Me fui a Roma sin avisar a Francesca, dando por sentado que se alegraría al verme. La llamé nada más llegar al hotel.
—Cara!, ¡estoy en Roma! ¿Qué te parece si te invito a cenar esta noche?
—Pero, bueno, ¿se puede saber qué haces aquí?
—He venido a verte… bueno, y a que me ayudes con la investigación sobre mi bisabuela. Ya te contaré esta noche. Al parecer Amelia Garayoa vino a Roma en el otoño de 1943 a encontrarse con tu diva, con Carla Alessandrini. Seguro que me puedes echar una mano. Pero ya hablaremos de los detalles durante la cena. ¿Te apetece que vayamos al Il Bolognese?
—Lo siento, Guillermo, pero no puedo cenar contigo, tengo un compromiso.
—¡Vaya, sí que es mala suerte! Bueno, ¿almorzamos mañana?
—No… tampoco puedo. Mejor que me expliques que es lo que buscas para ponerme con ello, y si encuentro algo te llamo, ¿dónde te alojas?
—Muy cerca de tu casa, en el hotel d’Inghilterra. Lo que quiero saber es si Amelia estuvo con Carla aquí, en Roma, en el invierno del cuarenta y tres.
—Te llamaré —y colgó el teléfono.
Me llevé un buen chasco. La verdad es que no contaba con aquella manifestación de indiferencia por parte de Francesca. Estaba seguro de que habíamos congeniado y, sobre todo, de que lo habíamos pasado bien en las dos ocasiones en que nos habíamos visto; y de repente se mostraba esquiva, incluso antipática. Estaba desconcertado.
Durante dos días me dediqué a vagabundear por Roma, decidido a no llamarla. Quería que se enterara de que no pensaba seguirla como un perro faldero. Pero terminé poniéndome nervioso y al tercer día decidí que no podía seguir perdiendo el tiempo.
—Francesca, cara, ¿te has olvidado de mí? —le dije con mi mejor tono de voz.
—¡Ah, eres tú! Precisamente pensaba llamarte para que vinieras a cenar esta noche a casa.
—¡Estupendo! No imaginas las ganas que tengo de verte. Yo llevaré el vino, ¿te parece bien?
—Sí, trae lo que quieras. Ven a las nueve.
¡Menudo peso me quité de encima! No es que Francesca hubiera estado cariñosa, pero al menos me invitaba a cenar a su precioso ático, de manera que no me podía quejar. Me convencí de que seguramente estaba pasando por algún bache profesional y la preocupación hacía que no estuviera de tan buen humor como en las ocasiones anteriores. Nada mejor que una buena cena y un buen vino para arreglar las cosas.
Salí de inmediato del hotel en busca de una vinoteca donde adquirir una botella del mejor Barolo. Tan animado estaba que decidí llevar también un pastel de postre.
Cuando llegué a casa de Francesca, la encontré un poco distante. Me abrió la puerta y apenas me permitió que le diera un beso en la mejilla.
—No sabes cuántas ganas tenía de verte —le dije con mi voz más seductora.
—Pasa y siéntate, así puedo ir explicándote algunas cosas antes de cenar.
—Bueno, no tenemos prisa.
—Depende de para qué.
—Si quieres, primero podemos cenar y luego hablamos —le propuse yo.
—No, tenemos que esperar a Paolo; hasta que él no venga no podemos cenar.
—¿Paolo? ¿Quién es Paolo?
—¿No te lo he dicho?
—Pues no —respondí mosqueado.
—¡Qué raro! Juraría que te dije que venía Paolo.
—Bueno, pero ¿quién es Paolo? —insistí.
—Paolo Plattini es una autoridad en todo lo referente a la Segunda Guerra Mundial en Italia. No hay nada que él no sepa. Lleva años trabajando con archivos y documentos clasificados. No imaginas cuánto me está ayudando. Y a ti también. Porque si no fuera por él, difícilmente podrías saber lo que vas a saber sobre la estancia de Amelia en Roma a finales de 1943.
Sonó el timbre y Paolo entró directamente en el apartamento de Francesca.
—¡Hola a todos! —dijo mientras se acercaba a Francesca y le daba un beso en los labios. Luego me tendió la mano con la mejor de sus sonrisas.
Nada más verle, me dije a mí mismo que no sería yo quien aquella madrugada viera amanecer contemplando la piazza di Spagna.
Para mi desgracia, Paolo Plattini resultó ser un tipo encantador. Uno de esos romanos extrovertidos con gran capacidad de comunicación, lo que le convertía de inmediato en el centro de atención. Era demasiado listo y atractivo como para competir con él, y además tenía esa edad madura que a muchas mujeres les hace perder la cabeza. Me rendí al instante diciendo mentalmente adiós a Francesca.
—No sé si lo sabe, pero hay un libro de memorias de un partisano que se editó a los pocos años de terminar la guerra en el que trata sobre su bisabuela. En realidad es la fuente de información más fiable y directa sobre las peripecias de Amelia Garayoa en Italia, porque se trata de una persona que la conoció y tuvo una relación estrecha con ella. Se llamaba Mateo Marchetti y era el profesor de canto de Carla Alessandrini, un viejo comunista al que la diva reverenciaba.
—No tenía ni idea de que existiera ese libro —respondí, interesado.
—No es de extrañar, fue una edición muy reducida, vamos, que no se editaron más de dos mil ejemplares. En realidad fue un favor que el dueño de una pequeña editorial, comunista también, le hizo a Marchetti. El libro pasó sin pena ni gloria, pero tiene cierto valor histórico. En realidad yo me acordé de este librito cuando Francesca me dijo que le costaba encontrar documentación sobre Carla Alessandrini durante la guerra. ¿Puede usted leer en italiano? —me dijo al tiempo que me entregaba un viejo libro editado en rústica.
—Puedo intentarlo.
—Bien, creo que le servirá. En cualquier caso, si quiere grabar o si toma notas, creo que puedo reconstruir con bastante fidelidad algunas de las cosas que hizo su bisabuela cuando llegó a Roma en el invierno de 1943.
Paolo empezó a hablar y he de confesar que no abrí la boca hasta que terminó.
