Decidí regresar a España al día siguiente. Si Amelia había vuelto a Madrid en aquel mes de julio de 1942, las respuestas las tenía que encontrar, o bien en Edurne, o bien en el profesor Soler. También podía pedirle a doña Laura que me guiara.
Mi madre me colgó el teléfono cuando la llamé al llegar al aeropuerto de Barajas.
—Eres un desastre, Guillermo, y he decidido dejarte por imposible, cuando decidas dejar de hacer el idiota, me llamas.
Sabía que el enfado se le pasaría a la tercera llamada.
Mi apartamento tenía varios dedos de polvo y olía a cerrado.
Entre la correspondencia encontré varias cartas del banco que me recordaban que tenía una hipoteca que pagar. Prácticamente la totalidad de mis ingresos los estaba invirtiendo en mis viajes, por lo que era evidente que tenía que congraciarme con mi madre cuanto antes o si no ya me veía acudiendo a Ruth para que, en caso de desahucio, me diera cobijo en su casa.
Al día siguiente de mi llegada telefoneé a doña Laura y le pedí permiso para ir a ver a Edurne.
—Se cansa mucho cuando habla con usted. ¿Es necesario?
—Sí, doña Laura, lo es. Bueno, hablaré primero con el profesor Soler, y si veo que puedo evitar tener que hablar con Edurne, no la molestaré.
—¿Cómo va la investigación? —me preguntó curiosa.
—Muy bien, aunque debo decirle que la vida de su prima es una caja de sorpresas. Si quiere que le explique lo que he ido averiguando…
—Ya le dije que lo que queremos es que haga una investigación exhaustiva, y cuando lo sepa todo, lo escriba y nos lo traiga, hasta entonces no es necesario que me cuente nada. Pero dese prisa, nosotras ya somos muy mayores y no disponemos de mucho tiempo.
—Le aseguro que intento investigar lo más rápidamente que puedo, pero es que las cosas se complican…
—Bien, Guillermo, llámeme si finalmente necesita hablar con Edurne. ¡Ah!, y ya que hablo con usted, ¿necesita dinero?
Dudé unos segundos. No me atrevía a decirle que sí. Creí escuchar una risita a través del teléfono.
—Naturalmente usted no vive del aire, y tanto ir y venir cuesta dinero. Puede que nos hayamos quedado cortas con la última transferencia. Hoy mismo le diré a mi sobrina Amelia que le mande dinero.
—¿Qué tal está su sobrina? ¿Y doña Melita?
—Bien, bien, estamos todas bien. Bueno, no perdamos el tiempo y póngase a trabajar. Recuerde que tenemos ya muchos años…
El profesor Soler me pidió que fuera a visitarle a Barcelona.
—Estoy escribiendo un libro y no tengo demasiado tiempo, pero venga usted y veré qué puedo contarle. Creo recordar bastante bien cuando Amelia se presentó de improviso aquel verano del cuarenta y dos.
Ya estaba yo otra vez en el aeropuerto dispuesto a pasar el día con el profesor y con el firme propósito de presentarme en casa de mi madre aquella misma noche cuando regresara de Barcelona. La conocía muy bien, y por más que estuviera enfadada, sabía que no me daría con la puerta en las narices.
Charlotte, la esposa del profesor Soler, me comentó nada más verme que no le entretuviera mucho.
—Está terminando de escribir un libro muy importante y su editor está nervioso porque se ha retrasado con la entrega.
—Le prometo que no le quitaré mucho tiempo, pero es que sin la ayuda de su marido no puedo dar un paso.
Encontré al profesor resfriado y con aspecto cansado, aunque de buen humor.
—Doña Laura me telefoneó anoche pidiéndome que continúe guiándole. Le preocupa tener que molestar a Edurne, la pobre anda muy floja de salud.
—Sin usted la investigación sobre mi bisabuela resultaría inútil. Por cierto que el mayor William Hurley, el archivero del Ejército, es una mina de información. Si usted supiera todo lo que me ha contado… Y aún hay más: dentro de unos días debo regresar a Londres, no imagina usted las cosas que hizo mi bisabuela…
—No quiero saber nada, ya se lo he dicho en otras ocasiones. Lo que Amelia Garayoa hiciera o dejara de hacer no me corresponde a mí saberlo.
—Usted es historiador y me resulta chocante que no sienta curiosidad por saber qué hizo Amelia.
—¡Qué testarudo es usted, Guillermo! Ya le he dicho unas cuantas veces que aunque la tuviera no la dejaría aflorar. No tengo ningún derecho a entrometerme en la vida de una mujer y de una familia a la que tanto debo. Si ellas hubieran querido que fuera yo el que investigara me lo habrían pedido, pero no lo han hecho, se lo han encargado a usted, a usted que es el bisnieto de Amelia.
No insistí. Me irritaba la firmeza y la honradez del profesor. Yo, en su caso, no me habría resignado a no saber.
—¿Puede contarme qué sucedió cuando Amelia llegó aquel verano del cuarenta y dos?
—Ponga en marcha el magnetofón.
Cuando la vio llegar arrastrando una maleta, el portero de la casa no la reconoció.
—¿Dónde va usted? —le preguntó.
—A casa de don Armando Garayoa, ¿es que no me conoce? Soy Amelia.
—¡Señorita Amelia! ¡Vaya si está cambiada! ¡Tiene cara de enferma! Lo siento, señorita, pero no la he reconocido. Deme, deme la maleta, se la subiré yo.
Flanqueada por el portero, pulsó el timbre de la casa de sus tíos. Fue Edurne quien abrió la puerta. Ella sí que la reconoció.
—¡Señorita Amelia! —gritó mientras la abrazaba con fuerza.
Envuelta en los brazos de Edurne, Amelia se sintió en casa y rompió a llorar.
Edurne no quiso que el portero viera más de lo que debía, y tras darle las gracias cerró la puerta. Doña Elena y Antonietta habían acudido al recibidor alertadas por los gritos de Edurne. Las dos hermanas se abrazaron llorando. Amelia estaba aún más delgada que Antonietta, parecía tan frágil que se podía romper. O eso al menos es lo que nos pareció a Jesús y a mí cuando la vimos.
Después de abrazar a Antonietta, Amelia hizo lo propio con su prima Laura y a continuación con su primo Jesús; también me abrazó a mí y a su tía, doña Elena.
—¿Y el tío? ¿Dónde está el tío? —preguntó impaciente.
—Papá llega más tarde del trabajo —respondió Jesús—, pero no tardará.
Doña Elena se lamentaba del estado de Amelia.
—Pero, hija, ¡dónde has estado! Estábamos tan preocupados por ti… Estás enferma, ¿verdad? Sí, no lo niegues, se te ve tan delgada, con tan mala cara, y esas ojeras…
—¡Vamos, mamá, déjala! —le pidió Laura—. La estás agobiando. La prima Amelia está cansada, en cuanto descanse volverá a ser la de siempre.
Pero Laura sabía que Amelia ya no era la de siempre y que su aspecto no se recuperaría simplemente por descansar.
