5

Grazyna llevaba dos días sin salir de la habitación. Se ocultaba en el armario cada vez que escuchaba girar la llave y entrar a la camarera, quien observaba extrañada la ausencia de Amelia. En realidad sabía que la camarera sospechaba que seguía allí. La había visto la tarde en que se marchó Amelia. Ella le dijo que era amiga de la señorita Garayoa y que ésta le había pedido que la esperara hasta su regreso. Pero Amelia llevaba dos días sin aparecer. Además de por la camarera, también se asustó cuando desde su escondite en el fondo del armario vio entrar a un oficial alemán mirando preocupado la habitación vacía. El oficial salió casi de inmediato y pensó que aquel hombre podía ser el amante de Amelia. A veces le escuchaba hablar con una mujer a través de las rendijas de la puerta que separaba su habitación de la de aquel hombre. No parecía muy feliz con su mujer, porque se les oía discutir.

En el fondo del armario, disimulada entre la ropa, había encontrado escondida la cámara con la que Amelia fotografiaba los documentos de su amante.

Según pasaban las horas, más segura estaba de que habían detenido a Amelia, de lo contrario habría regresado. Le daba vueltas a cómo escapar y al final decidió hacerlo a la mañana siguiente, cuando hubiera gente en el vestíbulo del hotel, de este modo podría pasar inadvertida. Lo peor es que no tenía dónde ir, porque la ausencia de Amelia significaba que no había llegado a tiempo de avisar para que se salvara el grupo. Sólo le quedaba intentar llegar a Ciechanov, donde vivía su tía Agnieszka; siempre había sido su sobrina favorita y estaba segura de que la ayudaría.

Se había quedado dormida cuando sintió abrirse la puerta y no le dio tiempo a correr para esconderse en el armario.

Varios hombres entraron seguidos por la camarera y un conserje. La camarera señaló a Grazyna.

—Ésta es la mujer que lleva tres días aquí, en la habitación de fräulein Garayoa… Supongo que la está esperando… yo… ya le he dicho al señor director que me parecía muy sospechoso.

—Márchense —les conminó a la camarera y al conserje uno de los hombres de la Gestapo. Ambos obedecieron de mala gana, deseosos de saber qué iba a pasar.

Grazyna se había quedado inmóvil. Sabía que no podía escapar. La sujetaron por los brazos al tiempo que le ordenaban que dijera su nombre.

—Me llamo Grazyna Kaczynsky —musitó.

Uno de los hombres comenzó a registrar la habitación. No tardó en encontrar la cámara que Amelia había escondido en el armario.

No supo por qué lo hizo, pero comenzó a gritar con todas sus fuerzas, mientras se resistía a ser sacada de la habitación por aquellos hombres de la Gestapo. Y tan fuertes fueron sus gritos que los inquilinos de las habitaciones cercanas salieron al pasillo.

Grazyna pudo leer el asombro en los ojos de aquel oficial que un día antes había entrado apenas unos segundos en la habitación.

Max von Schumann intentó hacer valer su autoridad como oficial para intentar que aquellos hombres le dieran una explicación de lo que sucedía, a pesar de que Ludovica le instaba a regresar a la habitación.

—Métase en sus asuntos, comandante —le dijo con desprecio uno de los hombres de la Gestapo.

—Le ordeno que me explique qué sucede aquí y por qué se llevan a esta señorita…

—Usted no puede ordenarnos nada —respondió el hombre.

Una risa sardónica alertó a Max y al volverse se encontró con el comandante Ulrich Jürgens.

—Baronesa. —El comandante Jürgens hizo una exagerada reverencia a Ludovica, que ésta correspondió con una amplia sonrisa.

—¿Qué está pasando Jürgens? —le preguntó Max al comandante de las SS.

—Como puede ver, están deteniendo a esta señorita. ¿Me equivoco si no es ésta la habitación de su buena amiga fräulein Garayoa? ¡Qué lamentable casualidad, una criminal en la habitación de una amiga suya!

Ludovica torció el gesto y clavó sus ojos airados en el comandante Jürgens, que esquivó la mirada.

Max miró con odio a Jürgens pero no perdió tiempo sabiendo que aquella mujer que se llevaban era la única que podía decirle dónde estaba Amelia.

—¿Quién es usted? —le preguntó a Grazyna.

—Usted no tiene autoridad para preguntar a la detenida —le cortó el comandante Jürgens.

—¡Ni usted para darme órdenes! ¡Cómo se atreve!

—¡La han detenido! ¡Han detenido a Amelia! Yo la esperaba aquí. ¡La han detenido! —gritó Grazyna.

—Pero ¿por qué? ¿Quién es usted?

—Trabajo en el hospital… conocí a Amelia… ella… ella…

No pudo decir más. Los hombres de la Gestapo la golpearon y se la llevaron arrastrando por las escaleras. Cuando Max se disponía a ir tras ellos, Ludovica le cogió del brazo.

—¡Por favor, Max, no seas imprudente!

—Como siempre, tiene usted razón, baronesa, parece que su marido necesita que le recomienden prudencia o de lo contrario… quién sabe lo que le puede suceder… tiene usted amigos muy peligrosos, barón Von Schumann… amigos que pueden reportarle muchas incomodidades.

—No se atreva a amenazarme, Jürgens —le advirtió Max von Schumann.

—¿Amenazarle? ¡No me atrevería a tanto! ¿Quién puede amenazar a un oficial aristócrata de la Wehrmacht? —Rio Jürgens.

—¡No sea impertinente! —le reprendió Ludovica.

—Perdón, baronesa, bien sabe que nada más lejos de mi intención que contrariarla, los amigos no suelen contrariar a sus buenos amigos.

—Usted no es nuestro amigo, Jürgens —aseveró Max.

—Soy un devoto servidor de la baronesa —dijo mirando a Ludovica.

Ésta tiró del brazo de Max hasta hacerle entrar en la habitación. Los huéspedes de las otras habitaciones continuaban en el pasillo observando con curiosidad la escena, y a ella le horrorizaba convertirse en la comidilla de aquella gente a la que despreciaba.

—Voy a salir, Ludovica —dijo Max apenas cerraron la puerta—. He de saber qué le ha sucedido a Amelia.

—Se me olvidó decirte que la vi hace un par de días en el vestíbulo. Fue una sorpresa encontrarla aquí, iba acompañada por un joven muy apuesto —mintió Ludovica—. Yo que tú no me preocuparía por ella.

—¿No has escuchado lo que ha dicho esa mujer a la que se llevaban detenida?

—¡Por Dios, Max, no sabemos quién es esa mujer! Y si es una criminal que estaba en la habitación de Amelia, no nos conviene curiosear. Al fin y al cabo tampoco sabemos demasiado de esa española. Llegó a Berlín como amante de ese periodista norteamericano… Una mujer así… en fin… no creo que tengamos que mezclarnos con sus problemas.

Pero Max no parecía escuchar a Ludovica. Daba vueltas por la habitación resuelto a ir en busca de Amelia. ¿Quién sería aquella chica que se llevaban detenida? Quizá esa nueva amiga de la que Amelia le había hablado en alguna ocasión… pero ¿qué había hecho? ¿Por qué se la llevaban detenida?

