11

Comenzaron a verse con cierta regularidad. Amelia había decidido no seguir la recomendación de la señora Rodríguez para que flirteara con él. Estaba segura de que si lo hacía conseguiría alejarle. Kleist tenía un código de honor que le hubiera llevado a rechazar las insinuaciones de la mujer de un amigo. Eso no significaba que no se sintiera atraído por ella y cada día que pasaba anhelaba más su compañía. Amelia le gustaba y eso le atormentaba; pero si ella hubiera insinuado su disponibilidad, él habría encontrado la excusa para alejarse.

Pocos días después de su primer encuentro, Kleist le dijo que tenía que ir a Bilbao y le propuso que lo acompañase.

—No, te lo agradezco, pero no me parece correcto —rechazó Amelia.

—No me malinterpretes, se trata de un viaje breve, y como tú eres medio vasca, pensé que te gustaría ir a la tierra de tu padre.

—Sí, me gustaría, pero eso no justifica que vaya contigo. Lo siento.

Kleist se sintió decepcionado, pero al mismo tiempo eso avivó su interés por ella. En realidad se debatía entre la lealtad a Max von Schumann y su atracción por Amelia. Si ella se dejara seducir, él podría despreciarla, pero sus negativas sinceras aumentaban su interés.

A su regreso de Bilbao, fue a visitarla.

—Cuéntame cómo está la ciudad.

Kleist se explayó describiendo cuanto había visto. Amelia le escuchaba con tanta atención que parecía que nada pudiera importarle más que lo que él le decía.

Aquel día ella se atrevió a quejarse por la presencia continua de aquellos dos hombres que siempre les seguían, aunque de tal manera que la mayor parte de las ocasiones resultaban invisibles, aun así ella sabía que estaban ahí.

—¿No te fías de mí? —le dijo de pronto cuando vislumbró cerca de ellos a uno de los hombres.

—¿Por qué dices eso? —preguntó él, extrañado.

—Siempre nos siguen esos dos hombres, como si yo fuera a hacerte algo.

—¿Te molesta su presencia?

Amelia se encogió de hombros sin responder, y él quiso entender que la presencia de sus hombres la cohibía, que tal vez si ellos no estuvieran…

—Les diré que se marchen.

—No, no lo hagas, ha sido una tontería mía.

Continuaron hablando de banalidades y ella se mostró entusiasmada por la llegada de la primavera, recordando los días de su infancia.

—En cuanto hacía buen tiempo, mi padre y mi tío Armando organizaban una excursión con toda la familia; íbamos a los montes del Pardo, un lugar precioso, donde te encuentras con ciervos y conejos corriendo en libertad. Íbamos cargados de cestas para pasar el día. Podíamos correr, saltar, gritar… bueno, en realidad era yo quien hacía todo eso, mi hermana Antonietta se quedaba sentada junto a mi madre mientras yo jugaba con mi prima Laura y con Melita, la mayor. Jesús aún era pequeño y mi tía no le permitía despegarse de sus faldas.

—¿Desde cuándo no vas?

—Desde antes de la guerra, de nuestra guerra. Algún día me gustaría ir, pero ya no tenemos coche. Mi padre y mi tío tenían coche, pero ahora…

—Te llevaré.

—¡Ojalá pudiéramos ir! Pero sabes que el próximo lunes regreso a Atenas, Max me espera, sólo me quedan unos días en Madrid.

—Pues iremos este domingo. Prepara una de esas cestas, o mejor, la prepararé yo. Iremos solos, sin «ángeles custodios». —Así llamaba Amelia a los guardaespaldas.

—No, no, eso no —protestó ella—; no me importa, ya me he acostumbrado.

—Aun así, iremos solos.

Aquella noche Amelia le pidió a Edurne que al día siguiente llevara una nota a casa de la señora Rodríguez.

—Dentro de poco regreso a Atenas y me gustaría despedirme de ella.

Esa noche Albatros, nombre en clave de Karl Kleist, también recibió una nota, pero más extensa que la que Amelia había enviado a la señora Rodríguez. En realidad era un informe exhaustivo sobre Amelia y su familia. Uno de sus «ángeles custodios» se lo entregó diciéndole que tuviera cuidado:

—Abandonó a su marido y a su hijo para huir con otro hombre. Después tuvo relaciones con un periodista norteamericano, que es sobrino de lord Paul James, uno de los jefes del Almirantazgo británico; y ahora comparte su vida con el barón Von Schumann. Es una mujer…

El guardaespaldas no pudo continuar la frase. Kleist le cortó en seco y le ordenó que le dejara a solas para leer el informe.

Parte de la información que contenía la conocía por el propio Max, incluso figuraba que ella había hecho alusión a su vida pasada contándole lo mucho que sufría por no poder ver a su hijo.

Su «ángel custodio» tenía razón; el informe mostraba lagunas en la vida de Amelia, como el incidente de Roma, donde la habían relacionado con el asesinato de un oficial de las SS, pero rechazó todas las sombras, se preciaba de conocer bien a las personas, y ella se había sincerado con él reconociendo que no era fascista y que aborrecía el nazismo. Le había confesado que era republicana y liberal, incluso que pensaba que si los aliados ganaban la guerra eso significaría el fin de Franco puesto que éste perdería a su principal aliado, Hitler, ahora que Mussolini no contaba.

El domingo Kleist acudió a buscarla a las once en punto. Llevaba una cesta con comida suficiente para dos días, además de vino y pasteles. Amelia apareció radiante.

Tal y como había prometido, no les seguían los «ángeles custodios».

Ella le indicó el lugar donde iba con su familia, y corrió por el monte seguida por él, que disfrutaba de su entusiasmo.

Después de comer se tumbaron en la hierba a una distancia prudencial el uno del otro. Amelia marcaba sutilmente las distancias, y él, rendido ante ella, lo aceptaba. No había pasado mucho tiempo cuando Amelia dijo sentirse indispuesta.

—No sé, algo me ha sentado mal, quizá es que no estoy acostumbrada a beber vino.

—Pero si apenas has tomado un sorbo, quizá haya sido el paté.

—No lo sé, pero el caso es que me duele mucho el estómago.

Habían previsto regresar a media tarde, pero Kleist de inmediato se ofreció caballerosamente a llevarla a su casa.

Cuando llegaron, él aparcó el coche para acompañarla hasta el piso, pero ella sólo le permitió que lo hiciera hasta el ascensor. Allí se despidió de él, en presencia del portero, que había salido a saludarla.

—Sus tíos están en casa, pero creo que la señorita Laura y la señorita Antonietta han salido y aún no han regresado —le informó el portero.

Ella se metió en el ascensor y antes de cerrar la puerta le apretó con afecto la mano.

—Te deseo un buen viaje, saluda a Max.

—Cuídate —le dijo ella.

Amelia subió a su casa y entró directamente a su habitación sin apenas saludar a sus tíos, que escuchaban la radio en el salón. Corrió hacia la ventana y, al asomarse, vio arrancar el coche de Karl Kleist. Sabía que no lo conducía él, que un hombre había aprovechado para entrar en el coche y, estirado en la parte de atrás, aguardar a que regresara el alemán. Cuando éste iba a poner el coche en marcha, vio aparecer por el espejo retrovisor el rostro de un hombre al tiempo que sentía en la nuca el cañón frío de una pistola. Otro hombre abrió la puerta del coche y se sentó a su lado. También llevaba un arma. Sólo le dio una orden:

—Conduzca.

