Llovía cuando llegué a Londres. Menos mal que no hacía demasiado frío. Me instalé en el pequeño hotel de siempre y telefoneé a mi madre.
—¿Dónde estás?
—En Londres.
—¡Pero me dijiste que te ibas a Roma!
—Y he estado en Roma, pero he tenido que volver a Londres.
—Guillermo, estoy harta de repetirte que estás haciendo una tontería, que esta investigación no lleva a ninguna parte. Si a mí, y eso que era mi abuela, no me importa lo que hizo o dejó de hacer, no sé por qué te tiene que importar a ti. ¡Sólo a mi querida hermana Marta se le podía ocurrir liar la que ha liado a cuenta de nuestra abuela!
—Y yo estoy harto de tus sermones. No es que me importe lo que hiciera tu abuela, o sea, mi bisabuela, no se trata de un interés familiar. Es un trabajo que me han encargado, me pagan para que investigue y es lo que estoy haciendo, y afortunadamente la tía Marta ya no es la que lleva la batuta.
—Te estás obsesionando con este asunto.
—Que no, mamá, que sólo es trabajo.
No me atreví a decirle a mi madre que su abuela había sido capaz de liquidar a un hombre sin pestañear. Le habría dado un disgusto, o quizá no; conociendo a mi madre, sería capaz de decirme que el coronel Ulrich Jürgens se lo tenía bien merecido.
Dos días más tarde, a la hora prevista, las ocho de la mañana, el mayor Hurley me recibió en su despacho del Archivo Militar. Su humor era mejor que el mío, dada la hora. Aquel hombre se empezaba a marchitar a partir de las nueve de la noche, mientras que yo a las ocho de la mañana apenas era capaz de hablar.
—Verá, he perdido la pista de mi bisabuela en Grecia.
—¿En Grecia? ¡Ah, sí claro! Después de su estancia en Roma Amelia acompañó al barón Von Schumann a Grecia, donde volvió a trabajar para nosotros. Como ya sabrá, la pérdida de una gran amiga suya, la gran diva del bel canto, Carla Alessandrini, la marcó tan profundamente que su bisabuela ya nunca volvió a ser la misma.
Estuve a punto de enfadarme con el mayor: sabía de las andanzas de mi bisabuela en Roma y no había querido ayudarme. Se lo reproché.
—En realidad, no sé mucho de lo que sucedió en Roma. La muerte del coronel Jürgens no fue algo que planeáramos nosotros. Lo supimos a través de la Resistencia, ellos fueron quienes lo organizaron.
Me vengué dándole una lección sobre lo sucedido en Roma, y le dejé bien claro que aquélla no había sido una acción de la Resistencia, sino obra de mi bisabuela.
—En nuestros archivos consta que la agente libre Amelia Garayoa, a petición de la Resistencia, ejecutó a uno de los oficiales más sanguinarios de las SS, el coronel Ulrich Jürgens.
—Pues si quiere ser fiel a la historia, hágame caso, mi bisabuela mató a Jürgens por su cuenta y riesgo. La Resistencia lo único que hizo fue conseguirle una pistola.
Estaba claro que, por mucho que se lo repitiera, el mayor Hurley no iba a modificar lo que estaba escrito en sus archivos.
—Amelia Garayoa dejó Roma a comienzos de 1944. Por aquellos días se celebraba en Verona el proceso contra los que habían intentado derrocar a Mussolini. Los condenaron a todos a muerte, incluido su yerno, el conde Ciano. Sólo se salvó a Tullio Cianetti. El 17 de enero tuvo lugar la batalla de Montecassino. ¿Ha oído hablar alguna vez de esa batalla? El día 22, los aliados desembarcaron en las playas de Anzio, al sur de Roma. A ver… a ver… sí, aquí está, su bisabuela llegó a Atenas el 16 de enero, justo un día antes de lo de Montecassino. Nosotros supimos, a través de la Resistencia, de la ejecución del coronel Jürgens y ya no tuvimos dudas de que Amelia Garayoa estaba dispuesta a volver a la acción. De manera que en Atenas contactamos con ella.
—Así de fácil.
—¿Quién ha dicho que fuera fácil? —respondió, malhumorado, el mayor Hurley—. Joven, debería ser menos impaciente y escuchar, porque yo no tengo tiempo que perder.
Me callé, temiendo haber torcido el buen humor del mayor, que se dispuso a iniciar su relato.
El comandante Murray recibió un informe en el que se detallaba que Amelia Garayoa, que en aquellos momentos colaboraba con la Resistencia italiana, había ejecutado en Roma a un coronel de las SS. Murray se sorprendió de la acción de Amelia, porque aunque la habían entrenado para matar en caso de ser necesario, no creía que fuera capaz de hacerlo. El aspecto frágil de Amelia resultaba engañoso.
Murray decidió volver a solicitar la colaboración de la joven española. En Atenas podía ser muy útil colaborando con la Resistencia y suministrando informes sobre la situación de las tropas alemanas en las islas griegas.
El barón Von Schumann tomó dos habitaciones comunicadas en el hotel Gran Bretaña. Para nadie era un secreto que la señorita Garayoa era su amante, pero Schumann era demasiado caballero para hacer una exhibición grosera de su relación. El hotel Gran Bretaña está situado en el corazón de Atenas, muy cerca de la Acrópolis.
Amelia disfrutaba con la visita a las ruinas arqueológicas y lamentaba en silencio que la bandera nazi ondeara en la Acrópolis.
Max von Schumann dedicaba su tiempo a visitar los distintos batallones comprobando el estado de los heridos y las necesidades médicas. Luego redactaba larguísimos informes que enviaba a Berlín sabiendo que muy pocas de sus demandas se verían satisfechas.
Lo que no sospechaba Amelia, ni tampoco ninguno de los altos oficiales que se alojaban en el Gran Bretaña es que uno de los camareros que les atendía servilmente en el bar, era un agente británico.
Su nombre en clave era «Dion». Aún hoy sigue clasificado su verdadero nombre.