—Cuéntanos, cuéntanos dónde has estado… No sabíamos nada de ti y estábamos preocupadas. Laura llamó a Albert James y él le dijo que estabas de viaje —dijo Antonietta.
—¿Has hablado con Albert? —preguntó Amelia a su prima Laura con un ligero temblor en la voz.
—Sí, hace meses. No fue sencillo… Es difícil conseguir una conferencia con Burgos para hablar con Melita, imagínate llamar a Londres… Albert estuvo muy amable, pero no quiso precisar dónde estabas viajando ni por qué, aunque insistió en tranquilizarme al decirme que estabas bien. Me contó que habíais estado en Nueva York… —explicó Laura.
—Así es —respondió Amelia.
—¿Albert ya no es tu novio? —preguntó doña Elena, sin andarse por las ramas.
—No, no lo es —susurró Amelia.
—Pues es una pena porque es un hombre de bien —replicó su tía.
—Por favor, mamá, ¡no te metas en los asuntos de Amelia! —le reprochó Laura.
—No te preocupes, no me importa. Sé que la tía se preocupa por mí —dijo Amelia.
Durante el resto de la tarde, Amelia se mostró ávida de noticias, nos pedía detalles de cuanto había sucedido desde su última visita, y no dejaba de ponderar lo bien que encontraba a Antonietta y lo crecidos que nos encontraba a Jesús y a mí.
—Seguimos sin saber nada de Lola, ni tampoco de su padre. Su pobre abuela murió —contó doña Elena.
—Lo siento, Pablo, siento que haya muerto tu abuela —me dijo Amelia.
—Pero no está solo, Pablo es uno más de la familia, no sabríamos estar sin él; además, Jesús y él son tal para cual, más que hermanos —afirmó Laura.
—Las mujeres de esta casa sois muy mandonas, menos mal que está Pablo —dijo Jesús riendo.
La mirada de Amelia se ensombreció cuando, al preguntar por su hijo, Laura le explicó que Águeda seguía permitiéndoles ver al pequeño Javier.
—De vez en cuando Edurne va a hacer guardia cerca del portal de la casa de Santiago y espera para ver salir a Águeda con los niños y le pregunta cuándo podemos acercarnos para ver a Javier. Tu hijo está precioso y se parece mucho a ti, tiene tu mismo pelo rubio, y es delgado como tú.
—¿Es feliz? —preguntó Amelia.
—¡Claro que sí! De eso no tienes ni que preocuparte. Tu marido… bueno, Santiago quiere con locura al niño y Águeda se porta muy bien con él. El niño la quiere… sé que te duele, pero es mejor que la quiera porque eso significa que es buena con él. —Laura intentaba apaciguar las emociones de Amelia.
—Quiero ir a verle, si pudiera ir hoy…
—No, no, hoy no, tienes que descansar. Mañana irá Edurne a preguntar a Águeda, ella nos dirá si puedes verle y cuándo, y te acompañaremos —respondió Laura, temiendo que su prima decidiera intentarlo en aquel mismo momento.
—¡No soporto que esa mujer decida cuándo puedo ver a mi hijo! —explotó Amelia.
—Hija mía, a eso te tienes que resignar. Santiago no quiere saber nada de nosotros, mira que tu tío lo viene intentando. Incluso llegó a hablar con don Manuel, el padre de Santiago. Pero el hombre se mostró inflexible; no sólo respetaba la decisión de su hijo sino que además le parecía muy bien. Nunca te perdonarán, Amelia —dijo doña Elena sin medir el daño que con sus palabras le hacía a su sobrina.
—Toda mi vida pagaré el error cometido y, ¿sabes, tía?, a veces pienso que aún no he recibido suficiente castigo, que debo sufrir más, que todo lo que me pase de malo lo tengo merecido. ¡Qué loca fui abandonando a mi hijo!
—Amelia, no sufras, ya verás cómo algún día se arregla todo —intervino Antonietta sin poder reprimir el llanto.
Era tarde cuando llegó don Armando. El buen hombre hacía horas extra en el despacho para poder mantener a toda la familia.
Amelia no lo dijo, pero su expresión denotaba que encontraba envejecido a su tío. También don Armando se preocupó al ver el lamentable estado físico de su sobrina. La abrazó largo rato conteniendo las lágrimas.
—Tienes que prometerme que nunca más estarás tanto tiempo sin darnos noticias de ti, nos tenías muy preocupados. No nos hagas esto, hija, piensa en lo mucho que sufrimos por ti. Tu hermana Antonietta padece crisis de ansiedad, ¿no te lo han dicho? Y el médico asegura que se debe a que está muy preocupada por ti. Desde luego que mañana iremos a ver a don Eusebio para que te vea, me preocupa tu aspecto, hija.
Amelia se incorporó a la rutina familiar. Doña Elena era quien hacía y deshacía en la familia y todos la obedecíamos, incluido don Armando. La buena mujer se había convertido en una segunda madre tanto para Antonietta como para mí.
También se convirtió en rutina que Amelia, acompañada de Edurne, fuera a merodear cerca del que había sido su hogar de casada y donde seguía viviendo su marido, Santiago, amancebado con Águeda. Doña Elena no dejaba de repetir que sabía por sus amigas que Santiago hacía distingos entre sus dos hijos, que no permitía que nadie olvidara que Javier era el legítimo, mientras que la niña, a la que habían puesto de nombre Paloma, era la hija de su amante.
Era curiosa la reacción de Águeda respecto a Amelia. Pese a ocupar su cama, la mujer la seguía considerando «su» señora, y eso que sabía que Santiago no quería ni oír hablar de Amelia. Pero instintivamente Águeda adoptaba una actitud subordinada en cuanto se topaba con ella. Se ponía nerviosa; temía lo que pudiera hacer Santiago si se enteraba de que le permitía ver a Javier.
A través de Edurne acordaron que Amelia no se acercaría al niño, pues Javier ya tenía edad suficiente para contar a su padre los pormenores de los paseos que daba con Águeda y su hermanita, Paloma.
Para Amelia resultaba desgarrador ver de lejos a su hijo, seguirle en su paseo por el Retiro, verle jugar con otros niños y reír feliz, llamando a Águeda «mamá». Durante todo aquel verano se convirtió en la sombra de Javier sin que el niño se diera cuenta de nada. Todas las tardes al caer el sol, Águeda solía acudir al Retiro para pasear a los niños. Allí se paraba a hablar con otras mujeres, casi todas sirvientas; nunca se atrevió a frecuentar a otras madres que también llevaban a sus hijos de paseo.
Amelia se sentaba en un banco cercano y veía jugar a Javier; sufría cuando el niño se caía y se hacía algún rasguño en la rodilla, lo contemplaba embobada, disfrutando de aquella suerte de maternidad clandestina.