Albatros estaba ahora en poder de los agentes del Servicio de Inteligencia británico. El Gobierno británico aceptaba la ficción de la neutralidad de Franco, pero tenía agentes en España, que principalmente se dedicaban a recoger información. En el mar, el Servicio Secreto británico actuaba sin contemplaciones: no había barco español con destino a Sudamérica que no fuera obligado a desviarse a Trinidad para examinar su carga y su pasaje; sin embargo, hasta el momento no había desarrollado ninguna acción tan arriesgada en suelo español.

Amelia viajó al día siguiente a Atenas para reunirse con Max. Y fue allí donde unos días más tarde Max le comunicó la desaparición de Karl Kleist.

—Amelia, ha sucedido algo terrible. Karl ha desaparecido.

—¿Karl? —preguntó ella sorprendida como si no entendiera de qué le hablaba.

—Sí, nuestra embajada en Madrid no sabe nada de él desde hace unos días. Le han buscado por todas partes pero no hay señales de él. Se ha abierto una investigación. La última persona con la que se le vio fue contigo. —Max no pudo evitar un rictus de dolor.

—Pero Karl viajaba con frecuencia a Sudamérica, puede que se haya ido.

—Sí, también existe esa posibilidad, pero habría dejado algún mensaje. Pero tú fuiste la última persona que estuvo con Karl —insistió Max.

—No lo sé… ya te conté que estuve con él el domingo antes de regresar a Atenas. Estuvimos en el campo. ¿Desde cuándo no saben nada de él?

—Ese día no regresó a la embajada. Sus hombres creyeron que… bueno, que estaba contigo. Él había insistido en ir solo a la excursión. No empezaron a preocuparse hasta bien entrada la mañana del lunes. Fueron a casa de tus tíos…

—¡Dios santo, les habrán dado un buen susto!

—El portero ha declarado que Karl te acompañó hasta la puerta del ascensor y que allí os despedisteis, y que vio cómo regresaba al coche. También ha declarado que tú no volviste a salir hasta la mañana siguiente, y que lo hiciste acompañada por tu tío con una maleta.

—No entiendo lo que ha pasado —se quejó ella, aparentando estupor—. Él era muy discreto y no hablaba de su trabajo, de manera que no me dijo si pensaba ir a algún lugar. ¿Crees que le habrá pasado algo? —Amelia intentaba parecer ingenua.

—No lo sé, pero nadie desaparece así como así. La policía le está buscando. Ya te he dicho que han interrogado a tu familia, y al portero.

—¡Pero mi familia no tiene nada que ver con Karl! —gritó ella con angustia.

—Amelia, la Gestapo quiere interrogarte aquí. El coronel Winkler también ha solicitado que se reabra el caso del asesinato de Jürgens. No cree en las casualidades.

—¿Casualidades? ¿Qué casualidades? —preguntó ella sin ocultar su temor.

—El coronel Winkler insiste en que su amigo, el coronel Jürgens, se había citado contigo la noche de su asesinato, y Kleist ha desaparecido justo después de haber pasado una jornada campestre contigo. Para él son evidencias irrefutables de que estás detrás de ambos casos. Cree que eres una espía.

—¡Está loco! ¡No soy ninguna espía! ¡Por favor, Max, pon freno a ese hombre!

—Es lo que intento, Amelia.

Estaba realmente asustada. Maldecía en silencio al comandante Murray. La «Operación Albatros» había sido un éxito para el Servicio Secreto británico, pero se preguntaba si el comandante Murray habría decidido que bien merecía sacrificarla con tal de tener en su poder al espía alemán. Se sintió una pieza insignificante en el tablero del juego secreto de la guerra.

Comenzó a llorar. Llevaba días conteniendo las lágrimas y sin apenas conciliar el sueño. Había entregado a Kleist, que ya estaría siendo interrogado en Londres por el comandante Murray, y aunque no tenía dudas de con quién estaba su lealtad política, su conciencia la atormentaba.

Karl Kleist había intercedido por ella cuando estaba encarcelada en Varsovia, había ayudado a Max a sacarla de la prisión, se había mostrado caballeroso y encantador los días pasados en Madrid, pero ella le había engañado y le había entregado para que se lo llevaran a Londres, donde, en el mejor de los casos, estaría en la cárcel hasta que terminara la guerra. Había sido capaz de hacer eso con un hombre que sólo la había favorecido y se sintió miserable pensando en la facilidad que tenía para dañar a quienes eran leales con ella. Primero fue Santiago, al que abandonó por Pierre; luego comenzó a engañar a Max sirviéndose de él para espiar al servicio de los británicos; y ahora había sido capaz de entregar a Kleist.

Sintió desprecio por sí misma, y más aún cuando Max la abrazó intentando que se calmara.

—Por favor, no llores, sabes que daría mi vida por ti, que haré lo imposible para que no caigas en manos de Winkler, pero debes contarme toda la verdad, debes confiar en mí, sólo así te podré ayudar. Y no temas por tu familia, no sufrirán ningún daño, es evidente que no saben nada de la desaparición de Kleist.

—¡Pero qué quieres que te cuente! —gritó Amelia—. Te lo he contado todo: fuimos al campo, después de comer me sentí indispuesta y me acompañó a casa, nos despedimos en la puerta del ascensor y ya no sé nada más. Al día siguiente regresé aquí. No sé lo que ha pasado, no lo sé.

—Tienes la mala fortuna de estar siempre en el lugar equivocado.

—El coronel Winkler quiere culparme de lo de Jürgens porque vio cómo yo le rechazaba en la fiesta de Fin de Año, y Jürgens juró que me lo haría pagar. Es su oportunidad para pasarme factura, la que no pudo pasarme su amigo el coronel Jürgens.

—Está bien, te creo y haré lo imposible por salvarte de Winkler, confía en mí.

Pero Max no pudo evitar que la «invitaran» a visitar el cuartel de la Gestapo en Atenas. Estaba muy cerca del hotel Gran Bretaña, en la que había sido la mansión del arqueólogo alemán Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya y de las tumbas de Micenas.

Max la acompañó y soportó con ella la humillación de esperar dos largas horas hasta que un hombre, que se identificó como Hoth, les recibió en un despacho de la segunda planta. Les sorprendió ver al coronel Winkler sentado al otro lado de la mesa. No había ninguna otra silla en la que sentarse, de manera que Hoth les tuvo de pie.

—Espero que no les moleste la presencia del coronel Winkler, ha venido a visitarme y creo que la conoce a usted, señorita Garayoa.

Ella asintió sin palabras.

—¡Y viene acompañada por el coronel Von Schumann! ¡Cuánto honor! —dijo el SS con sarcasmo.

—Me une una gran amistad con la señorita Garayoa.

—Sí, lo sé yo y lo sabe todo el Estado Mayor. Su amistad no es un secreto para nadie, ni siquiera para su distinguida esposa la baronesa Ludovica —respondió Hoth con una sonrisa sardónica.