—Max, en mi estado no me convienen los sobresaltos ni los disgustos. —Ludovica se había acercado a su marido y, agarrándole la mano, se la había colocado sobre su vientre—. ¿No sientes a nuestro hijo? Tienes una responsabilidad, Max, conmigo, con nuestro hijo, con tu apellido…

De repente Max parecía comprender lo que hasta el momento le había parecido natural: Ludovica se había quedado embarazada antes de que a él le enviaran a Varsovia; ella había buscado aquel embarazo por temor a perderlo y había acudido hasta allí para reclamarle que actuara como quien era, un Von Schumann, un aristócrata, un oficial del Ejército que no podía escapar de su lazo matrimonial sin deshonrar a su familia.

Pero Ludovica debía de saber que Amelia estaba en Varsovia, que había ido con él.

Hacía dos días que había regresado del frente y soñaba reencontrarse con Amelia, pero para su sorpresa se encontró con Ludovica, y por más que había preguntado en recepción, no habían sabido darle noticias de Amelia.

Ludovica se deshacía en carantoñas y él mismo había tenido un sentimiento encontrado al saber que iba a tener un hijo; un hijo que continuara con las tradiciones, que llevara con orgullo el apellido Von Schumann. Aun así, sentía un íntimo remordimiento, porque con aquel hijo sentía estar traicionando a Amelia.

No le cabía la menor duda de que Amelia estaba en peligro y que el comandante Ulrich Jürgens no era ajeno a ello. Pero ¿ocurría lo mismo con Ludovica? Le había extrañado la familiaridad que parecía haber entre su esposa y aquel comandante de las SS.

—Lo siento, querida, pero voy a buscar a Amelia donde quiera que esté.

—No lo hagas, Max, no lo hagas, no tienes derecho a ponerme en evidencia.

—¿Qué quieres decir?

—¿Crees que en Varsovia es un secreto que tienes una amante? ¿Cuánto crees que tardé en enterarme que esta habitación se comunica con la de una joven española de nombre Amelia Garayoa? —le dijo, y un poco más calmada, prosiguió—: Vamos a tener un hijo Max, y nuestra obligación es que pueda llevar con orgullo el nombre de sus padres. El tuyo, Max, será un Von Schumann pero también llevara el mío, será un Von Waldheim; nuestro hijo será la síntesis de lo mejor de nuestra raza. ¿Vas a ensuciar su futuro yendo tras esa aventurera española? ¿Hasta cuándo crees que voy a aguantar más humillaciones? He callado ante algunas evidencias, no he querido ver lo que los demás veían. ¿Y sabes por qué lo he hecho, Max? Por ser quienes somos, por cumplir con el sagrado compromiso que adquirimos ante el altar, pero que mucho antes que nosotros adquirieron nuestros padres. No podemos escapar de quienes somos, Max, no podemos.

—Voy a buscar a Amelia. Lo siento, Ludovica.

—¡Max!

Salió de la habitación sin saber muy bien adónde ir, temiendo que Amelia también estuviera en manos de la Gestapo al igual que la joven a la que acababan de detener. Pero ¿por qué? ¿Qué había hecho Amelia durante el tiempo en el que él había estado en el frente?

De repente recordó las relaciones de su amante con los británicos y se preguntó si ésa sería la causa de su detención. Pero de inmediato se dijo que no, que Amelia no era una agente, tan sólo había hecho de correo para los británicos por su relación con aquel periodista Albert James, sobrino de lord Paul James, uno de los jefes del Almirantazgo.

Se dirigió al Cuartel General sin saber a quién pedir ayuda, alguien con suficiente autoridad ante los hombres de los Einsatzgruppen, de la Gestapo, de las SS, de quienes fuera que tuvieran a Amelia.

Buscó a su ayudante, el capitán de intendencia Hans Henke; necesitaba hablar con alguien.

—Usted conoce al general Von Tresckow —le recordó el capitán Henke.

—¿Cree que el general puede hacer algo?

—Quizá…

—Póngame con su ayudante… al menos puedo intentarlo.

—También puede recurrir a Hans Oster e incluso a Canaris, quizá ellos tengan más posibilidades de actuar.

—Sí… sí… tiene usted razón, tengo un amigo que trabaja con Oster, la Abwehr tiene oídos en todas partes… Hablaré con él e incluso con el mismísimo Hitler si fuera necesario.

A Grazyna la torturaron durante varios días con más saña aún de lo que habían atormentado a Amelia. Sospechaban que era quien dirigía aquel grupo de resistencia y necesitaban saber qué operaciones tenían en marcha. Algunos de los miembros del grupo a los que habían detenido, entre ellos a su prima Ewa y Tomasz, habían asegurado que no hacían más que intentar ayudar a algunos amigos del gueto, pero no les creyeron.

La operación contra aquel grupo había comenzado por la indiscreción de una de las secretarias del director del hospital donde trabajaba Grazyna. La mujer mantenía una relación sentimental con un soldado del Ejército alemán y en una ocasión, sin darse cuenta, le había comentado que su jefe sospechaba que alguien se estaba llevando medicinas del hospital, pero por más que éste preguntaba a la hermana Maria, la responsable de la farmacia, no lograban encontrar al culpable de los hurtos. La hermana Maria le aseguraba al director que ella no sabía nada, pero era evidente que alguien se llevaba las medicinas con la complicidad de la monja.

El director del hospital había dado cuenta a la policía y se había organizado una discreta y eficaz vigilancia sobre la hermana Maria, quien no había sospechado de un celador nuevo, en realidad un policía, al que colocaron a trabajar bajo sus órdenes. El celador parecía un buen hombre, siempre dispuesto a trabajar más horas de las que le correspondían.

No le fue difícil escuchar algunas conversaciones entre la monja y Grazyna, y llegar a la conclusión de que era ella quien se llevaba las medicinas con la complicidad de la hermana Maria.

La policía organizó un operativo para seguir a Grazyna noche y día, y con paciencia fueron conociendo a la mayoría de los miembros de la red. De esa manera supieron que preparaban algo importante y decidieron actuar deteniendo en primer lugar a la hermana Maria, a quien otorgaban una responsabilidad mayor de la que verdaderamente tenía. La detuvieron un sábado, después de que Grazyna saliera del hospital para que ésta no sospechara, y la torturaron con saña, pero la monja no pudo contar nada porque nada sabía. Cuando Grazyna regresó al hospital el lunes, le dijeron que la hermana Maria estaba enferma, y ella lo creyó, hasta que dos días después una enfermera que le tenía simpatía, le murmuró que había oído que la policía había detenido a la monja. Grazyna decidió huir y avisar a los miembros de la red, ya que para esa noche habían previsto llevar armas al gueto.

De todo esto se enteró Max von Schumann gracias a un contacto que le facilitó el amigo que trabajaba cerca de Hans Oster, el ayudante de Canaris. Ese contacto, de nombre Karl Kleist, era un oficial que trabajaba en el departamento de transmisiones y nadie habría dudado de que era un buen nacionalsocialista, aunque en realidad disentía de Hitler y de cuanto representaba.