Don Armando no permitía que Antonietta trabajara. Ni tampoco quería oír hablar de que yo me pusiera a hacerlo. Por más que yo me ofrecía a buscar algún trabajo con el que ayudar, quería que estudiara como su hijo Jesús. En cuanto a Laura, continuaba dando clases en el colegio y además cosía. Las monjas le habían encontrado el segundo trabajo. Muchas familias necesitaban de una costurera que diera la vuelta a los abrigos o sacara el bajo de unos pantalones, o arreglara un vestido para que pareciera diferente. Laura aceptaba estos encargos y, con ayuda de su madre, sacaba la faena adelante. Doña Elena se sentía satisfecha de aportar su granito de arena a la economía familiar y eso que la buena mujer no paraba con las tareas de la casa. Edurne y ella se repartían las labores sin permitir que Antonietta hiciera nada, salvo enseñar piano a las hijas de unos vecinos venidos a más. Al padre, un falangista, lo habían colocado de oficinista en el Ministerio de Exteriores, y el hombre se daba ínfulas de señorito. El caso es que antes de la guerra vivían en una buhardilla, en la misma casa en que su mujer se encargaba de la portería. Pero ahora habían decidido convertir a sus hijas en unas niñas refinadas como aquéllas que vivían en su mismo portal. Vivían a tres manzanas de la casa de don Armando, y dos días a la semana venían a que Antonietta les enseñara a tocar el piano. Antonietta se enorgullecía de aquellos céntimos que ganaba.
En cuanto a Amelia, era evidente que su salud estaba muy deteriorada, y tanto doña Elena como don Armando le prohibieron que buscara un trabajo.
—Cuando estés bien trabajarás, ahora haznos un favor a todos y recupérate —le insistió su tío.
Amelia sufría al ver a su tío convertido en pasante del despacho de abogados. En realidad abusaban de él, puesto que era quien preparaba concienzudamente los casos más difíciles, pero el mérito y el dinero se lo llevaban otros.
—Tío, ¿por qué no intentas volver a poner tu propio despacho?
—¿Y quién crees que confiaría en mí? Hija, no olvides que me salvaste de que me fusilaran. Doy gracias por estar vivo, y no me atrevo a desear nada más que poder mantener esta familia.
—Pero, tío, ¡tú les estás haciendo todo el trabajo! ¡Se aprovechan de ti!
—Nadie contrataría a un abogado republicano que estuvo condenado a muerte. No tengo influencias, y todos desconfiarían de mí. Dejemos las cosas así.
—Tienes que aceptar que tu tío perdió la guerra —terció doña Elena.
—La hemos perdido todos —respondió Amelia.
—Las consecuencias las pagamos todos, pero son los rojos y los republicanos los que la perdieron. Franco no lo está haciendo tan mal, y parece que por ahí fuera le respetan —insistió doña Elena.
—¿Quién le respeta? ¿Hitler? ¿Mussolini? ¡Esos dos son como él! Pero los países europeos no le respetan, ya veréis lo que sucede cuando Inglaterra gane la guerra —contestó Amelia.
—Yo ya no espero nada de nadie, ya dejaron sola a la República —se quejó don Armando.
—Además, las cosas no están tan mal aquí. Sí, es cierto que pasamos necesidades, pero al menos hay orden, y algún día las cosas nos irán mejor, ya verás. —Doña Elena se estaba acomodando a la nueva situación.
—¿Y la libertad? ¿Dónde te dejas la libertad, tía?
—¿Qué libertad? Mira, Amelia, aquí si no hablas de política no te pasa nada, de manera que lo más inteligente es no decir ni pío. En esta familia ya hemos tenido bastante de política, y yo quiero que vivamos en paz. Europa entera está en guerra y no sabemos cómo va a acabar, y por lo pronto Franco ha sido tan hábil que ha evitado meternos en ella.
—¡Por Dios, tía!
—Sí, Amelia, reconócelo, todo el mundo sabe que Hitler vino a pedirle que le ayudara en la guerra, y Franco se lo quitó de encima sin decirle ni que sí, ni que no, como es gallego…
—¿Y con qué le iba a ayudar? ¿A quién le iba a mandar? ¡Pero si este país está arruinado, tía! ¡Si los hombres no tienen fuerzas para seguir luchando! No, no es que no haya querido ayudar a Hitler, es que no puede porque no tiene con qué. Además, ha mandado a la División Azul a Rusia.
—Amelia, te pido que dejes la política. Ya hemos sufrido demasiado por la política, hija, y tú has pagado un precio muy alto por esas ideas comunistas… Dejémoslo, Amelia, con trabajo y esfuerzo saldremos adelante. Y lo mismo que se lo he dicho a mis hijos, te lo digo a ti: en esta casa no quiero que nadie nunca más se meta en política. Bastante tenemos con que todo el mundo sepa que estábamos en el bando republicano. No debemos hacernos notar. Las cosas no nos van tan mal —insistió doña Elena.
Don Armando hablaba con su sobrina de política cuando no estaba su mujer. No quería disgustarla. Además, sabía que doña Elena tenía miedo de que los vecinos les pudieran escuchar criticando a Franco.
—Tu tía es una buena mujer —la disculpó don Armando.
—Lo sé, tío, lo sé, y yo la quiero mucho y le estoy muy agradecida por lo que está haciendo por nosotras y por Pablo, pero me sorprende que acepte de buena gana la nueva situación.
—Es ella quien hace posible el milagro de esta casa, y al contrario que nosotros, tiene los pies en la tierra. No sueña con que nadie venga a salvarnos, de manera que ha optado por adaptarse al Régimen, sabe que no hay otra solución.
—¿Y tú, tío? ¿Qué piensas tú? —preguntó Amelia.
—¡Qué voy a pensar! Que Franco es un maldito, pero ha ganado la guerra y no podemos hacer nada más. ¿Con qué vamos a luchar? No tenemos armas, ni dinero, ni esperanza. Nadie va a ayudarnos, Amelia; Francia e Inglaterra nos dejaron solos, y solos continuamos. Lo siento, hija, pero no creo que si Churchill gana la guerra le queden fuerzas para ayudarnos después a nosotros.
—¡Claro que lo hará! Ya verás, sé lo que digo —afirmó ella.
Para todos nosotros era un misterio el porqué del aspecto de Amelia. Por más que doña Elena intentaba sonsacarla, ella se resistía a contarles el origen de su deterioro físico.
Laura continuaba siendo su confidente, su mejor amiga, pero aun así Amelia no se sinceró con ella. Un domingo, pocas semanas después de su llegada, a la hora de la siesta, las dos estaban en la sala de estar mientras el resto de la familia descansaba. Ya sabes que agosto en Madrid es como estar en un horno, de manera que a primera hora de la tarde no hay nada mejor que hacer que dormitar. Yo me levanté a por un vaso de agua y al pasar por delante de la sala oí que estaban hablando. Entonces era más curioso que ahora, y me quedé a escuchar.
—¿De verdad has dejado a Albert para siempre? —preguntó Laura.
—Sí, es mejor para él, nunca le he querido lo suficiente. Bueno, quererle sí, pero sin estar enamorada, o al menos no como él se merece.
—Es tan buena persona… ¿Por qué no te gustan los hombres buenos?