Dion hablaba perfectamente inglés y alemán. Su padre era griego y trabajó para la embajada británica. Allí conoció a una joven criada, la doncella personal de la mujer del embajador. Se enamoraron, se casaron y tuvieron un hijo. Cuando aquel embajador inglés fue cambiado de destino, la joven doncella se quedó con su marido en Atenas. Era una criada competente, de manera que encontró trabajo en casa de un historiador alemán que pasaba largas temporadas en Atenas. Debió de ser un buen hombre porque le permitía llevar a la casa al pequeño Dion, a quien en sus ratos libres se complacía enseñándole el alemán. Es así como Dion llegó a dominar unos idiomas tan necesarios para su profesión. Escuchaba las conversaciones que los huéspedes mantenían ante él sin dar señal de entenderles. Y ellos hablaban con la confianza de que nadie sabía qué decían.
Al poco de llegar Amelia y el barón, Dion envió en uno de sus informes una de las conversaciones que les escuchó.
—La guerra no va bien —le dijo Max a Amelia.
—¿Ganarán los aliados? —preguntó ella sin ocultar que ése era su deseo.
—¿No te das cuenta de lo que eso puede suponer?
—Sí, el fin del III Reich.
—Los británicos deberían empezar a preocuparse por los rusos. Nosotros somos sus aliados naturales contra Stalin. Tenemos que entendernos.
—¡Qué cosas dices! Ya sabes lo que pienso de Stalin, pero en esta guerra… al final ha tomado el camino correcto enfrentándose a Alemania.
—Quiere extender el comunismo a toda Europa, ¿es eso lo que quieres?
—Lo que no quiero es el III Reich, eso es lo que no quiero.
—Hay que pensar en el día de mañana. Hitler es sólo una circunstancia, lograremos deshacernos de él.
—¿Cuándo, Max? ¿Cuándo? Ni tú ni tus amigos os decidís a hacer algo para conseguirlo.
—¡No es verdad! Tú sabes que no es verdad. Pero no podemos dar un paso sin contar con el apoyo de ciertos generales o de lo contrario provocaríamos un desastre mayor.
—Y algunos de esos generales tienen miedo a comprometerse, y otros en cambio son nazis fanáticos; y mientras tanto, tú te preocupas por lo que en el futuro pueda hacer Stalin. ¿Sabes lo que te digo? Que con lo poco que me gusta Stalin ahora mismo, le considero una bendición.
—¡No digas eso, Amelia! No lo digas, por favor.
Una tarde, mientras aguardaba en el bar la llegada del barón Von Schumann, Dion se acercó a ella y solicitó atenderla.
—Un amigo suyo de Londres querría que fuera usted a visitar la catedral.
Amelia se puso nerviosa, pero enseguida se contuvo.
—¿Cómo dice? No sé de qué me habla.
—Confíe en mí. Le traigo noticias del comandante Murray.
Al oír aquel nombre, Amelia se tranquilizó.
—¿Cuándo debo ir? —preguntó al camarero.
—Mañana, a eso de las once.
—Usted…
—Ya hemos hablado bastante.
Al día siguiente, fue a visitar la catedral ortodoxa de Atenas. Caminaba despacio, observando a su alrededor. Los griegos se mostraban huraños con los ocupantes, y donde quiera que mirara sólo veía caras hostiles.
Muchos oficiales habían sido alojados en casas de atenienses que se habían visto obligados a convertirse en anfitriones de sus ocupantes.
Estaba contemplando los iconos de la catedral cuando sintió tras ella el aliento de un hombre.
—Buenos días, ¿le interesan nuestros iconos? —dijo alguien en inglés.
Se volvió y se encontró a un pope, un hombre alto, con barba negra y ojos brillantes, y el largo cabello recogido en una coleta.
—Buenos días. Sí, me sorprenden y me gustan, son muy distintos de las pinturas religiosas católicas.
—Éste es san Nicolás —dijo, señalando una de las imágenes—. Lo encontrará en todas nuestras iglesias. Y ése es un icono de san Jorge; pero fíjese en aquél, el de la Virgen y el niño, es una joya.
Apenas había gente en la catedral, salvo unas cuantas mujeres que se santiguaban antes de encender una vela y colocarla en una de las plataformas colocadas debajo de los iconos.
—Además del arte, ¿está interesada en la Justicia y en la Verdad? —le preguntó el pope con voz ronca.
Amelia procuró disimular la sorpresa que le había provocado la pregunta.
—Desde luego —respondió.
—Entonces, puede que tengamos amigos comunes.
—No lo sé —musitó ella.
—Acompáñeme y hablaremos.
Le siguió y salieron de la catedral. Hacía frío, pero el pope no parecía sentirlo. Amelia se estremeció.
—Colaboramos con amigos suyos de Londres, y sus amigos me preguntan si está interesada en volver a trabajar. El comandante Murray la felicita por lo de Roma.
—¿Lo de Roma? —Amelia se sobresaltó.
—Es el mensaje que le tenía que dar, no sé más.
—¿Quién es usted?
—Llámeme Yorgos. No nos gusta tener a los alemanes aquí. Los griegos siempre hemos luchado contra quienes nos han invadido. Pregúntele a Jerjes o a Darío por nosotros.
—¿Cómo dice?
El pope rio por haberla sorprendido.
—Derrotamos a los persas cuando eran un gran imperio. ¿Conoce lo que sucedió en las Termopilas? Un pequeño ejército al frente de un rey espartano, Leónidas, plantó cara a un ejército inmenso de persas. El rey persa mandó recado a Leónidas para que se rindiera, pero gracias a la negativa del espartano y a que aguantó aquella embestida, los griegos pudieron derrotarlo después en Salamina. No sobrevivió ningún espartano. Si nosotros no hubiéramos ganado en Maratón o sin el sacrificio de las Termopilas, hoy iría usted envuelta en un velo negro y rezaría mirando a la Meca.
—Veo que se siente orgulloso de ser griego.
—Occidente le debe a Grecia lo que es.
—No lo había pensado.
—Quizá es que no lo sabía. Y ahora dígame, ¿está dispuesta a volver a trabajar para sus amigos y para nosotros?
—Sí.
Amelia se sorprendió de la determinación con la que contestó a la pregunta. Quizá sabía que después de haber matado al coronel Jürgens había dado un paso hacia una dirección desconocida. Aún se preguntaba por qué no sentía ningún remordimiento, por qué el rostro de Jürgens no le atormentaba, y por qué tenía ganas de reír cuando recordaba cómo le había matado.
—Puede que no nos volvamos a ver, o puede que sí. Vaya mañana a Monastiraki; busque un pequeño café, que se llama Acrópolis; la estarán esperando.
—¿Quién?
