamericana y se marchó. Tengo dos nietos neoyorquinos que en su momento cumplieron con su obligación y vinieron a hacer el servicio militar. Buenos chicos, se han casado y también tienen hijos.
Detuvo la camioneta en la puerta de una casa baja y modesta. Todas las casas eran iguales: de piedra, alineadas unas junto a las otras, sin nada que las distinguiera.
La puerta de la casa estaba abierta y Avi Meir entró como si se tratara de su propia casa.
—¡Sofía! ¡Sofía! ¡Estoy aquí!
Una mujer mayor apareció sonriendo y nos tendió la mano.
—¡Avi! ¡Pasa, pasa! Me diste una gran alegría cuando me llamaste esta mañana. Hacía tiempo que no venías. ¿Y tus hijos? ¿Sabes algo de Ariel? Nunca entenderé por qué a los chicos les gusta tanto irse a Norteamérica. ¿Y este joven es…?
—Guillermo, el joven español del que te he hablado. Es periodista, pero está aquí escribiendo un libro sobre su bisabuela.
—Cuando me llamaste para preguntarme si en Ravensbrück había conocido a una española llamada Amelia Garayoa, me dio un vuelco el corazón. Amelia, ¡pobrecilla!
Sofía nos invitó a tomar asiento y trajo una jarra de limonada aromatizada con hojas de menta, luego me miró de arriba abajo como intentando encontrar en mí alguna huella de Amelia, pero no pareció encontrarla.
—Cuéntanos todo lo que sepas, a mí también me gustará saberlo —le pidió el profesor Meir.
Sofía no se hizo de rogar y comenzó su relato.
Yo tenía dieciocho años cuando me llevaron a Ravensbrück, en mayo de 1944. Mi madre era comisaria política y yo ansiaba serlo. También era una jovencísima comunista que adoraba al padrecito Stalin, y que había destacado en las Juventudes Comunistas, ayudada por la influencia de mi padre, comisario político como mi madre.
No voy a contar lo que los alemanes nos hicieron cuando invadieron Rusia, sólo que mi madre y yo tuvimos suerte, mejor suerte que otras muchas mujeres, a las que además de violarlas, después las destriparon en presencia de sus maridos y de sus hijos, u otras que tuvieron que soportar ver cómo descuartizaban en pedazos a sus hijos delante de sus ojos.
Estábamos en un pueblo, organizando a los campesinos, cuando de repente llegaron los nazis… Estaban furiosos porque iban perdiendo la guerra. Asesinaron a los ancianos y a los niños y nos hicieron prisioneros a todos los que llevábamos un uniforme; en mi caso, el de comisaria de las Juventudes Comunistas. Aún hoy siento miedo cuando recuerdo cómo nos subieron a aquellos camiones golpeándonos con las culatas de los fusiles. A mi madre y a mí, al descubrir que éramos judías, nos separaron del resto. Para ellos éramos lo peor: judías, comunistas y rusas. Y nos enviaron a Ravensbrück, un campo de prisioneros situado cerca de Berlín.
Allí dormíamos en barracones, amontonadas las unas encima de las otras sobre unos colchones duros, sin apenas espacio para respirar, aunque bastante teníamos con combatir a los piojos y a las chinches que corrían por los colchones y por nuestra ropa.
Uno de los jefes del campo era un comandante de las SS que se llamaba Schaefer; era un hombre brutal, bajo, gordo, moreno, todo lo contrario del ideal ario. Pero allí estaba él hablándonos de la superioridad de su raza mientras nos torturaba. A Schaefer le gustaba participar personalmente en los interrogatorios y poner en práctica cuanto de macabro ideaba con ayuda del doctor Kiefner.
El doctor Kiefner era un sádico que, al igual que Schaefer, violó a muchas mujeres del campo.
Le gustaba llevar a cabo lo que él calificaba como «sus experimentos» para comprobar cuánto dolor podía soportar un ser humano, pero sin causarle la muerte.
La mayoría de las mujeres eran mutiladas. «¿Se puede vivir sin pezones?», se preguntaba el doctor Kiefner mientras se disponía a cortar los pezones a alguna de las presas. Lo hacía con un bisturí, sin ningún tipo de calmante que pudiera aliviar el dolor de sus víctimas.
Era un sádico y disfrutaba mutilando los genitales de las mujeres de Ravensbrück. A otras las destripaba porque decía que eso le ayudaba a tener un conocimiento más preciso del cuerpo humano.
—Vamos, querida, no te resistas, es por el bien de la ciencia. Yo estudié con cadáveres, pero no es lo mismo que poder contemplar cómo se mueven tus órganos mientras se van apagando —le decía a la mujer que había elegido como víctima.
Si a alguna de nosotras nos enviaban al hospital, íbamos aterrorizadas sabiendo que aunque consiguiéramos regresar vivas, ya nunca seríamos las mismas. A mí me amputó los dos pechos… estuve varios días entre la vida y la muerte. Me salvó que una enfermera que le ayudaba también era una prisionera. No era judía, a la pobre mujer la obligaban a asistirle en aquellas carnicerías. Creo que era checa, no lo recuerdo bien; hablaba muy poco y había sido enfermera antes de caer prisionera. No sé por qué estaba allí, pero el caso es que el doctor Kiefner no la utilizó para sus experimentos. Ella nos ayudaba cuanto podía, que no era mucho, pero a veces lograba sustraer pequeñas cantidades de antisépticos y analgésicos que se los entregaba a alguna presa para que cuidara a quienes habían pasado por la «camilla» del doctor.
Supongo que sobreviví porque era joven y quería vivir, y además contaba con mi madre; sin ella no lo habría logrado.
Pero estoy contando lo que me sucedió a mí, y no es eso lo que ha venido a buscar; usted lo que quiere es que le hable de la española. Llegó a principios de septiembre del cuarenta y cuatro, estaba enferma y la destinaron a nuestro barracón. La recuerdo muy bien. Apenas podía andar, se notaba que no hacía mucho que la habían torturado. Casi no podía abrir el ojo derecho y tenía la cara amoratada por los golpes recibidos. Estaba extremadamente delgada y tenía el cuello y la espalda surcada por las huellas de los instrumentos de tortura.
Recuerdo como si fuera ayer aquel primer día en que la vi…
—¡Ponte donde puedas, cerda! —El guardia le dio un empujón para que entrara en nuestro barracón.
Amelia apenas dio unos pasos y se sentó en el suelo sin mirar a ninguna parte, como si no nos viera o no le importara quienes estábamos allí. Mi madre se acercó a ella y le habló, pero no obtuvo respuesta.
—No sabemos de dónde es, no parece rusa —dijo una mujer.
No sé por qué a mi madre le conmovió la española, pero el caso es que la arrastró hasta nuestro lado, y la acomodó sobre una esquina del colchón. Ella se dejaba hacer sin mostrar ninguna emoción.
—La ropa que lleva está muy sucia, pero es buena —comentó otra de las presas.
Desde aquella noche Amelia durmió a nuestro lado. Mi madre parecía haberla adoptado.
Creíamos que no nos hablaba por no entender el ruso, pero a los dos días de haber llegado mi madre me dijo al oído que la había sorprendido mirándola cuando hablaba con otra mujer acerca de ella, como si las entendiera.
Pasaron varios días antes de que el comandante Schaefer la llamara a su presencia.
Como apenas se sostenía de pie, mi madre decidió ayudarla a caminar para que llegara hasta el despacho de Schaefer.
Mi madre regresó pero a la española no la volvimos a ver hasta dos días más tarde, cuando se abrió la puerta y uno de los guardias tiró al centro del barracón lo que parecía un fardo de ropa vieja.
La habían violado. Era lo habitual cuando llegaba una prisionera. Si era joven, el primero en violarla era Schaefer, o en ocasiones el propio doctor Kiefner. Pero incluso las más viejas sufrían esa humillación ya que Kiefner disfrutaba metiéndoles por la vagina todo tipo de objetos.
—Aquí ninguna os podréis quejar, todas recibís vuestra ración para calmar los ardores femeninos —decía, riéndose.