—¿Crees que me interesan los malvados? —preguntó Amelia sorprendida por la pregunta de su prima.
—No, no digo eso, pero… reconocerás que tu marido es una buena persona y que Albert también lo es, y sin embargo los has dejado plantados.
—Aunque me duela decirlo, tengo que reconocer que, en efecto, Santiago es un buen hombre, pero yo no estaba preparada para el matrimonio, y puede que tampoco lo estuviera él.
—¿Y qué es lo que no te gusta de Albert?
—No es que tenga nada que me disguste, es que… cómo te lo explicaría… le quiero, sí, pero no siento ninguna emoción cuando estoy con él.
—Yo sé por qué.
—¿Ah, sí? Pues dime por qué.
—Porque te gustan los retos, te gusta conquistar lo imposible y tanto Santiago como Albert te querían, te lo daban todo y por tanto no tienen ningún interés para ti. Háblame de ese alemán.
—¿De Max? No hay mucho que decir, es valiente, inteligente y guapo.
—Y está casado.
—Sí, Laura, sí, está casado.
—¿Has estado con él todo este tiempo? ¿Por qué no me dices dónde has estado y qué es lo que te ha pasado?
Amelia se levantó nerviosa y comenzó a pasear por la sala sin responder a su prima.
—Vamos, no te molestes, sólo quiero saber qué te ha pasado. Antes confiabas en mí.
—Y sigues siendo la persona en quien más confío del mundo, pero prefiero no mezclarte en mis cosas. Es mejor así. Ya te he contado que he dejado a Albert por Max, y eso no lo sabe nadie.
—A mamá le daría un pasmo si supiera que tienes un amante que además está casado.
—Y tu padre tampoco comprendería que además fuera alemán.
—Mi padre te quiere mucho, Amelia, y nunca te juzgaría.
—Pero no lo comprendería y le causaría un gran dolor. Por eso prefiero que no sepan nada. Y a mi pobre hermana tampoco la quiero preocupar con mis cosas.
—¿Cuándo volverás a ver a ese Max?
—No lo sé, Laura, quizá nunca más. Es un soldado y estamos en guerra.
—¿No sabes dónde está?
—No, no lo sé.
En la casa seguían con preocupación las noticias sobre la guerra. La radio informaba que Hitler iba de victoria en victoria, lo mismo que Mussolini, y los locutores henchidos de entusiasmo aseguraban que Franco era igual de «grande» que el Führer y el Duce.
—Ganarán los aliados —auguró Amelia con tozudez.
—¡Dios te oiga, hija! —respondió don Armando, más escéptico que ella respecto al resultado de la contienda.
—¿A nosotros qué más nos da que ganen unos u otros? —preguntó doña Elena, temerosa de que ya fuera la codicia de los alemanes o el deseo de los británicos de restablecer la República provocara otra guerra en España.
Había sufrido tanto, que doña Elena lo único que ansiaba era sobrevivir y soñaba con que su familia volviera algún día a tener lo que tuvo en el pasado, cuando eran unos burgueses acomodados y en aquella casa relucían las fuentes de plata y la cristalería fina.
A mediados de septiembre, Jesús y yo comenzamos el nuevo curso en el colegio. Estudiábamos con beca en los Salesianos. Laura también se reincorporó a su trabajo con las monjas y Antonietta volvió a dar clases a las hijas de aquel vecino falangista. Amelia era la única que no trabajaba y eso la enfurecía. Un día se plantó ante su tío y le pidió que la ayudara a buscar un trabajo.
—Aún no estás bien, sigues muy delgada y el médico dice que tienes que descansar.
—Pero no soporto ser una carga para vosotros.
—La mejor ayuda es que te recuperes y no quiero oírte nunca más diciendo que eres una carga. Eres como una hija más, lo mismo que Antonietta, una hija más. Ten paciencia y espera a estar mejor para poder trabajar.
Pero Amelia no le hizo caso, de manera que empezó a buscar un empleo sin decir nada en casa. Un día nos sorprendió anunciando que había encontrado uno no lejos de casa, de dependienta en una mercería.
—¡Por Dios, hija, eso sí que no! —exclamó doña Elena.
—¿Por qué no? Es un trabajo honrado.
—Pero en esa mercería hemos comprado toda la vida y… no… no quiero que trabajes allí, nos criticarán.
—¿Y qué nos importa lo que digan los demás? Precisamente tú, tía, eres la que más nos recomiendas que nos adaptemos a la nueva situación. Pues bien, ya no tenemos dinero y por lo tanto tenemos que trabajar. No veo nada malo en hacerlo en la mercería.
—Menuda pécora está hecha la dueña. A mí nunca me gustó. Todo el mundo sabe que antes fue cantante de cuplé, pero muy mediocre, la pobre; eso sí, tuvo el talento de liarse con su representante. Se quedó embarazada y como el hombre estaba casado, no tuvo más remedio que hacerse cargo de ella y de su hija y llegaron a un acuerdo: le pondría la mercería y ella no montaría un escándalo.
—Siempre hemos comprado en esa mercería —apuntó Laura para apoyar a su prima Amelia.
—Es que siempre ha tenido buen género, las mejores puntillas y encajes… Pero esa mujer es lo que es —insistió doña Elena.
—Pues yo le estoy agradecida de que me dé trabajo. Su hija está casada con un teniente destinado en Ceuta, tienen cuatro chiquillos y no puede echarle una mano, y ella ya es muy mayor y necesita a alguien para ayudarla. Sólo serán unas horas por la mañana, pero al menos ganaré algún dinero —argumentó Amelia.
—¡Qué van a decir de nosotras en el barrio! —gimoteó doña Elena.
—¿Es que alguien nos da de comer? Entonces, ¿por qué debemos preocuparnos por lo que digan los vecinos? —replicó Amelia.
No hubo manera de que diera su brazo a torcer, y a pesar de las súplicas de doña Elena y de la preocupación de don Armando, Amelia comenzó a ir todas las mañanas a la mercería.
—Doña Rosa es muy amable —nos contó Amelia.
—¿Doña Rosa? Desde cuándo se hace llamar doña Rosa esa mujer. Siempre la hemos llamado Rosita —se quejó doña Elena.
—Ya, pero no me parece bien tutear a una señora que casi podría ser mi abuela. Soy yo quien ha decidido tratarla de usted y está encantada.
—¡No me extraña! Una señorita como tú tratando a una cupletista como si fuera una señora. No lo apruebo, y me da rabia.
—Pero, tía, no seas tan dura con ella. ¿Qué sabemos de las circunstancias de su vida? A mí me parece que es una buena mujer que ha sabido luchar para sacar adelante a su hija.
—Gracias a la mercería que le puso su representante —insistió doña Elena.
—Pues mira, eso demuestra que es lista —terció Laura—. Normalmente a las mujeres nos engañan, nos utilizan y luego nos dejan como zapatillas inservibles.