Max no respondió a la provocación. Su único objetivo era salir de aquel edificio con Amelia y sabía que un enfrentamiento con Hoth delante de Winkler sólo empeoraría las cosas.

—Señorita Garayoa, tenemos un informe de Madrid en el que se asegura que usted fue la última persona con la que se vio al capitán Kleist. Pasaron el día juntos en el campo, disfrutaron de una jornada de picnic y después el capitán desapareció.

—El capitán Kleist es un estimado amigo nuestro con el que, efectivamente, compartí una jornada campestre y después me acompañó a mi casa, donde nos despedimos. No le volví a ver, y lamento profundamente su desaparición.

—En la que naturalmente usted no tiene nada que ver. —Hoth jugaba al ratón y al gato.

—Desde luego que no. Le repito que el capitán Kleist es amigo del barón Von Schumann, que es quien nos presentó, y por tanto también es una persona apreciada por mí.

—¿El capitán no le dijo dónde pensaba pasar el resto de la tarde?

—No, no me lo dijo. Yo estaba indispuesta y no hablamos demasiado en el camino de regreso a mi casa.

—¿Y el capitán no regresó para interesarse por su salud?

—No, no lo hizo. Pasé el resto de la tarde con mis tíos, y me acosté pronto, puesto que al día siguiente debía iniciar mi regreso a Atenas. Creo que el portero ya le dijo a la policía que vio cómo el capitán Kleist y yo nos despedíamos en la puerta del ascensor y que ya no volví a salir de casa.

—Ya, ya, señorita, ¡pero los porteros también duermen! A las diez se retiró, de manera que si usted volvió a salir, o si el capitán regresó, es algo que él ignora.

—Mi familia puede corroborar lo que acabo de decir.

—¿Y cómo podrían decir otra cosa? El testimonio de la familia no es concluyente, señorita.

—Le aseguro que no sé dónde está el capitán Kleist.

—Y tampoco estuvo con el coronel Jürgens la noche en que le asesinaron en Roma.

—Hubo dos testigos que descartaron que fuera yo quien estuvo aquella noche en la habitación del coronel Jürgens —respondió Amelia, conteniendo su indignación.

—Sí, dos testigos que habían bebido y que se cruzaron con una mujer por el pasillo del hotel; a mi juicio, no se debía haber considerado la declaración de esos testigos.

Amelia no contestó, sentía la mirada airada del coronel Winkler, que permanecía en silencio. Notaba la tensión de Max, su sufrimiento por no poder defenderla.

—Tendrá que quedarse aquí durante unos días. Necesito seguir el interrogatorio, pero ahora tengo otras cosas que hacer.

—La señorita Garayoa puede venir en el momento en el que usted disponga de ese tiempo; como sabe, se aloja en el hotel Gran Bretaña. Es innecesario que se quede aquí. —El alegato de Max no hizo mella en Hoth.

—Lo siento, coronel, pero soy yo quien decide el lugar en el que deben permanecer los sospechosos.

—¿Sospechosos? ¿De qué se acusa a la señorita Garayoa? ¿De haber compartido una comida campestre con el capitán Kleist? Kleist es amigo mío, amigo nuestro, una persona muy querida por ambos. No tiene nada de qué acusar a la señorita Garayoa. Si necesita alguna aclaración, vuélvala a llamar y vendrá gustosamente.

Amelia estaba pálida, sin atreverse a intervenir. Sabía que dijera lo que dijese Max, Hoth no la dejaría marchar.

—Lo lamento, coronel, he de hacer mi trabajo. La señorita se quedará aquí.

Max se sintió impotente cuando dos subordinados de Hoth entraron en el despacho y se llevaron a Amelia.

—Le hago responsable de la seguridad de Amelia Garayoa —advirtió a Hoth.

—¿Me hace responsable? Señor, esta mujer es sospechosa de la desaparición del capitán Kleist y mi obligación es hacerla hablar. Si interfiere en mi trabajo, seré yo quien le haga responsable de no permitir que la Gestapo descubra a una criminal.

—La señorita Garayoa no es una criminal y usted lo sabe.

—No, no lo sé, cuando lo sepa se lo haré saber. Ahora si me permite, tengo mucho trabajo. Desgraciadamente debo luchar contra los enemigos del Reich.

Amelia fue conducida al sótano de la mansión, donde la encerraron en una celda sin ventanas. Aquel lugar parecía haber sido un almacén.

Uno de los subordinados de Hoth la encadenó de pies y manos y la empujó a un rincón de la habitación.

—Así, quietecita, no tendrá tiempo para distraerse —le dijo, dejando al descubierto una dentadura en la que destacaban varios dientes de oro.

Ella ni siquiera protestó. Sabía lo que le esperaba, el horror de Varsovia se le hizo presente.

Allí, encerrada, perdió la noción del tiempo; no sabía si era de noche o ya había amanecido, no tenía modo de saberlo. Tampoco escuchó ningún ruido. Le dolían las manos y los tobillos por los grilletes. Sentía que los dedos se le hinchaban y tuvo ganas de gritar. Decidió no hacerlo, sabiendo que eso no era nada comparado con lo que le esperaba.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando abrieron la puerta y el mismo hombre que la había encerrado le quitó los grilletes de los pies y le ordenó que le siguiera.

Apenas podía caminar. La hinchazón de los pies se había extendido a las piernas. Sentía un dolor agudo, pero volvió a decirse que lo peor estaba por llegar.

De nuevo la condujeron a la segunda planta, al despacho de Hoth. Estaba solo, y ordenó que se sentase en la silla que había ocupado el coronel Winkler.

—¿Ha reflexionado? —le preguntó con un tono de voz neutro, como si no le importara la respuesta.

—Ayer le dije todo lo que sé —respondió ella.

—De modo que no quiere colaborar…

—No puedo decirle lo que no sé.

Él se encogió de hombros y apretó un timbre que tenía sobre la mesa. Entró el ayudante de Hoth seguido por Max. Amelia sintió un profundo alivio.

—Llévesela —dijo Hoth, dirigiéndose a Max von Schumann—. Le hago a usted responsable de que la señorita Garayoa no salga de Atenas sin la autorización de la Gestapo.

Max asintió, sosteniendo la mirada de hiena de Hoth.

—Nos volveremos a ver, la investigación no ha terminado.

Ayudada por Max, Amelia intentó mover los pies. Un paso, dos, tres pasos… cada paso le provocaba dolor en los pies deformados por la hinchazón.

Al salir del despacho se encontraron con el coronel Winkler, quien situándose delante de ellos, les obligó a pararse.

—Aún no ha ganado la partida, barón. Ha sido usted muy hábil pidiendo ayuda al médico del Reichsführer Himmler. Pero le aseguro que ni siquiera el Reichsführer podrá evitar que esta mujer pague por sus crímenes.

—¡Apártese, Winkler! Y no se le ocurra volver a amenazarme.

Amelia no pudo evitar llorar cuando estuvieron en la calle.

—¿Podrás caminar hasta el hotel? Sólo tenemos que cruzar la calle.

—Sí, creo que podré.