Cuando la trajeron estaba en muy mal estado, pero no dijo nada, continuaba sin hablar, incluso lloraba en silencio. Le caían las lágrimas y apretaba las mandíbulas como si quisiera reprimir el grito que anudaba su garganta.
Mi madre le limpió como pudo las heridas, y al hacerlo, comprobó que en algunos lugares le habían arrancado la piel.
Vinieron a por ella en más ocasiones para interrogarla. Pronto supimos que un coronel de las SS había ordenado a Schaefer que la hiciera hablar utilizando los métodos que quisiera. La enfermera del doctor Kiefner contó a otra presa que había oído decir al doctor que Amelia era una asesina, una terrorista. Al parecer la acusaban del asesinato de un oficial de las SS y de participar en secuestros y atentados.
Parecía imposible que aquella joven de aspecto tan frágil pudiera haber hecho nada de todo aquello. Era un saco de huesos y creo que aunque hubiera estado en mejor estado, mucha carne no le habría sobrado. Mi madre la llamaba «la muñeca rota».
Pero a pesar de su estado, sobrevivió. Fue un milagro. Y eso que un día se presentó en el campo aquel coronel que tenía cuentas pendientes con ella. Aún recuerdo su nombre: Winkler; Schaefer se puso muy nervioso cuando le anunciaron su visita. Todas pensamos que si Schaefer temblaba ante Winkler, eso significaba que éste era aún peor, y todas sentimos más miedo.
Winkler se marchó y pensamos que la española habría muerto. La enfermera nos dijo que el coronel Winkler se había encerrado en una habitación con ella y que los chillidos de Amelia no parecían los de un ser humano.
Cuando volvimos a verla era un amasijo de carne ensangrentada donde era difícil distinguir si tenía rostro. Durante varios días luchó entre la vida y la muerte, y mi madre pensó que no sobreviviría. Tenía las piernas y los brazos rotos, los pies aplastados y no había un solo centímetro de su piel sin huellas de quemaduras de cigarrillos. Escondiéndose entre las sombras la enfermera vino aquella noche a nuestro pabellón. Le limpió con cuidado las heridas y extendió una pomada por todas las quemaduras. Después, con ayuda de mi madre, intentó colocarle los huesos que tenía rotos. También trajo un frasco que contenía un calmante fuerte.
—No he podido hacerme con más —dijo—, pero es muy potente, debéis dárselo poco a poco. Y que no se mueva, es la única manera de que los huesos no se suelden del todo mal.
Supimos por ella que el coronel Winkler se había marchado sin conseguir su objetivo.
—Esta mujer tiene la mente en el más allá, no está aquí, y por eso, aunque la torturen hasta matarla, nunca hablará.
Aquella noche escuchamos su voz por primera vez. Mi madre creyó oír un sonido y acercó su oído a la boca de Amelia.
—Dice «mamá», llama a su madre.
Yo me acurruqué en brazos de la mía; tenerla allí conmigo me hacía más fuerte. De otra manera no habría podido soportar las torturas y las humillaciones a las que me sometían.
Cada día aumentaba el número de prisioneras que morían en la «camilla» de experimentos del doctor Kiefner. Su última canallada consistió en coser parte de la vagina de las prisioneras más jóvenes, tal como había leído que hacían en algunas tribus africanas para evitar que pudieran sentir ningún placer en las relaciones sexuales.
—No, aquí no habéis venido a gozar, sino a pagar por vuestros crímenes, de manera que evitaré que sintáis placer —decía mientras preparaba el material con el que nos cosía.
Nos mutiló a todas, también a Amelia, y algunas murieron por la infección.
Luego, cuando él o alguno de los guardias nos violaban, el dolor resultaba insoportable. No sé cómo sobrevivimos a ello.
Antes de que llegara la primavera, hablo de febrero de 1945, nos llegó la noticia de que los rusos estaban cerca. Escuchamos cómo hablaban de ello nuestros guardias, y la enfermera checa nos lo confirmó. Estábamos expectantes, ansiosas de que el rumor fuera cierto.
Los alemanes temían a los rusos. Sí, nos temían porque nosotros respondíamos con la misma brutalidad que habían mostrado los alemanes al invadirnos.
No había soldado ruso que no hubiera perdido a un hermano o un padre, que no supiera de un amigo al que los alemanes no hubieran violado a su madre o a su hermana. De manera que en cada palmo de terreno que el Ejército soviético reconquistaba, los soldados se vengaban de los alemanes sin contemplaciones ni remordimientos. Creo que fue a principios de marzo cuando llegó al campo aquel hombre, un alemán mutilado vestido de oficial. Estábamos en el patio cuando nos apartaron del camino para que un coche negro circulara sin obstáculos hasta el pabellón de Schaefer.
Mi madre dijo que el comandante estaba nervioso; yo no lo recuerdo bien.
Vimos a Schaefer abrir la puerta y saludar intentando parecer marcial ante aquel hombre al que otro oficial ayudaba a salir del coche. Antes había sacado una silla de ruedas donde depositó al hombre ante el que se cuadraba Schaefer.
Era un oficial de la Wehrmacht que llevaba la gran cruz de hierro y otras condecoraciones prendidas en la guerrera. A pesar de ir en silla de ruedas, el porte aristocrático de aquel militar imponía. Bajo la manta que le tapaba se ocultaban los muñones de lo que habían sido sus piernas. Era poco más que un tronco.
Lo condujeron al despacho de Schaefer y todos nos preguntamos por el motivo de la visita de aquel general mutilado.
Nos encerraron en nuestros barracones. Al cabo de una hora, un guardia vino en busca de Amelia y le ordenó que recogiera todas sus cosas. ¡Qué ironía! Allí carecíamos de todo, no había nada que recoger. Mi madre se puso a llorar temiendo que se la llevaran a algún otro campo, o con aquel coronel Winkler que tanto parecía odiarla. Salimos tras ella, y vimos cómo el guardia la acompañaba hacia la explanada. Allí estaba el comandante Schaefer junto al general que iba en silla de ruedas. Amelia caminaba indiferente, con la vista perdida, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importara; así había sido desde el primer día en que llegó a Ravensbrück.
De repente se puso alerta, había algo en el general inválido que parecía atraer su atención. Recuerdo verla correr hacia él gritando «¡Max, Max, Max!», y que se cayó al suelo. El ayudante del general corrió hacia ella y la ayudó a levantarse.
Todas nosotras mirábamos asombradas la escena, no entendíamos nada. La española no había dicho ni una palabra desde su llegada a Ravensbrück. Cuando la torturaban por la noche, la oíamos llorar en silencio llamando a su madre, «mamá» fue la única palabra que pronunció en todo el tiempo que estuvo allí, y de repente gritaba repitiendo aquel nombre: «¡Max, Max, Max!».
El ayudante del general la condujo hasta donde estaba el oficial y ella se puso de rodillas suplicándole que la perdonara.
—¡Perdóname, Max, perdóname! Yo no sabía… ¡Perdóname!
El oficial hizo una señal a su ayudante y éste la levantó del suelo y la llevó hasta el coche. Vimos a Schaefer cuadrarse de nuevo ante el general. Su ayudante regresó a por él, y con ayuda del chófer, la metieron en el coche. Se marcharon y nunca más la volvimos a ver.
Como podrá suponer, durante muchos días no hubo otro tema de conversación en el campo. No entendíamos quién era aquel militar mutilado, ni por qué la española se había arrodillado ante él pidiéndole perdón. Ni tampoco sabíamos adónde se la habían llevado.
Ni siquiera la enfermera pudo esta vez darnos razón de lo que había sucedido, sólo que el general traía una orden escrita para que la pusieran en libertad y que Schaefer no había tenido más remedio que entregársela. Supimos por la enfermera que, cuando se fueron, Schaefer llamó al coronel Winkler para explicarle lo sucedido, pero no pudo hablar con él.