—Un hombre, se llama Agamenón. Él le dará instrucciones. Ahora nos despediremos, yo gesticularé como si le estuviera indicando una dirección. Si necesita verme, venga a la catedral, suelo pasar algunas mañanas, aunque no siempre, pero no se le ocurra preguntar a nadie por mí.
—Pero… ¿es usted un pope de verdad?
—Un hombre que dedica su vida a Dios tiene que combatir al Diablo. Y ahora márchese.
Sintió una secreta alegría de que el comandante Murray no le guardara rencor por haber abandonado el servicio después de lo de Polonia. Ella le había asegurado a la señora Rodríguez, la agente de Murray en Madrid, que nunca más volvería a dedicarse a las labores de espionaje. Pero haber matado al coronel Jürgens le había infundido valor para continuar combatiendo en la sombra. Se decía a sí misma que no podía dejar de hacerlo ante la maldad que veía a su alrededor. Si recordaba lo sucedido en Polonia o el asesinato de Carla, entonces sentía una rabia profunda y deseaba matar a todos aquéllos que estaban sembrando el mal.
Aquella tarde el barón Von Schumann la encontró distraída, como si nada de lo que él le contaba la interesara realmente.
Amelia procuraba evitar mirar a Dion, pero no podía dejar de observarle de reojo. Era evidente que trabajaba para el comandante Murray. Y se rio de sí misma al darse cuenta de que el comandante nunca tuvo intención de dejarla ir: no sólo le había mandado en Madrid a la señora Rodríguez para saber cómo estaba, sino que sabía perfectamente los pasos que daba.
—Mañana iré a pasear por el Plaka —le anunció al barón.
—Siento no poder estar más tiempo contigo, pero mañana tengo que viajar a Salónica, estaré tres o cuatro días, ¿te las arreglarás sola?
—¡Claro que sí!
—Por favor, Amelia, sé discreta; después de lo de Roma, estoy seguro de que desconfían de ti.
—No tuve nada que ver con lo de Jürgens, la policía me dejó libre de toda sospecha.
—Pero ese amigo de Jürgens insiste en que el coronel tenía una cita contigo.
—¿Crees que yo me habría citado con ese hombre?
—No, no lo creo, pero…
—Eres tú quien tiene que confiar en mí.
—También tengo otra cosa que decirte… espero que no te enfades.
—¿Se trata de Ludovica?
—Sí… ¿Cómo lo sabes?
Amelia guardó silencio esperando que él hablara. No sentía celos de Ludovica, sabía que Max von Schumann la quería solo a ella.
—En cuanto ha sabido que estaba en Grecia ha decidido venir. Le he pedido que no lo haga, que no someta a mi hijo a los rigores de un viaje en tiempos de guerra, pero no sé si me hará caso.
—Tratándose de Ludovica, llegará en cualquier momento.
—Le he prometido que si no viene, iré a verles a Friedrich y a ella a Berlín.
—Extrañas a tu hijo, ¿verdad? Friedrich ya tiene tres años, ¿no?
—Casi cuatro, y apenas le he visto desde que nació, pero le quiero con toda mi alma, como tú al tuyo.
—Sí, no hay un solo día en que no me acuerde de Javier.
—No nos pongamos melancólicos, pero quiero que estés alerta por si aparece Ludovica.
—La última vez que la vi fue con Ulrich Jürgens en el vestíbulo del hotel de Varsovia. Hacían buenas migas.
—No pensemos en Ludovica. Hoy cenaremos fuera del hotel, ¿qué te parece?
Amelia sonrió para no preocuparle, pero hablar de los hijos, y recordar a Javier, la había entristecido.
No se atrevió a preguntar a Dion dónde se encontraba el café que el pope le había indicado. Sabía que no debía mostrar ninguna familiaridad con aquel hombre porque se pondrían en peligro los dos, de manera que salió del hotel con tiempo suficiente para ir caminando hasta el Plaka y dejar perder la mirada hacia el Partenón, que se dibujaba majestuoso en lo alto de la Acrópolis. La esvástica ondeaba en lo alto pese a que todos los días algún patriota griego emprendía la misión suicida de escalar la roca sagrada para intentar sustituirla por la bandera de Grecia. Alguno lo había conseguido, pagando su hazaña con la vida.
A Amelia le sorprendía tanto patriotismo en los griegos, y por un momento les envidió. Recordó con ira cómo, en España, Franco calificaba de antipatriotas a todos los que habían defendido la República, y se dijo que prefería ser antipatriota antes que una patriota a la manera como entendía Franco el patriotismo. Con estos pensamientos llegó hasta Monastiraki y callejeando, sin preguntar a nadie, encontró el viejo café.
Detrás de una barra minúscula atendía un hombre que en aquel momento estaba sirviendo un espeso café a un parroquiano. La miró sin mostrar ninguna curiosidad, y ella esperó a que terminara de servir el café.
—¿Éste es el café de Agamenón? —le preguntó cuando él quiso saber qué quería tomar.
—Sí.
—Un pope amigo mío me pidió que viniera aquí.
El hombre le hizo una seña para que le siguiera, y ella le siguió detrás del mostrador donde una cortina negra separaba en dos la pequeña estancia donde se apilaban cajas y botellas. Apenas cabían en el sitio.
—Sus amigos de Londres —dijo el hombre hablando en inglés— quieren que les envíe todos los documentos con los que pueda hacerse: planes, movimientos de tropas, cualquier cosa susceptible de ser de interés.
—¿Nada más?
—Eso es lo que quieren por ahora. Tenga, me han dado esto para usted. Es una microcámara. Y en este sobre tiene las claves para cifrar los mensajes. Tenga cuidado.
—¿Dónde he de hacer las entregas?
—Aquí sólo ha de venir en caso de que no pueda dárselo a Dion. También puede acercarse a la catedral, el pope suele ir de vez en cuando.
—¿Qué más quieren en Londres?
—Que colabore con nosotros. Dada su relación con ese alemán, puede sernos muy útil.
—De acuerdo.
—Puede que la necesitemos muy pronto para una operación.
—Vuélvase —le pidió al hombre.
Él obedeció y ella ocultó la cámara dentro de su sostén. Después se despidieron.