Amelia llegó a Roma acompañada por un coronel del Ejército alemán, el barón Von Schumann, a quien Carla había conocido años atrás en Berlín. Según cuenta Marchetti, Von Schumann no era partidario de Hitler, pero, como buen prusiano, obedecía órdenes sin rechistar.
El coronel Von Schumann se alojó en el Excelsior, un hotel muy elegante, y acompañó a Amelia hasta la casa de Carla Alessandrini. La diva no le habría perdonado a Amelia que se alojara en ningún otro lugar. Carla le había pedido en reiteradas ocasiones que fuera a verla, ya sabe que la quería como a una hija. Pero Amelia y el barón se llevaron una sorpresa cuando, en vez de a Carla, a quien se encontraron fue a su desolado esposo, Vittorio Leonardi.
—¡Amelia, qué alegría que estés aquí! —le dijo abrazándola.
Luego saludó cortésmente, pero con frialdad, al barón Von Schumann, lo que extrañó a Amelia. Vittorio había conocido también al barón en Berlín y habían compartido varias veladas, y aquella frialdad no se correspondía con la pasada relación. Amelia notaba el nerviosismo de Vittorio sin entender el porqué de su hostilidad hacia Max von Schumann. Ni siquiera le invitó a pasar. Von Schumann se despidió. Tenía que presentarse ante sus superiores. En cuanto Amelia y Vittorio se quedaron a solas, ella le preguntó:
—Vittorio, ¿qué sucede? ¿Dónde está Carla?
—Está detenida.
—¿Detenida? Pero ¿por qué motivo? —preguntó Amelia, alarmada.
—Por colaborar con los partisanos. En realidad la culpa es mía.
—¡Dios mío! ¡Cuéntame todo lo que ha pasado!
—La tienen los de las SS.
—¡Pero por qué!
—Ya te lo he dicho, Carla colabora con la Resistencia y creo que… bueno, creo que también mantenía relaciones secretas con los aliados.
—¿Y tú?
—Yo soy el culpable de todo por habérselo permitido. Incluso nos enfadamos, pero ya sabes la influencia que tiene sobre ella su profesor de canto, Mateo Marchetti. Carla siempre ha ayudado a los amigos de Marchetti, en realidad estuvo contra Mussolini desde el mismo día en el que llegó al Gobierno de Italia y, como bien sabes, nunca se recató de demostrarlo. Pero era la gran Carla Alessandrini, y todo el mundo hacía la vista gorda, como si su oposición fuera una excentricidad. Sin embargo, la colaboración de Carla con los partisanos fue gradualmente en aumento. Nuestra casa de Milán se convirtió en el refugio de los fugitivos, y otro tanto ocurrió aquí en Roma. Luego empezó a ayudar a sacar gente a través de la frontera, gente que iba a ser detenida por la policía o por las SS. Gente que Marchetti le pedía a Carla que salvara. Y no solamente él, también ese cura alemán amigo tuyo, el padre Müller. No sabes cuántas veces ha venido hasta aquí suplicando que ayudáramos a escapar a alguna familia judía.
—¿El padre Müller sigue aquí? —preguntó Amelia, sorprendida.
—Sí, vive en el Vaticano, y está con ellos.
—¿Con quién?
—Con los partisanos, colabora con los partisanos. Carla le puso en contacto con Mateo Marchetti. El padre Müller es un funcionario menor de la Secretaría de Estado, y no me preguntes cómo lo hace, pero el caso es que de vez en cuando roba pasaportes vaticanos para sacar a alguna gente.
—Aún no me has dicho por qué detuvieron a Carla.
—Yo no estaba aquí. Nos habíamos peleado por primera vez en todo el tiempo que llevamos juntos. Tenía miedo de lo que le pudiera suceder porque, sin importarle las consecuencias, cada día se volvía más audaz. Se arriesgaba mucho. Yo intentaba hacerla entrar en razón, que entendiera que no debía exponerse tanto, pero no me escuchaba. Ya apenas ensayaba, parecía haber perdido todo interés por cantar, por lo que había sido la razón de su vida, por lo que hasta entonces lo había sacrificado todo. Sólo vivía para reunirse con Mateo Marchetti, para cruzar la frontera, para conspirar con ese padre Müller amigo tuyo. Era evidente que empezaban a sospechar de ella, pero no quiso darse cuenta ni atender a razones. Se lo dije, yo se lo dije: ese coronel Jürgens sospechaba de ella, pero no quiso escucharme, creía tenerle rendido a sus pies, como siempre le ha ocurrido con todos los hombres.
—¿El coronel Jürgens? —preguntó Amelia, alarmada.
—Sí, el coronel Ulrich Jürgens. Al parecer le han ascendido recientemente por haber sido herido en el frente del Este. En Roma todos le temen.
—Dime cómo es ese hombre.
—Alto, rubio, bien parecido, aunque sin ninguna clase. Tiene éxito con las mujeres. Creo que estuvo en el frente ruso y antes en Polonia. Aquí es muy popular, no hay fiesta en la que no esté invitado.
Amelia sentía que no podía respirar y se puso a temblar. Su destino volvía a cruzarse con el de Ulrich Jürgens, el hombre que había desmantelado la red de Grazyna Kaczynsky en Varsovia, que había ordenado torturar a Grazyna, a todos sus amigos y también a ella. El hombre que la había condenado a pasar un largo año en el infierno de Pawiak, aquella inmunda prisión donde la habían torturado, de donde se habían llevado a su amiga Ewa para asesinarla. Durante unos segundos revivió todo lo que había sufrido en Polonia, lloró por Grazyna y por aquel grupo de jóvenes con los que, a través del alcantarillado, burlaban a los nazis con tal de llegar al corazón del gueto de Varsovia y llevar un poco de ayuda a sus amigos judíos. Acudieron a su memoria los rostros de Grazyna, de Ewa, de Piotr, de Tomasz, de Szymon el novio de Grazyna, de su hermano Barak, de Sarah, su madre, de la hermana Maria, de la condesa Lublin… Rememoraba lo vivido en Varsovia con tal nitidez que sentía los golpes de los interrogadores de las SS, la risa helada del entonces comandante Ulrich Jürgens, el suelo frío de su celda en Pawiak, los piojos recorriéndole el cabello y cebándose en su cabeza hasta hacerla sangrar… Y ahora Vittorio le decía que el demonio volvía a hacerse presente, porque Ulrich Jürgens estaba allí, en Roma.