—¡Lo que tengo que oír! Si tu padre te oyera, le darías un disgusto. ¿Cómo puedes justificar que esa mujer se fuera con aquel hombre y… y… bueno, tuvieran una hija estando él casado? ¿Os parece decente? ¿Es eso lo que os he enseñado?
—Pero ¿qué sabemos nosotras de sus circunstancias? Yo estoy con Amelia, no debemos juzgarla —insistió Laura.
—Tía, ¿qué supones que dicen de mí? —preguntó Amelia.
—¿De ti? ¿Qué han de decir de ti? Eres una joven de buena familia y puedes llevar la cabeza muy alta por los padres que has tenido.
—Sí, pero me casé y abandoné a mi hijo y a mi marido para irme con otro. ¿Crees que soy mejor que doña Rosa?
—¡No te compares con ésa! —respondió, ofendida, doña Elena.
—Sabes que tus amigas, cuando me ven, murmuran y me tratan con una condescendencia que resulta ofensiva. Para ellas soy una perdida.
—¡No digas eso! Yo no consentiría que nadie te faltara al respeto.
—Vamos, tía, no te enfades y acepta de buena gana que trabaje en la mercería. Doña Rosa ha prometido pagarme treinta pesetas al mes.
Aquel dinero era una gran ayuda para la economía familiar. Don Armando ganaba cuatrocientas pesetas trabajando catorce horas al día, y entre Antonietta con sus clases de piano, Laura con lo que ganaba en las monjas además de los extras que le aportaba coser con la ayuda de doña Elena, la familia apenas llegaba a las seiscientas pesetas. A pesar de eso, éramos unos afortunados y no nos veíamos en la tesitura de tantas familias cuyo menú consistía en guisos de castañas o gachas de algarroba. Pero he de confesar que nunca he comido más arroz y patatas que entonces. Doña Elena hacía el arroz con un refrito de ajo y laurel y a las patatas cocidas les echaba pimentón para darles algo más de sabor, además del consabido laurel.
Aun a regañadientes, doña Elena terminó aceptando que Amelia trabajara en la mercería de doña Rosa, aunque ella nunca más volvió a comprar en la tienda.
Una noche en la que estábamos todos reunidos alrededor de la radio, nos enteramos de que se estaban librando violentos combates en torno a Stalingrado. Y a pesar de lo jactancioso que se mostraba el locutor asegurando que Alemania no dejaría un solo bolchevique con vida, lo cierto es que no era lo que realmente estaba pasando en el frente ruso.
Amelia parecía muy inquieta. Nunca reconoció por qué. Jesús decía que era porque, como su prima se había fugado con un comunista, ella estaba a favor de los rusos y le preocupaba que los alemanes pudieran ganar.
Una tarde Laura regresó y nos anunció que le iban a subir el sueldo.
—La madre superiora me ha dicho que está muy contenta con mi trabajo.
Doña Elena decidió celebrarlo preparando un pastel de patata con un poco de mantequilla que guardaba como si de un tesoro se tratase. La había traído Melita desde Burgos. No es que Melita nos visitara con frecuencia, pero había querido ver a su prima Amelia y presentarla a su marido y a su hijita Isabel.
Hacía muchos años que no se veían las dos primas y Amelia se sorprendió del cambio operado en Melita; la vio convertida en una matrona subordinada en todo a su marido. No es que Rodrigo Losada, el marido de Melita, no fuera un buen hombre, lo era, y la quería, pero tenía ideas rotundas sobre el papel que debían desempeñar las mujeres, sobre todo la suya. Melita asentía a cuanto él decía, haciendo suyas todas sus opiniones. Rodrigo, por su parte, observaba con desconfianza a Amelia, la díscola de la familia, la que había huido abandonando a su marido y a su hijo, la que aparecía y desaparecía sin dar cuentas a nadie como si de un hombre se tratase.
Rodrigo Losada se mostraba amable y educado con Amelia, pero apenas lograba fingir sus recelos respecto de ella. En las pocas ocasiones que discutía con Melita era cuando ella defendía a su prima diciéndole que siempre había sido una mujer especial y que era muy buena. Pero él no admitía sus razonamientos, lo cual la entristecía.
Debo confesar que Jesús y yo disfrutábamos de las visitas de Melita y de su cuñado Rodrigo, no sólo por el cariño hacia ellos sino también porque llegaban cargados de comida.
Cuando íbamos a recogerles a la estación, hacíamos apuestas sobre cuántas cestas traerían. Los padres de Rodrigo eran gente acomodada antes de la guerra civil, y sin ser millonarios, vivían mejor que nosotros; la madre era de un pueblo de Cantabria y tenía tierras y algo de ganado, de manera que hambre no pasaban.
En aquellas cestas voluminosas Melita solía llevar chorizo en aceite, mantequilla, costillas y lomo de cerdo adobado. También nos traía garbanzos y frascas de miel y mermelada de ciruelas y dulces hechos por su suegra. Todo aquello eran manjares en aquel Madrid de la posguerra.
Melita estaba de nuevo embarazada y Rodrigo aseguraba que esta vez sería un niño. En cuanto a la pequeña Isabel, era una chiquilla regordeta y tranquila a la que doña Elena y don Armando mimaban cuanto podían habida cuenta de lo poco que veían a su nieta.
A doña Elena, como a todas las madres de todas las épocas, le preocupaba el futuro de sus hijos. Se sentía satisfecha de la boda de Melita, pero tenía pendiente encontrar marido para Laura y para su sobrina Antonietta; de Jesús y de mí ya se ocuparía más adelante, pues aún éramos adolescentes.
La buena mujer, ignorando el sufrimiento de su marido, procuraba congraciarse con las esposas de algunos jerarcas del Régimen a los que teníamos por vecinos. De vez en cuando las invitaba a merendar y obligaba a Laura y a Antonietta a estar presentes para que las mujeres las vieran y las tuvieran en cuenta a la hora de elegir esposa para sus vástagos.
Aquellas sesiones ponían de malhumor a Laura y discutía con su madre.
—¡Pero tú te has creído que soy un animal de feria! Me niego a que esas amigas tuyas me examinen cada vez que vienen a casa. ¡Son odiosas! Antes de la guerra nunca las habrías invitado.
—¿Es que te quieres quedar soltera? Estas señoras están bien situadas y tienen hijos de vuestra edad; de seguir así, a Antonietta y a ti se os va a pasar el arroz.
—¡Pero es que yo no quiero casarme! —replicó Laura.
—¡Pero qué dices! ¡Claro que te casarás! ¿Quieres convertirte en una solterona? No voy a consentirlo.
Antonietta se mostraba más dócil a los deseos de su tía. Yo la veía sufrir en aquellas meriendas, pero ella no decía nada y procuraba comportarse con la corrección que le habían enseñado.
Doña Elena enseñaba a sus nuevas amigas las labores de punto de cruz de Antonietta y aseguraba que el pastel que les servía había salido de las manos de Laura.
Una noche, a la hora de la cena, anunció solemnemente que el sábado irían a una merienda-baile organizada por una de aquellas vecinas.