Cuando llegó al hotel, entró en la habitación de Max. Se comunicaba con la suya, de manera que no tuvo ningún problema para hacerlo. Rebuscó en su armario sin encontrar nada más que la ropa del barón; también miró en el escritorio, donde tampoco halló nada de interés. Tendría que esperar a que él regresara para fotografiar los documentos que llevara en la cartera. Ya lo había hecho en Varsovia. Pero como ansiaba comenzar a trabajar, escribió un resumen con todas las conversaciones que había tenido con el barón sobre la marcha de la guerra, con algunos datos que pensaba podían ser de interés estratégico para Londres. Ansiaba volver a sentirse útil.
Max la telefoneó desde Salónica y le anunció que se iría dos días a Berlín.
—Lo siento, pero me han ordenado presentarme en el Cuartel General. Al parecer no les gustan mis informes, dicen que soy pesimista. Supongo que tendré que edulcorar la realidad para no resultar incómodo. Procura conducirte con prudencia.
Empezaba a molestarle que Max le insistiera tanto en lo de ser prudente. Aunque no se lo podía reprochar. Él siempre la creía, jamás desconfiaba de ella pese a las evidencias.
Hasta que regresó el barón, Amelia dedicó su tiempo a familiarizarse con la ciudad. Andaba sin descanso, perdiéndose por las intrincadas calles de Atenas.
Una tarde, cuando regresaba de uno de sus paseos, el conserje la avisó de que el barón Von Schumann se encontraba en el bar del hotel con otros dos caballeros.
Amelia acudió de inmediato, le había echado de menos. Max conversaba alegremente con su ayudante el comandante Hans Henke y con otro oficial al que ella no conocía. Llevaba el uniforme de la Marina.
—¡Ah, querida, por fin estás aquí! —Max no ocultaba su satisfacción al verla—. Ya conoces a nuestro querido amigo el comandante Henke, pero permíteme que te presente al capitán de corbeta Karl Kleist.
El marino se cuadró ante ella y le besó la mano. Amelia no pudo por menos de reconocer que era un hombre muy atractivo.
—Tenía muchas ganas de conocerla, señorita Garayoa.
—El capitán Kleist nos ayudó mucho en Varsovia. Hizo lo imposible para… bueno, para que pudiéramos sacarte de Pawiak —dijo Max con cierta incomodidad.
—¡Nada de recordar cosas desagradables! ¡Estamos en Atenas! Disfrutemos del privilegio que supone contemplar el Partenón —interrumpió el capitán Kleist— y, por favor, llámeme Karl, espero que seamos amigos.
—Muchas gracias —respondió Amelia, sonriendo.
Enseguida volvieron a enfrascarse en la conversación que mantenían antes de la llegada de Amelia. Por lo que pudo colegir, el marino viajaba con cierta frecuencia a Sudamérica. En un momento determinado se refirió a un viaje reciente a España, concretamente a Bilbao, y ella no pudo dejar de mostrarse interesada.
—¿Conoce España?
—Sí, conozco su país y me gusta mucho. Su apellido es vasco, ¿verdad?
—Sí, mi padre era vasco.
—Tengo buenos amigos allí.
Amelia no preguntó nada más. Sabía que la mejor manera de obtener información era escuchar, dejar que los hombres se explayaran olvidándose de su presencia. Pero Kleist era un profesional demasiado avezado para cometer errores y confiar en una extraña, por mucho que ella estuviera en deuda con él por haber ayudado al barón Von Schumann a sacarla de Pawiak.
Tuvo que esperar a estar a solas con Max, en la intimidad de la noche, para conocer de manera más precisa las actividades del capitán Kleist.
—Es un buen soldado. No comparte lo que está pasando, él… bueno, él siempre se ha mostrado leal al almirante Canaris y al capitán Oster.
—Pero, como todos, obedece órdenes, ¿no es así?
—Ya hemos discutido sobre eso en otras ocasiones —respondió él con gesto cansado.
Amelia rectificó. Lo que menos le interesaba en ese momento era una discusión con Max. Necesitaba información.
—Tienes razón, perdóname. ¿Qué es lo que hace exactamente el capitán Kleist?
—¡Vamos, Amelia! ¡No puedo creerme que no te hayas dado cuenta!
—¿Trabaja para el servicio secreto?
—Tiene como misión conseguir materias primas desde Sudamérica sin las cuales a Alemania le costaría más librar esta guerra, platino, cinc, cobre, madera, mica…
—No sabía que Alemania necesitara cosas de Sudamérica, siempre pensé que aquellos países eran muy pobres.
—No, no son pobres, pero tienen la mala suerte de tener gobiernos corruptos. No creo que hayan salido ganando al haber dejado de ser colonias.
—Pues tendrán muchas materias primas como dices, pero para España las colonias suponían un gran coste —dijo Amelia por decir algo.
—Pues son ricos, Amelia, muy ricos. Tienen cobre, petróleo, piedras preciosas, madera, cinc, quinina, antimonio, platino, mica, cuarzo, incluso hígado.
—¿Hígado? No te entiendo…
—Precisamente le estaba pidiendo a Kleist que hiciera lo imposible por mandarnos más. ¿Nunca te lo he contado? Con extractos de hígado fabricamos un tónico, un vigorizante especial para las tropas de choque y los submarinistas. Quizá debería de traerte un frasco para ti.
—¡Qué asco! No me gustaría nada beber tónico de hígado.
—Sin embargo es un vigorizante muy efectivo, ¡ojalá pudiéramos disponer de los suficientes extractos de hígado para fabricar el tónico para todo el Ejército! Te aseguro que es muy eficaz para combatir el cansancio y dar fuerzas a los hombres.
—¿Y el platino? ¿Para qué queréis el platino? No puedo imaginar que en tiempos de guerra os preocupéis de suministrar platino a los joyeros. ¿Quién tiene dinero para comprar joyas ahora?
—El platino sirve para algo más que para hacer sortijas o collares —respondió Max riendo—. Se utiliza para fabricar ácido nítrico, para realizar calefactores, fabricación de fibras, vidrios ópticos… No voy a aburrirte con una lección de química sobre las propiedades del platino. Karl Kleist nos ha contado algo muy gracioso sobre el contrabando de platino. Algunos marineros que trabajan para nosotros en los mercantes españoles fabrican flejes, que son unas tiras de metal con las que refuerzan los cofres de madera, muebles y baúles. Pero en vez de metal utilizan platino, que después pintan de negro para disimularlo; de manera que cuando el barco pasa la inspección británica en Trinidad, nadie se da cuenta de que esos herrajes en realidad son de platino.