—Amelia… Amelia… pero ¿qué te pasa? —Vittorio le apretó la mano intentando que volviera a la realidad.
—¿Cómo conocisteis al coronel Jürgens?
—En una fiesta. Él se interesó de inmediato por Carla, dijo recordarla de su estancia en Berlín. Se deshizo en halagos sobre su voz y su belleza. La cortejó descaradamente. Pero Carla le ignoraba, en realidad no le ocultaba cuánto le despreciaba. Empezamos a coincidir con él en todas partes. Yo le decía a Carla que aquel hombre tenía un interés malsano por ella, pero creyó que yo tenía celos, ¡imagínate! No quería ver lo que era evidente, que aquel hombre ansiaba poseerla, sí, pero también destruirla. Un día le preguntó por ti. Carla se sorprendió de que te conociera y él se rio: «¡Oh, no sabe lo mucho que la he llegado a conocer!», respondió. Pero ella no le creyó, y de manera poco diplomática le dijo que era imposible que tú te hubieras fijado en un hombre como él.
—Le conozco, Vittorio, le conozco —dijo Amelia—. Él… me mandó detener en Varsovia y… no, no voy a contarte por lo que he pasado, eso no importa ahora, lo que importa es Carla. Dime, ¿desde cuándo está detenida?
—Desde hace cinco días. Yo no estaba aquí. Ya te he contado que nos habíamos enfadado y me marché a Suiza. Quería presionarla para que dejara toda esa actividad política o al menos para que no se comprometiera tanto. Esperaba verla en Suiza porque sabía que Marchetti le había pedido que ayudara a pasar la frontera a un hombre que los comunistas habían tenido infiltrado muy cerca de Mussolini. Al parecer trabajaba como camarero al servicio del Duce y conocía bien a la familia. Durante años se había hecho pasar por fascista, pero creía que empezaban a sospechar de él. Creo que se había hecho con documentos importantes del Duce relativos a los planes alemanes para Italia y otros lugares de Europa. Sus camaradas decidieron que había llegado el momento de sacarle de Italia. Como puedes suponer, era un hombre con una información privilegiada al que los servicios secretos de los aliados estaban ansiosos por conocer.
»Marchetti le pidió ayuda a Carla y ella se reunió con el padre Müller, solicitándole uno de sus pasaportes vaticanos. El padre Müller se comprometió a conseguir uno de esos pasaportes, pero el cura estaba tardando más de lo previsto y Carla se impacientó. Decidió ser ella quien llevara al hombre a Suiza. Se encargó de elaborar el plan: irían solos y le haría pasar por su chófer. Si les preguntaban, dirían que iban a reunirse conmigo en Zurich. No acababa de ser una buena idea, pero al parecer habían descartado pasarle por las montañas porque el hombre pasaba ya de los sesenta años y no estaba bien de salud; además, hay alemanes por toda la frontera con Suiza.
»La noche anterior a la fuga, Carla asistió a una cena en casa de unos amigos y allí se encontró con el comandante Jürgens. Parece que él estuvo especialmente irónico llegándole a decir en público que muy pronto pasarían mucho más tiempo juntos del que ella podía imaginar. Incluso insinuó a Carla que estaba seguro de que iba a poder conocer centímetro a centímetro su cuerpo. Carla se rio de él, y se mostró más sarcástica y despreciativa de lo habitual. Incluso le soltó que a los hombres como él ella no les permitía ni siquiera descalzarla. Jürgens le aseguró que muy pronto él haría algo más que eso.
»La noche siguiente, Carla y el camarero del Duce salieron en dirección a Suiza. Se puso ella al volante, porque a pesar de que el hombre iba a pasar por su chófer, en realidad no sabía conducir. En caso de que la policía los detuviera, él fingiría un dolor muscular como causa para impedirle manejar el coche. Carla condujo casi toda la noche hasta llegar a la frontera. Pararon en el puesto de control y les pidieron la documentación. Todo parecía ir bien, hasta que apareció de entre las sombras el coronel Jürgens. Les ordenó bajar del coche y se rio del pasaporte del camarero del Duce.
—De manera que dice usted ser chófer de esta señora, ¿no es así? —dijo Jürgens, mirando fijamente al hombre.
—Sí… sí… —logró balbucear el anciano.
—Ya, verá usted, tengo entendido que el Duce ha echado en falta a uno de sus camareros, un hombre fiel que le sirve desde hace muchos años. Mussolini está muy preocupado; como italiano, debe de saber lo mucho que el Duce se preocupa por quienes le rodean, y quienes le sirven son para él como de la familia. De manera que, ¿dónde cree usted que puede estar el camarero del Duce? ¿No lo sabe? ¿Y la gran Alessandrini?
—¿Por qué habría de saberlo? —replicó Carla, desafiante.
—¡Es usted tan lista! En realidad es única. Bien, creo que voy a tener que refrescarles la memoria a ambos.
Les rodearon unos cuantos policías y los metieron en un coche. Los trajeron a Roma y están en las dependencias de las SS.
—¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer, Vittorio? —dijo Amelia alarmada.
—Como puedes imaginar, he pedido a todos nuestros amigos que hagan cuanto puedan, pero nadie tiene influencia sobre las SS, ni siquiera gente del entorno del Duce. Estoy desesperado.
Vittorio se restregó los ojos con el dorso de la mano, intentando borrar las lágrimas que no había podido reprimir.
—Haremos lo que sea, no dejaremos a Carla en manos de ese asesino… Le pediremos a Max que se interese por ella, quizá pueda hacer algo…
—¿El barón?
—Sí, al menos podrá averiguar cómo se encuentra Carla y qué piensan hacer con ella. Y una cosa más, ¿podrás arreglarme un encuentro con Marchetti?