Cuando por fin llegaron a la habitación de Amelia, Max la ayudó a tumbarse sobre la cama y examinó cuidadosamente sus manos y tobillos.

—¿Te han esposado?

—Sí, me colocaron unos grilletes en los pies y en las muñecas. No he podido moverme en todo el tiempo que he estado allí, no sé cuánto…

—Una tarde y una noche, Amelia, una eternidad.

—Te estoy inmensamente agradecida; temía volver a pasar por lo de Varsovia y no sabía si sería capaz de aguantarlo: habría terminado declarándome culpable de lo que hubieran querido.

—En realidad te ha salvado Kleist, indirectamente.

—¿Kleist? ¡Ha aparecido! —gritó Amelia, sorprendida.

—No, no exactamente. Mi ayudante Hans recordó que, cuando lo de Varsovia, Kleist había hablado de presentar tu caso a Félix Kersten.

—¿Quién es Félix Kersten? ¿Es el médico al que se ha referido Hoth?

—No, no es médico, aunque le tratan como tal. Es… es un hombre peculiar, nació en Estonia y tiene fama de ser muy hábil en la terapia manual.

—No entiendo…

—Masajes, simples masajes. Kersten es un hombre amable, que sabe escuchar a sus pacientes, y antes de la guerra tenía clientes muy importantes en toda Europa. Al parecer, Himmler sufre fuertes dolores de vientre y sólo Kersten es capaz de aliviarle. Tiene una gran influencia sobre él. El jefe del servicio de información del Reichsführer, el Brigadeführer Walter Schellenberg, es el segundo hombre que influye sobre él.

—¿Y has hablado con ellos?

—Tengo amigos que les conocen bien.

—Gracias, Max, gracias.

Mientras extendía una pomada sobre las piernas de Amelia, Max le advirtió:

—No creo que nos vuelvan a ayudar, de manera que… por favor, Amelia, ¡ten cuidado!

—Pero si no he hecho nada, Max…

—El coronel Winkler no parará hasta vengar la muerte de su amigo el coronel Jürgens y ha decidido que su muerte has de pagarla tú. Las SS se están haciendo cargo de los casos de espionaje y… bueno, Winkler está convencido de que eres una espía de los aliados.

—¿Y tú te lo crees, Max?

—Cuando estuve en Berlín vi a Ludovica y a mi hijo Friedrich. Quiero a mi hijo con toda mi alma, daría mi vida por él, sin embargo… sacrificaré poder estar con él el resto de mi vida con tal de no separarme de ti. Se lo dije a Ludovica.

Amelia rompió a llorar. Se avergonzaba por engañarle, por no poder serle totalmente leal y contarle su colaboración con los británicos. Max abominaba de aquella guerra pero no a costa de traicionar a Alemania. Por eso no podía explicarle lo que estaba haciendo.

—No llores, Amelia, no te sientas responsable.

—Lo soy, Max, lo soy; no debí dejarme llevar por mi amor por ti, sé mejor que nadie lo que significa renunciar a un hijo.

—Ludovica no podrá impedirme que le vea y participe en su educación. Pero eso será cuando termine la guerra.

—¿Y tu familia, Max? ¿Y tus hermanas? Nunca me has dicho qué piensan ellas de que estés conmigo.

—Lo reprueban y jamás te aceptarán. Pero eso no debería preocuparnos ahora. Nuestro problema se llama Winkler.

—Y Hoth.

—Ése es sólo un policía ansioso por conseguir que las SS le den palmaditas en la espalda demostrando que puede ser igual de brutal que ellos.

Durante unos días Amelia no salió de la habitación. Apenas podía caminar, y Max la obligaba a estar sentada. Luego él mismo la ayudaba a dar sus primeros pasos por el vestíbulo del hotel. Amelia deseaba hablar con Dion, pero no encontraba la ocasión. Max no se separaba de su lado. La oportunidad llegó una tarde en la que entró en el bar su ayudante, el comandante Hans Henke, para anunciarle que le reclamaban con urgencia en el Estado Mayor.

—Te acompañaré a la habitación.

—¡Por favor, Max, permíteme quedarme un rato! Aún es pronto, sólo el tiempo de terminar el té… —pidió ella con una sonrisa.

—No quiero que estés sola…

—Pero no me moveré de aquí, y estaré sólo unos minutos más. ¡Paso tanto tiempo en la habitación!

—De acuerdo, pero prométeme que te irás derecha a tu habitación.

—Te lo prometo.

Dion se acercó a ella nada más ver salir al barón.

—¿Desea algo la señora?

—No… no… pero tengo algo para usted —dijo ella en voz baja, mientras él se inclinaba para recoger el servicio de té y, disimuladamente, recibía de la mano de Amelia un carrete fotográfico.

—Muy bien, señora, le traeré una jarra de agua.

Regresó y se inclinó para servirle el agua de la jarra.

—El pope quiere verla. Es urgente.

—¿Urgente? Pero ya ve cómo estoy… y el barón no me permite salir…

—Tendrá que hacerlo. Pasado mañana, en la catedral. Ha habido una redada, y han detenido a Agamenón y a otros patriotas.

Amelia regresó a su habitación dándole vueltas a cómo actuar. Tenía que convencer a Max de que le permitiera salir. Ya se encontraba mejor, podía andar, y la hinchazón de las piernas había desaparecido. Sí, debía convencerle para que le permitiera volver a la normalidad.

Cuando Max regresó aquella noche, Amelia se deshizo en carantoñas.

—¡Vamos, dime ya qué es lo que quieres! —dijo Max riendo.

—Salir, necesito salir, me ahogo en esta habitación. Permíteme pasear, ir a la catedral, ya sabes lo que me gusta ir a recogerme allí, volver a visitar los restos arqueológicos; cualquier cosa menos estar aquí.

Al principio él se resistió, pero acabó cediendo.

—Tienes que prometerme que no hablarás con ningún desconocido y que me dirás siempre adónde vas.

—Te lo prometo —aseguró ella, rodeándole el cuello con sus brazos.

No vio al pope al entrar en la catedral. Varias mujeres encendían velas y otras, sentadas, parecían ensimismadas en sus oraciones. Buscó un lugar oscuro y discreto para sentarse. Sin darse cuenta comenzó a rezar. Dio gracias a Dios por haberla salvado de las garras de la Gestapo, por contar con el amor inmenso de Max, por estar viva. La voz profunda del pope la devolvió a la realidad.

—Han llegado órdenes para usted desde Londres. La felicitan por lo de Madrid, sea lo que sea lo que usted haya hecho allí; pero necesitan saber el despliegue de las tropas alemanas en la frontera con Yugoslavia.

—Haré lo que pueda —dijo Amelia.

—Nosotros también necesitamos su ayuda, ¿está dispuesta? Han detenido a Agamenón y a algunos amigos, pero resistirán, no hablarán aunque eso implique la muerte.

—¿Qué he de hacer?

—¿Sabe conducir?

—Sí, aunque no lo hago muy bien porque apenas he tenido tiempo de practicar.