Gracias a las presiones de sus amigos, Max logró sacar a Amelia de las garras de la Gestapo, pero no pudo obtener su liberación, y tuvo que conformarse con que la trasladaran a Pawiak, la prisión donde se hacinaban hombres y mujeres por igual.

Max intentó verla sin éxito; el comandante de las SS Ulrich Jürgens se había encargado de que Amelia tuviera la consideración de presa peligrosa; por tanto estaba en régimen de aislamiento, lo mismo que Grazyna.

A pesar de eso, Max continuó insistiendo a sus amigos situados en el Alto Mando del Ejército, interesándose por la situación de Amelia. Lo que no sabía era que la baronesa Ludovica hizo valer sus influencias políticas para impedir que su marido lograra liberar a su rival.

Unos días después de estos sucesos, Max recibió la orden de regresar al frente. Para Ludovica fue un alivio que dejara Varsovia.

—Te esperaré en Berlín, tengo que ir preparando el nacimiento de nuestro hijo. Aún no hemos hablado de qué nombre le pondremos, aunque hay algunos que quiero proponerte. Si es niño, que rezo a Dios para que lo sea, le llamaremos Friedrich, como tu padre, y si es niña, Irene, como mi madre.

Puede que si Ludovica no hubiera estado embarazada Max se habría separado de ella para siempre, pero a pesar de la aversión que sentía hacia ella, no podía dejar de alegrarse por la idea de tener un hijo, un hijo legítimo que daría continuidad a su apellido.

Karl Kleist, el oficial que trabajaba cerca del coronel Oster, le aseguró a Max que haría lo imposible por tenerle informado sobre Amelia.

Para Amelia supuso un alivio que la enviaran a la cárcel. Al menos allí no la torturaban sistemáticamente como habían hecho los hombres de la Gestapo.

A la sección de mujeres la llamaban «Serbia». Allí compartía una celda húmeda y llena de pulgas con varias mujeres, algunas de ellas condenadas a muerte por asesinato. Mujeres que aguardaban su fatal destino con aparente resignación. Una había matado con un cuchillo de cocina a su marido harta de que éste la maltratara. Otra era prostituta y había asesinado a un cliente para robarle. La más joven aseguraba que ella no había matado a nadie, que la habían detenido por error. Junto a ellas estaban las presas políticas: diez mujeres cuyo único delito era no ser nazis.

Estaban hacinadas, pero ése era el menor de los problemas. A los pocos días de llegar a Serbia, Amelia empezó a sentir picores por todo el cuerpo, no podía dejar de rascarse la cabeza. Una de las presas le dijo con indiferencia:

—Tienes piojos, pero terminarás por acostumbrarte. No sé qué son peores, si los piojos o las pulgas. ¿Tú qué crees?

Cuando Amelia llegó a la cárcel apenas podía moverse. Los torturadores le habían dejado señales en todo su cuerpo, además estaba muy débil ya que apenas le habían dado de comer ni de beber. Pasaron semanas antes de que tuviera fuerzas para hablar con aquellas mujeres que la trataban con una mezcla de curiosidad y de indiferencia.

Un día la trasladaron a la enfermería de la cárcel a causa de un desmayo. Cuando volvió en sí alcanzó a escuchar a la enfermera y al médico que la atendía referirse a Grazyna.

—¿Por qué se habrá metido en líos esta española? Y aún tiene suerte de estar viva, a la tal Grazyna la ahorcaron hace unos días —dijo el médico.

—Pero a ésta también la condenarán a muerte, cualquier día llegará la orden de ejecución —respondió la enfermera.

—Al parecer ha sido amante de un oficial y éste está moviendo cielo y tierra para al menos salvarle la vida, aunque tiene neumonía y lo mismo no sobrevive —contestó el médico.

Amelia se sintió reconfortada al saber que Max no la había abandonado, que luchaba por su vida.

Poco a poco se fue recuperando y se amoldó a la rutina de la cárcel. En algunas ocasiones permitían a las presas pasear por el patio, pero la mayor parte del tiempo lo pasaban hacinadas en las celdas. No sabía nada de Max, pero si seguía viva era gracias a él. Casi todos los días se llevaban a alguien para ejecutarlo. Las mujeres repartían sus escasos bienes entre las compañeras de celda antes de ser conducidas al patio donde eran ahorcadas.

Como Amelia había llegado en muy mal estado, tardó en poder salir de la celda, y por eso no supo hasta pasado algún tiempo que allí se encontraba Ewa, la prima de Grazyna.

Se vieron en la primera ocasión en que Amelia pudo caminar sola hasta la sala que les servía de comedor. Al principio no reconoció a Ewa: le habían cortado su hermosa melena castaña, el azul de sus ojos se había vuelto sombrío y cojeaba al andar.

—¡Ewa!

—¡Dios mío, Amelia, estás viva!

Hicieron ademán de abrazarse pero una celadora se lo impidió golpeándolas con una porra.

—¡Quietas! ¡Aquí no se permiten guarrerías!

Las dos jóvenes la miraron con temor reprimiendo el abrazo, pero al menos nadie les impidió sentarse juntas en una de las mesas donde se disponían a comer unos trozos de patatas nadando en un caldo negruzco.

—¿Qué ha sido de Tomasz? ¿Y de Piotr? —preguntó Amelia.

—A Tomasz le han ahorcado —respondió Ewa con una mueca de dolor.

—Grazyna… he oído que Grazyna… —Amelia no se atrevía a decir lo que había escuchado al médico y a la enfermera.

—La han ahorcado, lo sé —dijo Ewa.

—¿Y la hermana Maria? —Quiso saber Amelia.

—No pudo soportar las vejaciones y la tortura —respondió Ewa bajando la voz porque la celadora no apartaba la vista de ella.

—Pobrecita… ¿Y tú?

—No sé cómo aún estoy viva. Cada vez que me golpeaban me desmayaba… me hicieron tantas cosas… ¿Has visto mi pierna? Me la rompieron durante uno de los interrogatorios y no ha soldado bien… pero al menos estoy viva. Mis padres hablaron con unos conocidos bien relacionados con los alemanes, son proveedores de carne. Estoy condenada a muerte aunque han pedido clemencia al mismo Führer, y estoy a la espera de que llegue la respuesta de Berlín —contó Ewa.

—Creo que yo estoy viva gracias a Max —admitió Amelia.

—¿Tu amante alemán?

—Sí.

—Yo confío en salvar la vida —le confesó Ewa.

—Ojalá —respondió Amelia.

No les resultaba fácil estar juntas porque las guardianas procuraban que estuvieran separadas, pero aun así encontraban ocasiones para hablar. Las guardianas estaban demasiado ocupadas maltratando a las presas políticas e intentando mantener el orden en aquel recinto donde era tal el hacinamiento que las mujeres apenas disponían de espacio para ponerse en pie y caminar algunos pasos.

—¡Aquí no se permiten conspiraciones! —les decían mientras las golpeaban con las porras de goma obligándolas a sentarse, lejos la una de la otra.

Una mañana Ewa y Amelia coincidieron en el patio. Hacía frío, había llovido durante la noche y el cielo lucía su peor color. Las mujeres tiritaban porque apenas tenían ropa de abrigo con que cubrirse, pero preferían pasar frío que renunciar a esos minutos al aire libre.