Lo que pasó después lo puede suponer. Poco antes de caer Berlín, mis compatriotas nos liberaron. La guerra llegaba a su fin. Nunca volvimos a saber nada de la española, de su bisabuela. Espero que sobreviviera, aunque en aquellos días…
Sofía se quedó callada y dejó vagar la mirada por sus recuerdos olvidándose de nosotros. Avi carraspeó para devolverla al presente.
—Muchas gracias, Sofía —le dijo mientras cogía su mano y se la apretaba cariñosamente.
—Señora, no sabe cuánto se lo agradezco, y… bueno, siento mucho por todo lo que tuvo que pasar —dije por decir algo, ya que estaba impresionado por el relato.
—¿Señora? ¿Qué es eso de llamarme señora? Llámeme Sofía, todos me llaman así. ¿Sabe?, nunca imaginé que volvería a saber nada de la española, y de repente me llama Avi para decirme que un joven español busca información sobre Ravensbrück, que es el bisnieto de una prisionera española que estuvo allí… Nunca imaginé que pudiera suceder algo así. ¿Le ha servido de algo lo que le he contado? —Sofía ya había recuperado la firmeza en la voz.
—Me ha ayudado muchísimo; sin su relato, mi investigación no podría seguir. Usted me ha desvelado que Max estaba vivo, yo ya le creía muerto.
—¿Quién era Max? —me preguntó con curiosidad.
—Un oficial que había sido opositor a Hitler antes de la guerra, un aristócrata prusiano al que le repugnaba el nazismo —expliqué intentando dejar a Max en buen lugar.
—No le debió de repugnar lo suficiente, porque vistió el uniforme alemán y mató defendiendo aquellos horribles ideales.
—Era médico, así que no creo que matara a nadie —continué exculpándole, pero Sofía había conocido al doctor Keifner, de manera que el que un oficial alemán fuera médico no significaba nada para ella. Su cuerpo mutilado era la prueba de lo que habían sido capaces de hacer algunos médicos alemanes.
—¿Y qué pasó después? —preguntó para no seguir discutiendo.
—No lo sé, es lo que tendré que averiguar ahora, qué pasó después. La historia de mi bisabuela es como una de esas muñecas rusas, cuando uno cree haber llegado a la última, aún hay otra por descubrir. No sé qué pasó, ni si sobrevivieron. No lo sé.
—Él era general; busque en los archivos, puede que le juzgaran en Nuremberg —sugirió Sofía.
—Lo haré.
—O puede que muriera tranquilamente en la cama, como tantos otros militares alemanes —apuntó Avi Meir.
Sofía se empeñó en que almorzáramos con ella, aunque en realidad lo hicimos con todos los que vivían en el kibutz, en un comedor comunitario. La comida era sencilla pero sabrosa y todos se mostraron amables conmigo. Avi tenía razón, decía que era una síntesis del sueño comunista, de un comunismo utópico. Si en algún lugar el comunismo se había hecho realidad era en los kibutz. Pensé que mis amigos se sorprenderían si conocieran ese lugar y me pregunté cuántos de ellos, incluso yo mismo, serían capaces de vivir allí compartiéndolo todo, aceptando participar en todas las tareas, sin poseer nada que la comunidad no decidiera que era necesario comprar en función del dinero que hubiera en la caja y que había que gastar equitativamente. Allí nadie tenía más que nadie.
¿Vivir así? No, no sería capaz; era más cómodo hablar de igualdad en el plano teórico.
En un momento determinado Sofía me dijo al oído que si mi bisabuela hubiera sobrevivido, le habrían quedado secuelas de su paso por Ravensbrück.
—Después de que nos liberaran me tuvieron que operar. La Cruz Roja se hizo cargo de todas nosotras intentando remediar algunas de las barbaridades que nos hizo Kiefner. ¿Sabe?, nunca volví a ser una mujer normal… las secuelas de no tener pechos, o la vagina cosida… Usted no imagina lo que supone eso. Y su pobre bisabuela pasó por lo mismo… No sé si tuvo la suerte que yo. Claro que gracias a esas operaciones estuve hospitalizada durante mucho tiempo. Mi madre se recuperó antes que yo, y antes de regresar a Rusia le pidió a un médico estadounidense judío que me ayudara a venir a Israel. Ella estaba convencida que sería lo mejor para mí. Me sorprendió; yo creía que éramos felices en la Unión Soviética, que debíamos luchar por la revolución, y mi madre también lo creía así, de manera que nunca entendí por qué me pidió que intentara venir aquí. «Sofía, —me decía—, que al menos una de las dos pueda ver Jerusalén». Yo le contesté que no teníamos Dios y que no había más patria que Rusia, pero ella insistió. Me lo hizo prometer. Lo conseguí… y nunca más volví a verla.
Eran más de las cuatro cuando regresamos al hotel. Avi se mostró igual de amable y comunicativo que la noche anterior.
—¿Sabe por dónde continuar buscando? —me preguntó.
—En realidad, no; quizá el mayor Hurley pueda desvelarme lo que haya en sus archivos sobre Amelia.
Le expliqué quién era el mayor Hurley y cómo me había ayudado hasta el momento.
—En mi opinión, si su bisabuela trabajó para los británicos durante la guerra, puede que éstos le volvieran a dar trabajo… si es que sobrevivió. Tengo un amigo, es norteamericano aunque de origen alemán. Es historiador y lo sabe todo sobre lo que sucedió después de la guerra. Quiso alistarse para ir a luchar pero no se lo permitieron porque no tenía la edad, de manera que cuando pudo hacerlo, la guerra ya había terminado, pero aun así consiguió que le destinaran a Berlín. Sentía una rabia inmensa de que Hitler y sus secuaces hubieran manchado Alemania. Solía decirme: «Avi, por culpa de Hitler, la humanidad entera cree que todos los alemanes somos igual que ellos; llevaremos esa culpa como si se tratara del pecado original».
»Él había nacido en Nueva York, pero sus padres eran alemanes, y le educaron como tal. Era católico, y mucho; tanto, que terminó haciéndose sacerdote. Ya lo era cuando le conocí en Jerusalén, donde vivió durante un tiempo y se doctoró en estudios bíblicos en la universidad. Nos hicimos muy amigos, y solía contarme muchas cosas sobre el Berlín que conoció cuando llegó en el cuarenta y seis. Si quiere, puedo llamarle, quizá le ayude; aunque, claro, vive en Nueva York y no sé si…
—Se lo agradezco, Avi, necesito cualquier ayuda, alguien que me guíe; de manera que si usted habla con él y le dice quién soy… puede que en algún momento precise de su consejo.
Nos despedimos en la puerta del hotel con el compromiso de que me telefonearía en cuanto hablara con su amigo, el cura norteamericano.
Reservé un billete para regresar al día siguiente a Londres y aproveché el tiempo que me quedaba para visitar Jerusalén. Avi me había recomendado que entrara en la ciudad vieja por la Puerta de Damasco y fue lo que hice. Paseé orientándome con el plano que traía conmigo; acabé comprando un rosario para mi madre que estaba hecho de madera de olivo, y también le compré una Biblia con las tapas del mismo material. Luego me hice con varios kefyas, los típicos pañuelos palestinos, que pensaba repartir entre mis amigos, y no sé por qué pero me dejé engatusar por un viejo comerciante que se empeñó en venderme una tetera de cobre bruñido. No es que me gustara especialmente la tetera, pero no fui capaz de resistirme a los requerimientos del viejo. Regresé al hotel satisfecho con mis compras.
Creo que al mayor William Hurley le habría gustado que hubiera permanecido más tiempo en Jerusalén, porque cuando le telefoneé y le dije que estaba en Londres, no pareció alegrarse mucho.
—Usted hace todo muy deprisa, Guillermo —me reprochó.
—En realidad he tenido mucha suerte y di con las personas adecuadas y eso me evitó perder el tiempo —me defendí, pensando en que si el mayor Hurley no fuera tan ordenancista y decidiera contarme de una vez por todas lo que sabía de Amelia Garayoa, yo podría terminar mi trabajo y él no tendría que soportarme más tiempo. Pero era británico y de clase acomodada, así que la parsimonia era parte de su naturaleza.