—Es suficiente. Tenemos que recoger armas que nos envían sus amigos británicos. Las trajo un pesquero hace unos días de un submarino cerca de Creta. El pesquero viene hacia aquí, llegará mañana. Necesitamos esas armas para la Resistencia. Dentro de unos días saldrá hacia el norte un convoy alemán con tanques y armas pesadas, van a reforzar la frontera de Yugoslavia con Italia. Nosotros haremos que no lleguen a su destino. Por eso es importante el cargamento de los británicos, nos envían un buen paquete de explosivos y detonadores, con ellos atacaremos ese convoy. Será un golpe para los alemanes, y nuestra respuesta a las detenciones de los patriotas.

—¿Dónde llegará el pesquero?

—Al norte de Atenas, iremos con barcas a descargar al mar.

—¿Saben en Londres que me han pedido que les ayude en esta misión?

—No, Londres no tiene nada que ver, se lo estoy pidiendo yo.

—Será muy peligroso.

—Todo lo es. ¿Está dispuesta?

—Sí, pero aún no me ha dicho qué he de hacer.

—Unirse a nuestro grupo. Nos falta gente, necesitamos otro conductor.

—De acuerdo, pero… no sé si podré escaparme por la noche. No es fácil salir del hotel.

—No tendrá que escaparse por la noche. Nosotros desembarcaremos las armas y las esconderemos en un lugar seguro cerca de la playa. Las armas serán distribuidas a pequeños grupos. Usted debe conducir a dos amigos hasta allí y luego regresar con ellos a Atenas. Nada más. Ellos la guiarán.

—¿Ninguno de esos dos hombres sabe conducir?

—No, no saben. No todo el mundo sabe. Ya le he dicho que ha habido detenciones, tenemos bajas.

—Muy bien. ¿Y qué más?

—Ya le diré el día y el lugar al que debe acudir para ayudarnos.

Amelia salió a pasear cerca de la Acrópolis tal y como le había ordenado el pope. No sabía ni quién ni en qué momento se pondrían en contacto con ella, sólo que debía caminar.

Un coche se paró a su lado y vio el rostro de una mujer y escuchó una voz instándola a subir. Lo hizo instintivamente.

—Échese al suelo —ordenó la mujer que iba junto al conductor.

—¿Adónde vamos? —preguntó Amelia.

—A buscar el coche que usted debe conducir.

No pudo ver hacia dónde iban, sólo sintió que se le revolvía el estómago por culpa de los vaivenes del vehículo. Media hora más tarde se pararon. Se sorprendió al ver que estaban dentro de un garaje.

—Salga, es aquí —dijo la mujer.

Pistola en cinto, se les acercó un hombre que caminaba renqueando.

—Habéis tardado —les reprochó en griego.

—Hemos tenido que evitar los controles —respondió el conductor; y luego, señalando a Amelia, añadió en inglés—: Ella te llevará.

—¿Sabe conducir? —le preguntó el hombre que renqueaba mirándola por primera vez.

—Sí, algo sé.

—Tendrá que esmerarse —afirmó el hombre malhumorado.

—¿Te duele? —le preguntó la otra mujer mirando la pierna vendada de la que cojeaba.

—Eso no importa, el problema es que no puedo conducir.

Le señalaron a Amelia un viejo coche negro que estaba aparcado, y ella sintió temor de no ser capaz de manejarlo. Le había enseñado Albert James en Londres y había pasado el examen para obtener el permiso de conducir, pero en realidad no había conducido nunca.

—Nos vamos —dijo el cojo.

La pareja volvió a su coche y salieron los primeros del garaje. Amelia sufrió la humillación de que se le calara el motor antes de lograr poner en marcha el coche.

—¿Sabe o no sabe conducir? —preguntó, irritado, el hombre.

—Ya le he dicho que un poco.

—Pues, entonces, vámonos.

Él le iba indicando el camino. Parecía preocupado y no hacía ningún esfuerzo por ser amable.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Amelia.

—¿Y a usted qué le importa? Cuanto menos sepa, mejor.

Ella se quedó en silencio pero sus mejillas se pusieron rojas por la irritación. El hombre pareció lamentar su brusquedad.

—Es por su seguridad, lo que no se sabe no podrá decirlo en caso de que la detengan. Pero tiene razón, tiene derecho a que le dé un nombre, el que sea, con el que dirigirse a mí. ¿Le parece bien Costas?

—Me da igual —respondió ella con irritación a aquel hombre alto y moreno, con un poblado bigote.

—Es usted agente británica, debe de ser muy buena para vivir con un nazi y que él no se haya dado cuenta.

Iba a defender a Max, a repetir que no era nazi, sólo un soldado que debía cumplir con su deber. Pero sabía que Costas no lo entendería, que no querría entenderlo. Para él todos los alemanes eran lo mismo, y además Max llevaba un uniforme.

—¿Nos llevaremos todo el material? —preguntó.

—Todo no, sólo una parte. Ya se habrán llevado la otra otros miembros del grupo. Anoche mismo. A nosotros nos han dejado los explosivos y los detonadores. Vamos a volar un convoy con unos cuantos tanques. Usted será mi chófer, no lo hace tan mal.

Cuando llegaron al almacén donde habían escondido las armas, ya estaba allí la pareja del otro coche. El hombre trasladaba las cajas a su vehículo, mientras la mujer vigilaba con una pistola en la mano.

—Usted también vigilará. Súbase allí, a aquella roca, y avísenos si ve algo raro. Tenga —le dijo entregándole un arma.

—No la necesito —afirmó Amelia sin atreverse a cogerla.

—¡Cójala! ¿Qué hará si nos descubren? ¿Echarse a llorar? —le gritó Costas.

Amelia cogió el arma y sin decir palabra se encaramó a la roca.

Aguardó impaciente a que los dos hombres camuflaran las armas en ambos coches, lo que les llevó cerca de una hora. Cuando terminaron, hicieron una señal a las mujeres.

De regreso a Atenas, Amelia iba en silencio; fue Costas quien comenzó a hablar.

—La operación tendrá lugar dentro de tres días. Las cargas las pondremos pronto, por la mañana. Luego esperaremos a que pasen y ¡bum!

—Bien —respondió ella sin demasiado entusiasmo.

—¿Tiene miedo?

—Si no lo tuviera sería una estúpida. Usted también lo debería tener.

—No, yo no tengo miedo. Cuando mato alemanes siento un cosquilleo que me baja por el vientre, como si estuviera… ¡bah!, usted es una mujer.

—Una mujer que conduce su coche y que va a ayudarle a volar un convoy. —Amelia no soportaba el desprecio con que Costas la trataba.

—Sí, las mujeres también son valientes, nuestras camaradas de la Resistencia no se quejan, saben obedecer y no les tiembla el pulso cuando disparan. Veremos de lo que es capaz de hacer usted.

—¿Por qué no recurre a sus camaradas? —preguntó irritada.

—Nos han diezmado en la última redada. Lo de mi pierna es un recuerdo, tuve que saltar una tapia con un tiro en la rodilla. Muchos de los nuestros están en manos de la Gestapo. No saldrán vivos de allí.

—¿Y si hablan?

—¡Jamás! Somos griegos.

—Supongo que además son seres humanos.

—De manera que usted hablaría —afirmó él con desconfianza.