—El marido de la señora de García de Vigo es la mano derecha del subsecretario de Agricultura y me ha asegurado que acudirán muchos jóvenes interesantes, algunos con buenos cargos en la Falange, y otros hijos de buenas familias, creo que hay uno que es hijo de un conde o un marqués. Los señores de García de Vigo tienen una hija, Maruchi, que ya es un poco mayorcita; ha cumplido los veintisiete, y le pasa lo que a vosotras, que aún no ha encontrado marido.
—Pues yo no pienso ir —respondió Laura.
—¡Pues claro que irás! Lo mismo que Antonietta y Amelia, iremos todos. Tu padre nos acompañará, es una buena ocasión para presentarle al señor García de Vigo.
—Tía, ¿y yo qué he de hacer en ese baile? Al fin y al cabo ya estoy casada —apuntó Amelia, deseando librarse de la merienda.
—Estarás conmigo, le he dicho a la señora de García de Vigo que me quedaré con ella para echar un ojo a la fiesta. Tú nos acompañarás.
—No creo que sea una buena idea, ya sabes lo que piensan de mí esas señoras, para ellas soy una perdida, no creo que mi presencia favorezca a Laura y a Antonietta —continuó argumentando Amelia.
—¡Pero qué dices! Tú eres mi sobrina, nadie dirá una palabra incorrecta, ya has visto que cuando vienen aquí son muy amables contigo.
—Pero ésta es tu casa y no se atreverían a ser groseras. No, yo no iré —replicó Amelia.
—Tiene razón Amelia —terció don Armando—. Esas señoras son capaces de decir cualquier inconveniencia, y no es que me importe que eso os obligara a marcharos, pero sí el mal rato que pasaría Amelia. Mira, lo mejor es que ella y yo nos vayamos a dar un paseo con Jesús y con Pablo.
Con paciencia y persuasión, don Armando casi se salió con la suya, porque doña Elena tuvo una ocurrencia: que Jesús y yo nos quedáramos en la fiesta.
—Vosotros no tenéis edad para bailar, pero sí para merendar, así que no vamos a desaprovechar la oportunidad. Siempre queda bien que los hermanos pequeños estén cerca de las hermanas mayores haciendo de «carabinas». Está decidido, se lo diré a la señora de García de Vigo.
Jesús y yo protestamos, pero sin éxito. Amelia se había librado de ir pero la moneda de cambio fuimos nosotros.
El sábado a las seis en punto nos presentamos en la casa de los señores de García de Vigo en la calle Serrano. Doña Paquita, que así se llamaba la señora de García de Vigo, nos recibió sonriente y nos invitó a pasar a un amplísimo salón que había dispuesto como sala de baile.
—Pasad, pasad, sois los primeros —dijo doña Paquita.
—Ya te dije que llegaría a tiempo para ayudarte —respondió doña Elena.
—He invitado en total a treinta jóvenes, ya verás qué bien lo van a pasar. Y vosotros —dijo refiriéndose a Jesús y a mí— debéis estar atentos a que nadie se propase con las señoritas, cualquier cosa rara que veáis nos lo decís. Nosotras estaremos atentas, pero por si acaso nos distrajésemos estaréis ahí vigilantes, y os encargaréis de poner música, tenemos unos pasodobles muy animados.
Jesús y yo habíamos acordado ir a lo nuestro, que no era otra cosa que merendar. No teníamos la más mínima intención de hacer de vigilantes de las chicas, salvo que alguno de los jóvenes se propasara con Laura o con Antonietta, las demás nos daban igual.
No tardaron en llegar los primeros invitados. A Jesús y a mí nos parecieron todos iguales: ellos con traje y corbata, muy repeinados, y ellas con faldas almidonadas.
Doña Paquita había dispuesto una mesa con una enorme sopera llena de ponche; al lado, platos con croquetas, tortilla de patata y embutidos dispuestos primorosamente.
Después de beber una primera copa de ponche, los jóvenes se dispusieron a bailar. Y como era de prever, en cuanto doña Elena y doña Paquita se distraían, a ellos les ocurría lo mismo con las manos que se perdían por las espaldas de las chicas. Algunas les empujaban azoradas, otras sonreían pícaramente haciendo un ademán de rechazo pero sin demasiada contundencia.
No perdíamos de vista a Laura y a Antonietta, y en cuanto alguno intentaba propasarse, nos acercábamos de manera que los chicos entendieran que con ellas era mejor no intentar nada. Laura, por su cuenta, había encontrado la manera de poner distancias: en cuanto alguno se le acercaba más de lo debido, le propinaba un fuerte pisotón.
Nosotros nos divertimos. Creo que yo me comí todas las croquetas de bacalao que, según había comentado doña Paquita, las había preparado su hija Maruchi, quien por cierto se hacía la distraída cuando algún joven se le acercaba más de lo conveniente.
Mientras, doña Paquita informaba a doña Elena de quiénes eran aquellos jóvenes.
—Mira —decía—, ése de la chaqueta gris y con bigote es el hijo del subsecretario, y, el que está al lado tiene mucho porvenir, es de Falange y tiene un puestazo en el Mercado de Abastos. Ese medio rubio se llama Pedro Molina; fíjate bien, es un buen chico, aunque huérfano de padre: al pobre hombre lo mataron en la guerra, en Paracuellos. Su madre es prima de un militar muy vinculado al Caudillo. Creo que le tienen en gran estima, y dicen que es de los pocos que le tutea. A su madre le han dado un estanco y a él le han colocado en un buen puesto en el Ministerio de Hacienda. Mira, mira cómo se fija en Laura… ¡Uy, qué suerte! Si tu hija le «pesca», os podréis sentir afortunados. ¡Menuda boda!
Antonietta vino a sentarse con nosotros. Estaba un poco cansada y aquellos muchachos la abrumaban con sus bromas y su vitalidad.
—Hija, ¿no te diviertes? —le preguntaron al alimón doña Paquita y doña Elena.
—Sí, sí, mucho, pero es que estoy un poco cansada —se disculpó ella.
—Descansa un poco, pero no mucho rato porque de lo contrario alguna chica te quitará a tus admiradores —le advirtió doña Paquita, sin darse cuenta de que para Antonietta suponía un alivio que la ignoraran.
A las diez en punto, doña Paquita dio por finalizada la merienda-baile. Regresamos a casa amenizados por la charla entusiasta de doña Elena. Para ella la velada había sido un éxito. El sobrino del militar cercano al Caudillo, que dijo llamarse Pedro, se había acercado para presentarle sus respetos y pedirle permiso para visitar a Laura. Doña Elena ignoró la mirada de espanto de su hija y le respondió al muchacho que estarían encantados en recibirle el próximo jueves por la tarde.
Laura se quejaba a su madre.
—No tenías que haberle invitado, es un repelente.
—Es un buen chico, a su padre lo mataron en Paracuellos, y ya ves… él está estudiando Comercio y su madre tiene un estanco. No es un partido que podamos desechar.
—Pues a mí no me gusta, así que no le des alas porque no pienso salir con él. Es un fascista.