—¡Con ese hombre! No te mezcles con él, Amelia, mira dónde está Carla por su culpa… No, no quiero saber nada de Marchetti. Vino a verme pero no quise recibirle, ya nos ha traído bastantes desgracias. Ha sido el culpable de meter todas esas ideas políticas en la cabeza de Carla.
—Pero a lo mejor puede ayudarnos.
—¿Ayudarnos? ¡Y cómo va a ayudarnos! Era él quien pedía ayuda a Carla, quien la manejaba a su antojo haciendo que se arriesgara más de lo necesario. No, no quiero volver a ver a ese hombre en toda mi vida.
—No hace falta que tú le veas, sólo dime dónde puedo encontrarle.
—No lo sé, no duerme nunca en el mismo lugar y tan pronto está en Roma como en Milán, se mueve por todas partes. Quizá tu amigo, el cura alemán, sepa cómo encontrarle.
—¿El padre Müller?
—Sí, a ése sí que sé cómo encontrarle. Suele confesar dos días a la semana en San Clemente, ¿sabes dónde está?
—No.
—En la via di San Giovanni in Laterano. Los martes y los jueves está allí de cinco a siete. También puedes llamarle a la Secretaría de Estado. Pero, vigila, Amelia, porque ese cura sólo te traerá problemas, lo mismo que Marchetti.
—Qué me dices de aquel diplomático amigo tuyo que trabajaba codo con codo con el yerno del Duce, ¿no puede hacer nada?
—Te refieres a Guido Gallotti. No, no ha podido hacer demasiado. Para él es difícil dar la cara por Carla teniendo en cuenta que ella estaba ayudando a evadirse a un empleado del Duce. Aun así, se interesó por ella ante el coronel Jürgens, pero éste le dijo que si de verdad era un buen patriota italiano, debería sentirse satisfecho de que las SS hubieran detenido a una traidora.
—Vittorio, sé que te puede resultar difícil, pero te ruego que se lo cuentes todo a Max.
—¡Pero es un alemán! ¡Un nazi!
—No, no es un nazi. Tú le conociste en Buenos Aires antes de la guerra, luego le volviste a ver en Berlín, sabes cómo es y cómo piensa. Por favor, ¡créeme si te digo que puedes confiar en él!
Vittorio se quedó en silencio mirando fijamente a Amelia. Lo que veía era a una joven enamorada de aquel alemán que posiblemente también lo estuviera de ella, pero ¿confiar a un nazi que su mujer colaboraba con los partisanos? No, eso no lo haría jamás.
—No, Amelia, no voy a poner la vida de Carla en manos de ningún alemán.
—Su vida está en manos de las SS.
—Comprendo que tú confíes en él… pero yo… yo no puedo hacerlo.
Amelia asintió, pensativa. Comprendía a Vittorio. Su tío también sentía aquella misma aversión hacia el barón y nada de lo que ella le había dicho sobre él había servido para disipar su desconfianza.
—Yo no dudaría en poner mi vida en manos de Max. Él me rescató de Pawiak en Varsovia, un lugar en el que… algún día te contaré por lo que tuve que pasar. Por eso haré cualquier cosa con tal de sacar a Carla de donde quiera que la tengan las SS. Fue el coronel Ulrich Jürgens quien hizo que me detuvieran, de manera que conozco bien de lo que es capaz. Si no hubiese sido por Max, no sé qué habría sido de mí.
—El barón y tú… bueno, él te aprecia, pero ¿por qué habría de hacer nada por Carla?
—Porque no es un nazi y porque aborrece tanto como nosotros a los hombres de las SS.
—Amelia, ¡eres tan ingenua! No dudo de que el barón Von Schumann sea un buen hombre y que, por su origen aristocrático, sienta aversión por esos brutos de las SS, pero combate con ellos, hombro con hombro, por los mismos fines, y, como ellos, ha jurado lealtad a Hitler. A veces la conciencia va por un lado y la conveniencia por otro.
—Te equivocas con respecto a Max, pero sé que no puedo convencerte. Al menos déjame pedirle que se interese por Carla, no le diré ni una palabra de su colaboración con los partisanos.
—Si te limitas a explicarle que la han detenido para ver si puede hacer algo…, está bien.
Vittorio la invitó a cenar en un restaurante cercano a la piazza del Popolo. Se interesó por su estancia en Madrid y por cómo estaba gobernando Franco, y ella se explayó contándole cuánto le dolía no poder estar con su pequeño hijo.
Max fue a visitarla dos días más tarde. Era domingo y a pesar de que el invierno pujaba por abrirse paso, lucía un tibio sol. El militar parecía feliz de estar en Roma y fueron paseando hasta la piazza Venezia.
—Mira, desde esa ventana el Duce enardecía a sus partidarios —le explicó Amelia a Max—. Si quieres, podemos continuar hasta los Foros.
—¿Qué te preocupa, Amelia? —preguntó Max.
—Han detenido a Carla.
—¿Y no me lo has dicho hasta ahora? Llevamos una hora andando hablando de banalidades.
—No sabía cómo decírtelo.
—Es muy sencillo, ¿es que ahora no sabes cómo hablar conmigo?
—Perdona, Max es que… Vittorio… en fin… él no quería que te dijera nada. Desconfía de todos los alemanes.
—No le puedo culpar por eso, pero él me conoce.
—Aun así… tiene miedo. El coronel Ulrich Jürgens tiene a Carla.
—Ayer supe que Jürgens estaba aquí… de haberlo sabido no te habría insistido para que vinieras, y ahora me dices que ha detenido a Carla…
Max se quedó callado. Temía por Amelia y más aún ahora que le había dicho que habían detenido a Carla.
—¿Por qué la han detenido?
—Ella se dirigía a Suiza y la pararon cerca de la frontera. Iba con su chófer, un hombre mayor, no llevaba mucho tiempo con ella. Le había dado trabajo por mediación de unos amigos. Al parecer, el hombre había estado al servicio del Duce. Pero tuvo miedo después de la detención de Mussolini y aunque regresó con él cuando el Duce volvió para proclamar la República Social Fascista de Saló, prefería jubilarse y tener una vida más tranquila. El hombre temía que si las cosas le volvían a ir mal al Duce en Italia, él podría ser acusado de fascista por haber trabajado con Mussolini; de manera que, como tenía algún dinero ahorrado quería ir a Suiza a emprender una nueva vida. Y Carla era un medio idóneo para llegar hasta allí.