Ewa se acercó a Amelia, parecía contenta.

—Piotr está aquí —le susurró al oído.

—¿Dónde?

—Aquí, en Pawiak.

—¿Cómo lo sabes?

—Por una mujer que acaban de trasladar a mi celda. Se llama Justyna. Ha estado en la sección VIII, la llevaron allí cuando la detuvieron. Dice que en algunas celdas meten a las mujeres con los hombres. Conoce a Piotr, me ha dicho que fueron novios tiempo atrás; ella es comunista, y Piotr también lo fue, pero al parecer dejó el partido.

—No sabía que Piotr fuera comunista…

—Yo tampoco, no creo que ni siquiera lo supiera Grazyna. Esa mujer, Justyna, dice que Piotr dejó el partido por un enfrentamiento con uno de los jefes, pero de eso hace tiempo. Piotr le ha pedido que buscara a Grazyna o a mí, y que si nos encontraba nos dijera que estaba vivo y que algunos amigos han logrado huir, pero no le dijo quiénes. A él también lo han condenado a muerte. Parece que la condesa Lublin ha logrado visitarle en un par de ocasiones y le ha traído ropa de abrigo y algo de comida.

—¿Cómo podemos decirle que estamos aquí? —preguntó Amelia.

—No podemos, no se me ocurre la manera de hacerlo…

—A lo mejor coincidimos el día en que nos ahorquen.

—¡No digas eso, Amelia! Sé que es difícil salir de aquí, pero no quiero perder la esperanza, yo… yo soy creyente, y le pido a Dios que no me abandone, que no permita que me ahorquen.

—Yo también rezo, Ewa, pero ya no sé si creo en Dios.

—¡Qué cosas dices! ¡Claro que crees en Dios! ¡Le necesitamos más que nunca!

—Nosotras a Él sí, pero ¿y Él a nosotras?

La fe de Ewa la ayudaba a soportar todo el sufrimiento que se cernía sobre ella en la prisión de Pawiak. Amelia, por su parte, confiaba más en que Max von Schumann fuera capaz de sacarla de allí.

Tanto para Amelia como para Ewa, estar cerca la una de la otra suponía un consuelo. Apenas habían llegado a conocerse durante el tiempo en que entraban clandestinamente en el gueto, ya que Grazyna no daba lugar a que se crearan relaciones personales. Amelia pensaba que Ewa era una gran chica llena de buenas intenciones, y que si iba al gueto era por seguir a su prima Grazyna. No había tenido tiempo de valorar a Ewa por sí misma, y no fue hasta que la encontró en Pawiak cuando descubrió la grandeza moral de la joven pastelera. De manera que cada vez que se lo permitían estaban juntas e intercambiaban anhelos y confidencias. Amelia no se permitía hacer planes, pero Ewa no dejaba de soñar con lo que haría cuando saliera de Pawiak.

—Tenemos que reconstruir el grupo y continuar con la labor de Grazyna. No podemos rendirnos. No hago más que pensar en los niños, seguro que echan de menos mis caramelos.

Pasaron los meses sin que Amelia supiera nada de Max. Ni una carta. Ni un mensaje. Nada. En un par de ocasiones la habían vuelto a llevar a la enfermería. Apenas le daban de comer. Había enfermado de anemia, tosía y se desmayaba con frecuencia. Al principio sus compañeras de celda llamaban a las carceleras para avisar que la española había perdido el conocimiento, pero pronto dejaron de hacerlo. Las carceleras antes de trasladarla a la enfermería solían darle patadas mientras la insultaban.

—¡Levántate, zángana! ¡No te hagas la dormida! ¡Ya te voy a dar para que despiertes! ¡Vaya con la señorita delicada!

Cuando volvía en sí sentía en la boca el sabor de la sangre. A las carceleras les complacía especialmente golpearle el rostro, era como si no pudieran soportar la belleza de Amelia.

Muchas noches Amelia se despertaba por los gritos de otras presas.

—¿Qué sucede? —preguntó a una de sus compañeras de celda.

—Parece que han llegado nuevas órdenes para ahorcar a algunas de las que estamos aquí. Quién sabe si mañana nos tocará a nosotras.

Amelia se incorporó y apoyó la cabeza contra las paredes de piedra mientras murmuraba una oración pidiendo a Dios que no se abriera la puerta de la celda. Escuchaban el ir y venir de los pasos, los gritos de algunas mujeres a las que arrastraban hasta el patíbulo, las súplicas de algunas de sus compañeras pidiendo que se pusieran en contacto con sus familias aun sabiendo que era imposible. Otras en cambio caminaban en silencio, con la cabeza alta, intentando mantener la dignidad en lo que sabían eran los últimos minutos de su vida.

Todos los días ejecutaban a decenas de presos en la calle Smocza, al lado de Pawiak. Hombres, mujeres, incluso adolescentes… a los nazis tanto les daba. Llegaban las órdenes a la prisión y las ejecutaban de inmediato; y ese trasiego de pasos, de gritos, de suspiros les alteraba el ánimo hasta llegar a desear que se acabara cuanto antes aquel suplicio.

No fue hasta finales de mayo de 1942 cuando Karl Kleist le dijo a Max von Schumann, que ya había alcanzado el grado de coronel, que todas las gestiones hechas para la liberación de Amelia estaban a punto de dar sus frutos.

—Aún no puedo asegurártelo, pero la gente de Oster está a punto de conseguir que liberen a fräulein Garayoa. Puede ser cuestión de días.

—¡Gracias a Dios! Estaré siempre en deuda contigo, con Hans Oster y con el Almirante Canaris —exclamó Max.

—Todos estamos en deuda con Alemania —le respondió Kleist.

Aún habrían de pasar un par de meses para que Amelia recuperara la libertad. Mientras tanto, Max logró un permiso para ir a Berlín: Ludovica había dado a luz a un niño hacía tres meses.

A Max coger en brazos a su hijo le emocionó más de lo que le hubiera gustado admitir.

Ludovica guardaba reposo como si el hecho de haber parido hubiera constituido una grandiosa hazaña. Se dejaba mimar por su familia y por la familia de su marido, y sentía crecer su influencia en el entorno familiar tras haber logrado prolongar la estirpe de los Von Schumann.

—Nuestro Friedrich es precioso, un ario puro —le dijo Ludovica a Max.

La baronesa estaba recostada sobre una chaise longue situada junto al ventanal de su habitación, y observaba con un destello de perversidad lo que para su marido significaba aquel bebé de piel rosada.

—Sí, es precioso —asintió Max.

—Tus tías dicen que se parece a ti, y tienen razón. Me alegro tanto de que estés aquí… Bautizaremos a nuestro hijo como se merece. Haremos una gran fiesta e invitaremos a Hitler, a Goebbels, y a todos los buenos amigos.

—Estamos en guerra, Ludovica, y no debemos hacer exhibiciones innecesarias. La gente sufre, está perdiendo a sus hijos, a sus maridos, a sus hermanos… Bautizaremos a Friedrich, pero sólo invitaremos a la familia y a nuestros amigos más íntimos.