—¿Cuántas veces le han detenido? ¿Cuántas le ha interrogado la Gestapo? —Quiso saber Amelia.

—Nunca, nunca han podido detenerme.

—Entonces no dé nada por hecho.

—¿Y a usted? ¿Acaso a usted la han detenido? —respondió él con un tono de burla que la ofendió.

Estuvo a punto de parar el coche y subirse las mangas para que viera las huellas de las esposas en sus muñecas, de bajarse las medias para que viera sus piernas, pero no lo hizo, comprendió que aquel hombre era así, que hablaba sin ánimo de ofenderla.

—Dentro de tres días —recordó él cuando se despidieron.

Max estaba sumergido en la bañera cuando ella llegó al hotel.

—¿Dónde has estado? —le preguntó desde el baño.

—Dando una vuelta. He ido a la catedral —respondió Amelia poniéndose en guardia.

Luego le dejó seguir disfrutando del baño y salió de la habitación para aprovechar los minutos hasta que Max terminara y fotografiar algunos de los documentos que él tenía esparcidos sobre el escritorio.

Ni siquiera se fijó en lo que fotografiaba. No tenía tiempo. Se lo daría a Dion en cuanto tuviera la primera oportunidad.

La noche anterior a la operación de la Resistencia, Max le dijo que estaría unos días fuera porque tenía que acercarse a un pueblo donde algunos soldados habían caído enfermos.

—No sé de qué se trata, pero tengo que ir a echar un vistazo.

—¿Cuándo te irás?

—Mañana muy temprano. Antes de que amanezca me vendrá a buscar mi ayudante.

—Estás preocupado…

—Lo estoy, por la marcha de la guerra. En Berlín se niegan a ver lo que está pasando.

—¿Qué está pasando, Max?

—Que podemos perder. Fue un error atacar a los rusos y lo estamos pagando.

Amelia suspiró aliviada. Deseaba fervientemente que Alemania perdiera la contienda, aunque en ese momento su mayor preocupación era cómo salir de su habitación sin que Max la viera. Llevaban un día sin dormir juntos, porque ella le había dicho que estaba indispuesta y se encontraba mal. Él había aceptado a regañadientes que ella durmiera en su habitación, pero mantenían abiertas las puertas que comunicaban los cuartos.

Ahora no habría problema. Max se iría al amanecer y ella a continuación. Tenía que acudir a la casa de Costas, de allí irían al lugar por donde tenía que pasar el convoy para colocar los explosivos. Se tranquilizaba diciéndose que ella sólo tenía que conducir.

Max se acercó a su cama para despedirse, la besó en la frente creyéndola dormida. Cuando salió de la habitación, ella se levantó de un salto. No tardó más de quince minutos en estar lista. Dion le había dado un plano del hotel indicándole las salidas de servicio por donde poder escabullirse, además de haberle proporcionado un uniforme de doncella. Se lo había puesto, ocultando su cabello en una cofia y colocándose unas gafas que la ayudaban a disimular su rostro.

Salió de la habitación y buscó la puerta que daba a un cuarto que comunicaba con las escaleras de servicio. Tuvo suerte, sólo se tropezó con un camarero malhumorado por tener que servir un desayuno a esa hora tan temprana. Ni siquiera respondió a su saludo.

Salió del hotel y con paso decidido se fue alejando hasta llegar a la plaza Omonia, donde la esperaba el coche de la pareja.

—Se ha retrasado —le recriminó la mujer.

—He venido tan deprisa como he podido.

La llevaron hasta la casa de Costas. El hombre aguardaba impaciente en el garaje.

—Nuestros amigos estarán preguntándose por qué no llegamos. Nosotros tenemos los explosivos —dijo refunfuñando.

Amelia no sabía adónde iba, sólo seguía las indicaciones de Costas. Al cabo de un buen rato dejaron la ciudad y se alegró al ver los brotes de la primavera a ambos lados del camino.

—Sigue por ahí… fíjate, a lo lejos verás unas casas, allí viven los ricos… aquí no hace calor en verano.

Luego le indicó una cuesta, un camino de tierra; Amelia temió que el coche no pudiera subir. Pero lo hizo, y al cabo de un rato de conducir por aquel sendero llegaron hasta una construcción que parecía un lugar donde guardar los aperos de trabajar el campo. Costas la mandó parar, y sin saber de dónde, aparecieron cinco hombres armados.

El cojo los saludó efusivamente y les presentó a Amelia. Los hombres les ayudaron a descargar los explosivos y las armas que llevaba el coche de la pareja.

—No está mal —dijo uno de los hombres, el que parecía mandar a aquel pequeño grupo.

—¡Qué no está mal! —gruñó Costas—. Los ingleses han cumplido, Dimitri; ese Churchill no es de los nuestros, pero quiere lo mismo que nosotros.

Costas volvió a darle una pistola a Amelia y le indicó a ella y a la otra mujer que cogieran unas bicicletas que estaban apoyadas junto a uno de los muros de la casa. Ellas obedecieron sin preguntar; llevando las bicicletas de la mano, fueron caminando escondiéndose entre los pinos hasta llegar al borde de otra carretera.

No pasaba nadie por allí, pero Costas mandó a tres hombres que se colocaran en lugares estratégicos para vigilar, y ordenó a Amelia y a la otra mujer que cada una fuera en una dirección de la carretera montadas en sus bicicletas, y si veían algún coche, debían avisarles de inmediato.

Todos le obedecieron; mientras se alejaba, Amelia vio cómo iban disimulando los explosivos a ambos lados de la carretera.

Creyó escuchar un ruido de camiones a lo lejos y salió de la carretera para, escondida entre los árboles, vislumbrar el convoy militar que lentamente se iba acercando. Pedaleó con ganas hasta llegar donde estaban Costas y sus hombres.

—¡Ya vienen!

—¡Daos prisa! Tenemos que terminar, los cerdos ya están aquí.

Se fueron escondiendo entre los árboles y Costas le hizo una señal a Amelia.

—Hemos puesto cargas en distintos lugares, y cada uno de nosotros se encargará de un detonador. Así es más seguro: si falla uno, no fallará el otro. Acompáñame, ya te diré cuál es el tuyo.

—¿Yo? No sé nada de explosivos…

—Sólo tienes que apretar aquí cuando escuches mi silbido. Sólo eso. Podrás hacerlo. Es más fácil que conducir. Luego ya sabes lo que has de hacer. Correr hacia donde hemos dejado el coche; si no he llegado, espérame, si tardo más de cinco minutos desde que se produzca la explosión, entonces vete.

—¿Sin ti?

—Yo no puedo correr, ya sabes cómo tengo la pierna. Subiré como pueda.

—No deberías haber participado en esto —dijo Dimitri—, pero quieres estar en todo, nos las podríamos haber arreglado sin ti.

—Calla, y procura que llegue al coche.

—El médico te dijo que si continuabas andando perderías la pierna.

—¡Los médicos no saben nada! —respondió Costas con desprecio.

El ruido de los coches y camiones se escuchaba cada vez más cerca. Amelia ocupó su posición. Tenía todos los músculos en tensión y no quería pensar en lo que estaba a punto de hacer. Sabía que muchos hombres morirían.