—¿Quieres hacerme creer que Carla ayudaba de buen grado a un fascista? ¿Por qué me engañas, Amelia? ¿Acaso no merezco tu confianza? Prefiero el silencio a que me mientas.
Ella bajó la cabeza, avergonzada. Confiaba en Max y sabía que era incapaz de un comportamiento indigno.
—Vittorio no confía en ti.
—Eso ya me lo has dicho, pero ¿y tú?
—No sé mucho más de lo que me ha dicho Vittorio. Al parecer, ese hombre no era tan afecto al Duce como aparentaba y quería ir a Suiza porque tenía cierta información.
—Y por eso Carla le ayudó. ¿Tanto te costaba decirme la verdad?
—Lo siento, Max.
—Soy yo quien siente el que no confíes en mí —respondió él con un rictus de amargura.
—No trataba de engañarte —insistió ella.
—No te excuses, Amelia, comprendo que tienes un conflicto de lealtades.
—Por Dios, Max, yo confío en ti, ¡te debo la vida!
—Pero ni tu familia ni tus amigos creen que yo sea una persona decente y no tienes manera de convencerles de lo contrario.
Amelia comenzó a llorar. Se sentía mezquina por no haberle dicho la verdad.
—¡Vamos, no llores!
—¡Es que me avergüenzo de no haberte contado toda la verdad! Tienes razón al reprocharme mi comportamiento.
Le secó las lágrimas con su pañuelo, luego la miró fijamente antes de hablar.
—Quiero que me prometas una cosa, Amelia; piénsatelo bien antes de responder.
—Sí… sí… lo que quieras…
—No, piénsalo, porque yo no soporto la doblez. Y si me prometes cumplir lo que te voy a pedir, deberás hacerlo sean cuales sean las circunstancias.
—Lo que tú quieras. Dime qué quieres que te prometa.
—Que nunca más me vas a mentir, que antes te quedarás en silencio que traicionarme, que me dirás con la mirada que no me puedes decir más, pero que no me engañarás.
—Te doy mi palabra, Max.
—Está bien, te creo. Y ahora cuéntame cuanto puedas sobre lo que le ha pasado a Carla.
Salvo que Carla colaboraba abiertamente con los partisanos y que su profesor de música era un dirigente comunista, Amelia le contó a Max buena parte de lo que le había explicado Vittorio, y le pidió que hiciera lo posible por obtener noticias sobre su amiga.
—No será fácil, ya sabes cuánto me odia Ulrich Jürgens. Además, temo por ti; ahora me arrepiento de haberte traído a Roma. Deberías regresar a España antes de que Jürgens decida hacer algo contra ti.
—¿Más de lo que me hizo en Varsovia?
—Para él aquello fue una derrota, no me ha perdonado que yo te pudiera sacar de Pawiak. No quería que te ahorcaran, se regodeaba pensando en cuánto sufrías en aquella prisión. Hará cualquier cosa con tal de hacernos daño.
—¿Sabes por qué te odia Jürgens?
—Él sabe que no me gustan las SS, y que no comparto lo que está haciendo Hitler —respondió Max.
—No, no te odia por eso. Te odia porque eres todo lo que él no es. Un caballero, un aristócrata, un miembro de una familia poderosa, educado en los mejores colegios de Europa, convertido en un médico importante.
—Y también me odia porque te tengo a ti, Amelia, eso es lo que realmente me envidia, que jamás podrá tenerte. Por eso debes regresar a España, o hará lo imposible por destruirnos.
—No puedo hacerlo, Max, no antes de hacer algo por Carla.
—Me será más fácil actuar si tú no estás aquí.
—Carla ha sido como una segunda madre para mí y no puedo abandonarla. Además, Vittorio está deshecho y me necesita.
—Si te quedas, Jürgens intentará algo contra ti… Por Dios, Amelia, ¡no te pongas en peligro!
—Tengo que quedarme, Max, no puedo dejar a Carla. Ella no me abandonaría.
Max prometió indagar discretamente sobre el paradero de Carla Alessandrini.
—Aunque puedo empeorar su suerte cuando el coronel Jürgens sepa que me intereso por ella.
—¿Sabe que estás aquí?
—Sin duda, y lo que temo es que sepa que tú también estás en Roma.
Amelia aguardó hasta el martes para acercarse a la iglesia de San Clemente. Vittorio le explicó cómo llegar, y ella optó por ir caminando.
En el interior de la iglesia había varias mujeres rezando. No se fijaron en la recién llegada y ella tampoco les prestó atención. Buscó los confesionarios; como no había nadie en ellos, se sentó a esperar intentando rezar. Pero no podía, estaba demasiado nerviosa y ansiaba ver al padre Müller.
Aún tuvo que esperar media hora más hasta que le vio aparecer conversando con otro sacerdote, que también se dirigió a uno de los confesionarios.
Iba a levantarse cuando una mujer se le adelantó arrodillándose frente el confesionario donde estaba el padre Müller. Amelia aguardó impaciente hasta que la mujer terminó su confesión.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Rudolf, soy Amelia.
—¡Amelia! ¡Dios santo, qué haces aquí!
Ella le contó lo que había sido de su vida desde la última ocasión en que se vieron, así como el motivo de su viaje a Roma. Él le puso al tanto de la situación de Carla.
—Es una mujer extraordinaria, muy valiente, no imaginas a cuántas personas ha ayudado a salir de Roma. Sobre todo judíos.
—¿Qué podemos hacer? Tenemos que ayudarla.
—No es posible hacer nada, la tienen presa las SS. Lo único que sé es que está viva. Las SS no dejan que los sacerdotes visiten a los presos, salvo cuando los van a ahorcar. Un amigo estuvo en la prisión la semana pasada asistiendo en sus últimos momentos a varios condenados. Por él he sabido que Carla continúa viva, aunque al parecer está en muy mal estado, la han torturado con saña.
—Tenemos que sacarla de allí.