—Y bien, ¿qué es lo que ha averiguado? —me preguntó, como si de ello dependiera que me volviera a recibir o no.
Cuando terminé de contárselo pareció dudar, pero a continuación me ordenó que aguardara a que se pusiera en contacto conmigo.
—¿Y eso cuándo será, mayor?
—Dentro de un día o dos —respondió, antes de colgar el teléfono.
Tratándose del mayor, agotó el plazo, es decir, que me telefoneó dos días más tarde, cuando yo ya estaba pensando en marcharme a Nueva York a ver al amigo de Avi, más que nada porque me carcomía el estar sin tener nada que hacer. Antes de despedirse añadió:
—Lady Victoria tiene la amabilidad de invitarnos a almorzar mañana. En su casa a las doce.
Celebré la noticia invitándome a cenar en un restaurante. Lady Victoria me caía bien; al igual que el mayor, era genuinamente británica. El hecho de estar casada con un nieto de lord Paul James, el tío de Albert James, la convertía en una autoridad en todo lo que se refería a Amelia Garayoa.
Compré una botella del mejor oporto en una tienda de licores de Bond Street. El dependiente dudó de si debía atenderme o llamar al guardia de seguridad porque mi aspecto no se correspondía al de sus distinguidos clientes. No entendí por qué me miraba con tanta desconfianza hasta que regresé al hotel y me di cuenta de que llevaba un pañuelo palestino alrededor del cuello. Debió de pensar que, como poco, yo debía de ser primo de Bin Laden.
Tuve la tentación de comprarme una corbata en alguna de las exclusivas tiendas de Bond Street puesto que sólo tenía una y era la que siempre llevaba cuando visitaba a lady Victoria, pero los precios hicieron que desechase mi buena intención: las corbatas no bajaban de los trescientos euros, así que decidí que era mejor invertir el dinero de la corbata en whisky escocés.
Cuando llegué eran las doce en punto. De nuevo me pareció que lady Victoria tenía más pecas que de costumbre, y su blanquísima piel estaba enrojecida como si hubiera tomado el sol.
—¡Ah, querido Guillermo! ¡Qué alegría volver a verle! —Tan caluroso recibimiento parecía sincero.
—No sabe cuánto le agradezco su invitación —respondí yo, intentando estar a su altura.
—Es emocionante, verdaderamente emocionante, su investigación. Mi esposo piensa lo mismo que yo, ¿verdad, querido?
Lord Richard asintió mientras me estrechaba la mano. Tenía la nariz colorada, no sé si porque, al igual que su esposa, había tomado el sol o era consecuencia de su gusto por el jerez.
Me arrepentí de mis malos pensamientos. Lady Victoria y lord Richard habían pasado unos días de vacaciones en las Barbados, en casa de unos amigos, de ahí aquella piel tan enrojecida.
Sabía que antes de que lady Victoria y el mayor Hurley decidieran ir al grano tendríamos que hablar de generalidades, y que no sería hasta los postres cuando ambos se metieran en materia; así que, armándome de paciencia, me dispuse a disfrutar del almuerzo.
—Querido Guillermo, hemos tenido suerte; cuando el mayor Hurley me explicó lo que usted había averiguado en Jerusalén me sentí horrorizada… pensar en el sufrimiento de todas esas mujeres… Pero ya le digo que hemos tenido suerte. Verá, he encontrado en nuestros archivos un cuaderno de Albert James, son reflexiones personales que escribió sobre los últimos días de la guerra, la capitulación, la división de Berlín y también sobre su encuentro con Amelia. ¡Imagínese qué momento! Yo recordaba haber leído por encima esos cuadernos ¡pero es tanto lo que aún me queda por clasificar! Así que me puse a buscarlos; recordaba que Albert se refería a Amelia, aunque la verdad es que no sabía por qué. Creo que con los cuadernos y con lo que pueda contarnos el mayor Hurley, podrá hacerse una idea de lo que le sucedió a su bisabuela después de la guerra.
—Puede que necesite otras fuentes —apostilló el mayor Hurley.
—Me están ayudando mucho y les estoy muy agradecido —intervine yo con la mejor de mis sonrisas.
Lady Victoria y el mayor Hurley intercambiaron una rápida mirada en la que él le cedió la palabra a nuestra anfitriona.
Debe usted saber que Albert James decidió trabajar para la OSS, el Servicio Secreto estadounidense. Lord Paul no consiguió que su sobrino colaborara con los Servicios de Inteligencia británicos, pero sí lo consiguió un buen amigo suyo, William Donovan, un importante abogado de Nueva York, veterano de la Primera Guerra Mundial, que recibió el encargo del presidente Roosevelt de organizar una red de espionaje adaptada a las necesidades de la guerra y que colaborara con la Inteligencia británica.
Donovan convenció a los mejores para que se enrolaran en la OSS, y Albert era uno de ellos, aunque su incorporación no se produjo hasta bien entrado el año 1943. Su idea romántica del periodismo le impedía dar el paso, hasta que comprendió que en aquella guerra no se podía ser neutral, que debía implicarse, y así lo hizo.
Por su conocimiento del francés, su campo de operaciones fue sobre todo Francia y Bélgica. Había vivido muchos años como corresponsal en París y tenía buenos contactos. También operó en Holanda.
Al finalizar la guerra, Donovan le envió a Berlín. Sabía que en aquella ciudad era donde iba a comenzar una «nueva guerra», una guerra silenciosa y nunca declarada con uno de los antiguos aliados, la Unión Soviética. De manera que se estableció en Berlín con la cobertura de periodista. Fue allí donde poco después se encontró con Amelia; en sus cuadernos dice que el encuentro se produjo en noviembre de 1945, unos meses después del final de la guerra.
Amelia caminaba con un niño agarrado de su mano. Al principio le costó reconocerla. Siempre había sido delgada, pero en aquel momento su delgadez era extrema.
—¡Amelia!
Ella se volvió al escuchar su nombre y durante unos segundos también dudó, luego se quedó quieta aguardando a que él se acercara.
—Albert… me alegro de verte —dijo, tendiéndole una mano.
—Yo también. ¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí —respondió ella.
—¿Aquí, en Berlín? ¿Desde cuándo?
—Como siempre, preguntándolo todo… —sonrió Amelia.
—Perdona, no he querido molestarte. En varias ocasiones pregunté por ti en Londres; mi tío lord Paul no quiso ser muy preciso, de manera que no he podido saber qué ha sido de ti desde… bueno, desde que nos separamos.
—He sobrevivido, que es más de lo que muchos pueden decir. Pero cuéntame tú, ¿dónde has estado? Supongo que habrás contado la guerra a tus lectores norteamericanos, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas, sigo trabajando en lo mismo, ya me conoces. ¿Y este niño? —preguntó, señalando al pequeño que asistía en silencio al encuentro.
—Friedrich, saluda a este amigo mío. Es el hijo de Max.
Se quedaron en silencio sin saber qué decirse. Además de la guerra también Max von Schumann se había interpuesto entre ellos.
—También él ha sobrevivido, me alegro por los dos —respondió sin mucha convicción.
—Sí, ha sobrevivido. ¿Quieres venir a verle? Le gustará hablar con alguien a quien conoció en los buenos tiempos.
En realidad Albert no sentía ningún deseo de ver al barón Von Schumann, pero no se atrevió a decir que no.
—Acompáñanos, vivimos muy cerca de aquí, a dos calles, en el sector soviético.
—No es el mejor lugar.
—Es la única casa en pie que le queda a Max. El edificio pertenecía a su familia, tenían alquilados los pisos; ahora vivimos en uno de ellos, en el resto aún quedan algunos inquilinos, aunque en estos tiempos nadie paga el alquiler.
Subieron andando hasta el tercer piso. Amelia abrió la puerta y Friedrich se soltó de su mano y salió corriendo.
—¡Papá, papá! ¡Venimos con un amigo tuyo! —gritó el niño.
Entraron en una sala con las paredes cubiertas por estanterías llenas de libros. El antiguo inquilino debía de ser un lector empedernido, o acaso un profesor.