—¡Qué ingeniosos son mis compatriotas!
—Sí, sí que lo son.
—Y el capitán Kleist se dedica a organizar todo ese contrabando.
—Exacto, pero Kleist también ejerce como un afortunado hombre de negocios. Ha montado empresas en Sudamérica para garantizar el envío de estos suministros. Es un hombre muy valioso, muchas vidas dependen de él.
De repente Max se quedó en silencio y se plantó delante de Amelia, mirándola con cierta turbación.
—¿Qué pasa, Max? ¿Por qué me miras así?
—Quiero que… te pido que no me mientas…
—¿Mentirte? ¿Por qué habría de hacerlo? No sé qué quieres decir…
—¿Sigues teniendo contacto con… con… los británicos?
—¡Por Dios, Max! Sabes que mi contacto con los británicos se debía a mi relación con Albert James, y lo único que hice fue trasladarles las inquietudes del grupo del que formabas parte antes de la guerra. Y por si quieres saberlo, no he vuelto a ver a Albert James.
—Tenías buena relación con lord Paul, y él es un hombre clave en el Almirantazgo.
—Me sorprendes, Max. Un hombre inteligente como tú debería saber que la confianza de lord Paul en mí estaba basada en mi relación con Albert. En todo caso tu desconfianza me ofende.
Amelia se dio la vuelta esperando haberse mostrado convincente. Le costaba mentir a Max von Schumann porque estaba enamorada de él, y si actuaba a sus espaldas era por su convencimiento de que Max anhelaba lo mismo que ella, el fin de la guerra, la derrota del III Reich y una Europa nueva en la que los aliados derrocarían a Franco y en España volvería a instaurarse la República. Se dijo que le engañaba por su bien, como si de un niño se tratara. Max se atenía con rigidez a su código de honor, y por más que despreciara a Hitler, jamás haría nada que pudiera suponer una herida para Alemania. Ella no pensaba como él: traicionaría mil veces aquella España de Franco si con ello pudiera acabar con el dictador. Era su manera de entender la lealtad a su país y a las ideas que habían llevado a su padre al paredón.
—Lo siento, Amelia, no he querido ofenderte.
—Nunca he trabajado para los británicos, Max, nunca. Fui una simple recadera, aprovechando mi relación con Albert para ayudaros a ti y a tus amigos en los meses previos a la guerra. Incluso tú fuiste a Inglaterra a entrevistarte con lord Paul. No tienes nada que reprocharme.
Él la abrazó y le pidió perdón. Estaba tan profundamente enamorado de ella que era incapaz de leer la mentira en los ojos de Amelia.
En los días sucesivos, Amelia fue obteniendo más información provocando conversaciones con Max, incluso con su ayudante el comandante Hans Henke, que parecía admirar profundamente al capitán Karl Kleist, quien había dejado Grecia para trasladarse a España, y contaba con numerosos colaboradores entre los marineros de los mercantes españoles.
—¿Y los españoles se prestan a colaborar abiertamente con… con el espionaje alemán? —le preguntó con cierta ingenuidad.
—Muchos lo hacen por dinero; otros, por afinidad ideológica alimentada con una buena retribución. No creas que es fácil; entre la tripulación de los mercantes españoles hay muchos vascos que trabajan para su lehendakari Aguirre, que está exiliado en Nueva York.
—¿Y qué hacen esos marineros que trabajan para Aguirre?
—Lo mismo que los otros: espiar, pasar información a los aliados sobre la carga del barco, los pasajeros, y señalar a los miembros de la tripulación que creen que trabajan para nosotros; cualquier cosa que pueda resultar de interés.
—De manera que los mercantes españoles son un nido de espías —resumió Amelia.
—Más o menos.
—Y los marineros vascos trabajan para el lehendakari Aguirre.
—No todos, otros lo hacen para nosotros. Vuestro lehendakari ha puesto el servicio de información de su partido, el PNV, a las órdenes de los aliados con la esperanza de que, si ganan la guerra, se lo paguen reconociendo la independencia del País Vasco.
A través de Dion, Amelia envió varios informes a Londres. No le resultaba fácil entregárselos puesto que el hotel Gran Bretaña alojaba a todo el Estado Mayor alemán. En una ocasión en que Dion faltó a su trabajo durante tres días a causa de una gripe, no tuvo más remedio que acudir a la catedral en busca del pope que se hacía llamar Yorgos. El primer día no tuvo suerte, pero al segundo pudo entregarle un extenso informe además de fotos de documentos referentes a la situación de las tropas alemanas en Creta que obraban en poder de Max.
Para lo que no estaba preparada era para el nuevo encargo que había ideado el comandante Murray.
Dion le comunicó que debía reunirse inmediatamente con Agamenón: Londres había enviado instrucciones precisas para ella.
No había vuelto por la Acrópolis; el propio Agamenón le había recomendado que no lo hiciera salvo que fuera estrictamente necesario, pero al parecer la ocasión había llegado.
Hacía frío y lloviznaba, de manera que se enfundó en el abrigo y se cubrió la cabeza con un pañuelo.
—¿Va a salir, señorita? —se interesó el portero del hotel—. ¿Con este tiempo?
—Estoy harta de ver caer la lluvia a través del cristal de mi ventana. Un paseo me vendrá bien.
—Se mojará… —insistió el portero.
—No se preocupe, no me pasará nada.
No fue directamente hacia Monastiraki, sino que paseó sin rumbo por Atenas por si alguien la seguía. Cuando estuvo segura de que nadie lo hacía, encaminó sus pasos hacia el Plaka y bajó por sus callejuelas hasta llegar a Monastiraki. Llovía con intensidad, de manera que a nadie le sorprendería verla buscar refugio en aquel cafetucho minúsculo.
Agamenón estaba tras la barra y la miró sin dar muestras de conocerla. Un par de hombres estaban sentados en una de las mesas jugando al backgamon, y otro que se apoyaba en la barra parecía ensimismado bebiendo un vaso de ouzo, el anís local.
—¿Qué desea? —preguntó Agamenón.
—Un café me vendrá bien, está lloviendo con fuerza y me he empapado.
—Hay días en que es mejor no salir de casa, y éste es uno de esos días —respondió Agamenón.