—¡Imposible! Ya te he dicho que la tienen las SS.
—¿Conoces a Marchetti?
—¿El profesor de canto de Carla? Sí, le conozco, Carla nos presentó. Nos hemos ayudado mutuamente. Yo le he conseguido algunos pasaportes y él ha colaborado sacando de Roma a pequeños grupos de judíos.
—¿Sabes dónde puedo encontrarle?
—Siempre contactábamos a través de Carla, aunque en alguna ocasión, si se veía muy apurado, venía directamente aquí, a San Clemente. Una vez me dio una dirección donde escondió a una familia judía hasta poder sacarlos de Italia. Pero no sé si continuará siendo un lugar seguro. Allí vivía una mujer con la que ni siquiera intercambié una palabra. Nos abrió la puerta, hizo pasar a los fugitivos y casi me empujó para que me fuera. Pero ¿y Vittorio? El marido de Carla tiene que saber cómo localizar a Marchetti.
—No, no lo sabe. Marchetti no ha vuelto por su casa, ni nadie responde al teléfono de su academia de canto en Milán. Vive en la clandestinidad.
—Entonces, probemos en esa dirección de la que te he hablado, aunque no creo que ni Marchetti ni nadie pueda hacer nada por Carla.
—¡No digas eso, Rudolf!
—¿Crees que no siento tanto como tú lo que le pueda pasar? Yo también la quiero.
Acordaron ir juntos a la dirección donde quizá pudieran decirles algo sobre el paradero de Marchetti.
—Pero ahora, vete, vete y regresa a las siete.
La casa estaba situada en via dei Coronan, justo al lado de la piazza Navona. Subieron las escaleras con paso rápido, temiendo encontrarse con algún vecino que les preguntara adónde iban.
El padre Müller golpeó con los nudillos suavemente la puerta, tal como le habían indicado que lo hiciera la vez que acompañó a aquella familia judía. Aguardaron impacientes sin escuchar un solo ruido, y ya se iban a marchar cuando la puerta se entreabrió. Un rostro de mujer se dibujó en la penumbra.
—¿Qué hace aquí? —preguntó al padre Müller.
—Permítanos pasar.
—No tendría que estar aquí.
—Lo sé, pero… ¡por favor, déjenos pasar y se lo explicaré!
La mujer pareció dudar, luego quitó la cadena que le servía de cerrojo y abrió la puerta.
La siguieron por un pasillo oscuro que daba a un salón donde no cabía un mueble más. Una lámpara de pie apenas iluminaba la estancia y Amelia tardó en ver el rostro de la mujer. Tendría unos cincuenta años. Morena, de mediana estatura, con el cabello recogido en un moño. Vestía una falda negra y un jersey gris, y no llevaba ningún adorno.
—Me ha puesto en peligro viniendo aquí —reprochó la mujer al sacerdote.
—Lo siento, pero tengo que encontrar a Marchetti y no sé cómo hacerlo.
—¿Y pretende que yo le diga dónde encontrarle? —respondió con ironía.
—Si no puede decirnos cómo hacerlo, al menos podrá ponerse en contacto con él y decirle que necesito verle con urgencia.
—Ya me lo ha dicho, ahora márchense.
—Necesitamos que nos ayude a…
La mujer levantó la mano para que el padre Müller no continuara hablando.
—No quiero saberlo. Cuanto menos sepamos los unos de los otros y de las operaciones que tenemos encomendadas, menos peligro correremos. Usted ya ha roto una regla presentándose aquí. No sabía si esta casa continuaba siendo segura o había sido descubierta por las SS. Ha corrido un riesgo innecesario.
—No tenía otra opción.
—En todo caso, no vuelva por aquí. Procuraré que llegue su mensaje, pero no le aseguro cómo ni cuándo, ni si querrán responder. De manera que si no recibe noticias no se impaciente, y sobre todo no vuelva, ¿me ha entendido?
—Sí, desde luego.
Salieron de la casa con paso apresurado y no intercambiaron palabra hasta llegar a la calle.
—Ni siquiera me ha mirado —dijo Amelia.
—Prefiere no ver ni oír lo que no le han ordenado que vea u oiga. No es fácil vivir en la clandestinidad, Amelia.
—Dime, Rudolf, ¿cuánta gente sois en tu organización?
—¿Mi organización? ¡Ojalá tuviera una organización! No me has entendido bien. Llegué a Roma con la recomendación de mi obispo para trabajar en la Secretaría de Estado. El hecho de que además de alemán, hablo inglés, francés, algo de polaco y un poco de ruso, supongo que me ayudó a que me dieran un puesto de rango menor. Soy un simple oficinista. No tengo ninguna responsabilidad. Por mis manos no pasan secretos, ni documentos importantes. Al poco de llegar me enviaron a San Clemente dos días por semana a confesar. De eso nos encargamos dos sacerdotes, a veces termino yo antes, y otras él. Un día, confesando, me dieron más de las ocho, y cuando terminé y fui a la sacristía, me encontré allí escondidos a un hombre acompañando a una mujer y dos niños pequeños. El hombre se presentó como el doctor Ferratti, médico cirujano, y me explicó que había tenido refugiados en su casa a aquella mujer y a sus dos hijos, a su marido hacía tiempo que lo habían deportado a Alemania.
»Me dijo que esa tarde se había producido una redada en su barrio y me suplicó ayuda. Y les ayudé. No sabía dónde esconderles, así que se me ocurrió abrir el portillo que da al subterráneo de la iglesia. Es del siglo I y no está en buen estado, pero ¿qué podía hacer? El párroco de San Clemente me había advertido de que no se me ocurriera meterme por el pasadizo porque cualquiera sabía con qué nos podíamos encontrar. Al parecer, en la Antigüedad hubo un templo dedicado al dios persa Mitra. Y no ha sido hasta el siglo pasado cuando un dominico irlandés, el padre Mullooly, descubrió que abajo había otra iglesia y comenzó a desescombrar. Hasta allí conduje a la mujer y a sus dos hijos. Temblaban de miedo y de frío. Al caminar oímos el sonido del agua, porque hay un manantial en el subsuelo. Los acomodé lo mejor que pude; afortunadamente el doctor Ferretti llevaba una bolsa con comida y un par de mantas, yo aporté unas cuantas velas.