—¡Pero habrase visto! No quiero que vuelvas a decir esa palabra ¡nunca, nunca! ¿Me oyes? En España ya no hay partidos, ahora somos todos españoles.
—Sí, españoles fascistas porque al resto los han matado o están en el exilio.
—¡Pero qué habré hecho yo en la vida para merecer esto! ¿No te das cuenta de nuestra situación? Hasta tu padre se ha dado cuenta de que no hay otro remedio que acostumbrarnos a Franco; además, digáis lo que digáis, está haciendo las cosas bien, por lo menos tenemos paz.
—¿Paz? ¿Qué paz? ¿Llamas paz a matar a todos los que no están con el Régimen? —protestaba Laura.
—Lograrás que nos metan a todos en la cárcel, ya verás… —gimoteó doña Elena.
A pesar de las protestas de Laura, Pedro Molina comenzó a frecuentar la casa. Doña Elena se mostraba solícita con él, pero Laura no le ocultaba su antipatía. El muchacho parecía no querer darse por enterado del desdén de Laura, y cuanto peor le trataba más interesado parecía él.
—¡Es un remilgado! No le soporto.
—Es un caballero y un buen partido. ¿Es que quieres quedarte para vestir santos?
—Lo prefiero. Te aseguro, madre, que lo prefiero, cualquier cosa mejor que estar al lado de ese estirado.
Doña Elena hacía caso omiso de las protestas de Laura, y un día, cuando Pedro Molina estaba en casa merendando, dejó caer que le gustaría conocer a su madre.
—Un día tiene usted que traer a su señora madre a merendar, nos haría un gran honor poder conocerla.
—¡Desde luego, doña Elena! Pero somos nosotros quienes debemos invitarlas. No sabe cuánto desea mi madre conocer a Laura.
—Pues no hay más que hablar, el próximo jueves vienen unas amigas a pasar la tarde y su madre será bien recibida en esta casa. Mientras tú hablas con Laura, nosotras la entretendremos un rato. Pobre mujer, ¡cuántas desgracias ha soportado!
—Si no fuera por su primo no sé qué habría sido de nosotros… Pero el primo de mamá es un militar muy afecto al Caudillo y ha cuidado de que nada nos falte. Ya sabe usted que tengo un buen trabajo, donde estoy muy considerado.
—¡Claro, claro! Es que tú eres un joven de valía, llegarás muy lejos.
—Yo sólo quiero llegar a ser digno de Laura —suspiró Pedro Molina.
La visita de la madre de Pedro trajo de cabeza a toda la familia. Doña Elena pidió a don Armando que procurara llegar a tiempo del trabajo para conocer a la viuda.
—Pero, mujer, cómo voy a irme antes de mi hora.
—Es un buen partido para Laura, así que debemos hacer todo lo posible para que el noviazgo salga adelante.
—Pero ¿qué noviazgo? Laura no quiere saber nada de ese tal Pedro Molina. Tú te estás metiendo a casamentera y esto va a terminar mal. Ese chico se hace ilusiones, no por lo que le dice Laura sino por lo que le dices tú.
—Armando, deberías ayudarme en vez de ponerme chinitas en el zapato.
—No, Elena, no pienso ayudarte a forzar una boda que a nuestra hija le repele. Déjala en paz, ya encontrará novio, y si no lo encuentra será porque no quiere.
—Pero ¿no te importa que Laura se convierta en una solterona? ¡Qué le espera a una mujer sola en la vida!… No, no lo voy a consentir, aunque no estés de mi parte.
La madre de Pedro Molina resultó ser una señora entrada en carnes y nada dispuesta a que su hijo se casara con alguien que no hubiera sido elegida por ella. Laura hizo lo imposible por caerle mal, pero aunque se hubiera mostrado encantadora, tampoco le habría gustado a la buena señora.
Se notaba que era una «quiero y no puedo», es decir, que hasta que no había tenido el estanco no había dispuesto de un duro para gastar y miraba con recelo a doña Elena, cuyo porte y ademanes elegantes ella nunca alcanzaría a tener.
Doña Elena se mostró encantadora, le presentó a sus amigas y procuró que se sintiera a gusto, pero no lo consiguió. La viuda de Molina se sentó muy tiesa en el borde de la silla y no hizo ni un solo elogio a las magdalenas «hechas» por Laura (en realidad las había preparado Antonietta) ni al chocolate con leche que tanto había costado conseguir (la tableta de chocolate era un regalo de doña Rosa la mercera). En cuanto a la leche, Edurne la había conseguido en el mercado negro. Por cierto que, para la ocasión, Edurne había almidonado su uniforme. Pero ni por esas parecía conmovida. Una hora después de llegar acompañada de su hijo adujo que debía marcharse, y a pesar de la mirada silenciosa y suplicante de Pedro, se mostró inflexible. Dijo que se iban y se fueron. Después, para alivio de Laura, Pedro Molina empezó a espaciar las visitas. Estaba claro que no contaba con la aprobación de la viuda.
Pocos días antes de Navidad se presentó una extraña mujer en casa preguntando por Amelia. Fui yo quien le abrió la puerta.
—¿La señorita Amelia Garayoa?
—Sí, es aquí —dije yo mirando asombrado a aquella mujer de cabello rubio encanecido, delgada y resuelta. El abrigo era de buen paño, y el collar de perlas relucía tanto como los botines de piel que calzaba. Me pareció que tenía un ligero acento extranjero, pero debió de ser una impresión.
—¿Quiere decirle que estoy aquí?, soy la señora Rodríguez.
Fui a avisar a Amelia. Ella pareció sorprenderse cuando le anuncie a la señora Rodríguez.
—¿Quién es? —Quiso saber doña Elena.
—Una persona que conocí por Albert, creo que era amiga de sus padres —respondió Amelia.
Amelia condujo al salón a la señora Rodríguez y le ofreció una infusión de malta que ella rechazó, luego se quedaron durante largo rato hablando en voz baja. Cuando la señora Rodríguez se fue, Amelia parecía preocupada. Pero no dijo nada y esquivó con vaguedades las preguntas de su tía; ni siquiera a su tío le quiso decir más.
Recuerdo que aquella Navidad fue especial porque vinieron a pasarla con nosotros Melita, su marido y su hija, la pequeña Isabel. Melita ya estaba muy avanzada en su embarazo y le había dicho a su marido que tenía el antojo de pasar las Navidades en Madrid. Él se había resistido, no quería pasarlas lejos de su familia en Burgos, pero fuera porque Melita se puso enferma del disgusto o porque él temiera que le pasara algo al niño, el caso es que llegaron a Madrid el mismo día 24 por la mañana trayendo consigo un cesto en el que guardaban dos gallinas ya peladas, además de dos docenas de huevos, la consabida mantequilla y un buen pedazo de lomo de cerdo adobado, amén de pimientos, cebollas y perejil. Incluso trajeron dos botellas de vino.