—Bueno, eso no descarta que invitemos al Führer; sé que me tiene en gran estima, no sabes cómo me distingue cuando me ve. Incluso podríamos pedirle que apadrine a Friedrich…

—¡Jamás! No, eso no lo consentiré. A mi hijo no le apadrinará ese… ese… ese demente.

—¡Max! ¡Cómo te atreves!

—¡Basta, Ludovica! No quiero discutir. Olvídate de esa idea descabellada. No me obligues a desautorizarte. Mi hermana mayor será la madrina de Friedrich, y el padrino, si te parece, puede ser uno de tus hermanos.

—Pero, Max, ¡no puedes negarme que organice un gran bautizo para Friedrich!

—Nuestro hijo tendrá el bautizo que merece, con su familia, y nadie más.

Ludovica no insistió. Sabía que el nacimiento de Friedrich era la causa de que Max no la hubiese abandonado, pero le conocía demasiado bien para saber que si le acorralaba, su marido terminaría marchándose de nuevo.

—De acuerdo, querido, lo haremos como tú quieres. Y ahora, siéntate a mi lado, tengo muchas cosas que contarte.

Max aprovechó su estancia en Berlín para reunirse con el grupo de amigos que formaban parte de la resistencia al régimen, El profesor Schatzhauser parecía más pesimista que nunca y le sorprendió que le preguntara por Amelia.

—Está en la cárcel de Pawiak, en Varsovia. La detuvo la Gestapo.

—¡Pobrecilla! Habíamos oído rumores…

—Estoy haciendo lo indecible por sacarla de allí.

—Sí, algo hemos sabido. Sé prudente, Max, tienes enemigos.

—Lo sé, profesor.

—Ha estado en Berlín ese periodista norteamericano, Albert James. Me telefoneó y vino a verme; en el transcurso de la conversación se interesó por Amelia.

—Bueno, usted sabe que James y Amelia… en fin, tenían una buena relación.

—Le dije la verdad, que se había marchado contigo a Varsovia y que no habíamos vuelto a saber nada de ella, pero que imaginaba que estaba bien.

Max no respondió. Le incomodaba que el profesor hubiera mencionado al anterior amante de Amelia. No es que le reprochara nada, sólo que, aunque le costaba admitirlo, sentía celos.

—Hábleme de cómo están las cosas aquí, si hay novedades en nuestro pequeño grupo.

—Somos muy pocos, Max, y no estamos bien organizados —se quejó el doctor.

—Nuestro problema —añadió Manfred Kasten, el viejo diplomático— es que quienes estamos en contra del Reich no somos capaces de unir nuestras fuerzas. Los comunistas van por su lado, los socialistas por otro, los cristianos tampoco nos ponemos de acuerdo, y los oficiales del Ejército no llegáis a saber que en realidad hay muchos alemanes deseosos de que hagáis algo.

—De esto último no estoy tan seguro —admitió Max—. Además, no es tan fácil, si ni siquiera los que estamos en contra de esto logramos ponernos de acuerdo en qué es lo que realmente hay que hacer.

—Si descabezáis al Reich todo será más fácil —insistía el profesor Schatzhauser.

—El Führer exigió que el Ejército le jurara lealtad, muchos oficiales se sienten maniatados por ese juramento —argumentó Max.

—¿Tú también? —le preguntó Manfred Kasten.

—La lealtad del Ejército debe ser para con Alemania —intervino el profesor sin dar tiempo a que Max pudiera responder.

—Han detenido a algunos amigos —añadió el pastor Ludwig Schmidt—. La Gestapo detiene a la gente y desaparecen para siempre.

—Y tú, Max, ¿qué crees que debemos hacer? —preguntaba Helga Kasten.

Max von Schumann no tenía respuesta para aquella pregunta. Sólo podía explicarles que en el seno del Ejército había oficiales que, como él, creían que debían hacer algo para oponerse a Hitler y que incluso alguno de sus compañeros de armas había llegado a sugerir que sería imposible acabar con el III Reich si antes no acababan con el Führer, pero no habían pasado de ahí.

Cuatro días antes de regresar al frente, Max y Ludovica bautizaron al pequeño Friedrich; a la ceremonia sólo asistió la familia. Ludovica había cedido a los deseos de su marido, pero tenía prevista otra celebración para cuando Max regresara al frente. Estaba decidida a convocar en su casa a sus amigos de la jerarquía nazi para celebrar el nacimiento y bautizo de Friedrich.

Por su parte, Max tenía sus propios planes. Antes de regresar al frente ruso había dispuesto pasar por Varsovia. Karl Kleist, el oficial que trabajaba cerca del coronel Oster, le había asegurado que Amelia estaba a punto de ser liberada y él quería estar en el momento de la liberación o al menos intentar que le permitieran visitarla en la cárcel de Pawiak y explicarle los planes que había hecho para ella en el momento en que recuperara la libertad.

Lo que no sabía es que Amelia estaba enferma; cuando tosía, escupía sangre, y además padecía anemia.

Pero para Amelia lo peor que le pudo pasar no fue luchar contra la fiebre, ni contra las pulgas que martirizaban su cuerpo o los piojos que aún encontraban acomodo entre los pocos cabellos que le quedaban. Lo peor para Amelia fue sobrevivir al asesinato de Ewa.

—¿Sabes que mis padres han venido a verme? —le dijo Ewa una mañana mientras estaban en el patio de Serbia inspirando todo el aire puro que llegaba hasta la prisión.

—¿Les has podido ver? —preguntó Amelia.

—No, no me han permitido verles, pero sé que han estado porque me lo ha dicho una compañera de mi celda que la emplean de vez en cuando para limpiar el despacho del director de Pawiak. Es una buena mujer y me fío de ella. ¿Sabes?, creo que mis padres traían buenas noticias, seguro que están a punto de conseguir que me indulten. Tengo una corazonada.

Ewa sonreía ilusionada convencida de su buena suerte, que sólo ensombrecía el pensar que iba a dejar a Amelia entre los muros de Pawiak.

—En cuanto salga, te prometo que buscaré a Max donde quiera que esté y le instaré a que haga lo imposible por sacarte. Confía en mí.

—Si no hubiera sido por ti, no sé cómo habría resistido tanto…

—¡Pero si eres más fuerte que yo! Además, tienes un hijo por el que vivir. Algún día iré contigo a España.

—España… mi hijo… ¡Cuánto daría por dar marcha atrás! Yo soy la única culpable de lo que me pasa y a veces pienso que estoy aquí porque tengo que pagar por todo el mal que he hecho a quienes me querían: mi hijo, mis padres, mi hermana, mi marido, mis tíos y mis primas; a todos les he fallado…

—No te atormentes, Amelia, saldrás de aquí y podrás regresar a España y enmendar las cosas.

—No puedo devolver la vida a mis padres.

—Tú no eres la culpable de su muerte, fueron víctimas de vuestra guerra civil.

—Pero yo no estaba con ellos. No estaba cuando fusilaron a mi padre ni asistí a mi madre en su enfermedad. Ahora no estoy cuidando a mi hermana enferma. Siempre dejo mis responsabilidades en manos de otros, ahora en manos de mis pobres tíos y de mi prima Laura. Y mi hijo… no puedo lamentarme de haberme convertido en una extraña para mi pequeño Javier. Lo abandoné y no pasa ni un solo día en que no me arrepienta de haberlo hecho.