»“Quédense aquí hasta que encuentre la manera de sacarles de Roma y enviarles a Lisboa, desde allí pueden intentar llegar a América. No será fácil, pero quizá lo logren”, les dije. Los niños comenzaron a llorar y su madre no sabía qué hacer para calmarles.
»El doctor Ferretti me explicó que vivía muy cerca de San Clemente, en la esquina de la piazza di San Giovanni in Laterano, y que se sentía en la obligación de ayudar a sus semejantes. Entre sus vecinos había algunas familias de judíos; algunos habían sido detenidos por las SS y trasladados a Alemania; otros sobrevivían escondidos en las casas de buenos cristianos que no estaban dispuestos a colaborar con los nazis.
»Ferretti y dos médicos más se habían organizado para ayudar y prestar asistencia a los judíos que permanecían ocultos. Les cambiaban de casa para no comprometer demasiado a las familias que los acogían, incluso habían logrado pasar a algunos de ellos a Suiza.
»Como puedes suponer, me comprometí de inmediato a ayudarles en cuanto hiciera falta. Carla nos echó una mano siempre que pudo escondiendo a gente en su casa y ayudando a trasladar a alguna familia hasta Suiza.
—¡Pero era una temeridad pasar la frontera en coche! —exclamó Amelia.
—No, no les trasladaba en su coche, eso habría sido muy peligroso. La relación de Carla con los partisanos nos ha permitido trasladar a algunas familias a través de la montaña. Sólo en primavera y verano, pues en invierno hubiera resultado imposible. Aun así, esa opción siempre ha sido la más peligrosa porque se trataba de familias, de mujeres y niños. La verdad es que la mayoría de las familias a las que estamos ayudando continúan en Roma; ya te he dicho que les trasladamos de casa en casa, a veces utilizamos los sótanos y los subterráneos olvidados como los de San Clemente. También utilizamos las catacumbas que hace veinte siglos cobijaron a los cristianos.
—¿Las catacumbas? Pero no serán un lugar seguro, todo el mundo sabe dónde están.
—No, no lo creas. Tengo un buen amigo en el Vaticano, Domenico, es un jesuita que trabaja en los Archivos; es arqueólogo y conoce bien el subsuelo de esta ciudad. Roma aún guarda muchos secretos. Te lo presentaré, estoy seguro de que te gustará.
—¿El Vaticano no puede hacer nada por Carla?
—Las relaciones con Alemania no son precisamente buenas. No sabes cuántas dificultades tiene que afrontar el Papa.
—De manera que tu grupo lo forman tres médicos y dos curas, no es mucho —se lamentó Amelia.
—No imaginas lo activas y valientes que son algunas monjas. El doctor Ferretti también tiene amigos que en ocasiones nos echan una mano, pero no podemos pedir a la gente que sean héroes, porque si las SS los detuvieran… no hace falta que te diga lo que les sucedería.
—Tenemos que salvar a Carla —insistió de nuevo ella.
Vittorio estaba preocupado por Amelia. Había pasado toda la tarde fuera y cuando llegó acompañada por el padre Müller, ya era la hora de cenar.
—Avísame cuando te retrases, he llegado a pensar que te había pasado cualquier cosa.
Sin embargo era Amelia quien estaba cada día más preocupada por Vittorio. El marido de Carla apenas comía, padecía insomnio y su actividad era frenética: llamaba a la puerta de cuantos amigos influyentes habían tenido en el pasado para suplicarles que hicieran algo por Carla. Pero nadie quería comprometerse; algunos incluso empezaron a evitarle. Se rumoreaba que Carla Alessandrini iba a ser juzgada por alta traición.
Si no hubiera sido por su preocupación por Carla, Amelia se habría sentido feliz en Roma. Max pasaba con ella todo su tiempo libre, y ambos se sentían enamorados como en sus mejores días de Berlín y Varsovia.
El barón se interesó por Carla Alessandrini ante sus superiores, quienes le recomendaron olvidarse de la diva puesto que estaba en manos de las SS. Aun así, logró que le confirmaran que aún estaba viva.
Una noche en la que el gobernador militar de Roma ofrecía una recepción a los oficiales del Alto Mando alemán, a los miembros del Cuerpo Diplomático y a todo aquél que era alguien en la Roma ocupada, Max insistió a Amelia para que le acompañara. Ella dudó, le repugnaba tener que estrechar las manos de aquellos hombres que a su paso sembraban miseria, muerte y destrucción, pero pensó que a lo mejor tenía la oportunidad de saber algo sobre Carla.
Aquella noche de diciembre llovía y hacía frío. De camino a la fiesta, Amelia pensó en que pronto sería Navidad y en que había prometido a su familia que para esa fecha estaría en España, pero sabía que ya no podría cumplir su palabra, no mientras pudiera hacer algo por Carla.
Se alegró de volver a ver al comandante Hans Henke, el ayudante de Max.
—Coronel, creo que no ha sido una buena idea traer aquí a la señorita Garayoa —dijo el comandante Henke nada más verla.
—Pues yo creo que ha sido una gran idea —respondió Max, contento de tener a Amelia a su lado.
—Fíjese en quién está —susurró Hans Henke señalando discretamente a un grupo de oficiales de las SS que hablaban al fondo del salón.
Aunque estaba de espaldas, Amelia reconoció en el acto a Ulrich Jürgens y sintió una oleada de odio que la hizo enrojecer.
—Lo siento, Amelia, no pensaba que coincidiríamos con él, de ser así no habríamos venido. Me aseguraron que Jürgens llevaba unos días en Milán.
—Ha adelantado su regreso esta misma noche —respondió el comandante Henke.
—Lo mejor es que nos marchemos discretamente. Hans tiene razón, sería una temeridad que Jürgens te viera.
Iban a salir del salón cuando el coronel Ulrich Jürgens se dirigió hacia ellos. Momentos antes, otro oficial de las SS había alertado a Jürgens sobre la presencia de Max von Schumann y Amelia Garayoa.