Max estaba en la penumbra, sentado en un sillón cubierto por una fina manta.
Amelia se acercó a él y le besó, acariciándole el cabello.
—Max, me he encontrado con un viejo amigo, Albert James, le he traído aquí.
Albert no entendía por qué Max no se levantaba para saludarle, y cuando acomodó sus ojos a la penumbra tuvo que hacer un gran esfuerzo para que su expresión no lo delatara. El otrora orgulloso y atractivo barón Von Schumann tenía el rostro deformado por las cicatrices provocadas por quemaduras y metralla.
—Acércate —le pidió Amelia a Albert.
—Albert, amigo mío, me alegro de que estés aquí. —Max extendió la mano sin levantarse, y el periodista se dio cuenta de que no debía de ver bien porque tenía un ojo medio cerrado y un tremendo costurón le recorría la frente hasta el párpado—. Perdona que no me levante, no lo consideres una descortesía.
—Desde luego que no, me alegro de verte, Max. Tu hijo es un hombrecito —dijo por decir algo.
—Sí, Friedrich es un sueño.
Amelia, que había salido de la estancia, volvió con una bandeja en la que llevaba tres tazas y una tetera.
—No es el mejor té del mundo pero es el único que he podido conseguir en el mercado negro.
Hablaron del Berlín que conocieron, de las veladas en el Adlon y en casa del profesor Schatzhauser, de la ciudad alegre y transgresora que había sido. Max le hizo prometer que volvería a charlar con él. Amelia le acompañó a la puerta.
—Siento verle así. ¿Dónde pasó? ¿En el frente ruso?
—Se lo hice yo —respondió Amelia.
Albert la miró incrédulo. Amelia le resultaba una extraña, no encontraba en ella rastro de la mujer que había sido. En aquellos días debía de tener veintisiete o veintiocho años, pero sus ojos delataban que había bajado a los infiernos. No supo qué responder a la afirmación de Amelia.
—Ya sé que puede resultar pretencioso, pero ¿puedo ayudar en algo?
Ella pareció dudar antes de responder.
—Que le dejen en paz. Los soviéticos detienen a la gente, buscan nazis por todas partes. No sé cuántos comités han examinado el expediente de Max: le han interrogado, han solicitado testigos… Hasta ahora no han encontrado a nadie que pueda decir que Max es un criminal. Tú sabes que él no era nazi, que acudió a tu propio tío a pedir que Inglaterra acabara con esa política de apaciguamiento que sólo daba alas a Hitler. Si puedes conseguir que nos dejen en paz…
—Lo intentaré. Dame las requisitorias que os hayan enviado, los papeles, lo que tengas; no te prometo nada, éste es el sector ruso y no permiten que nadie meta las narices en sus asuntos.
—Dime, ¿dónde quieres que los lleve?
Le dio la dirección de un pequeño hotel situado en el lado norteamericano.
—Mañana temprano te lo llevaré.
—Estupendo, tomaremos un café juntos, ¿te parece bien?
Al día siguiente la vio llegar caminando erguida, absorta en sus pensamientos. Le sonrió al verle esperar en la puerta del hotel.
—¿Tienes que irte ya?
—No, te estaba esperando. Pasa, la patrona hace un buen café.
—¿Auténtico?
—Sí, se lo proporciono yo —respondió él, riendo.
Le entregó los papeles y él le pidió que le contara qué había sido de ella durante la guerra.
—Trabajé para tu tío.
—¿Todo el tiempo?
—Todo el tiempo menos cuando estuve en Pawiak y en Ravensbrück.
—¿Pawiak? ¿Estuviste detenida en Varsovia…?
—Sí, fue la primera vez. Colaboraba con un grupo de polacos que ayudaban a la gente del gueto. Nos detuvieron a todos; yo tuve suerte, Max evitó que me ahorcaran. Creí que habiendo estado en Pawiak ya había conocido lo que era el infierno, pero estaba muy equivocada. El verdadero infierno fue Ravensbrück, sólo que a mí ya no me importaba lo que pudieran hacerme, solamente quería morir.
—Ayer me dijiste que Max estaba así por tu causa…
—¿No te lo ha contado tu tío?
—No, nunca me habría desvelado ninguna operación de inteligencia.
—Ayudaba a un grupo de la Resistencia griega. Teníamos que volar un convoy cargado de armamento que salía de Atenas hacia la frontera yugoslava. Ese mismo día Max iba a inspeccionar un batallón no lejos de Atenas. Decidió hacer parte del camino con el convoy porque el oficial que lo mandaba era amigo suyo. Yo no lo sabía. Apreté el detonador al paso del coche de los oficiales y le vi saltar de su asiento envuelto en llamas. Perdió las piernas, y ya ves cómo le ha quedado la cara, pero aún tiene peor el resto del cuerpo. A pesar de lo que le he hecho, Max me ha perdonado, fue él quien hace unos meses me sacó de Ravensbrück. Me ha devuelto a la vida en dos ocasiones, y ya ves… yo se la he quitado. Estuvo muchos meses entre la vida y la muerte, pero sobrevivió; sin embargo, cuando se vio así… dice que preferiría haber muerto. Me lo dice todos los días.
—Es un soldado, Amelia, y médico; él sabe que esto ocurría todos los días, que a cualquiera podía habernos sucedido.
—¿Estás seguro? ¿Crees que a cualquiera podría haberle dejado así la mujer en quien confiaba?
—¿Ya no trabajas para lord Paul?
—No, no quiero saber nada de guerra, ni de muertes, ni de servicios de inteligencia. Además, tampoco podría; todo mi tiempo es para Max, se lo debo, él me necesita.
—¿Y el niño?
—Friedrich es lo único que mantiene vivo a Max. Le adora.
—¿Y la baronesa Ludovica?
—Murió durante uno de los bombardeos británicos contra Berlín. Friedrich sobrevivió de milagro. Sólo se tienen el uno al otro.
—Te tienen a ti.
—¡Oh, yo sólo trato de hacerles más fácil la existencia! Lo han perdido todo.
—Y tú te sientes culpable y has decidido sacrificar el resto de tu vida dedicándosela a ellos. ¿Y tu hijo? ¿Y tu familia?
—A Javier le he perdido para siempre. Mi marido no me ha permitido acercarme al niño. Mi familia me echa de menos, seguro que sí, pero no me necesitan como me necesitan Max y Friedrich.
—¿Saben que estás aquí y por lo que has pasado?
—No, no lo saben, ni quiero que lo sepan, es mejor así, sólo les provocaría sufrimiento.
—No crees que no saber nada de ti es lo que realmente les estará haciendo sufrir.
—Seguro que sí, pero por ahora no puedo hacer otra cosa que lo que estoy haciendo.
—¿Los soviéticos no te han molestado?
—Tengo buenas credenciales, he estado dos veces prisionera de los nazis, primero en Varsovia, en Pawiak, y después en Ravensbrück, ¿qué más quieren?
—Además, siempre puedes exhibir tu carnet del Partido Comunista de Francia —dijo él con una sonrisa, intentando relajar la tensión de Amelia.
—¿Crees que si se lo enseño a Walter Ulbricht me dará un buen puesto? ¿O quizá debería acercarme a Wilhelm Pieck? Son los que mandan aquí ahora, además de los soviéticos —respondió Amelia siguiendo la broma.
—Bueno, Ulbricht ha sido el jefe de los comunistas alemanes en el exilio, y Pieck es un hombre muy considerado por Moscú, es lógico que sean los hombres del presente. Pero dime, ¿cómo os las arregláis? Me refiero a si tenéis medios para vivir, estando Max así…
—Hacemos lo que podemos. Las posesiones familiares ya no existen, son escombros. En cuanto a los valores y el dinero, de poco valen. Hemos ido vendiendo algunas cosas, y si algún inquilino nos da algo, pues ese día es fiesta. A veces nos pagan en especies: una barra de pan, unas bolsitas de té, un trozo de carne de origen dudoso… lo que tienen.
—¿Has hablado con los británicos?