Hacía tiempo que no pasábamos una Navidad tan alegre. Doña Elena y don Armando se sentían felices de tener a sus tres hijos con ellos, además de a sus dos sobrinas; en cuanto a mí, ya era uno más de la familia. Mi madre, Lola, continuaba sin dar señales de vida, lo mismo que mi padre. Yo aún aguardaba a que un día aparecieran, que vinieran a por mí, pero mientras tanto mi único horizonte era el de aquella familia que tan generosamente me había acogido.
El día de Navidad nos levantamos tarde y desayunamos en pijama en la cocina, pese a las protestas de doña Elena, que nos decía que no debíamos sentarnos nunca a la mesa sin antes habernos aseado y vestido, pero don Armando intervino diciendo que por un día no pasaba nada. No habíamos terminado de desayunar cuando Melita comenzó a sentirse mal.
Entre don Armando y Rodrigo la llevaron de nuevo a la cama, y doña Elena llamó al médico de la familia.
—Te habrá sentado algo mal, quizá cenaste demasiado —le dijo Rodrigo.
Ninguno pensábamos que pudiese ser otra cosa que una indigestión puesto que aún le faltaban un par de meses para cumplir con el embarazo. Pero Melita se quejaba y aseguraba que tenía contracciones.
—Os digo que estoy de parto, me acuerdo muy bien de cómo fue cuando nació Isabel.
—Que no, mujer, cálmate —le insistió su marido.
Don Eusebio, el médico, no tardó en llegar con aspecto somnoliento. Nos echó a todos de la habitación, salvo a doña Elena.
Cuando don Eusebio salió del cuarto, no dejó lugar a dudas:
—Melita está de parto, imposible trasladarla a ningún hospital, no llegaríamos. A ver, Laura, pon agua a calentar, y tú, Amelia, trae unas toallas y algo de ropa blanca.
Rodrigo se puso pálido, temeroso de que le sucediese algo a Melita.
—Doctor, ¿está usted seguro de que no llegamos a un hospital? No vaya a ser que el parto se complique…
—Claro que es un parto complicado, el niño es sietemesino, así que póngase a rezar, es lo mejor que puede hacer. ¡Ah!, y llame a este número, que es el de una comadrona que conozco; una buena mujer y puede que esté dispuesta a venir a ayudarme.
Rodrigo telefoneó de inmediato a la comadrona y le prometió una buena paga si venía a ayudar en el parto.
Antonietta nos dijo que todos debíamos ayudar a Melita, y que en el caso de Jesús y mío el mejor servicio que podíamos hacer era el de estar quietos y no alborotar.
La matrona tardó casi una hora en llegar, hasta entonces Melita no había dejado de gritar. Cuando la mujer llegó, el médico mandó salir de la habitación a Amelia y a Laura.
Recuerdo a Rodrigo llorando en silencio. Se había sentado en la sala de estar fumando un cigarro tras otro mientras las lágrimas le empapaban el rostro.
—Pues sí que la quiere —me dijo Jesús asombrado. Nunca antes había visto llorar a un hombre.
—¿Cómo no ha de quererla si es su mujer? —respondí yo.
—¡Pobrecita! —murmuró Rodrigo, lamentándose de haber accedido a su deseo de viajar a Madrid estando embarazada de siete meses.
El niño no nació hasta bien entrada la tarde, y gracias a Dios, pese a las complicaciones del parto, tanto él como Melita superaron el trance.
—Ha perdido mucha sangre y está muy débil, pero es una muchacha fuerte y se recuperará. Su hijo es muy pequeño, dadas las circunstancias, pero espero que salga adelante —le dijo don Eusebio a Rodrigo, que no sabía cómo agradecerle que hubiera salvado a su mujer y a su hijo.
—Estaré siempre en deuda con usted. Dígame qué le debo, no importa cuánto, lo que sea, después de lo que ha hecho usted…
—Joven, hay cosas que no se hacen por dinero. ¿Sabe cuánto hace que conozco a Melita? Pues desde que era poco mayor que su hija Isabel. No estoy aquí por dinero, sino por amistad con la familia, sólo por eso.
Aun así, al igual que lo hizo la comadrona, aceptó la generosa dádiva de Rodrigo.
—Tiene que descansar una buena temporada. En cuanto al niño, necesitará muchos cuidados habida cuenta de que es prematuro y de que corre algunos peligros —advirtió don Eusebio.
—Los llevaré de inmediato al hospital —afirmó Rodrigo.
—No, no, ni se le ocurra moverlos de casa. Lo mejor es que se queden aquí. Hágame caso. Yo volveré esta noche a verles, y si me necesitan, no duden en llamarme.
—Contrataré a una enfermera. ¿Puede usted recomendarme a alguien?
—Sí, a doña Elena, es quien mejor puede cuidar de Melita, nadie mejor que su madre.
Doña Elena permitió a Rodrigo entrar en la habitación durante unos minutos advirtiéndole de que no debía fatigar a Melita.
—Y sobre todo nada de reproches. La pobrecita cree que estarás enfadado por haber venido a Madrid cediendo a sus súplicas.
—¡Cómo voy a reprocharle nada! Doy gracias a Dios porque esté viva.
Melita le pidió a Rodrigo que permitiera ponerle al niño el nombre de Juan.
—Quiero que se llame como mi tío.
Él aceptó sin resistencias. Estaba demasiado asustado para negarle nada.
A mediados de enero Rodrigo tuvo que regresar a Burgos, dejándonos en casa a Melita, quien aún guardaba cama. Don Eusebio no le hubiera permitido viajar, y mucho menos al niño, al que todos llamábamos Juanito.
Doña Elena se sentía feliz de tener a Melita y a sus dos nietos. No estaba dispuesta a dejarles ir hasta estar segura de que tanto su hija como su nieto estuvieran en perfecto estado. Don Eusebio bromeaba diciendo que sería doña Elena la que decidiría cuándo les daba el alta, aunque él recomendaba que al menos se quedaran en Madrid hasta el verano.
Rodrigo aceptaba sin protestar cuanto le decían. Se sentía agradecido por tener a Melita y a su hijo vivos, de manera que decidió venirse a Madrid todas las semanas a verles. El sábado a primera hora cogía el tren desde Burgos y regresaba el domingo. Sólo podía estar unas horas con su mujer y sus hijos, pero mejor eso que nada.
A Melita tampoco pareció importarle quedarse al abrigo de su familia. No es que no fuera feliz en Burgos, donde tenía una buena casa y la familia de su marido la apreciaba sinceramente, pero Melita extrañaba a sus padres y a su hermano Jesús, que siempre había sido su favorito, aunque también quería mucho a su hermana Laura. Pero Laura siempre había hecho mejores migas con su prima Amelia, y Melita respetaba la complicidad que había entre ellas.
Don Armando, por su parte, mimaba cuanto podía a sus dos nietos. Isabel era una niña muy cariñosa siempre dispuesta a regalar sus mejores sonrisas al abuelo. En cuanto al pequeño Juanito, todos rezábamos para que se recuperara lo antes posible, pero al pequeñín le costaba coger peso y tenía frecuentes diarreas que preocupaban mucho a don Eusebio.