Amelia bebió el café y aguardó a que el camarero hiciera alguna señal para hablar con ella. Pero el hombre parecía enfrascado en alinear vasos y tazas detrás de la barra y no le prestó atención.
—Parece que está dejando de llover —dijo Amelia al tiempo que pagaba el café.
—Sí, pero hará bien en irse a su casa, volverá a llover —respondió el hombre.
Ella salió sin pedirle ninguna explicación. Si Agamenón no había dado señales de conocerla sería por una buena razón. Regresó al hotel y encontró a Max malhumorado.
—Tengo que ir a Creta.
—¿Cuándo? —preguntó Amelia con cara de contrariedad—. ¿Podré ir yo? —añadió.
—Aún no lo sé, pero no es conveniente que me acompañes. La Resistencia griega nos está ganando la partida. Hay muchas bajas. Además reciben el apoyo de los ingleses; les envían armas y cuanto necesitan. Las cosas no van bien.
—Me gustaría tanto ir a Creta… —Amelia compuso la mejor de sus sonrisas y se mostró zalamera.
—Y a mí me gustaría que pudieras acompañarme, pero no sé si obtendré permiso, ya veremos. Quizá, quien sí me acompañará será el capitán Kleist.
—¿Kleist? ¿No me dijiste que estaba en España?
—Pero puede que regrese en unos días a Atenas. Es un experto en información naval y el Alto Mando le requiere en Creta. Parece imposible, pero los submarinos británicos se acercan a las costas cretenses con total impunidad.
Amelia le escuchó paciente sin dejar de pensar en por qué Agamenón no había dado muestras de conocerla. No fue hasta el día siguiente cuando Dion, murmurando entre dientes, le dio una explicación.
—Uno de los hombres que estaba en el bar era un alemán.
—¿Sospechan de Agamenón?
—Quién sabe si de usted. Debemos tener cuidado. Tiene que ir mañana a una ceremonia religiosa que se celebra en la catedral; habrá mucha gente, y allí se encontrará con el pope, él le transmitirá las órdenes de Londres.
—¿Y por qué no usted?
—Cada cual cumple con su papel. Usted cumpla con el suyo.
Max se mostró extrañado cuando Amelia le dijo que se iba a acercar a la catedral.
—¿Otra vez? ¿Es que piensas convertirte?
—¿Convertirme?
—Sí, dejar el catolicismo y hacerte ortodoxa.
—¡Claro que no! Pero te confieso que me fascinan sus ceremonias, el olor intenso a incienso, los iconos… no sé, me siento bien en sus iglesias.
—Sé prudente, Amelia, ha llegado a Atenas alguien que no te quiere bien.
Amelia se sobresaltó aunque procuró no mostrar ningún nerviosismo.
—¿A mí? ¿Por qué? No sé quién puede ser…
—Es el coronel Winkler, un oficial de las SS, era amigo del coronel Ulrich Jürgens. Aún sigue convencido de que tuviste algo que ver con el asesinato de Jürgens.
—Tú mismo me contaste que los partisanos italianos reivindicaron la acción, y como bien sabes, en Roma no me codeaba con los partisanos —dijo en tono de broma.
—Winkler cree que fuiste la mujer que asesinó a Jürgens y nadie le convencerá de lo contrario.
—¿Desde cuándo está en Atenas?
—Desde hace unos días, pero yo no lo he sabido hasta ayer.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No quería preocuparte, aunque en realidad deberíamos preocuparnos los dos. He tenido algún enfrentamiento con las SS a causa de su escasa colaboración en algunos asuntos que tienen que ver con la intendencia, en este caso, con los suministros médicos que necesitan nuestros hombres. Los confiscan para ellos. No permiten que nuestros médicos den medicinas a los prisioneros. Procuremos pasar desapercibidos, te lo ruego, por tu bien y por el mío.
—No creo que ir a la catedral pueda comprometernos. ¿Qué mal hay en eso?
—Ten cuidado, Amelia, cualquier excusa le servirá a Winkler para mandar que te arresten.
Se marchó preocupada y asustada por lo que acababa de oír. ¿Acaso era Winkler quien estaba en el café? ¿La había mandado seguir?
Cuando llegó a la catedral encontró tanta gente que le costó abrirse paso al interior. Se preguntó si Winkler habría enviado tras ella a alguno de sus hombres. Se refugió detrás de una columna y esperó a que fuera el pope Yorgos quien la buscara. Un grupo de mujeres intentaba hacerse un lugar donde ella estaba, se sintió así mucho más segura. Concentradas y ensimismadas, rezaban con gran devoción. ¿Habría alguna traidora? Descartó de inmediato la idea al recordar lo que le había dicho el pope el día en que se conocieron: los griegos siempre vencen a los invasores por fuertes y poderosos que éstos sean.
La ceremonia transcurría sin que ella prestara atención. Se sentía mareada por el olor a incienso. No supo cómo, pero de repente se encontró con el pope a su lado.
—No tenemos mucho tiempo, aunque estas buenas almas nos están cubriendo —dijo señalando a las mujeres que formaban piña a su alrededor.
—¿Qué sucede?
—Londres quiere al capitán Kleist.
—¿Que lo quiere? No le entiendo.
—Sí, quieren hacerse con el capitán Kleist y usted debe ayudarles.
—Pero ¿cómo?
—Él la conoce y confiará en usted. Servirá de gancho para que nuestros amigos británicos puedan hacerse con él. Es un hombre inteligente y desconfiado, sabe demasiado, de manera que no sólo cuida de su seguridad sino que la Abwehr también cuida de él. Tendrá que ir a España.
—¿A España? Pero… ¿qué excusa voy a dar?
—Tiene allí a su familia, ¿no? Pues ya tiene una excusa. Será más fácil hacerlo allí que aquí. Pero es preciso actuar con rapidez; al parecer, el capitán va a regresar a Grecia, le quieren en Creta. Los alemanes están sufriendo muchas bajas en la isla y no son capaces de acabar con los submarinos y los barcos que transportan armas a la Resistencia.
—¿Cuándo tendría que ir?
—A ser posible, mañana. Pídaselo al barón, él lo podrá arreglar.
Esperó a que terminara la ceremonia, aunque mucho antes el pope ya había desaparecido de su lado con el mismo sigilo con que había llegado.
Regresó caminando, pensando en cómo pedirle a Max que la enviara a Madrid. No tardó en darse cuenta de que un hombre la seguía, pero pudo llegar al hotel sin más complicaciones.