Jürgens les cortó el paso con un par de copas de champán en la mano.
—¡Vaya, vaya, mi vieja amiga la señorita Garayoa! ¿No pensará irse sin brindar conmigo por este feliz reencuentro? —dijo, tendiendo una copa a Amelia e ignorando a Von Schumann.
—Apártese, Jürgens —le conminó Max mientras cogía el brazo de Amelia.
—Pero, barón, ¡si acaban de llegar a la fiesta! ¿Un caballero como usted va a desairar a los anfitriones marchándose antes de la cena?
—Déjenos en paz, Jürgens —insistió Max.
De repente se vieron rodeados por un grupo de jefes y oficiales de las SS.
—Barón, ¿nos presenta a esta bella señorita? —pidió uno de los militares con una sonrisa irónica.
—No puede reservársela para usted solo, al menos permítanos intentar que nos conceda algún baile —continuó diciendo otro.
—Hemos oído hablar mucho sobre la señorita Garayoa, tenemos entendido que es una vieja conocida del coronel Jürgens —apuntó otro.
Amelia sentía todo su cuerpo rígido y notaba que la voz se le había paralizado en la garganta. No había pensado que el destino la volviera a colocar ante aquel hombre que la había torturado personalmente. Aún retumbaban en sus oídos las risotadas del coronel Jürgens cuando ella se retorcía de dolor y de vergüenza cuando él se complacía en arrancarle la ropa para contemplar su desnudez antes de torturarla.
Max apartó a uno de los oficiales tirando de Amelia hacia la salida, pero la suerte no estaba de su parte aquella noche, ya que en ese preciso momento el jefe de su división se acercó al grupo acompañado de otros dos generales y le pidió a Max que les acompañara un momento.
—No le distraeremos mucho tiempo, sólo será una consulta, coronel. Dejemos a estos caballeros al cuidado de la señorita.
—Lo siento, general, pero ya nos íbamos, la señorita no se encuentra bien —respondió Max.
—¡Vamos, sólo será un momento! Coronel, encárguese de atender a esta señorita mientras conversamos con el barón Von Schumann.
Amelia se quedó frente a frente con su verdugo, y cuando Jürgens le tendió la mano, ella se la apartó con brusquedad.
—¡No se atreva a rozarme!
—Pero, querida, ¡si en el pasado he hecho algo más que rozarla! ¿A qué vienen tantos remilgos?
Sus compañeros de las SS rieron la respuesta de Jürgens y a una señal suya se retiraron dejándole solo con Amelia.
—No debería ser tan arisca conmigo, ya sabe que los hombres despechados son capaces de cualquier cosa —declaró el oficial con sarcasmo.
—¿Qué quiere, Jürgens?
—¡Oh, usted ya lo sabe! ¿Hace falta que le diga que quiero tener lo mismo que tiene el barón Von Schumann? ¿Por qué no se muestra igual de cariñosa conmigo que con él? Le aseguro que yo sería más generoso con usted de lo que lo es el barón Von Schumann. Él sólo le ofrece amor, yo le ofrezco el mundo entero, compartir conmigo la gloria del Reich.
—¡Si supiera cuánto me repugna su mera presencia!
—Su resistencia hacia mí la hace más atractiva.
—¡Nunca, Jürgens! ¡Nunca me tendrá, aunque me volviera a torturar!
—Si usted hubiese sido más complaciente, yo habría pasado por alto su pecadillo: ¡ayudar a aquellos pobres desgraciados! ¡Nunca entenderé por qué se unió a aquel grupo de polacos empeñados en ayudar a los judíos!
—No, claro que no puede entenderlo, está fuera de su alcance poder entenderlo.
—¿Sabe?, no sé por qué, pero me siento tan atraído por usted… nunca me han gustado las mujeres tan delgadas. Es más atractiva su amiga Carla Alessandrini, al menos tiene formas de mujer, usted sin embargo tiene un aspecto tan frágil…
—¡Es usted repugnante! ¿Qué le ha hecho a Carla?
—¡Ah! ¡Su amiga es una traidora! Debería tener cuidado de no tener tratos con traidores, ya sabe lo que les pasa cuando les alcanza la justicia del Reich.
El coronel Ulrich Jürgens la miró con dureza. Luego la agarró de la mano y se la apretó hasta hacerle daño.
—Si se resiste a mí, ya sabe las consecuencias. ¿Por qué no se evita problemas? Esta vez no seré tan benévolo como en Varsovia.
Amelia no pudo contenerse y le dio una patada en la espinilla intentando escapar. Pero no lo consiguió. Jürgens la sujetó con fuerza del brazo y se lo retorció.
—Si se empeña en declararme la guerra, ¡así sea! —respondió él con los ojos llenos de furia y una sonrisa maligna.
Al final consiguió soltarse y corrió en busca de Max.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el barón.
Amelia le contó la escena y las amenazas de Jürgens.
—¡Es un miserable, un canalla!
De regreso a casa Amelia no dejaba de temblar. Temía las amenazas de aquel sádico.
—Tranquilízate. Está decidido, regresas a España. No quiero que permanezcas en Roma estando Jürgens aquí. Mañana me encargaré de buscarte un billete de avión para Madrid. Procura no salir de casa de Vittorio a no ser que yo vaya a buscarte, incluso sería mejor que no vieras ni siquiera al padre Müller.
—No quiero irme, no puedo dejar solo a Vittorio.
—Amelia, no permitiré que te quedes en Roma, dentro de dos días tengo que marcharme a visitar nuestras tropas; estaré en el norte, y no quiero ni pensar de lo que sería capaz Jürgens.
Pero Amelia sí sabía de lo que era capaz el coronel Jürgens, aunque no se lo dijo. No quería recordar los meses pasados en Pawiak, a pesar de que cada noche regresaban en forma de pesadillas.
Vittorio se mostró de acuerdo con el barón Von Schumann y pidió a Amelia que regresara a España.
—Querida, aquí no puedes hacer nada salvo acompañarme. Tienes una familia que te espera y dentro de unos días es Navidad.
No hubo forma de convencerla, de manera que Max von Schumann se fue a Milán, temiendo lo que pudiera suceder en su ausencia.