—Saldremos de aquí, ya verás, y será muy pronto, lo sé, confía en mí. Siento que la libertad está muy cerca.

Aquella tarde, como todas las tardes, mientras las presas estaban en las celdas escucharon los pasos de las guardianas. Iban a leer los nombres de las condenadas, que serían ahorcadas al amanecer.

Amelia tenía fiebre y apenas prestaba atención, de manera que tardó unos segundos en reaccionar y preguntarse si había escuchado bien.

—Van a ahorcar a esa amiga tuya. Acaban de decir su nombre. Pobrecilla —le susurró al oído una de sus compañeras.

El grito de Amelia se escuchó a lo largo y ancho de aquel pasillo húmedo que daba entrada a las celdas. Pero el grito se perdió entre los llantos y los lamentos de quienes iban a ser ahorcadas. Era el mismo sonido de llantos y lamentos que escuchaban a diario, pero aquel día a Amelia se le hizo insoportable.

Una de las guardianas entró en la celda y la golpeó con un palo obligándola a callar.

—¡Para de gritar, extranjera de mierda! Espero que muy pronto llegue la orden para que te ahorquen, así no gastarás más dinero nuestro en comida. ¡Desagradecida!

Era tal el dolor que sentía en el alma que apenas se dio cuenta de que en uno de los golpes le había roto la muñeca izquierda.

—¡Quiero verla! ¡Quiero verla! —suplicó Amelia agarrada a la falda de la guardiana que la golpeaba sin piedad.

—No, no verás a esa zorra de tu amiga que va a recibir lo que se merece por traidora. Es una asquerosa amiga de los judíos, como tú. ¡Cerdas! ¡Sois unas cerdas! —gritó la guardiana mientras continuaba apaleándola.

Estaba amaneciendo cuando de nuevo las guardianas se presentaron ante las celdas para llevarse a las condenadas. Algunas lloraban y suplicaban, otras permanecían en silencio intentando concentrarse en aquellos últimos minutos de vida en que sólo podían despedirse de ellas mismas.

Ayudada por otras dos presas, Amelia se colocó delante del ventanuco de la puerta desde el que se veía el pasillo por donde caminaban las condenadas. Vio a Ewa caminar renqueando, con la mirada serena y desgranando las cuentas de un rosario de tela que se había hecho con un trozo de su enagua. Encontraba fuerza en la oración y sonrió a Amelia cuando pasó delante de su puerta.

—Saldrás de aquí, ya verás, reza por mí, yo cuidaré de ti cuando llegue al cielo.

La guardiana empujó a Ewa con violencia.

—¡Cállate, santurrona, y camina! ¡Muy pronto tu amiga se reunirá contigo! ¡A ella también la ahorcarán!

Amelia intentó decirle algo a Ewa, pero no pudo. Tenía los ojos anegados de lágrimas y fue incapaz de pronunciar una sola palabra.

Después se dejó llevar por la desesperación y se negó a comer aquel caldo negruzco donde abundaban los parásitos pero que las mantenía vivas.

Durante varios días estuvo entre la vida y la muerte. Se había rendido, ya no quería luchar.

Así la encontró Max cuando fue a buscarla a Pawiak. Había llegado a Varsovia ese mismo día acompañado por su ayudante, el ya comandante Hans Henke, y con la garantía de Karl Kleist de que todos los papeles para la liberación de Amelia habían sido firmados.

Acudió de inmediato a Pawiak, donde no parecieron demasiado impresionados porque un coronel del Ejército mostrara tal preocupación por aquella presa que habían recibido orden de liberar.

El director de la prisión se mostró adusto con él, y le conminó a aguardar en su despacho a que subieran desde los sótanos a la reclusa.

—Se la puede llevar, aunque yo de usted tendría cuidado, esa chica está mal de los pulmones y quién sabe lo que le puede contagiar. Yo en su caso me mantendría lejos de ella.

Max a duras penas logró contenerse. Sentía un desprecio instintivo por aquel hombre y sólo ansiaba salir de allí cuanto antes llevándose a Amelia.

Cuando la vio no pudo contener una exclamación de dolor.

—¡Dios mío, qué te han hecho!

Le costaba reconocer a Amelia en aquella figura famélica que apenas podía tenerse de pie, con el cabello tan corto que se le veía la piel del cráneo, vestida con ropa mísera y sucia y la mirada perdida.

Entre Max y su ayudante Hans Henke cogieron a Amelia y, una vez firmados todos los papeles, salieron de Pawiak.

Los dos hombres estaban impresionados y casi no se atrevían a hablar con la mujer.

—Vamos al hotel, allí la examinaré —dijo Max a su ayudante.

—Creo que deberíamos llevarla a un hospital, yo no soy médico como usted, pero veo que la señorita está muy enferma.

—Sí, lo está, lo está, pero prefiero llevarla al hotel, y una vez que la haya examinado decidiré qué hacer, no quiero volver a dejarla en manos extrañas.

El comandante Henke no insistió. Conocía la testarudez de su superior y le había visto sufrir durante aquel año haciendo lo imposible por conseguir la liberación de la joven española. Henke se preguntaba si aquella mujer volvería a recuperar algún día parte de aquella sutil belleza ante cuya presencia era imposible permanecer indiferente.

Cuando llegaron al hotel se produjo una cierta conmoción al ver entrar a dos jefes de la Wehrmacht llevando en brazos a una mujer que parecía una mendiga apaleada. El director del hotel, que en ese momento se encontraba departiendo con un grupo de oficiales, se acercó hasta ellos.

—Coronel Von Schumann… esta mujer… en fin… no sé cómo decirles que no me parece oportuno que la traigan a este hotel. Si quiere, le puedo decir dónde llevarla.

—La señorita Garayoa se alojará en mi habitación —respondió Max.

El director vaciló ante la mirada iracunda de aquel militar aristócrata que cargaba en sus brazos con aquella mujer que más parecía una mendiga.

—Desde luego, desde luego…

—Envíeme una camarera a la habitación —ordenó Max.

Cuando llegaron a la estancia pidió a su ayudante que preparara el baño.

—Lo primero que haré será bañarla y desparasitarla, luego la examinaré. Me parece que podría tener una mano rota, necesitaré que se acerque hasta el hospital y me traiga todo lo necesario para vendársela. Pero antes le agradecería que se acercara a la tienda más cercana y comprara algo de ropa para Amelia.

La camarera se presentó de inmediato y no pudo evitar un gesto de repugnancia cuando Max le pidió que le ayudara a bañar a Amelia.

—Le pagaré su sueldo de todo un mes.

—Desde luego, señor —aceptó la mujer, venciendo sus escrúpulos.

Amelia mantenía los ojos cerrados. Apenas tenía fuerzas para hablar, para moverse. Creía escuchar la voz de Max, pero se decía a sí misma que era un sueño, uno de aquellos sueños en los que la visitaba la gente a la que amaba: su hijo Javier, sus padres, su prima Laura, su hermana Antonietta… Sí, tenía que ser un sueño. No parecía darse cuenta de que la introducían en el agua, ni que le frotaban con fuerza la cabeza que tanto le dolía, ni siquiera se dio cuenta cuando Max la sacó de la bañera ayudado por la camarera y la envolvió en una toalla. Luego la vistieron con un pijama de él, en el que Amelia parecía perdida.