—Le he estado dando vueltas a lo que me has dicho de ese coronel Winkler y me ha entrado miedo —le dijo a Max nada más llegar.
—¿Miedo? No sabía que tú tuvieras miedo —respondió, bromeando.
—Max, he pensado en irme a España. Déjame ir un par de semanas, veré a mi familia y a lo mejor ese Winkler se olvida de mí. Puede que esté confundida, pero creo que me han seguido a la catedral; desde luego, durante el camino de vuelta un hombre lo ha hecho hasta las mismas escaleras del hotel.
Max, no pudo evitar un gesto de preocupación. Temía a Winkler. No había sido fácil salvarla de él en Roma, y seguramente desearía vengarse.
—Me cuesta mucho separarme de ti, Amelia. Eres todo cuanto tengo.
—Si prefieres que me quede…
—No, tienes razón, quizá sea mejor que te vayas durante algún tiempo. Pero prométeme que regresarás pronto.
—Sólo estaré unos días en Madrid, yo tampoco quiero estar lejos de ti.
—De acuerdo.
A ella le sorprendía la facilidad con la que el barón von Schumann accedía a lo que le pedía, y su fe en ella.
Él lo arregló todo y tres días más tarde Amelia dejó Atenas para regresar a Madrid en un avión que hizo escala en Roma y en Barcelona.
Por el informe que ella misma envió a Londres al término de la operación, sabemos que fue a su casa. Era su coartada para justificar la estancia en Madrid. Pero el mismo día de su llegada se puso en contacto con la señora Rodríguez, que era quien tenía las órdenes de cómo llevar a cabo la operación.
Amparito, la doncella de la señora Rodríguez, se sorprendió al verla al abrir la puerta.
—La señora ya no recibe hoy, está descansando —le soltó como buena cancerbera.
—Siento presentarme sin avisar, pero estoy segura de que la señora me recibirá. Estoy de paso por Madrid y no he querido dejar de venir a saludarla.
La doncella dudó unos segundos antes de flanquearle el paso y conducirla hasta el salón.
—Espere aquí —le ordenó.
La señora Rodríguez salió de inmediato.
—¡Qué alegría verla, querida Amelia!
Hablaron de generalidades hasta que Amparito las dejó a solas después de servir dos tazas de té y unas pastas.
—¿Le han dicho en qué consiste la misión?
—Sólo que en Londres quieren al capitán Kleist.
—Por lo que sé, ese hombre hizo gestiones para lograr que la sacaran de Pawiak. ¿Le supone algún problema?
—No, aunque me gustaría que no sufriera ningún daño.
—Creemos que es «Albatros», el mejor espía alemán en Sudamérica. Llevamos dos años tras él. No sabíamos quién era. Utiliza nombres distintos. Es un espía muy competente.
—¿Qué van a hacer con él?
—Interrogarle, conseguir toda la información que podamos y nada más.
—¿Nada más?
—Está en Madrid. Naturalmente no va solo a ninguna parte; se cubre las espaldas y se las cubren, siempre le acompañan dos hombres.
—Pensaba que aquí los alemanes estaban tranquilos.
—España es oficialmente neutral, pero a nadie se le escapa que es un país aliado de Hitler, y precisamente parte del éxito de las actividades del capitán Kleist se debe a esa colaboración de los españoles con los alemanes.
—¿Qué es lo que Kleist hace exactamente?
—Usted ya lo sabe, dirige una red de informadores en Sudamérica. Tiene hombres en todas partes: Venezuela, Argentina, Perú, México… Pero no sólo eso, también ha puesto en marcha diversas sociedades de importación y exportación de materiales que son vitales para Alemania. Y tiene espías en todos los barcos mercantes españoles y portugueses; marineros que de buena gana colaboran con el III Reich: unos porque son franquistas convencidos y otros simplemente por dinero. En realidad nosotros hacemos lo mismo. Contamos con la colaboración de marineros, sobre todo vascos, que nos aportan información de lo que transportan los buques mercantes, y si también hay algún pasajero especial. Usted misma lo contó en sus informes.
—Se espían los unos a los otros, y ambos lados lo saben —concluyó Amelia.
—Así es, es como un partido en el que ambos equipos juegan a marcarse tantos. Muchos de estos barcos españoles transportan materiales muy valiosos que son recogidos en alta mar por submarinos alemanes. El capitán Kleist ha reclutado personalmente a todos sus hombres. Conoce nombres, códigos, cuentas bancarias…
—¿Y por qué no han intentado secuestrarlo antes? Porque de eso se trata, ¿verdad?
—No es fácil acercarse a él, es un profesional, no se fía de nadie.
—Pero ¿qué puedo hacer?
—Se encontrará casualmente con él.
—¿No se extrañará?
—¿Por qué? Usted es española, su familia vive en Madrid, ha venido a verles, no hay nada extraño en ello.
—Pero ¿qué he de hacer? —insistió Amelia.
—Lograr que confíe en usted, ofrézcase a ser su guía, a enseñarle lo que no conoce de Madrid, coquetee con él, es un hombre muy atractivo y usted también lo es.
—Él es amigo del barón Von Schumann y yo tengo una relación seria con Max —respondió Amelia con incomodidad.
—Sólo he dicho que flirtee con él, nada más. Y ahora hablemos de los detalles de la operación.
Durante dos horas la señora Rodríguez detalló a Amelia los pasos que debía dar hasta que ella memorizó todos los detalles. Después se despidieron.
—Cuando termine la misión, regresará usted a Atenas. —Sonó más a una orden que a una sugerencia.
—Eso espero —dijo Amelia, suspirando.
—Entonces más vale despedirnos ahora, puede que no volvamos a vernos en mucho tiempo. Cuídese.
Su regreso a Madrid en marzo de 1944 había llenado de alegría a la familia, que ya no se sorprendía por sus repentinas apariciones y desapariciones.
Al día siguiente de su reunión con la señora Rodríguez salió a caminar acompañada por su prima Laura y su hermana Antonietta. Las había convencido para salir a merendar y dar un paseo por una ciudad que parecía querer despertarse a la primavera.
Las tres jóvenes charlaban animadamente y parecían ajenas a todo lo que no fueran ellas mismas. Ni siquiera prestaron atención a que unos metros más adelante una bandera con la esvástica anunciaba la presencia de la embajada alemana. Amelia miró distraídamente su reloj antes de responder a un comentario de su hermana.