—Sólo para arreglar mis papeles, y no creas que se han mostrado muy dispuestos a ayudarme. No entienden por qué quiero permanecer aquí. Pero cuéntame de ti, ¿te has casado?
—No, no he tenido tiempo de hacerlo, la guerra no es el mejor momento para hacerlo.
Albert se impuso como tarea cuidar de Amelia, de Max y del pequeño. Los visitaba a menudo; resolvió el papeleo para que no molestaran al barón, y además les solía llevar comida.
Le impresionaba ver a Amelia en actitud tan sumisa respecto a Max. Le trataba con reverencia y mimaba cuanto podía a Friedrich. Pero había cambiado, no era la joven llena de vida que había conocido, idealista, bella. Aquella mujer tenía poco que ver con la que él había amado, y sin embargo era la misma Amelia.
Albert habló con su tío y le informó de la presencia de Amelia en Berlín. Pero lord Paul le explicó que la mujer no estaba en disposición de volver a trabajar para ellos. No sólo había rechazado esa posibilidad, sino que además los hombres que habían contactado con ella escribieron en su informe que no parecía dueña de sí misma.
—¿Y cómo estarías tú si te hubieran torturado durante meses? —preguntó, airado, Albert a su tío—. No tienes ni idea de lo que le hicieron en Ravensbrück.
Ella nunca le contó por lo que había pasado, pero Albert había leído informes con los testimonios de algunas supervivientes, y se estremecía al pensar que a ella le pudieron hacer lo mismo que a las otras mujeres. Todas habían sufrido mutilaciones, a todas las habían violado, y suponía que Amelia no había sido una excepción; pero ella no hablaba de lo que había pasado, como si su sufrimiento lo tuviera bien merecido, como si fuera parte del pago por lo que le había sucedido a Max.
Era tan grande su remordimiento por aquella operación en Atenas, que Albert le recomendó que hablara con algún sacerdote.
—Necesitas que te perdonen, sólo así podrás recobrar la paz.
—Max me ha perdonado, es un ser excepcional.
—No es suficiente con su perdón, necesitas que te perdone Dios.
Nunca supo si acabó siguiendo su consejo, y tampoco volvió a insistir. Mientras tanto, en Berlín aumentaba la tensión entre los vencedores de la guerra. Las relaciones de las potencias occidentales con los rusos cada día eran más tensas. Habían combatido juntos pero ya no estaban en la misma trinchera.
En la OSS encargaron a Albert que buscara el rastro de un científico nazi que había huido antes de acabar la guerra. Muchos de los científicos que habían trabajado para Hitler habían aceptado gustosos trabajar para los norteamericanos o los rusos ya que con ello se garantizaban la impunidad. Pero no fue el caso de Fritz Winkler.
Albert no le había confesado a Amelia que trabajaba para la OSS; mantenía la farsa de que sólo era un periodista norteamericano deseoso de noticias, por eso decidió probar suerte con Max, quizá él había conocido o sabía de la existencia de Fritz Winkler. Al fin y al cabo, la familia de Max había estado muy bien relacionada y conocía a todo aquél que era alguien en Alemania. Quizá le diera una pista.
—Me han encargado un reportaje sobre científicos que trabajaban para Hitler. Algunos se han escapado y nadie sabe dónde están.
—Dicen que algunos se han pasado a vuestro bando y otros a los rusos —respondió Amelia.
—Puede ser que sea así, pero no todos. Al parecer el doctor Winkler logró salir de Alemania con la ayuda de su hijo, creo que era coronel de las SS y organizó su fuga; lo que no sé es dónde.
—¿Winkler? —Max se puso tenso.
—¿Estás seguro de que te han dicho «Winkler»? —Quiso saber Amelia.
—Sí, al parecer es un científico que a pesar de haber sido reprobado por la Convención de Ginebra, trabajaba en un proyecto secreto de armas con gases. Su hijo era un coronel de las SS muy bien relacionado. A él tampoco le hemos encontrado. Han desaparecido los dos.
Por el silencio opresivo que se hizo en la sala, Albert dedujo que ambos debían de conocer a uno de los Winkler, o quizá a los dos. Max había vuelto el rostro, pero Amelia estaba pálida y quieta como si se hubiera muerto en ese instante.
—¿Qué sucede? —preguntó sin dirigirse a ninguno de los dos en concreto.
Fue Max quien rompió el silencio.
—El coronel Winkler envió a Amelia a Ravensbrück. La odiaba por creer que asesinó en Roma a un oficial de las SS amigo suyo.
Albert no supo qué decir, pero pensó que su intuición había dado en la diana.
—¿Dónde puede estar ahora? —preguntó haciendo caso omiso de la tensión.
—¡Quién sabe! Se habla de que muchos jefes nazis han logrado huir, que tenían rutas de escape previstas en caso de que Alemania perdiera la guerra —fue la respuesta de Max.
—¿Conociste a Fritz Winkler, Max? Cuentan que estaba muy bien relacionado y era recibido por algunas de las grandes familias alemanas que incluso antes de la guerra financiaban sus experimentos.
—No, no lo conocí. Desgraciadamente sí conocí en Roma a su hijo, el coronel Winkler, ya te he dicho que quería que ahorcaran a Amelia. Lo siento, no te puedo ayudar, no sabría cómo.
Albert estuvo a punto de preguntarle si lo haría en caso de que supiera dónde estaba Fritz Winkler, pero no lo hizo. Max vivía atormentado por haberse convertido en un inválido, pero a pesar de lo sufrido, mantenía una lealtad inquebrantable a sus compatriotas pese a las barbaridades cometidas por muchos de ellos.
Pensó en las contradicciones de Max, en su empeño para que Gran Bretaña frenara a Hitler antes de la guerra, en la repugnancia y el desprecio que sentía por el nazismo, pero aun así, había luchado junto a ellos porque en aquel momento representaban a Alemania y él nunca habría traicionado a su patria, como si el nazismo no hubiera sido la peor traición. Pero Albert no dijo nada, no quería discutir con el barón, y mucho menos con Amelia. Les veía a ambos como dos seres perdidos, sin futuro ni esperanza, atados el uno al otro como si de una condena se tratase. Sólo Friedrich, el pequeño Friedrich, reía en aquella casa silenciosa y triste. Albert se daba cuenta de que el hecho de que tanto Max como Amelia conocieran al coronel Winkler le podía resultar útil; aún no sabía cómo, pero lo pensaría.
Salió de la casa y decidió dar un paseo antes de regresar al sector norteamericano del dividido Berlín.
Más tarde Albert se reunió con Charles Turner, un miembro de los Servicios de Inteligencia británicos que, como él, estaba destinado en la antigua capital alemana. Se conocían de los duros días de la guerra, y ambos habían simpatizado más allá de haber llevado a cabo algunas acciones conjuntas.
—Necesito que me dejes echar un vistazo al expediente de Amelia Garayoa.
—¿Y quién es Amelia Garayoa?
—¡Vamos, Charles, estoy seguro de que sabes quién es Amelia Garayoa!
—No la conozco, pero creo que tú sí —respondió Charles Turner con ironía.
—Ha trabajado para vosotros, la captó mi propio tío, lord James, de manera que no perdamos el tiempo en duelos dialécticos.
—¿Y se puede saber para qué quieres el expediente de Garayoa? En primer lugar, yo no tengo acceso a los expedientes de los agentes, que, como supondrás, están bien guardados en Londres. En segundo lugar, Garayoa ya no trabaja para nosotros. Uno de nuestros hombres la localizó en Berlín al poco de acabar la guerra, y en su opinión, no estaba muy bien de la cabeza, lo que no es de extrañar teniendo en cuenta que la tuvieron prisionera en Ravensbrück. Ninguna mujer que haya pasado por allí volverá a ser la misma.
—Vaya, veo que te empiezan a funcionar las neuronas y ya sabes algo de Amelia Garayoa.
—No puedo darte su expediente, pero quizá pueda ayudarte si me dices qué quieres saber sobre ella que no sepas ya.
—Necesito saber qué pasó en Roma; al parecer, la acusaron de haber asesinado a un oficial de las SS, pero no se pudo probar. Quiero saber si lo hizo o no.