—Gracias por su ayuda —le dijo Max a la camarera.

—Para servirle, señor —respondió mientras cogía apresuradamente el dinero que le daba el militar.

Max la auscultó, le puso el termómetro y examinó todo el cuerpo comprobando las huellas de las torturas sufridas. A duras penas lograba contener las lágrimas y la ira que le producía ver en aquel estado a la mujer que tanto amaba.

—Tiene tuberculosis —murmuró para sus adentros.

Cuando Hans Henke regresó con unas cuantas bolsas, encontró a Amelia durmiendo. Max le había hecho tomar una taza de leche y un calmante.

—He comprado unas cuantas cosas, espero que sirvan, es la primera vez que compro ropa para una mujer. La verdad es que nunca he acompañado a mi esposa a hacer compras.

—Gracias, comandante, le estoy muy agradecido.

—¡Vamos, coronel, no tiene nada que agradecerme! Usted sabe cuánto le aprecio y que comparto su misma inquietud por Alemania. En cuanto a la señorita Garayoa, siempre he sentido simpatía por ella y me duele ver lo que le han hecho.

—Tiene tuberculosis.

—Entonces debería llevarla a un hospital donde la cuiden.

—No, no quiero dejarla sola en un hospital, sin amigos, sin nadie que la cuide. Quién sabe lo que podría pasarle.

—Pero debemos volver a Rusia…

—Sí, pero creo que podré conseguir unos cuantos días más de permiso. Usted regresará al frente, yo le seguiré en cuanto pueda.

—¿Y si no se lo permiten?

—Ya se me ocurrirá algo. Ahora le pido que se acerque a nuestro hospital y me traiga todo lo que he escrito en esta lista. Lo necesito para curarla.

Amelia tardó dos días en despertar del letargo en el que estaba sumida, y cuando lo hizo se sorprendió al comprobar que, efectivamente, allí estaba Max.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó él, apretándole la mano.

—Entonces… es verdad… eres tú…

—¿Y quién creías que era? —respondió él riendo.

—Creía que estaba soñando.

Pese a que Max le insistía para que descansara, no le hizo caso porque ella necesitaba hablar, recobrar parte de lo que había sido su vida. Hablaron durante horas.

—No me has preguntado si soy culpable —le dijo ella.

—¿Culpable? ¿De qué ibas a ser culpable?

—Me detuvieron, me acusaron de conspirar contra el Reich, de ayudar a los judíos…

—Espero que todo eso sea verdad —respondió él riendo.

—No te lo dije para no implicarte, pero Grazyna… bueno… ella ayudaba a los judíos, íbamos al gueto a llevar comida, y algunas otras cosas.

—No te reprocho nada, Amelia, lo que hicieras bien hecho está.

—Pero… yo necesito decírtelo.

—Ya me lo contarás todo cuando estés mejor, ahora tienes que descansar.

—Quiero hablar, necesito hablar, no sabes cuánto te he echado de menos. Pensé que nunca volvería a verte, ni a ti ni… ni a mi hijo, ni a mi familia. Pawiak es un infierno, Max, un infierno.

Tres días después Max le explicó a Amelia que había conseguido un salvoconducto para que llegara hasta Lisboa y desde allí pudiera ir a España.

—Aún estás enferma, pero hemos de correr ese riesgo. Yo debo volver al frente, no me permiten quedarme más tiempo en Varsovia y aquí no estarías segura. ¿Crees que podrás valerte por ti misma? Yo te daré las medicinas que debes tomar.

—Otra vez nos separamos —se lamentó ella.

—Muy a mi pesar. Pero además de médico soy un soldado y debo cumplir órdenes. Mis amigos han conseguido que pudiera quedarme unos días en Varsovia, pero no pueden cubrirme más.

—Lo sé y no debo quejarme. ¡Has hecho tanto por mí! Sí, iré a España, no querría ir a ninguna otra parte. Puede que me permitan ver a mi hijo. Hace tantos meses que no sé nada de mi familia, deben de pensar que me he muerto.

—¡No digas eso! Claro que verás a tu hijo y… he de decirte algo, que sé te va a doler.

Amelia miró asustada a Max. Temía lo que pudiera decirle.

—He tenido un hijo. Ludovica me ha dado un varón.

—Lo sé, Max, tu mujer me dijo que estaba embarazada. No sabía que tú y Ludovica… en realidad creía que…

—No te engañé. Entre Ludovica y yo hacía tiempo que todo había terminado. Tú no estabas, Amelia, y no sabía qué iba a pasar entre nosotros. En realidad en aquel momento tú estabas con Albert James o eso creía yo. Ella me pidió que le diéramos una oportunidad a nuestro matrimonio y… no me negué. Ahora tengo un hijo, se llama Friedrich, y le quiero, Amelia, le quiero al igual que tú quieres a tu hijo. No puedo evitar quererle. Es parte de mí, lo mejor de mí.

Se hizo un silencio tenso y Amelia sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. No tenía derecho a reprocharle nada, pero se sentía herida.

—No puedo pedirte perdón por Friedrich —le dijo el barón.

—Me duele, Max, claro que me duele, pero no tengo derecho a hacerte ningún reproche. Nunca me has engañado, siempre supe que Ludovica estaba ahí y que tu sentido del honor para con tu familia te impediría separarte de ella. También sabía, aunque nunca me lo dijiste, que añorabas tener un hijo que continuara tu estirpe, y eso sé que yo no te lo podía dar porque al fin y al cabo sigo estando casada. Pero me duele, Max, me duele mucho.

Él la abrazó y notó cómo ella temblaba ahogando un sollozo. La sintió más frágil por su extrema delgadez, pero no quiso engañarla diciendo que le hubiera gustado que Friedrich no existiera porque no era cierto. Se sentía orgulloso de aquel niño diminuto al que añoraba tener en sus brazos.

Amaba a Amelia pero también a Friedrich y no quería renunciar a ninguno de los dos.

No les resultó nada fácil separarse de nuevo. Max acompañó a Amelia al aeropuerto. Ella apenas lograba sostenerse en pie. Estaba muy débil.

Se despidieron sin saber cuándo se volverían a ver, pero prometiéndose que no permitirían que nadie les separase.

—Si no pudieras ponerte directamente en contacto conmigo, inténtalo con mi ayudante, el comandante Henke.

—Los dos habéis ascendido, tú ahora eres coronel y él comandante…

—Así es la guerra, Amelia. Pero atiéndeme: si tampoco lograras ponerte en contacto con el comandante Henke, siempre podrías recurrir al profesor Schatzhauser, a él no le resultará difícil saber dónde estoy.

A Amelia le costó reprimir las lágrimas cuando se dirigía al avión y se volvió varias veces agitando la mano mientras Max la contemplaba conteniendo la emoción.

Muchas horas después, y tras una larga escala en Berlín, Amelia miraba por la ventanilla del avión intentando divisar el perfil de Lisboa.