Costas había organizado el sabotaje de manera que el convoy se viera atrapado por varias explosiones a lo largo de la carretera.

Amelia vio pasar camiones y carros de combate seguidos de varios coches en que viajaban oficiales de la Wehrmacht. Justo a su paso era cuando ella debía detonar el explosivo. Asió con fuerza la llave del mecanismo. Fijó la mirada en el detonador esperando un silbido de Costas y cuando lo escuchó, bajó el detonador. La carretera se convirtió en un infierno. Varios vehículos saltaron por los aires, otros se incendiaron, un tanque reventó al explotar la munición. Los cuerpos desmembrados de algunos soldados habían sido proyectados a decenas de metros de distancia. Las llamas devoraban los restos de los camiones y los gritos desgarradores de los heridos se confundían con el sonido rabioso de las órdenes que impartía un oficial desde lo alto de la torreta de un tanque. Sentía el silbido de las balas al rasgar el aire puro de la mañana mezclándose con los gritos desesperados de los heridos. Sabía que era el momento de salir corriendo hacia la casa de los aperos, pero se quedó paralizada al mirar hacia el coche donde iban los oficiales. Un grito aterrador salió de su garganta.

—¡Max! ¡Max! —gritó enloquecida, dirigiéndose hacia el infierno. No pensaba, sólo sabía que debía acercarse hasta la orilla de la carretera donde Max estaba tirado en el suelo empapado de sangre y envuelto en llamas que Amelia intentaba apagar con sus propias manos.

Costas vio a Amelia correr hacia la carretera. «Está loca —pensó—, la cogerán y hablará, entonces nos detendrán a todos». Le apuntó con su arma y la vio caer cerca de donde estaba uno de los oficiales. Después, ayudado por uno de sus camaradas, huyó monte arriba.

Amelia cayó a pocos metros de donde estaba Max gritando: «¡Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho!».

En medio del dolor, Max creyó escuchar un grito de Amelia, y pensó que se estaba muriendo puesto que escuchaba su voz.

Aquél no fue un buen día para los alemanes: era el 6 de junio de 1944, y horas antes, en las playas de Normandía, los aliados habían iniciado la invasión.

Cuando Amelia empezó a recuperar el conocimiento estaba en un hospital, y el primer rostro que vio fue el del coronel de las SS Winkler. Quiso gritar, pero la voz se negaba a salir de su garganta.

—Despiértela, tengo que interrogarla —ordenó Winkler al médico que estaba junto a él asistido por una enfermera.

—No puede interrogarla, lleva en coma desde hace más de un mes.

—¡La seguridad de Alemania está por encima de lo que le pueda suceder a esta mujer! ¡Es una terrorista, una espía!

—Sea lo que sea, ha estado en coma, le he avisado tal y como me ordenó porque en las últimas horas parece haber evolucionado. Pero tendrá que esperar a que sepamos si su cerebro ha sufrido daños. Déjeme hacer mi trabajo, coronel —pidió el médico.

—Es de suma importancia que pueda interrogar a esta mujer.

—Para poder hacerlo con éxito, debe permitir que haga mi trabajo; en cuanto ella pueda hablar, le avisaré.

A pesar de su estado, Amelia pudo captar la mirada de odio de Winkler y cerró los ojos.

—Ahora debe irse, coronel, puede que la paciente vuelva a caer en coma.

Las palabras le llegaban desde lejos. Había varios hombres hablando a su alrededor, pero no quería abrir los ojos temiendo encontrar los de Winkler.

Aún pasaron varias semanas hasta que Amelia recuperó completamente la conciencia. Cada minuto de lucidez sentía que se le quebraba el alma recordando a Max. No soportaba pensar que lo había matado. Porque había sido ella quien había apretado el detonador al paso del coche de los oficiales. El cuerpo ensangrentado de Max luchando contra las llamas le impedía encontrar la paz, y sólo ansiaba sumirse en un sueño que fuera eterno.

Pero, a pesar de su deseo de morir, comenzó a recuperarse y mientras lo hacía pensaba en el momento en que el coronel Winkler volvería a aparecer para interrogarla. Se decía a sí misma que la habían rescatado de la muerte para volver a entregarla a la muerte, pues eso era lo que le esperaba a manos del coronel, pero no le importaba. Se decía a sí misma que merecía morir.

Tenía que hacer un esfuerzo para pensar, pero su intuición le dijo que era mejor anclarse en el silencio, que creyeran que no podía hablar a causa de la conmoción que había sufrido; mejor aún, que creyeran que había perdido la memoria.

El médico la examinaba todos los días y consultó con otros colegas el tratamiento más adecuado para sacarla de ese estado vegetativo en que parecía estar. Sospechaba que ella le oía, que le entendía cuando él le hablaba, pero que no quería responder, aunque tampoco podía asegurarlo.

Amelia procuraba tener la mirada perdida, como si estuviera ensimismada en su propio mundo.

—¿Alguna novedad, enfermera Lenk?

—Ninguna, doctor Groener. Se pasa el día mirando al frente. Tanto le da estar en la cama como que la pasee; no parece enterarse de nada.

—Sin embargo… déjeme con ella, el doctor Bach necesita refuerzos en su sección, vaya a echarles una mano.

El doctor Groener se sentó en una silla frente a la cama de Amelia y la miró fijamente. Se dio cuenta de que imperceptiblemente los ojos de ella se movían intentando mantener su mirada vacía.

—Sé que está aquí, Amelia, que aunque parezca que no nos entiende, no vaga en la inconsciencia. El coronel Winkler llegará esta tarde para interrogarla. Yo tengo que darle el alta porque no puedo hacer más por usted. Recomendaré su ingreso en alguna institución, aunque su futuro no depende de mí, sino del coronel.

Amelia se pasó el resto del día rezando mentalmente para encontrar fuerzas con las que enfrentarse a Winkler. Sabía que el coronel la llevaría al límite del dolor para hacerla hablar, y que, lo consiguiera o no, la mataría.

Cuando recobró por completo el conocimiento, la sometieron a terapia para intentar que hablara. El doctor Groener decidió contarle cómo la habían encontrado desangrándose en aquella carretera donde un grupo de terroristas había atacado a un convoy del Ejército alemán.

La llevaron al hospital junto al resto de los soldados heridos, y allí la operaron. Una bala le había atravesado un pulmón. Pensaron que no sobreviviría, pero sobrevivió. Fue el coronel Winkler quien pidió a los médicos que hicieran lo imposible por salvarla, pues era de vital importancia poder interrogarla. De manera que se dejaron la piel por arrastrarla desde la orilla de la muerte hasta la de la vida.

Por la tarde, cuando el coronel Winkler se presentó en el hospital, el doctor Groener le acompañó a la habitación de Amelia y le aconsejó que no la presionara mucho puesto que aún estaba convaleciente.

—Usted haga su trabajo, doctor, que yo haré el mío. Esta mujer es una asesina, una terrorista, una espía.

El doctor Groener no se atrevió a pronunciar una palabra más.

Dos hombres de Winkler la trasladaron hasta los sótanos del hospital, a una sala donde aguardaban otros dos hombres uniformados. En una mesa alineada junto a la pared, había varios instrumentos de tortura colocados en perfecto orden.