Unos hombres salían de la embajada y uno de ellos las miró con curiosidad. Ellas parecieron no darse cuenta. De repente, uno de los hombres avanzó hacia donde estaban las jóvenes.
—¡Amelia!
Ésta le miró sorprendida, parecía no reconocer a aquel hombre enfundado en un traje y un abrigo gris y con el cabello cubierto por un sombrero del mismo color. Él se acercó con paso rápido seguido por otros dos hombres.
—¡Cuánto me alegro de verla! Pero ¿qué hace aquí? La creía en Atenas.
Ella pareció dudar, como si intentara buscar en su memoria quién era aquel hombre que le hablaba con tanta familiaridad, y él, quitándose el sombrero, se echó a reír.
—¿No me reconoce?
—¡Kleist! Lo siento, capitán, no le había reconocido —respondió con timidez.
—Claro, vestido de civil… supongo que cuesta reconocerme. Pero dígame ¿qué hace aquí?
—Estoy con mi familia, permítame que le presente a mi prima Laura y a mi hermana Antonietta.
—No sabía que iba a viajar a España.
—Bueno, lo hago cuando puedo.
Se quedaron unos segundos en silencio sin saber qué decir. Luego él recuperó la iniciativa.
—¿Puedo invitarla a dar un paseo y a merendar cualquier tarde que esté disponible?
Ella pareció dudar, luego sonrió.
—Mejor venga a visitarnos, le presentaré al resto de la familia.
—¡Estupendo! ¿Cuándo puedo ir?
—¿Mañana? Si puede, le esperamos a las seis.
—Allí estaré.
Se despidieron, y cuando comenzaron a caminar, él pudo escuchar el comentario de la prima de Amelia:
—No ha sido buena idea el invitarle, sabes que papá no soporta a los nazis.
A las seis de la tarde del día siguiente, Edurne, la criada de la familia, abrió la puerta de la casa y se encontró a un joven alto y muy atractivo que preguntaba por la señorita Amelia Garayoa.
—Pase, le están esperando.
—No, prefiero quedarme aquí, dígaselo a la señorita.
Amelia salió seguida de su tía, doña Elena, y de su prima Laura, además de su hermana Antonietta.
—Karl, pase, le estábamos esperando. Le presento a mi tía.
El hombre besó galantemente la mano de doña Elena y le entregó un paquete envuelto en papel de una conocida confitería.
—¡No tenía que haberse molestado! —dijo doña Elena.
—No es molestia, es un honor conocerla. Pero no quiero importunarles, de manera que, con su permiso, me gustaría dar un paseo con Amelia. No tardaré mucho en devolvérsela. ¿Le parece bien a las ocho?
Doña Elena insistió cortésmente en que aceptara una taza de té, pero él declinó el ofrecimiento.
Cuando salieron a la calle, Amelia le preguntó por qué había rechazado la hospitalidad de su tía.
—Perdona, pero no pude evitar escuchar el comentario de tu prima. En vuestra casa no tenéis simpatía a los alemanes.
—Lo siento, no sabía que habías escuchado a Laura.
—Yo creo que lo dijo con intención de que la escuchara —respondió con aparente enfado.
—A mi padre lo fusilaron los fascistas. Mi tío Armando estuvo en la cárcel y se salvó de milagro.
—No te disculpes, lo entiendo. No sé cómo pensaría yo si hubieran fusilado a mi padre.
—Mi familia nunca fue fascista, somos republicanos. Así me educaron.
—Cuesta entender tu relación con Max… él es un oficial alemán.
—¿Por qué? Nos conocimos en Buenos Aires, luego nos encontramos en Londres, más tarde en Berlín… y… yo confío en Max, sé cómo es, y lo que piensa.
—Aun así, es un oficial, que debe su lealtad a Alemania.
—Lo mismo que tú.
—Así es.
—Yo nunca he engañado a Max sobre lo que pienso, él conoce a mi familia, sabe por lo que hemos pasado.
—No te juzgo, Amelia, no te juzgo. En Alemania hay muchas personas que no comparten las ideas del nazismo.
—¿Muchas? Entonces por qué han permitido… —Se calló temiendo incomodarle. Max le había asegurado que Kleist no era partidario del nazismo y que obedecía como oficial, pero ¿sería cierto?
—No tengas miedo, no tengo intención de perjudicarte. Ya te ayudé en el pasado sin conocerte. Hiciste algo muy arriesgado ayudando a esos polacos que entraban furtivamente en el gueto.
—Cuando era pequeña mi mejor amiga era judía, su padre era socio de mi padre. Desaparecieron.
—No vas a escandalizarme por decirme que eres amiga de los judíos. Yo no tengo nada contra ellos.
—Entonces, ¿por qué habéis permitido que les quiten cuanto tienen y que los lleven a campos de trabajo, o que tengan que ir con esas estrellas cosidas en la ropa? ¿Por qué de repente han dejado de ser alemanes y no tienen ningún derecho?
Karl Kleist admiró el valor de Amelia para decirle eso a él, que era un oficial alemán. O bien era una ingenua, o bien Max había logrado convencerla para que confiara en él. En todo caso, su actitud le pareció imprudente.
—No deberías hablar así con desconocidos; no sabes quién puede estar escuchando, ni las consecuencias que eso te puede traer.
Ella le miró asustada y a él le conmovió su mirada desvalida y desvió la conversación a otros asuntos menos comprometidos.
La invitó a un chocolate y fue en ese momento cuando Amelia se dio cuenta de la presencia de aquellos hombres que eran los mismos que acompañaban a Kleist cuando le encontró delante de la embajada.
—Esos hombres… —dijo, señalándoles.
—Son buenos amigos.
—¡No tendrás miedo de los españoles! Franco se precia de que con él nuestro país es seguro. En realidad nadie se atreve a hacer nada por temor a las consecuencias. No creo que nadie intente robarte. Aunque seas extranjero.
—Nunca está de más tener cuidado.
Ella no insistió para evitar hacerle sentirse incómodo. Poco antes de las ocho Kleist la dejó en el portal de su casa.
—Me ha alegrado mucho verte.
—A mí también.
Karl Kleist pareció dudar; después, sonriendo, la invitó a almorzar dos días más tarde.