Estaba impaciente por pisar tierra portuguesa porque era el preludio de su vuelta a casa. No pensaba quedarse más tiempo del imprescindible. Primero iría al hotel Oriente. Aquél era el lugar de contacto donde la Inteligencia británica la había dirigido en ocasiones anteriores. En Londres debían de estar preguntándose qué le había sucedido después de tantos meses de silencio. Posiblemente la habrían dado por muerta.

El hotel Oriente parecía languidecer. Su propietario, el británico John Brown, la reconoció nada más verla.

—¡Vaya, la señorita Garayoa! No esperaba verla por aquí… No tiene usted muy buen aspecto. Le daré la habitación de siempre, ¿le parece bien?

Sin darle tiempo a responder, comenzó a llamar a su esposa portuguesa, doña Mencia.

—¡Mencia, Mencia! ¿Dónde te metes? Tenemos una huésped.

—No voy a quedarme, señor Brown, sólo quiero saber si puedo contactar con alguno de sus amigos…

—Así que está interesada en hablar con alguno de mis compatriotas.

—¿Puede arreglarlo?

—Naturalmente; mientras, suba a la habitación y descanse, perdone que insista en su mal aspecto. Mencia le traerá algo de comer.

—Quiero ir a España cuanto antes, en el primer tren que salga.

—Entonces tendrá que esperar a mañana por la mañana. No se preocupe, me encargaré de conseguirle un billete.

Mencia golpeó con suavidad la puerta de la habitación.

—¡Pero qué cambiada está usted! —exclamó Mencia al reconocer a Amelia.

—Me alegro de verla —respondió Amelia haciendo caso omiso del comentario.

—Mi marido me ha dicho que parece usted un espectro y tiene razón. ¡Está en los huesos! ¿Dónde se ha metido? Realmente tiene usted un aspecto terrible.

—Son tiempos difíciles.

—Sí, sí que lo son, y yo tengo miedo de que un día de estos alguien venga a por mi marido, hay demasiados ojos y oídos pendientes de lo que pasa, y siendo él inglés… claro que yo soy portuguesa y eso le salva, o al menos es lo que quiero creer. ¿Qué necesita? Creo que le traeré algo de comer. ¿Un poco de bacalao? Sí, le vendrá bien para coger fuerzas.

—No, Mencia, no tengo hambre.

—Si cambia de opinión, llámeme. Mi marido me ha dicho que le diga que no salga de la habitación y que descanse, dentro de un rato vendrá alguien a verla. Imagino quién… pero es mejor estar callada.

Amelia se tumbó en la cama y se quedó dormida. Al rato se sobresaltó por unos golpes en la puerta. Cuando abrió, vio a John Brown acompañado por un hombre de gesto adusto que la miraba con arrogancia.

—Señorita Garayoa, le presento a este buen amigo. Les dejo para que hablen. Si necesitan algo les enviaré a Mencia.

—¿De dónde sale usted? —le preguntó el hombre sin ningún preámbulo.

—De Pawiak.

—¿Pawiak?

—Es una cárcel, en Varsovia. Me detuvieron.

—¿Y por qué la han dejado salir?

—Es una larga historia. Creo que lo más práctico es que le cuente lo sucedido y usted lo transmita a Londres. Mañana me voy a casa, vuelvo a Madrid.

Durante una hora larga Amelia narró minuciosamente a aquel hombre todo lo sucedido: desde el día de su detención hasta el de su liberación, incluyendo la participación de Max von Schumann. El agente la escuchaba sin dejar de mirarla, escudriñando sin disimulo su rostro.

Cuando Amelia terminó su relato se quedaron unos segundos en silencio. Fue él quien lo rompió.

—Debería quedarse aquí hasta recibir órdenes de Londres.

—No, no lo haré. Quiero ir a mi casa, necesito estar con los míos. No tengo fuerzas para continuar, al menos por ahora.

—¿Me está diciendo que abandona el servicio?

—Le estoy diciendo que acabo de regresar del infierno y necesito un respiro.

—Estamos en guerra, no hay tiempo para descansar.

—Si no me da otra alternativa, entonces dígale a lord James que dejo el trabajo.

El hombre se puso de pie. No parecía sorprendido por nada de cuanto Amelia le había contado, o si lo estaba, no lo demostró. A ella le sorprendió que no le hubiera dicho ni una sola frase apiadándose por lo que había sufrido. Amelia ignoraba que aquel hombre había perdido a su esposa y a sus tres hijos en un bombardeo de la Luftwaffe sobre Londres, y que ya no le quedaban ni lágrimas ni piedad para los demás.

—Bien, esto es todo, Guillermo —sentenció el mayor Hurley. Di un respingo en el asiento. Sus últimas palabras me sobresaltaron. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que el mayor comenzara a relatar aquel episodio de la vida de mi bisabuela. Miré el reloj y, para mi sorpresa, era ya medianoche.

Lady Victoria sonreía encantada al ver mi sorpresa. Ella también había salpicado la narración del mayor Hurley con algunas aportaciones. Su esposo lord Richard cabeceaba con una copa de oporto en la mano. Me había abstraído tanto con aquella historia que había llegado a olvidar dónde y con quién estaba.

Con su minucioso relato el mayor Hurley había logrado trasladarme a Varsovia. Me parecía haber visto a Amelia Garayoa caminar por la ciudad y casi compartir con ella el sufrimiento de los meses pasados en Pawiak.

—No esperaba una cosa así —dije por decir algo.

—¿Qué es lo que no esperaba? —preguntó con curiosidad lady Victoria.

—No sé… tanto sufrimiento.

—Ya ve que la vida de su bisabuela no fue fácil —respondió lady Victoria.

—Creo que ella tampoco ponía demasiado de su parte —y nada más decir esta frase me arrepentí. ¿Quién era yo para juzgar a Amelia?

—Es muy tarde y ya hemos abusado demasiado de la hospitalidad de nuestros anfitriones —dijo el mayor Hurley, levantándose para dar por terminada la velada.

—Desde luego… desde luego —respondí yo.

—Usted mañana tiene que madrugar, ¿me equivoco, querido amigo? —preguntó lord Richard.

—Mi obligación es estar mañana a las siete en punto en el Archivo Militar —comentó el mayor Hurley.

Mientras lady Victoria y lord Richard nos acompañaban hasta la puerta, caí en la cuenta de que el mayor no había hecho ningún comentario sobre los siguientes pasos de Amelia.

—Sé que es mucho abusar de su amabilidad, pero ¿qué hizo después Amelia? ¿Fue a Madrid? ¿Continuó trabajando para ustedes?

—No pretenderá que hablemos ahora de eso… —se quejó el mayor Hurley.

—¡Oh, querido amigo, deberá usted seguir ayudando a Guillermo! Me temo que aún queda mucho por contar —terció lady Victoria dirigiéndose al mayor.

El mayor William Hurley se avino a que nos volviéramos a ver al cabo de unos días. No me atreví a insistir por temor a enfadarle.

—Tengo mucho trabajo, no puedo dedicar todo mi tiempo a buscar sobre su bisabuela en los archivos. En realidad creo que ella pasó una larga temporada en España… —añadió a modo de despedida.