—Veré lo que puedo hacer.
Charles Turner lo llamó al día siguiente para ir a tomar una copa.
—Tu amiga española se cargó al coronel Ulrich Jürgens de las SS; al parecer, lo hizo en colaboración con partisanos del Partido Comunista Italiano. Jürgens había ordenado ahorcar a una amiga de Garayoa, a Carla Alessandrini, una diva del bel canto. Esta mujer colaboraba con los comunistas y con un sacerdote alemán de la Secretaría de Estado del Vaticano, que ayudaba a sacar judíos de Roma. Por lo que he podido averiguar, tu amiga fue una agente muy eficaz. Lástima que ahora no esté bien de la cabeza. Como bien sabes, vive con un exoficial alemán, el hombre que durante la guerra le sirvió de coartada.
—Está perfectamente de la cabeza, pero no quiere volver a saber nada de guerras ni de violencia. No es tan extraño, ha sufrido mucho.
Turner asintió con indiferencia, pero en realidad estaba deseando saber por qué su colega norteamericano estaba tan interesado en lo que había sucedido en Roma años atrás.
—Charles, tú sabes que tanto nosotros como vosotros, y desde luego los rusos, estamos interesados en los científicos alemanes que trabajaban en proyectos de armas secretas. Algunos se han escapado, entre ellos un tal doctor Fritz Winkler, un nazi fanático, con un hijo coronel en las SS, que fue el principal acusador de Amelia en Roma. Ese tal Jürgens al que Amelia ejecutó era amigo de Winkler, y éste juró vengarse de ella; por eso, años más tarde, logró enviarla a Ravensbrück.
—Y tú andas en busca de ese Fritz Winkler.
—Sí, pero se lo ha tragado la tierra, a él y a su hijo el coronel. No figura en ninguna de las listas de oficiales de las SS detenidos, ni tampoco en la de fallecidos. Ha desaparecido junto a su padre como tantos otros jefes nazis. Se me ocurrió preguntarle al barón Von Schumann si le conocía, y tanto Max como Amelia se pusieron lívidos.
—Si supieran dónde están te lo dirían, al menos Amelia Garayoa lo haría, sólo tiene razones para odiarle si él fue el causante de que la encerraran en el campo de Ravensbrück.
—Sí, Amelia me lo diría, pero no lo sabe. He comprado alguna información, pero ya sabes que hoy en día nos venden de todo y muchas veces intentan engañarnos, pero mi informante me asegura que los Winkler se marcharon el mismo día en que Hitler se suicidó. Mi informante asegura que huyeron a Egipto, donde se han refugiado algunos de sus amigos.
—Así que te vas a El Cairo.
—Antes tengo que saber algo más de los Winkler; no he encontrado ninguna fotografía, salvo una de Fritz Winkler saludando al Führer. En cuanto a su hijo, el coronel, intentó borrar su rastro en los archivos de las SS.
—Hubo muchas fugas antes de que terminara la guerra: a Siria, Egipto, Irak, Sudamérica… Tu hombre puede estar en cualquier sitio.
Hablaron durante un buen rato y cuando se iban a despedir Turner pareció dudar en si darle un consejo.
—Creo que tienes una manera de encontrar a Winkler.
—¿Ah, sí? Pues dime cómo —respondió Albert con ironía.
—Ponle un cebo, un cebo ante el que no pueda resistirse.
—¿Un cebo? —Albert empezaba a vislumbrar lo que le iba a proponer Turner, y no quería oírlo.
—Si el coronel Winkler ha huido junto a su padre como parece, y si odia tanto a Amelia Garayoa como también parece, sólo se hará visible si tiene la oportunidad de acabar con ella. Hay muchos alemanes viviendo en El Cairo, algunos con su propia identidad, otros con identidad falsa. A nadie le extrañaría que el barón Von Schumann se uniera en El Cairo a esa corte de expatriados. Una vez que Winkler sepa de Garayoa la intentará matar; pero no improvisará, tendrá que elaborar un plan, y para ello se hará visible; será el momento de seguirle la pista y, a través de él, llegar a su padre, a ese Fritz Winkler que es a quien tú buscas.
—¡Es un plan disparatado! —exclamó Albert.
—No, no lo es; es un buen plan y tú mismo lo pondrías en práctica si no estuvieras implicado sentimentalmente. En nuestro oficio sólo hay una manera de sobrevivir y hacer bien el trabajo, y, como sabes, consiste en despojarnos de sentimentalismos personales. El consejo es gratis, pero la copa la pagas tú. La OSS tiene más fondos que la Inteligencia Británica.
Albert sabía que Charles Turner tenía razón. Era el único plan viable para encontrar a Fritz Winkler, pero para llevarlo a cabo tendría que contar con el consentimiento de Amelia; ella por nada del mundo se separaría de Max, y éste no estaría dispuesto a permitir que ella se fuera; tanto él como Friedrich dependían de la atormentada española.
Pese a sus dudas, Albert expuso la estrategia de Turner a sus jefes y les pidió carta blanca para utilizar cualquier medio que fuera necesario para convencer a Amelia.
Luego decidió que lo mejor era hablar con ella a solas, de manera que una mañana se encaminó hacia la casa de Max y esperó hasta que la vio salir.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella sorprendida de verlo.
—Te invito a un buen desayuno, necesito hablar contigo.
Fueron a un café y, pese a la negativa de Amelia, él pidió un desayuno opíparo. La obligó a comer. En Berlín escaseaba todo, y mucho más para quienes apenas tenían nada, como era el caso de la familia que formaban Max, Amelia y Friedrich.
Albert le contó que en realidad trabajaba para la OSS, que el periodismo era ahora una tapadera y que tenía la misión de encontrar a Fritz Winkler. Ella le escuchó en silencio, y sólo frunció el ceño, sorprendida, cuando él le confesó que era un agente, pero no dijo nada. Albert le expuso el plan de Turner y aguardó a que ella hablara.
—De manera que al final… en fin, lo entiendo, si yo me convertí en una espía, por qué no ibas a hacerlo tú.
—Mi país entró en la guerra y ya no podía ser un mero observador.
—Hiciste bien, me alegro de que dieras el paso.
—¿Me ayudarás?
—No, no lo haré. Yo ya he terminado con todo eso, ya he tenido bastante, ¿no crees?
—Dime sólo si hay algo por lo que lo harías.
—No hay nada en el mundo por lo que yo pueda abandonar a Max, ni siquiera lo haría por mi propio hijo. ¿Te vale con esta respuesta?
—De manera que sólo lo harías por Max.
Amelia iba a responder pero se calló. Albert tenía razón, ella haría cualquier cosa por Max, pero buscar a un científico nazi nada tenía que ver con ellos.
—Amelia, Max y tú malvivís. Él lo ha perdido todo y tú no tienes nada. Friedrich carece de lo más esencial. Ha perdido a su madre, su padre es un inválido y hay días que se acuesta sólo con un té en el estómago.
—Lo mismo les sucede a otros muchos miles de niños alemanes —respondió ella, malhumorada.
—Te pagaremos bien, lo suficiente para que podáis vivir con desahogo al menos durante un tiempo. No te pido que lo hagas en nombre de ninguna idea, ni para salvar el mundo, te ofrezco un trabajo con el que ayudar a Max y a Friedrich, nada más.
—Así que me ofreces dinero… ¡Vaya! ¡Yo nunca he hecho nada por dinero!
—Lo sé, pero ya has vivido lo suficiente como para saber que el dinero es necesario. Tú lo necesitas ahora. ¿Qué harás cuando termines de vender lo poco que le queda a Max? Apenas os queda nada que vender, ¿una lámpara, los colchones en los que dormís, la ropa que llevas puesta? Enséñame lo que llevas para vender hoy en el mercado negro.
Amelia sacó del bolso media docena de servilleteros plateados.
—No son de plata —afirmó él.
—No, no lo son, pero son bonitos, supongo que algo me darán.
—Y cuando ya no quede nada, ¿qué harás? Ni siquiera… —se calló temiendo lo que iba a decir.