Sentaron a Amelia en el centro de la estancia y el coronel Winkler cerró la puerta; se sentó detrás de una mesa al tiempo que la habitación quedaba a oscuras, salvo por un potente haz de luz que iluminaba a la prisionera.

Primero la desnudaron, a continuación le preguntaron por los nombres de los miembros de la Resistencia a los que había ayudado, luego por sus contactos en Londres, incluso la instaron a denunciar a Max por traidor. Cada pregunta venía seguida de un golpe, y tanto la golpearon, que en varias ocasiones perdió el conocimiento.

Amelia deseaba que la pegaran fuerte para caer así en la penumbra y no hablar. Pero no pudo resistirse al dolor y gritó, gritó a cada golpe, y más cuando uno de sus torturadores, con un bisturí, comenzó a levantarle la piel del cuello, despellejándola como si de un animal se tratara. Le levantaba las tiras de piel y la rociaba con sal y vinagre, mientras ella gritaba. Pero no habló, sólo gritó y gritó hasta quedarse ronca y perder la voz.

Llegó a perder el sentido del tiempo, no sabía si era de noche o de día, si llevaban muchas horas torturándola o le habían dado algún respiro. El dolor era tan potente que no lo podía soportar; sólo deseaba morir, y rezaba para que así fuera.

La única palabra que Winkler sacó de Amelia fue cuando gritó «¡mamá!».

Cuando se la devolvieron al doctor Groener, éste no pareció asombrarse al verla en un estado de nuevo más cercano a la muerte que a la vida.

—Ya le dije que sufre una conmoción cerebral y que pasará tiempo antes de que se recupere y vuelva a hablar. Si cree que lo que puede decirle es importante, dele ese tiempo.

—No se quedará aquí.

—¿Y dónde piensa enviarla? ¿A Alemania?

—Sí.

—¿A un campo?

—Estará con gente de su especie, criminales como ella, hasta que esté en condiciones de hablar.

—¿Y si no habla nunca?

—Entonces la ahorcaremos por espía y terrorista. Dígame cuánto tiempo tardará en volver a hablar.

—No lo sé, puede que con el tratamiento adecuado… quizá unos meses, quizá nunca.

—Entonces esta asesina no dispone de mucho tiempo de vida.

Al día siguiente la metieron en un tren de ganado. Winkler se ocupó personalmente de que la enviaran al campo de Ravensbrück, que estaba situado a 90 kilómetros al norte de Berlín. Las instrucciones del coronel respecto a su prisionera fueron muy precisas: si en seis meses el médico del campo no le enviaba aviso de que Amelia estaba en disposición de hablar, entonces la prisionera debía ser ahorcada.

El mayor William Hurley hizo una pausa en su relato para encender su pipa.

—Por favor, continúe —le rogué.

—En nuestros archivos figura que a Amelia la llevaron a aquel lugar y que allí estuvo hasta el final de la guerra.

—Entonces sobrevivió —respondí, aliviado.

—Sí, sobrevivió.

—Exactamente, ¿cuándo llegó al campo?

—A finales de agosto de 1944.

—¿Puede usted aportarme documentación sobre Ravensbrück?

—En detalle no, para eso tendría que ir usted a Jerusalén.

—¿A Jerusalén? ¿Por qué a Jerusalén?

—Porque allí está el Museo del Holocausto y allí es donde tienen la información más precisa sobre lo que sucedió en aquellos años horribles en Alemania. En sus archivos cuentan con una base de datos sobre los supervivientes, quiénes estuvieron y en qué campo; gracias a ellos se ha podido reconstruir lo que fue el infierno de cada campo.

—Pero mi bisabuela no era judía.

—Eso no tiene nada que ver, en el Museo del Holocausto tienen información de todos los campos y de cuantos estuvieron allí.

—¿Qué pasó cuando terminó la guerra?

Mi pregunta incomodó al mayor Hurley, que carraspeó.

—Todavía hay mucha información clasificada, a la que no hay acceso.

—Pero podría darme alguna pista, no sé, al menos saber dónde fue mi bisabuela.

—Intentaré ayudarle cuanto pueda. Pero he de hablar con mis superiores y ver si la información que ha sido desclasificada se puede poner a disposición de un particular como es su caso, que encima resulta que es periodista.

—Usted sabe que no tengo ningún interés periodístico en esta historia, se trata de mi bisabuela.

—De todas formas, tengo que consultar a mis superiores. Llámeme dentro de unos días.

Acepté sin rechistar. Estaba conmocionado por el relato del mayor Hurley. Imaginaba lo que para mi bisabuela debía de haber supuesto terminar con la vida del hombre que quería.

Regresé al hotel y telefoneé a doña Laura.

—Siento molestarle, pero me temo que la investigación se complica, cuando parece que estoy llegando al final, me encuentro con algo que me obliga a continuar.

—Continúe.

—¿Continúo?

—Sí. ¿Tiene algún problema para hacerlo? ¿Necesita que le envíe más dinero? Hoy mismo daré orden al banco para que le hagan un nuevo ingreso en su cuenta.

—No, no se trata sólo de eso, sino de… no sé, tengo la sensación de que cuanto más voy conociendo sobre Amelia Garayoa, menos avanzo.

—Haga su trabajo, Guillermo, aunque… bueno, somos muy mayores y quizá nosotras no disponemos de demasiado tiempo.

—Haré todo lo que pueda, se lo prometo.

Después telefoneé al profesor Soler, pero no le encontré en casa. Su esposa dijo que su marido se hallaba en un congreso en Salamanca.

—Llámele al móvil, no le importará; pero hágalo por la noche; no le gusta que le distraigan durante las jornadas de trabajo.

Cuando por fin pude hablar con el profesor Soler, le transmití mi preocupación.

—Creo que no voy a terminar nunca, la vida de Amelia es una tragedia sin fin. Cuando crees haber llegado al final resulta que le ha pasado algo más. Tengo que ir a Jerusalén. ¿Conoce usted a alguien en el Museo del Holocausto?

Creo que el profesor Soler sintió curiosidad por saber qué era lo que me iba a llevar a Jerusalén, pero se abstuvo de preguntármelo. No conocía a nadie del Museo del Holocausto pero me dio el teléfono de un amigo, un profesor de historia de la Universidad de Jerusalén.

—Avi Meir es polaco, sobrevivió a Auschwitz. En realidad está jubilado, pero es profesor emérito, él le podrá guiar en lo que sea que esté buscando.

—A Amelia, continúo buscando a Amelia —respondí resignado.

—¿En Jerusalén?

—No, pero creo que allí pueden darme noticias suyas.

Pablo Soler no preguntó más. Se había impuesto a sí mismo no conocer más de lo que las Garayoa quisieran que supiese. Les debía mucho, en realidad les debía todo lo que era.

Decidí no telefonear a mi madre para decirle que me iba a Jerusalén, ya la llamaría desde allí. No tenía ánimos para otra de las broncas maternas. Pero pensé en ir ablandándola enviándole unas flores. Las encargué desde la recepción del hotel. Ya no podría quejarse de que me olvidaba de ella.