—Ni siquiera puedo prostituirme puesto que me han mutilado, ¿y quién querría pagar por una mujer mutilada? ¿Ibas a decir eso, Albert?
—Lo siento, Amelia, no quería ofenderte.
—Y no lo has hecho. Muchas mujeres se prostituyen en Berlín para poder dar de comer a sus familias. ¿Por qué iba a ser yo la excepción? Sólo que yo no tengo un cuerpo que ofrecer, porque Winkler se encargó de que me lo destrozaran.
—Entonces responde: ¿con qué darás de comer a Max y a Friedrich?
—¿Crees que no lo pienso? No duermo por las noches preguntándomelo. Ya no sé qué cuento contar a Friedrich para que se duerma mientras en voz baja me dice que tiene hambre.
—Entonces piensa en mi oferta. Vienes a El Cairo conmigo, te dejas ver; si Winkler está allí, querrá matarte y saldrá de su escondrijo. Nosotros nos encargaremos de él, luego cogeremos a su padre, y asunto terminado.
—Así de fácil.
—Así de fácil.
—Max y Friedrich no pueden quedarse solos.
Albert reprimió una sonrisa. Veía que Amelia empezaba a no rechazar tan rotundamente la posibilidad de trabajar para él.
—Podemos buscar una mujer que se encargue de ellos, que cocine, que arregle la casa, que se haga cargo de Friedrich y de Max.
—No, Max no lo consentiría. No soportaría que una persona extraña le pusiera la mano encima. Sólo permite que le ayude yo. Es imposible, Albert; por mucho que me hayas tentado con el dinero, es imposible. Además, le juré que nunca le volvería a mentir, y que no trabajaría para ningún servicio de inteligencia bajo ninguna circunstancia.
—Entonces, déjame que hable con él, se lo propondré, que decida él.
—No, por favor, no lo hagas, pensaría que hemos estado conspirando a sus espaldas. Las cosas no son fáciles entre nosotros… nos queremos, pero no sé si alguna vez me podrá perdonar lo que le he hecho.
—Eres tú la que no te puedes perdonar, él ya lo ha hecho. ¿Crees que te hubiera sacado de Ravensbrück si no te hubiera perdonado?
—Ojalá tuvieras razón.
—Vete a vender tus servilleteros, yo iré a ver a Max, no le diré que hemos hablado.
—Sí, sí se lo dirás, no quiero engañarle nunca más.
—Iré a verle ahora mismo.
Max le escuchó sin interrumpirle, pero Albert podía sentir la furia que se iba acumulando en aquel cuerpo mutilado.
—¿Te parece poca la contribución de Amelia para que vosotros ganarais esta guerra? ¿Aún queréis más? ¿Qué pretendes, Albert? ¿Recuperarla para ti? —Max no podía ocultar su rabia.
—No, no intento recuperar a Amelia. Tú sabes que ella nunca me quiso lo suficiente y no dudó en dejarme por ti. No te negaré que me costó olvidarla, que durante semanas y meses sufrí el dolor de su ausencia, pero lo logré, y ahora el amor que sentí por ella es sólo un lejano recuerdo, ni siquiera quedan brasas de aquel sentimiento.
Se quedaron en silencio midiéndose el uno al otro. Albert sentía que la furia del barón se iba apaciguando lentamente y esperó hasta que su respiración se calmó.
—Pero hablemos de ti, Max. ¿De verdad la quieres? ¿Acaso le estás haciendo pagar lo que hizo? Tú eras un soldado y los soldados saben que pueden morir o que les puede pasar lo que a ti te pasó. La culpa no es de quien dispara la bala o coloca el explosivo, la culpa es de quien ha provocado la maldita guerra, de quien no va al frente pero envía los hombres a morir. No le hagas pagar a Amelia por la guerra, tú sabes que el culpable fue Hitler, y sólo él, aunque puede que el resto del mundo debió de pararle los pies mucho antes, como pedías tú y aquellos amigos tuyos de la oposición. No, Max, tú no estás en esa silla de ruedas porque Amelia fuera una agente británica que colaboraba con la Resistencia griega; el culpable de que tú estés así fue tu Führer, Adolf Hitler, que espero que Dios no perdone por los crímenes que cometió.
Volvieron a quedarse en silencio. Max rumiando las palabras de Albert, y Albert sintiendo el dolor del alemán.
—Iré con ella, ésa es la condición. Friedrich y yo iremos con ella a El Cairo.
Albert no supo qué decir. De repente Max había aceptado que Amelia sirviera de anzuelo para encontrar a Fritz Winkler a través de su hijo, pero ponía una condición que difícilmente aceptarían sus jefes de la OSS, aunque no se atrevió a contrariarle.
—Hablaré con mi gente; si aceptan tu condición, te lo diré.
—Si no la aceptan, no habrá trato. Iré con Amelia donde quiera que vaya. Y si vamos a El Cairo vosotros nos proporcionaréis una casa y un colegio para Friedrich mientras estemos allí. En cuanto al dinero, háblalo con Amelia.
Justo en aquel momento llegó Amelia con gesto contrariado, pues apenas había logrado unas monedas por los servilleteros, y con ellas había comprado media barra de pan.
Miró a los dos hombres esperando a que le dijeran algo, notaba la tensión entre ambos.
—Max te explicará. Ahora me voy, puede que regrese más tarde, o si no mañana. ¿Eso es todo lo que has conseguido? —dijo señalando la media barra de pan.
—Esto es todo, sí —respondió ella, conteniendo la rabia.
Cuando Albert salió, Max le pidió a Amelia que se sentara a su lado. Hablaron mucho tiempo y ella lloró al reconocer que necesitaban desesperadamente dinero, que Friedrich le suplicaba que le diera algo de comer, pero que sólo lo hacía cuando su padre no podía escucharle, para así no entristecerle.
—Si acepta mis condiciones, iremos a El Cairo; sé que no seré de gran ayuda, pero al menos estaré tranquilo si estoy cerca de ti. Winkler es un asesino, y si puede, te matará.
—Sólo iremos si tú quieres; nunca, nunca más haré nada a tus espaldas y nunca me separaré de ti.
Él le acarició el cabello, le reconfortaba su presencia. Eran dos perdedores que no tenían más futuro que estar el uno junto al otro.
Max estaba muy agradecido a Amelia por cómo cuidaba de Friedrich.
El pequeño nunca hablaba de su madre, como si el hecho de nombrarla le provocara un dolor insoportable, y buscaba en Amelia el afecto materno que necesitaba. Ella, por su parte, cuidaba de aquel niño como no había podido hacer con su propio hijo, y era a Friedrich a quien velaba cuando tenía fiebre, al que enseñaba a leer y escribir, al que bañaba y vestía, y para quien reservaba los escasos alimentos que conseguía.
Amelia y el niño se querían, y aquel afecto nada tenía que ver con Max: era fruto de la necesidad, de la ausencia de Ludovica, la madre perdida, y la del hijo abandonado, Javier.
Albert expuso el plan al jefe de la oficina de la OSS en Berlín, quien decidió aceptar en vista de que era la única opción viable a su alcance para poder encontrar a Fritz Winkler.
—Pero habla con nuestros primos los británicos, al fin y al cabo la chica era suya, no quiero que el Almirantazgo vaya con el cuento a Donovan de que les quitamos los agentes.
—Amelia ya no trabaja para los británicos, hará esto porque necesita desesperadamente el dinero. Y no te preocupes por nuestros primos, el plan es de Charles Turner, es a él a quien se le ha ocurrido.
—Entonces dile que hacemos nuestro su plan y que informe a Londres. Ahora me toca a mí convencer a Nueva York de que desembolsen el dinero que te has comprometido a pagar a Amelia Garayoa. Menos mal que en El Cairo es todo más barato, tendré que llamar a nuestra gente para que busquen un lugar donde puedan vivir Amelia, ese hombre y su hijo.
Cuando tres días más tarde Albert se presentó en casa de Max, ya estaba montado todo el dispositivo de El Cairo.